Siempre he sido un mundo aparte. Mi maquillaje guarda una cierta distancia, una separación tan calculada como la de mi viejo, supongo, que a veces me he esforzado en reducir, o he pensado en esforzarme, o lo he mandado a la mierda.
Me gusta contarle cosas a mi mujer. Hablo con mi mujer. Le digo que no me deje por imposible. Le digo que hay una palabra italiana, o una palabra latina, que lo explica todo. Luego, le digo la palabra.
Ella dice, ¿qué explica eso? Y responde, nada.
En este caso, la palabra que no explica nada es lontananza. Algo distante o remoto, por supuesto. Pero, tal y como yo uso la palabra, tal y como la interpreto, con sus asperezas y sus sutilezas, constituye la distancia perfeccionada del gángster, del mafioso sindicalista, del capo. Cuando eres un capo, ya no necesitas el constante influjo viviente de las fuentes exteriores. Eres un ser íntegro. Estás hecho. Hecho a mano. Eres como una robusta pared romana.
Estaba en Los Ángeles pensando en aquellas cosas. La gente dice que L.A. está donde está pero sólo a medias, y acaso ése era el motivo por el que estaba pensando en mi padre. Y también por mi hermano Matt: era una premisa interminable de Matt, su cantar de los cantares, que nuestro viejo Jimmy estaba viviendo en el sur de California bajo su habitual nombre falso.
Le dije que Jimmy había muerto bajo su nombre verdadero. Éramos nosotros los que teníamos nombres falsos.
Pero lo más curioso, la contradicción, es que me veía en medio de un recinto vallado, en un suburbio de bungalós, contemplando las agujas del enorme y peculiar complejo arquitectónico conocido como las Torres Watt, una idiosincrasia nacida de las inocentes perspectivas anarquistas de alguien, y cuanto más las miraba, más pensaba en Jimmy. Las torres y los baños para pájaros y las fuentes y los postes decorados y los relucientes adornos y los colores caseros, el verde de las botellas de Seven-Up y el azul de la leche de magnesia, aquellas vívidas baldosas encastradas en cemento, todo el complejo de estructuras y verjas y paneles que habían sido construidos, manufacturados, por un hombre, por un hombre solo, un inmigrante procedente de algún lugar próximo a Nápoles, probablemente analfabeto, que dejó a su esposa y a su familia, o acaso le dejaron a él, no estaba seguro, un hombre cuya narrativa consiste fundamentalmente en espacios vacíos, de incierta fecha de nacimiento, hasta que termina pasándose treinta y tres años en la construcción de esta cosa a base de varillas de acero y porcelana rota y guijarros y conchas marinas y botellas de soda con entramado de alambre, el cemento hecho a mano, tres mil sacos de arena y de cemento, y que se pasa todos estos años con granos de arena incrustados en las manos y en los brazos y polvo de vidrio en los ojos, colgado de la punta de las torres por un cinturón de limpiacristales, vestido con un mono harapiento y un sombrero polvoriento, el rostro quemado, con lámparas atadas a los peldaños radiales para poder trabajar de noche, vete a saber si a treinta metros de altura, con Caruso sonando en el gramófono desde abajo.
Jimmy era un hombre siempre al límite, un quiromántico que infería el futuro a partir de los pliegues de su propia carne, pero según mi hermano pequeño un día se miró la palma y la tenía en blanco. ¿Se había convertido entonces —podía yo imaginarle así— en un fugitivo excéntrico? En cierto modo, sí, el del hombre que no se lava ni se cambia de ropa, de aspecto vagabundo, que habla solo en medio de la calle, y también de otro modo, quizá, podía imaginarle elevándose hasta este punto, superándose a sí mismo para producir un arte divagador y desprovisto de categoría con cemento y alambre.
Ésa era la contradicción. El futuro de Jimmy se cerró definitivamente la noche en que salió a buscar cigarrillos. ¿Por qué iba yo a imaginarle siquiera como una realidad alternativa, viniendo hasta aquí, o casi hasta aquí, escapando hacia la luz de Los Ángeles, en pos del clima mediterráneo?
Paseé entre las torres abiertas, tres de ellas altas, cuatro más bajas, y vi las cerámicas de Delft que había pegado bajo una marquesina y el vidrio de madreperla fundido que había aplicado sobre las superficies de adobe. Independientemente de la naturaleza desechada de aquellos materiales, de su aparente improvisación, y fuera cual fuese el grado de intuición pura, el tipo era sin duda un maestro constructor. El lugar poseía una unidad estructural, una cualidad de temas repetidos y una hábil ingeniería. Y sus iniciales aquí y allá, SR, Sabato Rodia, si tal era de hecho su verdadero nombre: SR tallado en los arcos como las pintadas que dibujan las pandillas en las calles.
Traté de comprender la fuerza de la presencia de Jimmy allí. Le veía desaliñado y farfullando, pero también libre, sin nada ni nadie a quien rendir cuentas, en un cuchitril vete a saber dónde, cortando una pera con una navaja. Jimmy vivo. Y entonces pensé en algo que había ocurrido cuando yo tenía unos ocho años: un recuerdo que clarificaba los vínculos. Veía a mi padre al otro lado de la calle, contemplando a dos jóvenes, a dos novatos que intentaban cimentar unos ladrillos para construir un par de postes destinados a una verja frente a la modesta casa de un vecino. Primero les observó, luego les aconsejó, gesticulando, dirigiéndose a ellos en un inglés precario y estudiado que los dos jóvenes fueran capaces de captar, y finalmente se aproximó con aire decidido, le alargó la chaqueta a alguien, reubicó el trozo de cordel, cogió la llana y dispuso los ladrillos en hileras mientras alisaba la lechada; trabajaba velozmente, pero yo ignoraba que supiera realizar esa clase de trabajos, y no creo que mi madre lo supiera tampoco. Crucé la calle y experimenté una tímida sensación de orgullo, rodeado de hombres de mediana y avanzada edad, inspectores al aire fresco les llamaban, pues nunca se había visto gente tan satisfecha como aquellos hombres con chaqueta blanca y corbata realizando una diestra construcción de ladrillo.
Cuando concluyó las torres, Sabato Rodia regaló el terreno y todo el arte que contenía. Abandonó Watts y se marchó, dijo, a morir. La obra que realizó es una especie de ruido vertiginoso que libera el alma, una catedral jazzística, y la potencia de aquello, para mí, su profunda sensación de inquietud, provenía de que el fantasma de mi propio padre habitaba en aquellos muros.
La camarera trajo un tenedor helado para mi ensalada Alegría de Vivir. Big Sims estaba devorando una hamburguesa con queso que incluía tres clases distintas de cheddar, todas ellas detalladamente descritas en el menú. La pared presentaba una grieta como consecuencia del temblor del día anterior, y cuando Sims se rió pude ver su boca salpicada de brillantes filamentos de queso.
Oímos el estruendo de los vuelos de prueba que salían de Edwards. Sims decía que tenían aviones que sobrepasaban la frontera del espacio y luego regresaban renacidos.
Estábamos en Mojave Springs, un centro de conferencias situado a cierta distancia de Los Ángeles. Me había incorporado recientemente a Contención de Desechos, conocida en la industria como la Compañía Mágica o Whiz Co., y había acudido allí con el espíritu de un novato en busca de orientación, para ajustarme al lenguaje y a los usos, y mi supervisor oficioso era Simeon Biggs, un ingeniero especializado en técnicas de nivelación de terrenos que llevaba ya cuatro o cinco años en la empresa. En Springs estaban representadas cierto número de compañías de tratamiento de desechos, y todos compartíamos el tiempo de los seminarios con otro grupo más pequeño y dedicado, compuesto por cuarenta parejas casadas que habían ido a intercambiar parejas sexuales y a hablar de sus sentimientos. Nosotros éramos los gestores del desecho, ellos los intercambiadores, y su presencia nos resultaba incómoda.
Dijo Sims:
—El barco ha estado por ahí, navegando de puerto a puerto, hace ya casi dos años.
—¿Y qué pasa? ¿No aceptan el cargamento?
—Un país detrás de otro.
—¿Hasta qué punto es tóxico?
—Me han llegado rumores —dijo—. No es mi especialidad, por supuesto. Se gestiona en algún despacho secundario de nuestras oficinas de Nueva York. Se ha convertido en una leyenda popular acerca de un buque fantasma. El Liberiano Errante.
—Pensaba que en los PBD se vertían sustancias terribles de modo rutinario.
Acababa de enterarme de que, en el lenguaje de los bancos y de otras entidades globables, los PDB eran países de bajo desarrollo.
—Esos pequeños países de piel morena. Sí, se trata de un feo asunto que cada vez va a más. Hay países que aceptan unos honorarios equivalentes a cuatro veces su producto interior bruto para admitir la entrega de un cargamento de desechos tóxicos. ¿Qué ocurre después de eso? Mejor no saberlo.
—De acuerdo, pero ¿por qué resulta éste inaceptable? ¿Y por qué no sabemos en qué consiste la mercancía exactamente?
—Quizá estamos intentando ahorrarnos una situación embarazosa —dijo Sims.
El temblor había tenido lugar a la hora del aperitivo, en un momento en que me encontraba en la suite de bienvenida con unos cuantos colegas que atisbaron por encima de sus copas la lenta inclinación del planeta. La habitación se había llenado de silbidos y gemidos. Yo me había esforzado por controlar la expresión de mi rostro, a la espera de que la situación se definiera. Me enteré luego de que había llegado hasta poco más del cinco, al cinco coma cuatro, y sentí justificada mi sensación de emergencia potencial al ver la grieta en la pared del restaurante cuando nos sentamos.
—¿Tú qué piensas, que es un cargamento de drogas? ¿Disfrazadas como desechos tóxicos? Porque también a mí me han llegado rumores.
—Cuéntame —dijo Sims.
Se sentó al otro extremo de la mesa, el rostro carnoso y el cuerpo ancho, el labio inferior prominente, las curiosas orejillas sin lóbulo, redondas y perfectamente moldeadas, las diminutas orejas artificiales de los elfos.
—Estoy ansioso por escuchar tu versión —dijo, con un leve rastro de dulce condescendencia en la voz.
—Primera posibilidad, que se trate de un cargamento de heroína, lo que carece de sentido. Segunda, que sean cenizas de un incinerador de la zona de Nueva York. En gran parte de índole industrial. Diez mil toneladas. Arsénico, cobre, plomo, mercurio.
—Dioxinas —dijo Sims con tono plácido mientras atacaba el centro de su solomillo a las hierbas mexicanas.
Cuatro parejas se sentaron a una mesa próxima de forma redonda y Sims y yo hicimos una pausa. Queríamos divertirnos y burlarnos un poco. Se trataba de intercambiadores, claro está, todos asertivamente ataviados, en tercera persona, y fueron reclinándose uno a uno a medida que el camarero les servía el agua.
—Se toman tiempo para comer. Algo que respeto —dijo Sims.
—He oído cosas acerca del barco.
—El barco no hace más que cambiar de nombre. ¿Habías oído eso?
—No, no lo sabía.
—Salió de uno de los muelles del río Hudson con un nombre; no recuerdo cuál era, pero se cambió tres meses después frente a las costas de África occidental. Luego, volvieron a cambiarlo. Esta vez, en algún lugar de Filipinas.
—Enormes cantidades de heroína, según dicen. Pero ¿por qué iban a querer embarcar heroína de los Estados Unidos al Extremo Oriente? No tiene sentido.
—No tiene sentido —dijo Sims—. Si no fuera porque encaja con otro rumor. ¿Lo conoces?
—Creo que no.
—Que pertenezca a la mafia.
Le gustaba decir aquello, silabeando las palabras, los ojos ligeramente saltones.
—¿Qué quieres decir con que pertenezca a la mafia?
—La compañía que ostenta la propiedad de los buques que alquilamos. La mafia está muy metida en el transporte de desechos. ¿Por qué no iban a estarlo en la manipulación, el embarque, todo?
—Hay una palabra en italiano —dije.
—Quizá no se trate únicamente de la naviera. Quizá se trate de nuestra compañía. Pertenecemos a la mafia. Ellos no son más que convidados de piedra. O sencillamente les pertenecemos.
Decir aquello le gustaba aún más. Tampoco es que lo creyera. No lo creía en lo más mínimo, pero quería que yo lo creyera, o que reflexionara sobre ello, para poder ponerme en ridículo. Mostraba una dura sonrisa que ridiculizaba cualquier sentimiento fácil que uno pudiera sentirse tentado de albergar en nombre de su credo de conspiración personal.
—Hay una palabra en italiano. Dietrologia. Se refiere a la ciencia que subyace bajo algo. A cualquier acontecimiento sospechoso. La ciencia de lo que hay detrás de un suceso.
—Ellos sí necesitan esa ciencia. Yo, no.
—Yo tampoco. Me limito a contártelo.
—Soy norteamericano. Voy al béisbol —dijo.
—La ciencia de las fuerzas ocultas. Evidentemente, opinan que se trata de una ciencia lo bastante legítima como para precisar un nombre.
—A los que necesitan esta ciencia, yo me esforzaría por decirles que disponemos de ciencias reales, de ciencias auténticas, que no necesitamos otras imaginarias.
—Me limito a decirte la palabra. Estoy de acuerdo contigo, Sims. Pero la palabra existe.
—Siempre hay una palabra. Y un museo también, probablemente. El Museo de las Fuerzas Ocultas. Cuentan con diez mil fotografías desvaídas. ¿O lo habrá volado ya la mafia?
En ese momento fue cuando Sims se echó a reír, mostrando la boca entrelazada de cheddar.
Eché un vistazo a la mesa redonda. Dos de las mujeres fumaban. Dos de las mujeres vestían chaquetas occidentales con tachuelas. Una era miope y tenía la cabeza hundida en el menú, y otra tenía un acento que me resultaba imposible localizar. Todas llevaban adornos, cadenas, pulseras y alfileres, aros en las orejas, pendientes de cuentas, piezas de joyería de aspecto rústico, trabajado, y una masticaba un trozo de zanahoria y hablaba de sus niños.
—¿Hablas italiano? —dijo él.
—Estudié latín durante un tiempo. En el colegio, luego por mi cuenta, con bastante ahínco. Y me interesé por el alemán y el italiano.
—Mi mujer es alemana —dijo él—. La conocí cuando me destinaron aquí.
—Un soldado que caminaba moviendo las caderas.
—Eso la definiría bastante bien. Sólo que yo estaba en la Fuerza Aérea.
—¿Habla alemán en casa?
—Un poco. Sí. Bastante.
—¿Y tú lo entiendes?
—Por la cuenta que me tiene —dijo.
Los hombres vestían camisas estampadas de cuello ancho desabotonadas hasta el pecho. Los hombres eran una mata de pelo. No el pelo contestatario de los sesenta, claro está. Vello pectoral, bigotes, espesas patillas, magníficas cabezas de pelo a lo Hollywood: pelo real que te recordaba los tupés de mal gusto, alfombras de pelo otorgador de deseos, como engominadas y espesamente onduladas.
Big Sims pidió la cuenta.
—Pero nos gusta nuestro trabajo, ¿no es cierto, Nick? Sea quien fuere el dueño de los barcos que utilizamos.
—Me gusta mi trabajo.
—Me gusta mi trabajo.
Su abrigo sport estaba colgado del respaldo de la silla. Era demasiado ancho para encajar en los adornos que remataban el travesaño superior. Llevaba una camisa blanca de manga corta con una corbata oscura y un alfiler de corbata en forma de cimitarra.
Me miró fijamente.
—¿Te apetece ir a un partido de los Dodgers?
—No —dije yo.
Todas aquellas historias de buques fantasma, por más que no fueran otra cosa que rumores elusivos, no parecían demasiado sorprendentes, pues nos habían dicho la noche anterior que los desechos constituyen el secreto mejor guardado del mundo. Eso había dicho Jesse Detwiler, el arqueólogo de la basura que se había dirigido a los miembros congregados una hora aproximadamente después del temblor, un discurso que no había encajado bien con los pichones asados y los brotes de verduras zen.
Poco antes, a la hora del cóctel, nuestros rostros habían mostrado una avidez prístina cuando la estancia se estremeció a nuestro alrededor. Una mirada que arrastraba cierta consciencia en su estela, una humilde sensación de nuestros propios miedos intuidos, de habernos visto pillados por sorpresa justo antes de hacernos con el control: ése era el rostro que viajaba por la suite sobre los vodkas con tónica, creando un irónico vínculo entre los directores bajo la borrasca interior.
Después de pagar la cuenta, vimos a Detwiler en el vestíbulo. Sims se acercó y le cogió por el cuello, literalmente, le sujetó con una llave a la vez que fingía golpear su cráneo afeitado. Al parecer, eran conocidos, y los tres acordamos reunirnos más adelante para visitar un vertedero diseñado por Sims, un proyecto colosal aún en desarrollo.
Un hombre y una mujer atravesaron el vestíbulo, y yo me fijé detenidamente en ella. Quizá era el elástico movimiento de caderas con que se desplazaba, el desafiante porte del trasero, reluciente, atenta a las superficies, como uno de esos personajes de película de serie B, empapados en alcohol y pensiones alimentarias. Me acerqué a examinar el programa de acontecimientos que descansaba sobre un caballete cerca de las puertas giratorias, inscripción y café, leyes de registro, almacenamiento de combustibles usados, los temas y los conferenciantes escritos con letras adhesivas de color blanco, de diez a doce y de dos a cinco y así hasta la noche, y pensé en los intercambiadores y en sus apaños.
Whiz Co. era una firma dotada de una ruta interna hacia el futuro. El Futuro de los Desechos. Así habíamos bautizado nuestra conferencia en el desierto. La ocasión se había diseñado a nivel industrial, pero nosotros representábamos la compañía que proporcionaba la fuerza motora, éramos los chicos del frente, los conseguidores, los tipos que mejor podían comprender la auténtica dimensión del tema.
Yo tenía entonces cuarenta y pocos años; me habían rescatado de un empleo anodino como redactor de discursos corporativo y ayudante de relaciones públicas, y me sentía ansioso de acometer algo nuevo, de abrazar una nueva fe.
Las corporaciones son entes enormes y sobrecogedores. Te atrapan y te modelan en un abrir y cerrar de ojos, te tornean y te cambian. Y lo hacen sin una franca persuasión, lo hacen entre sonrisas y gestos de asentimiento, como una inflexión de voz colectiva. Te sitúas al comienzo de un pasillo, y para cuando alcanzas el extremo opuesto ya has adoptado la filosofía global de la empresa, la Weltanschauung. Empleo esta palabra, solemne y estratificada, porque en algún lugar de sus profundidades subyace un susurro de contemplación mística que me resulta absolutamente adecuado para el tema de los desechos.
Me fui a correr con Big Sims. Corrimos a lo largo de senderos utilizados por senderistas, mochileros de botas desgastadas, y corrimos por caminos de herradura que se internaban en las colinas. Llevábamos gafas de sol y gorras con visera, y corríamos sobre terrenos pedregosos y arenas rojizas, y Sims no paraba de hablar, hablaba y corría por la maleza del desierto mientras yo me esforzaba por mantenerme a su altura.
—¿Sabes? Tiene gracia. Acepté este empleo hace cuatro años y es un buen empleo, con un buen sueldo y con buenas ventajas, que mantendrá a mi viuda cuando me muera por exceso de trabajo, pero me he dado cuenta de que… ¿te pasa a ti lo mismo, Nick? Desde el primer día me he dado cuenta de que lo único que veo es basura. Yo estudié ingeniería. No estudié basuras. Pensé en la posibilidad de marcharme a Túnez a construir carreteras. Tenía la imagen romántica, ya sabes, de andar vestido con una cazadora sahariana pavimentando el mundo. Y resulta que no me va mal. Estoy realizando una labor real, una labor importante. Los vertederos son importantes. El problema es que el trabajo me persigue. El tema me persigue. La semana pasada visité un restaurante nuevo, un lugar agradable y reciente, ya sabes, y de repente me veo contemplando los restos de comida de los platos de los demás. Las sobras. Me fijo en las colillas de los ceniceros. Y cuando salimos…
—La ves por todos sitios porque está por todos sitios.
—Pero antes no la veía.
—Ahora has visto la luz. Da gracias —dije.
Nuestras zapatillas eran demasiado finas para el suelo de pizarra y toba. Corríamos por veredas regadas de boñigas de paja procedentes de los caballos de alquiler y corríamos jadeando y tosiendo, jadeando al hablar, y el sudor corría por el rostro de Sims formando arroyos entrecruzados. Yo no me quedaba atrás. Era necesario aguantar, seguir corriendo, demostrar que eres capaz de hablar mientras corres, demostrar que puedes correr, que sabes aguantar. El sudor fluía por nuestros cuerpos y nos pegaba las camisetas a la espalda.
—Salimos y nos disponemos a esperar a que el tío nos traiga el coche. Entretanto, echo un vistazo al callejón. Y veo algo curioso. Un depósito, un depósito vallado que recorre el muro. Básicamente, se trata de una jaula. Tres costados y la tapa. Barras de hierro fundido y un candado enorme —habla y se detiene, las palabras le brotan rítmicamente del pecho—. Y no puedo evitar internarme un poco en el callejón. Sin haber comprobado exactamente de qué se trata. Y lo huelo antes de verlo. La jaula está llena de bolsas de basura. De restos de comida en bolsas de plástico. Un día y una noche de basuras de restaurante.
Me miraba mientras corría.
—¿Por qué las enjaulaban? —dije.
Me miró.
—Hay pordioseros que salen del parque para comérselas.
Regresamos en dirección al complejo de edificios de estuco rosado que llameaban bajo la luz. No era fácil seguir a Sims. Tenía la fuerza impulsora de un ex boxeador rollizo que aún cuenta con profundas reservas de resistencia, reservas de grasa, combustible fósil: tenía calorías que quemar, sudor en abundancia que expulsar.
—¿Por qué el restaurante no les permite aprovechar la basura?
—Porque le pertenece —dijo.
Pasaron cinco reactores de caza en estrecha formación, a baja altura, con un rugido maldito extendiéndose sobre el valle, y Santos alzó el pulgar en dirección al cielo como si quisiera señalar algo de lo que yo no me hubiera dado cuenta.
No hacía más que recordar mi rostro de la tarde anterior, cuando el temblor sacudió la estancia, la labor que supuso reconciliar las fuerzas en combate.
Seguimos corriendo hasta dejar atrás el campo de golf y las cabañas de los invitados, un mundo desmochado de gente ataviada en suaves tonos pastel, reunidos en grupos, en regulares partidas de cuatro, y me sentí aliviado de que la cartera ya casi hubiera concluido.
—Pregúntame por el barco —dijo.
—¿Está registrado en Liberia?
—Lo estaba cuando zarpó. He oído decir que ahora está registrado en Panamá.
—¿Se puede hacer eso? ¿Cambiar el registro a mitad del viaje?
—Lo ignoro. No es mi especialidad —dijo Sims—. Pero los rumores en torno al barco no sólo se refieren a lo que transporta en sus bodegas. Ni a quién es el dueño. Ni a qué destino se encamina.
—De acuerdo. ¿Qué más queda?
—¿Se trata de un mercante ordinario? ¿O acaso reina cierta confusión al respecto?
—¿Qué clase de barco sería el que transporta mercancía pero no es un mercante?
—Recuérdame que te dé una lección de lodos residuales un día de éstos.
Se echó a reír y siguió corriendo, haciendo alguna cabriola, imitando el paso del be-bop, sacando los codos y chasqueando los dedos, adelantándome. Experimenté un arranque de competitividad, una tensión espiritual que te previene de la vergüenza de perder, y me apresuré a alcanzarle.
Y resulta interesante que, más tarde, aquel asunto del aprovechamiento de basuras, de vicios vagabundos y chiquillos fugitivos capaces de meterse en un callejón para conseguir mendrugos de pan y venosas briznas de buey, resurgiera con Detwiler de modo diferente, con un toque del teatro renegado de los sesenta.
Fuimos los tres al vertedero antes de que anocheciera, media hora en coche en dirección este, por carreteras restringidas en ciertos casos a uso militar. Sims contaba con un permiso que le autorizaba el acceso en períodos horarios determinados mediante un acuerdo alcanzado entre Whiz Co. y cierta agencia semioculta del Pentágono, lo que nos ahorró tener que tomar el camino más largo.
El equipo de construcción ya había concluido su jornada y se había marchado. Nos encontrábamos frente a un agujero excavado en el suelo, un cráter de ingeniería de ciento cincuenta metros de profundidad y acaso kilómetro y medio de anchura, salpicado de achatadas máquinas que decoraban los caminos labrados en la pared y que cubrían gran parte del fondo inclinado con una inmensa película reluciente, una piel de polietileno de color azul plateado que reflejaba el movimiento de las nubes y avanzaba impulsada por el viento. Aquello me pilló por sorpresa. El espectáculo de aquello, de aquel enorme cuenco vacío delimitado por pintorescos plásticos, constituía el primer signo material que veía de hallarme ante una actividad de cierta solemnidad drástica; de cierta grandeza, quizá: los cernícalos de cola roja transparentes bajo el sol poniente y los primaverales brotes de la yuca como varitas mágicas, y aquella membrana de alta densidad que resultaba curiosa e igualmente hermosa en cierto modo, como un ingenio profiláctico, o un sistema de control de gas, tu basura y la mía, destinadas a una sepultura desértica. Escuché a Sims mientras recitaba las cifras, la cantidad de metano que recobraríamos, el número de casas que podrían alumbrarse con él, y me asaltó una euforia extraña, una sensación de lealtad hacia la compañía y hacia la causa.
Sims se dirigía a nosotros dos, pero principalmente a Jesse Detwiler porque Jesse era el visionario de nuestro entorno, el teórico de las basuras cuyas provocaciones habían atemorizado a la industria. Y Sims se mostraba elocuente, le encantaba el tema y lo realzaba con amplios ademanes, remedando con sus manos las capas de plástico y tierra, la destrucción de los neumáticos, la mezcla de productos químicos con polvo de hornos. Personalmente, aún no había visto aquellas cosas, pero resultaba fácil percibir lo que significaban para Sims, una labor de tierra, íntimamente gratificante por su carácter combinado de tecnología y trabajo duro y útil a la antigua usanza, de polvo en la boca frente a un muro de olores que te empapan.
Detwiler, junto al borde del cráter, contemplaba su interior.
—¿Y los materiales peligrosos?
—Los metemos en barriles y los separamos. Pero no nos olvidamos de ellos. Quedarán reflejados sobre informes computarizados en tres dimensiones. En caso necesario, podemos dar con ellos.
—¿Qué tenéis pensado para los desechos de las bombas?
—Los desechos de las bombas. Para eso contratamos a Nick.
Observé el brillo de los ojos de Simeon y dije rápidamente:
—Antes, me dedicaba a relaciones públicas.
Detwiler alzó la barbilla, señalando el leve humorismo que podría detectar en aquella observación. Poseía la cauta determinación del disidente industrial, del advenedizo que intenta despertar el nerviosismo en su entorno, sacudiendo las más complacientes normas de fe. Y mostraba un aspecto remodelado, rehabilitado, con su cabeza afeitada y su espeso bigote, el aspecto de un tipo firme en el control que cuenta con un entrenador deportivo y una amplia línea de crédito, vestido con su jersey negro de cuello vuelto y sus vaqueros de diseño. Se me ocurrió que, salvo en lo que se refería a la ausencia de pelo, podría haber sido un intercambiador.
—Te diré lo que veo aquí, Sims. El paisaje del futuro. El último paisaje que quedará al final. Cuanto más tóxicos sean los desechos, mayores serán el esfuerzo y el gasto que los turistas estarán dispuestos a tolerar para visitar el lugar. Sólo que no creo que debierais aislar estos emplazamientos. Que aisléis los desechos más tóxicos, de acuerdo. Lo convertirá en algo más grandioso, más ominoso, más mágico. Pero las basuras domésticas corrientes deberían conservarse en las ciudades que las producen. Debería sacarse la basura a la luz. Para que la gente la viera y la respetara. No ocultéis vuestras instalaciones de desperdicios. Construid una arquitectura de los desechos. Diseñad edificios magníficos para reciclarlos e invitad a la gente a que recoja su propia basura y la traiga a las prensas y a las cintas transportadoras. Aprended a conocer vuestra basura. Y los desechos peligrosos, los restos químicos, los restos nucleares, que se conviertan en un remoto paisaje de nostalgia. Habrá recorridos turísticos en autocar y se imprimirán postales, os lo garantizo.
Sims no estaba seguro de hasta qué punto le agradaba aquello.
—¿Qué clase de nostalgia?
—No subestiméis nuestra capacidad para elaborar complicados anhelos. Nostalgia de los materiales prohibidos de la civilización, de la fuerza bruta de las viejas industrias y los viejos conflictos.
Durante los años sesenta, Detwiler había sido un personaje marginal, un guerrillero de las basuras que robaba y analizaba las basuras domésticas de cierto número de personajes célebres. Redactaba sobre sus contenidos burlones manifiestos a lo Komintern rematados con comentarios personales, y la prensa alternativa se apresuraba a imprimirlos. Sus actividades alcanzaron un ardiente clímax cuando le arrestaron por robar las basuras de J. Edgar Hoover de la parte trasera de la residencia del director al noroeste de Washington. Eso era lo que recordaba la gente, lo que había recordado yo la primera vez que volví a oír el nombre de Jesse Detwiler. Había obtenido una breve y febril fama en las crónicas de su tiempo, cuando formaba parte de la errante banda de chicas de pandereta, fabricantes de bombas, levitadores, lisérgicos y niños perdidos.
Un pájaro atravesó volando toda la anchura del cráter, un pinzón o un reyezuelo, moviéndose con nerviosa rapidez, con la urgencia del ocaso.
Detwiler decía que las ciudades se edificaban sobre la basura, centímetro a centímetro, ganando altura a lo largo de las décadas a medida que crecen los desperdicios sepultados. Tanto en las habitaciones como en los paisajes, la basura siempre se enterraba o se empujaba hacia los rincones. Pero poseía un impulso propio. Regresaba. Se internaba en todos los espacios disponibles, estableciendo normas de construcción y alterando sistemas de ritual. Y producía ratas y paranoia. La gente se veía obligada a desarrollar una respuesta organizada. Ello significaba que tenían que idear métodos útiles de eliminación y construir una estructura social que los llevara a cabo: obreros, capataces, transportistas, buitres. La civilización se construye, la historia se impone…
Hablaba con su estilo de showman, concentrado, experto, genéricamente íntimo. Era un chapero de la basura, a la búsqueda de derechos literarios y de películas documentales, y no creo que le importara tener dos oyentes o medio millón.
—Lo entendemos todo al revés, ¿comprendes? —dijo.
La civilización no había surgido y florecido mientras los hombres tallaban escenas de caza en verjas de bronce o susurraban filosofía bajo las estrellas, con la basura como una ramificación fétida que barres y olvidas. No, la basura había florecido en primer lugar, incitando a la gente a construir una civilización como respuesta, como autodefensa. Teníamos que encontrar modos de eliminar nuestros desechos, de utilizar lo que no podíamos eliminar, de reprocesar lo que no podíamos aprovechar. La basura se defendía. Se acumulaba y se extendía. Y nos forzaba a desarrollar la lógica y el rigor que nos conduciría a sistemáticas investigaciones de la realidad, a la ciencia, el arte, la música y las matemáticas.
El sol se puso.
—¿Realmente crees eso? —dije.
—No te jode si lo creo. Enseño en la Universidad de Los Ángeles. Llevo a mis alumnos a vertederos de basura para hacerles comprender la civilización en la que viven. O consumes o mueres. Tal es el mandato de la cultura. Y todo acaba en el estercolero. Acumulamos cantidades formidables de basura, y luego reaccionamos ante su presencia, no sólo desde el punto de vista tecnológico sino también en nuestras mentes y en nuestros corazones. Dejamos que nos moldee. Dejamos que controle nuestro pensamiento. La basura va en primer lugar, luego construimos un sistema capaz de procesarla.
Las nubes de contorno adoptaron un ribete cromado. El color del firmamento seguía siendo azul mediodía. Pero la excavación se oscureció rápidamente, el vasto recubrimiento de plástico agitado por el viento y resonante con una música irreal, externo a los pliegues de la naturaleza y la superficie aparecía ahora de color índigo, aún con débiles franjas reflejadas del cielo, recorrida por diversos grados de sombra y movimiento. Permanecimos allí un momento, observando, y regresamos al coche. Detwiler se acomodó en el centro del asiento trasero, pinchándonos por verter nuestras basuras en terreno indio sagrado. Y también por lo referente a la posición de vanguardia de Whiz Co. Opinaba que la empresa mostraba los apetitos fundamentales de cualquier compañía tradicional.
Condujimos por una carretera desierta.
—¿Estás al tanto de los rumores, Sims? Acerca de ese barco que tenéis.
—No es mi departamento.
—Navegando por los océanos del mundo en su intento por desembarazarse de vete a saber qué sustancia diabólica.
—Prefiero no enterarme —dijo Sims.
—Pues entérate. Por lo que dicen, viene otra de regreso a los Estados Unidos.
—Tú estás más enterado que nosotros —Sims odiaba tener que decir eso—. ¿Qué sabemos, Nick?
—Nosotros no somos de los sesenta. Somos de los cuarenta o los cincuenta.
—Tenemos nuestras limitaciones —dijo Sims.
—No estamos demasiado enterados de nada.
—Oíamos la radio —dijo Sims—. Conocemos al Llanero Solitario y a Toro.
—Del pasado —dije yo.
—Las pisadas atronadoras de los cascos del caballo Silver.
—Un fogoso caballo veloz como el viento.
—Eso es lo que sabemos, Jesse.
—Una nube de polvo.
—Y un alegre, arre Silver.
Modulando nuestras voces al grave tono baritonal de los antiguos programas de radio.
—Os creeréis muy graciosos, tíos —dijo Detwiler—. Apuesto a que no os sabéis el nombre del caballo de Toro. Vamos, Sims. Te acuerdas del caballo del hombre blanco. ¿Por qué no te sabes el nombre del caballo del indio?
Creo que no me gustaba Detwiler, pero sí me gustaba escucharle. A Sims, no. Sims quería inmovilizarle con otra llave al cuello, aunque esta vez no tan fraternal. No, no se acordaba del caballo del indio, lo que acaso le fastidiaba ligeramente.
Jesse seguía hablando.
—Cuanto más peligrosos son los desechos, más heroicos se tomarán. Terrenos irradiados. Teniendo en cuenta el grado de veneración que muestran hoy los indios hacia este terreno, el siglo que viene lo consideraremos sagrado. El Parque Nacional del Plutonio. Los últimos dominios de los dioses blancos. Turistas vestidos con máscaras y trajes protectores.
Dije:
—¿Cómo se llamaba el caballo del indio?
—Pinto, ¿vale? Y me siento sorprendido y ofendido. Se trata de un profundo fallo cultural, tíos. El caballo de Toro. Tendríais que saberlo.
Se inclinó hacia nosotros, pinchándonos.
—Un buque que transporta miles de barriles de desechos industriales. ¿O se tratará de heroína de la CIA? Personalmente, no me extrañaría. ¿Y sabéis por qué? Porque es fácil de creer. Seríamos idiotas si no lo creyéramos. Sabiendo lo que sabemos.
—¿Qué sabemos? —dijo Sims.
Helicópteros en formación, diez o doce, avanzando hacia nosotros sobre la carretera, grandes máquinas de asalto iluminadas como ángeles vengadores que pasaron sobre nuestras cabezas con un estruendo rítmico que aspiró el aire del interior del automóvil y nos dejó exhaustos y agazapados.
—Que todo está relacionado —dijo Jesse.
Tampoco es que detestara mi anterior trabajo. Escribía discursos, casi siempre para presidentes de compañías, hombres rubicundos y canosos con narices enormes y devastadas, patriarcas de tal o cual industria. Tendían a ser tipos con aficiones deportivas que viajaban en aviones de empresa a remotos lagos canadienses para pescar en las últimas aguas vírgenes del continente. En uno de aquellos viajes acompañé a un presidente llamado Mc Henry, un hombre en realidad amable y honesto que poseía cierto número de compañías de software que tenían contratos con el Gobierno.
Sus nietos estaban en el lago, un par de muchachos de semblante blanquecino vestidos con chaquetas guateadas y ansiosos de deportes de sangre. Una vez allí, me quedé contemplando la vieja casa lacustre, con sus postes de cedro y sus altas chimeneas, y el destartalado y astillado mobiliario de porche de todo refugio boscoso. Contemplé la casa sin comprenderla en cierta dimensión peculiar. Podía haberse tratado de un objeto de mi propio pasado, de algún augurio invertido, elegantemente rústica y de techos altos, con las habitaciones no utilizadas llenas de bolas de naftalina, con mantas gruesas y ásperas en las camas para invitados, repleta de emblemas universitarios: la promesa de cosas que nunca había tenido pero que, de algún modo, parecía conocer, colectivamente, desde las lindes del recuerdo. Y el modo en que los chavales manejaban sus escopetas, nacidos para ellas, ya me entienden… ellos eran unos chiquillos y yo era un hombre, pero creo que aprendí algo de ellos, de Johno y Todd, y eso que no me unía a sus acechos cinegéticos. La mayor parte del tiempo, me sentaba en el porche y trabajaba en discursos para McHenry, pero capté en los muchachos cómo debía de ser crecer en aquella clase de mundo, cuán proporcionado a nuestras expectativas de qué es lo que se nos debe: el mundo que crea el dinero, un mundo de porte enhiesto y vocalización nítida y emblemas universitarios sobre las camas y un sentido de derechos de nacimiento y de historia aprovechable. Durante la cena, hablábamos de cosas, de sus facultades y sus deportes, y yo me complacía ante aquella juventud desenfadada, ante aquella juventud grosera en su mejor sentido, robusta y vigorosa e inconclusa. Me complacía de un modo secundario, sintiéndome caminar con sus zancadas angulosas, sintiendo lo que supone lanzar un sedal al sol sin obtener a cambio nada del mundo salvo el roce de la áspera madera del barco y el primer calor del sol en los brazos, e incluso cuando percibía algo que surgía de lo más profundo de mí, alguna forma acerada, me era posible expulsarlo de la conversación de sobremesa y perderlo en los palpitantes fuegos que ardían en la gran chimenea de piedra.
Tomé notas y me familiaricé con el entorno, paseando por aquel par de hectáreas atestadas: grúas y rezones, unidades hidráulicas para achicadores pesados, y equipos de arrastre, los camiones de basura que parecían juguetes a pesar de su volumen, tan inocentes bajo su brillante capa de pintura, mal preparados para la fea tarea que les esperaba.
Me encontraba junto a un modelo de destructora de papel llamada Watergate, hablando con un representante de ventas sobre cierta cuestión técnica, aprendiendo, tomando notas mientras hablábamos, y entonces fue cuando vi a la mujer junto a una hilera de nuevos productos informáticos. Vestía unos ceñidos vaqueros y de su hombro colgaba una bolsa decorada con una figura de satén. No era una de los nuestros.
Cuando alzó la cabeza para mirar en mi dirección, supe de quién se trataba. La había visto atravesar el vestíbulo del hotel en compañía de su marido un día antes, o dos, o cuando fuera, caminando con paso enhiesto sobre los talones, destacando por su cámara entre el líquido deambular de desocupados y botones; y allí estaba ahora, contemplándome con fijeza y secretamente divertida por algo.
Tomamos café junto al agua. Eran las diez de la mañana, y los jardineros y los encargados de la piscina se deslizaban por los bordes de la conversación.
—Entre maquinarias de desechos. Extraño modo de pasar la mañana, Donna. —Nos habíamos presentado mutuamente sólo con el nombre de pila.
—Un cambio de ritmo —dijo.
—¿De qué?
—De qué. De estar aquí a hacer lo que estamos haciendo.
Se había sentado en la parte sombreada de la mesa, y sus manos destellaban al alargarlas hacia el café, y cuando el parasol se alzaba por la brisa su rostro adquiría contornos y calidez.
—¿Comienzas a sentirte restringida?
Un leve asomo de sonrisa.
—¿Piensas que el programa tiene demasiadas limitaciones?
Era morena, y tenía un modo especial de fruncir los labios recatadamente para maldecir las observaciones que no le gustaban.
—¿Dónde está tu marido?
—Por ahí sentado, en algún sitio, con un bloody mary.
—¿Cómo sabemos que no se está follando a alguna de las esposas?
—O follándose a alguna de las esposas.
—Para eso es para lo que estás aquí, después de todo.
—Exacto —dijo ella.
Observó a un operario de mantenimiento que comprobaba la puerta deslizante de uno de los balcones.
—¿Por qué no estás junto a ellos mientras lo hacen? ¿Está en la cama con otra mujer y a ti no se te permite mirar? Tiene que haber algún comité de organización con el que puedas hablar.
—Hace un día muy agradable. Cállate.
—Todos los días son agradables.
—¿Cómo me has dicho que te llamabas? —dijo abruptamente, extrayendo de sí una ironía distraídamente compleja, burlándose de sí misma y de mí y de la piscina y de las palmeras de dátiles.
—Donna, me gustan tus labios.
—Es por mi prognatismo.
—Sexy.
—Eso me han dicho.
—¿Qué te parecería si tú y yo decidiéramos…? ¿O tienes que limitarte a los de tu clase?
—Barry se fijó ayer en ti cuando me mirabas. Yo no te vi, pero él sí. Y anoche, durante la cena, te señaló.
—¿Cree que tú y yo?
—Decidimos que sabemos quién eres. Eres el hombre Aqua Velva azul.
—¿Y quién eres tú?
—Somos dos clubes de intercambio reunidos.
—No, tú. La boca y los ojos.
Ella observó al encargado de mantenimiento mientras éste corría y descorría la puerta.
—Cuando me haces preguntas, soy una persona. ¿Quieres saber quién soy? Soy una persona, y si te muestras demasiado inquisitivo me desintereso de ti por completo.
Su mirada seguía fija en el vacío.
—Una persona privada que folla con desconocidos.
—¿Dónde ves la contradicción? —dijo, sonriendo cálidamente por encima de la espuma de su cappuccino, sin mirarme—. En realidad, podría decirse que nos odias, ¿no es cierto?
—No es cierto.
—Y sé por qué. Porque lo hacemos público.
—Se trata de negocios. ¿Por qué no iba a hacerse público? —dije—. Aquí somos todos negociantes que hemos venido a establecer contactos, a ampliar el ámbito de las posibilidades.
—Sí, es cierto, nos odias.
Aquello eran escenas cinematográficas, de tono levemente elíptico, con los planos acaso un poco desenvueltos, difuminados por sucesos incidentales. Primero, aquel momento mudo en la zona de exposición en el que los personajes intercambian miradas entre los camiones. Luego, la conversación junto a la piscina, con pausas y primeros planos, los personajes algo despegados de su propio diálogo, y una permanente sensación de languidez matutina en el clásico canto de los pájaros, en el rítmico movimiento de hombres con tijeras de podar y el fulgor de un turquesa perfecto como telón de fondo.
El teleobjetivo insinúa una cierta compresión, una ansiedad semiacechante acorde no sólo con el momento, sino también con el día, la semana y la época.
Y ahora la escena en la habitación, mi habitación, en la que se despojó de los vaqueros, principalmente porque le venían demasiado estrechos, y se sentó en la cama ataviada únicamente con la camiseta y la ropa interior, las piernas estiradas en dirección al escabel. Yo cogí una silla y me senté junto a ella, en posición de consulta, una mano enroscada en torno a su tobillo. A plena luz no resultaba tan guapa, con aquella amarga sombra bajo los ojos y un cardenal desdibujado en la parte superior del muslo, como una berenjena caída del tejado. Pero me gustaba el modo en que me miraba, con curiosidad, con cierto asomo de desafío. Me hacía sentir ambicioso, aquella mirada, ávido de descondicionar el episodio, de convertirlo en algo íntimo y real.
—Odias el hecho de que sea público. No soportas que vengamos aquí y lo digamos en voz alta y lo hagamos y lo representemos. Ya hablamos de esto en la cena.
—Barry y tú.
—Tenemos un juego.
—Los dos. Barry y tú.
—Consiste en estudiar a la gente en los restaurantes. Y se le da muy bien. Hablamos de sus costumbres y de sus secretos y de sus cosas favoritas, lo que sea, hasta de su ropa interior.
—¿Quieres adivinar qué llevo yo?
—De hecho, lo jugamos contigo.
—No llegasteis tan lejos.
—No. Porque descubrimos que había cosas más importantes. Como por ejemplo, por qué nos odiabas.
Yo la observaba y la escuchaba, intentando localizar su voz y su actitud y situarla quizá en alguna pequeña ciudad industrial, una jovencita católica que crece junto a una ribera monótona, en una casa de aspecto similar al de un borracho a punto de caerse.
—¿Sabes lo que me gusta de ti? Logras que me vuelva agresivo, y algo alocado —dije—. Estoy recayendo sólo por estar aquí sentado, estoy volviendo atrás a ojos vistas.
—¿Qué se supone que quieres decir con eso?
—Significa que todas las cosas interesantes de mi vida ocurrieron cuando era joven.
—Si me follas, será un polvo de odio. ¿Es eso lo que quieres? ¿Es eso a lo que te refieres con «agresivo»?
—No. Pero ¿qué quieres? Estás en mi habitación, medio desnuda.
—Quizá esto es lo que quiere Barry.
—¿Meterte en la cama con un hombre que te odia?
—Hemos venido aquí a estirarnos.
—De modo que esto es por él.
—Quizá.
—Para cumplir una orden.
—No, para compartir una fantasía, para experimentar una fantasía.
—¿Y qué hace Barry por ti?
—Eso no es asunto tuyo, colega —dice, con cierto deje de bar rural.
No quería comprenderla demasiado deprisa. Era posible que no estuviera allí en absoluto por el sexo sino simplemente en busca de cuestiones de fondo, de esa clase de material suplementario que compone una experiencia. Hablaríamos de follar pero no lo haríamos, y ella regresaría tan feliz a su congreso intercambiador. Observé la contusión de su muslo. Resultaba deprimente pensar que pudiera estar haciendo las veces de agente de la voluntad de su marido, que hubiera venido para hacerlo y así luego contárselo a él, y el viejo Barry sería un guionista cualquiera, probablemente, de esos que se ganan la vida al teléfono, vendiendo terrenos a los jubilados. Cuando me incliné hacia delante para besarla, ella se volvió con un encogimiento de hombros experimentado, mínimo impersonal, que pareció situarme en el umbral exterior de lo perceptible.
—Cabe la posibilidad de que no estés completamente equivocada con respecto a mí, Donna. Es posible que tenga una teoría acerca del daño que causa la gente cuando saca ciertas cosas a la luz.
—Adelante. Siempre nos interesa la crítica constructiva.
—Pero no creo que debas oírlo. Es demasiado personal.
—Claro que me interesa.
—Lo más probable es que me ponga en evidencia.
—Ay, sí, ponte. Quiero que lo hagas.
Se quitó el reloj y lo dejó caer sobre la cama, junto a ella. Sentí el impulso de follarla entonces y arriesgarme al malestar del sexo desapacible y barato que acaso podría penetrar la estancia procedente del nido de placer de los intercambiadores. Porque ignoraba hasta qué punto mis palabras me harían quedar como un estúpido, o como un escolar con ganas de quedar bien, o a qué estaría renunciando exactamente con aquella digresión que se internaba en nuestras historias personales.
—Adelante. Ilumínanos —dijo ella.
Intenté otro beso y esta vez no se apartó, sino que me devolvió cierto sorbo tibio, una sugerencia de distancias que aún teníamos que salvar.
—Hace mucho tiempo, hace años, leí un libro titulado La nube del desconocimiento. Estaba escrito por un místico anónimo, no estoy seguro, acaso del siglo XIV, cuando fuera que tuvo lugar la Peste Negra: era alguien que escribía en la época de la Peste Negra. Aquel libro me lo dio un sacerdote. Me insistió para que lo leyera. Y a lo largo de los años he olvidado su contenido casi por completo. Pero sé que me hizo pensar en Dios como una fuerza que se mantiene alejada de nosotros porque en ello radica su poder. Recuerdo una frase.
—Bonito título.
—Recuerdo el título y recuerdo una frase.
Llegado a ese punto, me detuve para dejar que las palabras cobraran su propia forma y secuencia, la mano aún aferrada al tobillo de Donna, y percibí cierta receptividad, algo cuya incongruencia tenía que combatir. Qué demonios, pensé. Arriésgate.
—La frase aparece cerca del principio del libro, y me hizo sentir como si me interpelara directamente el autor, quienquiera que fuese, quizá un poeta, o un sacerdote poeta, suelo imaginar. «Detente un instante, miserable piltrafa, y repasa lo que ha sido tu vida». Ése era yo, ¿entiendes? incisivamente identificado, viviendo en un estado de pausa y de inventario, con veinte años de edad y más estúpido que mis compañeros, y ansioso por descubrir un lugar propio. Y leí aquel libro y empecé a pensar en Dios como un secreto, como un largo y oscuro túnel, cada vez más. Tal fue mi patético intento por comprender nuestra simpleza frente a la enormidad del rostro de Dios. Aquello era lo que respetaba de Dios. Que guarda su secreto. E intenté aproximarme a Dios a través de su secreto, de su incognoscibilidad. Quizá podamos conocer a Dios a través del amor o de la oración, o a través de visiones o gracias al LSD, pero no podemos conocerle a través del intelecto. La nube nos lo revela. Y así, aprendí a respetar el poder de los secretos. Nos aproximamos a Dios a través de su carácter no creado. Nos hacen, nos crean. Dios no está hecho. ¿Cómo podemos pretender el conocimiento de un ser semejante? No le conocemos. No le afirmamos. Por el contrario, veneramos su negación. Miserables piltrafas que somos, entiendes. E intentamos desarrollar una pretensión desnuda que nos liga a la idea de Dios. La nube nos recomienda desarrollar esta pretensión en torno a una única palabra. O, incluso mejor, en torno a una única palabra de una sola sílaba. Aquello me atraía considerablemente. Comencé a interesarme por la búsqueda de aquella palabra, de aquella única sílaba. Me resultaba romántico. El misterio de Dios era romántico. Con aquella palabra podría eliminar cualquier distracción y aproximarme algo más a la inaprensible identidad de Dios.
—¿Qué clase de palabra?
—La buscaba. Pensaba en ello. Me lo tomaba en serio. Era joven.
—«Amor» sería una palabra. Pero no para ti. Muy sentimentaloide —dijo.
—«Ayuda»[2] sería una palabra. Pero algo patética, incluso para alguien indefenso. Y pensé que el problema era el lenguaje, necesito cambiar de lenguaje, encontrar una palabra que sea una palabra pura, no lastrada por toda una vida de connotaciones y matices. Y pensé en la palabra italiana que designa «ayuda» porque era lo que solía decir mi padre cuando le fastidiábamos mi hermano y yo: entrelazaba las manos, alzaba los ojos al cielo y decía, Aiuto. Del mismo modo que probablemente hacían su padre o su abuelo. Una palabra eficaz para penetrar las tinieblas. Aiuto.
—Demasiadas sílabas.
—Demasiadas sílabas y demasiado cómica. Porque básicamente lo decía para hacernos reír, para distraernos mediante la risa. Mi padre conocía acaso veinte palabras en italiano, lo ignoro, había nacido aquí, o igual hablaba el idioma bastante bien, realmente no lo sé. Pero decía aquella palabra. Tal y como la decía, aquella palabra era como una comedia en tres actos, arrastrándola, gimiendo como un duque envenenado. Aii-uu-too. Y nosotros nos reíamos, porque a cierto nivel se estaba burlando de aquel viejo país y de aquellos viejos usos. Una palabra admirable y profunda, pero yo no podía utilizarla.
Curiosamente, en ese momento alargó la mano, tomó la mía, la desplazó por el interior de su muslo y la depositó sobre su sexo formando una especie de acogedora concavidad, ajustando al mismo tiempo la postura para lograr una comodidad absoluta, como los niños a la hora de contarles un cuento.
—¿Dónde está ahora tu padre?
—Muerto.
—¿Dónde está tu hermano?
—No lo sé.
Esperó a que continuara.
—Pero sabía que estaba en lo cierto al abandonar el inglés. Y, finalmente, encontré una frase que parecía rebosante de intencionalidad descarnada. Rebosante de algo que sabía y sentía por propia experiencia. Una hermosa oración espontánea. Cinco sílabas pero y qué. Tres palabras y cinco sílabas, pero supe que había encontrado la frase. Provenía de otro místico, de un español, Juan de la Cruz, y durante aquel invierno la frase fue mi límite desnudo, mi deslizamiento hacia la oscuridad, hacia el secreto de Dios. Y la repetía, la repetía, la repetía. Todo y nada.
—Todo y nada.
—Sí. ¿Qué te recuerda? ¿Con qué se relaciona de tu propia vida? ¿Qué te describe?
—El sexo —dijo ella de inmediato—. El mejor sexo. Todo y nada.
—Sí, exacto.
—¿Adónde vas a parar, pues?
—No digo que el sexo sea nuestra divinidad. Por favor. Tan sólo que el sexo es el único secreto que poseemos y que compartimos que se aproxima a un estado de exaltación y que dos personas comparten más o menos sin palabras y más o menos en iguales condiciones, y ello lo convierte en algo potente y misterioso y digno de ser preservado.
—No lo saquemos a la luz, es lo que quieres decir. Pero ello se debe a que, probablemente, sigues siendo esa misma persona romántica que eras a los veinte. El sexo ya ha dejado de ser un secreto. El secreto ha salido a la luz. ¿Sabes qué significa el sexo para la mayoría de las personas?
Depositó su mano sobre la mía y movió ligeramente la pelvis, acomodándola al interior de mi palma.
—El sexo es lo que puedes conseguir. Para algunas personas, la mayoría, es lo más importante que pueden conseguir sin haber nacido ricos o listos o ladrones. Es lo que la vida puede darte igual o incluso mejor que a los demás, algo para lo que no tienes que pasarte seis años en la universidad. Y no es una religión, ni es una ciencia, pero puedes explorarlo y aprender con ello cosas sobre ti mismo.
Hizo una pausa y era verdad, allí se mostraba algo carente de tono, lejos de la danzante luz de la piscina, su rostro desprovisto de aquellas inquietas sombras, la animación reluciente que proporcionaba a sus huesos una silueta y un borde. Tanto más interesante, pensé. Tanto más grave, más poderosa. Quería disfrutar de un tiempo real y de una lectura sincera de aquella mujer.
—Y, en cualquier caso, existen mil formas de sexo público —dijo—. Los escritores que están salidos escriben escenas sexuales.
—Cuando están solos. Las escriben cuando están solos. Y uno las lee cuando está solo.
—¿Cómo nos reunimos con aquéllos que tienen intereses similares a los nuestros?
—No lo sé. En secreto, clandestinamente.
—Como si fuéramos criminales. Pero no somos criminales. Nos gusta celebrar nuestras propias conferencias, con canapés y servilletitas. ¿Que en Norteamérica hay demasiada soledad? ¿Que hay demasiados secretos? Revelémoslos, descubrámoslos. Y no me mires tan fijamente. Me miras demasiado fijamente.
—¿De qué otro modo puedo llegar a conocerte?
—No tienes que conocerme. No necesitas conocerme. Estamos en mitad del desierto.
—Hay otra frase de La nube. Pero sólo me acuerdo de una parte. Acerca del afilado dardo del amor anhelante.
—Suena a porno.
—Tú eres porno, y tus amigos son porno. Tenéis vuestra propia revista, ¿no es cierto? Como cualquier otra industria. Como la industria de rocas y gravillas, o como las funerarias. Sólo que mostráis vello púbico. Y enviáis películas caseras por correo.
La cabeza enhiesta, los labios fruncidos con gesto ofendido.
—No estamos hablando de porquerías, ¿sabes? Lo creas o no, no soy ninguna cochina —dejó escapar una risa levemente histérica, con la voz quebrada—, aquí sentada con la mano de un extraño en el chocho.
Hizo oscilar las caderas y gimió suavemente bajo la fricción: un gemido fingido pero también real.
—Yo no soy la mano de un extraño.
—No me mires.
—¿A quién quieres que mire?
—No he venido a este sitio perdido de la mano de Dios para que me analicen.
—Eres mi reincidencia. No la primera, pero sí la primera después de largo tiempo. Por eso no me siento seguro contigo.
—¿Qué te hace sentir inseguro?
—Soy tu excepción ante el sexo indiscriminado.
—¿Te crees discriminado? ¿Qué te hace discriminado? Ni siquiera recuerdo cómo te llamas.
Le dije mi nombre y mi apellido, y ella dijo que sonaban falsos.
—Más. Necesito más —dijo—. Ahí estabas. Débil y angustiado.
—Sí.
—Leyendo libros sobre Dios.
—Sí.
—Hablando con curas.
—Sí.
—¿Y cuál era tu pecado? ¿Cuál era tu secreto? ¿Cuál era el motivo de tu angustia?
Su mirada había recuperado aquel desafío original, pero sin la certeza divertida y ligeramente inquisitiva; no era desdén, sino rechazo ante la posibilidad de una sorpresa. Aquello había desaparecido, y su curiosidad era menos patente y directa.
Retiré mi mano de su cuerpo, me recliné y crucé los brazos sobre el pecho, ladeando la cabeza a modo de gesto de resignación, de impotencia ante un secreto, como un joven despojado de categoría y fundamentos.
—Había estado en rehabilitación.
—En rehabilitación.
—Así lo llamábamos. Un centro de rehabilitación juvenil. Me habían enviado allí una temporada y cuando salí me marché a una pequeña delegación jesuita del norte de Minnesota, especializada en jóvenes conflictivos o con cualidades poco corrientes.
—¿Y te habían enviado a rehabilitación por…?
—Por disparar contra un hombre. Disparé a un hombre.
—¿Le mataste?
—Le maté. Cuando ocurrió, yo tenía diecisiete años, y aún hoy ignoro si fue con intención expresa o implícita o como sea que la define la ley. ¿O si todo no fue otra cosa que un accidente desesperado?
—¿Y has pensado mucho en ello?
—Lo he intentado, a ratos. Conservo el momento. He intentado fragmentarlo, contemplarlo claramente en cada uno de sus componentes. Pero todo es un torbellino de motivos y de posibilidades soterradas y de por qué y de por qué no.
—¿Qué significa eso?
—Bueno, en cierto punto, cuando mi dedo estaba ya accionando el gatillo, en algún microinstante de la acción de la mente y la acción del dedo y la acción del propio gatillo, pudiera ser que dijera básicamente, Bien, y qué. No estoy seguro. O, Por qué no hacerlo, a ver qué pasa.
—¿Quién era el hombre?
—Quién era el hombre. No era un enemigo, ni un rival. Era, en todo caso, una especie de amigo. Un individuo que me ayudaba de vez en cuando, un tipo mayor, nadie que me influyera en ningún sentido, no creo, salvo en el sentido de que tenía una escopeta.
En ese momento, sin pensarlo, tuve una inspiración alocada y adopté mi voz de matón.
—En otras palabras, que le di boleto.
Una voz que mi mujer nunca había oído y una historia que nunca le había contado, y qué extraño era todo aquello y cuán culpable me hacía sentir. Pero no de entrada. La culpabilidad vendría más tarde, en Phoenix: ahórrate la culpa para las paredes cubiertas de libros y los kilim turcos y las revistas de moda en la cesta del baño.
Donna estaba resfriada. Había estado nadando por la noche y había cogido frío, y durante un rato no hablamos de otra cosa. Hablamos de la noche y de lo mucho que refrescaba el aire y de la comida del restaurante.
Luego, se quitó las bragas y me las alargó. Yo las arrojé sobre la cama y me desnudé.
Percibí un soplo de alejamiento en la habitación y pensé que quizá no era otra cosa que una voyeur de sus propias experiencias, alguien que vivía con un desfase del momento pero que lo registraba con cierta perspectiva de futuro. Pero entonces me atrajo hacia sí, aferró un mechón de mis cabellos y me forzó a besarla, y noté en ella un calor, una pulsación ávida que se asemejaba a una ráfaga de existencia. Estábamos adheridos el uno al otro, luchando y manoteando, nos faltaban manos para agarrarnos, nos faltaba cuerpo con el que oprimir al otro, necesitábamos más asideros y más apoyo, como un contacto cartografiado, cuerpos que se unen punto a punto, y me incorporé y vi cuán pequeña resultaba, desnuda y acostada, cuán diferente de aquella mujer que había visto en el vestíbulo rodeada de un aura cinematográfica. Ahora estaba más próxima al auténtico mundo, a su íntimo ser desnudo frente a una sexualidad febril, y me sentí próximo a ella y pensé que finalmente la conocía incluso cuando ella cerró los ojos para ocultarse.
Pronuncié su nombre.
Cuando terminó, nos quedamos vacíos como una guayaba consumida. Nos dolían las piernas, yo sentía una sed desértica y se nos había pasado la mañana. Me levanté, oriné y observé el fluido que salpicaba de ámbar la taza bañada por el sol. Qué bienestar el de mear descalzo después de un fatigoso polvo como es debido. Ella, desde la habitación, sorbió ligeramente. Su voz sonaba ronca y metálica, y la tapé con una manta. Ella aparentó quedarse dormida, un sueño de los de déjame-en-paz, pero yo me tendí sobre la manta y me apoyé sobre ella, respirando el suave calor de su entrecejo y saboreando con la punta de la lengua diminutas gotitas de fiebre. Oí el parloteo de las doncellas en el pasillo y supe que habíamos desaparecido mutuamente de nuestras vidas, ya y para siempre. Pero aún quedaba algún resto que nos mantenía inmóviles, que nos impulsaba a permanecer así tendidos durante un rato, a Donna y a mí, en el todo-y-nada de nuestro amor.
Uno oculta las cosas más profundas a aquellos que tiene más cerca y luego se explaya con un extraño en una habitación numerada. ¿De qué sirve preguntar por qué? Dejaría la culpabilidad para más tarde, para Phoenix, donde podría evitar las preguntas embarazosas dentro de la rutina cotidiana del trabajo.
Yo era el más joven de todos, el de la sonrisa permanente. Reinaba una atmósfera de generosa bienvenida, la atmósfera de uno-de-los-nuestros y de cuántos-hijos-tienes y de comamos-juntos. Quería sentirme ligado a la compañía. Me sentía cómplice de cierta función no explícita de la corporación. Me quedaba hasta tarde y trabajaba los fines de semana. Corregí mis andares para dejar de arrastrar los pies. Oía mi propia voz y veía mi sonrisa y acabé ganándome un despacho al final del pasillo, al que acudía vestido con un inmaculado traje gris y en el que iba haciéndome más fuerte día a día.
El último día de la conferencia fue una larga carrera a través de terreno angosto, y nos disputábamos el espacio, Sims y yo, ya comenzando a olvidarnos del temblor de los dedos y del modo en que nos interpelaba la estancia, y pensé ahora es cuando nos olvidamos del susto y nos enfrentamos al espanto.
La primera parte de la prueba consistía en un monólogo que Sims pronunció con el entusiasmo de un hábil veterano, deteniéndose tan sólo para aspirar profundamente o para enjugarse el sudor del labio superior.
—El secreto del alcantarillado —dijo— consiste en mimarlo. Hay que conducirlo a través de rejas filtrantes, a gran profundidad. Y luego bombearlo a depósitos de sedimentación y de aireación. Más tarde, se separa, se filtra y se alimenta con bacterias.
Detalló el proceso con todo lujo de detalles, acariciando ciertas palabras, silabeándolas lentamente, untuosas, húmedas, semisólidas, espesas, resbaladizas, cenagosas.
—Porque ahora éste es vuestro medio. Una substancia alquitranada con aroma a caquita.
Qué entusiasmo lograba rescatar de nuestra agotadora carrera, los ojos muy abiertos y la voz potente: hacía que sonara como un ataque personal.
—Y luego esperáis al carguero que vendrá a transportarla. En el Nordeste los llaman cubos de miel. El barco descarga los lodos en el océano. Como quien defeca en su propia casa. Legalmente, a ciento seis millas de la costa de Jersey. Ilegalmente, algo más cerca.
—Interesante.
—Interesante —dijo él—. ¿No es cierto?
—Sí.
—Nunca habías pensado en ello, ¿verdad?
—Había pensado en ello fugazmente.
—Nunca habías pensado en ello. Dilo.
—Quizá había pensado en ello vagamente.
—Quizá vagamente. Entiendo. No queda mal expresado. Realmente, es perfecto.
Un ala delta empujó al sol y se desvaneció en el nebuloso ozono, ascendiendo con aire soñador.
—Pero ¿por qué es mi medio? —dije yo.
Corrimos a lo largo del barranco, sobre la superficie rocosa.
—Esto es a lo que tú y yo. Y todos nosotros. Nos enfrentamos básicamente. Por encima de todo. O por debajo de todo. Nuestros deberes establecidos.
—Tú hablas de desperdicios.
—De eso hablo.
Todo desperdicio se remite a la mierda. Todo desperdicio aspira a la condición de mierda.
Nos empujábamos y apartábamos con el codo, trotando en busca de ventaja, y Sims se limpió la humedad del labio superior.
—¿Qué tal marchan las cosas en casa? ¿Todo bien en casa?
—Todo bien. Las cosas en casa van bien. Te agradezco la pregunta.
—¿Quieres a tu mujer? —dijo.
—Quiero a mi mujer.
—Más vale que la quieras. Ella te quiere.
Aceleramos un poco. Él se quitó la gorra, me golpeó con ella y volvió a ponérsela.
—Pero todo esto del barco —dije.
—Eso del barco es un rumor estúpido que crece por sí mismo.
—El barco es el chiste de moda.
—No hacen más que cambiar la tripulación. ¿Lo sabías? —dijo—. Cambian de tripulación con más frecuencia de lo que cambian el nombre del barco.
Se echó a reír y me golpeó con la gorra.
—Cada vez que se marcha una tripulación tienen que buscar otra como sea.
Me adelantó y yo le alcancé. Dejamos atrás el campo de golf, corriendo con fuerza bajo aquel limpio calor reluciente.
Más tarde, regresamos juntos en coche y nos dirigimos directamente al campus, a nuestro cuartel general de Los Ángeles, una serie de edificios conectados por puentes, con fachadas de espejo, que dominaban la autopista. Mentalmente, imaginé todo aquello hecho añicos.
Un camino adoquinado nos condujo a lo largo de estanques, junto a una rubia escultura, a lo largo de senderos de entrenamiento de color canela.
—¿Te imaginas estos edificios desintegrándose y desplomándose?
Me miró.
—¿No pensarás que es eso es lo que se supone que debemos ver cuando contemplamos estos edificios?
No quería saber nada de la idea.
—¿No te parece que es una nueva forma de ver?
Recorrimos laberintos de pasillos equipados con puertas electrónicas que Sims abría insertando una tarjeta en la cerradura. Aquél era el elegante y nuevo mundo de los microprocesadores capaces de leer llaves codificadas. Me gustaba el zumbido y el chasquido de las tarjetas en las cerraduras. Implicaban conexión. Me gustaba la sensación de la existencia de cierta fuente de energía a la que podíamos acceder mediante nuestras llaves codificadas. En el ascensor pronunció su nombre frente a un aparato de reconocimiento de voz, Simeon Branson Biggs, con voz adecuadamente sonora, y el aparato ascendió de inmediato hasta el tercer piso.
Nos sentamos en su despacho.
—Aquí no se muere nadie. Puedo obtener lecturas de mi presión sanguínea al fondo del pasillo. Tenemos gimnasios. Me miden la grasa corporal y me dicen qué debo comer en gramos y en onzas.
Encendió un puro y me contempló a través de una escéptica nube de humo.
—La gente viene a trabajar con sus zapatillas de tenis y sus rubias barbas. Juegan al tenis y al balonvolea. Todas las noches me voy a dormir negro y vuelvo a trabajar por la mañana blanco.
Calzaba unos zapatos que los demás llamábamos zapatones, unas cosas enormes y pesadas con la punta cuadrada.
—¿Crees en Dios? —dijo.
—Diría que sí.
—Alguna vez tenemos que ir juntos a un partido.
Sims tenía cartas que leer y llamadas que hacer. Yo me entretuve durante un rato con otras personas y luego cogí un taxi hasta mi hotel: aún estaría allí un par de días.
Y el taxista dijo algo curioso. Estábamos en marcha. Yo ignoraba dónde nos encontrábamos. Llegas a una ciudad y vas a donde el conductor te lleva: te fías. Y dijo algo, no sé si a mí o a sí mismo. Era un tipo ya mayor, de manos nerviosas y voz dificultosa, un jadeo similar al de un empalme eléctrico estropeado.
Dijo:
—Enciende un Lucky. Es hora de fumarse un cigarrillo.
Ninguno de nosotros tenía un cigarrillo en la mano ni había mostrado signos de extraer uno. Quizá tan sólo estaba recordando el viejo eslogan y lo recitaba perezosamente tan sólo porque le había venido a la memoria, porque le había surgido de algún lugar recóndito de la mente, pero resultaba peculiar e inquietante. Llegas a una ciudad, oyes una cosa así y no sabes qué pensar. Le miré. Me recliné hacia un costado, contemplé su perfil e intenté imaginar qué habría querido decir.