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Los poetas de las antiguas naciones de la cuenca relataban historias sobre el viento.

Matt Shay estaba sentado en su cubil de cemento, del tamaño de un campo de baloncesto, en algún lugar situado bajo las colinas de yeso del sur de Nuevo México.

La operación se conocía con el nombre de Bolsillo.

Había allí gente que no estaba segura de hasta qué punto no estaban trabajando en algo relacionado con armamento. Colaboraban con proyectos de investigación, y no estaban del todo seguros sobre el destino de sus hallazgos, sus simulaciones y los resultados de lo que descubrían o predecían. Tales situaciones forman parte de las subestructuras de las industrias de sistemas, en las que las distintas tareas se enlazan en niveles y puntos geográficos considerablemente distantes de los puestos de trabajo y de los proyectos de laboratorio de los investigadores.

Matt solía hacer análisis de consecuencias, calculando las siniestras estadísticas de un posible accidente nuclear o de un enfrentamiento limitado. Trabajaba con datos procedentes de sucesos auténticos. Estaba aquella cosa que había caído sobre la tierra en Albuquerque en 1957, una bomba termonuclear de gran tonelaje desprendida por error de un B-36 —nadie es perfecto, ¿vale?— que había aterrizado sobre un campo situado dentro de los límites de la ciudad. Los explosivos convencionales habían detonado, mas no así la carga nuclear. El incidente continuaba manteniéndose en secreto diecisiete años después, mientras Matty, en su cubículo se dedicaba a leer una guía de cámping.

Llevaba cinco meses en el Bolsillo y, decididamente, estaba colaborando en algo relacionado con armas, aunque de menor potencia. Algo que tenía que ver fundamentalmente con mecanismos de seguridad y que le obligaba a mantener el rostro pegado a la pantalla del ordenador. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Siempre había querido trabajar en armamento, le había atraído la emoción, la identidad, la sensación de afilar su silueta, de conocerse un poco mejor: las instalaciones secretas del desierto.

Lo llamaban el Bolsillo por una criatura llamada ardilla escarbadora que habita en túneles que previamente excava frenéticamente bajo las ranuras de los surcos.

Los campos de dunas, las mesetas alcalinas, la blancura, el deslumbrante fondo marino, las nebulosas líneas del horizonte, el bebé momificado de seis mil años de antigüedad encontrado en una cueva cerca de White City, sí, y los animales que habían ido tiñéndose de blanco a lo largo de los milenios, un ratón en otro tiempo marrón que se había mimetizado con los desfiladeros de yeso para escapar a la mirada de sus depredadores.

El viento soplaba desde las montañas Organ, alcanzando velocidades de hasta ochenta kilómetros por hora, remodelando las dunas y prestando al firmamento un curioso e inquietante tono gris que más parecía un blanco enloquecido.

Y los hombres y las mujeres del Bolsillo, en su mayor parte hombres y en su mayor parte solteros, con apenas un pequeño grupo de casados y un albino —tal era el chiste habitual, chicos—, vivían en bungalós semiadosados en los límites de la zona de misiles y escuchaban el viento del que hablaban los sabios de antiguas naciones, desarrollando metáforas y filosofías y recoronando las dunas con su constante soplido de, a veces, días.

¿Trabajas con ondas sonoras? ¿Eres el encargado de calibrar los efectos de las explosiones en los propios bombarderos? ¿Realizas experimentos de física y sueñas con una chica que dejaste en Georgia, la que te ponía la mano sobre los pantalones en el cine al aire libre que hay junto a la ciénaga? Ansías contemplar una bola de fuego, una detonación real, aunque hoy en día están prohibidas, claro está, las pruebas atmosféricas, pero quisieras haber podido ser testigo de alguno de esos bombazos titánicos que vaporizaban un atolón entero hace yo qué sé cuantos años.

Almorzó en el comedor subterráneo con Eric Deming, un hombre alto y desgarbado de unos treinta y tantos, apenas dos años más joven que Matt y uno de los cerebros de la bomba.

Los hombros y las ropas de Eric mostraban una cierta flaccidez. Tendía a comer con los dedos: las patatas fritas, claro, pero también la lechuga, la remolacha, el arroz hervido, los nachos, cualquier cosa susceptible de ser atrapada con dos dedos y sostenida en unidades.

—¿Cuándo viene Janet?

—Pronto. Estamos precisando los detalles —dijo Matt.

—¿Nos la enseñarás? Hace tiempo que no vemos a una mujer procedente del exterior.

—Os pasáis la vida en Alamogordo.

—Eso no es el mundo exterior. Hasta que uno sale, tiene que recorrer mil quinientos kilómetros. Lo sabes. Y de este mismo estado.

—No va a venir aquí.

—De acuerdo, pero ¿sabes qué porcentaje de personas de este Estado cuentan con pase de seguridad? ¿Acaso no es por eso por lo que lo adoramos?

—Hemos de encontrarnos al oeste de aquí, no sé dónde, y luego nos iremos de cámping. Lejos lejos lejos. Si es que logro convencerla. A Janet no le apetece demasiado todo esto.

Eric trabajaba en una zona de laboratorio a la que Matt no tenía acceso. Solía trabajar con materiales radiactivos que se guardaban en una caja hermética provista de guantes. Llevaba guantes protectores, llevaba guantes secundarios sujetos a las mangas y llevaba varias capas de prendas especialmente tratadas y equipadas con fragmentos de película y detectores radiactivos y trabajaba con los componentes de las bombas: el iniciador de neutrones, los detonadores, las piezas subcríticas, el calor visceral del interior de la cabeza nuclear.

Ahora estaba haciendo otra cosa, pero Matt ignoraba qué. Portaba una identificación con la letra O de bordes amarillos y a veces te revelaba unos rumores increíbles.

A los cerebros les encantaba su trabajo, pero no eran necesariamente favorables a la existencia de la bomba, no eran de esos que tienen una erección cada vez que piensan en megamuertos. Eran maniáticos del detalle. Gente sobrecogida por la música interna de la tecnología nuclear. Matt les observaba. Acudía a sus fiestas y aprendía su lenguaje. Parecía seguirles un resplandor de la incandescencia de los sesenta, una cierta ansia de entregarse compulsivamente a algo.

Pensaban que Matt estaba maniobrando para conseguir un traslado a su equipo, que estaba listo para convertirse en uno de ellos, para llevar su propia identificación codificada, el pase de grado Q que le franquearía la última puerta hasta alcanzar el túnel que conducía al departamento de diseño de bombas.

Pero Matty se dedicaba a hojear revistas del exterior, a comparar sacos de dormir y tiendas de campaña en forma de cúpula, porque necesitaba tiempo para alejarse y pensar.

Tenía dudas sobre la moralidad de su papel.

Por la ruta 70 en dirección sur, hasta el cartel del campo de tiro de misiles, un área que aparece de color blanco en el mapa: allí era donde se instalaban los manifestantes, siete u ocho hombres y mujeres, a veces tan sólo dos o tres, portando un letrero extendido entre dos palos, Aquí comienza la Tercera Guerra Mundial, y los miembros del personal de la base se metían con ellos, o se limitaban a sonreír, o se sentían adulados por el cartel, o compadecían a quienes lo sostenían por su aspecto poco atractivo y azotado por el viento.

A Matt le gustaba verles. En cierto modo, contaba con su presencia. Comenzó a ser importante para él el hecho de saber que estaban allí, cuatro, cinco, seis personas, por lo general más mujeres que hombres, o acaso dos figuras adustas aferradas a los palos, sin decir jamás una palabra al paso de los vehículos militares o de los camiones-plataforma cargados con objetos previamente envueltos, o los obreros civiles y los equipos de construcción, extendiendo a veces un dedo por todo saludo.

Las zonas blancas del mapa incluyen la base aérea, la base militar, el campo de tiro de misiles, la amplia franja en dirección noroeste conocida como la Jornada del Muerto y también las mesetas que se extendían entre las dunas: las mesetas eran blancas, tanto en el mapa como en la realidad, y en ellas aparecían diseminados unos cuantos edificios achaparrados, estructuras valladas con depósitos de propano destinados a alimentar de combustible la operación subterránea del Bolsillo, donde se concebían y diseñaban las armas.

Trabajaban con plazos que había que cumplir estrictamente. Siempre había plazos que cumplir. Los cerebros siempre protestaban al respecto. Eran superiores en sensibilidad, eran los que habían logrado obtener un dominio racional de sí mismos, los que no se hallaban sujetos a ambivalencias morales, a las niñerías sentimentales de las consecuencias ni a su angustia. Ellos eran los que entendían los jodidos principios del conflicto, y no les gustaba recibir presiones burocráticas de la superficie.

Pero los plazos seguían allí. Siempre había plazos. Reinaba la urgencia propia de la guerra, pero sin guerra.

Eric dijo:

—¿Te has enterado del último secreto?

Paseaban al anochecer, más allá de los bungalós, completamente solos en aquella llanura de arena, y Eric no hacía más que mirar a su alrededor —cómicamente, claro— en busca de espías, y fingía murmurar por las comisuras de los labios para así frustrar incluso a un posible intérprete de labios contratado para estudiar grabaciones de seguridad.

—Se trata de un viejo asunto, pero está saliendo ahora a la luz —dijo en forma de levísimos rumores.

—¿Qué viejo asunto?

—Los obreros del campo de pruebas de Nevada, cuando todavía realizaban pruebas de superficie.

—¿Qué hay de ellos?

—Y la gente que vivía en zonas situadas a favor del viento. Personas que, dicho sea de paso, poseen un nombre que define por completo su existencia.

—¿Cómo las llaman?

—Tragavientos.

Fueron dejando atrás una zona de pequeños brotes de arbustos salinos mientras se aproximaban a la verja electrificada.

—¿Qué hay de ellas? —dijo Matt.

—Se supone que nadie sabe esto. Cosas que son más o menos del dominio público, pero así y todo.

—¿Qué?

—Cosas secretas. Camufladas. De las que no se habla.

—¿En qué consiste el secreto? —dijo Matt.

—Mielomas múltiples. Fallos renales. O que te levantas por la mañana y descubres que tu estatura se ha reducido siete centímetros.

—Te refieres a los que se han visto expuestos a la lluvia radiactiva.

—O bien que empiezas a vomitar y sigues vomitando todos los días durante siete u ocho semanas.

—¿Y acaso eso no es algo que cabe esperar? Ocasionales fallos de cálculo. Este trabajo es peligroso, ¿sabes?

A Eric pareció divertirle aquel comentario. No, parecía esperárselo, parecía encontrarlo estimulante. Dejaron atrás una enorme duna parabólica. Hacía tanto calor que el aire parecía un obstáculo físico.

—Pequeñas comunidades de granjeros situadas a favor del viento. Casi todos los críos llevan peluca —susurró Eric.

—¿Quimioterapia?

—Sí. Y aquí y allá, algún chaval que nace con una pierna o un brazo de menos o vete a saber qué. O una mujer saludable que decidió lavarse el pelo y se encontró con él en la mano. Una morenita despampanante, ya sabes, y al cabo de un momento, completamente calva.

—¿Dónde?

—Tengo entendido que sobre todo en el sur de Utah, que está a favor del viento. Pero también en otros lugares. Adenocarcinomas. Epidemias con enormes pústulas rojas, como en el Antiguo Testamento. Enormes manchas y eczemas. Y litros de sangre al toser. Te miras las manos y te encuentras medio litro de sangre irradiada.

Siguieron caminando a lo largo de la verja electrificada, pasando junto a una señal de aviso pintada con aerosol por un manifestante o por algún apóstata clandestinamente instalado en el Bolsillo.

—¿Crees que son verdad esas historias?

—No —dijo Eric.

—¿Entonces por qué las aireas?

—Para crear ambiente, por supuesto.

—Para crear tensión.

—Para crear tensión, emoción. Ardor existencial.

Matty tenía seis años de edad cuando su padre se marchó a comprar cigarrillos.

Ocho años después, al ver que su padre no había vuelto ni había llamado ni enviado mensaje alguno, el muchacho recogió todo el dinero suelto que pudo encontrar en el apartamento y echó a andar.

Nunca había rebasado la Tercera Avenida en aquella dirección por sí solo, pero ésa fue la ruta que escogió. Luego, cruzó la avenida en el punto en que los trenes pasan bajo tierra procedentes de los suburbios y en dirección a la Grand Central Station. Los mismos a los que Nicky arrojaría piedras algún día. Los mismos que Nicky, algún día, apedrearía mientras pasaban bajo él, a plena luz del día.

A continuación, ascendió el largo tramo de escalones hasta las calles próximas al Concourse. Había subido ya aquellas escaleras con su madre para ir al cine y comerse un helado en la heladería cercana, pero ahora las subió solo, encaminándose al Grand Concourse en el que estaba el cine, Loew’s Paradise: sesenta o setenta escalones y una serie de edificios anclados en soportes de hierro, como si de repente fuera otro país.

Se ve a sí mismo desde aquella distancia sobre las arenas blancas: de pie, al otro lado de la calle, contemplando la gran fachada de estilo italiano del Paradise.

Se ve a sí mismo alzando la mirada hacia el reloj y ve también la balaustrada de la azotea y la ornamentada cúpula de piedra.

Se ve a sí mismo comprando un billete, apenas capaz de alcanzar la taquilla. Introdujo las monedas por la trampilla y vio a la taquillera oprimir un botón para escupir el billete a través de la rendija.

Penetró en el vestíbulo. Percibió un calor envolvente que se alzaba desde la gruesa moqueta, como el plácido reposo de un perro acariciado. Había peces de colores en estanques de mármol. Contempló los candelabros de cristal pintado. Observó los balcones que sobresalían, con sus cuadros de marcos dorados. Pensó que aquello resultaba más veces más sagrado que cualquier iglesia.

Sentado en su medio bungaló, cerca del campo de tiro, se ve a sí mismo subiendo por la escalinata alfombrada porque le apetecía sentarse bien arriba, cerca del techo del cine.

Vio al acomodador con la linterna enganchada al cinturón. El acomodador llevaba hombreras y una hilera oblicua de botones sobre el pecho, encendiendo y apagando velozmente la linterna por el simple placer de oír el chasquido. Matty pensó que el acomodador le diría que no podía sentarse en el palco porque estaba reservado a los mayores, para que pudieran fumar, o para los chicos y las chicas deseosos de arrullarse. Pero el acomodador encendió el chisme, permaneció inmóvil y Matty desfiló junto a él.

Subió a los asientos próximos al techo, allí donde las estrellas titilaban y se movían. El cielo entero se desplazaba a través del techo, con sus estrellas, sus constelaciones y sus desdibujadas nubes azuladas. Su madre quería que sirviera como monaguillo cuando fuera mayor, pero aquello era más impresionante que ninguna iglesia.

Vuelve a ver aquello cuando ya es un adulto que jamás ha fumado un cigarrillo, que apenas sabe conducir, que ya no juega al ajedrez y que está enamorado de una mujer que trabaja como enfermera en Boston.

Se ve a sí mismo sentado en el palco del Paradise. Las luces de la película brillaban o se apagaban según la naturaleza de la escena. Contempló la pared más cercana, y luego la opuesta, y advirtió que cuando la luz se intensificaba de un salto allí estaba todo, era tremendo, los arcos, los pórticos, las estatuas, las hornacinas y los bustos de mármol, los sarmientos entretejiéndose por las balaustradas, los pedestales con sus héroes armados de largas espadas, las columnas con forma de figuras envueltas en túnicas, ambas paredes atestadas de anatomías y estructuras superpuestas, demasiado para asimilarlo de una vez, y ángeles coronados sobre los pedimentos, y siguió allí sentado, esperando a su padre, esperando a que el fantasma o el alma de su padre se dignara a visitarle.

Se quitó las gafas, se puso las gafas. Finalmente, se las quitó, las limpió con un paño de color pálido y se sentó frente a la pantalla parpadeando ante aquel despliegue de datos pertenecientes a un sistema de armamento, aquel elemento del sistema diseñado para enviar señales que habrían de armar o asegurar o reasegurar el mecanismo de disparo. Oyó un leve estampido procedente de algún lugar del desierto, la onda de choque de las velocidades superiores al sonido, y su sonido le fascinó, le conmovió. Siempre lo hacía, por mucho que lo oyera o por muy alejado que se encontrara de la fuente. Algunas mañanas aquel sonido le despertaba cuando los aviones volaban justamente por encima de él, y a veces salía al exterior de su vivienda antes de caer la noche para contemplar los rastros paralelos de media docena de aviones en estrecha formación, cuando ya hacía tiempo que los aparatos habían desaparecido, pero lo que le fascinaba y conmovía eran las estelas y las ondas de choque, y luego el eco que resonaba en las montañas, como si hubieran rasgado una de las costuras del mundo.

Había allí gente que no sabía adónde iba a parar su trabajo ni a qué podía aplicarse. Ignoraban cómo sus diseños de cifras y símbolos podían llegar a formar parte de la naturaleza. En teoría, podía suceder todo en un instante.

Todo se conectaba en un punto oculto de la línea de sistemas, lo que daba lugar a cierta inquietud selecta.

Pero en cierto modo se trataba de un misterio espléndido, era una fuente de asombro, el modo en que una breve ecuación de prueba que introduces en tu pantalla puede alterar el curso de tantas vidas, puede acelerar el flujo sanguíneo de un hombre que viaja en tren a miles de kilómetros de distancia. ¿Cómo definir esa clase de relación?

A Matt no le gustaba conducir. Llevaba sólo seis meses conduciendo y sabía que nunca se sentiría a gusto ante el volante. Lo máximo que podía hacer era reproducir los movimientos de un conductor. Pidió prestado un vehículo de cuádruple tracción a uno de los cerebros y se puso a conducirlo con el libro de instrucciones en el regazo. Las carreteras, las señales de tráfico y los otros coches le hacían sentirse incómodo al pensar que los demás eran testigos del crimen que cometía al conducir.

Pero quería practicar para su viaje de acampada con Janet, por lo que salía a conducir en sus días libres a pesar de que había señales de pistas de frenado para camiones y de cruces peligrosos y un cartel con Jesucristo es el Señor, y las difuminadas líneas blancas en la distancia que ahora sabía identificar como arena del lecho marino, y el aviso de Prohibido el Paso con la carretera inundada y las sombras transversales de las mesetas, formadas por el entramado de líneas de alta tensión que se extendían implacablemente hasta Texas.

Un día en que regresaba de una excursión al volante vio a los manifestantes, situados, como siempre, en el lugar equivocado. Deberían haberse situado junto a la tercera verja de la base, la que estaba sin marcar, porque por ahí era por donde entraban y salían los científicos del Bolsillo, que constituían el personal más susceptible, y casi sintió ganas de decir a los manifestantes que se desplazaran carretera arriba.

Matt tenía un aspecto ligeramente judío, quizá un poco hispánico. Había levantado pesas en las últimas etapas de su adolescencia, remodelando así el cuerpo enclenque que había trabajado como adjunto al director de Univac. En el Bronx, la gente decía que parecía un poco de todo: mexicano, italiano, japonés incluso, pues sus sonrisas más cordiales podían mostrar el aspecto de una mueca ceremonial. Un esbozo policial realizado a partir de siete descripciones distintas: así era Matt. Nunca había dejado de parecerse al estudiante que había sido en el City College a finales de los cincuenta, laborioso, miope y pobre, de los que tienen que ir a clase en metro.

Eric Deming, con el que estaba sentado en el comedor, asió un manojo de espaguetis entre los dedos y los introdujo lentamente en su garganta con un movimiento que recordaba a las contracciones de las serpientes.

Matt dijo:

—De acuerdo. He aquí lo que podemos esperarnos. No seamos inocentes. Los errores forman parte del proceso. Se produce un cambio de viento inesperado y la lluvia radiactiva cae donde no debe. O la explosión y la onda expansiva resultan más potentes de lo que nadie podía prever.

—Los plácidos cincuenta. Todo el mundo se vestía y hablaba igual. No había más que cocinas, y coches y televisores. ¿Dónde has puesto el Pepsodent, mamá? Estábamos allí, de modo que lo sabemos, ¿no es cierto?

—Vosotros lo sabéis. Yo, no —dijo Matt.

—Tú estabas allí. Los dos estábamos allí.

—Tú estabas allí. Yo estaba en otra parte.

—Papá está en el garaje, lavando el coche. Y entretanto aquí andaban metiendo a las tropas en trincheras para jugar a la guerra nuclear. Con bolas de fuego rugiendo sobre sus cabezas.

—Situados demasiado cerca, quieres decir.

—Eso he oído. Te mirabas el brazo y podías ver a través de él. Básicamente, tu brazo se convierte en una radiografía de tu brazo. Puedes ver a través del uniforme y de la piel, de tan blanca como es la luz. Ves la sangre, los huesos, yo qué sé… Pero eso no es todo. Puedes ver todo eso con los ojos cerrados. No tienes que abrir los ojos. Ves claramente a través de las pestañas. ¡Ja!

—Y bien, ¿lo reconocieron oficialmente?

—Luego, unos cuantos años después, te despiertas y tienes todos los órganos soldados entre sí, formando una enorme bola de gelatina.

—Pero ¿indemnizaron a aquellos hombres?

—No lo sé —dijo Eric.

—Eso no está incluido en tus cotilleos.

Eric introdujo un dedo en las espinacas a la crema de Matty y se llevó un trozo de aspecto fibroso a la boca.

—¿De qué sirve un rumor repleto de detalles burocráticos? La cuestión es —dijo— que sucedió a la vista de todos y aún hoy es un gran secreto. Al menos, eso es lo que cuentan. Que yo, dicho sea de paso, no me lo creo. Dispararon desde elevadas torres o dejaron caer ingenios desde los aviones y ponían tropas demasiado cerca del lugar de la explosión y dejaban que la lluvia radiactiva llegara hasta Utah para que los niños nacieran con la vejiga puesta del revés.

Matt hubiera querido que Eric le cayera bien. Eric era un tipo inteligente, amigable y diríase que semicarismático en su azoramiento físico y exagerada estatura. Pero sus motivos pasaban a veces desaparecidos para los observadores en los repliegues internos de su sonrisa. Observabas las sombras en torno a sus labios y te preguntabas si no te estaría preparando algo.

—Y ya sabes lo de ese colegio, no lejos de aquí. Ahora no estoy hablando de rumores, sino de hechos. Yo he estado allí y lo he visto. La Escuela Elemental y refugio nuclear de Abo. Un lugar real excavado en el suelo.

—Igual que nosotros.

—Nosotros no somos reales —dijo Eric—. Y ellos no son más que niños. Es una escuela primaria. Tienen aún posibilidad de convertirse en algo real. A mí me enviaron para dirigirme a ellos.

—En tu calidad de cerebro.

—En mi calidad de típico miembro joven del complejo industrial militar. Lo clásico que se comenta en los períodos de descanso.

—¿Qué les contaste?

—En la linde del pueblo hay un depósito de agua. Brillantes letreros de «Campeones estatales» recién pintados. E hileras de bonitas casas. Entonces es cuando llegas al colegio, o casi. Unas cuantas estructuras similares a remolques y un par de campos de baloncesto hasta que, al final, divisas una entrada y abres la puerta de acero y bajas por las escaleras y te encuentras con un montón de cemento, y con más acero, y una iluminación algo irreal. Las aulas, los dormitorios, los alimentos enlatados, el depósito de cadáveres. Sin ventanas que puedan romperse. Ésa es una de sus características. Porque no tiene ventanas, claro. Pero se trata de lo siguiente. ¿De qué se trata, Matty?

—No lo sé. Dímelo tú.

—¿Han hecho todo eso para proteger a los niños de las bombas soviéticas o de nuestras bombas y nuestra lluvia radiactiva?

—No lo sé. De las dos cosas. ¿Qué les dijiste a los niños?

—Me he expresado mal —dijo Eric—. Quiero decir que, piensa en ello. Me meten en una sala subterránea situada en los límites septentrionales de un desierto enorme, en unas instalaciones provistas de sistemas de filtrado para la lluvia radiactiva y de un depósito de cadáveres perfectamente equipado. Y sobre la pizarra han colgado dibujos de vacas y lechoncitos hechos con ceras. Por cierto.

—¿Qué?

—Tengo un tablero de ajedrez en mi dormitorio. ¿Qué te parece si echamos una partida?

El Bolsillo era una de esas sociedades compactas que sustituyen al mundo. Era un mundo personal y siempre interesante porque estaba formado por lo que hacías y por lo que hacían otros como tú, un lugar autosuficiente y autogestionado en el que todo lo hacías en una ubicación y en un idioma inaccesibles a otros.

Janet Urbaniak era la novia de Matt, la enfermera titulada. Salían más o menos en serio, por lo general más que menos, a menudo se impacientaban el uno con el otro pero siempre se mantenían estrechamente unidos, como esas parejas astrológicamente fundadas que han nacido para conocerse y disentir.

Él llamaba a Janet los días en que ésta libraba y ella le contaba adónde había ido, qué había visto o comprado, con quién y durante cuánto tiempo; él, mientras, escuchaba y aportaba sus comentarios y le preguntaba por los detalles.

Ahora trabajaba en una unidad de traumatología. Le había hablado de las noches que pasaba allí, pero él apenas decía nada de su propio trabajo, y ella, claro está, lo comprendía y no insistía.

Era Janet la que llamaba a su madre dos veces por semana para ver qué tal estaba, y luego llamaba a Matt para darle el informe, tras lo cual Matt llamaba a su madre para confirmar lo escuchado, para aclarar los particulares de un dolor o una molestia, disfrutando de todas aquellas llamadas, tanto de las que hacía como de las que se enteraba: le proporcionaban una forma de vida externa al Bolsillo.

Pasó junto con su jeep prestado junto a un manifestante solitario. Una mujer que se esforzaba por mantener la pancarta enhiesta bajo el fuerte viento seco que azotaba las mesetas. Experimentó el deseo de descender del vehículo y dirigirse a ella. De echarle una mano, de charlar un poco. Quería demostrarle la tolerancia con que admitía sus puntos de vista, dejarse convencer por algunos de sus argumentos, establecer firmemente otros propios y luego llevarla a la neutra habitación en la que viviera, en los bordes de tal o cual pueblo, con una vista parcial de las montañas, y allí disfrutar con ella de un sexo suave, quejumbroso y mutuamente tolerante en su cama medio deshecha, pero se limitó a aminorar levemente la marcha al pasar.

Más tarde alguien le dijo que los manifestantes vivían en un autobús escolar abandonado, en las montañas de Sacramento. A Matt le gustó aquello. Le gustaba la idea de personas capaces de abandonarlo todo por defender sus ideas. Pensó en la hermana Edgar hablándoles a los de sexto curso de santos del desierto, de santos encaramados a columnas, de estilitas, mientras se subía a la mesa y cruzaba las piernas bajo el hábito, un santo en posición de loto en una columna del Sinaí, dirigiéndose a la clase en retazos de latín y hebreo, y recordó que le había gustado aquello: le gustaba pensar en una banda de iluminados divinos dedicados a vagar por los campos de tiro y los silos del Oeste.

Formaba precisamente parte del motivo por el que estaba allí. Estaba por las preguntas y los desafíos. Por el autoconocimiento que acaso podría encontrar en una vida más austera, en el establecimiento voluntario de sus límites.

¿Te has especializado en energía solar? ¿Has escrito un ensayo sobre el principio de desencadenamiento de la fisión nuclear? ¿Vas al dentista cada seis meses a que te miren y te limpien? ¿Eres un físico resentido con su madre? ¿Eres un ingeniero de sistemas que se masturba en secreto mientras su mujer se dedica a ver reposiciones de Luna de miel? ¿Deseas con toda tu alma haber podido ver cómo pulverizaban una torre, con todos sus efectos especiales, con el sol saliendo por el lado contrario y los árboles arrojando la sombra hacia donde no es, el espectáculo de átomos liberados de sus fuerzas, la nube de condensación instantáneamente formada sobre la onda de choque, diríase que pulcramente centrada, y la onda visible que se aproxima, y el viento bíblico que arrastra arbustos de salvia, arena, sombreros, gatos, piezas de automóviles, preservativos y serpientes venenosas que pasan volando bajo la aurora del desierto?

Eric siguió persiguiéndole para jugar al ajedrez. Pero él no quería jugar al ajedrez. No hablaba de su ajedrez. Su ajedrez era una vieja historia, oscura y complicada, suprimida para siempre. La historia de un homúnculo del ajedrez. Nadie sabía nada de su ajedrez. Janet sabía un poco y sólo Janet y nadie más salvo su madre, su hermano y el señor Bronzini, entre aquellos que podrían tender a recordarlo.

—No entiendes la cuestión fundamental —dijo Eric en el jeep.

—Te dedicas a esparcir rumores que ni tú mismo te crees. Ésa es la cuestión fundamental —dijo Matt.

—Tuvieron que instalar controles de carretera porque la nube estaba desplazándose hacia áreas pobladas. Neuroblastomas. Quemaduras beta. Terneros con dos cabezas. O rebaños completos de ovejas muertas en medio del campo. O una mañana en que te levantas y los dientes empiezan a caérsete de las encías, sin dolor y sin hemorragia.

Digamos que dos o tres dientes. Suavemente expulsados con un imperceptible chasquido acuoso, dijo Eric. Los envuelves en una gasa húmeda y fría, te metes corriendo en el coche y te diriges a la consulta del dentista en la confianza de que podrá reinsertártelos, porque los médicos hacen cosas asombrosas con los miembros perdidos. O a lo mejor no te los reinserta. Quizá los enviará a un laboratorio del nuevo centro médico, donde cuentan con equipos tan avanzados que un simple vistazo les basta para saber más de ti de lo que tú mismo aprenderías si vivieras mil años.

Pero en el primer semáforo en rojo sacas la gasa y la desdoblas para echar una mirada al interior, dijo Eric, y allí no hay nada más que un pequeño montoncito de polvo porque los dientes se han desintegrado por completo. Estas sólidas estructuras, resistentes y fiables, diseñadas para morder y arrancar, para rasgar la carne. Estas cosas capaces de aguantar un millón de años en las mandíbulas de los hombres prehistóricos, en los cráneos que excavamos y estudiamos, se han pulverizado en tu bolsillo en seis jodidos minutos.

Llamó a Janet para hablar con ella. Habló y escuchó. Cuanto menos hablaba, mejor se sentía.

Se complacía en escuchar los detalles de su jornada, esas cuestiones de interés apenas pasajero que en su solitario afecto se le antojaban temas reservados a un testigo privilegiado.

A veces Janet hablaba de su trabajo, del Departamento de Traumatología a altas horas de la noche, expresándose con naturalidad sobre los cuerpos que se derrumbaban sobre el suelo recién fregado, los parientes que acudían con sus heridos por arma blanca o sus víctimas de sobredosis, el tío y la madre aferrando al tipo por la cabeza y las piernas y un grupo de críos, dos a cada lado, para sostenerle los brazos.

Describía escenas que recordaban los cuadros de maestros europeos especializados en pintar milagros y batallas.

La fuerza que demostraba en aquel terreno la embellecía ante sus ojos. Era una mujer no muy alta, ambos eran relativamente bajos, pero Janet era además menuda, y le gustaba imaginarla en traje de faena, hundiendo el puño en la cavidad abdominal de alguien para extraer una bala o un hueso de pollo. Su timidez no bastaba para ocultar la elocuencia de su valor y su arrojo. Lo había visto y oído en ella con frecuencia. Y ella se aferraba a él con persistencia cada vez que quería hacer constar un hecho.

Pensó que eran ambos demasiado formales. Querían tener una familia y querían tenerse mutuamente, pero se veían periódicamente asaltados por la complejidad de tal empresa, de los planes, las oportunidades, las ciudades, la idea del matrimonio y de los niños y de sus empleos y de lo difícil que es hacerlo todo bien, y acordaban y regateaban y discutían, planeaban y reñían.

Tenía ante sí fotografías realizadas desde un satélite uno o dos años atrás. Composiciones coloreadas artificialmente en las que podían apreciarse indicios de erosión del terreno, de fracturas geológicas y de cientos de rasgos y acontecimientos diferentes. Mostraban la presión, la deriva y la contaminación industrial, miles de millones de bits de datos convertidos en imágenes.

Podía ver cómo los sensores remotos extraían significados ocultos de la tierra. De qué modo las extensiones y manchas de intensos colores, los fucsias de ordenador o las manchas Rorschach de tonos anónimos, podían indicar un cambio en la temperatura del agua o las zonas de caza y apareamiento de los osos pardos. Contempló esqueléticos arenales de aspecto blanquecino como el de un hueso de espinilla. Descubrió ciudades de tamaño considerable pixelizadas entre los pliegues de las montañas y negros lagos en las alturas de las cordilleras, y morrenas formadas por los glaciares a la deriva.

No podía dejar de mirar.

Aquellos mosaicos fotográficos parecían revelar una belleza secundaria del mundo, cosas por lo general invisibles, una fusión alucinante de exactitud y éxtasis. Cada estallido de color térmico era una emoción compleja que no podía localizar o nombrar.

Y pensó en las vidas que se desarrollaban dentro de las casas incrustadas en los datos de una determinada calle fotografiada desde el espacio.

Eso es lo próximo que detectarán los sensores, pensó. Las emociones calladas de los ocupantes de las habitaciones.

Y entonces pensó inevitablemente en Nick.

Había experimentado el impulso de llamar a su hermano en varias ocasiones. Pensó que le gustaría hablar con él del trabajo que estaba realizando allí. Podría transmitirle a Nick una idea general de las cosas, hacerle saber que el pequeño estaba llevando a cabo una labor importante que, sin embargo, le angustiaba de vez en cuando.

Un día podría descubrirse a sí mismo ensamblando un mecanismo físico, los componentes explosivos de un ingenio nuclear: metido de lleno en el territorio de los cerebros.

Matt no estaba seguro de si podría enfrentarse a aquello por sí mismo. Podría, si es que tenía que hacerlo, y Janet le ayudaría, mostraría una postura clara que él podría oponer a sus dudas, pero quería hablar con Nick. Quería oír la voz de su hermano al otro lado del hilo del teléfono, los matices levemente modificados con su carga de toda una vida de asociaciones.

Nick poseía una gravedad que resultaba en cierto modo europea. Era un hombre modelado y hecho a sí mismo. Primero deshecho y luego reimaginado y poderosamente modelado y hecho de nuevo. Y a veces se mostraba sombrío y contenido y mezquino, pero quizá podría prestarle al chico algún consejo sobre los aspectos morales y éticos de esta clase de trabajo. Lo que Matt buscaba fundamentalmente era una muestra de interés. Para él era más importante que un consejo directo, una recomendación o un juicio, pero también buscaba eso: percibir un juicio en la voz de su hermano.

Ignoraba qué podría decir su hermano. A lo mejor decía, así es como te defines a ti mismo como una persona seria, resolviendo las preguntas difíciles y los dilemas angustiosos, y si persistes en ello terminarás siendo más fuerte. O acaso diría, Idiota, ¿qué clase de cicatriz va a dejarte esto en el alma cuando seas un padre como yo? Piensa en el remordimiento de criar a tus hijos en un mundo que has convertido en… en el que has aplicado tu talento a un propósito tan desolador. Hablando ahora en voz baja. ¿Y quién conoce la susceptible industria de las armas mejor que yo, hermano?

Pero nunca llegaría a hacer aquella última observación, ¿verdad? Y Matt no hizo la llamada. No hablaban a menudo, o hablaban de su madre, o se fastidiaban mutuamente de modo rutinario, pero igual llamaba más adelante, cuando volviera a experimentar el impulso.

El viento remodelaba las dunas al soplar desde las montañas, y si estabas en el exterior del Bolsillo, sentado en tu casa con una cerveza y un aperitivo, veías cómo la ropa tendida se ponía horizontal, sábanas, pañuelos, calzoncillos, pantalones de pijama, como personas de todas las formas y tamaños vencidas por la presión, resignadas a dejar que sus almas salieran volando hasta las colinas de yeso.

—Pero no es de eso de lo que se trata —dijo Eric—. No haces más que con con confundir el tema.

Estaba lloviendo en las montañas.

Eric tenía un tartamudeo falso que le gustaba emplear para proporcionarle textura a la conversación, algo que había ido desarrollando para burlarse de sí mismo o de su interlocutor, aunque ninguno de los dos fuera tartamudo, o quizá era que imitaba a algún cómico de night-club o a algún personaje bobalicón de serie televisiva: Matt no lo tenía del todo claro.

Miró por una de las ventanas del bungaló de Eric. La lluvia era un muro reluciente y brumoso que pendía sobre los riscos de caliza. Eric estaba sentado en un sofá aún envuelto en su plástico de origen, entre un caos de publicaciones científicas, revistas de ovnis, periódicos de supermercado, media docena de Playboy y restos de comida olvidados.

—Aunque resultaron afectadas amplias zonas de territorio y se expuso a grandes cantidades de gente, aún hoy continúa siendo un gran secreto.

—Tan secreto que puede que no sea cierto —dijo Matt.

—¿Crees tú que es cierto?

—Creo que se cometieron errores.

Eric disfrutaba con aquello. Podía divisarse su sonrisa, como una sombra, al extremo de su cuerpo estirado. Iba y venía, como si se tratara de un diálogo interior que estuviera sosteniendo paralelamente a las palabras que pronunciaba, algo que se alejara de un modo elusivo.

—Pero la cuestión es, pura y simplemente.

—¿Cuál es la cuestión, Eric?

Él cogió una revista y la hojeó sin rumbo, hablando con un tono de cierta impaciencia pero sobre todo, ahora que por fin llegaba al fondo de la cuestión, levemente aburrido y fatigado.

—Se llevó a cabo deliberadamente —dijo—. Sabían que aquellas pruebas no eran seguras pero siguieron adelante de todos modos. Enviaban tropas al punto cero tras las detonaciones. Enviaban aviones tripulados a través de las nubes de radiación. Inyectaban plutonio a la gente para seguir su recorrido a través del cuerpo. Y hacían todo aquello deliberadamente, sin revelarle a las personas el riesgo que corrían. Exponían a las tropas al destello atómico, algunos de sus miembros con gafas protectoras y otros no. Experimentaron con niños, con chiquillos, con fetos y con locos. Nunca advirtieron a los navajos que trabajaban en las minas de uranio de los peligros que corrían. Y al final resultaron ser considerables. Irradiaban los testículos de los presos. Sencillamente, te cogían por las pelotas y te empapaban de rayos X. Eso es lo que he oído. ¿Te lo crees?

—Es tremendo, no sé.

—Por supuesto. Resulta muy difícil de creer. Por eso yo no me lo creo —dijo Eric—. Ni por una décima de segundo.

La pantalla de lluvia avanzaba arrastrándose sobre las mesetas, y el viento aumentó. Los poetas de las naciones desérticas contaban historias acerca del viento. Se encabrita, se arremolina, te voltea y te tira al suelo. Pero también habla con una voz tan suave que sólo tu espíritu interior puede oírle, y así es como corriges tu camino.

Eric dijo:

—Nunca dijeron a los sujetos de las pruebas que eran tales su, su, su, su.

—Sujetos.

—Yo no me lo creo —dijo Eric—. Pero tú igual piensas de modo diferente.

Matt no sabía qué creer. Pero no pensaba que la historia fuera del todo descabellada. Después de todo, había luchado en Vietnam, donde todo aquello que no había creído o no había alcanzado a imaginar había terminado por ser cierto.

Y entonces, un día, se detuvo a hablar con ella, con la solitaria manifestante que exhibía su pancarta de protesta. Estacionó el coche en la margen opuesta de la carretera y se acercó a ella. Uno de los postes, de dos metros y medio de altura, descansaba entre sus brazos; el otro estaba clavado en la tierra, sujeto por una pila de rocas en torno a la base, y el cartel propiamente dicho, consistente en una sábana pintada, se extendía entre ambos palos azotado por el viento.

Se detuvo frente a ella y comenzó a hablar. Le habló con voz reconfortante, desenfadada y levemente compulsiva, como un novato azorado en un bar de alterne. Advirtió que llevaba la muñeca encadenada al poste. Hasta entonces nunca había advertido aquel detalle, y le pareció un gesto, en fin, quizá un poco dramático. O fanático e irracional y ansioso de convertirse en víctima. Ella apenas le echó un vistazo mientras hablaba. Ya había concluido con las presentaciones y estaba hablando de la necesidad de estar preparados y la locura que suponía mostrarse ingenuo con respecto a las intenciones del bando opuesto.

Procuró no emplear palabras tales como norteamericano y soviético. Por algún motivo, parecían provocativas. Ni tampoco OTAN ni Europa ni Bloque del Este ni Muro de Berlín. Era demasiado pronto para mostrarse tan íntimo.

Ella tan sólo le miraba fugazmente. No era una mirada hostil, pero sí breve. Había en ella algo de erosionado, una sensación de superficies desgastadas, un rechazo a acreciones y florecimientos normales, y pensó que se hallaba señalada por las marcas propias de la pobreza rural.

Le habló de la necesidad de equiparar nuestras armas con las suyas, por absurdas que resultaran al final las cifras, dado que era el único modo aparente de prevenir un ataque por cualquiera de ambas partes.

Ella tenía la piel blanca, como grabada o impresa, y los cabellos lacios y apagados, y él la vio como algo sincero, solemne e inalcanzable.

Ocupaban un trecho de autopista llana y recta, hermosa y solitaria, y si te vas a dedicar a esta clase de labor, pensó él, ¿no es acaso necesario ser un fanático? Aquí comienza la Tercera Guerra Mundial. ¿No era exactamente aquello lo que esperaba de esas gentes, una especie de colección de testigos religiosos e iluminados?

Le dijo que estaba completamente dispuesto a escucharla. Pero ella se negaba a dirigirle la palabra. Permanecía encadenada a su poste, con la mirada perdida en un punto anónimo de la carretera. No podía despreciar su arrogancia porque no se mostraba arrogante. No se mostraba más aguda que él, ni más cuerda, ni menos culpable. Ellos están armados, dijo él, por lo que también nosotros debemos armarnos. Ella se aferró a su poste y contempló la carretera con sus ojos azules, intrínsecamente crispada, hasta que él regresó al coche y se alejó.

La colada de Eric danzaba sobre la cuerda. Impulsada por el viento, rígidamente estirada en el aire.

—Pienso en los días en que trabajaba con la caja de los guantes —dijo—. Cuando manipulaba aquel plutonio radiactivo. Se cometían errores incluso en los reducidos y estrechos límites a que se confinaba la caja. Podéis creerlo. A pesar de todos los procedimientos de seguridad, de las páginas de informes y de los supervisores, la gente seguía cometiendo errores inverosímiles. Yo metía la mano en los guantes e, increíblemente, pensaba en mi madre, una mujer de lo más prudente que solía ponerse guantes de goma sólo para fregar los platos de la cena en aquellos años plácidos en que nos dedicábamos a bombardear a nuestro propio pueblo.

—Me marcho mañana —dijo Matt.

—Déjame esa chaqueta cuando me vaya.

Matt vestía una chaqueta ligera de piel de ternero, de esa clase de cuero que parece desgastarse y repararse con un simple toque, y Eric había manifestado en diversas ocasiones sus deseos de poseerla, independientemente de la diferencia de talla.

—Creo que probablemente la llevaré conmigo, para las partes menos salvajes del recorrido.

—Según los que vivían a favor del viento, se trata de un sabor metálico. Abres la puerta de casa y sales a recoger el periódico que el chico de la bici ha arrojado sobre el porche, y de repente notas un sabor de arenisca metálica en el aire, como de una sal fabricada a partir de virutas metálicas. ¿Vas a venir esta noche a nuestra fiesta?

—¿Cómo iba a perdérmela? —dijo Matt.

—Te nacen los niños con los ojos completamente blancos. Sin pupila ni iris visible. Tan sólo un enorme globo blanco. Con suerte, dos.

Eric cogió un Playboy del sofá y lo sostuvo de costado para que las páginas centrales se abrieran y mostraran a la chica del mes de cuerpo entero.

Dijo:

—¿Adónde vas, exactamente?

—A algún sitio remoto.

—¿Más remoto que esto?

—He estado consultando mapas.

—Sí, pero ¿más remoto que esto?

—Allí donde se terminan las carreteras asfaltadas.

—Tú eres un chico de ciudad, Matty.

—He contemplado la posibilidad de, a lo mejor, el sur de Arizona.

—El día en que te mueras, quiero esa chaqueta.

Cuando los cerebros celebraban una fiesta no podías confiar en encontrarte con el mundo que siempre habías conocido. Y el episodio de la noche anterior parecía impregnar aún el paisaje cuando Matty enfiló la interestatal 10, pasando a través de un pueblo llamado Deming (el apellido de Eric, cómo no), y pensó en cuán siniestra era la mano de las coincidencias: rostros, lugares y observaciones provocativas agolpándose en su mente.

Se había fumado algo que le había tornado inmóvil. Y no sólo inmóvil. Matt sólo fumaba porros en las fiestas, para atenerse a los rituales sociales, aspirando de pipas de caña larga con una cazoleta de arcilla rellena de una sustancia herbosa. Pero lo que había fumado la noche anterior tenía que haber sido o bien una variedad salvaje de hachís o bien la mierda de siempre aderezada con qué agente psicotomimético. Y no es que estuviera simplemente inmovilizado. Alguien sentado frente a él le hablaba con voz espesa y un ridículo acento peliculero que, evidentemente, pretendía sonar a prusiano.

—Nunca hay que subestimar la capacidad del Estado para poner en práctica sus propias y desproporcionadas fantasías.

Era Eric, por supuesto. Pero incluso si Matt comprendía aquello, no era capaz de situarlo en el jocoso contexto de las diversiones de los cerebros. Porque no sólo se sentía inmovilizado, sino que ni siquiera podía pensar a derechas. Estaba rodeado de enemigos. No exactamente de gente, sino de cifras: cosas y cifras y niveles de información que era completamente incapaz de penetrar.

La capatzidad del esstado.

Nunca hay que subesstimarr la capatzidad del esstado.

Eric siguió hablando con aquella voz bobalicona de series de pruebas y soluciones minimax, de todo el rollo de juegos de guerra que habían estudiado en el instituto, teorías de juegos y de modelos de conflicto, cara gano yo, cruz pierdes tú, y Matty allí sentado, estupefacto e inmóvil.

Estaba encadenado a su asiento, mentalmente encadenado y gravitatoriamente atrapado, consciente del estado en el que se encontraba pero incapaz de pensar en el modo de salir. Estaba aplastado por el peso de la habitación, desconfiando de todos y todo lo que contenía. Paranoico. Ahora entendía por fin el significado de aquella palabra tan fácilmente repetida y divulgada, y percibía las conexiones que se establecían a su alrededor, todos los objetos y siluetas y niveles de información: no exactamente información sino más bien malevolencia. Pero tampoco eso, sino algún significado más profundo que existía con el único propósito de impedirle saber de qué se trataba.

Parra ponerr en prráctica sus prropias y desprroporcionadas fantassias.

Eric seguía hablando, removiendo el contenido de su vaso con el dedo, y por la mañana, mientras conducía su coche por Deming, a Matt se le ocurrió que quizá el acento no pretendía ser prusiano en absoluto, sino húngaro. Eric estaba rindiendo homenaje a los cerebros originales, a todos aquellos emigrados de Europa central, hombres de espeso entrecejo, ojos tristes y holgados pantalones con raya. Durante la guerra habían acudido a México para hacer ciencia, de la noche a la mañana, en una invasión de remolques y tiendas de campaña. Se alimentaban de la bazofia local, jugaban al póquer una vez a la semana y acudían al baile popular del sábado y trabajaban en lo innombrable, en la bomba que habría de redefinir los límites de la percepción y el terror humanos.

Sentado en la silla, estudiando el zapato de uno de los presentes.

Sabía que no se encontraba en uno de esos estados superficiales a los que las personas gustan de recurrir cuando dicen que se sienten paranoicas. Esto no era algo de segunda mano. Era algo real, profundo y verdadero. Constaba de todos esos monosílabos que revelan que no estamos de guasa. Resultaba asimismo familiar de algún modo peculiar y paleolítico que te socava, algo conservado en el cerebro ofídico de la experiencia temprana.

Estudió el zapato de alguien sentado cerca de él. Era un zapato terrenal, uno de esos artículos funcionales, agradables, asexuados, de tacón bajo y aspecto vagamente escandinavo, un calzado tímido, andrógino y contracultural, no amenazante para el entorno o la especie, y se preguntó por qué su aspecto sería tan siniestro.

Eric había empezado a tartamudear.

Ignoraba quién llevaba puesto aquel zapato. La idea de conectar el zapato con la persona que lo calzaba requería un esfuerzo tan inmenso, suponía tal carga y complicación, que tan sólo cabía inclinar la cerviz ante el peso de la estancia. Quizá el zapato le parecía siniestro debido a que todos sus significados, conexiones y siluetas escapaban a la capacidad de conocimiento de Matty.

O quizá parecía siniestro porque era un zapato izquierdo, enfundado en un pie izquierdo, y claro, eso significa precisamente siniestro: desafortunado, desfavorable, zurdo, y la palabra iba asentando sus funestas raíces, sus tubérculos y tallos comestibles, mediante el zapato de otra persona.

Eric seguía allí, hablando con una voz normal interrumpida por sus tartamudeos. Parecía hallarse en otra dimensión temporal, Eric, montado y revisado, sus palabras en formato parada-marcha y su posición frecuentemente alterada con relación al entorno, y allí estaba de nuevo en el cartel de Deming, su nombre flotando desde el suave amanecer mientras Matt enfilaba su coche hacia el Oeste, internándose cada vez más en las zonas blancas del mapa, en las que intentaría desentrañar alguna pista sobre su futuro.