2

Estaba esperando a Chuckie Wainwright. Los frenéticos trabajos de los muelles se extendían a su alrededor, una sensación de inmensos tonelajes y de maquinarias gigantescas, de tráilers industriales que se refugiaban en estacionamientos numerados y de contenedores de mercancías apilados sobre la cubierta de buques inmensos, casi no te creerías lo grandes que eran, y los cómo-se-llamen, los aguilones de las grúas de puerto moviendo cargamentos a través de la neblina. Y fuera, en la bahía, un portaaviones deslizándose hacia el Golden Gate, custodiado por una variopinta flota de pequeñas embarcaciones y de tres barcos contraincendios que expulsaban grandes arcos de agua como si de una despedida con champaña se tratara.

Marvin consultó el reloj por décima vez en lo que iba de hora. Se encontraba próximo a un cobertizo de tránsito, a salvo de la bulla. Parecía un gentil perdido en la niebla, vestido con una gorra deportiva de ante y una gabardina de anchas solapas adornada con hombreras, cintas y mangas raglán, conoce esos términos de sus años en el negocio de la tintorería, bolsillos de corte ancho, presillas, muñequeras y tal cantidad de botones que se sentía vestido de arriba abajo.

Portaba un paraguas extensible protegido por una funda que pertenecía a otro paraguas distinto, verde irlandés dentro de azul celeste, algo que a nadie importaba salvo a su mujer.

Eleanor estaba con él. Era la primera vez que le acompañaba en uno de sus viajes en busca de la pelota de béisbol. Aquello era San Francisco, no nos olvidemos, no estaba dispuesta a morirse sin ver esa ciudad.

Y aquello era el puente de la bahía, sobre su hombro derecho, transportando un millón de coches por minuto que nunca habían oído hablar de Marvin Lundy ni de su obsesión por el béisbol.

Consultó una vez más el reloj y escrutó la bahía.

Chuckie Wainwright era el jefe de tripulación de un mercante independiente que hacía la ruta de cabotaje desde Alaska. Marvin se había puesto en contacto con navieras, con prácticos de puerto y hasta con capitanes para discutir cuestiones relativas a la situación del barco y a la lista de la tripulación, realizando llamadas telefónicas y enviando radiogramas. Y se le había confirmado más de una vez, se había determinado y documentado que Charles Wainwright Jr., conocido como Chuckie, se encontraba a bordo del Lucky Argus que había partido de Anchorage con un cargamento de arena y de roca pulverizada.

Chuckie representaba su llave de acceso a la cadena de poseedores. Marvin había ido reuniendo miles de fragmentos de información que relacionaban la pelota con antiguos dueños y finalmente, cómo es esa palabra que se utiliza para designar lo que no es definitivo pero casi definitivo, finalmente el nombre de Wainwright había aparecido en escena.

Aguardó media hora y luego se dirigió al edificio del ferry para preguntar por el Lucky Argus, para saber si debía inquietarse o no, y le dijeron que amarraría en el muelle número 7 en eso de hora y media.

Al salir, captó cierto aroma en el aire, una especie de débil perfume a alcantarilla, apenas discernible pero peculiar por su fuerza emocional. Luego se desvaneció, disipado por la brisa, y a sus oídos llegó el acuoso rumor del tráfico del puente y vio acercarse a su Eleanor, iluminada por su sonrisa de fresa, bajo un paraguas azul celeste.

—Pensé que te encontraría aquí. Vine a contemplar este encantador edificio antiguo.

Marvin volvió la mirada, intentando imaginar qué podía tener de encantador que a él se le hubiera escapado.

—¿Sabías que este edificio sobrevivió al gran terremoto pero que su reloj se paró y se mantuvo así durante un año entero?

—Siempre hay en algún sitio un reloj parado —dijo Marvin hoscamente.

—Como un recordatorio para todos los que se aproximan lo suficiente como para verlo.

—¿Un recordatorio de qué?

Ella agitó la guía turística en el aire.

—A veces, la mala suerte aparece en forma clara y visible.

—¿A qué te refieres?

—El reloj se detuvo a las cinco y diecisiete minutos de la madrugada. Las cinco uno siete, querido. Suma los dígitos y obtendrás trece.

Era posible que la brisa estuviera cambiando de dirección. Percibió nuevamente el olor y descubrió que le conmovía de algún modo extraño, uno de esos olores que se remontan a lo largo de nuestros recuerdos, mohoso y terroso en este caso, y experimentó el impulso irrefrenable de perseguirlo hasta sus fuentes.

—¿Dónde está tu mister Wainwright?

—El barco viene con retraso —dijo él.

—No seas tan pesimista.

—¿Quién es pesimista? Estoy aquí, charlando.

—Se te ve abatido y hundido.

—Siempre estoy abatido y hundido. Soy así de fábrica.

—Cuando el tema es la pelota siempre estás más abatido de lo habitual.

Eleanor no se equivocaba. ¿Se equivocaba Eleanor alguna vez? Él protestaba a veces, pero ambos sabían que casi siempre tenía razón. Ella y su acento inglés; los buñuelos que cocinaba, y cuya inminencia detectaba él ya desde el día anterior; su meticulosa pulcritud en el vestir, algo que él llegaba a veces a considerar como una enfermedad, pues la había sorprendido conversando con su armario en un par de ocasiones, pero siempre correcta, una palabra que le gusta, combinando elegantemente esto y aquello. Poseía una severa determinación que administraba con suavidad, pero siempre asegurándose de que él captara el mensaje. Y ahora que su hija vivía sola, con un buen empleo y un apartamento en una calle segura, Eleanor montaba una constante guardia sobre las obsesiones de Marvin y su melancolía salpicada de chistes.

Habían comenzado a andar, dando un paseo en dirección al Embarcadero, y Marvin advirtió que los números de los muelles iban ascendiendo a medida que avanzaban: cifras pares y elevadas, lo que significaba que se alejaban del muelle número 7. Pero allí era adonde parecía conducirle el olor, aquel retazo fétido que el viento transportaba de modo intermitente.

—¿Y necesitas a este tal Wainwright para que te diga qué?

—Cómo adquirió su padre la pelota, quién ya está muerto y enterrado.

—¿Y de este modo habrás completado qué cosa?

—La como-se-llame.

—La estirpe.

—La estirpe —dijo Marvin.

1. La ex mujer de Chuckie Wainwright, Susan algo… los detalles son lo de menos.

2. El octavo de indio, Marvin ya ha olvidado de qué tribu, que le condujo hasta la primera mujer.

3. El impacto de las vidas de los demás. La certeza de otra vida, la impresión, la conmoción.

4. Chuckie en las Fuerzas Aéreas, en Groenlandia, en Vietnam, luego huido, AWOL, ausente sin permiso, cómo se llama eso, un acrónimo, marchándose lejos y dejándose crecer la barba y teniendo una hija a la que llamó Dakota.

5. Que es donde Marvin encontró a la ex mujer, por cierto, en Rapid City, ayudando a enfermos a atravesar una piscina con metro y medio de agua.

6. El impacto, la potencia de una vida corriente. Algo imposible de inventar en una habitación libre de polvo y llena de computadoras.

—Marvin, sabes muy bien lo que voy a decir.

—Hay tres horas de diferencia. No sé si podré esperar.

—Levanta los pies cuando camines. Eres un hombre saludable que se esfuerza por parecer enfermo.

—Esto es como los parloteos que oye uno en la televisión pública.

Ella no se andaba con críticas o sutilezas, le hablaba con dulzura, no se merecía lo buena que era, escribiéndole postales cuando volvía a su casa de visita: ¿te imaginas, recibir postales de tu esposa?

Y entonces se detuvo súbitamente y su cuerpo se tensó bajo la brillante gabardina.

—¿Qué es ese olor? —dijo.

Marvin comenzó a comprender por qué el olor resultaba tan seductor. En cierto modo, era como si procediera de él. Recordó el viaje que habían realizado por Europa seis años después de la guerra, Eleanor y él, recién casados, una muchacha de ascendencia modesta que disfrutaba de su luna de miel gastando lo menos posible, trenes lentos y hoteles viejos despojados de cualquier comodidad, pero embarcados al mismo tiempo en una misión que era importante para la familia de Marvin. Intentaba localizar a su hermanastro, Avram Lubarsky, que había servido en el Ejército Rojo, que había resultado herido en Leningrado y herido en Stalingrado, que en Grodno se había pegado un tiro en el pie, que había cruzado remando el Volga bajo un demoledor ataque de Stukas, que había sido hecho prisionero por los alemanes y luego había escapado, que había huido al Sur calzado con periódicos y se había casado con una gitana de los Cárpatos, que comía pescado blanco del mar Negro y que había desaparecido en algún lugar de los Urales.

Todo tan ruso, y aquí estaba Marvin hoy, buscando una pelota de béisbol. Pero no estaba dispuesto a tomarse su inquietud a la ligera. Poseía su propio carácter épico, su historia de memorias y de dulces recuerdos y de excursiones familiares y de tardes plagadas de insectos en el porche trasero y de esperanzas que se alimentan y se abandonan y del canto de la pérdida que nadie anota en las crónicas.

—Demos media vuelta, ¿quieres? Creo que no me apetece acercarme más a ese olor.

Pronunció la palabra con una mueca de recelo, la reacción que uno reserva para ciertos olores, arrugando los labios y la nariz, aguzando los ojos frente al espectáculo del cuerpo del delito que alberga en su origen.

—Probablemente no sea otra cosa que una alcantarilla en obras. Viene y va. Avancemos un poco más.

—Estoy de vacaciones —dijo ella.

—¿Y por eso te muestras tan escrupulosa? Hay gente que come carne de camello con sus propias manos y al día siguiente vuelven al trabajo.

—Te propongo un trato. Llegaremos hasta esa obra en construcción que hay algo más adelante. Luego volveremos.

—¿Qué importancia tiene un olorcillo? —dijo él.

Pero ya no era un olorcillo. Iba haciéndose más potente y atrayéndole con más fuerza, y recordó aquellos viejos hoteles y sus retretes, retretes situados por fortuna al fondo del pasillo, y pensó en los retretes públicos de las estaciones de ferrocarril, la cabina contigua ocupada por algún extraño dotado de su propio historial de alimentos de otros países y de olores personales, a través de Inglaterra, Francia e Italia, pero no eran los olores de los demás los que ya comenzaban a sobrecogerle: sólo los suyos.

Los procesos digestivos de Marvin parecían cambiar, gradualmente, en implacables etapas, a medida que él y Eleanor se desplazaban por Europa. El olor se hacía peor, más profundo, y adquiría una suerte de densidad, como si madurara y se avejentara, y comenzó a temer ese momento cotidiano, posterior al desayuno, en el que llegaba el momento de acudir al cuarto de baño.

¿Cómo es esa palabra? ¿Innoble?

Marvin denominaba a sus procesos digestivos PD, expresión que en cierta ocasión había oído murmurar a un médico militar. Sus PD estaban rebelándose contra él, tomándose en cierto modo violentos. Eleanor y él atravesaron los Dolomitas y Austria, internándose brevemente en la esquina noroeste de Hungría, y aquello seguía saliendo de su cuerpo, ruidosa y notablemente negro. Pero fundamentalmente era el olor lo que le molestaba. Tenía miedo de que Eleanor lo notara. Era consciente de que aquello, probablemente, era parte normal de cualquier matrimonio reciente, el hecho de oler el olor del otro, superándolo cuanto antes para poder proseguir con tu vida, tener niños, comprar una casita, recordar el cumpleaños de todo el mundo, salir en coche a pasear por Blue Ridge Parkway, enfermar y morir. Pero en este caso, el marido tiene que adoptar unas precauciones extremas, porque el olor era vergonzoso, era intenso y profundamente personal, y parecía revelar algo espantoso acerca de su dueño.

Su olor era un secreto que tenía que ocultar a su mujer.

Entraron en Checoslovaquia, donde los retretes expulsaban tan poca cantidad de agua que se veía obligado a tirar de la cadena y a volver a tirar después; tenía que abrir ventanas y agitar toallas, sintiéndose culpable y atrapado. En las calles reinaba algo frío y duro, una tensión respirable, arrestos numerosos, gente llevada ante el juez. Los recién casados discutieron con un obrero de la siderurgia en un café: el hombre se sentía orgulloso del humo y la porquería que permanecían suspendidos sobre el paisaje, eso era progreso, eso era poder y empuje industrial; cuanto más oscuros los cielos y más terratenientes en prisión, más esperanzador sería el futuro del Estado socialista.

¿Quiénes son, pensó Marvin, para que me vuelva loco abstenerme de no convencerles de que están equivocados?

Sus PD se tornaron más humeantes a medida que ascendían por el este de Polonia. Discutieron con obreros en la barra de un bar, hombres ocupados en consumir sus jarras matutinas de cerveza, discutieron con una mujer que calculaba el precio de los billetes en un ábaco. Marvin regresó a un retrete en busca de un periódico que había olvidado, había estado buscando inútilmente resultados de béisbol en un diario de Varsovia, y le sorprendió el calor que reinaba en el cuartucho, la humeante aura que había establecido en su interior, algo pesado y húmedo, una masa aérea de abrasante hedor: toda esa energía radiante procedente de un único PD.

Tenía suerte de que Eleanor fuera la primera en visitar el cuarto de baño todos los días. Porque así no tendría que enfrentarse a aquello, una muchacha inglesa de cabellos casi rubios. Se aseguró de que nunca utilizara un cuarto de baño que él acabara de visitar.

—Hasta aquí pienso llegar —dijo ella entonces.

—No estamos en las obras.

—Moriré asfixiada si tengo que dar otro paso.

Cien metros más adelante se extendía una zona de obras de asfaltado interrumpidas, excavadoras sin dueño y camiones de escombros, el pavimento removido y apilado, sin un alma a la vista a excepción de una figura solitaria que dormía en una saca de correo, uno de esos hombres desaliñados que Marvin ve últimamente por todas partes: ¿dónde habían permanecido escondidos todo este tiempo?

—Voy a avanzar tan sólo diez o veinte metros —le dijo—, únicamente para comprobar cuál es el origen de esto. Probablemente, una tubería rota; sólo por curiosidad.

Tenía que ocultarle el recuerdo del mismo modo que en otro tiempo le había ocultado el olor. Y cada vez le costaba más esfuerzo evacuar, tenían sus pasaportes, tenían sus visados, fueron a Pinsk, fueron a Minsk, y él gruñía en aquel asiento hasta que brotaban todos los elementos: tierra, aire, fuego y agua.

Cuanto más penetraban en territorio comunista, más pestilentes eran sus PD.

Iban permanentemente acompañados en todas sus visitas por un guía de Intourist. Un guía les dejaba en el hotel, otro guía les recogía, alguien lanzaba un vistazo a su equipaje, un guía se aseguraba de que no miraran de reojo ciertos edificios peligrosos, ni vías fluviales con presas situadas ciento cincuenta kilómetros río arriba, ni carreteras que condujeran a instalaciones militares emplazadas a mil seiscientos kilómetros de distancia. Era como compartir cada aliento con tu policía personal. Incluso el estado del tiempo era un secreto, algo que no publicaban los periódicos y que nunca se mencionaba salvo en susurros.

Contaba con nombres y direcciones, y habló con algunas personas y siguió una ruta que conducía a Gorki, donde un primo muy, muy lejano le indicó que fuera a una calle de edificios sin terminar y allí encontraron a Avram, la primera vez que Marvin y él se veían, está viviendo en un piso diminuto con su segunda mujer y su segundo, tercer y cuarto hijos. Se abrazaron y sollozaron, quizá de veras, quizá en parte por hacer el paripé, hablando retazos de ruso, inglés y yidis, y al cabo de poco rato estaban discutiendo fatigosamente. Avram era un comunista convencido de cejas prominentes y escupía pequeños fragmentos de palabras despreciativas contra los Estados Unidos, el sistema está corrupto, os vamos a comer con patatas, sois una cultura de ésas como-se-llame, una cultura de pacotilla, y aquella noche Marvin tuvo que realizar una visita de emergencia al retrete del hotel, donde descargó un ardiente muro de desechos químicos. El olor que le rodeó estaba impregnado de eso, de geopolítica, y agitó una toalla durante cinco minutos, y abrió la ventana, que no hacía más que cerrarse, con un ejemplar enrollado del Pravda, seguía buscando resultados de béisbol, y por fin regresó a su habitación y permaneció de pie, contemplando a Eleanor mientras dormía: Eleanor procedía de un plácido entorno rural y podría perecer fácilmente bajo su peste.

Avanzó hasta el borde de la zona en construcción y comprobó que no era aquella la fuente del olor. El olor seguía siendo claramente perceptible, completamente evocador de su experiencia soviética, aunque menos nauseabundo que su producción personal, algo más apagado, y no provenía de la rotura de una alcantarilla ni de un retrete comunal para los sin techo.

Y entonces vio el barco. Estaba amarrado en un remoto muelle situado más adelante, entre cierto número de embarcaderos vacíos y una amplia cuenca, y parecía abandonado, con el puente y la cubierta desiertos, manchas de óxido en los costados y las chimeneas adornadas por pintadas en alfabetos ignotos e idiomas que no supo reconocer.

Se volvió y miró a Eleanor. Tenía una costumbre a la que recurría para mostrar su impaciencia: hundía el cuerpo, ladeaba la cabeza y adoptaba un aspecto semifláccido mientras su boca sugería un bostezante oh.

El nombre del barco, cubierto de óxido y pintadas, resultaba ilegible. Qué cosa tan patética, un buque oceánico cargado con el hedor propio de los retretes públicos de un estadio.

Marvin y Avram se pasaron tres días discutiendo. Consumían sus comidas en aquel pequeño apartamento sin calefacción en el que tenías que desenroscar el grifo de la pila de la cocina y transportarlo pasillo abajo hasta el cuarto de baño cuando te querías bañar debido a que la construcción de aquellos bloques concluía en una fecha determinada, estuvieran concluidos o no. Ambos hombres intercambiaron numerosas historias familiares, pero siempre con una reserva subyacente alternada por intervalos de insultos abiertos, Nosotros y Ellos, y a Marvin le irritaba oír aquellas cosas de un hombre tan seguro de sí mismo que al fin y al cabo era un completo don nadie, un tipejo que se estiraba hacia arriba al hablar, con dos dientes postizos de acero inoxidable que le hacían parecer el electrodoméstico más reluciente que había a la vista. El piso venía sin ventanas. Avram había tenido que instalarlas él mismo, procedentes de la fábrica de lunas de vidrio en la que trabajaba, un vidrio tan delgado que tenías que apartarte de la ventana para hablar. Una palabra con demasiadas consonantes podía quebrarlo.

Dijo a Marvin: «Estamos fabricando bombas más grandes de lo que los occidentales podréis soñar jamás. Por eso se rompen las ventanas con tanta facilidad».

Sí, a Marvin le fastidiaba pensar que un hombre pudiera vivir en aquellas condiciones, teniendo que llevar el grifo del fregadero de un lado a otro, el caño y las dos válvulas, aunque sólo sale agua de la fría, la familia subiéndose por las paredes por falta de sitio, y el tipo tan chulo y tan sofocado, era la típica cosa que le sacaba de sus casillas, cómo es posible que el tío siga adelante sin las yo qué sé más básicas, Eleanor sabe a qué palabra me refiero, las cosas que contribuyen al confort material: ella siempre lo dice de un modo tan refinado.

Le llamaba en ese instante: «Déjalo ya».

Y durante el viaje de regreso a Europa occidental, su organismo fue retornando poco a poco a un estado normal de PD con fibra, suaves y saludables.

Estaban en un tren, en Suiza, un lugar normal y neutral, atravesando túneles y desfilando junto a lagos iluminados por la luna, y Marvin distinguió una voz familiar algo más adelante, ruidos de interferencias de un transistor, y siguió el ruido hasta la parte delantera del coche, donde dos soldados se acurrucaban sobre una radio diminuta con la antena mutilada, escuchando a Russ Hodges en la emisora de las Fuerzas Armadas, su crónica del partido interrumpida cada vez que el tren penetraba en un túnel, y ahí era donde había estado Marvin cuando Thomson logró el home run, recorriendo una montaña en medio de los Alpes.

Eleanor acababa de salir de la ducha cuando entró Marvin, echando abajo la estancia con su estado de humor. Eleanor, envuelta en una toalla, las uñas de los pies pintadas de rosa, le miró.

—Ha llegado el barco. El Lucky Argus. Muelle número 7. Justo en el momento en que dijeron que lo haría. Al minuto.

—Pero Wainwright —dijo ella.

—No está a bordo.

—Ponte derecho.

—Abandonó el barco en Vancouver.

—¿Saben a dónde se dirigía?

—Se enroló en otro barco. En uno que iba al Norte, no sé adónde. Al tal Chuckie la gustan los ambientes fríos.

—Ya le encontrarás.

—Da lo mismo.

—La verdad es que no da lo mismo. Solía pensar que estabas loco. Pero ahora lo comprendo. Sí, estás loco, pero tras todo ello subyace un cierto razonamiento. Un pequeño asomo de lógica infantiloide. Un cuentecito de buenas noches. Necesitas acabar tu historia. Querido Marvin. Sin ese último eslabón que conduce a la pelota de béisbol, no hay modo de estar seguro del final de la historia. ¿De qué sirve una historia carente de final? Aunque supongo que en este caso lo que necesitamos no es un final, sino un principio.

Le gustaba verla envuelta en una toalla. Se habían conocido al final de la guerra, hola y adiós; pero habían seguido escribiéndose. Ella trabajaba como centinela antiaérea con linterna, así lo llamaban, y él pertenecía al Servicio de Intendencia y se dedicaba a repartir preservativos para el día D, en que las tropas los emplearían para cubrir los cañones de sus rifles y evitar que penetraran el agua y la arena. Aún hoy, después de veintisiete años de casados, le gustaba verla con una toalla o una combinación.

Se sentó en calzoncillos sobre el borde de la cama y se quitó los calcetines acanalados. Harían como los turistas de los anuncios: disfrutar del sexo matrimonial en un hotel agradable. Desde su habitación podía admirarse la vista de una vista. Desde sus ventanas podían otear a través del patio en dirección a los edificios de oficinas y a las nubes reflejadas en el escaparate del restaurante del hotel.

—¿Piensas ponértelo, Marvin?

Se refería a su bisoñé.

—Lo necesito para verme como me veo.

También lo necesitaba porque disimulaba el tamaño de sus orejas y de su triste nariz de Marvin. Quería estar atractivo para ella aunque ella misma no lo considerara importante. Aquella noche se pondría su mejor camisa, rematada por unos puños tan franceses que le entraban ganas de tararear la cómo-se-llame.

—Mi hombre eres tú, con él o sin él.

Algo que decía con un medio temblor en los labios que hacía que él se sintiera el dueño del mundo.

Ella dejó caer la toalla y depositó una rodilla sobre los pies de la cama. Aún eran recién casados, tímidos pero ávidos, y Marvin, tan de Brooklyn, con esa religión de respuestas escépticas, comenzaba por fin a comprender ahora cuán difícil era persistir después de tantos años en el mito sentimental de su disimilitud, algo que se había inventado él basándose en el acento y la complexión de ella. Atisbaba a su Eleanor certeza a certeza, viéndola capaz de emular su apetito, viendo que sus ambiciones profesionales eran mayores que las suyas, que su aspiración fundamental era América, algo que él se las había arreglado para no darse cuenta: las cosas, los lugares, el reluciente zumbido de los productos sobre los estantes, el brillo solar del favor de la fortuna.

Allí estaban, en una cama desconocida de California, qué vueltas da la vida, qué difícil es prever lo que ocurrirá, una chica inglesa en sus brazos, rosada e inocente por más que no lo sea, y el bisoñé de polímero de Marvin bien encajado sobre su cabeza.

A ella le apetecía japonés, pero con eso no bastaba. Tenían que ir a algún lugar en el que la guía mencionara el tatami.

Marvin pensaba que aunque hubiera vivido cien años antes de conocer a Eleanor, habría hecho las mismas tres o cuatro cosas cada día, y en el mismo orden, y que tan pronto como hubiera conocido a Eleanor a los ciento un años de edad se hubiera sentado en el suelo a comer algas.

Se miraron el uno al otro a través de aquella mesa baja, calzados únicamente con calcetines.

—¿Qué palabra es la que define algo que no es definitivo pero casi definitivo?

—Antedefinitivo.

—Antedefinitivo. ¿Ves? Eso es lo que me pasa con Chuckie Wainwright.

—Siéntate derecho —dijo ella.

—Groenlandia. Siempre he tenido mis sospechas acerca del lugar.

—¿Qué quieres decir?

—Allí es donde estuvo destinado con la Fuerza Aérea, si es que realmente estuvo allí.

—¿Por qué no iba a haber estado allí?

—¿Acaso conoces tú personalmente a alguien que haya estado?

—No —dijo Eleanor.

—Déjame que te diga. Yo tampoco. Ni tampoco nadie con quien haya hablado últimamente.

—Creo que tienen una ciudad importante.

—Crees que tienen una ciudad importante. ¿Y conoces el nombre?

—No, lo ignoro.

—¿Alguna vez has mirado Groenlandia en el mapa?

—Supongo que sí; una o dos veces, quizá.

—¿No has notado que no hay dos mapas en los que presente el mismo tamaño? El tamaño de Groenlandia varía de un mapa a otro. Y cambia también año tras año.

—Es grande —dijo ella.

—Es muy grande. Es enorme. Pero a veces es algo menos enorme, dependiendo del mapa que estés consultando.

—Creo que es la isla más grande del mundo.

—La isla más grande del mundo —dijo Marvin—. Pero no conoces a nadie que haya estado allí. Y el tamaño no deja de cambiar. Y lo que es más, no te pierdas esto, es que su emplazamiento también cambia. Porque si observas detenidamente un mapa y luego otro verás que Groenlandia parece estar moviéndose. Se encuentra en una parte ligeramente distinta del océano. Y ahí reside el intríngulis de mi argumento.

—¿En qué consiste tu argumento?

—Tú me lo preguntas y yo te lo digo. Que tenemos los mayores secretos delante de las narices y seguimos sin ver ni torta.

—¿Y cuál es el secreto de Groenlandia?

—En primer lugar, ¿existe acaso? Segundo, ¿por qué no hace más que cambiar de tamaño y de ubicación? Tercero, ¿por qué no logramos saber de nadie que haya estado personalmente allí? Cuarto, ¿acaso no se estrelló un B-52 hace algo así como diez años en un accidente que luego mantuvieron tan en secreto que aún no sabemos si había o no armas nucleares a bordo?

Pronunciaba nuculares.

—Piensas que Groenlandia tiene una función secreta y un significado secreto. Pero también es cierto que piensas que todo tiene una función secreta y un significado secreto —dijo ella.

—Cuanto más grande es el objeto, más fácil resulta ocultarlo. ¿Cómo se llega a Groenlandia? ¿Qué barco hay que tomar? ¿Dónde hay un aeropuerto desde el que salgan vuelos a esa ciudad importante cuyo nombre nadie conoce y que nadie ha visitado? Y hablamos de una ciudad importante. ¿Qué me dices de las zonas circundantes? Toda esa isla enorme es una inmensa zona circundante. ¿De qué color es? ¿Es verde? Islandia es verde. Islandia sale por televisión. Puedes ver las casas y la campiña. Si Islandia es verde, ¿es Groenlandia blanca? Tan sólo lo pregunto porque nadie más lo pregunta. A mí no me va ni me viene nada en ese lugar. Pero veo el canal de naturaleza y veo tribus de Nueva Guinea que se embadurnan el cuerpo de barro, y veo a esas cosas salvajes copulando en vete a saber qué valle africano.

—Bestias salvajes —dijo Eleanor.

—Pero de Groenlandia nunca oigo ni mu.

La camarera trajo sake para ella y cerveza para él. Llamaba bebidas a las copas, y Marvin creyó estar a bordo de un avión. Tantos viajes como había hecho relacionados con el béisbol, tantas vidas patas arriba, tantas frases y palabras.

Señor Lundy pasajero en lista de espera preséntese por favor en el podio.

1. La madre de mellizos en la ciudad esa, cómo-se-llame.

2. El hombre que vivía en una comunidad de gente sensible a los productos químicos, los que vestían blancos trajes de algodón y colgaban el correo en las cuerdas de tender la ropa.

3. Esa mujer llamada Bliss, de cuando era más joven, Marvin se entiende y que acaso, con unos ojos tan bonitos como los suyos, podría haber sido algo en Indianola, quizá Miss.

4. El impacto de otras vidas que no son como la tuya. Felices, saludables, solitarias, perdidas. El octavo de indio. Vidas ásperas e inesperadas incluso cuando son corrientes.

5. Alguien que conocía a una Susan algo y que hablaba de una pelota de béisbol famosa por su pasado. Marvin ha olvidado el nombre de la tribu.

6. El estómago fastidiándole de nuevo.

7. El hombre sensible a los productos químicos, el que experimentaba una vibración por todo el cuerpo cada vez que alguien disparaba una cámara fotográfica a dos kilómetros y medio de distancia.

8. Y Chuckie Wainwright, que se había hecho a la mar dejando una esposa y un niño, un grupo de cristianos hippies, descalzos y adornados con collares de cuentas, y Marvin persiguiéndole de un barco a otro.

9. Y ese crío de Utah, con cáncer de huesos, el que la madre le echaba la culpa al Gobierno.

10. Marvin perdiéndose a menudo, saliendo un día en dirección a Melbourne, Florida, y terminando casi ahogado.

11. Y la mujer del diente partido: una historia demasiado larga, mejor no preguntéis.

12. Y los productos químicos en el núcleo de la bola que permiten que el hombre funcione todos los días después del desayuno.

—Dime qué piensas hacer después de cenar.

—¿Me preguntas a mí?

—Tú has estado antes en esta ciudad. Yo no —dijo ella.

—¿Qué quieres que haga? Bastante si consigo levantarme. Tengo un nudo en la pierna que se le atragantaría hasta a un caníbal.

—Vamos. Hazme pasar un buen rato.

—Ahora le apetece andar retozando por ahí.

—Como si fuera nuestra ciudad, Mary.

Era curioso el modo en que estaba compilando una relación de los recientes movimientos del objeto y, al mismo tiempo, siguiéndole la pista hacia su pasado más distante. A veces creía estar viendo la pelota como si pasara volando junto a él. Quería encontrar a Chuckie y determinar el último eslabón, el primer eslabón, la conexión con el propio estadio de Polo Grounds, pero aunque no lograra encontrar al tipo compraría probablemente la pelota de todos modos, la famosa pelota, tan pronto como la localizara, y luego seguiría buscando a Chuckie hasta el día de su muerte.

—Quiero que me enseñes los sitios oscuros e innombrables —dijo Eleanor.

La pelota no le traía suerte, ni buena ni mala. Era un objeto transitorio. Pero a la gente le servía de inspiración para contarle cosas, para confiarle secretos familiares e historias personales inconfesables, para descargar conmovedores sollozos sobre su hombro. Porque sabían que él era su ¿qué? Su vía de descarga. Sus historias parecían exaltadas, absorbidas por algo más grande, por la larga parábola descrita por la pelota misma y su propia marcha bizqueante a través de las décadas.

De acuerdo. Marvin no era un animal nocturno, pero conocía un lugar al que podía llevarla, una calle en realidad, eso es todo lo que era, llamada The Float (El Carnaval), cercana al viejo distrito hippy, con tiendas que aparecían y desaparecían de un día para otro, viviendas sin número de edificio y una zona en la que podían satisfacerse todos esos deseos secretos que cambian con las fases de la luna.

Se levantó de la estera paso a paso, articulación por articulación, llamaron a un taxi y salieron.

Veinte minutos después, caminaban a lo largo de la calle, con los paraguas abiertos, llovía ligeramente, unos cuantos mendigos aquí y allá, una mujer adornada con una cresta mohawk y con maquillaje blanco introduciendo un panfleto apocalíptico bajo el cinturón de la gabardina de Marvin. SE AVECINA LA PAZ — ESTAD PREPARADOS. La mayor parte de las tiendas estaban abiertas a pesar de la hora o debido a la hora y casi todas estaban situadas por debajo del nivel de calle, por lo que tenías que atisbar por encima de una barandilla para ver qué vendían, Accesorios de Caucho para Invertir los Papeles, o Modas en Peligro: chaquetas fabricadas con la piel de especies en extinción.

Entraron en un sitio que era como un agujero en la pared, con montones de escayola desconchada y zócalos sucios de cucarachas y colecciones de grabaciones raras. Pero aquí no estamos hablando de viejos conversaciones intervenidas mediante teléfonos pinchados o micrófonos ocultos, grabaciones de personajes del crimen organizado mientras charlaban de sus novias o de sus abogados, ése no es más que un salido con un portafolios, estamos hablando de tipos que salen en las noticias de las once, que visten abrigos de pura lana fabricados con tela suficiente como para vestir a la Liga Juvenil de Taiwan. Y grabaciones de hombres y mujeres corrientes, aún más adictivas por lo repelente, acaso tu vecino de al lado, y Marvin comprendió cómo semejante compra podía desembocar en horas y horas de escucha estupefacta, cómo podía dominar la vida de una persona, tanto más cuanto que las grabaciones no podían ser más aburridas, y cómo podían proporcionar el atractivo de cualquier adicción, que consiste en rendirte al tiempo.

The Float tenía algo de amenazador, como un relámpago de medianoche.

Entraron brevemente en tiendas que vendían fotos de autopsias, que vendían basura de los cubos de las estrellas de cine, aunque conservaban el material congelado en sus almacenes: tenías que mirar en el catálogo y realizar tu pedido.

Eleanor se mostraba encantada con el ambiente, palabra que pronunciaba ambiance, con cierto acento francés. Suelos desnudos de tarima y paredes sucias. Asió a Marvin por el brazo y avanzaron calle abajo, viendo el cartel que aparecía colgado del balcón de un primer piso, Crucero de los Puertos Españoles para Fetichistas del Pie.

Flotantes zonas de deseo. Era el qué, la disgregación del deseo en un millar de subespecialidades, en productos derivados y estrechamientos, susurros oblicuos de uno mismo. Había un tugurio con una trastienda donde proyectaban películas pornográficas con gente mutilada. Celebraban noches horno y noches hetero. Si te mostrabas abierto a sugerencias, podías flotar por la zona, descubriéndote a ti mismo mediante tus intereses, poco a poco, saboreando las especialidades de la calle. Aparecías definido por tus fijaciones.

Junto a ellos pasó un chiquillo vestido con ropas tan harapientas que parecía un desfile de serpentinas.

Había un lugar llamado el Café de la Teoría de la Conspiración. Estantes llenos de libros, bobinas de película, cintas magnetofónicas, informes oficiales del Gobierno encuadernados con tapas azules. A Eleanor le apetecía tomarse un café y curiosear, pero Marvin descartó el lugar gesticulando con la mano: una serie de ejercicios inútiles. Opinaba que los manantiales eran más profundos y menos detectables, más profundos y más superficiales a la vez, hay que contemplar los tablones de anuncios y las cajas de cerillas, los nombres de los productos, las marcas de nacimiento de los cuerpos, el comportamiento de tus animales domésticos.

Algo que te contempla directamente a los ojos.

La mayor de las tiendas se encontraba a nivel de calle, y a su alrededor una docena de hombres con impermeables que estudiaban ejemplares de National Geographic con aire furtivo. Eran revistas usadas, usadas y manoseadas, vividas, y aún conservaban las etiquetas con la dirección, estampadas mecánicamente, manchadas de tinta y grasientas de dedos, e impresas en las etiquetas podían verse los nombres y direcciones de personas reales que vivían ahí fuera, en la América de las revistas, y los hombres del impermeable permanecen junto a sus mesas y sus papeleras, leyendo las etiquetas y hojeando las revistas, sin alzar jamás la cabeza.

Un hombre compró una revista y se marchó a toda prisa, deslizándola bajo el abrigo.

Marvin no pensaba que a aquellos tipos les interesaran fotografías de manadas de lobos paseando por la tundra al anochecer. Lo que buscaban era otra cosa, un murmullo humano olvidado, quizá, una sensación de familias que habitan pequeñas casas en el corazón de la comarca con un spaniel de largas orejas tendido sobre la alfombra, una sensación de acogedora inocencia y del mundo exterior sin descubrir, la vasta geografía. Una pornografía de la nostalgia, a lo mejor, ¿o acaso se trataba de algo totalmente distinto?

Y había una trastienda, porque acaso no hay siempre una trastienda, otra salpicadura de deseo, algo más refinado y personalizado, y no estarían en la trastienda las revistas forradas con fundas de plástico, tal vez números poco corrientes o publicaciones poco corrientes, o quizá los fetiches fueran las propias fundas, barnizadas de polvo, manoseadas, algunas ya casi opacas, de un plástico desgastado dotado de un cierto aroma y del tacto propio de un preservativo, como condones literarios, y a lo mejor hay otra estancia a la que hay que acceder susurrando una contraseña, una habitación en la que tan sólo hay fundas, fundas vacías, mil veces manipuladas, y a Eleanor el lugar no podía darle más grima, era mucho más de lo que esperaba, hombres con gabardina que hojean furtivamente las etiquetas de los National Geographic.

Al otro lado de la calle vieron la tienda de una mujer de elevada estatura; se llamaba Long Tall Sally, pero no era de vestidos ni de abrigos. Adornos de Fantasía, decía el cartel. Libros, películas, adminículos: sólo para mujeres altas.

Una noche lluviosa, en vete a saber qué callejuela secundaria, ves algunas cosas curiosas y te preguntas por qué parecen tan significativas. Marvin pensó que allí había algo que podría constituir la señal previa de alguna gran fuerza que comenzaba a desperezarse, no sabía exactamente qué, no sabía si para bien o para mal, no sabía en qué lugar del mundo: un estremecimiento de la tierra capaz de alterar el planeta.

—De acuerdo, Marv. Estoy listo para irme a la cama.

Otro sitio más. Realmente, el único lugar de la calle en el que ya había estado anteriormente. Lo llevaba un conocido, podía llamársele un colega, Tommy Chan, acaso el primer iconista de béisbol del país, si es que existe la palabra iconista.

Descendieron por un sórdido tramo de escaleras hasta llegar a un oscuro cubículo atestado de tablas de puntuación y viejos libros de canciones y un millar de otras rarezas relacionadas con el deporte: auténticas montañas de informes y documentos apilados en columnas tambaleantes.

El pecho de Eleanor se agitó con un suspiro, como una perdiz herida.

Ahí estaba Tommy, encaramado a su taburete, sobre una plataforma que sostenía tanto el taburete como la caja registradora, erigiéndose sobre aquella masa de papel que los procesos químicos iban tornando marrón. A Marvin le hizo pensar en todas las películas de partidos que había visto durante su búsqueda, en los hinchas del Polo Grounds cuando arrojaban tarjetas de puntuación y periódicos al campo a medida que el día iba consumiéndose y los Dodgers se aproximaban al momento de la catástrofe. En toda aquella basura crepuscular. Quizá parte de ella reposaba allí hoy, conservada por los barrenderos del estadio para terminar añadida al mundillo del recuerdo y del coleccionismo, la tarjeta de algún crío convertida en avión de papel, unas cuantas hojas de papel higiénico arrojadas jubilosamente desde la grada superior, quizá delicadamente autografiadas por un jugador, los restos de un partido que reposaban años después al otro lado de un continente.

—Te presento a mi mujer.

—Por aquí no vemos a muchas mujeres —dijo Tommy, con tono cortés y sabio, como un monje budista en algún refugio campestre.

—Me extraña que veáis a nadie. Porque, francamente, ¿quién iba a venir aquí? —dijo Marvin—. Tendrías que proporcionarle a este lugar un aspecto medio presentable.

—«Presentable». Bonita palabra. Piensa, Marvin: ¿qué vendo yo aquí? Esto no es una tienda de menaje del hogar en unas galerías comerciales.

Era un tipo listo, al que podía llegar a apreciarse, pero su rostro carecía de edad, lo que desconcertaba a Marvin, ya que a uno le apetece saber la edad del hombre con el que está hablando.

—¿Qué has vendido hoy?

—Sois los primeros que entran en la tienda.

—No parezcas tan satisfecho.

—Llevo aquí desde mediodía. Todos esos mercaderes no abren hasta tarde.

—Desde mediodía. Y nadie.

—Qué interesante, ver por aquí a una mujer —dijo Tommy.

Eleanor permanecía inmóvil, tal vez paralizada por lo exótico de su condición.

Dijo:

—¿No hay que proporcionarle a la gente un incentivo para que compre? No es que sea asunto mío.

—«Un incentivo». Qué idea tan moderna. El incentivo es algo intrínseco, diría yo. Estos materiales no poseen ningún interés estético. Están descoloridos y medio deshechos. En realidad, no es más que papel viejo. Mis clientes acuden aquí en gran medida por el desorden y el caos. Es una historia de la que sienten que forman parte.

Marvin dijo a Eleanor:

—Siempre pensé que las personas que guardan estos trastos viejos, estas cosas de béisbol, siempre pensé que vivían en el Este. Pensé que aquí era donde venían a retomar sus recuerdos. Tommy es el primer coleccionista que conocí al oeste de Pittsburgh.

Tommy mostraba una sonrisa tan leve y fugaz que tan sólo podría haber sido fotografiada con alguna película desarrollada por la NASA. Su pequeño rostro anodino flotaba en la penumbra, y Marvin experimentó un ansia infantil por alzar la mano y tocarlo, tan sólo para comprobar si el tacto era similar al del suyo, esa áspera y rugosa superficie que se lavaba y afeitaba todos los días.

—¿Encontraste a tu hombre? —dijo Marvin.

—Encontré el barco. Del hombre, olvídate.

—Tienes que rendirte.

—Mira quién habló.

—No puedes localizar el pasado con exactitud, Marvin. Ríndete. Retírate. Por tu propio bien.

—Mira quién habló.

—Libérate —dijo Tommy.

—Aquí sentado, inhalando polvo como vete a saber qué clase de estatua.

—Ecuestre —dijo Eleanor.

—Como una estatua ecuestre en medio de un parque.

—Cierto. Mi situación es aún más irreal que la tuya. Tú, al menos, te mueves por ahí. Yo sigo aquí sentado con estos papeles que se desintegran. Hay una cierta venganza poética en todo ello.

—¿Qué clase de venganza?

A través de los labios de Tommy flotó una sonrisa delicada como el hálito de un colibrí.

—La venganza de la cultura popular contra quienes se la toman demasiado en serio.

Aquella observación me llamó la atención. Marvin sentía en el pecho algo parecido a lo que experimenta un coreano en pijama cuando aplasta un ladrillo de un golpe con la superficie de la mano. Pero pensó entonces: ¿Cómo no voy a tomármelo en serio? ¿Qué es lo que no debería tomarme en serio? ¿Qué podría tomarme más en serio que esto? ¿Y de qué sirve levantarse por las mañanas si no intentas compensar la enormidad de las fuerzas universales conocidas con algo poderoso de tu propia existencia?

Sabía que Eleanor quería marcharse. Sabía que Eleanor estaba pensando, Por lo menos Marvin mantiene el sótano bien ordenado.

Antes, había algo que quería comprar. Una pequeña caja vacía medio olvidada en un rincón en la que podía leerse Liga Nacional Oficial Spalding número 1: en otro tiempo, muchos años atrás, había contenido una pelota de béisbol nueva. La conservaría para el día en que la vieja y maltrecha pelota llegara a su poder, cuando llegara y si es que llegaba.

Extendió la mano para pagar al hombre. De la pared colgaba una fotografía del presidente Carter y de su hija, como-se-llame, de pie en la rosaleda con Bobby Thomson y Ralph Branca, sus rostros contraídos por sendas sonrisas forzadas.

Salieron a la calle. Una mujer harapienta empujaba sus posesiones apiladas en un carrito de ruedas, aparentemente decidida a alcanzar algún destino específico. ¿Tendría una familia que la esperaba? ¿Se trataría de una viajera del futuro? ¿Habría gentes que vivían ocultas a nosotros en los recovecos de qué, de la infraestructura, en lo más profundo de los túneles y bajo las rampas de acceso de los puentes?

—Tommy tiene un aspecto tan satisfecho… ¿Cómo es posible, viviendo en esa oscuridad?

—No arrastres los pies, Marv. Eres una persona sana, no un enfermo.

—Todo el día solo en esa mazmorra.

—¿Tiene mujer e hijos?

—No lo sé. ¿Quién iba a preguntárselo? No es la clase de pregunta que hacemos en el mundo del coleccionismo.

—¿Dirías tú que disfruta de los entretenimientos de nuestro modo de vida básico?

—Qué bien pronuncias esa palabra.

—¿Tiene un jardincito trasero en el que cultiva tomates de Jersey durante los veranos?

—Cuando le veo, no veo un tomate devolviéndome la mirada.

—¿Se lleva a su novia cuando hace viajes de negocios?

Eleanor sabía cómo hacer que se sintiera afortunado. Y tenía razón, casi siempre tenía razón, los tomates, la cuestión de la limpieza, la casa con el espacioso sótano, la hija que no les había ofendido seriamente haciendo algo clandestino fuera del matrimonio. Pensad en Tommy, cenando comida camboyana a domicilio en su tienda, a medianoche. Pensad en Avram, en Gorki, recorriéndose el pasillo con el grifo en la mano cada vez que quería tomar un baño.

Descubrieron un taxi al ralentí frente a un viejo hotelucho.

Pero en realidad, seamos sinceros, era Marvin el que arrastraba los pies, Marvin era el auténtico cenizo, convencido de su propia mala suerte, Marvin el hincha de los Dodgers, condenado en aspectos que prefería no mencionar.

Junto a ellos pasó un coche de policía con la sirena en marcha, un ruido giratorio y succionante, sonaba como la trituradora de su cocina: Eleanor solía preparar compulsivamente zumos de frutas que ambos se sentían moralmente obligados a consumir.

Era hora de pensar en irse a la cama. Pero primero la llevó a bailar al salón del piso superior del hotel, una estancia íntima equipada con una orquesta, ya bien pasada la medianoche.

Se deslizaban sobre el suelo, oscilando y arqueándose, no contoneándose realmente sino más bien vacilando, mostrando una declaración formal de que en un sitio así podía tener lugar lo que denominamos un bailongo. Les gustaba bailar, se complementaban bien, en el pasado habían ido a bailar con frecuencia pero olvidaron la costumbre, dejaron que se les escapara con el transcurso de los años del mismo modo que llegas a olvidar alimentos que solías devorar, como las charlottes russes cuando estuvieron de moda.

Ella deslizó la mano por sus cabellos incombustibles.

Y Marvin la estrechó firmemente y experimentó la vieja incredulidad de haber descubierto una vida juntos, dos personas tan intrínsecamente distintas aunque no lo fueran, y supo que la fuerza de aquella incredulidad era exactamente lo mismo, de haber podido medirse, que la conmoción de enamorarse.

Pero en el fondo, en la marvinidad de sus profundidades sin nombre, subyacía aún un algo tenebroso que despertaba su inquietud.

Y cuando se aproximaron a la ventana contempló las luces del puente de la bahía a través de la neblina y distinguió el viejo petrolero olvidado, confortablemente amarrado en su muelle, acre y proscrito, y contó hasta el muelle número 7 para descubrir que el Lucky Argus ya estaba descargado y había partido, a lomos de la marea, como una forma oscura viajando a qué, a la velocidad reglamentaria, por el inmenso y profundo peligro de la noche.