En las ciudades desarrollas un lenguaje de circunspección y tacto, un millón de pequeñas imitaciones, ese matiz que posee el brillo del bronce lustrado. Luego, sales al desierto y te desintegras, te hundes entre balbuceos, comes sombrerillos de hongos que implosionan tu mente, que te tornan sobrenaturalmente profético y temeroso, que te convierten en un pájaro azteca.
Matt Shay, sentado en la terminal del aeropuerto de Tucson, escuchaba los avisos de megafonía que rebotaban entre las paredes.
Estaba pensando en su episodio paranoide durante la fiesta de cerebros de la noche anterior. Sentía que había sido fugaz testigo de algún horrible sistema de conexiones en el que no eres capaz de determinar la diferencia entre una cosa y otra, entre una lata de sopa y una bomba lapa porque ambas han sido construidas del mismo modo por las mismas personas y, en definitiva, vienen a referirse a lo mismo.
Había huelga de basureros en Nueva York.
Buscaban por megafonía a un hombre conocido únicamente como Jack.
Una mujer que hablaba con fuerte acento le dijo a alguien sentado junto a ella, «Me enamoré, por así decirlo, de él el día en que me pintó las paredes».
Había un hombre en una silla de ruedas, comiéndose un burrito.
Permaneció allí sentado, aguardando a que anunciaran el vuelo de Janet. Se preguntó si no sería un buen momento para llamar a su hermano. Nick vivía entonces en Phoenix, realizando vagas labores de consultoría y enseñando latín una vez a la semana en un instituto.
Cuando Nick muera, un equipo de metafísicos examinará su caja negra, la grabadora personal de vuelo diseñada para revelarles cómo funcionaba su mente y por qué hacía lo que hacía y qué pensaba de todo ello, pero no existen garantías de que vayan a poder encontrar el menor indicio.
Recitando epigramas latinos a ejecutivos en un lugar llamado Paradise Valley.
Matt se quitó las gafas y sopló sobre las lentes, los labios fruncidos en una elipse susurrante, y luego frotó con el pañuelo la empañada superficie y alzó las gafas a la luz.
Cada vez que los megáfonos solicitaban que alguien acudiera al teléfono público de color blanco, una niña pequeña formaba un puño con los dedos y hablaba en su interior.
Se puso las gafas. Janet apareció por la puerta de salida y él se echó a reír al verla. Se rió con auténtico y saludable gozo, aliviado de tenerla por fin allí y también con expectación física, y se rió del desastre en que iba a resultar aquella excursión que se disponían a realizar y terminó riéndose porque no podía evitarlo. Estaba aturdido después de un largo día al volante y carecía de las fuerzas necesarias para dejar de reírse.
Janet caminaba enérgicamente hacia él mostrando una sonrisa levemente torcida, la clase de sonrisa que denotaba que no estaba del todo segura de qué estaba haciendo allí.
—Según el comandante, tenéis una temperatura de cuarenta grados.
—¿Te parece que debería llamar a Nick?
—¿Para qué? En Boston hacía veintidós grados.
—Vive aquí al lado. Parece absurdo no llamarle.
—En Nueva York hay huelga de basureros —dijo ella.
Seguía aturdido de tanto conducir, y ella se notaba entumecida por el confinamiento y el ruido de los motores. Salieron a la zona de aparcamiento y metieron su equipaje en el jeep. Estaba lleno a rebosar, como una caricatura consumista de tebeo desbordante de equipos, ropa, maletas y libros.
—Cuéntame otra vez adónde vamos —dijo ella.
Pasaron la noche en la linde de una reserva india, en una vieja posada de adobe en la que una adolescente comía palomitas tras el mostrador de recepción y desde la que podían ver la blanca cúpula de un observatorio a través de la ventana de su dormitorio.
Era una agradable habitación con vigas en el techo, equipada con siniestros muebles suburbanos, y ambos se mostraban tímidos, porque no se habían visto ni tocado en largo tiempo y Janet tenía que acostumbrarse a aquello. Tan sólo habían dormido juntos varias veces, siempre planeándolo con antelación. No contaban con un lenguaje de entendimiento mutuo, de ritmos y miradas, del protocolo mudo de deseos y sugerencias, de cuerpos que se rozan levemente en el ascensor. Allí no había ascensores. Y Janet se sentía un poco insegura de sí misma en una habitación extraña. No era realmente ella, ¿verdad?
Otra mujer podría haberse dejado llevar por el atractivo del anonimato. Encontrarse con un hombre en una habitación que antes ha pertenecido a otros mil hombres y mujeres. Abandonar el pasado personal con esa suerte de abandono sin rostro propio de los moteles. Pero aquello no era un motel, y por lo menos cabía dar gracias por eso.
Estaba nerviosa, sin moverse de la ventana en vaqueros y sujetador. Tan sólo habían llegado al sujetador. Fue entonces cuando ella se detuvo para hablar, para hacerle saber cómo se encontraba. No se sentía sexualmente ansiosa. Se sentía sexualmente ansiosa, sí, pero fundamentalmente insegura de un modo general, dijo, porque la situación no parecía del todo confortable, encontrarse con un hombre en un escenario dotado de expectativas predeterminadas: una cama ajena en medio de la nada. Tenía la habilidad de contemplarse a sí misma, cierto recelo acerca de las cosas que no parecían del todo correctas. Para empezar, el lugar no estaba demasiado limpio. Y luego estaba la chica de recepción, bizca o miope, lo que fuera. Le habló sinceramente, con su voz tenue, levemente chillona, y él permaneció tendido en la cama, escuchándola, esperando a que se acostumbrara a la idea de una escapada a campo traviesa que concluye en una especie de habitación neutra que le hace sentirse aislada de todo cuanto le resulta familiar.
La escuchó y aguardó, hasta comprender finalmente que algunas de las cosas que decía de sí misma también podían aplicarse a él. Lo comprendió del mismo modo que sorprendes cosas que, de algún modo, siempre habías sabido.
Ella siguió junto a la ventana. Sobre su hombro alcanzaba a ver en la cima de la montaña la cúpula del observatorio bañada por la última luz.
Había habido hombres que recorrieron aquellos desiertos cien años atrás, los penitentes, cantando y ayunando, azotándose con sogas de cáñamo o látigos fabricados con fibras de yuca entrelazadas, o con cuerdas, con la cuerda, una pequeña fusta de lana fuertemente trenzada.
Janet no sabía mirar el desierto. Parecía guardarle rencor de algún modo oscuro y personal. Era demasiado grande, estaba demasiado vacío, tenía la audacia de ser real.
Conducían y charlaban.
—Cuéntame otra vez por qué vamos allí.
—Es una reserva natural y un polígono de tiro.
—De modo que si no nos matan unos, nos matarán otros.
Él alargó la mano y la depositó sobre su pierna.
—Queremos estar solos —dijo.
—Podíamos haber estado solos en Boston.
—En Boston no tienen muflones. Queremos ver muflones en estado salvaje.
—¿Qué haremos cuando los veamos?
—Alegrarnos. Es raro que nadie llegue a verlos. Y el sitio al que vamos es muy remoto. Nos alegraremos y nos sentiremos felices. Son unos animales hermosos que nadie ve nunca.
Ella se aproximó a él. No le gustaban las muestras de afecto en público, y aunque estaban solos en la carretera, aquello no era su apartamento, ¿verdad que no? y ni siquiera era una habitación de una posada con una puerta cerrada y las cortinas echadas, cuando por fin se había decidido a echar las cortinas, pero a pesar de todo se aproximó un poco más a él y le dijo que de haber sabido que iba a acariciarle el muslo no se hubiera puesto aquellos gruesos y ásperos vaqueros, ¿no es cierto?
Matt no creía haberse sentido nunca tan feliz. Se sentía feliz cuando ella se recostaba sobre él y acaso aún más feliz cuando le leía en voz alta alguno de los libros de la pequeña biblioteca que había reunido durante la preparación del viaje.
Vieron halcones encaramados sobre los postes y ella consultó el libro de ornitología y dijo que eran cernícalos, no halcones, lo que le hizo sentirse aún más feliz.
El paisaje le hacía sentirse feliz. Constituía un desafío a su larga vida urbana pero, más que eso, la realización de una visión medio soñada: la diferencia del Oeste, esa cosa extraña y grandiosa que tenía que ver con la nación y con el espacio, con el valor y con la historia y con quién eres y lo que crees y las películas que viste de niño.
Al cabo de un rato le dijo que dejara de mirar el libro y que contemplara el paisaje, pero el paisaje estaba formado de espacios vacíos y de carreteras solitarias, algo que la ponía sumamente nerviosa.
Cuando Nick regresó de Minnesota, Matty dio en llamarle el Jesuita.
Para entonces, los años de catecismo de Nick habían quedado muy atrás, sus días de fe ciega, y le gustaba burlarse de la cohibida corrección de su hermano, de sus intentos por alcanzar una perspectiva analítica. Fuera cual fuese su experiencia en el terreno de la corrección y por muy hábilmente que los jesuitas le hubieran moldeado con su típica diligencia del Norte, acuñando el intelecto y la reluciente alma, un hermano aún conservaba el derecho de mofarse y chinchar.
Su madre también le llamaba el Jesuita, pero sólo cuando Nick no podía oírla.
Llenaron el depósito y compraron carbón, alimentos y agua embotellada. Encontraron el despacho del director de la reserva al final del pueblo, y Matt entró para recoger el permiso y firmar el certificado de exención de responsabilidad, un impreso que básicamente señalaba que si resultaban muertos y/o heridos a causa de prácticas con fuego real mientras se encontraran en la reserva, constituiría una delirante ilusión infantil para cualquiera de ellos y/o para sus familiares pensar siquiera por un segundo en una posible indemnización.
De acuerdo. Se les permitía acceder a la reserva pero bajo el aviso de que se habían proyectado unos ejercicios aire-aire que comenzarían tres días después. De fuego amigo. Aquello proporcionaba algo de emoción a su programa.
Le comunicó todo aquello a Janet concienzudamente. Le dijo que no se les permitía manipular ni conservar cualesquiera artículos de uso militar que pudieran encontrar en la zona, tales como bidones de gasolina, vainas de bengala, objetivos rodantes o proyectiles equipados con munición real o de fogueo. Le dijo que no había seres humanos habitando en la reserva. Le dijo que allí no había gas, ni comida, ni refugios ni ninguna otra clase de comodidades. Tenía derecho a saberlo. Le dijo que no había carreteras asfaltadas ni agua corriente. Pero no le dijo por qué aquello le excitaba. De eso no dijo nada porque no lo comprendía, ni ese desnudo estremecimiento, ni la sinceridad, ni la sensación de saber que se dirigía a una remota zona desértica de Sonora, en la que la interacción del terreno con las armas constituía una especie de proceso neuronal redibujado en el mundo, una especie de anhelo vacío extraído del tronco del cerebro o de donde fuera y posteriormente pintado con palabras y cielo y desierto diamantino.
Janet dijo:
—De acuerdo. Vamos vamos vamos vamos.
—Así me gusta.
—Si vamos a hacerlo, hagámoslo ya.
—Eso mismo quería oír.
Condujeron en dirección sur atravesando una de las zonas blancas del mapa, hacia la entrada de la reserva, y él recordó algo que Eric Deming le había contado sobre aquella parte de Arizona, un rumor, una especie de historia de miedo acerca de personas conocidas como los ultrasensibles, hombres y mujeres que poseían dones místicos: telépatas, clarividentes, gente capaz de doblar el metal.
Cerca de la frontera con México había unas instalaciones secretas en las que los ultrasensibles eran sometidos a pruebas y a experimentos. La idea consistía en formar comandos de parapsicólogos capaces de desbaratar las redes informáticas y los sistemas de armamento del enemigo, acaso incluso de leer las intenciones de su ministro de Defensa mientras viajaba por el centro de Moscú en su coche con chófer.
De hecho, se suponía que los rusos nos llevaban considerable ventaja en tal proyecto, había dicho Eric, quizá por su carácter sensible y místico, y estábamos desesperados por ponernos al día.
Janet dijo:
—Habrá otras cosas, claro está.
—¿A qué te refieres?
—Aparte de las ovejas. No estaremos recorriendo toda esta distancia sólo para ver ovejas.
—Muflones. Queremos estar solos. Sin distracciones. Para poder hablar. Un tiempo prolongado. Para poder determinar qué hacemos.
—¿Qué hacemos de qué?
—Ya sabes a qué cosas me refiero.
—¿Qué cosas?
—¿Nos casamos? ¿Tenemos niños, descendencia? ¿Esperamos un poco? ¿Vivimos aquí o allí o en algún lugar de entremedias?
—¿Qué más? —dijo ella—. Porque sé que hay algo más.
Matt podía creerse perfectamente la historia de aquella base sellada en la que los ultrasensibles se dedicaban a refinar sus dotes paranormales. Transferencia de pensamiento y visiones remotas. ¿Por qué no iba a creerlo? Él mismo, cuando tenía diez años, había leído la mente de muchos adversarios mientras empujaba unas piezas de madera a través del tablero. Aquello no era sino la faceta sobrenatural de la carrera armamentística. Milagros y visiones. El arma definitiva más soñada es una señora de mediana edad que vive en Decatur y que es capaz de señalar la posición de los submarinos soviéticos que navegan frente a la Costa Este.
Irreal. Aquello era lo que le incomodaba. Era una de las cosas de las que quería hablar con Janet.
Había riscos similares a buques, grandes rocas con forma de embarcación y la proa apuntando hacia arriba, y colinas que parecían montones de escombros. El terreno parecía hallarse en formación, era áspero y surcado de grietas, y casi era posible detectar la presencia de erupciones y convergencias. Parecía el país de los dinosaurios. Veían montañas de color blanco y montañas de color carne, y formaciones de escoria de una materia vidriosa que resultaban ser montañas al acercarse.
Se tardaba largo tiempo en llegar a cualquier sitio. Sólo había una carretera, un camino. En algunas secciones había arena profunda; en otras, barrancos y hondonadas. El sol se abatía con la densidad de una plaga. Pasaron por zonas inundadas en las que se veían obligados a abandonar el camino para maniobrar cuidadosamente el jeep en torno a los arbustos de palo verde y los cactus de cholla.
Él seguía consultando las palabras. Consultaba constantemente los libros. Conducía con un libro o dos en el regazo o le pedía a Janet que buscara las palabras o le pedía que condujera ella para poder leer él.
El polvo había cubierto el capó y el parabrisas, y el sol parecía estar al alcance de la mano, desprendiendo un calor tan vasto y tan uniforme que le entraban ganas de reírse de puro miedo.
—Ya sé que no puedes hablarme de tu trabajo.
—Puedo contarte algunas cosas. Trabajo con mecanismos de seguridad, o así los llaman. Temporizadores, baterías, conmutadores, detonadores. Cierres electromecánicos. Realizo interminables comprobaciones por ordenador. Bebo café instantáneo y observo en pantalla secciones y proyecciones de enormes armas equipadas con alerones. Luego, un puñado de tipos de California o Nevada sacan un cohete y lo disparan sobre un objetivo reforzado a dos mil quinientos kilómetros por hora.
—Para comprobar tus cálculos.
—Exacto. No sólo los míos, por supuesto. Pero, sí, ésa es la idea.
—Haces que las armas sean más seguras. De manipular y de utilizar.
—Eso es.
—¿Cuál es el problema, pues? No se trata precisamente de una actividad criminal.
—No, pero es un trabajo armamentístico. Es lo que quería. Quería esto y más. Pero ahora ya no estoy tan seguro al respecto.
—Es un trabajo importante, Matthew. Se precisan los mejores para hacerlo.
Habían acampado a pocos metros del camino. Encendió una hoguera de carbón y vació unas latas de cerdo y de judías en el interior de un cazo. Se pusieron los jerséis y se sentaron sobre una manta.
Dijo ella:
—¿Qué harías si lo dejaras?
—No estoy seguro. Doctorarme en algo, supongo. Conozco algunas personas que trabajan en gabinetes estratégicos. Hablaría con ellos. Para sondearlos.
Ella le dirigió una mirada agria. El término le disgustaba —gabinete estratégico— y él no podía reprochárselo. Era una mujer pasiva, apacible, de mediana edad, encerrada en su torre de marfil. Gente manejando papeles en reductos de estrategia social. Informes de situación, políticas alternativas, encuestas estadísticas.
Cogió la linterna y la acompañó a un lugar adecuado para orinar. La luna estaba casi llena. Aguardó mientras ella se bajaba los pantalones y se agachaba, más o menos en un solo movimiento, y ella le miró y sonrió, con una sonrisa pícara de niña con la cara embadurnada y las bragas sucias: ¿no hemos hecho esto mismo anteriormente, en otra vida? Él paseó la luz a su alrededor mientras iba anunciando quedamente los nombres de los arbustos y las plantas bajo los húmedos sonidos de Janet. Ella se echó a reír, orinando a trompicones. Creyeron oír un coyote y Janet se subió los pantalones sin dejar de reír.
Montaron la tienda y se introdujeron en sus sacos de dormir con forma de momia, cálidamente forrados de franela, y observaron que el coyote no era otro que Wolfman Jack hablando por la radio, un disc jockey aullador lanzado al desierto desde alguna emisora pirata situada más allá de la frontera.
No me pongas mala cara esta noche, baby, vamos a bailar el rock. Papá Wolfman te envía a Little Richard desde los días de gloria de las permanentes y los trajes brillantes. Richard no necesita tintorerías. Tiene su Windex.
Los sacos de dormir tenían unas correas extensibles que te permitían tenderte de costado, si así lo preferías, y cuando Little Richard comenzó a doblar las notas con su falsete ancestral, Matty creyó estar en su cama del Bronx cuando era un chiquillo de quince años, capaz de intercambiar el viejo guante de béisbol de su hermano por tres o cuatro singles de rock-and-roll en mal estado que luego escuchaba cuando su madre no estaba presente.
Janet le llamaba Matthew. Era su modo de separarle de la historia familiar, de esa densa costumbre de interpelarle como Matty, del hermano pequeño, el hijo abandonado, el niño prodigio del tablero y demás ingredientes de aquella sopa casera.
Él le había contado a Janet la historia de cómo Nick pensaba que su padre había sido conducido a los pantanos y allí muerto a tiros, y de qué modo aquello se había convertido en el único complot, la única conspiración, en la que el hermano mayor se mostraba dispuesto a creer. Nick no podía permitirse sucumbir a la desconfianza general. Tenía que proteger su convicción acerca del destino de Jimmy. El asesinato de Jimmy era algo aislado y puro, no corrompido por otras alianzas secretas y actos criminales, por otras sospechas. Que la cultura se ocupara de elaborar todas aquellas teorías baratas en torno a conspiraciones. Nick contaba con el resistente tejido de la narrativa, que no precisa verse adornado por especulaciones o rumores.
Matt, claro está, opinaba que su hermano era culpable de delirios emocionales. Pero cuando Janet se mostró demasiado dispuesta a coincidir con él y a cuestionar la versión de Nick, la interrumpió sin dudarlo. Defendió a Nick. Le contó cómo él mismo había pensado originalmente que su padre estaba muerto. Que no era un fugitivo, un inadaptado, uno de esos hombres despreciablemente débiles que se dejan estropear, sino que estaba muerto en algún lugar, en un espacio no traducido. E incluso si a la sazón él no era más que un niño pequeño. Incluso si acostumbraba a poner en práctica aquella loca costumbre medio triste medio divertida de acudir al Loew’s Paradise para ver el alma de su amado padre fallecido flotando sobre el cielo estrellado. Incluso si era incapaz de emitir un juicio razonado, le dijo, considera el episodio en sí, el trayecto que había realizado hasta aquel cine, atravesando barrios desconocidos, él solo, a los seis años de edad. El poder de un acontecimiento puede manar de su corazón irresoluble, de todos esos crueles y elusivos elementos que no encajan entre sí, y ello te obliga a realizar cosas extrañas y a contarte historias a ti mismo, y a construir mundos verosímiles.
¿Quién demonios era Janet para ridiculizar a su hermano?
A lo lejos podían divisarse cicatrices, profundos arroyos, y grupos de altos saguaros sobre las laderas meridionales de las montañas.
El camino era de polvo blanco, y luego de tierra roja, de arena de playa cuarteada, seca y achicharrada, y luego se convertía súbitamente en un verdoso polvo mineral para terminar volviendo a ser de arena y, por fin, de materia pedregosa.
A Janet le gustaba conducir agresivamente, fuera cual fuese la superficie. El jeep saltaba y se encabritaba, inclinándose peligrosamente en ocasiones, y cuando el camino se estrechaba entre el espesor de los matorrales Janet tenía que decirle que devolviera al interior del coche el brazo que llevaba colgando por la ventanilla para evitar cortarse con las espinosas acacias.
—Creo que no deberías abandonar tu empleo por motivos de conciencia. La conciencia es un arma de doble filo —dijo—. Tienes deberes y obligaciones. Si no estás dispuesto a realizar esta labor, la persona que te sustituya podría hallarse menos cualificada para él.
—¿Cuánto calor dirías tú que hace?
—Da igual el calor que haga. Demasiado para estar aquí. Tú has tenido un entrenamiento especial y posees ciertas habilidades.
—Llegará un momento en que tendremos que decidir si damos la vuelta y regresamos por donde hemos venido.
—¿O bien?
—O bien continuamos internándonos en el territorio de los muflones y salimos de la reserva por alguna parte del sector noroeste antes de que den comienzo las prácticas.
Diez minutos después de decir aquello, vieron objetos en la distancia y Matt los enfocó con los prismáticos. Parecía tratarse de tanques y jeeps, junto con algunos camiones, pero de algún modo parecían endebles, livianos y chapuceros, con contornos rectos y un brillo barato: objetivos tácticos simulados.
—Quiero que estemos juntos —dijo ella—. Sabes lo mucho que deseo tener un hogar y una familia. Quiero tener un hijo. Siempre he querido estas cosas. Quiero sentirme segura, Matthew.
Él extendió la mano y acarició los mechones de pelo suelto que pendían de su nuca.
—Quieres sentirte segura. Y eso lo dice la mujer que se pasa media noche atendiendo heridos —dijo él—. Cuerpos traumatizados. Una emergencia detrás de otra.
—No hay nada inseguro en eso. Para mí, eso es algo completamente seguro. Es lo que mejor sé hacer y quiero seguir haciéndolo. Y tú deberías hacer lo que mejor sabes hacer. A eso se refiere la palabra seguro.
—¿Cómo viviremos juntos si conservo este trabajo?
—Lo haremos. Lo solucionaremos —dijo ella.
El aire se tensó, la luz adoptó un matiz de cloro y, de pronto, comenzó a llover con fuerza. No podían ver nada, y se detuvieron sobre un altozano. La tormenta parecía originarse a tres metros por encima de sus cabezas. Permanecieron allí sentados, esperando y charlando.
Matt habría podido contarle cualquier cosa. Con ella resultaba completamente fácil. Le conocía desde antes de nacer. Era capaz de completar un pensamiento que él apenas hubiera logrado iniciar. En ella no había espacios oscuros, no se producían ninguno de los silencios ni de los disfraces que, de acuerdo, pueden resultar fascinantes, aunque no para un hombre como él, pensó.
Oyeron el canto de pájaros onomatopéyicos, tales como el cuco y el pitoitoy. Tras la lluvia, el calor comenzó a soplar de nuevo, y él recorrió el paraje con los prismáticos en busca de aves de presa. Aparecían suspendidas en el aire abrasador, altas y grandiosas, con las plumas en abanico, y salió corriendo en busca del libro al divisar un enorme pájaro oscuro anidado en el codo de un elevado saguaro.
Era un águila dorada, aún inmadura, y le entregó los prismáticos a Janet y luego se los arrebató, incapaz de dejar de hablar. Hablaba y reía y consultaba los libros. Hablaba menos con Janet que con el ave. Examinó el libro cierto número de veces para asegurarse, en beneficio del animal, de que efectivamente se trataba de un águila dorada, de un aguilucho, con un destello de color en las alas y un dorado baño de color miel en torno a la nuca.
Janet no se dejaba fascinar por aquello. Al mirarla, descubrió en sus ojos una compleja súplica. Le estaba pidiendo algo, pero no estaba seguro de qué. Enfocó de nuevo al ave. Para ella, el ave equivalía a girar el dial. Enciendes el televisor en la sala de enfermeras y ves cabezas de jirafas oscilando sobre la sabana. Aquélla era su reserva natural: una habitación atestada, amueblada con un par de sofás y de sillas en la que se sentaba a charlar con el personal del turno de noche sobre los precios del café, la inseguridad callejera y el olor indescriptible de ese quemado: representaba un asidero, un refugio que precisaba para vivir.
Pero aquella mirada no tenía que ver con sus necesidades ni con dónde prefería estar. Quería hacerle entender algo acerca de sí mismo.
Cada derrota era como una muerte que albergaba en el pecho, en su diminuto tórax pajaril. Básicamente muerto con once años, ése era él. Adiós a las torrecitas de madera, y hasta nunca. ¿Cuántos años había tardado en superar aquel juego?
Había sido el duelo entre Fischer y Spassky lo que le había impulsado a volver, brevemente, dos años atrás, en Islandia, a mitad de camino entre Washington y Moscú, donde habían disputado veintiuna partidas, Bobby y Boris, como en un vibrante espectáculo veraniego en blanco y negro.
Matt consultaba los periódicos y veía la televisión. Él iba con Bobby, aquel chiquillo infantiloide y desgarbado que ya iba para treinta. Se identificaba con sus rabietas en público, con sus groseras exigencias, con esos ataques enfermizos que constantemente sufría Bobby, con los mal disimulados despliegues de amargura cada vez que perdía.
Si la victoria final del norteamericano no sirvió para redimir la sombría juventud de Matt, al menos sí separó el juego de su migraña privada de introversiones anormales para adaptarlo a la mezcolanza del exterior, a la lucha cotidiana de estados enfrentados y fuerzas materiales.
Haría falta una palabra artesanal para describir el proceso. Desegocentrarle. Eso fue lo que logró el juego con Matt. Anda y que proteste Bobby. No hacía sino demostrar lo que siempre está ahí, bajo la estética espacial y el rigor formativo del juego bajo reveladores arranques proféticos: un mundo propio de dolor y de pérdida.
Habló a Janet de montañas excavadas en Nuevo México. De puntos de almacenamiento para armas nucleares. Le habló de aquella montaña hueca en Colorado cuyas enormes pantallas murales podían mostrar la trayectoria de vuelo de un misil lanzado desde una base siberiana. Sabía unas cuantas cosas de Obyekt, la Instalación, edificada por esclavos en una remota zona de la URSS, y le habló de ella: era un centro de diseño de bombas.
La gente acudía de buena gana a aquellos lugares, científicos ansiosos por satisfacer alguna necesidad elemental. ¿O se trataba simplemente de un deber patriótico o del desafío habitual de realizar una labor importante en el campo de la física o las matemáticas? Él creía que acudían en busca de algo, por impulso, casi temerariamente, queriendo alcanzar una condición superior.
—Haces que suene como si se tratara de Dios —dijo ella. Le contó lo que pudo acerca del Bolsillo. El Bolsillo no era más que una acogedora cafetería inmersa en un vasto sistema oculto. Un sistema basado en la muerte procedente de los cielos. Le habló de las redes de emergencia, refugios subterráneos labrados en el interior de las montañas de Virginia y de Maryland, en los que los líderes podían mantener el funcionamiento del Gobierno durante cualquier conflicto bélico de importancia. Le habló de los accidentes en la Unión Soviética, de los rumores acerca de incendios y explosiones en plantas nucleares, y de la emoción que él mismo sentía, el morbo de la devastación en los yermos enemigos, y de su consiguiente sentimiento de vergüenza.
Haces que suene como si se tratara de Dios. O de alguna variación aún más descarnada del mismo. Vete al desierto o a la tundra y aguarda el destello visionario de luz, la masa crítica que convocará a los cielos hindúes, a Kali, a Shiva y a todos los dioses menores, sus rostros desdibujados en sendas muecas.
—Quizá he pasado demasiado tiempo siendo católico. Debería haberlo abandonado cuando tenía diez años.
Pensó en los ultrasensibles, preparándose para la guerra psíquica, y pensó en los penitentes, hombres con capuchas negras que arrastraban pesadas cruces de madera por el desierto cien años atrás, o cincuenta, azotándose con cáñamos y yucas, todo ese rollo propio de la hermana Edgar, y expresándose con palabras prefabricadas: divagaciones de hombres santos y errabundos.
—No sé a qué te refieres con seguir siendo católico. Ya te he dicho lo que pienso de la conciencia —dijo ella.
—Se trata de eso, pero sólo en parte. Fundamentalmente, siento que formo parte de algo irreal. Cuando alguien alucina, el sentido de la alucinación es que obtienes una falsa percepción de algo que crees real. Aquí sucede lo contrario. Esto es real. El trabajo, las armas, los misiles despegando de los campos de alfalfa. Todo. Pero cada vez más, se me antoja como una distorsión completa. Es un sueño que alguien está soñando y en el que yo me veo incluido.
Es posible que aquello irritara levemente a Janet. Que lo considerara autoindulgente o poco convincente o algo que no venía al caso.
—No hace mucho me contaron una historia —dijo él—. En los años cincuenta realizaron una prueba nuclear para la que vistieron a un centenar de cerdos con uniformes militares reglamentarios y los situaron a intervalos regulares desde el punto de impacto. Ciento once, para ser exactos, ciento once cerdos, según me dijeron. A continuación, hicieron estallar el artefacto y examinaron los uniformes de los cerdos abrasados para determinar las cualidades térmicas del tejido. Porque tal era el objetivo de la prueba.
Janet no respondió, porque fuera cual fuese el objetivo de la prueba, o el sentido de aquella historia, le estaba poniendo de mal humor.
—Imagínatelos. Cerdos blancos de Chester. Una raza de animales gordos y corpulentos de orejas caídas. Vestidos con uniformes caqui provistos de cremalleras, costuras, todo, y con los cordones atados porque así lo ordena el reglamento. Y una voz que habla por megafonía y que va contando, «Diez, nueve, ocho, siete».
Ella le dijo que metiera el brazo en el coche.
—¿Fue entonces cuando la historia se convirtió en ficción? —dijo él.
Ella le miró brevemente.
—No es eso lo que me estás preguntando —dijo.
—¿Qué te estoy preguntando?
—Creo que no me estás preguntando eso. Ésa es una pregunta amplia, y yo creo que estás haciendo una pregunta más modesta que no tiene nada que ver con cerdos uniformados. Estás hablando de algo completamente distinto.
Él no la miró.
—¿De qué estoy hablando, Janet?
—Dímelo tú —dijo ella.
Él mantuvo la mirada fija sobre el agrietado sendero, sin decir palabra. Las acacias azotaban y arañaban el parabrisas y las portezuelas. Ambos se concentraron en observar el camino.
A eso de doscientos metros de distancia se erigía una estructura de cemento, similar a un búnker, salpicada de arena, con claraboyas alargadas y arbustos espinosos trepando por los muros.
Faltaba poco para anochecer, y decidieron acampar en las inmediaciones. El edificio tenía algo irresistible, por supuesto, incluso una ruina recalcitrante como aquélla, con su aspecto sellado y aislado. Se erigía allí sola, frente a las montañas, con la quebrada lírica de un objeto fuera de lugar, como un cine al aire libre de las praderas que llevara años cerrado, con todos sus auriculares colgando torcidos y la enorme pantalla contemplando los maizales con su mudo rostro en blanco. La clase de desecho humano que profundiza el paisaje, haciéndolo más triste y más solitario, y que añade a tu reacción una vaga y amarga nostalgia subjetiva, o no tanto nostalgia como un sentido de la propia estética del tiempo: cuán hermoso e inmóvil y extraño puede resultar un mazacote de cemento fugazmente habitado y luego abandonado, esa alma del desierto en el que han dejado su firma los hombres y mujeres que han pasado por ella.
—Preferiría dormir dentro —dijo Janet— que volver a montar la tienda.
Había dos puertas sólidamente selladas, y las ventanas eran elevadas y estrechas, pero rodearon la construcción y encontraron una abertura a media distancia del suelo por la que penetraron en el interior. Tras las agitadas horas que habían pasado, zigzagueando con el jeep en torno a los obstáculos y la arena, el lugar resultaba aceptablemente acogedor. Una mesa, unas pocas sillas, algunos calendarios con chicas desnudas en las paredes y un par de estantes equipados con comida enlatada, utensilios varios, fósforos de seguridad y revistas viejas.
Matt pensó que el búnker debía de haberse construido para albergar a los observadores durante las maniobras, quizá un par de oficiales de artillería a los que transportarían hasta allí en helicóptero para comprobar la puntería, recuperar los blancos y acaso señalar la ubicación de cohetes y bombas que hubieran podido caer sin explotar.
Salió de nuevo, encendió una hoguera de carbón y ambos comieron rápidamente y en silencio para, seguidamente, guardar las sobras y los restos de los preparativos en una bolsa de plástico que guardaron en el jeep porque no sabían qué otra cosa podían hacer con ella.
Transportaron sus sacos de dormir hasta el búnker y se desnudaron a la luz de la luna.
Janet se sentó sobre la funda de nailon, con una pierna estirada y la otra doblada, y se recostó como quien se reclina a la hora de comer sobre los escalones de una biblioteca después de tomar el sol. Él se aproximó, se inclinó hacia ella y se impregnó del sol en su cuerpo, de ese profundo residuo de calor que se transmitía a sus manos y a su boca, y del modo en que sus cuerpos intercambiaban la conciencia del día y del territorio, sus alientos impregnados del calor y del viento del aire nuevamente saboreados, acariciados, percibidos y olfateados.
Pero el acto resultó melancólico y levemente extraño, apacible y dulce y afectuoso, pero también extraño y ligeramente resignado, y una vez concluido ambos permanecieron largo rato tendidos sin hablar.
—Creo que deberíamos volver por la mañana.
—¿Por qué? —dijo ella—. Ahora que hemos llegado hasta aquí.
—Creo que ya hemos visto prácticamente todo lo que hay que ver aquí.
—No has visto los muflones.
—No necesito ver los muflones. Ni los rebecos, tampoco. Ahí fuera hay rebecos, antílopes.
—Apenas has visto el águila.
—He visto el águila.
—Apenas la has visto, y ha sido a distancia, en el nido —dijo ella.
—El águila era magnífica. El águila satisfizo todas mis expectativas.
Janet durmió. Él, no.
Finalmente, se confesó a sí mismo la verdad, que quería que ella le hubiera convencido para abandonar el trabajo. Ésa era la pregunta que llevaba formulando desde el principio. ¿Es que no piensas decirme que no quieres que haga esta clase de trabajo, que lo deje por ti y por el niño que hemos de tener, y por la casa que poseeremos algún día?
Pero Janet se negaba a cooperar.
Terminó por comprenderlo: quería que ella pensara que tenía que hacer el sacrificio de abandonar el Bolsillo por su mujer y su hijo. Quería que le dijera, Vente a Boston y cásate conmigo.
Pero Janet no lo dijo.
No estaba hecho para aquella clase de trabajo. Quería dejarlo, pero no quería dejarlo por sí mismo. Quería que fuera ella quien lo hiciera por él.
Pero Janet no lo hizo. Porque siempre había sabido lo que anidaba en su corazón. Y porque carecía de paciencia para escuchar sus arias sobre lo irreal. Sea lo que fuere que estamos haciendo en secreto, le habría dicho, ellos están haciendo algo peor.
De vez en cuando, soplaba el viento del Este, y pudo escuchar la presencia de un animal próximo al jeep, en busca de la basura.
No, no era un hombre de armas. Pero eso era lo de menos. Hubiera querido que ella se sintiera responsable, y culpable, por obligarle a cambiar de vida. Qué ventaja no le daría aquello en los años venideros.
En la Escuela de Inteligencia del Ejército había trabajado dobles turnos asistiendo a clases, rodeado invariablemente por analistas de combate, expertos en lenguaje, tipos del servicio de contraespinonaje encargados de husmear cualquier posible uso de drogas, aprendices de agente en misiones simuladas, espías para cada una de sus funciones corporales.
Le enviaron a Vietnam, a Phu Bai, y lo primero que vio cuando entró en el campamento fue una florida pintada de grafito sobre la pared de un cobertizo de intendencia. Om mani padme hum. Matt sabía que aquello era una especie de mantra, una de esas cosas que los hippies cantaban en Central Park, pero ¿podía también ser el lema de la 131 Compañía de Aviación?
A partir de aquel momento, tuvo problemas con la información.
Trabajaba en una cabaña prefabricada, revisando carretes de película sobre un visionador. Procedían de las misiones de espionaje aéreo, una interminable serie de imágenes absorbidas por las cámaras inferiores de los aviones de reconocimiento. Todo consistía en información perdida, en cómo recuperar la más diminuta colección de datos hasta identificarlos como un camión conducido por un hombre que fumaba un cigarrillo francés mientras recorría la ruta de Ho Chi Minh.
Arrojó un platillo volador a un perro vietnamita y observó cómo el animal saltaba y se retorcía para alcanzarlo.
Corrían rumores acerca de una guerra secreta, sobre innumerables toneladas de bombas lanzadas desde los B-52. Laos, Caos, Camboya. Sólo que las toneladas no eran innumerables sino que habían sido concienzudamente contadas, pues así es como uno se gana los galones: cuantificando el producto.
Matt era de grado 5, con el mismo nivel de paga que un sargento pero con menos autoridad de mando. Poco le importaba.
Más le importaban los ataques con cohetes, o los disparos de mortero que se abalanzaban sobre ellos describiendo un arco bajo la lluvia.
Llegaban las lluvias y las sirenas sonaban y él se dirigía al atrincheramiento más próximo, un refugio construido con sacos de arena y escombros de construcción por cuyo centro discurría una alcantarilla descubierta.
Llegaban el calor y la heroína y de vez en cuando se encontraban con algún que otro cuerpo tendido boca abajo en la embarrada calle de la compañía, otra víctima de sobredosis.
Alguien había colgado en la cabaña prefabricada una fotografía de Nixon, flanqueado por dos hombres que resultaban en cierto modo familiares pero imposibles de localizar, y corrían rumores en torno a una sustancia almacenada en ciertos bidones de color negro almacenados cerca del perímetro del campamento.
En la versión cinematográfica, uno congelaba la imagen del perro en el momento de saltar, casi a punto de atrapar el platillo. Un parque, un día veraniego en algún lugar de Norteamérica: eso sería lo más irónico del plano, con un solo de guitarra emitiendo el ácido chirrido de fondo.
Esto es lo que ocurre cuando parte de la producción de un sistema se devuelve a su línea de abastecimiento.
Sí, alguien había clavado aquella fotografía con chinchetas y Matt no era capaz de identificar a los dos hombres que flanqueaban al presidente, pero no se trataba de políticos ni de presidentes de corporaciones. Un hombre de pelo rizado, atractivo y sonriente. Y un tipo de ojos tristes con una narizota enorme y el aspecto plomizo de un inmigrante vestido con un traje prestado.
Desenrollaba carretes sobre el visionador. Cada vez que encontraba un punto en la película intentaba determinar su significado. Un camión, o la entrada de un túnel, o un nido de ametralladoras o una familia que preparaba hamburguesas en mitad de una excursión.
Reinaban el calor y la monotonía, y los aviones iban y venían continuamente: aparatos de combate, transportes, bombarderos de mediano tamaño, fortalezas de abastecimiento, cazas, reactores privados, un pequeño Piper de color rosa en el que viajaban un instructor y un alumno y, finalmente, cargueros modificados que rociaban la jungla con un herbicida almacenado en bidones de color negro que se identificaban por medio de unas franjas de color naranja.
Corrían rumores acerca de guerras totalmente distintas, un poco más al Este, ¿o era al Oeste?
Los bidones parecían latas de zumo de naranja que hubieran crecido desproporcionadamente como resultado de alguna mutación enloquecida del ADN. Y la sustancia conservada en los bidones contenía —o eso afirmaban los rumores— un agente cancerígeno.
A sus oídos llegaban los rumores y los morteros, mientras padecía el calor del monzón y oía el eslogan universal de la guerra.
Siempre colgado, tío.
Él mismo había querido ir a Vietnam. Había estado dándole vueltas a la cabeza sobre el tema de la guerra, pero pensaba que era algo que tenía que hacer, una forma de autorreconocimiento: obra como es debido, sé valiente, responde a la llamada de tu país. Pero había también algo más: esa fuerza más antigua nacida de la sangre que denominamos «familia».
No podía escapar a su sentido de la responsabilidad. Era algo que tenía delante y a lo que se veía obligado a enfrentarse. No quería escabullirse, escaparse, echarse atrás, esquivar, desertar, resistir, acojonarse, dar media vuelta, marcharse a Canadá, Suecia o San Francisco, como había hecho su viejo.
Cuando encontraba un punto en la película lo traducía a letras, números, coordinadas, cuadrículas y complejos sistemas de conocimiento.
Om mani padme hum.
De hecho, el perro no saltaba en absoluto, sino que se limitaba a ver cómo pasaba volando el platillo, con aire más o menos desdeñoso.
Un punto era un mantra visual, un objeto carente de otras propiedades que no fueran las de su emplazamiento.
La joya en el corazón del loto.
Seguía en el saco de dormir, pero no estaba dormido. Le apetecía tener compañía, y despertó a Janet. Sacó un brazo del saco, lo alargó hacia ella y la sacudió para despertarla.
—Quiero las mismas cosas que quieres tú.
—De acuerdo, Matthew.
—Quiero que vivamos rodeados de cosas que nos resulten familiares. Me excita pensarlo. Quiero empezar enseguida.
—Deberías esperar. Quedarte donde estás. Conservar este empleo durante un año más. Ver qué pasa —dijo ella.
—Quiero idear apodos para nuestros niños. ¿Sabes a qué me refiero? Quiero que vivamos rodeados. Quiero fotografías, cuberterías de plata, cosas que algún día legaremos a los demás. Quiero decidir qué va haber para cenar. ¿Te gustan las almejas asadas? Apenas hemos hablado de comida, tú y yo.
—Quédate donde estás —dijo ella—. No hagas nada apresuradamente.
—Me excita todo esto. Quisiera que no hiciera falta tanto tiempo para salir de aquí. Básicamente, me gustaría ponerme al volante ahora mismo.
—Duérmete —le dijo ella.
—Hay tantas cosas de las que hablar.
Antes de un minuto, había vuelto a quedarse dormida. Matt permaneció allí tendido, incapaz de detener el curso acelerado de sus pensamientos. Finalmente, comprendió que no sería capaz de dormir y decidió contemplar el amanecer en el desierto.
Se puso los pantalones y un suéter, salió del búnker, avanzó unos cincuenta metros y apagó la linterna.
A continuación, se sentó en el suelo y esperó.
Recordaba cómo se había sentido, sentado en una silla en la fiesta de los cerebros, atrapado por un campo gravitatorio, la cabeza zumbándole de sospechas.
Pensó en la fotografía de Nixon y se preguntó si el Estado se había contagiado de la paranoia de los individuos o si habría sucedido al revés.
Recordó cómo se había sentido desenrollando carretes sobre el visionador y preguntándose cómo se relacionarían entre sí los puntos.
Porque, al final, todo está relacionado, o tan sólo lo parece, o parece estarlo porque lo está.
Frente al visionador no era más que una parodia de la figura tradicional de los sótanos, del inventor chiflado inclinado sobre su mesa de trabajo, encajando entre sí los pasadores, los muelles y los cables de quién sabe qué artilugio descabellado, de qué idea luminosa que habría de cambiar el mundo.
Y la voz con acento húngaro, Eric Deming hablándole cara a cara en aquella habitación llena de gente.
Los puntos de la película podían haber sido camiones recorriendo la ruta de suministro o automóviles de último modelo saliendo de la cadena de montaje o condones similares a dedos enfundados en un guante de látex.
Y alguien de la cabaña prefabricada había tenido que decirle quiénes eran. Nixon flanqueado por un par de jugadores de béisbol, de antiguos compañeros, de la típica pareja de ganador y perdedor, unidos de por vida a la altura de la cadera.
Sentado en el polvo con los ojos cerrados, olfateó la húmeda resina de un arbusto de creosota y comenzó a percibir la inminente aparición de la luz sin saber por dónde asomaría.
La gente se refugia en los sótanos. Se precipitan a los búnkers y los túneles mientras las armas, indistinguibles unas de otras, salen rodando de la cadena y comienzan a iluminar el cielo.
¿Y cómo precisar la diferencia entre el zumo de naranja y el agente naranja cuando existe un mismo y colosal sistema que los conecta entre sí a niveles que escapan a tu comprensión?
¿Y cómo determinar si ello es cierto cuando ya formas parte de ese sistema, cuando estás listo para medio creerte cualquier cosa porque esa es la única respuesta inteligente?
La gente se oculta en lugares lóbregos y oscuros en los que crecen rápidamente los hongos.
Los puntos que señalaba con su lapicero graso se transformaban en bits de ordenador en Da Nang, en desayunos de trabajo en Saigón y en planes para misiones sobre Tailandia, suponía, o Guam.
Cuando alteras un único componente de menor importancia, el sistema se adapta de inmediato.
Alguien tuvo que proporcionarle los nombres. El presidente flanqueado por Thomson y Branca, Bobby y Ralph, el binomio héroe-comparsa, inseparables hasta el final.
Un hongo con un sombrerillo carnoso que podría ser venenoso o mágico. En algunos lugares de Siberia los chamanes consumían el sombrerillo y volvían a nacer. ¿Qué veían durante su estado de trance? ¿Acaso una nube con forma de hongo?
Ya entonces estaba en el Bolsillo, desenrollando carretes durante toda la noche, aguardando a que comenzara la lluvia de disparos de mortero. Hacían un ruido similar al de los chavales cuando mastican cereales frente al televisor.
¿Y cómo saber la diferencia entre jeringuillas y misiles cuando te has vuelto tan complaciente que te encuentras dispuesto a medio creerte todo y a no depositar tus convicciones en nada?
¿Y cómo saber si la imagen existía antes de que inventaran la bomba? Pudo haber existido entonces un submundo de imágenes conocido únicamente por los sacerdotes tribales, médiums entre la realidad visible y el mundo de los espíritus, gente que devoraba hongos abrasadores y que veía una nube de fuego anterior a las películas de instrucción militar de los Estados Unidos.
Desde una distancia prudencial, dice el narrador, esa explosión es uno de los espectáculos más hermosos que jamás haya visto el hombre.
En cierto modo, incluso ya entonces estaba en el Bolsillo, pero su pensamiento no seguía las líneas del sistema hasta la culminación de sus tediosos trabajitos. Las bombas de tonelada y media que caían de la panza de los B-52 como bolas de excremento con alerones, deshaciendo la selva en cráteres.
Pero eran sus enemigos, qué demonios.
Y aún lo son, o alguien lo es, y al abrir los ojos vio que el cielo se tornaba de un curioso y disparatado color gris abuelita.
Las ideas solían proceder de abajo. Ahora están siempre por encima de ti, conectando universalmente las cosas y las redes entre sí.
El binomio blanco-negro sí-no cero-uno héroe-comparsa.
Y los dos hombres que flanquean al presidente en la fotografía que alguien ha clavado con chinchetas en la pared de la cabaña prefabricada. Podían tratarse tranquilamente de Oppenheimer y Teller, sus cuerpos embadurnados de crema solar mientras se citan versículos hindúes mutuamente.
En inglés, bomba se dice bomb, pero no rima con om. Tan sólo lo parece.
Muerte y magia, eso es el hongo. O muerte y vida inmortal. La psilocibina es un compuesto que se obtiene de un hongo mexicano. Según los estudiosos del fenómeno, puede convertir tu alma en material de fisión.
Están por todos sitios y al mismo tiempo, interminablemente conectados, y te medio crees las cosas más inverosímiles porque sería una estupidez no hacerlo.
Todas las tecnologías tienen que ver con la bomba.
Sentado en el polvo, con los ojos abiertos, advirtió que el sol se alzaba a sus espaldas y se preguntó qué significado podría tener aquello.
Significaba que desde el principio había estado sentado en dirección equivocada.
Matt conducía el jeep con Janet junto a él, medio dormida. Se amodorraba un rato, despertaba con algún bache y volvía a dormirse.
Matt se sentía bien, con la mente despejada. Conducía y pensaba, veía cuanto sucedía a su alrededor, identificando las plantas sin necesidad del libro.
El sol aún estaba bajo y, durante un rato, el camino les conduciría derechos hacia él antes de torcer gradualmente en dirección norte.
Vio cómo las piedras iban convirtiéndose en arena.
Vio los sedimentos de caliza de los lechos fluviales desecados que corrían paralelos al camino.
Escuchó el rumor de las alas de las palomas que se arrullaban al salir de la floresta.
En una extensión llana de desierto vislumbró un remolino de polvo que describía espirales a cámara lenta.
Se produjo un instante de pausa cargado de una extraña intensidad.
Y entonces se abatió sobre ellos el rugido, tan próximo que le heló la sangre en las venas, y Janet le aferró por un brazo. No, primero se desplomó sobre él, impulsada por la fuerza del ruido, un estampido brutal y quebrado, y fue luego cuando intentó cogerle el brazo, pero falló y volvió a intentarlo. Él permaneció allí sentado, con la cabeza clavada entre los hombros. El jeep se salió del camino, pero él se desasió de Janet y corrigió el rumbo. Advirtió que tenía el otro brazo alzado por encima de la cabeza a modo de protección.
El ruido retumbó sobre ellos y siguió su camino, casi arrastrándoles con él. Janet le miraba, sus labios curvados formando un suave óvalo solitario.
Matt estaba concentrado en asimilar el acontecimiento. Analizándolo. Estaba contemplando las montañas, dispuesto a sentirse feliz. Luego vio el doble destello justo antes de que desaparecieran, una pareja de Phantoms F-4 de plateada piel que alcanzaban el apogeo de su arco antes de enderezar el vuelo: hace una mañana tranquila, ¿qué te parece si peinamos un poco el desierto?
Se sintió feliz al oír el eco que resonaba en las cordilleras, los coletazos de un trueno que se interpelaba a sí mismo desde las montañas Ajo a las Growler, desde las Granites hasta las Mohawk para terminar internándose en las poblaciones y las gasolineras. Sí, le entusiasmaba el modo en que el poder se alza de su clandestinidad autoprotegida para convertirse en un rugido del firmamento. Imaginaba las ondas sonoras deslizándose sobre el terreno y superponiéndose en el tiempo, a lo largo de las semanas y los meses, a campo traviesa, hasta convertirse en la más dulce de las nanas en una pequeña habitación en la que una madre da el pecho a su hijo y un hombre permanece de pie con un brazo alzado sobre la cabeza, un investigador, no por temor a los cristales y el yeso que puedan desprenderse sino para bajar la persiana: el cielo se oscurece, y un intenso aroma penetra flotando desde la cocina, y puede oírse música en la casa.
Pero era más bien la sacudida de esteroides que acababa de experimentar, la carne de gallina, la chispeante emoción que recorría su cuerpo mientras ambos permanecían temblando en el pequeño jeep. Aún no se sentían preparados para hablarse. Necesitaban un instante para recobrarse, mudos aún bajo la estela de una fuerza y un empuje arrebatados de la grandiosidad de la naturaleza misma, o cómo los hombres adaptan el cielo a sus propios métodos.