La estatua que ocupaba el nicho de mármol tenía muslos y pantorrillas de hombre, y en los antebrazos la masa muscular propia de un hombre, pero en realidad se trataba de una Eva bíblica, de pechos duros, con una manzana en la mano y los hombros caídos de un defensa.
Y por qué no. La tarde flotaba en el aire levemente disipado de un acontecimiento de múltiples correspondencias. Klara vagaba por el grandioso vestíbulo entre el gozoso rumor de los recién llegados, en su mayoría hombres, lo que resultaba interesante. Fíjate en la esbelta y lustrosa geometría, en las superficies metálicas, en los espejos drapeados y los largos candelabros, era un palacio art déco, acero y cromo bruñidos, una sensación de era industrial, y de bastante buen gusto salvo por el mural.
A la muchedumbre de asistentes les encantaba el mural. Era una enorme visión mística de dieciocho metros por doce, con un motivo como de horizontes perdidos, situada sobre la escalinata y contorneada por una suave curva de tal modo que las protuberancias del cuadro aparecían capturadas por los elevados espejos, extendiendo así el efecto mágico sobre gran parte del vestíbulo. Neblinas color de ámbar, un viejo encapuchado con un bastón, un grupo de flamencos sobre el resplandor rosado de las montañas: un espectáculo tan embebido de kitsch que sólo comprarse la postal ya podía resultar peligroso.
Sí, aquello era Radio City Music Hall, un lugar que Klara había visitado cuando tenía probablemente unos trece años de edad, más o menos un año después de su inauguración: el escaparate de la nación. Recordaba las paredes inmensas y las escaleras alfombradas. Recordaba los lavabos, eso recordaba, en el piso de abajo, en el vestíbulo principal.
Observó a Miles Lightman abriéndose paso entre la muchedumbre, ejecutando un par de piruetas a medida que se aproximaba, contemplando todo cuanto le rodeaba, los ojos ligeramente saltones.
—¿Dónde estamos, en una imitación de Bloomingdale’s?
—Estamos en 1932, ahí es donde estamos.
—Es una especie de yo-qué-sé-qué, ¿no?
—Jazz moderne —dijo Klara.
—¿Puedes creerte que nunca había estado aquí?
Le sorprendió comprobar que Miles se había vestido para la ocasión. Mucha gente lo había hecho, y también él, al menos en la medida en que era capaz. Llevaba sus botas de batalla y sus vaqueros, pero también una camisa de leopardo y una corbata color mostaza y una chaqueta de pana negra de estilo eduardiano.
Vieron a un hombre que bajaba por la escalinata y que se fingió horrorizado al pasar junto al mural. Miles tenía un paquete de cigarrillos para Klara. Mientras esperaban, la puso al tanto del acontecimiento.
El acontecimiento consistía en una proyección del legendario filme perdido de Eisenstein Unterwelt, recientemente descubierto en Alemania del Este, meticulosamente restaurado y trasladado a Nueva York bajo los auspicios de la sociedad cinematográfica a la que pertenecía Miles: una hazaña memorable para el grupo. Tras ciertos manejos, luchas y duros regateos, se las habían arreglado para alcanzar un acuerdo con varios empresarios de rock que habían aceptado copatrocinar esta única proyección con acompañamiento orquestal en una sala capaz de albergar a casi seis mil personas.
—¿Cómo te explicas el resultado? —dijo Klara—. Este vestíbulo está lleno de gays.
—Opino que deberías ver la película y responder a esa pregunta por ti misma. Me limitaré a decirte que hace poco corría el rumor de que Eisenstein realizó una película basada en un tema potente, y que el celuloide había estado escondido todas estas décadas debido a que trata a ciertos niveles de personas que viven en la sombra, por lo que el Gobierno, o los gobiernos, la RDA y los soviets, habían ocultado su existencia hasta ahora.
Había sido rodada probablemente a mediados de los años treinta, esporádicamente y en secreto, durante una época de aguda depresión para Eisenstein. A la sazón, permanecía ostensiblemente ocioso, acuciado por sus colegas soviéticos para abandonar sus teorías y convencimientos. Calificado de excéntrico, mitómano y políticamente errado, acusado de haber perdido el contacto con el pueblo. Habían comenzado a circular rumores de su ejecución.
Apareció Esther Winship agitando el bolso y diciendo:
—No necesito ver la película. Me encanta de entrada. Este lugar es magnífico. Había olvidado que existía. Miles, pareces una asamblea de rockeros y mods mezclados.
—¿Dónde está Jack? —dijo Klara.
—¿Dónde va a estar? ¿Es tu camisa o tu corbata lo que me produce vértigo?
—Gracias, Esther.
—Está ahí, a la vuelta, tomando una copa —dijo ella.
Reinaba una ambivalencia que revitalizaba a la muchedumbre. Fuera cual fuese tu preferencia sexual, estabas allí para disfrutar de las contradicciones. Hay que pensar en la relación entre la película y la clase de sala en la que se proyectaba: la obra de un renombrado maestro del cine mundial estrenada en el territorio de las Rockettes y del gran órgano Wurlitzer. Un local, sin embargo, elegantemente informe a su modo, un lugar sobrecogedor, incluso, en sus exageraciones y sus vanidades, con escalinatas de latón esmaltado en los muros exteriores y elegantes vitrinas en el vestíbulo de taquillas y barandillas de níquel y bronce de la entrada: un espacio que evocaba los salones apagados y sumergidos de un transatlántico. Y posiblemente una película —esto no se olvida fácilmente— que aparecerá plagada de amaneramientos sea cual sea su nivel de seriedad. O al menos eso espera uno. ¿Acaso tras la innegable potencia del montaje de Iván el Terrible no había escenas tan cómicamente exageradas que uno no podía por menos de echarse a reír y quedarse sin aliento simultáneamente?
—Hasta este momento, prácticamente nadie ha visto la película —dijo Miles—. De nuestro grupo la hemos visto cuatro, más media docena de patrocinadores y los jefazos de la sala. Más o menos se reduce a eso, al menos a este lado del Telón de Acero.
Miles se conocía la obra de Eisenstein al dedillo. Sabía más de él de lo que puede imaginarse. Se sabía la secuencia de los disparos de El Potemkin prácticamente de memoria. La letal cadencia de las botas negras. Las blancas chaquetas de los soldados. La madre que se sujeta débilmente el vientre. Las ruedas traseras del cochecito saliendo de campo.
Pero había cosas que nadie parecía conocer sobre aquella película. Dónde había sido rodada. Cómo había sido rodada: obviamente, carecía de patrocinio oficial. Y por qué no había empleado sonido. Una teoría apuntaba a México. Según ella, la enorme cantidad de película que había rodado abiertamente para su épica mexicana había servido de tapadera para un proyecto subversivo: éste.
—La verdad es que jamás he visto una sola cosa rodada por él —dijo Esther—. Pero me lo presentaron una vez, ¿sabéis?
Miles volvió la cabeza lentamente hacia ella.
—¿Conociste a Eisenstein?
Era una mirada de absoluta revaluación.
—Le conocí brevemente.
—¿Dónde?
—Aquí. Yo era muy joven, claro. Nueva York. Apenas tendría veinte años, pienso. Estaba posando para un retrato, y mis padres conocían al pintor y me llevaron a su estudio.
—Tenemos que hablar de esto —dijo Miles.
—Eso es todo, me temo. Me pidió que le llamara Serguéi.
—¿Qué más?
—Bebía mucha leche. Decía que era su desayuno.
—¿Qué más? —dijo Miles.
—La verdad es que se presentó con la botella de leche en la mano. Fui a buscarle un vaso y me dio las gracias.
—¿Qué más? —dijo Miles.
Otra cosa que nadie sabía era de dónde procedía el título. Eisenstein hablaba alemán, y pudo haber tenido sus motivos para escoger un título en ese idioma. Pero era más probable que la película lo hubiera adquirido durante su prolongado reposo en alguna cámara subterránea de Berlín Este.
—Si no recuerdo mal, era pequeñito, como un gnomo.
—¿Qué más?
—Tenía la cabeza grande. La frente elevada. En aquella época, la leche se vendía en botellas, ¿os acordáis?
Se convirtió en la película que había que ver. Comenzó a extenderse una apacible histeria; se vendían entradas a precios increíbles, se falsificaban otras, y la gente volvía a la carrera de Martha’s Vineyard y de los Pines y de Cape para conseguir una localidad.
Sólo era una película por Dios bendito, y encima una película muda, una película de la que probablemente nadie había oído hablar hasta que el Times le dedicó un artículo en sus páginas de los domingos. Pero así es como las aberraciones del comportamiento llegan a esparcir el pánico una vez desatadas.
—Pero ¿creéis que realmente seremos capaces de aguantarla hasta el final? —dijo Esther. ¿O es una de esas cosas en las que hay que mostrarse reverente porque estás en presencia de la grandeza cuando todo el mundo ha decidido ya ser el primero en salir para encontrar un taxi?
—Estás pensando en teatro —dijo Miles—. Esto es cine.
Jack Marshall hizo acto de presencia con aliento a cacahuetes, el marido de Esther, y entraron a la sala.
Klara la recordó entonces, súbitamente tan familiar, esa sensación acogedora, maternal y aterciopelada. Era como tener a su madre revoloteando en torno, un espacio tranquilizadoramente curvado y uterizado, con el arco del proscenio extendiéndose en un abanico de rayos hacia el techo, de ocho pisos en su zona más alta, y los aterciopelados asientos, despuntando como púas, y las escalinatas del coro que suavizaban los muros, y esa exagerada vastedad que parecía aceptable, la única indulgencia de este tipo que uno se permite, encogiendo a todos los presentes al tamaño de niños, las cabezas girando y alzándose, con una sorpresa y un deleite redescubiertos flotando sobre la muchedumbre, ni mucho menos el último placer que había de disfrutar aquella noche.
Resultó que la película poseía un ritmo y un tema propios: comenzaba con el sonido de una música de persecución fuera de escena, un piano hojalatero que reproducía esa clase de ragtime que solía acompañar a las películas mudas. Luego, las luces de la sala se apagaron, el enorme telón motorizado se alzó y apareció la orquesta en su conjunto. Un rumor procedente del auditorio. Instantes después de que los músicos comenzaran a tocar, la orquesta comenzó a desplazarse, deslizándose suavemente hasta la parte frontal del escenario. Cuán increíblemente curioso y divertido. La música se tomó expectante, con una serie de acordes disminuyentes, tal vez sugiriendo la llegada de un momento de pavor hasta que, cómo no, la orquesta alcanzó el proscenio y descendió de forma espectacular al foso hasta desaparecer de nuestra vista, como una colección de fantoches de esmoquin bajando en ascensor, en una maniobra de cierta osadía grotesca que el público saludó con vítores.
No podíamos verla, pero sí oírla. Ahora tocaban música patriótica, una mezcla de marchas familiares con tambores y helicones, y el telón descendió hasta la mitad, redecorado como una bandera y adornado de barras y estrellas por proyectores coloreados, hasta que justo cuando el público comenzaba a preguntarse de qué iba todo aquello, aparecieron las Rockettes, qué sorpresa tan agradable, ¿alguien sabía que el espectáculo incluía un número escénico?
Vestidas con uniformes grises de West Point, aparecieron todas saludando, treinta y seis mujeres reconstruidas como partes intercambiables en cuanto a su altura, forma, raza y tipo, con sombreros de plumas y tetitas con flecos y rostros embadurnados de un rosa navideño, aunque no dejaba de ser curioso que llevaran collares sadomaso, saludando y pataleando maquinalmente, al unísono, y Klara pensó que eran como maravillosas, al igual que el resto de los presentes. Reorganizándose en estrecha formación, bailando claqué en un despliegue de arcos iridiscentes, todo simetría y precisión militar, para luego extenderse en grupos caleidoscópicos, y Klara preguntó a Miles, situado al otro lado del pasillo, sentado al otro extremo del cuarteto.
—¿Cómo sabemos que se trata realmente de las Rockettes, y no de una troupe de imitadoras?
Una idea curiosa que parecía extenderse entre los presentes, ya que no resultaba lógico que las auténticas Rockettes pudieran aparecer ataviadas con collares de esclavas ejecutando numeritos de tan poderoso contenido sexual. Aunque, de hecho, no es en absoluto improbable, sino muy posiblemente lo que hacen día tras día. ¿No lo sabéis con seguridad, verdad? Y si se trata de las auténticas Rockettes, lo que estáis viendo son tres docenas de mujeres en rigurosa formación de revista, o mujeres vestidas de hombres y no al contrario, aunque, sea como fuere, se trata de un número de travestismo.
Klara advirtió que el telón-bandera había desaparecido. Y cuando una de las cámaras colgantes comenzó a rodar un plano de las bailarinas para proyectarlo sobre un fondo general, comprendió, comprendieron todos, cómo puede reconfigurarse una multitud, cómo puede organizarse en meticulosa geometría, con sus nudos corredizos y sus serpentinas. Y no dejaba de resultar gracioso, claro está, ya que los números parecían tan cuidados y tan serios, tan de los años treinta en sus alineaciones dinámicas, ¿y acaso no era en los años treinta cuando se había rodado la película?
Las bailarinas se extendieron por todo el escenario y, con un súbito gesto ensayado, como quien desenfunda una pistola, se despojaron de los pantalones y acometieron un vertiginoso pataleo final, lo que fue obsequiado con sucesivas salvas de aplausos. Finalmente, rompieron filas y formaron una estrella claramente definida por el enfoque elevado sobre la pantalla extendida tras ellas, mientras los focos las inundaban de un rojo vivo. Comenzaron luego a desfilar a medida que la orquesta, en el foso, comenzaba a tocar, qué, algo ruso, pensó Klara. Qué extraño resultaba contemplar allí una cosa como aquélla, una estrella roja de tanto contenido político y militar, el huraño símbolo de la Unión Soviética, en un music hall, nada menos, en el mismo sitio donde se realizan los espectáculos de Pascua y se proyectan las películas de Lassie.
Para entonces, las bailarinas, iluminadas de blanco, habían retornado a la parte frontal, transfiguradas por los haces de luz procedentes de enormes focos situados en la parte trasera de la sala. Comenzó a caer el telón, cubriendo primero la imagen de las bailarinas y luego a las propias bailarinas. La música se tornó sollozante y amanerada y el telón volvió a alzarse para mostrar la vasta pantalla inundada por una sola palabra, Unterwelt, hasta que finalmente los bordes curvados de la misma se adaptaron para encajar la pequeña proyección cuadrada del antiguo filme y la sala de proyección empezó a emitir imágenes parcheadas y moteadas por el tiempo.
La película, por supuesto, resultaba extraña al principio, elusiva en sus referencias y plagada de apariciones barrocas a las que resultaba difícil adaptarse: quién hubiera esperado otra cosa.
Recargados primeros planos, gesticulaciones exageradas, actores que arrastraban sus inmensas sombras curvadas, y algo digno de estudiarse en cada fotograma, el emplazamiento de la cámara, las formas y los planos y luego los planos superpuestos, ese sentido de contradicción rítmica, todo eran volúmenes y espacios, tempo, masa y tensión.
En Eisenstein, uno percibe que el ángulo de la cámara es una forma de dialéctica. Se sugieren y aseveran argumentos, por la pantalla se deslizan teorías que no tardan en verse destrozadas: reinan en alto grado la oposición y el conflicto.
Tienes la sensación de estar viendo una película que trata de un científico loco. Se pasea por la imagen, bien definido en sus numerosas capas de vestimenta blanca y negra, sosteniendo en la mano una pistola de rayos atómicos. Diversas figuras se pasean por habitaciones desnudas dentro de un espacio subterráneo anónimo. Son víctimas o prisioneros, o acaso sujetos destinados a experimentación. Atisbamos el rostro de un prisionero y advertimos que está terriblemente deformado, pero nos resulta más divertido que chocante. Tiene la cabeza en declive, una mandíbula estrecha y los gruesos labios de una lombriz: pero una lombriz dotada de un pathos humano.
En una escena extravagante y a la vez absurda, descompensada y técnicamente impresionante, todo al mismo tiempo, el científico dispara su pistola de rayos contra una víctima que comienza a brillar en la oscuridad, agitándose y brincando para luego depositar una mirada lívida sobre su brazo, que comienza a fundirse.
Más tarde aparecían otras víctimas con los huesos y los músculos remodelados, con ojos como rendijas, arrastrándose sobre piernas como muñones.
Klara pensó en los monstruos radiactivos de las películas japonesas de ciencia ficción y desvió la mirada hacia Miles, el erudito de aquellas formas.
¿Existía en Eisenstein una presciencia acerca de la amenaza nuclear o del cine japonés?
Pensó en los reptiles prehistóricos y mutantes que surgían del cieno, y en los insectos de cromosomas dañados que asomaban por el desierto en las proximidades de los polígonos de pruebas, hormigas del tamaño de bibliobuses, películas para los cines en coche de los años cincuenta, el chico y la chica tirando mutuamente de las hebillas y los corchetes mientras se suceden las escenas de explosiones y las sanguijuelas y los escorpiones gigantes aparecen en el horizonte, empapados de radiactividad y ansiosos de venganza, y las muchedumbres que huyen, por supuesto, porque al final resulta que aquellas criaturas no sólo han sido originadas por la bomba sino que la sustituyen, y los ejércitos se movilizan y las multitudes corren y las sirenas aúllan como sirenas.
Las criaturas de Eisenstein eran completamente humanas, lo que complicaba la diversión. Se arrastraban agachadas por las sombras, con sus jorobas y sus manos a rastras, y siempre puedes convencerte de que no pasa nada por reírse de los inválidos y los mutantes si todos los demás también se ríen, es un modo de distraer la aversión, y no se trata únicamente de los rostros contorsionados y los gestos crispados y ese curioso efecto de labios brillantes que uno percibe en los rostros de los actores de las películas mudas, sino también de la música, igualmente llamativa: secciones de cuerda de apasionados melodramas.
De vez en cuando, un subtítulo en ruso, sin traducir, aunque eso da igual, de hecho contribuye a una especie de confuso marco total.
Jack dijo:
—¿No os entra claustrofobia?
Y era cierto, la película se hallaba tan profundamente impregnada del punto de vista de los prisioneros que Klara había comenzado a rebullir en el asiento.
Jack dijo:
—Apuesto a que pagaríais cien dólares por salir ahora a fumaros un cigarrillo bajo la lluvia.
—¿Está lloviendo?
—¿Qué más da?
El argumento era difícil de seguir. No había argumento, únicamente soledad, desnudez, hombres capturados y atacados con pistolas de rayos, todo ello en alguna cueva subterránea. Nada de la habitual solidaridad entre clases propia de la tradición soviética. Nada de escenas multitudinarias ni de un sentido de motivación social —las masas heroicas, los movimientos de muchedumbres, los colosales desplazamientos minuciosamente organizados y enfocados—, lo que para Klara resultaba frustrante. Le encantaba la arquitectura marcial de los grandes cuerpos en movimiento, los ejércitos y los gentíos de otras películas de Eisenstein, y sentía como si se hallara en un paisaje ambiguo a medio camino entre el modelo soviético y los abovedados paraísos de Hollywood, llenos de amor, sexo, crimen y heroísmo individual, decorados, lujo y espléndidos cuartos de baño.
Sólo tienes que acordarte del otro Underworld, una película de gángsteres de 1927 que arrasó en las taquillas.
Esther dijo, «Exijo que se me recompense por esta odisea».
Admítelo, te aburres. Klara intentaba hallar aliento en Miles. Miles estaba sumido en un estado de fascinación eufórica, en esa entrega pura en la que sabe sumirse, capaz de perderse en la forma y el fondo del filme, completamente sumergido y encantado: encantado a cierto nivel incluso cuando no le gusta lo que ve. Pero Klara sabía que a él le gustaba aquello. Era algo remoto y fragmentado, una película barata y supuestamente personal, pero poseía una especie de suspense a medida que avanzaba.
¿Cuándo y cómo se revelaría?
Se preguntó por qué la película sería muda. Quizá había sido filmada antes de lo que suponían los expertos. Pero pensó que era más probable que Eisenstein hubiera aceptado que le sería más fácil rodarla en secreto si no recurría al sonido. Y quizá el silencio resultaba apropiado para el desarrollo de sus temas.
¿Y la política? Pensó que aquella película podía constituir una protesta contra el realismo socialista, contra el mandato partidista que impulsaba a producir un arte capaz de hacer progresar la causa soviética. ¿Constituía una forma de secreta rebelión? Según Miles, ya había sido censurado por anteriores trabajos, y había parecido capitular. Pero ¿qué significaba esta película lóbrega, esta peculiar y sombría secuencia de oscuras imágenes sino una declaración de ultraje e independencia?
Aún mejor. ¿No anticipa acaso esta película el estado de terror establecido contra los artistas rusos a finales de los años treinta? La policía secreta. Las detenciones, las torturas, las desapariciones, las ejecuciones.
El científico loco apunta con su pistola.
Una figura aguarda junto al muro, palideciendo.
El científico sonríe con los labios apretados.
La víctima aparece transfigurada, atormentada, babeando por el labio inferior, mientras sobre su cuello crece un bulto, un radiante melanoma que ya ha sobrepasado su tiempo de incubación.
El científico se aproxima al hombre y deposita la mano tiernamente sobre su mejilla.
La pantalla se oscureció abruptamente. El intermedio se agradecía, y Klara decidió llevarse a Esther de gira por los lavabos, había varios, pensó, en diferentes pisos, y todos dignos de admirarse: murales, esculturas, mobiliario, cosas que había visto a través de los ojos de su madre y que ahora aparecían libres en el espacio, independientes de los recuerdos.
Miles subió a una sala de proyección privada situada en la planta tercera para consultar con sus colegas. Las dos mujeres dejaron a Jack en una butaca del salón principal, en una zona alfombrada del piso inferior que medía unos sesenta metros de longitud, y entraron en los lavabos más próximos.
—Tengo una pregunta —dijo Esther.
Klara encendió un cigarrillo. Esther, que había dejado de fumar, le cogió uno, lo encendió a su vez, aspiró y a continuación desvió la mirada para proteger la sensación, para hurtarla a toda distracción.
Oyeron un rumor sordo. Percibieron algo que vibraba bajo sus pies y Klara estudió el blanco papel de la pared mientras escuchaba atentamente.
A continuación, dio otra calada y dijo:
—No pasa nada, chica. No es más que el metro. La Línea Independiente que pasa bajo la Sexta Avenida con su carga de seres humanos.
Subieron a los pisos superiores, se asomaron a los salones de caballeros, decorados de madera de castaño y piel de cerdo y Klara dijo:
—Bien, ¿cuál es tu pregunta?
—¿Tenemos que quedarnos hasta el final?
—A Miles le ha costado cierto trabajo. Y, además, quiero saber qué va a pasar.
—¿Qué podría pasar?
—Lo ignoro. Pero es una película interesante para verla de cuando en cuando.
—Hay algo en el tono —dijo Esther——. En la fotografía. En las miradas que se cruzan. Todo tremendamente disimulado, por supuesto. Y el modo en que el científico…
—Tocaba a la víctima.
—¿Qué sabes de Eisenstein?
—Era tu amigo, no el mío —dijo Klara.
Siguieron recorriendo los cuartos de baño y regresaron abajo para reunirse con Jack en la planta de acceso. Le encontraron sentado sobre un nuevo temblor de tierra.
El tren era uno de los suyos, uno de los de Moonman tenía doce unidades recorriendo el sistema metropolitano, piezas completas, del techo a las ruedas, y casualmente viajaba a bordo de una de ellas aquella noche, bajo las tuberías de agua y las alcantarillas, bajo las líneas de electricidad y de gas, entre los desagües y los cables telefónicos, y en cada estación se cambiaba de vagón y estudiaba a los viajeros que entraban con sus rostros retráctiles de metro, mientras las puertas hacían ding-dong antes de cerrarse.
Ismael Muñoz, pequeño y sombrío, contemplando a la gente que entra. Ismael, con su barba rala, leyendo los labios y los rostros, en la confianza de escuchar algún comentario elogioso. Este tío nos alegra la línea. Era su pieza más reciente y aquí estaba, en el tren de Washington Heights, cada vagón etiquetado con su propio zoom de neón, con primeros planos y letras tridimensionales superpuestas, con ese estilo salvaje que empleas para convertir tu nombre y el número de tu calle en una especie de alfabeto urbano en el que los colores encajan y sangran y las letras se conectan entre sí y todo es muy danzarín, todo salta y vocifera: hasta los goterones son premeditados, pintados con precisión para expresar el sudor de las letras, el modo en que viven y respiran y comen y duermen, y bailan y tocan el saxo.
Aquello no era una pieza de compromiso. Era un tren entero con las ventanillas cubiertas y cada letra y cada número más grandes que una persona.
Moonman 157.
Ismael tenía dieciséis años, ni demasiado viejo ni demasiado joven, y estaba decidido a cargarse a todos los artistas de metro de la ciudad.
Nadie iba a ensombrecerle.
Ahí sentado, con su chaqueta color caqui y los ojos en continuo movimiento, aguardando a que alguien dijera algo que le alegrara el día.
Sabía que estaba haciéndose famoso. Ahora ya tenía imitadores, una pareja de mariconcetes que se esforzaban por destronarle en su propio territorio. Uno de ellos había caído en manos de la patrulla antivandalismo y había sido sentenciado a limpiar las pintadas de las paredes del metro con un líquido que contenía zumo de naranja, porque el zumo posee un ácido que devora la pintura.
Le está bien empleado al muy chulo[3] por copiarme el estilo.
Siguió allí sentado, con sus facciones alargadas y sus dientes torcidos, parecía la cabeza de un anciano atribulado, examinando a los ocupantes del andén en todas las paradas. Parecían asombrarse ante el tren, y agitaban la cabeza con expresión de asombro. Y alguna que otra mirada sobrecogida, tienen ante sí un infierno sobre ruedas, pero la mayoría de los ojos asienten, y los rostros se distienden. Y observaba a los viajeros mientras entraban en el vagón, cargados con paraguas, algunos, y armas escondidas, otros, y envoltorios de chicle y números de teléfono y kleenex arrugados y pañuelos bajo los que descansan las llaves de casa, todo amontonado sobre sus cuerpos de mulato porque es en el metro donde se mezclan las razas.
Aquello le hacía verse como un héroe desconocido de la línea, a bordo de un tren que había señalado al máximo. Revelado bajo un halo de tebeo. Anda, mira, está Moonman entre nosotros.
En una ocasión, un hombre se detuvo en el andén y tomó una fotografía de los murales de Moonman, un extranjero a juzgar por el aspecto, e Ismael se deslizó hasta la puerta para aparecer también en la fotografía sin que el hombre lo supiera. El hombre estaba fotografiando el trabajo y también al autor, completamente inconsciente de ello, parecía de Suecia o de algún sitio así.
Básicamente, el sentido de las pintadas de Moonman se basaba en expresar cómo las letras y los números pueden contar historias de la calle.
En Columbus Circle hizo transbordo a un tren de Broadway porque tenía cosas que hacer al final de la línea. Se subió a un vagón pintado de arriba a abajo por Skaty 8, un chaval de trece años que se dedicaba frenéticamente a pintar coches de policía, coches fúnebres y camiones de la basura, que entraba en los túneles con sus colores satinados y pintaba los muros y las pasarelas, los andenes, los escalones, los torniquetes de acceso y los bancos, capaz de pintar a tu hermana pequeña si se cruza con ella. No era un maestro de estilo, pero sí una leyenda entre el gremio por la energía que desplegaba, logrando que su obra fuera vista por millones hasta que, dos semanas atrás —Ismael experimentó una profunda tristeza al recordar el momento en que se lo habían contado, sus hombros se hundieron y su cuerpo se abatió de nuevo, impregnado de una amargura propia de la camaradería—, Skaty 8 había muerto arrollado por un tren mientras caminaba por las vías bajo el centro de Brooklyn.
Los viajeros se desplazaban a lo largo del vagón, se arrastraban hasta un asiento y contemplaban los anuncios situados sobre sus cabezas, todo ello sin realizar un solo movimiento ocular susceptible de ser detectado por los más delicados mecanismos.
Ismael solía caminar por las vías cuando le asaltaba la autocompasión. Pero aquello había sido en otros tiempos. Abría alguna de las salidas de emergencia de la acera y se internaba en los túneles para, como quien dice, dar un paseo, para sentirse solo allí abajo, sin perder de vista el tercer raíl y con el oído atento al tren, aprendiendo a conocer a la gente que vivía en los cuartos de máquinas y en las pasarelas, y allí era donde había visto una pintada garabateada, quién sabe si cinco años atrás, bajo la Octava Avenida. Bird vive. Aquello le hizo reflexionar sobre el grafito, sobre quién se habría molestado en arriesgarse a caminar por aquellos túneles para hacer una pintada en la pared, y cuántos años habrían pasado desde entonces, y quién sería Bird, y por qué viviría.
Y ese tipo que iba de un lado a otro diciendo perdón, si hace el favor.
Recorrió las estribaciones de Manhattan, en dirección al Bronx. No había arte en pintar los andenes y las paredes. Había que pintar los trenes. Cuando avanzan rugiendo por las ratoneras, todos los trenes son iguales, hasta que pintas uno y entonces es tuyo, lo ven en todo el sistema de ferrocarril, y penetras en las cabezas de las personas asolando sus ojos.
Las puertas hacían ding-dong antes de cerrarse con un portazo.
Vio a un negro joven y delgado al fondo del vagón, con expresión de desinterés, nos está escenificando cómo nació el temperamento flemático, e Ismael pensó que se trataba de un poli de paisano, lo que le impulsó a disimular bajo su maquillaje mental, esforzándose por pasar desapercibido en su asiento, porque se temía que andaban próximos a atraparle. El Ayuntamiento se había propuesto seriamente erradicar el grafito de una vez por todas, y pescar a esas tribus de gueto y a los blancos de clase media que seguían sus pasos, por lo que los artistas procuraban tener cuidado y no arriesgarse.
No temía que le detuvieran, sino las complicaciones resultantes. La detención contribuiría a su notoriedad. Incluso podría proporcionarle un artículo en el Post. Pero la cuestión de la familia comienza a tener su importancia. No es que no quisiera ser padre. Le gustaba la idea de ser padre y de tener una familia. Pero había tantas cosas entremedias.
Cuando recorría los túneles de niño solía preguntar acerca de Bird, hasta que descubrió que se trataba de Charlie Parker. Un gigante del jazz. Solía hablar con los hombres que vivían en las pasarelas y en el túnel de carga abandonado bajo el distrito oeste. Tenían camas y sillas y carritos de la compra, tenían zapatillas que se ponían por las tardes, eran por lo general tipos corrientes que fregaban los platos y sacaban la basura, y le hablaban de bop, be-bop, y de Bird, que había muerto con treinta y cuatro años. Y un día, Ismael, que tendría entonces trece años, estaba orinando contra un muro y sale un tipo y se pone detrás de él, alarga la mano y, créanlo o no, dice usted perdone y le sujeta el pito a Ismael mientras mea.
Muerto con treinta y cuatro años, ése era Bird, lo que en los túneles es una edad provecta.
Sabía que estaba haciéndose famoso en primer lugar porque le salían imitadores, y también porque los otros artistas respetaban sus obras y no pintaban sobre ellas, aunque alguno sí lo hacía, y porque al Bronx habían acudido dos mujeres en su busca.
Pero, ya ves, así era como razonaba entonces su mente. Mantente absolutamente discreto y no te dejes ver. Que tu nombre y tu rostro no aparezcan en los periódicos. No te metas en líos con la policía de tránsito. Porque tenía una mujer con la que solía vivir y que estaba embarazada de la cabeza a los pies. Solían vivir con su madre y con el novio temporal de su madre, y tampoco es que Ismael Muñoz no quiera ser padre. Sencillamente, es que no es el momento de involucrarse en nada personalmente.
Según le habían dicho, habían visitado los supermercados, aquellas dos mujeres de las galerías. Habían acudido a las bodegas, a la iglesia, al parque de bomberos, y se las imaginó llegando al parque de bomberos y preguntando por grafitos a veinte tipos calzados con botas de goma y ocupados en devorar pizzas de encargo.
Sentado en el tren de Broadway, escuchaba los razonamientos de su mente.
Por todo el Bronx había gente de las galerías en busca de Moonman, de Momzo Tops, de Snak-Bar, de Rimester y de todo el equipo de Voodoo.
Pero olvídalo, tío. No le costaba mucho trabajo imaginar un escenario en el que todo ese asunto de las galerías no es más que una trampa de la policía para desenmascarar a los artistas de los túneles y de los depósitos ferroviarios, sacarlos a la luz e identificarlos por sus rostros y sus nombres.
El tipo le sujetó el pito y al final se lo chupó, no recuerda cuándo sucedió aquello, un par de días después, o de semanas, eso fue lo que hizo. Y a partir de entonces Ismael, asaltado por la autocompasión, siguió bajando allí con cierta regularidad, atravesando una de las verjas próximas a la autopista del East End, introduciéndose por una de las salidas de emergencia y bajando los angostos escalones hasta el túnel de servicio, donde algunos tienen estanterías con libros y adornos de Navidad, y utilizan nombres abreviados y nombres en clave, apodos como los que inventan los artistas, y lo cierto es que sigue acudiendo allí en busca de sexo porque algunos hábitos los dejas, pero otros llegas a depender de ellos.
El tren dejó atrás City College y torció en dirección este.
Lo hacían en la oscuridad, rápidamente, como los conejos. O acudían a un almacén de cables y lo hacían con sábanas y toallas. Allí abajo la gente tenía animales de compañía y cuerdas de tender la ropa extendidas a través de los túneles. Y robaban electricidad de las acometidas oficiales.
Bop, bebop. Y Bird muerto con treinta y cuatro años.
Siguió allí sentado, en su atuendo caqui, la mirada fija entre ambos pies, observando los pies de los de enfrente, aquellos zapatos ajados y picados que no parecían tanto cosas que la gente pudiera comprar y ponerse como partes permanentes, partes del cuerpo, inseparables de los hombres y mujeres allí sentados, porque el metro te marca de un modo indeleble sobre la piedra del momento.
El tren se internó en el Bronx y él se bajó cuatro paradas después, al final de la línea, donde su equipo le esperaba fielmente.
Eran tres, de doce, once y doce años, respectivamente, y se habían pasado el día robando pintura de las droguerías, lo que no constituye sino un pasatiempo, el hurto de poca monta, ya largamente superado por Ismael.
Ascendieron la empinada colina de la calle Doscientos cuarenta y dos.
—¿Qué pasa con la lluvia? —dijo Ismael.
—No pasa nada —dijeron ellos.
—Llevo todo el día oyéndolo por la radio. Pensé que no podríamos trabajar esta noche. Pensé que las posibilidades de hacerlo eran de diez contra uno.
—No ha pasado nada —dijeron ellos—. Dos o tres gotas.
Transportaban los botes de pintura en tres bolsas de deportes. Llevaban los esbozos de Ismael en un portafolios de color manila. Llevaban melocotones y uvas en una bolsa de papel metida dentro de una bolsa de plástico. Llevaban el agua mineral francesa que a él le gustaba beber mientras trabajaba, obtenida igualmente de su pequeña excursión delictiva, Perrier, envasada en bonitas botellas de color verde. Le gustaba permitirse lujos siempre que podía. Llevaban boquillas para los botes de aerosol. Llevaban llaves maestras para abrir los vagones en caso de que le apeteciera trabajarlos desde el interior, lo que no era el caso.
Su equipo, claro está, se componía de esperanzas. De los profesionales del futuro. Rapiñaban para el maestro. Vigilaban mientras él pintaba. Entrecruzaban los brazos para soportar su peso cada vez que necesitaba alcanzar la parte superior de algún vagón.
A lo largo de la calle se extendía una valla de tela metálica rematada por alambre de espino. El equipo se detuvo cerca del extremo oeste de la valla, en el que había una sección de alambre cortada y disimulada por la hierba. Sujetaron la tela metálica e Ismael se deslizó por el boquete y alcanzó de un salto el tejado adyacente. Había una serie de cobertizos de herramientas con tejados de bordes de sierra. Se dirigieron al último de ellos y descendieron por los canalones de desagüe hasta la tarima de madera que se extendía al nivel de las vías, algo que para entonces hubieran podido hacer dormidos, y comenzaron a buscar un tren apropiado para trabajar.
De antemano sabían con bastante certeza que nadie les molestaría. Había demasiados trenes, demasiados artistas. El Ayuntamiento no podía permitirse el número de guardas que harían falta para patrullar todos los depósitos y vías muertas durante la noche.
Cerca de un poste de alta tensión vieron a Rimester, uno de los artistas veteranos, un tipo negro tocado con un kufi, una gorra aplastada, que pintaba unos bajos delirantes e increíbles, Ismael no tenía más remedio que admitirlo, y que decoraba las letras con poemas de amor y sentimientos nostálgicos.
Se saludaron con respeto y ceremonia, con precisas y detalladas florituras en el lenguaje y en el apretón de manos, y charlaron de unas cosas y otras, y Rimester describió cómo había visto seis de sus vagones sometidos a un baño de ácido en el depósito grande que había a eso de dos kilómetros de distancia en dirección sur. Hacían pasar los vagones bajo unos aspersores situados sobre las vías. Toda su frenética labor de aerosol, una labor no pagada y realizada a las dos de la madrugada, viniéndose abajo en cuestión de minutos. Olvídate del zumo de naranja, tío. Había llegado un nuevo martillo de grafitos, alguna mierda química inventada por la CIA.
Es como si derribas una fotografía de un estante y alguien muere. Sólo que esta vez el de la foto eres tú.
Así se sentían algunos artistas respecto de sus obras.
En el depósito había unas doce vías. Ismael y su equipo se dirigieron al extremo más alejado, hasta la última vía, desde donde se dominaba el campo en el que los irlandeses jugaban al fútbol irlandés. Escogieron un liso —un vagón ya viejo de superficie pintable—, siempre infinitamente mejor que los ondulados que comenzaban a salir al mercado.
El equipo alineó los colores e Ismael se puso a trabajar. Tenía un amarillo Rustoleum que había empezado a usar, un tono canario chillón, y el equipo acopló las diferentes boquillas sobre los botes de tal modo que pudiera variar la anchura y la masa de las pinceladas.
—Hemos visto a Lourdes —le dijeron.
Lourdes era la mujer con la que solía vivir, dos años mayor que Ismael, más o menos, y para entonces acaso diez kilos más gorda.
—¿Acaso alguien os ha preguntado a quién habíais visto?
—Dijo que quería hablar contigo.
—¿Quién te ha preguntado nada, maricón?[4] ¿Te he preguntado algo yo?
Ismael rara vez se enfadaba. No era un tipo iracundo. Poseía la mente reflexiva de los adultos del barrio que juegan al dominó bajo una sombrilla mientras los camiones de bomberos aguardan calle arriba al ralentí, pero si los del equipo querían rellenar el dibujo después de que él decidiera el estilo y difuminara los colores, harían bien en aprenderse los modales del depósito.
—¿Dónde está mi Perrier, vale? Si queréis trabajar con Ismael Muñoz más vale que me deis mi Perrier y os olvidéis de los mensajes, sean de quien sean.
Trabajaron durante la noche sin más charla innecesaria. Ellos le alargaban los botes de pintura. Antes de dárselos, los agitaban, y el chasquido de la bola de aerosol constituía básicamente el único ruido que podía oírse en el depósito salvo por el aerosol mismo, el siseante baño de pintura que iba cubriendo los viejos flancos de hierro del tren.
El hombre que había alargado la mano diciendo usted perdone.
Moonman 157. Suma los dígitos y obtienes trece. Pero ésa es la calle en la que vive, o solía vivir, ahora vive en muchos sitios, de modo que constituye formalmente parte de su obra, es el nombre por el que le conocen, y la mala suerte es una mala pasada del ego con la que más vale contar, pero piensa en los vagones al abandonar los túneles y deslizarse al aire libre por los pasos elevados: piensa en tu obra a plena luz del día, pasando sobre los solares abrasados en los que naciste y te criaste.
Los miembros del equipo sacudían los botes, y las bolas restallaban.
Se subió al borde de una de las puertas, se inclinó hacia el vagón estacionado frente a él y comenzó a pintarlo de las ventanillas para arriba.
Luego descendió por la escalerilla, que crujió bajo su peso, sujetándose con la mano a la oxidada tubería que hacía las veces de barandilla, tratando de determinar el ambiente del túnel en aquel día preciso. Podía ser un día de coca, pero Ismael no tomaba drogas, o un día de speed que viaja por el túnel, de alguien que ha pillado una dosis y quiere compartirla, o un día de locura, lo que sucedía a menudo. Y siempre eran días de ratas, porque las ratas recorrían los túneles en manada y eran una inagotable fuente de historias, el tamaño de las ratas, su actitud de desafío, el modo en que devoraban los cuerpos de aquellos que morían en los túneles, cómo eran devoradas a su vez por el ratonero que vivía en el nivel seis, debajo de la estación Grand Central, el que mataba y cocinaba una rata cada semana: los conejos de las vías, así las llamaban.
En otras palabras, para decorar un tren completo necesitas una noche entera y parte de la siguiente y nada de conversaciones estúpidas.
Y saber cuál es tu estado de humor día a día, algo que no compartía con nadie de los de la calle, y luego irte a dormir por la noche a la cama de algún primo o al almacén de alguna bodega en la que conocen a Ismael Muñoz y le proporcionan un lugar decente, y oír las puertas al abrirse, ding-dong, y ver a ese hombre de Estocolmo, Suecia, que está fotografiando su pieza.
Le gustaba contemplar los ojos de los viajeros en el andén para comprobar cómo reaccionaban ante su trabajo.
Sus letras y sus números hablaban de los edificios de apartamentos de alquiler, buenos y malos, pero en su mayoría buenos. Las verticales de la letra N podían ser dos camellos vigilando un enorme alijo protegido por celofán o podían ser colegialas en el patio de recreo o una pareja de jugadores en un solar con un bate inclinado entre ambos.
Nadie podía destronarle. Era superior a todos los artistas de la ciudad.
Tenían docenas de botes preparados según lo previamente establecido, y cuando él pedía un color ellos agitaban el bote correspondiente y la bola chasqueaba.
—¿Dónde está mi Perrier? —dijo.
Pero tienes que estar en el andén y verlo llegar si quieres saber lo que experimenta el artista al ver cómo se acerca el tren número 5, rugiendo por las ratoneras, irrumpiendo por la boca del túnel, traqueteando por las vías elevadas hasta que, de repente, ahí está, Moonman volando por el cielo en pleno corazón del Bronx, por encima de aquel paraje quemado y herrumbroso; he ahí el arte del lenguaje de los callejones, desde los tiempos de Bird, y ya no podéis decir que no nos veis, ni podéis decir que no sabéis quiénes somos, ahora gozamos de una celebridad completa, Momzo Tops y Rimester y yo, estamos cobrando fama, no nos avergonzamos, y el tren pasa traqueteando sobre las calles llenas de basura y junto a las ventanas ciegas de todos esos apartamentos vacíos en los que hay gente viviendo aunque tú no los veas, pero no puedes por menos de ver nuestras obras y nuestros dibujos y nuestros brillantes poemas rimados, porque éste es un arte que no sabe estarse quieto, un arte que inunda tus órbitas noche y día, es el arte inquieto y destellante de los barrios bajos y de los vertederos, asaltándote el rostro con sus colores: como diciendo yo soy tu película, cabrón.
Entraron uno tras otro procedentes del vestíbulo, avanzando por los pasillos hasta encontrar sus asientos, con la expectación de la tarde ya en gran medida agotada, se acomodaron rápidamente, sin perder tiempo, y comenzó la segunda parte de la película.
Klara miró a su alrededor en busca de Miles. Pero Miles no estaba. Evidentemente, había percibido la impaciencia de sus invitados y había decidido reunirse con los cineastas en la cabina privada del piso superior.
—¿Significa esto que no somos dignos de él? —dijo Esther.
Son testigos de lo que parece una fuga. Figuras que se desplazan, ascendiendo por túneles cerrados en dirección a una noche lluviosa y oscura. Una larga escena de siluetas y de vez en cuando algún primer plano de ojos que atisban en la oscuridad.
En ese momento, un foco recorrió el foso de la orquesta y fue a detenerse sobre un telón lateral de la pared norte que colgaba ligeramente más alto que el propio escenario y a unos cuantos metros de distancia. Y sabías lo que ibas a ver medio segundo antes de verlo: una auténtica inyección de ánimo para el ambiente. El telón se abrió y la consola en forma de herradura del último gran órgano teatral de Nueva York, el todopoderoso Wurlitzer, hizo su aparición, enmarcada y reluciente, frente a la oscura sala.
El organista era un hombre menudo de cabellos blancos que parecía revolotear en su nicho, de espaldas al público. Su aspecto era mágico de puro pequeño, y oprimió el pedal grave en el preciso instante en que una de las figuras de la pantalla retrocedía asustada por algún peligro inminente: una carcajada recorrió la sala.
Los prisioneros prosiguieron su ascenso, desplazándose en torva proximidad unos con otros.
El organista interpretó una serie de notas que resultaban curiosamente familiares. Como esa clase de cosas que te persiguen para devolverte a la radio de tu mesilla de noche y a los olores de tu cocina y al modo en que solía resquebrajarse el linóleo junto a la nevera. Se trataba de una marcha, briosa es la palabra, que actuaba a modo de irónico contrapunto a las siluetas que aparecían en primer plano, las figuras que seguían ascendiendo rutinaria y voluntariosamente, y Klara percibió la música sobre su piel y casi pudo saborearla en la lengua, pero no era capaz de identificar la obra ni el compositor.
Propinó al viejo Jack un golpecito en el brazo.
—¿Qué está tocando?
—Prokófiev.
—Prokófiev. Claro que sí. Prokófiev compuso partituras para Eisenstein. Lo sabía. Pero ¿qué marcha es ésta?
—Ésa de las Tres Naranjas, o como se llame. La has oído un millón de veces.
—Sí, claro. Pero ¿por qué la he oído un millón de veces?
—Porque era la sintonía de un antiguo programa de radio. Para usted, por gentileza de detergentes Lava. ¿Te acuerdas del detergente Lava?
—Si, sí, claro.
Y Jack canturreó en sacramental sincronía con el órgano.
—Ele-a-uve-a. Ele-a-uve-a.
—Claro que sí. Ahora lo veo completamente claro. Pero no recuerdo el programa —dijo ella.
Y Jack siguió cantando porque se lo estaba pasando de miedo con aquello, al igual que la audiencia, los ojos desplazándose de la pantalla al órgano y las mentes atrapadas por el recuerdo radiofónico, los que teníais la edad suficiente, y en algún lugar entre bastidores, en una docena de naves superiores, los enormes tubos del órgano emitían los tonos: tubos, registros, apagadores y amplificadores recreando aquel tema añejo, tomado de una ópera rusa, para traérnoslo a casa procedente del pasado.
Y Jack dejó de cantar para adoptar la voz bárdica de un anunciador veterano al presentar el saludo del programa.
—El FBI en Guerra y Paz —dijo con tono melodioso.
Daba gusto tener amigos. Klara lo recordó entonces. Los hijos de los vecinos solían escuchar fielmente el programa, ya en las postrimerías de la guerra, y a ella casi le parecía oír la voz del actor que interpretaba el agente del FBI.
El telón cayó sobre el organista en el momento en que salía el sol, y Esther dijo, «Por fin».
Sí, la película ha salido a la superficie, a un paisaje inundado de luz, penetrante y sobreexpuesto. Los prisioneros huidos se desplazan sobre terreno llano, algunos de ellos con capuchas, los más desfigurados, y se divisan hogueras en la distancia, una línea de horizonte que palpita de humo y cenizas.
Te preguntas si rodaría aquellas escenas en México o si sería en el Kazajstán, adonde había acudido posteriormente, durante la guerra, para rodar Iván el Terrible.
Numerosos planos largos de cielos y llanuras, entremezclados con figuras en primer plano, las cabezas y los torsos desplazando al paisaje, precisamente la clase de exceso formalista que tantos problemas le había causado al director con el aparato del Partido.
La orquesta permanecía oculta en algún lugar del foso, tocando suavemente al principio, con un suave acento que contrastaba con las poderosas imágenes. Estudias los rostros de las víctimas a medida que se despojan de sus capuchas. Un cíclope. Un hombre con la mandíbula torcida. Un hombre lagarto. Una mujer con un colgajo de piel a modo de nariz y boca.
Una serie de elocuentes pasajes lentos llenan la sala.
El público estaba fascinado. Ahora, veías las cosas de un modo diferente. Si existía una política de montaje, aquí resultaba más íntima: no eran los temas de la radiación atómica ni de la ciencia irresponsable ni tampoco del terror del Estado, sino del artista independiente que se ha visto disciplinado y sovietizado.
Aquellos rostros deformes eran personas que existían ajenas a cualquier nacionalidad o estricto contexto histórico. El método de caracterización inmediata de Eisenstein, llamado tipaje, parecía allí autoparodiado y deliberadamente destrozado. Porque los rasgos externos de los hombres y mujeres no te revelaban nada sobre su clase o su misión social. Eran personas perseguidas y alteradas, ésa era su tipología: constituían un molesto secreto de la sociedad que les rodeaba.
Ahora vemos a un pelotón de búsqueda al acecho, hombres a caballo dispersos por la llanura. Capturan de nuevo a algunos de los fugitivos, los encadenan y avanzan con ellos a paso sombrío, en fatigadas y mecánicas versiones de representación escénica, y Klara lo vio en retrospectiva, cómo las Rockettes habían previsto aquello, sólo que ya no resultaba gracioso, y descubren los rostros de todos aquellos que aún permanecen encapuchados, y los planos comienzan a adaptarse a un ritmo, plano largo y primer plano, paisaje y rostro, oleadas de repeticiones hipnóticas, mientras la música describe una especie de destino, un destino brutal que resuena como un tambor a lo largo de las décadas.
Klara se sintió conmovida por la belleza y la crudeza de las escenas. Podías notar una cualidad de carácter que brotaba de cada brusco desencapuchamiento, una vida en el interior de aquellos ojos, un rugoso conjunto de experiencias, y una sensación de comprensión parecía viajar a través del público, transportada fila por fila mediante esa misteriosa telemetría de las multitudes. O acaso no tan misteriosa.
Ésta es una película acerca de Ellos y Nosotros, ¿no es cierto?
Ellos pueden decir quiénes son, tú tienes que mentir. Ellos controlan el lenguaje, tú tienes que improvisar y analizar. Ellos establecen los límites de tu existencia. Y los elementos más camp del programa, la coreografía y parte de la música, ahora tendían a recordar soterrados ataques sobre la cultura dominante.
Intentas imaginarte a Eisenstein en la clandestinidad del Berlín bisexual de cuarenta y cinco años atrás, con su cabeza calva y sus extremidades levemente atrofiadas, los cabellos que brotan de su cuero cabelludo en mechones de payaso, un hombre con escrúpulos burgueses y el don de la sublimación, y aquí está, en el Kit Kat o en el Bow Wow, sórdidas bodegas con calefacción que en Moscú serían impensables, revelando cotilleos de Hollywood a los travestidos.
Me gusta muchísimo Judy Garland, había comentado en cierta ocasión.
Pero tampoco quieres mostrarte demasiado elegantemente al día, ¿no es cierto? Era una máquina de ideas y de ambiciosos proyectos, pero no está claro que contara con el ímpetu sexual necesario para alcanzar un auténtico contacto con hombres o mujeres.
Fíjate en esas figuras que aparecen en el plano general de la aplastada humeante línea del horizonte al fondo de la llanura.
Al final, lo único que Eisenstein quiere que veas son las contradicciones del ser. Contemplas los rostros de la pantalla y observas el anhelo mutilado, las divisiones internas de personas y sistemas, y el modo en que las fuerzas se estrellan y se enganchan, forzando esa alteración de la uniformidad que es capaz de señalar algo de modo indeleble.
Observas que la orquesta lleva ya un rato en silencio. Todas las capuchas han sido retiradas, y los miembros de la expedición avanzan interminablemente guardando el paso, escoltados por malhumorados perros de ojos lagrimeantes. Entonces, oyes de nuevo la melodía, una vez más, la conocida marcha de Prokófiev, pero no en la voz burlonamente heroica del órgano sino a gran orquesta, y el tono es muy distinto, olvídate aquí de aquel divertido guiño radiofónico, es todo vigilancia y supresión, el FBI en guerra y paz y día y noche, tu propia cohorte de funcionarios de la ley.
La marcha apenas duró un minuto y medio, mas cuán potente y tenebrosa era, qué sentido del destino en los metales, y luego un prolongado silencio y una pantalla en blanco y, finalmente, un rostro que se transfigura en una serie de planos múltiples, perdidos ya los bocios y las nudosidades, un ojo entrecerrado que se abre, y resultaba de lo más sensiblero, de acuerdo, pero también magnífico, una secuencia ajena a la acción propiamente dicha, un deseo inequívoco y visible que te conecta directamente con la mente tras el filme, y el hombre se despoja de sus marcas y de sus cicatrices y parece rejuvenecer y empalidecer hasta que su rostro se funde finalmente con el paisaje.
La orquesta comenzó a elevarse en el foso, y ahora la música era de Shostakóvich, no te cabe duda, tan espaciosa y celestial, alzándose líricamente, remontándose como el vuelo de un ave sobre las amplias llanuras.
Y entonces concluyó. No llegó a su fin, sencillamente se detuvo de pronto. Un paisaje de perros en primer plano y de figuras distantes que se inclinan al andar. Klara permaneció en su asiento, todos lo hicisteis, y experimentó una curiosa sensación de pérdida, lo mismo que solías notar de pequeño cuando salías del cine en mitad del día y las calles estaban repletas de agitación y de un resplandor agresivo, las superficies intensas e hirientes, gentes vestidas con ropas chillonas que no les sentaban bien.
Miles compareció y todos se marcharon a un bar que conocía Jack. Jack conocía todos los bares del centro, conocía las parrillas y los lugares donde servían la mejor tarta de queso o te ofrecían una sopa de cebolla que te hacía creer que estabas en Les Halles, y contaba divertidas historias sobre sus primeros días en el distrito del espectáculo, anunciando espectáculos arriba y abajo de la calle, pero Klara no le escuchaba.
Llevaba la película grabada en la mente en una serie de imágenes rápidas. Se sentía como si en vez de una falda y una blusa llevara puesta la película. Oyó la risa de Esther y le sonó como si procediera de alguien situado tres habitaciones más allá. Miles contó una historia que exigía su participación, pero no conseguía recordar correctamente los detalles. Sonrió y bebió un sorbo de su copa de vino. La conversación seguía desarrollándose ahí cerca, en algún lugar. No hacía más que ver fragmentos aislados. Veía los rostros deformes en el inmenso paisaje. Se sentía envuelta por la película, sentada en un bar entre blancos muros de neón que palpitaban bajo el calor de Broadway.