El club no estaba en su mejor momento que digamos. Había siete parroquianos, Sims y yo incluidos, y la banda se componía de cuatro tipos: un saxo con perilla y sus encorvados compañeros.
Ignoraba dónde nos encontrábamos. Podía ser Long Beach o Santa Mónica o cualquier difuso suburbio de cualquier parte. Era el tercer club en el que entrábamos, y mi precario sentido de la orientación yacía hecho pedazos. Big Sims no estaba hablador aquella noche: se trasladaba a través del paisaje con sombría determinación, media copa y a la calle, como un hombre al que le hubieran encomendado una tarea en un poema épico.
—Oye, Sims, vete a casa, ¿quieres? No estás disfrutando de la música. No quiero que pienses.
—La música está bien. Es música.
—Pero no pienses que tienes que hacerme de guía. Vete a casa. Yo me quedaré un rato y luego cogeré un taxi.
—Que me vaya a casa.
—Vete a casa. Eso es. Pero primero dime con quién estás enfadado.
—No estoy enfadado. Si piensas que esto es estar enfadado… —dijo.
Un tipo de edad madura nos trajo las copas, un individuo que llevaba un trozo de algodón en uno de los orificios de la nariz. Vestía una camiseta en la que podía leerse Fútbol los Lunes por la Noche en Solomillos y Chuletas Roy Earley. Ni era lunes, ni estábamos allí.
Dije:
—¿Qué ha ocurrido?
—Qué ha ocurrido. ¿Qué ocurre en casa de uno?
—Te has peleado con Greta.
—Olvídalo —dijo—. Bébete la copa.
—Estos tíos no tocan mal.
—Es música. Bébete la copa —dijo.
—Tienes el estómago encogido.
—El hecho es que nunca nos peleamos.
—Nunca os peleáis. Marian y yo nunca nos peleamos. Así que cuando ocurre…
—Te lo guardas dentro.
—Notas como un nudo, como un peso.
—Nunca peleamos, coño.
—Marian y yo nunca nos peleamos. Vete a casa y reconcíliate. Yo pediré un taxi. ¿Se puede pedir un taxi desde aquí?
—Estás encaneciendo un poco —dijo él.
—Y tú te estás quedando un poco calvo.
—Me estoy quedando muy calvo. Pero tú estás encaneciendo un poco.
El tenor había empezado a acometer notas cubistas. Nos habíamos tomado ya unas cuantas medias copas y el batería estaba chasqueando los bordes de la caja o lo que sea que hacen los baterías, y bajo el ruido del local y la extensa confusión de un paisaje nocturno que no me era familiar, intenté comprender las palabras de Sims.
—En serio, vete a casa. Estoy bien. Me gustan estos tíos. Es tela marinera.
—Es música racial —dijo él.
—Es un jazz loco, desatado.
—Es música racial. Te gusta por lo que te gusta. A mi me gustará por lo que me guste. Un día te enseñaré una foto que tengo en casa. Una foto estupenda, tomada, no sé, en los años cincuenta. Charlie Parker vestido con un traje blanco en un club de no sé dónde. Una foto estupenda, estupenda, estupenda.
—Un club de Nueva York.
Me miró con rostro inexpresivo.
—¿La conoces?
—Una foto estupenda —dije yo.
—Espera. ¿La conoces? ¿La del club de Nueva York?
—Lleva un traje blanco y esos zapatos que nunca recuerdo cómo se llaman.
Sin motivo, pensé en cuánto cambiaban nuestros rostros, en cómo me esforzaba por detectar en la mirada de otro hombre cualquier signo que me indicara si debía preocuparme y en cómo, al mismo tiempo, evitaba el contacto visual hasta que conseguía dominar un poco la situación, y en cómo parecíamos coincidir, entre los silbidos y gemidos de la habitación, en cuanto al hecho de que si todos tuviéramos el mismo rostro estaríamos a salvo de cualquier peligro.
—¿Se puede llamar a un taxi desde aquí? Vete a casa. Reconcíliate con ella. No sometas este episodio a diez horas de escrutinio neurótico.
—Que me vaya a casa.
—Vete a casa. ¿Cómo se llaman esos zapatos en los que estoy pensando? Dile que lo sientes. No permitas que la cosa se estanque. Zapatos bicolores, pasados de moda.
Él me miró, sopesando mis palabras.
—Un día de éstos tenemos que ir a un partido. Vuelves dentro de unos meses, ¿no es así? Iremos a un partido.
—No quiero ir a ningún partido.
—Iremos a un partido —dijo él.
Nos acabamos las copas y nos marchamos. No habían transcurrido quince minutos cuando ya estábamos en otro club, escuchando cómo los trompetistas acribillaban los muros, cuatro tipos ataviados con fez y caftán que producían un sonido físico y contaban con un batería que básicamente producía sonidos vocales, aullidos y gemidos desafinados.
Pedimos unas copas, escuchamos durante un rato y, por fin, Sims se inclinó hacia mí.
—Me ha pasado en dos ocasiones desde que estoy aquí. Sacan las pistolas. Mi vida dependiendo del dedo índice que un poli tiene en el gatillo porque me parezco a un sospechoso o porque tengo fundidas las luces de posición. Sale del coche. Me saca del coche. Dice, tiene usted que salir del coche ahora mismo. Y yo salgo del coche. Y dice, ponga las manos encima del techo y separe bien las piernas. Pero yo me limito a mirarle. Y él también me mira. Nos miramos mutuamente con unas ansias asesinas que por una parte resultan completamente desconcertantes y por otra completamente naturales.
Yo asiento y espero. Él, Sims, permanece sentado frente a su copa, muy serio.
—Si quieres ser mi amigo tienes que escuchar esto —dijo.
Las paredes estaban decoradas con viejas fundas de álbumes de Pacific Jazz, y al volver la cabeza hacia el escenario percibimos la fuerza de la música, un jazz sofisticado que poseía la textura de un argumento a vida o muerte.
Le dije:
—Sí. —Dije—. Sí, estoy empezando a encanecer un poco. Pero no comprendo por qué tiene que ser peor que quedarse completamente calvo, algo que, en tus propias palabras, es tu destino reconocido.
—De eso se trata.
—¿Se trata de qué? Unas cuantas canas no es lo más terrible que puede sucederle a un hombre.
—Vámonos, ¿quieres?
—¿Por qué?
—Conozco un sitio.
—A mí me está gustando éste.
—Quiero enseñarte algunas cosas, ¿vale? Tienes que aceptarlo —dijo—; yo estoy aquí, y tú no.
—De acuerdo, pero deberías irte a casa. Decirle que lo sientes.
—Quiero que sepas algo acerca de nosotros.
—¿Qué?
—Nunca reñimos.
—Nosotros tampoco reñimos nunca. Riñen nuestros amigos.
—Por eso me siento retorcido por dentro.
—Te escucho.
—Vámonos, pues —dijo.
El siguiente local estaba en el centro de Los Ángeles. El centro de Los Ángeles: la expresión poseía un aliento secreto que no me sentía capaz de descifrar con claridad. El grupo era un telonero, y en la sala flotaba suspendida una nube de humo de diez años de antigüedad.
—Yo tocaba la trompeta. ¿Lo sabías?
—¿Sigues tocándola?
—Una vieja trompeta rescatada de una casa de empeños. Terminé por tirarla.
—Pero aún la conservas.
—La tiré —dijo.
—¿No la conservaste?
—¿Para qué? Sonaba a demonios.
—Es algo estupendo para tener. ¿Una vieja trompeta? Y no se llaman mocasines, por cierto. Cuando hablo de zapatos bicolores no me refiero a esa clase de zapatos.
—Aquello sonaba como la muerte y los funerales de la música.
—Idiota. Debiste haberla conservado.
—Un momento. ¿Me has llamado idiota?
—Una cosa estupenda para tener. Hay que conservar esa clase de cosas. ¿Una trompeta de segunda mano? Magnífico.
—Espera un momento.
—Craso error, Sims.
—¿Me has llamado idiota?
El pianista hizo su aparición en primer lugar; luego, el bajo. El batería llevaba el pelo sujeto por una cinta y unas gafas oscuras.
—El barco ha vuelto —dijo—. ¿Lo sabías?
—No.
—Está costa arriba, en San Francisco.
—¿Quién te cuenta esas cosas?
—Ya sabes cómo funcionan los rumores. Nadie te dice las cosas. Sencillamente, las oyes.
—¿Qué has oído contar de la carga?
—Eso es otra cuestión completamente distinta —dijo Sims, adoptando la voz forzada de los vendedores de coches de segunda mano, y encima con acento del Sur, lo que me hizo soltar la carcajada—. Eso sí que es interesante. Ésa es la mejor parte de todo este puñado de rumores.
Por fin, apareció el trompeta, un tipo bien plantado con los dientes separados; iba adornado con una cadena de oro y vestía ropa playera y sandalias.
—Decían que era heroína. Decían que era un transporte de heroína realizado por la CIA para financiar una operación secreta. Pero tú y yo no nos creímos aquello.
—Porque somos personas responsables.
—Y estábamos en lo cierto —dijo Sims—. Porque no se trata de heroína. No son productos químicos venenosos, no son cenizas industriales y no es heroína.
—¿Qué es?
—Es una confusión ocasionada por una palabra. Eso es lo que es.
—¿Qué palabra?
—Ya sabes cómo llaman a la heroína. La llaman polvo, la llaman caballo, la llaman H, la llaman jaco, la llaman esto y lo otro. ¿Y qué otra cosa la llaman, Nick?
—La llaman mierda.
—¿Entiendes ahora? No es un cargamento de heroína. Es un cargamento de mierda.
Nos sentimos momentáneamente alerta, ajenos a rodeos. Se estaba produciendo uno de esos episodios de claridad definida que tienen lugar durante una noche de copas y charla.
—En un momento dado, corrígeme si me equivoco, los rumores sugerían que no se trataba de un cargamento marítimo corriente.
—Un transporte de lodos. Y resulta que el rumor era cierto.
—Transporta excrementos humanos previamente tratados.
—De puerto a puerto, casi dos años —dijo.
Escuchamos la música, la caja registradora que tintineaba al extremo de la barra y las trazas de una voz de radio o televisión procedentes de un cuarto trasero invisible.
—Dile que lo sientes. Vete a casa, Sims.
—Quizá debiera decírmelo ella.
—Díselo tú primero.
—A lo mejor no soy yo el que tiene la culpa. ¿Has pensado en eso? El instigador.
—Qué más da, so idiota.
—Con ésa van dos —dijo, mostrándome dos dedos.
Salimos de allí y nos dirigimos a otro local, decorado con paredes de cebra y mesas pequeñas, una sala bastante concurrida en la que reinaba un zumbido corporal, gente ataviada con gafas de aviador y camisas plateadas.
—Lleva un traje blanco.
—Sí.
—Está tocando el saxofón alto.
—Sí.
—Y mira al exterior de la imagen, fuera de los bordes.
—Y lleva zapatos marrones y blancos. Zapatos bicolores. Pero no son mocasines.
—No te he preguntado qué clase de zapatos eran. Me dan igual sus zapatos.
—Lo mencionaba, simplemente.
—No me interesan sus zapatos.
—Tienen un nombre del que intento acordarme.
—Acuérdate en otro lugar.
—En un club de Nueva York —dije.
—¿Sabes eso? ¿Y yo no lo sé? ¿A pesar de que se trate de mi fotografía? ¿De la que tengo en casa, dices?
El camarero nos trajo unas copas.
—Escucha. Vete a casa, dile que lo sientes, date un baño y métete en la cama.
Él me miró, extendiendo hacia fuera el labio inferior.
—Pasa otra cosa.
—¿Qué? —dije yo.
—Un juez dictó una sentencia, una orden que prohibía verter aquellos lodos debido a que hay un cuerpo enterrado en ellos —dijo Sims, dando un sorbo al vaso y extrayendo un puro del bolsillo.
—¿El cuerpo de quién?
—El cuerpo de quién. ¿Qué cuerpo preferirías que fuera? Ese cuerpo es. Por lo que me dicen, de algún mafioso. Ejecutado con un disparo en la cabeza.
Un trío con una cantante. Una muchacha de cabellos rojizos y veteados y piel cobriza que sostenía el micro junto a su muslo de lentejuelas mientras el resto de la banda coreaba el siguiente estribillo.
—Nunca nos peleamos. Nuestros amigos se pelean —dije.
Cuando acabó el espectáculo nos asaltó una sensación de fatiga, de ranciedad. Sims sopló una bocanada de humo por encima de mi hombro. Yo golpeé uno de los cubitos de hielo que flotaban en mi vaso; lo empujé con el dedo y observé como se hundía y volvía a salir a la superficie.
—Una vez vi a un tipo. No le conocía, sólo le vi una vez. Yo entonces era joven —dijo—. Se acercó por los billares.
—¿Con qué se relaciona esto que me estás contando?
—Con el cuerpo sumergido.
—Un mafioso. ¿Quién era?
—Yo era joven. En edad de instituto. Sólo hablé con él aquella vez. Pero mi padre le había conocido años atrás, y me lo contó. Me lo contó Badalato, no mi padre. No eran amigos, eran conocidos. A veces coincidían en algunos sitios.
—¿Es Mario de quien estás hablando, Badalato? Le vi una vez en televisión —dije—, en una secuencia en la que le meten en un coche camuflado para llevarle al juzgado y uno de los detectives le pone la mano en la cabeza para que no se golpee contra el marco de la portezuela y yo, ahí sentado, pensaba, ¿por qué será que los policías se preocupan siempre tanto de que los criminales no se golpeen la cabeza? últimamente parece que no piensan en otra cosa, los policías, más que en protegerles la cabeza con la mano.
—De repente te has vuelto muy locuaz.
—Siempre le están fotografiando en las escalinatas de los juzgados. Es el rey de las escalinatas.
—Tienes razón. Vámonos —dije.
—Tu padre le conocía. Eso significa… ¿qué?
—Significa que le conocía.
—En otras palabras, que debo ser respetuoso. Debo mostrarme reverente al pronunciar su nombre. El nombre de un tipo que dirige una red de narcóticos, extorsión, qué sé yo. Asesinatos, intentos de asesinatos, qué sé yo.
—Transporte de desechos —dije.
—Tal vez. ¿Por qué no? Y hable con tu padre. Tengo que respetarle. Porque se mostró amable.
—Tienes razón. Vámonos —dije.
—No he dicho que quisiera marcharme. No quiero marcharme.
—Dile que lo sientes y date un baño —le dije.
Media hora después estábamos en el último club de la noche, una sala de blues en la que reinaba una atmósfera de desesperación, con un camarero que se parecía al viejo de dos o tres sitios atrás, se parecía en las facciones: vestía un uniforme corriente de camarero pero se parecía un montón, pensé, al otro tipo, al de la camiseta de fútbol, el de tres o cuatro locales antes, o cuando fuera, el de la camiseta y el tapón de algodón en la nariz.
—Este sitio me recuerda… ¿Sabes eso que te dicen siempre? ¿Dónde estabas tú cuando pasó tal cosa o tal otra? ¿Dónde estabas tú cuando lo de Kennedy? Bueno, pues ¿recuerdas aquella vez que se fue la luz? Este sitio me lo recuerda. El gran apagón del Nordeste.
—¿Y se supone que yo tengo que preguntarte a ti dónde estabas? —dijo él.
—Afectó a treinta millones de personas.
—Yo estaba en Alemania. Nunca me enteré de cuál había sido el motivo. ¿Cuál fue el motivo?
—Nadie lo recuerda. Treinta millones de personas. Ni uno solo de nosotros lo recuerda.
—Pero recuerdas dónde estabas.
—Pregúntame dónde estaba. Estaba en un bar que se parecía un poco a este lugar —dije—. Almas deprimidas, jazz triste. Palmeras pintadas en la pared.
—Aquí no hay palmeras en las paredes.
—Mejor aún, así se parece más. Y las luces se apagaron.
—Hicieron una película. Yo estaba en Alemania —dijo.
—Quizá en aquel otro sitio no había jazz. Quizá solían tenerlo pero lo dejaron. Con respecto al jazz, reinaba la política de no tocar jazz, lo que viene a ser lo mismo si te fijas detenidamente.
No se parecía al viejo de tres o cuatro locales antes. No era ni mucho menos a él a quien se parecía. Se parecía al taxista que me había llevado aquel mismo día, o el día anterior, al tipo que había dicho: «Enciende un Lucky. Es hora de fumarse un cigarrillo».
Me metieron en el coche patrulla, o igual entonces lo llamaban coche de radio, en cualquier caso se trataba de un automóvil verde y amarillo, y el poli que conducía iba fumando, lo que no debía hacer, un policía de uniforme no debe fumar cuando está de servicio, y me sorprendió verlo, recuerdo, un agente fumando a escondidas entre las rodillas, porque acababa de matar a un hombre de un disparo, y pensé que me introducirían en un sistema en el que las normas eran lógicas y estrictas, y la otra cosa que recuerdo es que nadie me puso la mano en la cabeza al introducirme en el coche ya que, evidentemente, no es algo que soliera hacerse entonces, es algo que han desarrollado posteriormente, lo de impedir que el criminal se golpee la cabeza al entrar en el coche.
Aquello, claro está, sucedió en el Este. He oído el término muchas veces desde que llegué a esta parte del país. Pero nunca pienso en él como un término geográfico. Para mí es una referencia, una manifestación temporal que concierne a las densidades del ser y de la experiencia, es el tiempo disfrazado, es momento para un cigarrillo, un tiempo humeante y cambiante desviado por una especie de falso punto de equilibrio. Cuando la gente emplea ese término están hablando de cómo solían ser las cosas antes de venir aquí, de cómo era el mundo, y no sólo Nueva Jersey o el sur de Filadelfia, o antes de que se mudaran sus padres, o sus abuelos, y sobre cómo las cosas aún existen según nuestra teoría privada de la relatividad, en alguna dimensión humeante y cambiante, o antes de que los otros hombres y mujeres vinieran hasta aquí, los de los carromatos Conestoga, otro término que aprendimos en la escuela secundaria, un término propio del Este, surgido del lugar en el que se fabricaban aquellos carromatos.
La sala estaba casi vacía, y estaban tocando blues.
—Sé amable con ella —dije—. Vete a casa, habla con ella, sé bueno. ¿Conoces la expresión? Sé bueno. ¿Usaban esa frase cuando eras un niño negro en San Luis, Sims?
—Venían a censarnos.
—Sí, ¿y qué?
—Y mi madre me decía que me escondiera.
—¿Para qué?
—Para qué. De eso se trata. No sabía para qué. Ella pensaba, qué sé yo lo que pensaba. Yo iba y me escondía, ¿entiendes? Dos personas allí en la puerta, con sus carpetas. Y ella decía, Métete dentro, no te asomes.
—No te asomes.
—Me decía, No te asomes. Ignoro qué pensaba yo e ignoro qué pensaba ella.
—No era más que el censo.
—No digas que sólo era el censo.
—Tú me dices que estoy encaneciendo un poco. Y se supone que tengo que comprender por qué eso es peor que quedarse completamente calvo.
—Porque está en mi historia, está en mi familia —dijo él—. Yo tengo que quedarme calvo. Es algo que se espera de mí. No te asomes, decía.
—No te asomes.
—¿Tú crees en el censo, Nick?
Estaba allí sentado, con la corbata aflojada y la chaqueta arrugada, reencendiendo el puro cuando se apagaba, con una rosada línea atardecer visible sobre el prominente labio inferior.
—¿Qué quieres que te diga? Sí, creo en él. No, no creo en él.
—Quiero que me digas lo que crees.
—Porque percibo que estamos a punto de entrar en terrenos delicados.
—¿Qué crees? —dijo.
—Creo en el censo. ¿Por qué no iba a creer en él?
Me dirigió una mirada inexpresiva, agradablemente tensa.
—Crees en él.
—¿Por qué no iba a creer en él?
—Crees en las cifras. Crees que tan sólo hay veinticinco millones, pongamos por caso, de negros en América.
—¿Por qué no iba a creerlo?
—Así pues, lo crees.
—Si ésa es la cifra, ésa es la cifra.
—Y no se te ocurre que puedan estar ocultando la verdadera cifra.
—Espera un momento.
—No se te ocurre.
—Espera espera espera espera espera espera.
—Piénsalo —dijo.
Tiró de su camisa, hizo una cosa que hacen los adultos, tiró de su camisa con las dos manos para apartarla del pecho y la agitó con cierta delicadeza para permitir que respirara el torso.
—Sims, tú y yo.
—Tan sólo piénsalo.
—No somos, recuerda, no tenemos una palabra, tú y yo, para designar la ciencia de las fuerzas ocultas. Para lo que subyace bajo un acontecimiento. No aceptamos la validez de esa palabra o de esa ciencia. ¿Recuerdas aquella conversación?
—Ésta es una conversación diferente. Y en esta conversación te digo, Piénsalo.
—Pero tú y yo. Tú y yo vamos contracorriente, Sims. Seguir la corriente es muy sencillo, es irresponsable. Tú y yo somos hombres responsables. Hemos llegado a esa conclusión. No creemos en fuerzas secretas que socaven nuestras vidas.
—Treinta millones de personas afectadas por ese apagón local. Pero sólo veinticinco millones, dicen, de negros en este enorme país.
—Si es la cifra, es la cifra.
—Y eso es cuanto se te ocurre decir. Tenemos aquí un tema que está pidiendo a gritos, realmente, un escrutinio, por emplear una de tus palabras.
—Adelante, escrútalo.
—Tú estás dispuesto a aceptar la cifra.
—Veinticinco millones. Sí, ¿por qué no?
—No te parece que sea una cifra considerablemente baja.
—Veinticinco millones no es tan baja. Son veinticinco millones —dije.
—No te parece que sea una cifra completamente disfrazada.
—¿Por qué dices que escrutinio es una palabra mía?
—Porque la has utilizado.
—¿Y por eso tiene que ser mía?
—Yo no la utilicé. La utilizaste tú.
—Me creo la cifra. Para mí, es una cifra verosímil.
—¿No crees que alguien tenga miedo de que si informan de la cifra real los blancos puedan mearse en los pantalones y los negros se animen y digan, Oye, tendríamos que tener más de esto y más de lo otro y más de lo de más allá.
—Tú y yo —dije.
—No crees que se trate de una cifra rebajada, digamos, en un cuarenta por ciento.
—Tú y yo no perdemos el tiempo con delirios facilones y baratos, Sims.
—Facilones y baratos.
—¿Tengo razón? Tú y yo. Tú y yo no creemos que lo que hay tras un acontecimiento sea algo tan organizado y tan siniestro que haya que inventarse una ciencia para estudiarlo.
—No crees que los blancos vayan a sentirse deprimidos, que vayan a sentirse, odio decir esto, amenazados por la cifra real.
No odiaba decir aquello en absoluto.
—Y tú piensas que esta oficina del censo está ocultando a diez millones de personas —dije.
—No ocultando a las personas. Ocultando los números. Es algo muy sencillo de ocultar.
—Pero una cifra tan grande. Qué manipulación tan tremenda. Y está teniendo lugar ante nuestros propios ojos. Quizá se deba a las madres —dije yo—. Diez millones de madres diciéndoles a sus hijos que no se asomen. No te asomes —dije.
Una breve sonrisa de Big Sims, una sonrisa refleja carente del correspondiente brillo en los ojos.
—Enfréntate con la cuestión.
—¿Cuál es la cuestión?
—Tenemos derecho a saber cuántos somos.
—Y lo sabéis.
—No lo sabemos. Porque es una cifra demasiado peligrosa. ¿Acaso no te sientes amenazado por la cifra real? Estoy hablando contigo. Piénsalo bien.
—De acuerdo, estoy pensando.
—Dime si de corazón crees que no hay nada real en lo que estoy diciendo.
—Hay una paranoia real. Es lo único real que distingo.
Aquello pareció agradarle. Se reclinó y desvió la mirada a un lado, amargamente dichoso, examinando qué podría haber en la naturaleza de las relaciones humanas que hiciera a las personas tan suavemente previsibles.
Yo escuchaba los blues del trompeta, un tipo joven con un traje desgastado, de una negrura africana, de esa negrura saturada que existe en ciertas franjas del continente, un nómada pleno de la gracia y de las formas del más profundo desierto, pero en sus gestos y en su ademán, observé, en el modo en que se limpiaba la saliva con la lengua entre una cadencia y otra, unos movimientos corporales propios de la zona: no era más que otro trompeta intentando salir adelante y procedente de quién sabe qué gueto del centro.
—Charlie Parker vestido con un traje blanco en un club de Nueva York —dije.
—¿Puede saberse cuántas veces te he oído mencionar Nueva York en lo que va de noche?
—Y sé qué clase de zapatos lleva.
—No me importa la clase de zapatos que lleve.
—Zapatos spectator.
—No me importa la clase de zapatos que lleve.
—No son mocasines. Se llaman zapatos spectator.
—No me importa cómo se llamen.
—Escucha. Esto es lo que tienes que hacer —le dije—. Te vas a casa, dices que lo sientes, echas en el baño algún producto efervescente, te das un baño y te metes en la cama.
Diez minutos después estábamos delante del club, a la espera de que alguien trajera el coche. Sims depositó una mano sobre mi hombro y me propinó un leve topetazo con la cabeza.
No sabía cómo interpretar aquello.
Me dirigió una sonrisa apretada y volvió a golpearme en la frente. Yo ignoraba si se trataba de un gesto impulsivo como resultado de una larga noche, cuando ya estás marcado de alcohol y ronco de tanta charla y tanto humo, la clase de cosa que da la velada formalmente por concluida, o de algo un poco más deliberado.
Me desasí de sus brazos y le golpeé yo a él. Puse ambas manos sobre sus hombros y le golpeé con la frente, y él me observó con interés y volvió a hacerlo de nuevo.
Me dolió, claro, me desencadenó como un latido, era algo monosilábico, un tope, un toque, una impresión impulsora y descendente que enviaba un espasmo eléctrico a lo largo de la nuca, hasta el cuello y los hombros.
Y venía de cerca, cara a cara, un terreno de combate carente de espacio para maniobrar o para sutilezas, una cierta cantidad de rencor acumulado que llenaba el campo visual, una mueca o una expresión airada, o una mirada disimulada, como algo asesino y soterrado, disimulado y obtuso.
Yo era más alto que Sims, pero no tan corpulento y sólido como él, y nunca había empleado la cabeza como instrumento de asalto medieval.
Le golpeé justo encima de la nariz, con un impulso descendente, y le dolió, pude percibirlo, le envió un mensaje que retumbó en el interior de su cráneo.
Él me dio con fuerza. Me golpeó con tanta fuerza que retrocedí, medio tambaleándome, a la vez que mis hombros se desasían de sus brazos. El chófer apareció con el coche y se detuvo a mirarnos.
Era un dolor eléctrico y compacto que reducía todo a su propio entumecimiento, haciendo que más allá de los límites de mi cabeza el mundo pareciera pequeño y confuso.
Eso hicimos, redujimos nuestro campo de observación, aislándonos de todo menos de los golpes, las miradas y el dolor.
Cuando intentó golpearme de nuevo, moví la cabeza, retrocedí medio centímetro, intentando atenuar un poco el golpe, y él sacó la barbilla y me lanzó una mirada encendida.
El dolor no es sino otra modalidad de información.
Entrechocamos las cabezas de nuevo, una vez cada uno, mientras el chófer permanecía allí con las llaves del coche, mirándonos.
Al llegar a la habitación del hotel, me miré al espejo del lavabo. Apoyé ambas manos sobre la pared, me incliné hacia el espejo y pude distinguir contusiones y verdugones, zonas profundamente descoloridas y una mancha de sangre seca rodeada de un matiz vinoso. Me limpié las heridas con agua fría y me metí en la cama. Pero tan pronto como mi cabeza tocó la almohada sentí que me mareaba y tuve que sentarme en una silla durante una hora hasta que desapareció la sensación.
No dejaba de volverme lo mismo a la mente, e intenté penetrarlo, penetrar la vibración, nuestros rostros como con un doble enmarcado sobre los cubitos de hielo de las bebidas, desenfocándose, enfocándose: no para detallar mis propios sentimientos, sino tan sólo para comprender los desencadenantes ocultos de la experiencia, los minúsculos giros y escarbaduras que conforman un estado del ser.
Corrimos a través de depresiones inmersas en la niebla, dejando atrás casas construidas sobre profundos desfiladeros y apuntaladas con zancos, y penetramos en zonas boscosas con un aire a yesca, una calma seca, blanquecina y polvorienta, una sensación de límite de combustión, aunque quizá no… quizá eran imaginaciones mías.
—¿Qué más has oído acerca del cuerpo sepultado en el lodo?
—No encontrarán ningún cuerpo. El cuerpo no es más que otro adorno —dijo—. Lo principal es el propio barco.
—¿Qué pasa con el barco?
—Un barco que se pasa dos años en alta mar cambiando de nombres y de tripulaciones: eso tampoco es más que otra historia cualquiera. El barco realizó un viaje recientemente, de la costa este a la costa oeste. Transportaba lodos a California, para una planta de abonos. Un cargamento normal y corriente.
Corríamos por las calles de la ciudad, avenidas ajardinadas y envueltas por una cierta aura de decadencia, una cualidad de desubicación temporal que resultaba deslumbrante por su abierto remordimiento.
—Escucha, Sims, esto es lo que pasa.
—Corramos —dijo él.
—No sé. Me siento un poco… y no debería decir esto, lo sé, no a alguien como tú.
—Quieres a tus hijos, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Pues entonces, corre —dijo.
—Lo cerca que estoy, en algunos momentos, pienso a veces, a pesar de lo mucho que los quiero, de sentirme como un impostor. Porque, joder, no ha sido nunca algo con lo que me haya sentido cómodo.
Estábamos en la Cocina del Infierno, desgastada por kilómetros de colinas y de ardiente pavimento, temerosos de movernos por miedo a gotear sudor sobre algo, dos hombres en pantalón corto, y Greta nos dio sendos vasos de agua, una mujer morena con manos alargadas y una delgadez semiescondida, una especie de analogía esbelta y angular, una Greta de rayos X que probablemente se revelaba a sí misma en las discusiones o bajo el estrés.
—¿Te gusta este lugar? —dije.
—Me siento en el fin del mundo. Llevamos aquí cuatro años y todas las mañanas me despierto e intento recordar dónde estoy. Tan alejado de todo.
—Estamos arrinconados —dijo Sims— contra un océano inmenso.
Y el hijo, de cinco años, sentado a la mesa con su cuenco de cereales y su cuchara demasiado grande, Loyal Branson Biggs, un muchacho tan suavemente apuesto, tan distraídamente bendecido con una belleza expresiva que no podía dejar de mirarle, le miraba mientras hablaba con sus padres y ellos le miraban también, y le miraban porque yo estaba mirando: yo les recordaba la necesidad de renovar su sensación de asombro ante el niño.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —me dijo Greta.
Observé a Loyal mientras batía la grumosa leche con su cuchara.
—Bueno, la verdad es que es una buena pregunta.
—¿Y cuál es la respuesta? —dijo ella.
—Bueno, tuve una pequeña reyerta en el ascensor. ¿Tanto se nota? En el hotel. No sabía que aún me quedaban señales. Dos borrachos. Un blanco y un negro.
Pude notar que Sims estaba disfrutando con aquello, enfundado en sus ardientes Reeboks.
—Nick inició la pelea —le dijo a su mujer.
—¿Es cierto eso?
Me lo dijo a mí, pero miraba al niño que consumía su desayuno. Mirábamos todos a Loyal.
—Le dijeron que estaba encaneciendo un poco y perdió los estribos —dijo Sims.
Greta tenía que llevar al niño al colegio y luego tenía que acudir a su propio colegio, donde enseñaba química tres días por semana con el océano a sus espaldas.
Sims y yo permanecíamos en nuestro sitio, bebiendo agua.
—¿Aún estáis enfadados? —dije.
—Ella sigue enfadada. A mí se me ha pasado.
—Tengo que tomar un avión —le dije.
Él se duchó, se vistió y me llevó al hotel. Yo me duché apresuradamente, me vestí, así mi maleta, regresé al interior del coche y vi a un hombre que había en la autopista, sobre el desmonte lateral, un hombre que llevaba el ritmo con la cabeza mientras escuchaba la radio, sentado en la hierba con un objeto sobre las rodillas, y Sims dijo que era un rifle y yo dije que era una muleta, una de esas muletas de metal que tienen un soporte para el antebrazo, y tardé unos segundos en darme cuenta de que Sims bromeaba: todo esto no era más que el lenguaje de la autopista.
Encontré el sur de California demasiado interesante. Los aviones experimentales, los sistemas de fallas, el infierno de coches y contaminación, las mujeres sin lugar de origen, incluso las bandas callejeras que a la sazón iban adquiriendo notoriedad, con sus colores universitarios. Realizaba viajes de negocios, pero después del primero procuré hacerlos breves e intermitentes. Aquel lugar tenía esa cualidad de límite universal que se desliza en observaciones inofensivas para convertirse en la vanguardia de toda sensación de aislamiento.
Cuando disparé sobre George Manza comencé a comprender la naturaleza de aquella clase de sensación. Me metieron en un coche patrulla con un policía que fumaba y terminaron enviándome a una institución neoyorquina situada en el norte del Estado, un lugar dotado de una de las peculiaridades del sistema penal. Era como un campo de minigolf, con nueve agujeros, torreones y molinos de viento que parecían de tebeo: éramos delincuentes juveniles, claro, y tal vez los asistentes y consejeros pensaron que nos resultarían confortablemente tranquilizadoras aquellas formas de guardería y aquellos colores brillantes, o acaso el elemento anal de las pelotas y los agujeros. Lo ignoro. Lo ignoraba entonces y sigo sin saberlo. Pero mis compañeros y yo, los que tenían delitos por imprudencia, los que tenían delitos de tercera categoría, los cascacalaveras, los ladrones nocturnos, un grupo tan mezclado como cabe imaginar, con sus razas, sus credos y sus alaridos en la oscuridad, solíamos pasear junto a las ventanas del salón para contemplar el paisaje, con sus curvas y sus túneles y sus charcos a modo de lagos, con su césped de oropel, eso que llamábamos California.
Para mí, Phoenix fue mejor negocio. Necesitaba de una vida privada. ¿Cómo podías disfrutar de una vida privada en un lugar en el que todas tus sensaciones aisladas están al aire, en el que la tensión de tu corazón, eso que has intentado restringir a los espacios pequeños, se encuentra expuesto por doquier a la luz blanquecina y se ha vuelto tan grande y tan sólidamente anclado que no eres capaz de separarlo del paisaje ni del cielo?
Entré por la puerta y Marian dijo:
—¿Qué te ha pasado en la cara?
Entro por la puerta y eso es lo que oigo, niños jugando, la radio sonando, las noticias, el tráfico, el teléfono que suena, la lavadora realizando un nuevo ciclo.
Sonreí y la besé, y ella descolgó el teléfono. Los niños hacían ruido en la parte trasera, nuestros niños y los niños de los vecinos, con un juego que se había inventado Lainie: lo supe por las características de sus chillidos. Lainie se inventaba juegos diabólicos, ingeniosos espectáculos estridentes de tortura y humillación.
—¿Qué te has hecho en el pelo?
—Me lo he cortado. ¿Te gusta? —dijo ella, aún al teléfono con alguien—. ¿Qué te ha pasado en la cara?
Entro por la puerta y veo cómo la luz golpea las frías paredes y resalta el color de la moqueta, los melocotones y los burdeos, los increíbles dorados topacio.
La noche siguiente, le cuento a Marian lo que he hecho, o dos noches después, lo de Donna en Mojave Springs. Pensé que tenía que contárselo. Se lo debía. Se lo conté por nosotros, por el bien de nuestro matrimonio. Cuando se lo conté estaba en la cama, leyendo. Me había angustiado intentando escoger el momento adecuado para decírselo y al final se lo dije de repente sin pensarlo antes. No le conté lo que le había dicho a Donna, ni por qué Donna estaba en el hotel, y ella no me lo preguntó. Me quedé cerca de la butaca con la camisa en la mano, y pensé que se lo había tomado bien. Comprendió que se había tratado de un hecho aislado con una extraña en un hotel, un episodio breve que había terminado para siempre. Le dije que me sentía forzado a hablar. Le dije que era difícil hablar del tema, pero no tan difícil como ocultar la verdad, y cuando dije aquello ella asintió. Pensé que se lo tomaba bastante bien. No me pidió que le contara más que aquello que le había contado. Reinaba en la habitación una atmósfera de tacto, de sensibilidad ante los sentimientos. Me quedé junto a la butaca y esperé a que pasara la página para poder desnudarme y meterme en la cama.
Y el primer sábado que pude, el primer sábado que no tenía que ir a la oficina, tomamos el coche y nos fuimos al Sur con los niños para ver unas antiguas ruinas.
Llevábamos crema solar y sombreros y botellas de agua, idea de Marian el agua, porque era una zona desértica y reinaba un calor intenso.
Lainie se puso de pie tras el asiento delantero. A veces se abría paso con los codos para situarse entre Marian y yo, inclinándose hacia el parabrisas, siempre dispuesta a comentar las maniobras estúpidas que hacían otros conductores. Reaccionaba ante aquello airadamente, costumbre que aplacaba mi propia ira y también la de Marian, animándonos a inventar excusas para las maniobras estúpidas y peligrosas que ella nos señalaba.
Jeff era dos años más joven, tenía seis años y le gustaba acurrucarse en un rincón del asiento trasero, acurrucarse y contorsionarse, deslizarse hasta el suelo en una separación astral de todo cuanto le rodeaba, sirviéndose de su cuerpo para soñar despierto.
Incluso si no era un rifle, ¿qué estaba haciendo en la autopista, en el remonte de césped, allí sentado con una muleta de metal en la mano a pocos metros de aquel tráfico de locos?
Las antiguas ruinas tenían más de seiscientos años: una única estructura principal con otros restos más pequeños diseminados a su alrededor y restos de un muro por ahí. Inmóviles bajo el calor de la mañana, escuchamos las indicaciones de una guía durante unos minutos para luego ir alejándonos, uno por uno, por más que esencialmente ya no hubiera gran cosa que ver.
Leí una placa y observé a Jeff mientras acechaba a una ardilla. No llevaba puesto el sombrero, pero no le dije nada, simplemente pensé, Mala suerte chico, no digas luego que no te avisamos. Pero luego me ablandé y le llamé y le di las llaves del coche. El esfuerzo de ceder, el esfuerzo de tranquilizarme y aceptar, de amarle en su descuidada pereza, todo aquello resultaba brutalmente difícil, por pequeño que parezca, pequeño y fugaz: era sorprendentemente duro. Pero le llamé y le di las llaves del coche, sabía que le gustaría la idea, y le dije que cogiera el sombrero y que cerrara el coche y que me trajera las llaves, y él salió corriendo, más feliz de lo que le había visto nunca.
Regresé lentamente hasta la estructura principal y me situé en medio de un grupo compuesto por una docena de turistas y escuché la charla de la guía, una mujer robusta que se rascaba el codo. Nadie sabía cuál había sido el propósito de aquella estructura, nos contó, con sus tres pisos de altura y el leve rastro de algo pintado en la parte superior. Descubrí que me interesaba más el toldo protector que la antigua estructura. La guía dijo que el edificio había sido abandonado unos cien años después de su construcción, habían abandonado el edificio y el entorno sin motivo aparente, uno de esos misterios en los que desaparece todo un pueblo. Pero yo me sorprendí estudiando el toldo protector, con sus enormes columnas biseladas, de acaso veinte metros de alto, y un enrejado para sostener el techo.
Lainie se acercó y se detuvo junto a mí, como derrumbándose contra mi cadera de un modo que indicaba que se encontraba irreversiblemente aburrida.
La guía enumeró algunas de las razones por las que pudo haber desaparecido aquel pueblo, los habitantes del desierto. Mencionó las inundaciones, mencionó las sequías, mencionó las invasiones, pero aquello no eran más que suposiciones, dijo, nadie sabía con exactitud los verdaderos motivos.
Yo pensé en Jesse Detwiler, el arqueólogo de la basura, y me pregunté si él habría sugerido que aquellas gentes abandonaron sus terrenos porque se habían visto expulsados por los desechos, porque carecían de espacio para vivir y respirar, rodeados por un creciente montón de su propia basura, y de algún modo resultaba agradable pensar que hubiera sido cierto, uno de esos románticos misterios desérticos con la respuesta en nuestras narices.
Me estaba volviendo como Sims, demasiado pronto, viendo basura por todas partes o introduciéndola en cualquier situación.
Le dije a Lainie que fuera a buscar a su hermano y que comprobara qué había hecho con las llaves del coche. A continuación, emprendimos el regreso a casa como una raída banda de peregrinos que no hubieran tenido aún ocasión de ver llorar la estatua.
Llevábamos diez minutos en el coche cuando Marian se echó a llorar. Estaba al volante, y su rostro se iluminó y comenzó a llorar quedamente. Lainie retrocedió del puesto que ocupaba a nuestra espalda y se sentó junto a la ventanilla con las manos entrelazadas sobre el regazo. A Jeff comenzó a interesarle el paisaje.
Dije:
—¿Quieres que conduzca yo?
Ella negó con la cabeza.
Dije:
—Déjame conducir, yo conduciré.
Y ella dijo con un gesto que no, que prefería conducir, que eso era lo que quería.
Estábamos en una carretera secundaria, flanqueada por cactus y flores silvestres, cactus heridos, picados por los pájaros que allí habitaban, y entonces alcanzamos la interestatal y nos sumamos al vendaval del tráfico que pasaba.
Nada de apellidos, nada de cambios de opinión resonando como un eco. Son cosas que forman parte del sexo ocasional. Pero yo le había revelado mi apellido, y aquello no era algo casual, ¿verdad? He ahí el peculiar elemento dominante de la situación, que yo quería conectar con ella, asfixiar su respiración, asfixiarla, sí. Había algo en Donna que me desataba la lengua. La culpa, para después, cuando sintiera a Marian junto a mí, dormida en la oscuridad.
Cuando nos caíamos mal, por lo general después de salir por la noche, al regresar en coche a casa, sintiéndonos rutinariamente hartos de nuestros rostros y nuestras voces, captando ya hasta las entonaciones, captando hasta los más leves matices gestuales porque los has visto mil veces y te revelan demasiadas cosas a pesar de su escasez, te revelan todo, de hecho… cuando experimentábamos aquello, Marian y yo, pensábamos que se debía a que habíamos agotado nuestros significados, la fuerza que alimenta la alianza. Salir por la noche era una provocación mutua. Pero en realidad no habíamos agotado nada: había cosas aún vivas, aún no contadas, que se dejaban en el aire, y era en ellas donde Marian se sentía traicionada.
Marian en su ciudad, una de las Diez Grandes, criada en un ambiente seguro, protegida del ajetreo de la vida callejera y, por ello, sintiéndose estafada: privilegiada y a la vez estafada, algo típico de América. Todas aquellas escenas ante las que se espantaba cuando veía la televisión, los relatos de los sucesos locales, cuando vemos el cuerpo tendido en la calle, los lamentos de los parientes del muerto, el sospechoso inclinado para ocultar su rostro… Marian ni siquiera era capaz de contemplar la mano del agente sobre la cabeza del sospechoso, obligándole a inclinarse e introducirse en un coche camuflado. Todo era un cúmulo de violencia, de agresión al espíritu. Pero le gustaban mis historias, mis cosas, cuanto más feroces mejor.
Yo me mostraba egoísta frente al pasado, egoísta y celoso. No sabía cómo trasladar a Marian a aquellos años. Y creo que el silencio es la condición que aceptas como juicio a tus crímenes.
Ella decía que era por su madre, decía que ese mismo día hacía dos años que su madre había muerto, y yo lo repetí para que lo oyeran los críos y los críos se relajaron un poco. Alargué la mano hacia atrás y Lainie me pasó una barra de chicle. Hacía hoy dos años y, por supuesto, Marian lo sabía, y nosotros no, yo no, no le había seguido la pista, y me sentí aliviado al igual que los niños porque al menos existía un motivo, al menos no era una de esas veces en que los padres se comportan de un modo inexplicable y los niños tienen que aprender a mostrar un rostro inexpresivo.
Brillaba con luz propia, relucía en sus propios sollozos, sonreía, creo: una sonrisa que era una mueca crispada y a la vez una sonrisa que contenía de algún modo a su madre.
Al cabo de un rato, los críos empezaron a cantar.
Y me sentí aliviado, me alegré enormemente, porque llevaba allí un rato pensando que la culpa era mía tal vez que lo hacía constantemente porque cómo demonios puedo saber qué ocurre cuando no estoy en casa.
Y los críos cantaban: «Noventa y nueve botellas de cerveza sobre el muro, noventa y nueve botellas de cerveza y una botella se cae, noventa y ocho botellas de cerveza sobre el muro. Noventa y ocho botellas de cerveza sobre el muro, noventa y ocho botellas de cerveza».
Ella me miró, y miró la carretera y los críos siguieron cantando, contando hacia atrás hasta uno mientras Marian conducía: mientras lloraba y conducía al mismo tiempo.