Manx Martin 2

El portero se acerca renqueando en su dirección. Aún no se ha alejado cinco pasos del edificio y el portero se acerca renqueando desde uno de los edificios que hay calle abajo, moviéndose con ese contoneo suyo de cadera que le hace ocupar media acera.

—He estado buscándole —dice el hombre.

Manx Martin se detiene con los brazos cruzados, sin molestarse por el momento en ladear la cabeza: aún es algo pronto para gestos de superioridad.

—¿Ha visto esas palas?

—¿Qué palas? —dice Manx Martin.

—Porque faltan del sótano.

—Siempre hay cosas que se echan a faltar. Yo me he comprado unos calcetines nuevos y ahora me faltan de la colada.

—Dos palas de quitar nieve que esta mañana estaban apoyadas contra la pared en el cuarto de los trastos.

—¿Se espera alguna nevada? —dice Manx Martin.

Y alza la mirada al cielo. ¿Te parece a ti que vaya a nevar? A mí no me da la sensación de que vaya a nevar. ¿Ha hablado de nieve el hombre del tiempo?

—A mediodía habían salido por la puerta. Y estoy preguntando por toda la calle.

—Debería tener más cuidado de a quién pregunta. Porque hay gente susceptible con esos temas.

—Se lo estoy contando porque se dicen cosas.

El portero lleva una camisa ligera a pesar del frío. Manx alcanza a olfatear el cambio de estación, el mordisco de la humedad y el viento cortante, y el hombre está ahí de pie, arremangado, ya entrado en años, el portero, con barba de varios días moteada de algo blanco.

—Alguien me ha dicho directamente —dice a Manx—: Habla con el clepto.

—Me está diciendo eso a la cara.

—Le digo lo que me cuentan.

—¿Quién le ha contado eso?

—Y digo que esas palas valen un buen dinero. Se trata de herramientas que me hacen falta para mi trabajo. Por las hojas, ¿comprende? Intente sacar nieve con una pala de carbón.

A Manx la actitud del portero le sorprende, le desconcierta un poco. El portero parece decidido. Debería ser problema del casero. ¿A qué andar por ahí haciendo de detective? Que el casero eche mano al bolsillo para sustituirlas. Lo tiene tan profundo que se le descarnan las rodillas de tanto hacer sonar la calderilla.

Desde la esquina, alguien predica al viento.

Manx se siente igualmente sorprendido por los antebrazos del portero. Han acumulado fuerza, esos brazos, a base de cargar con cubos de basura, ya sabes, y de hacer rodar los bidones en diagonal sobre el pavimento.

—Me da la sensación de que se está liando —dice Manx—. Porque lo que vemos en este barrio son pisos robados, no palas robadas. Los ladrones entran en las casas a diestro y siniestro.

—Le digo lo que me cuentan.

—Y yo le digo que a eso es a lo que debería dedicar el tiempo. A poner seguros en las puertas para que no las apalanquen.

—Si descubro que ha sido usted el que se ha llevado esas palas se lo diré al casero y a la calle, hermano.

Muy chulo para un tullido.

—Porque me escucha cuando le hablo.

La mayor parte de los porteros del barrio son temporeros que trabajan en una zona y luego en otra, yendo y viniendo, como si alguien les persiguiera. Este tipo se ha atrincherado como si fuera de Infantería.

—Ya hemos perdido bastante tiempo, usted y yo —dice—. Preséntese en mi puerta con una pala en la mano derecha y otra en la izquierda y oiré lo que tenga que decir.

Manx ladea la cabeza y aguza la mirada fingiendo concentración. Intenta turbar al hombre con la mirada, ponerle en su sitio.

Pero el portero pasa de largo. Manx está inclinado hacia él, pero el tipo pasa de largo torpemente, cada paso una laboriosa contorsión, y Manx se siente una vez más desconcertado: estaba preparándose para realizar una declaración demoledora.

Se encamina hacia la avenida Amsterdam. Tres chiquillos pasan corriendo como centellas, y ve a Franzo Cooper de pie junto al taller de zapatería, vestido con traje y corbata.

—¿Quién se ha muerto? Te veo muy vestido, Franzo.

Volviéndose mientras habla, buscando una última imagen del portero sin saber muy bien por qué, quizá para dispararle un rayo maldito.

—¿Has visto a mi hermano? —dice Franzo.

Lleva un sombrero adornado por una pluma diminuta prendida a la banda, y sus zapatos muestran un brillo militar. Al zapato de neón no le llega corriente.

—Voy a donde Tally.

—Si le ves, dile que necesito su coche.

—¿Quién se ha muerto, Franzo?

—Tengo que ir a Jersey a ver a una dama. Si no, me muero. ¿Tú qué haces?

—No gran cosa.

—Me muero de amor, tío. Dile que se venga con esa cafetera suya. Se lo compensaré.

Están la academia de belleza, el taller de zapatería y las habitaciones amuebladas, y sobre la puerta del taller hay un neón con forma de botín, y advierte que el neón está apagado y frío, lo que le fastidia levemente, le estropea un poco el humor.

En la esquina, el tráfico se detiene y avanza, avanza internándose en la noche, y junto al restaurante de las costillas hay un hombre que predica. Tres o cuatro personas se detienen un minuto, captan la onda, se quedan aún un minuto más y reanudan su camino y otras dos o tres llegan y se detienen a escuchar y se marchan, y los coches las sobrepasan y el semáforo cambia y los coches avanzan.

—Se habla de que sólo los insectos sobreviven —dice el predicador.

Es un hombre viejo con cara de hambre, las sienes surcadas de venillas, y le asoman las manos de las mangas. Las mangas de su chaqueta han encogido hasta el punto de que es posible distinguir un buen trozo de brazo por encima de las muñecas. Unos dedos largos y planos subrayan sus palabras, y lleva pinzas de ciclista en las perneras.

Pasan corriendo tres chiquillos que huyen de la escena.

—Eso es lo que dicen, y yo les creo porque estudian la materia. De todas las criaturas que Dios ha puesto sobre la tierra, tan sólo los insectos sobreviven a la radiación. Hay científicos que estudian cada minuto de la vida de las cucarachas. Las observan mientras duermen. Salen de una rendija de la pared y se encuentran con un tipo que lleva esperándolas con la lupa en la mano desde que amaneció. Y les creo cuando afirman que los insectos seguirán aquí después de que las bombas atómicas derruyan los edificios y destruyan a la gente y maten a las aves y a los animales y emasculen a los perros y a los gatos en tal modo que no puedan engendrar sus proles. Les creo a pies juntillas y de arriba abajo. Pero también yo tengo noticias para ellos. Sabía todo esto antes que ellos. Todos aquí, en este instante, lo sabemos porque somos veteranos de un lugar muy especial. ¿Necesitamos que alguien venga a explicarnos por qué los insectos sobreviven a la explosión? ¿Acaso no lo sabemos desde el momento en que nacemos? A vosotros me dirijo. Ninguno de nosotros precisa de pruebas científicas que demuestren que los insectos serán las últimas criaturas vivientes. Bastante cerca están ya de serlo. Nosotros morimos constantemente, mientras que las cucarachas no cesan de trepar los muros y de brotar por las rendijas.

Manx vuelve la mirada para lanzar una ojeada en dirección opuesta. Le hubiera gustado echar un último vistazo al portero para alimentar su rencor.

La gente se detiene para captar la onda del predicador callejero, seis o siete personas dispuestas a soportar el embate del viento. Manx escudriña al anciano, vestido con sus pantalones pinzados, similares a un uniforme de ejércitos de juguete que algún niño hubiera inventado. Hay algo en él que sugiere un cráneo delgado: tiene una cabeza desnuda, venosa y apergaminada. Un hombre le escucha con interés. Lleva un gorro francés, una boina negra, y hay dos mujeres ataviadas con traje de monja, de hermana menganita de iglesia a pie de calle, cuánto me alegro de conocerle, con servilletas en la cabeza y rostro severo.

—Nadie conoce ni el día ni la hora.

Dos hombres trajeados con sus elegantes esposas, los hombres quieren escuchar y las mujeres dicen «No, gracias», las cucarachas no son su tema favorito de conversación.

—Los rusos hacen estallar una bomba atómica al otro extremo del mundo. ¿Habéis sintonizado la radio en la emisora de las noticias? Yo mismo os estoy contando las noticias. Se las cuento a todo el planeta. Y vosotros, ahí de pie, pensaréis a mí qué me va ni me viene. Eso es problema de los generales y de los diplomáticos. Pero en este momento, en este crítico instante, mientras yo hablo y vosotros me escucháis, hay funcionarios proyectando la construcción de refugios nucleares por toda la ciudad. La construcción de refugios nucleares capaces de albergar a veinticinco mil personas bajo las calles de esta ciudad. Y adivinad qué es lo que no oiréis en las noticias de hoy. Qué es de lo que tenéis que enteraros aquí por mí mientras aguantáis el viento. Todas y cada una de las personas que ocupen esos refugios mientras lluevan las bombas serán de raza blanca. Como lo oís. Porque en Harlem no están construyendo ni un solo refugio. Eso es. Están construyéndolos en la parte alta de la Zona Este. Los están construyendo en la parte baja de la Sexta Avenida. No cabe duda de que los están construyendo en la calle Cuarenta y dos. Y no cabe duda de que los están construyendo bien profundos y bien secos en Wall Street. Y cuando comiencen a llover las bombas atómicas, ¿qué se supondrá que debéis hacer vosotros? ¿Tomar el primer autobús que pase en dirección al centro?

En el rostro de Manx se dibuja una leve sonrisa.

Una muchacha que hay allí de pie, en compañía de su novio, dice:

—Es un agitador, vámonos.

Manx comprende la argumentación del tipo pero la percibe algo ajena. Resulta satisfactoria porque consiste en multiplicar por millones las pequeñas venturas y desventuras con las que él tiene que cargar durante todo el día.

—Es un agitador, vámonos —dice ella.

Pero son esas venturas y desventuras con las que tiene que convivir, y no con las noticias mundiales que anuncian con los graznidos de ese gallo en el cine de la esquina.

El hombre continúa hablando, de pie cuan largo es y diríase que combado como un látigo, la cabeza como un huevo recién puesto y llena de venas, y tres chiquillos pasan corriendo, y un rostro tan desnudo que a uno le da la sensación de conocerle de toda la vida, con los pantalones fuertemente pinzados y ese grupo de críos que pasan corriendo.

—¿Dónde has dejado la bicicleta, tío?

Y el tipo se ha calado la gorra hasta abajo y no se mueve del sitio, y su chica dice:

—Es un agitador, vámonos.

El hombre hace girar la cabeza para captar una mirada de alguien.

—Dejad de pagar el alquiler, dicen. Yo no os digo que dejéis de pagar el alquiler. Yo no digo que cortéis la electricidad y el gas, la corriente y la luz. Coged a los caseros y al río con ellos, dicen. Yo no os digo que al río con los caseros ni que haya que ponerlos en el paredón. Yo digo: sacad ese billete de un dólar que lleváis bien plegado en el bolsillo porque habíais estado ahorrándolo para esto o lo otro. Desdoblad ese billete de dólar y dadle la vuelta para ver el dorso, que es donde escriben sus mensajes secretos. Donde guardan sus palabras en latín y sus números romanos.

Y el hombre extrae un billete plegado del bolsillo y lo desdobla como si estuviera realizando un truco de magia y agita el dinero frente al grupo que se extiende ante él.

—¿Veis el ojo que hay suspendido sobre esta pirámide de aquí? ¿Qué pinta una pirámide en un billete norteamericano? ¿Veis el número que han extendido a lo largo de la base de la pirámide? Así es como se exhiben sus códigos masónicos unos a otros. Esto es francmasón, con sus códigos y sus saludos. Esto es de los rosacruces, con el haz de luz. Esto son entramados y sus garabatos por todo el billete, en el anverso y en el reverso, y contienen un mensaje. Aquí no se trata simplemente de una serie de galimatías y de dibujitos. Están prediciendo el día y la hora. Se están diciendo los unos a los otros cuándo llegará el momento. La respuesta no se halla en la Biblia ni en la Declaración de Derechos. Oíd lo que os digo. Os digo que la historia está escrita en el trozo de papel más corriente que lleváis en el bolsillo.

Y sostiene el billete por los bordes y enarca los codos, mostrándolo tal y como es.

—Llevo quince años estudiando este billete de dólar. Me lo llevo al baño cuando entro a lavarme. Y he descifrado esos números y esas letras en todos los modos posibles y alzo el billete a la luz y lo leo bajo el agua y cada día estoy más cerca de averiguar la clave.

Y se aproxima el billete al pecho y lo dobla cinco veces y se lo mete en el bolsillo, más pequeño que un sello de correos.

—Ése es el motivo por el que me vigilan desde ese ojo que hay en la cumbre de la pirámide. Me vigilan y me siguen sin parar.

Manx necesita una copa. Apresura el paso a lo largo de la avenida Amsterdam, dejando atrás un comercio de radio y televisión donde parpadea un televisor que media docena de personas contemplan a pesar del frío. A eso de una manzana de distancia divisa a unos cuantos tipos que corren hacia él, ya se imaginan, galopando sobre la acera, sobre las trampillas de acero que dan acceso a los sótanos de almacenamiento, haciendo resonar el metal a medida que avanzan, y advierte que andan todos medio riéndose, azorados, debe de tratarse de una partida de dados interrumpida por la policía en algún callejón, y pasan corriendo junto a él con su golpeteo de trampillas, volviendo la vista atrás, corriendo y medio riéndose y mirando para atrás.

Casi cede al impulso de dar media vuelta y echar a correr con ellos. Comprende que resultaría divertido. Se reunirán todos en algún portal a tres bloques de distancia, jadeantes y muertos de risa, intentando recobrar el aliento, sintiéndose como adultos que hacen el tonto, y encontrarían un lugar en el que proseguir con sus apuestas, la trastienda de alguna peluquería o la sala de estar de alguien cuya mujer haya salido.

Pero la mujer no ha salido.

Porque estoy casado con una mujer que no puede verme ni a quince kilómetros de distancia y que no me deja ni respirar y que lo que no dice lo piensa y que, decididamente, siempre está ahí.

Un perro asoma la cabeza por la ventana de un primer piso.

Ya. Negros corriendo por las calles. Cuando Manx se sorprendió a sí mismo corriendo durante la revuelta del cuarenta y tres probablemente tenía esa misma expresión en su rostro, consciente de haber sido sorprendido haciendo algo que no debería pero haciéndolo de todos modos, dejando atrás la tienda de Orkin’s, la misma en la que Ivie se compró un abrigo de muestra, un abrigo rebajado que hasta entonces había lucido un maniquí, y aquello le estuvo dando la lata toda la noche, y ahora todos los maniquíes de Orkin’s rodaban por el suelo, con los torsos tirados por el arroyo y sus cabezas sin cuerpo: maniquíes carentes de brazos, como las estatuas famosas. Lo recuerda todo ahora, los grandes escaparates rotos y maniquíes ataviados con ligueros, piernas de maniquíes enfundadas en medias y niños de esmoquin, hombres corriendo por las calles y un chaval que tendrá unos doce años tocado con una chistera y vestido con un esmoquin que ha birlado y un poli conduciéndole a un coche patrulla, en la vida ha visto nada más divertido, con esa chistera y ese esmoquin y esos pantalones que le arrastran… incluso el poli sonríe con benevolencia.

Recorre las últimas cuatro manzanas apartando el rostro del viento, del viento que sopla con fuerza desde el Hudson, y Manx avanza como un caballo con anteojeras.

Pero qué diferencia cuando entras en el bar. Ese cálido zumbido, ese ambiente tranquilo, esas posaderas cómodamente asentadas sobre los taburetes. Esa noche, en Tally’s, se percibe un zumbido especial, hay más gente de lo habitual a mediados de semana, y más interferencias en el aire… y entonces se acuerda. Reina una atmósfera especial, un rumor en la estancia, y Manx acaricia el costado de su chaqueta y percibe la presencia de la pelota y comprende que están hablando del partido.

Saluda con un gesto de la mano a Phil, que está detrás de la barra y que es hermano de Tally, vestido con una camisa lisa y unos tirantes de diseño, y gesticula la pregunta dónde y Phil señala en dirección al fondo y allí está Antoine Cooper con una copa delante y dos largas palas apoyadas en la pared tras él.

Manx se sienta frente a Antoine, se acomoda en la silla de costado para no tener que ver las palas.

—He visto a Franzo ahí fuera, en mitad de la noche.

—Ya lo sé. Quiere mi coche. Pero no puedo dejárselo.

—¿Qué estás bebiendo?

—Anda detrás de no sé que pajarita que mejor haría en evitar. Créeme. Yo ya me la he hecho.

Manx pasea la vista por el local, se sumerge en el zumbido, escucha media frase adivinada entre un tumulto de carcajadas compartidas y decide no mencionar el tema de las palas. Lo de las palas le tiene horrorizado. Esas palas no deberían estar allí de ninguna de las maneras, de ningún modo, de ninguna forma. Pero decide no pronunciar palabra por el momento.

—¿Qué pasó en la revuelta aquella del cuarenta y tres? Intento recordar cómo empezó. Tuvieron que llenar tantos calabozos de tantas comisarías que no les quedó más remedio que abrir uno de sus arsenales.

—¿En el cuarenta y tres? Yo estaba en el Ejército, tío.

—Detuvieron a algunos heridos con el botín debajo del brazo. Los metieron en un arsenal de Park Avenue.

—También nosotros tuvimos nuestra revuelta —dice Antoine.

Manx se acerca hasta la barra y le pide un Seagram’s a Phil: le gusta el whisky de centeno en vaso bajo y con un único cubito de hielo.

—¿Qué ocurre? —dice Phil.

—Me han contado que había hoy un partido.

—Joder, menuda movida.

Manx regresa a la mesa con su copa. Con una mano aferra el vaso del modo habitual, y con la palma de la otra lo sostiene por debajo como si se tratara de un reluciente ornamento eclesiástico.

El cubito de hielo sirve básicamente como adorno.

—¿Qué tal los chicos? —dice Antoine.

—Los chicos. Los chicos andan desperdigados por todos lados —dice Manx—. Randall está en el Sur, no sé dónde, de acampada, ¿sabes?, entrenándose para supervivencia. Y Vernon…

—Sé dónde está Vernon.

—Vernon está en primera línea. Ahí es donde está. Y al otro lado de la frontera tienen un cuarto de millón de enemigos. Los chinos esos.

—¿Con qué división está?

—Con qué división.

—El Segundo de Infantería está en Corea —dice Antoine.

—No sé con qué división.

—¿No sigues la guerra?

—¿Qué es eso que estás bebiendo?

—A mí me gusta seguir la guerra. Planean sus estrategias.

—Soplan cuernos y silbatos, ésa es la estrategia de los chinos esos. Atacan en oleadas.

—Esto es brandy, amigo mío. Esta noche bebo importado.

—Así visto parece un poco fuerte —dice Manx.

—Sólo en el vaso. Por el gaznate pasa con mucha suavidad.

—Atacan en oleadas, ésa es su estrategia.

—Hay que recitar una oración de vez en cuando. Eso es lo que hay que hacer.

—Desde luego, Antoine. Yo me arrodillo junto a la cama.

—Tú has tenido suerte con tus hijos.

—Desde luego, Antoine. Me cuidarán cuando sea viejo.

—¿Tienes trabajo?

—Vendrán a visitarme a la residencia. A deslizarme una botella a través de la verja.

—Pensándolo bien, has tenido suerte.

—Rosie es la mejor. Una chica estupenda. Es la única que demuestra tener respeto.

—Necesitas un trabajo. Te cambiará el carácter. Últimamente, andas pisando huevos.

—Están despidiendo. No están contratando. Están despidiendo.

—Tendrías que marcharte a algún sitio lejos.

—Me traerán una tarta por mi cumpleaños —dice Manx.

—Bien lejos, eso es lo que hace falta. En Alabama tengo un primo que vive en Birmingham. Consigue muchos encargos para transportar muebles y de todo.

—Lo tendré en cuenta.

—Busca el pan en Birmingham.

—Lo pondré en la lista de cosas en las que tengo que pensar.

—Sus verdes campiñas, su cielo y sus viñas —canturrea Antoine.

Manx decide que no puede contenerse más. Pero no mira a Antoine. Dirige la mirada al otro lado de la estancia, a uno de esos apliques de la pared, una de esas lámparas de estilo antiguo atornilladas a la pared que tienen los casquillos decorados con falsos goterones de cera.

Y dice:

—Mierda, tío, tienes esas palas ahí en plena vista.

Antoine tiene la cabeza alargada y resbaladiza y el cuello estrecho; es un hombre maquinador e ingenioso al que llamaban Serpiente cuando era más joven, y juzga necesario girar el torso hacia la pared que se alza a su espalda para identificar los objetos en cuestión. Ah sí, estos trastos, son para retirar la nieve del patio después de unas Navidades blancas.

Y se vuelve de nuevo hacia Manx hundiéndose profundamente en la silla, de tal modo que le observa con expresión de complicidad por encima del borde de la copa.

—Dudo que haya un boletín del FBI circulando por estos tres estados. ¿Tú que opinas?

—Opino que deberían estar en tu coche, que es lo que acordamos.

—El caso es que hay que apuntar a miras más altas, porque estas cosas no dan beneficio.

—Lo habíamos acordado de antemano, Antoine.

—No merece la pena discutir. Tienes razón, y yo no. Pero tienes que apuntar más alto.

Permanecen un rato allí sentados, bebiendo, y Manx piensa en marcharse pero no se mueve de la silla. Piensa en coger sus palas e irse, pero continúa allí sentado, porque una vez que se levante y coja las palas se verá obligado a recorrer todo el local con dos enormes palas de nieve a primeros de octubre y no cuenta con un lugar apropiado para llevarlas, y sólo pensarlo y verlo le impulsa a mantener el trasero pegado al asiento.

En su lugar, saca la pelota de béisbol y la deposita sobre la mesa. A continuación, aguarda a que Antoine encuentre un momento de su atareada jornada para advertir su existencia.

—Mi chaval se la trajo del partido, el más pequeño, dice que es la del home run que señaló la victoria del partido.

—¿Ese partido que han jugado hoy?

—Exacto —dice Manx.

—He visto a gente que iba y venía gritando por la Séptima Avenida. Las manos clavadas en las bocinas, vociferando por las ventanillas. Le dije a Willie Mabrey —¿conoces a Willie?—, le dije, deben de estar abriendo las cámaras acorazadas. Los bancos deben de estar abriendo las cámaras. Tonto el último. Le dije, vamos a por lo nuestro.

—Mi hijo pequeño. Se ha venido a casa con la pelota. Ésta es la pelota que golpeó el tío ese como-se-llame en las gradas. La que ganó el partido. La que ganó el trofeo.

Manx se siente incómodo, se siente ajeno a lo que está diciendo: las palabras salen de sus labios como una mentira, de ese modo que tienen las mentiras de quedar suspendidas en el aire independientemente de lo que está bien y lo que está mal, haciéndote sentir que tú no eres responsable.

Le acomete el impulso de retirar la pelota de la mesa e introducírsela de nuevo en el bolsillo.

—¿Es ésta la pelota de como-se-llame? ¿Qué pretendes decirme exactamente?

—Digo que podría tener algún valor.

—Y yo te digo que apuntes más alto. Porque se trata de algo circunstancial y no puedes probar nada. ¿Y a quién vas a vendérsela, en cualquier caso?

—Puedo vendérsela al club. La querrán como trofeo. Para exhibirla.

—Déjame ver esto. Está llena de barro.

Manx se da cuenta de que no quiere que Antoine toque la pelota. Antoine estudiará la pelota y dirá algo decepcionante, algo que a Manx le pondrá nervioso y le sacará de quicio, y de hecho ya se siente bastante nervioso y tiene el estómago revuelto.

Manx coge la pelota y se la mete en el bolsillo.

Antoine se reclina en el asiento y alza ambas manos mostrando las palmas y exhibiendo su vieja sonrisa de serpiente, fría y mezquina.

—Te diré una cosa. Puede que consigas vender eso en algún sitio. Pero dudo que puedas comprarte un sofá de Ludwig Bauman —dice—. Ni una bonita di-nette.

Manx se aproxima a la barra para beber en paz. Al cabo de un rato se le acerca Phil y ambos charlan un poco. Para entonces, el local está más tranquilo: quedan los buenos bebedores, hablando del partido. Phil es un tipo legal, enorme, de los que te miran a los ojos. Habla del partido y Manx le escucha atentamente, a la caza de algún dato, de algo en lo que apoyarse. Para los Dodgers, la temporada ha terminado. Están muertos y enterrados. Los Giants jugarán en el Mundial que empieza mañana, que empieza hoy, dice Phil, consultando el reloj, porque ya es más de medianoche.

—¿Contra quién juegan en el Mundial?

—Contra los Yankees. ¿Quién, si no?

—Contra todo Nueva York, en otras palabras.

—Contra toda la serie de Nueva York. Y la gente ya está haciendo cola para sacar entradas. Lo he oído por la radio. Harán cola durante toda la noche. Con sacos de dormir, ya sabes. Personalmente, me encantaría ir.

—¿Toda la noche? —dice Manx.

—Tal y como se han colado los Giants, la gente hará cualquier cosa con tal de ver esta serie.

A Manx le gusta como suena aquello. La gente hará cualquier cosa. Le dice a Phil que se sirva una copa, sabiendo que el otro la rechazará, siempre lo hace, y Manx se siente levemente serpentino, se le ha pegado de Antoine.

Regresa a la mesa arrastrando ligeramente los pies.

—Vas a dejar a tu hermano plantado en medio del frío.

—Lo sé —dice Antoine.

—Lo único que quiere es que le prestes el coche una noche.

—Estoy haciéndole un favor. Porque esa señora a la que pretende ligarse es lo más falso del mundo.

—Déjale que lo averigüe por sí mismo. Es un chaval joven en busca de marcha.

—El problema es que tú no eres un hombre celoso. Permíteme que te explique una cosa. Yo soy un hombre celoso. Y cuando digo celoso me refiero al sentido integral de la palabra. Todo el mundo es celoso —dice Antoine—, pero la palabra no significa una mierda si no le concedes su sentido integral. Necesita un adjetivo. Como celoso compulsivo o celoso fanático. De modo que cuando yo digo que soy celoso debes imaginarme con los ojos inyectados en sangre.

—Tú ya no tienes nada que ver con ella. ¿Qué más te da? Franzo es un buen chico. Déjale que aprenda.

—Quieres decir que le deje que lo descubra. Porque tampoco va a aprender nada.

Pero Antoine parece ablandarse. Se inclina hacia el mantel, con los codos separados, la barbilla casi en contacto con la copa de brandy.

—Sí, me encanta ese chaval. Franzo es un buen chico. Pero mi coche está en una situación embarazosa.

—¿Acaso lo has estrellado contra una farola?

—¿Conoces a Willie Mabrey?

—Creo que no —dice Manx.

—Willie y yo hemos estado hablando de mi coche. Del modo de ganar algún dinero rápido. No es que esté lo que se dice sin blanca. Pero a mis ingresos no les vendría mal un empujón —da un sorbo a su brandy—. Y esto que me estoy bebiendo es el primer pago, por adelantado. Entra suave, suave. La crème de la crème.

—¿Pago de qué?

—Willie abrió un restaurante hará unas seis semanas. No le va mal. Pero tiene un problema con la basura. El Ayuntamiento está hablando de contratar a empresas privadas para que recojan la basura. Pero hoy por hoy se encargan ellos, y hay ordenanzas que dictan a qué hora del día o de la noche pueden los restaurantes dejar la basura en la calle. No pueden tenerla fuera toda la noche.

—Huele mal.

—Huele mal y atrae a los bichos. Y si la guardas en el local, te arriesgas a tener a los clientes charlando con las ratas.

—Así que has llegado a un acuerdo con el tipo.

—Hemos llegado. Yo y mi coche.

—Lo que me recuerda —dice Manx—: ¿te importaría llevarme?

—Te llevo adonde quieras —dice Antoine.

Apuran sus copas y se ponen de pie y se sacuden, por así decirlo, se sacuden los complacientes aires y humores de la taberna, reafirmándose para enfrentarse a lo que sea que les aguarda allí fuera, en las calles ventosas y afiladas.

Antoine se pone la chaqueta y hace girar los hombros y se sube la cremallera hasta el cuello. Se abrocha los puños, por añadidura, alineándolos para mayor comodidad y simetría, situándolos en pleno centro del mundo. Manx ya lleva puesta la chaqueta, no se la había quitado en ningún momento, la lleva puesta desde que abandonó su casa por la mañana, y ha bebido con ella, ha cenado con ella y ha fregado los platos con ella, y se la abrocha hasta la garganta y se hunde en su casco, en su concha, ya un poco ligera para la época del año.

Al salir, saludan a Phil con la mano. Caminan hasta el final de la calle, donde está aparcado el coche. Manx lo rodea, se dirige a la puerta del acompañante, deposita la mano en el picaporte y se detiene a mirar.

Antoine dice:

—Entra ya, tío. Cuanto antes entres, antes nos largamos. ¿Adónde quieres ir?

Manx observa. Mira por la ventanilla del asiento trasero y advierte que está lleno de basura. Ya la había olido cuando caminaba calle abajo, pero se trata de un olor corriente y lo había tomado como algo general: basura depositada en un callejón o en un solar. Comprueba ahora que es el coche de Antoine lo que huele; el coche de Antoine repleto desperdicios frescos.

—Jo, tío. Mierda. No me imaginaba esto. Pensaba que…

—Entra ya, tío. Esta noche hace un frío de narices.

Hay basura en bolsas de papel y en cajas de cartón. Hay dos bidones metálicos de basura encajados entre los asientos delantero y trasero, dos bidones de limpieza urbana de tamaño reglamentario con las tapas abolladas, casi reventadas por la presión. Manx ve que hay basura apilada sobre el estante de la ventanilla trasera. Ve basura en la parte delantera, en una caja de melocotones emplazada en pleno asiento, y el olor que rezuma está tan próximo que parecería posible beberlo.

—Pensé que ibas ahora a recoger la basura del tipo ese para llevarla adonde fuera.

—Me la he traído. Ésta es la basura. Llené el maletero mientras aún estaban cenando. Luego me metí con el interior del coche, empezando por detrás y acabando por delante. Corre esa caja y entra.

Manx abre la portezuela, coloca la caja de melocotones en la alfombrilla y se sienta, intentando encontrar sitio para las piernas a ambos lados de la misma.

—¿Adónde quieres ir? —dice Antoine.

—No está lejos, pero tengo prisa. Al lado de la calle Cincuenta y cinco Uno. ¿Adónde tienes que llevar todo esto?

—Al Bronx. Debajo del puente Whitestone hay una montaña de basura, no sé dónde. Es echarla por la puerta y pisar a fondo.

—Hazme un favor y apriétalo ahora —le dice Manx—. Porque me voy a morir si seguimos aquí de charla.

—Tranquilo. Te llevo a donde vas.

Antoine pone el vehículo en marcha. Conduce con ademán firme e imperturbable, dirigiendo el coche a lo largo de Broadway como un dardo envenenado.

Manx comprende que a ello se debe que las palas no estuvieran en el coche, que era donde le había dicho a Antoine que las pusiera. No hay sitio para las palas en el coche.

Y entonces se da cuenta de que se han dejado las palas en el bar. Un lugar tan bueno como cualquier otro. Sólo que mañana ya no estarán allí. He aquí, pues, un pequeño hurto que ya pueden ir borrando de la cuenta.

Y advierte, por último, que Antoine lleva toda la noche diciéndole que apunte más alto. Y conduciendo un DeSoto lleno de basura.

—Déjame ahí, un poco más adelante.

—Voy a llevarte exactamente adonde vas.

—Con Broadway me vale —dice Manx.

La peste le está matando, arrancándole del estado de impermeabilización de un lento día de combustión en whisky.

La basura va saltando y dando botes de un lado a otro como si tuviera vida propia, como una hirviente amenaza vegetal que buscara escapar de los bidones y las cajas, ruidosa e incansable, aunque a lo mejor no son más que las ratas, agitándose por ahí, a punto de vomitar.

—Aquí me viene perfecto —dice Manx— justo en la esquina.

—¿No piensas decirme adónde vas?

—Te diré a dónde tienes que ir tú si quieres soltar esta basura en el puente Whitestone. Atraviesas el río, sigues por la Sesenta y uno Uno, que creo que es de doble sentido, y continúas hasta Bruckner y Boulevard, sin problema.

Antoine le mira. Manx ya ha salido del coche y se encuentra en la acera, y Antoine le mira, impávido tras el volante. Una larga y perezosa mirada de serpiente.

—También podría soltarla en plena calle.

—Eso pensaba. Eso me estaba diciendo a mí mismo.

—Mientras la ciudad duerme —dice Antoine—. Mientras los polis están comiendo el bocadillo.

Manx contempla el coche mientras arranca. La sensación de las calles vacías tras la medianoche y del viento procedente del Hudson mientras avanza en dirección este. El hormigueo en la espalda. El viento cortante que esparce la basura por las calles.

Podría tratarse de Antoine, descargando antes de tiempo.

Le gustaría ver un Alka-Seltzer, eso es lo que le gustaría ver, deshaciéndose con un siseo mientras desciende por un vaso de agua fría.

Desciende por la larga rampa, dejando el estadio a su izquierda, los Polo Grounds, y busca con la mirada grupos de personas haciendo cola o acurrucadas sobre el pavimento con mantas y comida, los serenos, hombres y muchachos ávidos de entradas, chavales a los que los reventas pagan por aguantar el frío y comprar las entradas sobre las que al día siguiente regatearán los hinchas desesperados para luego pagar precios astronómicos.

En el lugar reina una calma sepulcral. Y Manx nota una sensación ácida y rancia, esa indigestión desazonada de haber bebido demasiado con el estómago vacío, y eso que él ha comido, recuerda el plato que le dejó Ivie, conserva el sabor del redondo de ternera y de las verduras, pero siente un tirón brutal, como si algo le hubiera succionado todo el líquido del cuerpo.

Se encuentra ya en la Octava Avenida, recorriendo el perímetro del estadio, en busca de algún indicio de vida. El lugar está frío, y silencioso como una tumba.

¿Qué pinta una pirámide en un billete de los Estados Unidos? He ahí una buena pregunta.

Lo único que ve es un perro de aspecto furtivo, de esos que han recibido tantas patadas que ya las identifican como caricias. Se niega a creer que Phil pudiera haberse equivocado en cuanto a esto. Phil es un tipo legal. Si Phil dice que los hinchas van a estar toda la noche haciendo cola para comprar entradas y luego llegas allí y descubres que el sitio en cuestión parece una tumba tienes que comenzar a preguntarte quién te está comiendo las neuronas.

En realidad, se trata de un sistema de transporte y almacenaje de atención nocturna. Si le llaman, trabaja; si no le llaman, no.

Ahora ve un automóvil detenido frente a un semáforo y se aproxima a él, arrastrando los pies como suele hacer cada vez que las cosas le superan. Hay un hombre sentado al volante. Ve venir a Manx y sube la ventanilla. Un hombre blanco cuyo rostro adopta una expresión que parece querer decir no estoy aún listo para morir. Manx hace un gesto con las manos. Sacude las manos en el aire, no no no no: tan sólo quería hacerle una pregunta. Y el hombre pisa el acelerador y desaparece, da igual que el semáforo aún esté rojo, con un chirrido impresionante.

El sonido se desvanece en la calma de la noche y de nuevo reina una profunda quietud. El viejo estadio se yergue sobre la avenida y desprende su propio silencio, distinto del de la calle y el río. En verano, los chiquillos aún nadan en el río Harlem, casi en la linde de la ciudad, donde se despega del Hudson: hasta sus propios críos solían tirarse allí de una roca, con los brazos extendidos… durante un instante, los ve suspendidos en el aire.

Le invade una amargura espantosa.

Se siente un poco vacío. Se siente deprimido y molesto y francamente asqueado desde el punto de vista humano y ansía tumbarse y dormir. Se siente un poco atropellado. Quiere de algún modo, por medio de alguien, ganar algún dinero.

La posibilidad de que en el club le dejen traspasar siquiera la puerta es de una entre diez millones. Tiene que encontrar a los hinchas dispuestos a pagar. Y sólo se había acercado al coche para preguntar por su paradero. Y el rostro de la ventanilla como diciendo, por favor no me haga usted picadillo.

Dirige la mirada al otro lado de la calle Ciento cincuenta y cinco, en dirección a las casas de vecindad situadas al Sur, y ve a una mujer que permanece de pie bajo un cartel del Poder de la Oración, buscando trabajo.

Oye un sonido procedente del otro lado del río.

¿Qué otro sentido tienen los códigos secretos del dólar estadounidense que el de desconectarte de la gente que los entiende?

Oye algo. Está a punto de encaminarse en dirección a casa, no hay ningún sitio donde ir más que a casa salvo que encuentre otro bar, y sabe que tiene que entrar en el metro y esperar la llegada del tren en una estación vacía, otro fastidio, tener que aguardar allí solo en un andén interminable, acaso media hora, y oye un sonido procedente del otro lado del río, lejano pero nítido, de ese modo preciso que tienen las voces de transmitirse sobre el agua por la noche.

Se detiene junto al acceso del puente y escucha. Hombres que cantan, el sonido de numerosas voces, algunas de las cuales siguen a las otras, estridentes y desiguales, y reconoce la melodía.

Cantan, Riding on a pony.

Cantan, Stuck a feather in his cap.

Cantan, Called it macaroni.

Y oye risas que flotan sobre el río y finalmente empieza a comprender. No es el camarero el que se había equivocado. Phil en ningún momento dijo que la gente fuera a hacer cola en el Polo Grounds. En ningún momento mencionó el estadio. Fue Manx quien se equivocó. Porque están haciendo cola en el Yankee Stadium, al otro lado del río. Juegan los Giants contra los Yankees en el Yankee Stadium, y las voces viajan con tal precisión que es como si se las susurraran al oído.

Oye a un grupo de hinchas cantando Say Hey Willie y, claro está, se trata de hinchas de los Giants, cantando las alabanzas de Willie Mays.

Y oye el cántico de respuesta de los hinchas de los Yankees con esa vieja canción de DiMaggio Joltin’ Joe de antes de la guerra, cree, esa que ponían en todas las emisoras del país, te queremos en nuestro bando, y todo resulta movido y alegre, y su estado de humor se remonta, y propina una palmada a la pelota que lleva en el bolsillo de la chaqueta, con la redondez y la dureza perfectas de todo objeto sustancial.

Atraviesa el puente colgante y los oye en las calles y en ese momento comienza a verles. Están atravesando el parque en dirección al estadio, cruzando prados y senderos, y descienden del metro colgante, hombres y muchachos que forman largas hileras que doblan las curvas de las elevadas escaleras riendo y cantando.

Ve banderas que ondean en el tejado del estadio y estandartes de las Series Mundiales colgando de la parte superior de los muros exteriores. Ve hogueras sobre el pavimento, están encendiendo hogueras en bidones de doscientos cincuenta litros, y no deja de asombrarse un poco ante las masas de gente que han salido a esa hora de la noche para comprar entradas. Tiene la boca ligeramente abierta y los ojos como platos. Adapta su zancada al paso de la multitud, sintiéndose arrastrado, sintiéndose francamente feliz de hallarse entre aquellas personas que transportan comida y sillas, ligeras butacas de lona plegables para la playa, y que llevan sacos de dormir atados a la espalda, una docena de muchachos de instituto con el pelo rapado que se pasan unos a otros termos que despiden humo al destaparse, café bien concentrado con el que mantenerse despiertos y calientes.

Ve a padres y a hijos calentándose en torno a los fuegos, masas incontables de gente, y caballos de la policía montada respirando vaho, y experimenta una peculiar euforia, un deseo de estar-entre-ellos, y se siente arrastrado, con la boca ligeramente abierta porque es un espectáculo magnífico, mientras los demás entonan y rugen cánticos guerreros, yendo y viniendo por la calle con buen humor, todos esos hinchas del béisbol encaminándose hacia las colas de las taquillas a las dos o las tres de la madrugada, quién sabe qué hora es en realidad.

Manx lleva un reloj de pulsera que dejó de funcionar hace seis semanas. Se encuentra en una situación que ya tendrá ocasión de recordar cuando su vida retorne a un estado normal.