Era el verano de las azoteas, copas o cena, un jardín arrinconado con una mesa de hierro forjado cuyas patas curvadas parecen salpicadas de esporas de óxido, y acaso eso que trepa por la chimenea son rosales franceses, de un color que llaman rubor de doncella, o una larga terraza con superficie de pizarra con abedules plantados en bañeras de cobre y las risas de una docena de personas resonando leves y exquisitas en la noche, flotando sobre las sopas frías en dirección a los rascacielos y las cúpulas y los depósitos de agua, o una comida apresurada, un viejo amigo, tumbonas de playa y comida china a domicilio y el olor mantecoso de las plantas de dragón bajo el sol.
Así era el verano de Klara Sax en las azoteas. Descubrió una ciudad oculta sobre el febril entramado de las calles. Semáforo abierto pase, semáforo cerrado deténgase. Diez millones de cabezas oscilantes que navegan sobre un piélago de franjas de taxi, cada una con su propias ondas mentales aunque, sí, las calles bullen de idiosincrasia, de particularidades humanas, pero tienes que subir al nivel de las azoteas para verlo todo de un modo nítido, preservado bajo su madera y su latón. Sumergió la mirada en el cielo atestado de aires acondicionados y antenas y de repente se produce una peculiaridad, un gesto inexplicable que parece aislado del resto. Ángeles con alas de mariposa refugiados bajo una cornisa de Bleecker Street. O el misterio de una blanca cabaña de tablillas sobre el tejado de un antiguo edificio. O las curiosas cabezas art déco, de un estilo que recuerda a las de la Isla de Pascua, adheridas a las esquinas de una torre urbana. Encontraba aquellas cosas alentadoras, docenas y docenas que colgaban sin autor conocido, con cables de puente en la distancia y de vez en cuando truenos en el cielo, las falsas tormentas del verano.
Tenía a la sazón cincuenta y cuatro años, el número te resuena en la cabeza: cincuenta y cuatro, y acababa de terminar su último proyecto, humanamente invisible, esperando volver a trabajar, a fabricar, a moldear, a modificar y a construir.
El World Trade Center estaba en construcción, remontándose ya, con dos alturas gemelas, con grúas inclinadas en las cumbres y ascensores de obra deslizándose por sus costados. Lo veía casi desde todos los sitios a los que acudía.
Almorzaba con un vaso de vino y luego se aproximaba a la barandilla o al alféizar y por lo general allí estaba, destacando sobre el embudo que formaba el extremo de la isla, y una tarde, a primera hora, un hombre se situó junto a ella, tomando copas en el tejado de un edificio convertido en galería, de unos sesenta años, pensó, corpulento y de anchas mandíbulas, pero también en cierto modo esbelto, tranquilo y discreto, sólido, de aspecto importante, europeo.
—Yo lo concibo como un solo edificio, no dos —dijo ella—. Aunque, claramente, se compone de dos torres. Se considera una única entidad, ¿no es cierto?
—Es verdaderamente terrible, pero hay que verlas, supongo.
—Sí, hay que verlas.
Durante un rato, se les acabaron las ideas, allí de pie, junto al borde, asimilando el tétrico paisaje, incómodos, pensó ella, porque los juicios estéticos resultan superficiales cuando los compartes con un extraño, hasta que finalmente percibió un rumor, una alteración en su porte que pretendía señalar un cambio de tema, abierto y decidido, y oyó que él le decía, aún contemplando las torres, que le susurraba, de hecho:
—Me gusta su trabajo, ¿sabe?
—¿Sí?
—Es muy comprensivo.
Algunas noches había tal humedad que no podías cerrar la puerta. Tenías que empujarla con el hombro. Los puentes se expandían y las aceras se resquebrajaban y había basura en las calles y tenías como que hablar con tu puerta para convencerla de que se cerrara.
Le encantaban las noches eléctricas, con esa energía estática en el aire y esos relámpagos de breve pulso, en grandes descargas informes, de los que casi es posible leer la secuencia rítmica, lentos y protoplásmicos, acaso con una sombrilla Cinzano en alguna de las terrazas superiores: no logras identificar ese sonido de disparo hasta que no vislumbras las franjas de la sombrilla y sus bordes agitados por el viento.
Klara se sentía desconfiadamente feliz, con una felicidad privada. Tenía la sensación de verse favorecida, razonablemente apreciada por sus recientes trabajos, y volvía a sentirse bien después de una temporada de insomnio y dolores de espalda, volvía a notar la mente despejada después de una breve depresión, ahorraba dinero después de una racha de gastos incontrolados, salía y veía a sus amigos y se asomaba por los pretiles, silenciosamente feliz, con mejor aspecto del que había tenido en años… todos lo decían.
Corrían los tiempos del cese de Nixon, pero ella no lo disfrutaba del mismo modo que sus amigos. Nixon le recordaba a su padre, otro hombre de mente exhausta, similar en sus mismos andares, en su ademán físico, amargo y distante a veces, con el porte encorvado de los perdedores, todo cabeza y manos.
Se asomaba por los pretiles y se preguntaba quién habría trabajado aquellas piedras, quién habría labrado aquellos detalles de delicado matiz, aquellos cabríos y rosetones, aquellas hornacinas sobre las balaustradas, los clásicos racimos de frutas, los enrevesados soportes que sostenían los balcones, y pensó que debía de haberse tratado de inmigrantes, probablemente talladores italianos, desconocidos, artistas anónimos de primeros de siglo ya enterrados en el cielo.
No estaba habituada a que la reconocieran. A veces la reconocían en ciertas situaciones, pero muy raramente, y cuando ocurría le hacía sentirse como si estuvieran tomándole las medidas en una minúscula habitación cubierta de espejos. Tendía a pasar desapercibida excepto cuando estaba entre amigos. Era básicamente invisible, humanamente invisible a la gente del mercado situado calle abajo, no sólo a los jovenzuelos que pasaban apresuradamente junto a las nebulosas formas que flanqueaban los pasillos, como desenfocados elementos medievales, sino a la gente en general —de acuerdo, a los hombres en general— que, como mucho, le proporcionaban una categoría genérica.
No era una cuestión importante. No se sentía solitaria ni poco querida. Bueno, se sentía poco querida en los más profundos sentidos de la palabra, pero aquello le daba igual, ya había disfrutado de suficiente amor en los sentidos más profundos, un amor doloroso y resonante, esa clase de matrimonios rencorosos que te hacen difícil obtener una soledad fiable. Aprender a no ser vista era tan sólo una curiosidad, una forma reconfortante de autorreconocimiento.
Miles Lightman apareció con frecuencia durante aquel verano. Miles tenía algo que le hacía pensar que venía de comerse los restos de platos ajenos, pero comenzó a acostumbrarse a él, a apreciarle mucho. Era activo e irreflexivo, esencialmente desprovisto de sentido del arte, ajeno a los mecanismos de soberbia que echan a perder tantos amores en ciernes.
Klara vestía largas faldas arrugadas, faldas vaqueras con bordes floreados.
Subió al tejado de la fábrica, un espacio preparado para aquella tarde, para que un pequeño grupo de teatro pudiera lanzar una campaña de suscripción. Cincuenta personas bebían vino tibio en vasos de plástico y decían, Necesitamos más teatro.
Estaba cerca del pretil, hablando con una mujer a la que no conocía, y en un momento dado comprendió que el edificio que tenía enfrente, a eso de diez manzanas de distancia, una torre ya vieja con una sección central abultada y un remate de mosaico, era el Edificio Fred F. French.
E intentó escuchar a la mujer, pero no logró concentrarse porque el nombre le había iluminado la mente con uno de esos profundos destellos brillantes que tienen lugar cada cuarenta años.
Fred F. French. Tenía que contarle aquella historia a Miles porque era graciosa y extravagante y quería rendirse por completo a ella, exponerla y estudiarla y acumular sus detalles. La ardiente Rochelle, el muchachito salido en el asiento trasero, y ella, que también intervenía, claro está. Klara Sachs sin la x, el modo en que caminaba y hablaba, el modo en que las cosas eran reales y ella misma era real en ciertos aspectos que ya había olvidado.
Desde las altas ventanas de su ático veía salidas contra incendios, angulares y escalonadas, aquello constituía su vista principal, oscuras estructuras metálicas que se entrecruzaban en relieve sobre los oscuros callejones, y se preguntó si aquellas líneas podrían revelarle algo.
Tal vez los áticos eran peligrosos, pensó, pero no en caso de incendio: espaciosos, con columnas y repletos de recuerdos, grandiosos. Tenía que vigilar que el ego no la cogiera por sorpresa. Tenía que preguntarse realizarías esta pieza de un modo más sincero si trabajaras en una buhardilla canija vete a saber dónde. Intentaba llevar a cabo su obra a escala de la figura humana, por más que no fuera figurativa. Se mostraba recelosa del ego, del héroe, de las alturas y del tamaño.
En eso consistía la elocuencia de los tejados. Admira pero no emules.
Su hija estaba en la ciudad, y juntas paseaban por el distrito de construcciones de forjado y comían en el Village y hacían alguna que otra compra, y resultaba difícil. Siempre resultaba difícil con Teresa, que acarreaba un aire de pobreza y una sencillez que parecía obstinada: pesaba demasiado, mostraba un aspecto deliberadamente poco atractivo y parecía estar diciendo siempre mi papaíto me quiere exactamente como soy, pero mi mamá no, mi mamá opina que puedo ser mejor y más lista y conocer a gente mejor y más lista.
Oyó los disparos y alzó la mirada y vio la sombrilla de Cinzano y advirtió que los bordes se agitaban por el viento procedente del río.
Teresa tenía veinticinco años, pero su aspecto era intemporal e informe, y para Klara lo más difícil de la visita era cuando se sentaban en el ático a hablar, o la espera durante los silencios, o el hecho de descubrir que su hija tomaba el té con azúcar y que ella no tenía azúcar en casa.
—Deberías ir a visitar a papá —dijo Teresa.
Lo dice como una provocación, como una forma de censura que no tiene nada que ver con el trayecto en tren hasta el Bronx.
—No sería una buena idea. Creéme.
—No me puedo creer que viváis en la misma ciudad y que ni una sola vez.
—Francamente, daría igual que viviéramos en la misma calle. No se trata de dónde vivimos, ¿comprendes? No tendría ningún provecho y él lo sabe y yo lo sé.
Deja implícita la circunstancia de que también Teresa lo sabe.
—¿Por qué hay que buscarle algún provecho? ¿A qué viene esa constante búsqueda de las ventajas?
—Ya son muchos años, Teresa. ¿De qué serviría?
Otro silencio, salpicado esta vez del tintineo de la vajilla y de los camiones que cargan y descargan en las plataformas de la calle, esos camiones de costados abollados en los que no puede verse el nombre de ninguna empresa.
—¿No tienes siquiera un poco de sacarina?
Klara miró por la ventana, en dirección a las escaleras de incendios, a las traseras de los grisáceos edificios, con su brillo de hierro pulido y su óxido y sus ladrillos cuarteados.
—¿Cómo se encuentra? —dijo.
—¿Qué? Está bien. No piensa mudarse a un edificio nuevo. Ese edificio en el que vive ahora comienza a resultar ridículo.
A donde quiera que fueran había basura apilada en bolsas negras. Hacía ya siete días que duraba la huelga, que había incluido unos cuantos incidentes violentos y un basurero particular al que casi habían matado a golpes. Teresa no decía nada de los montones de basura, hasta cincuenta bolsas en algunos sitios, porque vivía en Vermont y ¿qué iba a decir? Pero utilizaba la basura contra su madre. La basura constituía otra forma de acusación, algo que se transmitía telepáticamente entre ellas, un centenar de bolsas en un rincón y un olor tan lujurioso que parecía envolver todo tu cuerpo, oprimiéndolo como un microclima.
En el ático, Teresa dijo: «Se pasa el día escuchando ópera. Todo el verano, hasta que vuelven a empezar las clases. Quiere que la tía Laura se traslade a vivir con él. Está volviéndose, Laura, no sé, no senil, pero un poco temblorosa. Aunque creo que ella prefiere vivir sola».
Klara podía distinguir la pereza manifiesta en la voz de su hija, esas viejas vocales vapuleadas, y pensó en lo curioso que era escuchar aquellos ruidos vecinales tan próximos y procedentes de su propia hija, quien parecía exagerar la entonación arrastrada de las palabras, el carácter holgazán del acento, formas de inflexión y de pronunciación de los que su madre y su padre se habían desembarazado —ésa es la palabra, desembarazado—, como si la joven necesitara retroceder aún una etapa, regresar a un nivel inferior de la vida callejera para dejar claro algún punto relativo a la constancia y a la fidelidad.
Llevaba años apartando el color de su obra. Durante una época, había empleado bitumen y pintura casera. Le gustaba combinar colores en las conchas de mar que se había traído de Maine doce años atrás. Pero ahora había menos colores que mezclar. Le pareció un buen momento para eliminarlos.
Caminó hasta el mercado, pasando junto a una nueva galería comercial. Seguía habiendo galerías y comercios, pero ahora sus fachadas de hierro forjado parecían a prueba de vándalos, eso era lo principal, de las viejas fábricas en las que los inmigrantes fabricaban botones y trajes, mujeres y chiquillas que trabajaban dieciocho horas al día, y compró una caja de azúcar en el mercado antes de que pudiera olvidarlo y pasaran diez meses y volviera a presentarse Teresa.
El arte en el que el momento es algo heroico, el arte americano, el hazlo ahora, el pasado que se joda… no era capaz de seguirlo. Podía contemplarlo y respetarlo, incluso envidiarlo de algún modo, pero no atacar ella misma el objeto y realizar un gesto furioso, golfo, deslumbrante, con el que manifestar la independencia.
Por teléfono le dijo a una amiga, su amiga y galerista Esther Winship, siempre dispuesta a aconsejar a un pintor o a un escultor, a imponerse al artista insustancial para que adoptara alguna estrategia útil, algún plan de acción lógico, cuando en realidad era Esther la que precisaba ayuda, Esther con su ajuar de marimandona, sus perlas y sus trajes a rayas, la que estaba quedándose sin pintores y la que tenía que soportar las presiones de su casero y la que se compadecía de sí misma, le dijo a Esther por teléfono:
—Mira, escucha. Comenzaré a trabajar de nuevo si me invitas al campo.
—Déjate de campos. Quiero que me lleves al Bronx.
—¿Qué hay en el Bronx?
—Un chaval que se dedica a hacer pintadas. Pinta trenes, vagones de metro, trenes enteros, es capaz de pintarse todos los vagones. Quiero contratarle y exponer su obra. Pero primero tengo que encontrarle.
—¿Cómo piensas exponer su obra?
—Le proporcionaré una pared —dijo ella.
Klara tuvo que admitir que le gustaba cómo sonaba aquello. Quizá no era sino la primera etapa antes de decir, Le proporcionaré un edificio, Le proporcionaré una manzana. Así era como Esther quería que sonara. Vives más años y duermes mejor cuando eres capaz de decir cosas como ésa. Le proporcionaré un tren de cien vagones.
—¿Por qué necesitas ayuda para encontrarle?
—No sé cómo se llama. Sólo sé cómo firma. Moonman 157.
—Me resulta familiar —dijo Klara.
—Lo habrás visto. Todo el mundo lo ha visto. Ese cabrón es un maestro.
Le encantaban los depósitos de agua que alcanzaba a divisar en los tejados, instalados por todas partes, fabricados de viejas maderas castañas con tapaderas como sombreros de culi. A menudo los construían a pie de obra, con el mismo sistema que se emplearía para fabricar un barril: planchas con ranuras que luego se unen mediante aros de metal, y por supuesto las torres gemelas a lo lejos, como un modelo de producción en masa monstruoso, de unidades idénticas que salen de fábrica para ir a parar a tu supermercado, con sus etiquetas, en la que figuran los precios del día.
Miles era más joven que Klara, acaso unos ocho o nueve años, y parecía aún más joven, y tan libre de responsabilidades, tan poco involucrado con cosas reales, que su estado se le antojó como el de alguien reconfortantemente etéreo, alguien que pasa por allí, alguien que casi siempre llega con retraso, pero cuyos retrasos casi nunca tienen importancia.
Por lo general, llevaba vaqueros y botas de piel de lagarto; tenía la piel fea y una hermosa nariz curva y llevaba el pelo estrechamente peinado hacia atrás. Vivía en habitación y media, en el Upper West Side, con rollos de película y otras cosas pertenecientes a su vida pasada, todo aún empaquetado en cajas: sencillamente, cosas, ya sabes, cosas que acarreas contigo y que guardas porque hacerlo constituye una especie de desorden mental con el que te sientes cómodo.
Trabajaba a tiempo parcial para una distribuidora cinematográfica y también producía documentales, o los coproducía, o telefoneaba, y todo ello conformaba un proceso dotado de la suficiente luz oblicua como para convertirlo en algo repetidamente inútil. También organizaba visionados para una sociedad cinematográfica. Y se lo veía todo, coleccionaba carteles de cine y folletos de películas y era capaz de recitarte las filmografías de los directores más oscuros, porque cuanto más oscuros, claro está, tanto más valiosa era la información. En su negocio, aquello siempre había sido un mérito.
Y aquel verano estaba intentando reunir los fondos necesarios para financiar un documental sobre una mujer que contraía las enfermedades y los síndromes que padecían las celebridades. Mediante una peculiar forma de neurohipnosis, o como se denomine el término, aquella mujer, vecina de Normal, Illinois —algo que la hacía irresistible— mostraba los síntomas de todo lo que pudieran estar sufriendo en un momento determinado Elizabeth Taylor o John Wayne o Jackie Onassis o quien prefieras, desde fatigas griposas hasta estados cancerígenos, pasando por erupciones dermatológicas o herpes simple.
Eran estigmas modernos. Y varios médicos pagados por la prensa amarilla estaban estudiando su caso. Y Miles quería titular la película, si es que llegaba a reunir el dinero, de un modo claro y sencillo: Normal Illinois.
Sus cabellos caían libremente a ambos lados de su rostro, más o menos despeinados, como cortados a cuchillo en la parte inferior y decididamente grises en la zona de la raya. Tenía los ojos separados y ligeramente protuberantes, y las cejas inclinadas hacia las sienes. Su aspecto era tímido… no tanto tímido como reservado, y si hubierais coincidido con ella en una azotea durante aquel verano os lo habríais pensado dos veces antes de iniciar una charla intrascendente con ella.
Aquél fue el verano de los relámpagos y del vino tinto, de aquellos profundos burdeos que recuerdan a la sangre de toro, y ella visitaba los terrados y las azoteas y se preguntaba cómo era posible que aquellas cosas hubieran estado allí durante tanto tiempo sin ella enterarse.
Le encantaba una escultura que había visto en uno de los edificios del centro: un biplano, acaso una vieja avioneta de Correos, construida a tamaño natural, con su pista de aterrizaje y sus luces. Y le gustaban también la pirámide escalonada que había sobre uno de los edificios de Wall Street y la acerada aguja del edificio Chrysler y la fachada sur del hotel Pierre, similar a las escansiones del París de los tejados pero multiplicada varias veces, enunciada en estrofas hacia el cielo.
Se daba cuenta de lo poco corriente que resultaba ver lo que tienes delante, de hasta qué punto resulta una nueva sensación básica dentro de la azarosa vida urbana contemplar un espacio medido y no distraerse con las señales y los semáforos y los taxis y los andamios, con tu propia mente ausente, ocupada en clasificar la información, con la energía de los que caminan apresuradamente, con los grupos de gente esperando para comer y los autobuses y los mensajeros en moto, con toda esa voluntad consciente que se arroja en masa por los huecos de Manhattan hasta un punto en que resulta imposible mirar al otro lado de la calle y contemplar las baldosas color turquesa de una fachada de terracota con una bestia alada labrada sobre el dintel.
Klara desarrollaba diálogos con su propio cuerpo, y antes de levantarse de una silla, se recordaba a sí misma adónde quería ir, acaso a la cocina —en busca de una cuchara, tal vez—, y el modo exacto en que podría llegar hasta allí. En cada situación, tenía que localizar su cuerpo, decirse a sí misma dónde se encontraba, a veces mirando incluso hacia atrás, por si pudiera haberse quedado sentada en la silla.
Tenía unos labios carnosos y una boca demasiado gruesa, demasiado fruncida y también levemente torcida, diseñada para hablar por las comisuras, y su voz mostraba unos cambios tonales que resultaban interesantes, con caídas y remansos y cierta resonancia brumosa.
Yo y mi amiga Rochelle, que me enseñó a fumar.
Tomaba copas con grupos de gente en azoteas elevadas en las que habían plantado frutales y hiedras rojas, y contemplaban a una mujer haciendo footing sobre un edificio de oficinas, algo que les hizo sentirse felices a todos: aquella deportista, con su chándal reflectante y las torretas medievales en la distancia y, más allá, las chimeneas y, por fin, el río que discurría sedosamente junto a Brooklyn.
Klara tenía un cuello esbelto y llevaba una cadena con un amuleto procedente del norte de África, un amuleto contra la mala suerte que le había regalado su marido, Jason, cuando ya estaban divorciados.
Miles tenía un elegante mazo de cartas italianas y le enseñó un juego llamado scopa. Lo jugaron a última hora de la noche después de cenar por ahí y de un encuentro en su cama, bajo los elevados ventanales del ático y los escalones de las salidas de incendios, que se entrecruzaban formando una profunda perspectiva de los callejones.
Él le preguntó por el montón de planchas de madera apiladas en el rincón más alejado. Planchas de tarima, arpillera y trozos de cuerda.
Ella le dijo que contaba con un antiguo alumno que se encargaba de reunirle materiales. Había enseñado escultura durante algunos años, y uno de sus jóvenes acudía a edificios abandonados, a astilleros de yates y talleres de soplado de vidrio, exploraba las poblaciones vecinas, visitaba garajes y boleras, y un día había regresado con una docena de almohadas viejas procedentes de un hotel condenado, almohadas tiznadas de gris por nadie sabe cuántas cabezas en tránsito: qué objetos tan tristes e irreales con los que convivir.
—¿No te importa vivir y trabajar bajo un mismo techo?
—Es todo una misma cosa —dijo ella.
—Pero ¿no sientes necesidad de alejarte de ello? ¿De todos estos trastos? No hay posibilidad de huir de su presencia. Está por todas partes, es trabajo y no te queda más remedio que verlo constantemente.
—Aquí estoy, tendida junto a alguien que se lo hace en casa.
—Lo sé, pero no trabajo allí. Como mucho, hablo por teléfono. Eso es todo lo que hago relacionado con el trabajo. Estamos visionando algo que te gustaría ver. Te llamaré. La semana que viene.
—Bien. Películas.
Le encantaba nadar, iba todos los días a la Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes y braceaba invisible a través del agua, entregada a sus largos, a los relajantes largos de la piscina, monótonos y tonificantes, como rutinarias letanías de escuela primaria: cosas que refuerzan tu sentido de identidad.
—Lo que tiene el verano es que sientes como si tuvieras toda la ciudad para ti sola.
—Me gustaría pasar unos cuantos días en Sagaponack. Pero Esther quiere que le enseñe el Bronx antes de invitarme allí.
En un momento determinado, se fijó en el juego de naipes que estaba disputando con Miles, la partida que jugaban con aquella costosa baraja de sotas y reyes atenuados, aquellas figuras dotadas de cierto minimalismo siniestro, y comprendió gradualmente que la scopa era el mismo juego que había visto jugar a los niños en la entrada del edificio donde había vivido cuando estaba casada con Albert, eran alumnos de Albert, algunos de ellos, los chicos del señor Bronzini, y jugaban a aquel juego con una baraja corriente de esquinas dobladas, claro está, y lo llamaban tute.
—¿Qué hay en el Bronx? —dijo él.
—Hay un chaval al que está buscando. Un artista del grafito.
—Un grafitero.
—Sí, bueno, ocurre por todas partes, esta costumbre.
—Avísame cuando lo encuentres —dijo Miles.
—¿Para qué?
—He estado pensando en una película en la que habría que seguir a un chaval joven día y noche; seguirle cuando va a las tiendas de pintura, a las estaciones, a los trenes.
—Suena como algo que ya se hubiera hecho, aunque no lo haya hecho nadie.
—Nadie lo ha hecho —dijo él.
—¿Y qué me cuentas de Normal, Illinois?
—En ello estamos, intentando conseguir financiación. Pero ahora está enferma.
—Por supuesto que está enferma. A eso se dedica, ¿no?
—Quiero decir enferma por su cuenta. Independientemente de otras fuentes —dijo él.
Pero los largos resultaban más eficaces cuando estaba trabajando en algún proyecto. Cuando estaba ociosa no disfrutaba tanto ni mucho menos. Los largos eran parte añadida del trabajo riguroso, eran los intervalos que completan la octava.
Cuando Esther daba consejos y Klara los seguía, habría tenido que existir un elemento de tolerancia mutua. Porque, por lo general, Esther era dominante, y Klara un poco alocada e imprevisible. Pero, de hecho, necesitaba oír cualquier cosa que Esther pudiera decirle. Esther siempre tenía cierta cantidad de cosas inútiles que decir, pero necesitaba saber que por ahí había alguien preparando un espacio, esperándola y musitando su nombre y transmitiéndole cumplidos aislados procedentes de quién sabe qué oscura fuente.
Pero no siempre funcionaba. Cuando Klara oía alguna alabanza, siempre le sonaba falsa y titubeante, mal ensayada, y cuando se veía criticada en la prensa o en ese círculo íntimo de rumores y noticias a medias, tenía que luchar contra la sensación de que quizá estaban en lo cierto, de que su obra era insustancial y cobarde y prescindible.
—Esto es el perro-ataca-perro de Darwin —gustaba de decir Esther, lo decía de modo incesante, disfrutaba diciéndolo porque sabía que con ello asustaba a la gente como Klara.
Le encantaban las tablas apiladas en el rincón. De madera castaña veteada, de una suerte de humedad marrón oscuro, como las torres escalonadas de los terrados, los depósitos llenos de agua y, en general, desnudos frente a los elementos, pero a veces protegidos por complicadas estructuras de estilo eclesial adornadas con ojivas y grandes ornamentaciones de águilas.
La gente ya no decía, Anda, vaya. En su lugar, decían Ni hablar, y se preguntó si podría aprender algo de aquello.
Observó a su amiga Acey Greene en la televisión, una nueva amiga, joven y prometedora, entrevistada a medianoche por un canal de cable local. Tenía un aspecto estupendo: qué aspecto tan estupendo tienes, pensó Klara. Con un peinado modestamente afro, vestida con una chaqueta de esmoquin rota y una pajarita roja.
Miles llamó, y acudió a encontrarse con él en una vieja nave del centro, antiguamente utilizada para fabricar velas náuticas. El grupo cinematográfico al que pertenecía mostraba cosas poco corrientes, en su mayor parte improyectables en los cines por un motivo u otro, y los visionados se convirtieron en una aventura efímera, desarrollada allí donde Miles conseguía asegurarse un espacio.
Habían acudido cincuenta o sesenta personas para ver una película de Robert Frank, Cocksucker Blues, acerca de una gira norteamericana de los Rolling Stones.
Klara, sentada en la oscuridad, consumía un yogur familiar. Se dio cuenta de que hacía ya algún tiempo que había estado viendo los labios de Mick Jagger en todos los sitios a los que acudía. Quizá constituía el logotipo corporativo del mundo occidental, la mueca y el mohín que te persigue por las calles: le gustaba verle bailar y adquirir su ritmo endiablado, pero consideraba su boca como un elemento aparte, algo que alguien hubiera añadido posteriormente en busca de efecto.
Le dijo a Acey, sentada junto a ella, le dijo:
—Creo que todo lo que se ha comido todo el mundo durante los últimos diez años ha pasado por esa boca.
Le encantaba la diluida iluminación azul de la película, una luz cuasi crepuscular, una luz de túnel que sugería una realidad insegura… de hecho, nada insegura porque no nos cuesta ningún trabajo creer en lo que vemos, sino más bien una realidad subversiva, corrompedora y ruinosa, un magnífico azul de túnel.
—Tienes que entender esa boca como si fuera la de un sátiro —dijo Acey.
Rayas de coca entre bastidores o en los túneles y gente sentada en desorden por toda una habitación o dormida en los aviones, esa sensación de fin de los tiempos, observaciones a medias, un cigarrillo que cuelga de los labios de alguien, gente aún no lista para moverse, y le gustaba el sonido repercutido, el sonido de los documentales, esa especie de películas instantáneas que rebotan en las paredes de baldosas, en las paredes de escoria de los vestuarios y de los pasillos de los estadios.
Alguien que dice, A menudo me toma desde un ángulo desfavorable.
Y advirtió que sí, que tenía una boca completamente satírica, caricaturesca, como un ano parlante de los cómics contraculturales de los sesenta, y todas las burlas y bromas que habíamos inventado, todas las medias frases que habíamos mascullado, habían surgido más o menos del mismo orificio corporal.
Acey dijo:
—Los vi en San Francisco, ésta es la misma gira, tiene que serla, aquello fue hace dos años.
Arrojando el televisor del hotel por la ventana.
Entrevistas masculladas y confusas, las preguntas más llanas, más sencillas y mejor ensayadas, olvidadas y reflexionadas y vueltas a olvidar, la gira es una serie de observaciones incompletas, y un hombre y una mujer follando en un avión, y la boca mascando alimentos, la boca que se adhiere y se retira, Mick iluminado por las luces estroboscópicas y los flases del concierto como una fémina de múltiples bocas pintada por De Kooning, chupando micrófono.
La falange de cámaras en los túneles. Gente sentada por ahí, dos personas dormidas, una encima de la otra, o drogadas, o acaso inadvertidamente muertos, el interminable y ruidoso aburrimiento de la gira: túneles y pistas de aterrizaje.
Acey dijo:
—Fui al concierto y había un guardaespaldas, igual lo veo en uno de estos planos, un tío negro vestido con una camiseta en la que pone Stones, ya sabes, de Seguridad, sólo que algo completamente diferente pero en esa línea.
Y a Klara le encantaba la luz azul del túnel y las partes en las que no pasaba nada, todo el mundo tiene cámara, y se dedican a filmar escenas en las que no pasa nada y el sonido que se pierde en las baldosas del techo.
Alguien que dice, Odio a esos hijos de puta. A esos mindundis gilipollas.
Diciendo, ¿En qué estado nos encontramos?
Dos drogotas ininteligibles en una cama, un hombre y una mujer que guiñan los ojos con atención, concentrados en la aguja que pende del brazo de ella.
Diciendo, ¿Cómo es que te apeteció filmar eso?
Diciendo, No se me había ocurrido filmar eso.
Oh, Indiana.
Sencillamente, ocurrió.
Mick de pie en una habitación, con la boca abierta. La boca gorgoteando y escupiendo, lamiendo un cucurucho de helado. Y la película del concierto virada al rojo, los cuerpos bioluminiscentes, lo que a todos nos encanta del rock, pensó Klara, el halo de una muerte superior.
La excedrina en televisión, claramente más eficaz que la aspirina corriente.
—Y está siguiéndome —dijo Acey— a lo largo de un largo túnel y está diciendo, Brown sugar espérame porque tengo algo aquí que decididamente quiero que veas. Hey brown sugar. Y yo me volví, lo que, confieso, fue completamente estúpido, ya sabéis, y no es que la tuviera fuera, pero tenía la mano puesta encima.
Dos hombres blancos en la habitación y un hombre blanco que habla con voz negra diciendo, Poned a los hermanos en contacto con su legado cultural. Y el segundo hombre blanco introduce la aguja en el brazo y el primer hombre blanco que habla con voz negra dice, La tumba del drogota desconocido, calle Ciento treinta y siete esquina a la avenida Lennox, construida de arriba abajo, dice, con jeringuillas desechadas.
Alguien que dice, Me quitaron a mi bebé porque me lo hacía de ácido.
¿Dónde está la llave de mi habitación?
Túneles y pistas de aterrizaje y una luz azul diluida y luego la salida al escenario, el estridente resplandor blanco y el rugido prehistórico.
¿Se la chupas?
No. Sólo me he hecho una foto con él.
Diciendo, Para que venga el Estado y me quite a mi bebé.
Y una mujer desnuda acariciándose en la cama de una habitación de hotel, que se frota el chocho con la mano y luego se la lame. Y Acey, que interrumpe su historia para decir, «Mmmm».
Todo ese monótono erotikón pajero de las ondas.
Y Klara pensó que resultaba interesante que fuera la única mujer que no parecía una niña. Era interesante, pensó, hasta qué punto todas las mujeres de la película eran niñas o se convertían en niñas. Los hombres y las mujeres se dedicaban a las mismas cosas, a las drogas, al sexo, a la fotografía, pero los hombres siguen siendo hombres y las mujeres se convierten en niñas, si acaso con la excepción de la que se frota el chocho y luego se lame la mano y dice algo inaudible porque el propósito fundamental del sonido en una película como ésta es que se pierda por los rincones de la habitación.
Me da igual… no es más que San Diego.
Acey estaba relatando su historia mientras buscaba al tipo de la historia en la pantalla.
—Y me entraron ganas de decirle algo, ya sabéis, de quitarle de la cabeza cualquier idea que pudiera tener. Hey brown sugar. Pero estábamos solos en aquel sitio enorme y clamoroso, sobre nosotros se abate el rugido del concierto y, Brown sugar, es él, Brown sugar, brown sugar.
—¿Este concierto que estamos viendo ahora? —dijo Klara.
—Ignoro si es la misma noche, pero es el mismo concierto, la misma ciudad, la misma puta banda de gilipollas millonarios con cara de esqueleto y los mismos guardaespaldas negros.
Era un verano de azoteas y el aire estaba repleto de héroes, el cielo polvoriento que ardía bajo la luz de las tormentas. Dioses oblongos apoyados en estrechos rincones y un par de faraones sentados que flanquean un aparato de aire acondicionado. Le encantaban las columnas que, como sirenas, había visto al fondo de la Quinta Avenida, y todas las rarezas, las figuras enigmáticas que no podía situar en ningún mito en particular, fundamentalmente en el centro, sobre los bancos más antiguos, sobre los parapetos y recodos: oráculos con túnicas que se asoman a las calles, u hombres con cascos de aspecto críptico, legisladores o guerreros, no era fácil de adivinar.
Y había sido allí abajo, sobre una azotea, un domingo, cuando había vuelto a aparecer el mismo caballero, el europeo con el que había conversado anteriormente en cierta ocasión, atisbando la estructura inacabada del World Trade Center.
Sí, hola, volvemos a encontrarnos.
Y le dijo que las figuras sobre las que había estado preguntándose, con su aspecto totémico, aquellos rostros en sombras bajo los estilizados peinados, se conocían con el nombre de los Titanes de las Finanzas. Y cuán apropiadamente severas resultaban, como si quisieran establecer los efectos de la Depresión en las calles subyacentes: calculó que el edificio debía de haberse construido aproximadamente en aquella época.
—A mí me suena como a alguna especie de orden de hermandad.
—Quizá —dijo él—. Pero creo que en banca todo es secreto.
Y a ella no le costaba creerlo, con todo aquel granito y piedra, y las torres nuevas, transparentes como cortinas, de cristales reflectantes y aluminio anodizado, y los despachos desprovistos hoy de cualquier rastro humano a excepción de los sótanos, donde se procesa el papel mediante microfilmadoras, a un ritmo de mil millones de cheques por segundo.
Se llamaba Carlo Strasser. Vivía en Park Avenue y coleccionaba arte con la apasionada torpeza de un principiante; solía decir: un apartamento en Park y una vieja granja en las cercanías de Arles, a la que acudía para pensar.
Y ella, por supuesto, dijo:
—¿En qué piensas?
Y él dijo:
—En el dinero.
Ella se echó a reír.
—A veces me pregunto qué es el dinero —dijo.
—Sí, claro, exactamente. Ésa es la cuestión. Te diré lo que yo pienso. Se está convirtiendo en algo muy esotérico. Formado por ondas y por códigos. Como una especie de inteligencia superior que viaja a la velocidad de la luz.
Estaba muy bien vestido, muy elegante, tenía presencia y estilo, y la hizo sentirse ligeramente impresentable, pero no hasta el punto de notarse incómoda, con sus vaqueros y sus sandalias viejas. El hombre compartía sus aficiones, y se sintió de hecho maravillosamente a gusto charlando con él.
Oyeron sirenas de niebla en la bahía y se detuvieron a escucharlas, encontrando en el sonido una especie de cualidad formalmente sobrecogedora: avanzaba caramboleando por las estrechas calles, colisionando consigo mismo, como una pieza de órgano que inflamaba el aire y hacía salir despedidas a las palomas de las torres.
Él le preguntó por algunos pintores, y ella hizo algo que casi nunca hacía: se extendió, le proporcionó análisis detallados, algo que había tendido a evitar incluso durante su época en la enseñanza. Se oyó abordando explicaciones tan fogosas y nuevas que se dio cuenta de que había estado reprimiéndoselas a sí misma.
—Louise me dijo en cierta ocasión, Nevelson, que a veces contemplaba un lienzo o un trozo de madera y que lo veía blanco y puro y virginal, y que por mucho que lo trabajara, por muchas pinceladas y colores e imágenes que aplicara, el único objetivo era devolverlo a su estado virgen: eso era lo grandioso, lo inquietante.
Klara no lograba relacionar aquella observación con su propio trabajo, pero así y todo le gustaba repetírsela a sí mismo: le gustaba la idea de que a un artista célebre le asustara lo que hacía.
—Yo tengo un pequeño Nevelson —dijo él—. Una pieza muy pequeña. La compré hace años, y ahora me has proporcionado un modo de contemplarlo de forma diferente, cosa que haré encantado.
—Entraba en su estudio y ella me enseñaba una escultura negra, una escultura de madera pintada de negro y yo a lo mejor comentaba algo acerca del color o del material y ella la contemplaba y decía: «Pero es que ni es negro ni es de madera». Opina que la realidad es algo superficial y débil y fugaz. En ese sentido somos muy distintas.
Miles apareció más tarde, y Carlo Strasser se perdió elegantemente entre los asistentes, ocho o nueve personas que rodeaban una mesa llena de quesos, frutas y vino, de esos burdeos color sangre, de esas ciruelas damascenas y esas noches negriazules, y el sonido del trueno, seco y falso.
De pie en la cocina de alguien, cortando un limón, comprendió que el cuchillo habría de resbalarse y que se cortaría, cosa que hizo.
Fue uno de esos microsegundos que resultan largos y lentos y nuclearmente cargados de información, y ella supo que iba a ocurrir y siguió cortando y entonces ocurrió, se cortó en el dedo y vio cómo la sangre rebasaba la línea del cuchillo y se deslizaba irregularmente por sus nudillos.
Observó a la gente que tomaba el sol. Lo hacían completamente, dominando la experiencia, una mujer tendida sobre un pretil con una manta y una jarra de té helado y un vaso infantil decorado con flores y una novela encuadernada en rústica cuyo título intentó Klara espiar: lo hacían sin reparar en los pretiles, ni en los tejados inclinados, ni en las asfixiadas superficies de alquitrán, era un espectáculo de aquí estoy yo y ahí está la jaula vacía de un limpiaventanas ascendiendo por el costado de una torre de piedra. Vio una fachada de ladrillo inundada por una luz de coral, más o menos incendiada de luz, y le pareció que el ladrillo se mostraba revelado de ese modo en que sólo la luz puede revelar las cosas: como arcilla cocida de una belleza más intensa de la que nunca había soñado advertir. Y ahí está esa señora mayor otra vez, sentada en su butaca de nailon con los periódicos del domingo esparcidos a su alrededor, tan familiar y tan reconfortante: sostiene un reflector bajo la barbilla y se entrega en sacrificio al sol, una cabeza en un plato que va oscureciéndose como la de una momia en las profundidades de un día de verano.
Observó la sangre que manaba del corte y reparó en las arrugas y espirales de su dedo y oyó la música procedente de la habitación contigua, es el marido de Esther poniendo uno de sus viejos discos de 45 r.p.m., esas músicas de banda con las que consigue expulsar a sus invitados a la azotea.
La basura seguía allá abajo, apilada en bolsas de plástico negro idénticas, y cuando regresó caminando a casa pasó junto a un ancho terraplén que cubría una boca de incendios y parte de una señal de autobús y advirtió cómo todo el mundo se confabulaba en no parecer notarlo.
Miles Lightman llegó tarde a una cena que se celebraba en una azotea de la parte alta de la ciudad, provisto de un paquete de esos cigarrillos negros que fumaba, tamaño grande y extrasuaves y de combustión lenta, y de una bolsita de marihuana, a la que gustaba de denominar boo, un término que había oído en un bar de Harlem haría acaso unos veinte años.
Estaban en la azotea de un edificio nuevo de cuarenta plantas que se erigía sobre el estanque del parque y permanecieron un rato observando a los corredores nocturnos. Los corredores rodeaban el estanque en buen número, débilmente iluminados por las farolas, y Miles pensó que parecían masas en fuga extraídas de una película japonesa de terror. Sentía una atracción especial por las masas en fuga. Quería hacer un libro de imágenes al respecto. Coleccionaba fotografías publicitarias de oscuras producciones: masas de asiáticos en fuga, todos alzando la mirada hacia algo sobrecogedor.
Allí, desde el tejado, dirigieron la mirada al otro lado del parque, en dirección a las siluetas de edificios bautizados con el nombre de buques. El Beresford, el Majestic y el Eldorado. El Ansonia y el San Remo.
Las masas en fuga siempre incluían una madre con su niño y una mujer de voluminosos pechos y un hombre que levantaba los brazos para protegerse de algo terrorífico procedente del cielo.
Miles contempló los corredores que giraban en torno al estanque y se le ocurrió un nombre para el edificio de cuarenta plantas que dominaba el parque, tan alto y masivo que creaba su propio microclima, con corrientes descendentes casi lo bastante poderosas como para derribar a quienes pasaban caminando junto a él.
Las torres Godzilla, pensó que debían llamarlo.
Son las mujeres, por lo general, las que se encargan de encabezar la recuperación de carreras perdidas. Cuando empiezas a oír hablar del regreso de una figura de las letras o de una firma pictórica amorosamente resucitada, suele deberse a que ha habido mujeres que han mostrado un extraordinario interés, incluso cuando el artista es un hombre. Por lo general, el artista es una mujer, pero incluso cuando es un hombre. Nos especializamos en vidas olvidadas, dijo Klara.
Estaba hablando con Acey Greene. Acey no necesitaba que la resucitaran, claro. Era joven, inteligente, ambiciosa, etcétera, e interesantemente dulce y mezquina al mismo tiempo, siempre jugando con yuxtaposiciones como forma de irónico diálogo consigo misma: un sistema destinado a ayudarle a confrontar la perspectiva de la fama.
Acey se había criado en Chicago, donde sus padres trabajaban como maestros, y comenzó a realizar esbozos en tinta, comenzó a fabricar colages antillanos con un estilo lo más trivial posible, todo esto según su propio relato, y tuvo una aventura sexual con un miembro de los Blackstone Rangers, una nutrida banda callejera, hasta que por fin hizo las maletas y se marchó a Los Ángeles, donde se casó con un profesor de sociología, ingresó en Cal Arts, se divorció y halló su karma en la pintura.
La primera vez que Klara vio su obra fue contándole a la gente lo buena que era, lo que llegó a oídos de Acey, que seguía en Los Ángeles. Terminó siguiendo los pasos de sus cuadros y se trasladó al Este. Por el momento, estaba viviendo en el hotel Chelsea y compartía un estudio en algún lugar de Brooklyn.
—¿Y qué me dices de ti? —dijo.
—Yo tuve que hacer una carrera antes de poder preocuparme por si la perdía. No fue fácil. No hago más que pagar y pagar.
—Una familia —dijo Acey.
—Rompí una familia, sí. Me marché, volví, me quedé con mi hija durante una temporada. Estaba mejor con su padre, y aunque lo comprendía, me consumía vernos separadas de aquel modo. Lo pasé muy mal. Claro está que todos lo pasamos mal. Ella venía a visitarme los fines de semana y en otras ocasiones. Él la acompañaba en metro y la dejaba en la puerta porque no quería ni verme.
—¿Qué iba a pasarle por verte?
—Y luego, cuando venía a recogerla, me tenía prohibido bajar las escaleras hasta el final. Me limitaba a acompañarla al primer piso. Yo entonces estaba viviendo en un edificio destartalado del centro, pero pensamos y acordamos que la bajara yo hasta el primer piso y que luego le dejara recorrer el resto del camino por sí sola, ya que de otro modo igual me tenía que poner la vista encima. ¿Que qué le hubiera pasado por verme? Algo, yo qué sé, catastrófico.
—Pero hablabais por teléfono.
—Hablábamos por teléfono. A base de monosílabos. Parecíamos espías intercambiando mensajes en clave. Fue una temporada odiosa. Pero cuando la niña creció se acabaron las llamadas telefónicas. Quedábamos ella y yo por nuestra cuenta. Albert había desaparecido para siempre.
—¿Y ella?
—Teresa no me odia. Quizá es algo peor. Creo que se odia a sí misma. De algún modo, formaba parte del fracaso. No hablemos de esto.
—Vamos a dar un paseo.
—Podemos atravesar el puente. ¿Lo has hecho alguna vez?
—No soy de esta ciudad, señorita. Se te olvida.
Las mejores obras de Acey formaban parte de una serie sobre los Blackstone Rangers. Inviernos en Chicago, jóvenes ataviados con sudaderas de capucha, deprimidos y ociosamente violentos, agazapados frente a ventanas con barrotes o sentados en un sofá roto colocado en medio de la nieve, y Klara pensaba que aquellas imágenes eran profundamente modernas tan sólo en un sentido: que los personajes parecían fotografiados, bien por posar abiertamente, bien por haberse visto sorprendidos, a veces deliberadamente despectivos, con una urbanización a sus espaldas o con este tipo que se ve aquí, los ojos cerrados y una gorra de lana y una de esas abultadas chaquetas de poliéster y una pistola con un cargador: distingues el modo en que Acey contradice la superficie fotográfica haciendo que toda la imagen flote indescriptiblemente sobre el arco del cargador.
Gente en el tejado, los invitados de Esther huyendo de la banda que suena en el tocadiscos del apartamento y el marido de Esther, que también sale, Jack, porque es de esa clase de hombres que se derriten si les dejan a solas más de veinte segundos.
Le encantaba el pequeño templo que había al otro lado de la calle, fachada de ático con una hilera de ventanas hundidas entre las columnas acanaladas, y ¿vivirá realmente alguien ahí?
Se sentía bien. Se sentía con suerte, para variar. Estaba durmiendo bien, ahorraba dinero y volvía a ver a sus amigos.
—¿Qué está leyendo? —dijo alguien, refiriéndose a la mujer del pretil, con su vaso infantil y su libro encuadernado en rústica.
—Desde aquí parece una novela de detectives —dijo Jack—. Basura moralizante. Eso es lo que lee la gente en verano.
Era un hombre alto y florido, Jack Marshall, un agente de prensa de Broadway que parecía permanentemente a punto de caerse muerto. Ya conocen a estos tipos. Fuman y beben como descosidos y nunca duermen y andan mal del corazón y cuando tosen expulsan tempestades de flema, y lo más emocionante de conocerles, pensó Klara, era intentar adivinar cuándo estirarían la pata.
Llevaba una tirita en el dedo, y esperó a que apareciera Miles con sus cigarrillos porque él era más fiable que ella.
Por el momento, le cogió uno a Jack.
Y la gente de la calle. Klara no sabía cuándo había empezado a darse cuenta de que los transeúntes hablaban consigo mismos, en voz alta, muchos de ellos y de repente, o lanzaban amenazas, o caminaban gesticulando, hasta el punto de que las calles iban adquiriendo una textura medieval tardía, lo que acaso significaba que tendríamos que aprender otra vez desde el principio a convivir con los locos.
—Tienes pupa, Klara.
—No voy a dejar que le des un beso, así que lárgate.
—No quiero besarla, quiero lamerla —dijo Jack.
—Vivirá alguien… Esa cosa, al otro lado de la calle, me produce auténtica curiosidad.
—¿El interior del templete griego? Creo que son unas oficinas.
—Me encantaría trabajar ahí.
—Importación-exportación.
—Cualquiera de las dos me sirve.
—Y a mí. Pero quiero lamerla —dijo.
Acey tenía un rostro oval y una frente elevada. Sus cabellos tenían un levísimo matiz de color canela. Si la mirabas, si la tenías sentada al otro lado del pasillo en el autobús y hurtabas una mirada en su dirección parada sí parada no, se debía probablemente a su boca. Tenía una boca dura, una boca sagaz: mostraba una leve distorsión de forma que probablemente considerarías una mueca burlona, por más que su aspecto cambiara y se moderara constantemente, proporcionando a su sonrisa cierta cualidad de feliz sorpresa, como de noticia inesperada.
—No tuve que dejar a mi marido para pintar —le dijo a Klara—. Tuve que dejarle porque ya no quería estar con él.
—¿Cuál era el problema?
—Que es un hombre —dijo Acey.
Llevaban recorrido medio puente cuando Klara reparó en el modo en que la joven observaba las acciones humanas, los ciclistas y los corredores y qué vestían y quiénes eran y esa cosa que desarrollan entre todos, como una cierta personalidad identificativa. No como en Chicago, dijo Acey, donde el ejercicio junto al lago se compone exclusivamente de esfuerzo distraído, gente que se muere por correr, por sacudirse la pátina de la oficina y del trabajo, la capa anormal de la materia. Aquí, la pátina es lo que los contiene, el barrido de la nítida silueta de los rascacielos, y Acey parecía bien preparada para ello.
—Y ahora estás aquí. Tal vez para siempre. De modo que la sensación de empezar de nuevo debe de ser doblemente poderosa.
—Probablemente, empecé de nuevo hace ya mucho tiempo. De un modo básicamente inadvertido para todos menos para mí.
—¿Te preocupan las consecuencias?
—¿De la ruptura? Tenía que ocurrir. Me preocuparía que no hubiera sucedido.
—¿Y qué hay de tu marido?
—¿Qué hay de mi marido? —dijo Acey.
—No sé. ¿Qué ha sido de él? ¿Sabe que tienes amantes femeninas?
—Las lesbianas le ponen. Se lo conté. Dije, James, ya te enviaré algunas fotografías en plena acción, tesoro.
—Eres una gángster —dijo Klara.
—La furcia de los gángsteres. La furcia de la banda. Eso me llamaban en Los Ángeles. Ya sabes, los cuadros Blackstone. El grupo negro de clase media.
—Qué bien. A mí me llamaban la Señora de las Bolsas.
Riendo, cruzaron hasta el extremo de Brooklyn, donde Acey trabajaba en un viejo almacén no lejos de la embocadura del puente. No quería mostrar el trabajo que estaba haciendo con demasiada antelación, por lo que se limitaron a recorrer el espacio. En la pared había un calendario de Marilyn Monroe, el célebre cartel de los primeros tiempos conocido con el nombre de Miss Sueños Dorados, un plano elevado de su cuerpo desnudo tendido sobre una colcha de terciopelo rojo sangre.
—Esto no puede estar aquí accidentalmente, ¿verdad?
—De acuerdo, es algo que estoy mirando —dijo Acey.
—Y considerando.
—Algo que estoy trabajándome por mi cuenta. Poco a poco a poco a poco.
—Interesante. Pero tengo entendido que te dedicas a algo completamente distinto.
—¿Ah, sí? ¿Qué tienes entendido?
Y Klara extendió un brazo hacia la pared, donde podían verse lienzos apilados en un estante bajo, o sujetos sobre caballetes, algunos de ellos con tiras del papel de construcción que había visto antes: papeles adheridos a las obras sin terminar como coloridas guías para mapas.
—He oído que estás trabajando en una serie sobre los Panteras Negras.
Acey mostró su sonrisa desdeñosa, lenta y complicadamente.
—¿Ah, sí? Pues fíjate, lo mismo he oído yo.
Se suponía que vivían en una época pospictórica, pensó Klara, y aquí estaba esta joven pintando en toda regla, una mujer negra que pinta hombres negros con generosidad pero no por ello sin ejercer un cierto rigor crítico. El contoneo frontal de las bandas, una cultura de altivez casi principesca pero dotada de presentimientos, claro está, de un tinte amenazador no realzado: eso era lo que Acey examinaba quirúrgicamente, trabajando en los detalles, buscando vestigios de lo solitario, del joven aislado de su propia pose huraña.
Emprendieron el camino de regreso a través del puente.
—¿Aún te llaman eso? ¿La Señora de las Bolsas?
—Ahora ya no tanto —dijo Klara—. Entonces, éramos varios. Recogíamos basura y la guardábamos para fabricar arte. Suena más noble de lo que en realidad era. No era más que un modo de observar las cosas con más cuidado. Y aún sigo haciéndolo, sólo que acaso en mayor profundidad.
—No va conmigo. Quizá es que no me fío de la necesidad del contexto. ¿Sabes a qué me refiero?
—Supongo.
—Porque lo comprendo hasta cierto punto. Sacas tu objeto del estudio sucio y polvoriento y lo colocas en un museo de paredes blancas y cuadros clásicos y en ese contexto se convierte en algo vigoroso, en una especie de argumento. Pero ¿qué es realmente? Viejos cristales de naves industriales y trozos de arpillera. Se convierte en algo muy, no sé, filosófico.
Cuando alcanzaron el extremo opuesto Acey quería andar un poco más, pero Klara estaba casi derrotada. Se quedaron contemplando los viejos veleros amarrados frente a South Street. Intentaba disipar el leve dolor, la pequeña decepción que con retraso le había producido el distraído desprecio de Acey hacia su trabajo. Primero, retrasó su reacción; luego, intentó sofocarla.
—Yo era la niña típica —dijo Acey—. Siempre estaba impaciente por crecer. Y ahora supongo que lo he logrado, oficialmente. Esta ciudad es el reloj que señala el ritmo. Me aterroriza, pero estoy preparada.
Lo que más admiraba Klara era la aparente naturalidad de su discurso, la manera distraída pero fascinante con que Acey aplicaba la pintura. Bases saturadas y preciosos ocres de color carne, pinceladas de piel de todos los matices innombrables que se pueda imaginar y también numerosos grises, glaucos y humosos, porque en Chicago siempre es invierno, y los miembros de las pandillas pertenecen a su territorio, a los pálidos ladrillos y a las ventanas empañadas, y en este sentido podrían ser hermanos de los hombres de piel olivácea que aparecen en los tenebrosos frescos de las iglesias de Umbria: Acey poseía la mirada apacible y sobria propia del siglo XVI.
Estaba hablando por teléfono con Esther Winship.
Esther dijo:
—Pero, Dios mío, ¿por qué?
—Porque resulta más fácil y más rápido.
—Pero es que hace treinta años que no viajo en metro.
—Mejor. Quiero sentirme superior.
Tomaron la línea de Dyre Avenue. Tanto el exterior como el interior del tren estaban decorados con grafitos, chapuceros y deprimentes, pensó Klara. No le gustaba la idea de etiquetar trenes. Era el romance del ego, aquellos pobres chicos jugando con su fantasía de fama prostituida.
—Pensé que haría un calor sofocante —dijo Esther—. Pensé que me asfixiaría en mi asiento.
Dijo aquello con un susurro adusto, temerosa de que alguien pudiera oírla y ofenderse por algún motivo. En el metro, las palabras poseen una carga que no acarrean en otros sitios.
—Se llama aire acondicionado —murmuró a su vez Klara.
—Estoy completamente atónita.
A Esther le gustaba mostrarse estúpidamente anticuada: ello la aislaba en un marco de referencia más seguro.
En la segunda parada del Bronx, algunos pasajeros subieron al vagón, otro tren se detuvo en el costado de la dirección centro y Klara notó un golpe en las costillas. Era Esther, queriendo llamarle la atención sobre el hecho de que el otro tren era uno de los suyos, de los de Moonman, con todos los vagones pintados de arriba abajo con su nombre y el número de su calle. Y aclara tenía que admitir que aquel chaval en particular sabía cómo causar impacto. El tren había entrado traqueteando en la vieja estación destartalada y adornada como una jungla de prodigios. Las letras y los números parecían estallarte en pleno rostro, y mostraban una relación entre sí, tenían pliegues y nudos, con humanoides de ojos saltones como los de los tebeos, entremezclándose entre sí en una sudorosa danza cálida y apasionada: plata metalizada y azul y rojo vivo y unos cuantos verdes ácidos.
Esther susurrando por la mandíbula entreabierta.
—Es él, es él, es él.
Era su tren, desde luego, pero no lograron encontrar al chico. Recurrieron a la dirección que Esther había obtenido de un periodista que había escrito un artículo sobre artistas del grafito. Moonman no le había dicho al tipo su verdadero nombre ni su auténtica dirección, tan sólo su edad: dieciséis años. La dirección procedía de otro chaval que afirmaba pertenecer al equipo de Moonman, y las dos mujeres fueron a investigarla, atravesando un territorio de edificios calcinados, de manzanas enteras arrasadas por fuegos intencionados, con algunas edificaciones ardiendo aún a lo lejos. Se detuvieron y observaron. Tres o cuatro edificios despidiendo perezosas columnas de humo. Ni rastro de camiones de bomberos ni de inquilinos ansiosos agrupados detrás de barricadas. Tan sólo, visto desde allí, unos cuantos viandantes realizando sus actividades de rutina. Contemplaron el paisaje en silencio y se les hizo difícil calcular la distancia. No lograban situar aquello en un contexto. Era como un reportaje de alguna guerra entre facciones en una remota provincia donde los generales cocinaran los hígados de sus rivales y los guardaran en bolsas de plástico. Una cosa totalmente poseída por la sensación de algo ajeno.
Esther habló finalmente:
—¿Aquí es donde solías vivir tú?
—No. Yo vivía como a kilómetro y medio al norte de aquí.
—Así y todo, tendré que mostrarte más respeto.
—Gracias, Esther. Pero en aquella época no tenía este aspecto.
—Sea como fuere, tendré que esforzarme por ser más amable contigo.
—Me parece muy bien —dijo Klara.
Sabían que no era buena idea quedarse allí de pie indefinidamente, y cuando llegaron a la calle Ciento cincuenta y siete y buscaron la dirección del joven, descubrieron que el número que tenían no existía.
Entraron en dos bodegas y preguntaron a los encargados de la caja.
La gente decía, «¿Mooney, quién es Mooney?». Decía, «¿Qué clase de mormón? Aquí no hay mormones».
Y las mujeres decían, «No, no, no, no. Moonman. Moonman uno cinco siete». Y gesticulaban imitando el uso de un bote de aerosol y decían, «Grafito, grafito».
Y Esther vestía una chaqueta de safari como las de los corresponsales de televisión que buscan rebeldes en las colinas humeantes, y quién podría reprochárselo, realmente.
—Esta noche tienes un aspecto un poco chino —dijo Miles.
—Jason solía llamarme la china.
Dijo aquello con su vocecita débil. A sus propios ojos, sonaba y parecía pequeña. La gente iba haciéndose más grande y ella iba haciéndose más pequeña, tornándose más o menos invisible. De no estar Miles allí, ¿cuánto tardaría en conseguir que la atendiera el camarero?
—Jason. ¿Conozco yo a algún Jason?
—Jason mi segundo marido. Jason Vanover.
Comían marisco en Mulberry Street, en un lugar al que Miles le gustaba ir porque en él había muerto un mafioso. Dos tiros en la cabeza disparados por un par de tipos de alguna banda rival, o acaso de su propia familia, o de alguna familia de fuera de la ciudad.
—Te pasas la vida mencionando gente a la que no conozco y de los que nunca he oído hablar, y tú les mencionas —dijo él— de un modo que me hace pensar que se supone que tengo que saber de quién estás hablando cuando lo cierto es que es imposible que lo sepa.
—Es cierto. Hago eso.
—Todas esas personas pasan frente a mis ojos como una mancha indistinguible.
—Ocurre sencillamente que si conozco a alguien, entiendo automáticamente que la persona con quien estoy hablando también debería conocer a esa otra, por medio de una cierta aritmética humana —dijo.
Miles estaba resfriado. Siempre estaba resfriado, a la gente ya le pasaba desapercibido, sufría ataques de tos y tenía los ojos levemente acuosos, algo completamente normal para quienes le conocían: formaba parte de una vida irregular, de una salud en general mala, de malcomer y viajar y dormir de un modo errático.
Miró a su alrededor en busca de alguna silueta en particular, robustos hombres trajeados con los que poder conectar.
—Solía parecer más china cuando llevaba el pelo más corto —dijo.
—¿A qué se dedicaba él?
—Era analista de mercados, alguien que arriesgaba su dinero y el de los demás, y también marino, solíamos pasarnos semanas navegando, un hombre de yates. Fue lo mejor de nuestro matrimonio. Cuando compartíamos el queche, todo cobraba sentido. Tenía un queche al que había bautizado con el nombre de Altas Finanzas.
—¿Tú subida a un barco?
—Sabíamos que teníamos que cooperar. Vivir en poco espacio. Turnarnos con el timón, en la cocina, compartir las letrinas, estibar el equipo, recoger los cabos, guardar las cosas en su sitio. Sí, yo subida a un barco. Observábamos la disciplina. Respetábamos la embarcación y los elementos. Mientras estábamos a bordo disfrutábamos de un matrimonio bastante bueno.
Fueron caminando hasta el ático. En medio de la calle había un carrito de supermercado que los coches tenían que rodear, y un hombre se alzó de las sombras de una plataforma de carga murmurando plegarias a Jesús.
Compartieron un porro y vieron un avance de noticias en el que aparecía Nixon saludando con la mano.
—Acey me contó que estaba en una fiesta y que le dijo a un hombre, ¿Qué buscan por lo general los hombres en las mujeres?, y él dijo, Que se la chupen, y ella dijo, Eso pueden conseguirlo de otros hombres.
—Dentro de seis meses, Acey será demasiado famosa para vivir siquiera —dijo Miles—. La asesinarán en la puerta de alguna discoteca.
No era aún hora para ella de regresar al trabajo, pero empezaba a ser hora. Algo en su piel comenzó a brincar ansiosamente, cierta necesidad de manipular y moldear, sólo que era algo más profundo: una necesidad tan completa que podía quedarse sola, sentada en el ático, y desconfiar de ella.
—Sí, en la puerta de alguna discoteca —dijo—. Y entonces tú querrás llevarme a bailar allí.
Su madre las llevaba al centro, las llevaba a ellas y a Rochelle, su mejor amiga, y comían en el autoservicio que había junto a Times Square, con su escaparate de cristal tintado y su fuente de leche con forma de pez de bronce. Observaban al público de las sesiones matutinas de los cines y su madre hacía comentarios sobre los sombreros de las señoras. Miraban los mejores escaparates. Su madre las llevaba a elegantes hoteles y edificios de oficinas, entraba con ellas y les mostraba las molduras y los grabados de los vestíbulos, las maderas talladas de las puertas de los ascensores. Un día se situaron frente a un rascacielos de la Quinta Avenida, corría probablemente el año 1934 y los japoneses estaban atrincherados en Manchuria, y alzaron la vista hacia el edificio y penetraron en el bruñido vestíbulo. Se trataba del edificio Fred F. French, lo que intrigó a las muchachas porque, quién demonios era Fred F. French, y la madre de Klara, que sabía cosas, que trabajaba para una agencia de servicios sociales y estudiaba psicología infantil, que se mantenía al tanto de los acontecimientos mundiales y se preocupaba por China, que planeaba sistemáticamente estas salidas, no tenía la menor idea acerca de la identidad de Fred F. French, lo que intrigó a las niñas aún más, las intrigó y las divirtió, pues tenían trece y catorce años, respectivamente, y todo las divertía. Regresaron a casa en el tren elevado de la Tercera Avenida, traqueteando Manhattan arriba y a través del Bronx, contemplando por la ventanilla del tren los apartamentos que se extendían a ambos lados, cientos de vidas fugaces que desfilaban ante sus ojos a doce metros de altura, y Rochelle veía a veces a un hombre en camisón asomándose por la ventana con el pelo alborotado y decía, Quizá sea ése el señor Fred F. French, habrá tenido una racha de mala suerte, ja ja, y allí se acababa la cosa, le contó Klara a Miles —estaban en el ático, jugando a las cartas en la cama—, hasta tres o cuatro años después, cuando las chicas abandonaron un baile de instituto con dos jóvenes que ni siquiera pertenecían al instituto en cuestión, dos intrusos del Norte, y los cuatro se deslizaron al interior del coche aparcado de algún desconocido en el extremo más oscuro de la calle y se fumaron un par de cigarrillos y charlaron y se besaron y se abrazaron y se metieron mano. Klara y uno de los chicos estaban en el asiento delantero, y Rochelle tenía al otro muchacho en el trasero, mucho más amplio; Rochelle, loca por los chicos, haciendo alarde de lengua y retorciéndose en el asiento, levantando incluso polvo de la tapicería, con un aspecto de vampiresa que llegaba a distraer a la pareja del asiento delantero, obligándoles a detenerse y mirar. Apenas había la suficiente luz como para poder mirar. Y aquello progresó hasta los últimos límites a los que está dispuesta a llegar cualquier chica, incluso una zorrita cachonda como Rochelle. Para entonces, el muchacho del asiento trasero estaba frenético, y la expresión de Rochelle traslucía una complicada traición, era seductora y letal y fría y parecía estarle diciendo a Klara que su amistad, la mejor y más profunda que podía haber, estaba a punto de atravesar una fase peculiar e inquietante, algo intrincado que se relacionaba con los hombres, el sexo y los asuntos personales. Podía verse un torbellino de manos y de rodillas, todas esas cosas propias de los asientos traseros y de las posturas corporales y de qué llevas puesto, todo la parafernalia ansiosa del sexo a oscuras. Oyó romperse el elástico de unas bragas. Creyó oír cómo el dedo del chico entraba incluso en el carnoso bolsillo situado entre las piernas de Rochelle, como la succión de una palpación marina, la humedad, la saliva de besos largos y aturdidores, de eso que tienes un pelo del chico en la boca que no logras localizar exactamente, hasta que resultó abrupta y amargamente evidente que Rochelle ya había hecho aquello antes, que había llegado hasta allí y más lejos, y qué conmoción supuso para Klara, detectar aquella experiencia en los ojos de su mejor amiga, a la que siguió observando hechizada, con mirada clínica, observando y escuchando: qué cosa tan desnuda es un secreto cuando pertenece a otra persona.
Ahora sabía a qué se refería la gente cuando hablaba de experiencia, el modo en que empleaban la palabra experiencia, y sabía que la forma que adoptaba no era el sexo sino el conocimiento, y el conocimiento no le pertenecía a ella sino a su amiga, sabía cómo le desgarraba las entrañas, haciendo que se sintiera como un cachorrito estúpido.
Oyó a Rochelle murmurar algo así como, Hora de que saques la gomita de la cartera, Bob, o a lo mejor dijo Rob, pero en lugar de una funda pálida y flexible el muchacho extrajo su miembro vivo, erecto, pulsante y ultravioleta que, de repente, ahí estaba, desabrochado y en medio del mundo, de configuración bastante similar a la que había imaginado Klara, pero tan cálido y real, tan independientemente vivo, tan liberado del yugo de su dueño, su portador, su amo, que Rochelle pareció nerviosa porque el joven no llevara un preservativo y Klara siguió preocupándose por si los japoneses invadían China.
Miles cortó el mazo de naipes mientras escuchaba.
Y en el momento crucial Rochelle Abramowicz miró por encima de los hombros del muchacho a los ojos de Klara Sachs y le dijo con acento pensativo, ¿A qué crees que corresponde la F?
Y Klara dijo, ¿Qué F?
—Rochelle dijo, La F. de Fred F. French.
Era un buen comentario, acaso el mejor que nadie había realizado nunca, entonces o ahora, bajo tales circunstancias, y consiguió devolverles la amistad. Se deshicieron, como suele decirse, en carcajadas, desaparecieron prácticamente en sus elementos constituyentes, en átomos y moléculas, un par de chicas en el Packard de algún gángster, impulsadas hacia el futuro en el tiempo, y Klara se encaramó al tejado y se puso a beber vino tibio mientras oía a la gente decir, Necesitamos teatro, y supo que le contaría aquella historia a Miles y supo también que nunca tendría otra amiga como Rochelle ni una madre como su madre si a eso vamos, y contempló, por encima de pretiles y de barandillas, el viejo rascacielos de centro abultado y vidrieras relucientes de sol que había diez manzanas al Norte y pensó lo maravilloso que era aquello, el prodigio accidental que suponía evocar un recuerdo que flota a la altura de un mosaico tornasolado en la punta de una torre urbana: el viejo sol punzante que nos trae suerte.