10

Extendió la mayonesa. Extendió mayonesa sobre el pan. A continuación, añadió la carne. Nunca extendía la mayonesa sobre la carne. La extendía sobre el pan. A continuación, añadió la carne y observó la mayonesa que rebosaba por los bordes.

Se llevó el emparedado a la habitación contigua. Su padre miraba la televisión, agazapado como frente a un periscopio propio, con la espalda encorvada, como si fuera a desplomarse sobre la alfombra de un momento a otro. Su padre padecía achaques aún carentes de nombre específico. Cosas que había que equilibrar entre sí. Las medicinas precisas para una de ellas hacían empeorar otra. Había contraindicaciones y efectos secundarios, todo un programa de medicación que Richard y su madre intentaban controlar, con sus peculiaridades cotidianas de medias dosis y etiquetas de aviso y dependiendo de tal cosa y no te olvides de tal otra.

Richard se comió algo así como medio emparedado y dejó el resto sobre el reposabrazos de la butaca. De regreso a la cocina, llamó a su amigo Bud Walling, que vivía perdido a más de sesenta kilómetros de distancia y que tampoco era realmente su amigo.

Cogió el coche y se dirigió a casa de Bud a través de viejos campos adjudicados para urbanización, con sus míseros trapos colgados de estrechos postes y apelmazados por el viento. Allí, el viento era una fuerza que atenazaba la mente. Había que dejar quinientos metros atrás el instituto y, aún oyendo el chasquido de la enorme bandera y la driza golpeando náuticamente el poste, acelerabas contra el viento y veías el polvo barriendo la carretera y enfilabas la dirección de aquel cielo blanco sintiéndote inútil y estúpido.

La casa de Bud parecía algo que el viento hubiera traído volando de las colinas. Su aspecto era el de algo allí depositado por un proceso natural, con el alabeado maderamen del jardín y las puertas abiertas y un porche a medio terminar sujeto por sillares, uno de esos porches tan bajos que la casa parece hundida en la arena. Bud tenía una mascota, parte coyote y parte chucho callejero, que vivía atado a una cadena en un cobertizo destartalado de la parte trasera. Según Richard, aquel perro era menos peligroso de lo que afirmaba la leyenda. Pensaba Richard que Bud conservaba aquel perro básicamente por el placer juvenil de poseer una bestia salvaje que pudiera alimentar o matar de hambre a voluntad.

Se dio cuenta de que, a pesar del notorio aviso inscrito sobre el frasco, había olvidado darle a su padre dos vasos de agua para tomarse la cápsula azul y amarilla. Aquellos pequeños fallos socavaban su confianza, aun cuando sabía que era culpa de su padre por no saber controlar su propio consumo o de su madre, por no estar presente cuando hacía falta. Constantemente se producían pequeñas guerras en torno a de quién es la culpa y de acuerdo lo siento y ojalá se muriera y acabáramos de una vez, guerras todas ellas libradas en el interior de la mente de Richard.

Hizo la estúpida broma de llamar con los nudillos a la puerta de Bud y decir: «Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego».

No ocurrió nada. Entró y vio a Bud en una espaciosa sala, cortando una viga que había apoyado previamente sobre caballetes de distinta altura. La casa seguía siendo poco más que una estructura, a pesar de que Bud llevaba varios meses trabajando con un aplicado esfuerzo que según Richard tenía menos que ver con el vaciado y remodelación de una casa que con la destrucción de quién sabe qué temido espectro, acaso la vieja drogadicción de Bud, de una vez por todas.

—Tienes el teléfono estropeado —dijo Richard—. Se me ha ocurrido coger el coche y venir para ver, ya sabes, si todo andaba bien.

—¿Por qué no iba a andar bien?

—He informado a la compañía de teléfonos.

—Mi única sensación con respecto al teléfono.

—A veces arreglan el problema desde sus oficinas.

—Es que te da más disgustos que alegrías.

Bud alzó finalmente la mirada para reconocer su presencia visual.

—Introduce en tu vida voces personales a las que no estás preparado a enfrentarte.

Richard se mantenía próximo a los bordes de la habitación, deslizando las palmas de las manos sobre los lijados alféizares, examinando las grapas que mantenían los plásticos sujetos a los marcos de las ventanas. Esa clase de distracción vacua que aplaza el sufrimiento de la conversación ordinaria.

—Voy a instalar parqué —dijo—. Quizá Herringbone.

—Debería estar bien.

—Más vale que esté bien. Pero lo más probable es que nunca lo haga.

El sonido del viento sobre los plásticos encrespaba los nervios. Richard se preguntó cómo un ex adicto podía trabajar todo el día entre aquellos rumores y chasquidos. Los plásticos chasqueaban al hincharse, sacudiéndose y raspando. La cocaína de crack engaña a la mente, haciéndole pensar que la droga le sienta bien.

Pensó en algo que decir.

—Ya ves, Bud. La semana que viene cumplo cuarenta y dos años. Al otro miércoles.

—Así es la vida.

—Y aún me siento en gran medida como si tuviera la mitad de años.

—Resulta obvio por qué, viviendo como vives.

—¿A qué te refieres?

—Con tus padres —dijo Bud.

—No pueden apañárselas por sí solos.

—¿Y quién puede? Es lo que yo pregunto.

Bud arrojó la mitad de la madera cortada a un rincón. Estudió la otra mitad como si alguien acabara de alargársela en mitad de la calle.

—¿Qué?

—¿No te parece que huelen?

—¿Qué?

—Los viejos. Como la leche pasada.

Richard escuchó el restallido de los plásticos.

—No que yo haya notado.

—No que tú hayas notado. Bien. Quieres sentir la edad que tienes. Búscate una mujer y cásate. Ya verás como lo consigues. Es horrible, pero cierto. Una esposa es lo único capaz de salvar a tipos como nosotros. Pero no te hacen sentir precisamente joven.

Richard seguía enredando alegremente en su rincón. Le agradaba la idea de verse incluido en el programa femenino de salvación de hombres descarriados.

—¿Dónde está ella? —dijo.

—Ahora hace el turno de tarde.

La mujer de Bud trabajaba en la cadena de montaje de Texas Instruments, montando microchips sobre placas de circuitos, decía Bud, para la autopista de información. Richard creía estar medio enamorado de la mujer de Bud. Era una sensación que iba y venía, algo secreto y como semipatético, como si su corazón estuviera hecho de algún producto algodonoso. ¿Qué pensaría Aetna si en algún momento llegara a intuir sus sentimientos? El temor que tal pregunta conllevaba le hacía experimentar auténticos síntomas físicos: calor, ardor en la parte superior de la espalda y sofoco en la garganta.

Pensó en alguna otra cosa que decir.

—Los zurdos, lo he leído el otro día —y aquí se detuvo, intentando recordar las frases exactas de aquella estrecha columna impresa—, los zurdos, y yo no lo soy, viven por lo general menos que los diestros. Los diestros viven diez años más que los zurdos. ¿Puedes creerlo?

—Hablamos de esperanza media de vida.

—Los zurdos mueren por lo general, creo, a los sesenta y cinco.

—Porque se la cascan mirando al polo norte —dijo Bud, una observación en la que Richard, al analizarla, no logró descubrir el más mínimo contenido.

Contempló a Bud, que arrancaba clavos de las viejas tablas, y se ofreció a ayudarle mientras paseaba la mirada a su alrededor en busca de un martillo.

—Así pues, Richard.

—¿Qué?

—Has conducido ochenta kilómetros para decirme que no me funciona el teléfono.

Richard ignoraba si aquello era una emboscada previa a alguna observación mordaz típica de Bud Walling o simplemente una forma de manifestar su agradecimiento.

—Sesenta y cinco kilómetros, Bud.

—Bueno, eso es un alivio. Te ofrecería una cerveza, pero.

—No pasa nada.

—Quizá sea Aetna la que se hace ochenta kilómetros. No recuerdo exactamente.

No era inimaginable, dentro de las posibilidades de Bud, que dijera algo personal acerca de su esposa, quizá sobre sus preferencias sexuales o sus problemas digestivos y, cada vez que mencionaba su nombre, Richard contenía el aliento, esperando y temiendo que se avecinara algo íntimo; y, aunque sabía que Bud lo hacía para perturbarle y repelerle, Richard absorbía cada palabra, cada imagen y cada descripción odorífera sin perder de vista el rostro de Bud, en busca de signos de burla.

—Le dará rabia no haberte visto —dijo Bud, alzando la mirada de la madera podrida y el polvo en suspensión.

No era zurdo, pero había aprendido a disparar con la izquierda. Eso era lo que Bud nunca entendería, que tenía que liberar sus sentimientos de su interior para huir de su aislamiento. Se había ejercitado en la teoría de que si estás conduciendo con la mano derecha y sentado junto a la portezuela es mejor, desde un punto de vista práctico, mantener la derecha sobre el volante y sacar la izquierda por la ventanilla, la mano del arma, para no tener que disparar por delante del cuerpo. Probablemente, podría hablar de aquello con Bud y Bud lo entendería. Pero nunca comprendería hasta qué punto Richard tenía que sacarlo todo al exterior, compartirlo con los demás, convertirse en parte de la historia de otros, porque era el único modo de escapar, de liberarse de los detalles humillantes de su propia identidad.

Bud estaba diciendo:

—De modo que dice el poli, los pies juntos, la cabeza atrás, cierre los ojos por favor. Y Aetna se echa a reír cuando oye lo de por favor. Ahora extienda bien los brazos, dice. Ahora adelante el brazo izquierdo y tóquese la nariz con el índice. Yo ahí parado, debajo del diluvio, y él dándome indicaciones desde el coche. Tóquese la nariz con el índice, me dice.

—Los zurdos que conducen tienen cinco veces más posibilidades de morir en un accidente.

—Cinco veces más que los diestros.

—Que los diestros —dijo Richard, religiosamente convencido.

Bud arrancó una tabla del suelo.

—No es problema mío.

—Ni mío.

—Me muero de estrés —dijo Bud—. Si te dijera el nivel de estrés que tengo…

Richard aguardó el resto. Solía trabajar sentado en una cabina de cristal del supermercado, ordenando cheques personales y cupones cancelados y entregando paquetes de monedas al personal de caja, pero al parecer no lo había hecho bien y le habían devuelto a los mostradores, donde tenía que pasar artículos por el escáner, marcar el precio de frutas y verduras y soportar las distraídas impertinencias de fugaces extraños que pasaban por el mundo.

—Teníamos que hacer nuestras cosas fuera porque el retrete no se encuentra apto para el consumo humano. De modo que construí una cosa que es lo único que se me ocurría hasta que funcione el retrete. Y Aetna, en fin, ya puedes imaginarte.

—Al volver del trabajo.

—El estrés se desarrolla de un modo verdaderamente personal.

—Con todo ese camino por delante —dijo Richard.

—Y tenía que ir. Y entonces se acordó. Que no tenemos un retrete que funcione. Me lanzó una mirada asesina.

Decían unas cosas increíbles, las gordas de la cola en la caja rápida, y él con sus padres enfermos en casa, o uno enfermo y el otro malhumorado, como tiene que descontarme dieciséis centavos de la pasta de tomate o eso no es una pera roja, es una pera de Anjou. Me ha cobrado una pera roja pero esto es una pera de Anjou. Se veía obligado a gritar de una caja a otra, de modo que todos los de la cola podían oír lo que decía.

—Por mí me da igual —dijo Bud—. Porque no deja de tener cierto sentido hacer ciertas cosas fuera. Cuando piensas en lo que consiste.

Charlan sobre el trauma cerebral. Comentan si sería adoptado o si habrían abusado de él. El problema reside en el espaciamiento. Si disparas por la ventanilla del lado del conductor, algo inevitable si no quieres hacerlo a través de tu propio coche y a través del espacio que separa tu coche del otro, aún te enfrentas al problema de tener que acertar a través de ese espacio que separa a ambos coches y a través del coche de al lado, porque el otro conductor está en la parte más alejada con relación a ti. No vas a dispararle al pasajero. Si disparas al pasajero, lo más probable es que el conductor realice una maniobra evasiva y apunte el número de tu matrícula y la marca de tu coche y el color de tu pelo, etcétera. De modo que vas a disparar a conductores solitarios, y vas a disparar por la ventanilla de tu propio lado empleando la mano izquierda para sostener el arma. Pero, como finalmente pensó, el hecho es que si disparas con la derecha, con la mano más natural, tu proyectil recorre aproximadamente la misma distancia a través de los mismos espacios que recorrería con el método autoaprendido de la mano izquierda. Aquello se le ocurrió después de la quinta o la sexta víctima, ha olvidado cuál, pero decidió seguir utilizando la mano izquierda aunque pareciera más lógico conducir con la izquierda y disparar con la derecha. Porque la derecha es tu mano natural de nacimiento.

—Acabo de darme cuenta de qué era lo que no conseguía averiguar —dijo Bud.

Oyeron ladrar al perro, y Richard miró a través del plástico polvoriento y vio al animal encaramándose sobre sus patas traseras y tirando de la cadena, los huevos tensos, y confió en que se tratara de Aetna llegando a casa antes de tiempo. En cierta ocasión, Aetna les había preparado una tarta que tenía la costra decorada con un enrejado. Aquello era algo que recordaba. Al ver que no era ella regresando a casa sino posiblemente alguna criatura del bosque lo que había alertado al perro, experimentó una tristeza desproporcionada. Aunque, realmente, todo resultaba desproporcionado. El golpeteo del viento sobre el plástico, haciéndolo estremecerse y restallar. Según los sucesivos estudios realizados, se supone que la cocaína de crack es la más adictiva de las drogodependencias.

—Llevas corbata —dijo Bud.

Richard vaciló, sin saber cómo tomar aquello, internamente vigilante ante la posibilidad de una emboscada, de una posible observación.

—Bueno, del trabajo —dijo—. Volví a casa del trabajo pero no me cambié.

—Pero ¿te pones corbata? ¿Para revisar mercancías?

—Es una norma de la compañía, prácticamente para todo el Estado.

Mantén la calma, pensó.

—Y luego está lo que dijo Aetna, y para variar tenía razón. Que pareces un tío que llevara gafas. Sólo que no las llevas. Sólo que cuando lo dijo no estábamos seguros. Dijimos, ¿las lleva o no las lleva?

—Nunca las he llevado —dijo Richard.

Al entrar en la casa sin que Bud se percatara apenas de su presencia, había sido como la naturalidad de la muerte. Como esa cosa vacía y hueca de no encontrarse allí. Un recorrido de sesenta y cinco kilómetros para volverse transparente, algo espantoso pero no inhabitual. Pero aquel escrutinio sobre lo que llevaba o dejaba de llevar… Le entró el pánico. Intentó pensar en qué decir. Quizá hubiera algo que decir sobre el perro. Intentó atisbar al perro a través del plástico. Nada se ensucia tanto como una tira de plástico, reteniendo la porquería, absorbiéndola.

—Bueno, quizá deberías hacerlo. Las gafas proporcionan prestancia a las personas. Consíguete una montura gruesa y oscura a juego con tu corbata.

Ignoraba por qué Bud querría hablarle de ese modo. Bud estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la estrecha rendija del suelo. Mantenía el martillo sobre el hombro, en posición de descanso, y tenía la mirada fija en el rostro de Richard. Richard intentó sonreír, convertir todo aquello en algo humorístico. Percibía la estupidez de su propia expresión, como si un quiebro de los labios pudiera alterar el mundo exterior.

—Puedo pensar en ello.

—Sí, hazlo.

—Creo que debería volver ya.

—Le dará rabia no haberte visto.

—Salúdala de mi parte.

—Lo haré sin falta.

A la única persona que hablaba con el corazón en la mano era a Sue Ann. Sue Ann le hacía sentirse real al hablar con ella por teléfono. Le proporcionaba la sensación de estar adoptando una forma propia, adoptando la forma que siempre había querido adoptar, aquella de lo que realmente era. Era como obtener consistencia: ¿nunca habías notado cosas que surgían del centro de lo que eres y adoptando la forma de la persona que pretendes? Bien, pues eso era lo que Sue Ann lograba, y puedes no creerlo o no respetarlo, pero nunca era realmente quien era hasta que hablaba con ella.

Oyó a Bud arrancando más tablas mientras salía por la puerta en dirección al coche. Con asesinos mentales vagando sobre la tierra, los cajeros con corbata.

Eso pensaba que habría podido decir Bud.

Llamó a Sue Ann desde una casa en la que había irrumpido con allanamiento. Encendió el televisor y llamó a la emisora vía satélite de Atlanta, tocando todo con un pañuelo e instalando en el micrófono el modificador de voz que había comprado por correo tras verlo anunciado en las últimas páginas de una revista pirata. No se trataba de una publicación que Richard consultara normalmente. No era un espía, ni un amante de las armas. Su pistola era la vieja 38 de su padre. No poseía una potencia extraordinaria ni traspasaba bloques de cemento ni abría agujeros del tamaño de un puño en los blancos silueteados. Sencillamente, mataba gente.

Abandonó la zona boscosa al volante de su coche, salió a cielo abierto, allí donde la carretera descendía hasta el valle, y percibió la verdadera fuerza del viento.

Hizo la llamada y encendió el televisor, o viceversa, sin sonido, la mano envuelta en un pañuelo doblado, y pensó que nunca se había sentido mejor hablando a alguien por teléfono o cara a cara o de hombre a mujer como se sentía aquel día hablando con Sue Ann. La contempló allí donde estaba, hablando con ella allí donde estaba. Vio cómo sus labios se movían en silencio en una parte de la habitación mientras sus palabras descendían, suaves y cálidas, entre los pliegues de su oído secreto. Habló con ella por teléfono y cruzó la mirada a través del televisor. Aquello representaba el despertar de la certeza de su propia realidad. Aquella mujer de ojos extraños y melena salvaje desprendía emanaciones que desconcertaban su corazón. A medida que pasaba el tiempo, fue hablando cada vez con más confianza. Volvía a encontrarse a sí mismo, con timidez pero sin vergüenza, con cierta soberbia incluso, con sinceridad e inteligencia, evasivo cuando tenía que serlo, en casa de unos extraños, cerca de una lámpara sin pantalla, y ella le escuchaba y le preguntaba, contemplándole desde la pantalla situada a tres metros de distancia. Tan radiante que podía convertirle en algo real.

Era una carretera poco transitada. Podías recorrer cincuenta kilómetros por aquella carretera sin ver otro coche. Ves torres de alta tensión que se extienden hasta más allá de donde alcanza la mirada, hundiéndose en la tierra como un ejercicio de perspectiva. Cuando amaina el viento se produce un suspense que desciende sobre la tierra y que te hace pensar en el silencio previo al Juicio.

Entonces cortaron para poner el vídeo. Le inquietaba el vídeo debido a que mostraba un punto de vista distinto al de su experiencia y no hacía más que pensar que la chica iba a mover la cámara para encuadrar su rostro. Había contemplado el vídeo una docena de veces, sentado junto a su padre dolorido, y cada vez que lo veía creía que iba a aparecer en su propia sala de estar, separado de su propio ser, atisbando con los ojos guiñados sobre el volante de su utilitario.

Después de aquello llamó a Sue Ann en dos ocasiones, pero la centralita se negaba a pasar la llamada, ya que había otros muchos intentando ponerse en contacto con ella en ese momento y la operadora era suspicaz, recelosa e incrédula. La necesitaba para no desintegrarse. Probablemente, hubiera llegado al punto de revelarle su nombre. Y ella, a lo largo de un cierto número de llamadas, de días, habría podido quebrantarle por completo mientras le contemplaba desde la pantalla. Podría haberse entregado a ella bajo un torrente de luces, Richard Henry Gilkey, conducido a lo largo de un pasillo rodeado por hombres tocados con sombreros de ala ancha y Sue Ann Corcoran junto a él.

Pasó junto al mástil que sostenía la driza al viento. El viento hacía restallar la driza contra el mástil y, de algún modo, el repetitivo significado de aquel ruido le debilitaba.

Entró en la casa y vio a su padre completamente retorcido frente al televisor. La madre estaba en la cocina, accionando la batidora en el interior de un cuenco de color blanco.

—Mira lo que aparece por la puerta.

—Me he acercado a casa de Bud.

—¿Acaso tenemos tiempo para que te acerques a casa de Bud?

—Hay que darle a papá el Nitrospan.

—Muy bien, pues ve y dáselo.

—No sé, ¿no deberíamos llamar para preguntar la nueva dosis?

—Yo no he llamado. ¿Has llamado tú? —dijo ella.

La campana de vidrio tenía un agujero por el que hablar. Pero le enviaron al acceso y le obligaron a gritar a través de la galería.

—Llamaré —dijo ella—. Pero no estará allí.

—Te responderá el servicio de contestador.

—Me responderá el servicio de contestador y me dirán que no está allí.

—Ya llamaré yo —dijo ella—. Tú prepara la pomada.

Después de cenar, aplicó la pomada sobre el pecho de su padre. Su padre permanecía tendido en la cama con el aspecto desaseado de un viejo que va convirtiéndose en un náufrago, en un desecho de las islas con excepción de los ojos: eran húmedos y profundos, y suplicaban tiempo. Richard extendió la pomada y abotonó la chaqueta del pijama de su padre y pensó en el día, ya de un momento a otro, en que tendría que limpiarle el trasero.

A la espera de noticias de los parientes más próximos.

Revivía en ellos. Vivía en sus historias, en las fotografías de los periódicos, sobrevivía en los recuerdos de la familia, vivía con las víctimas, seguía viviendo, mezclándose, duplicándose, cuadruplicándose, extendiéndose a números de dos cifras.

Desde la puerta de la cocina, la contempló mientras removía una solución que habría de ser lo primero que su padre ingiriera al día siguiente.

—Venga, pues, que tengas buenas noches.

—Que duermas bien —dijo ella.

Se dirigió a su habitación y se sentó en una silla para descalzarse. Todo el sentido de una vida cualquiera se localizaba en el acto de inclinarte para desanudarte los zapatos y de dejarlos en un lugar fijo a la espera del comienzo del día siguiente.

Pensó en la otra persona.

Cuando estaba en la cabina de cristal había contado con aquel agujero por el que hablar. Pero cuando le devolvieron a la caja había tenido que hablar en espacios abiertos en los que cualquiera podía escucharle.

Mantenía la pistola oculta en el coche, y pensó en aquello mientras se aproximaba al sueño, y pensó en la otra persona que había disparado contra un conductor en una de las autopistas en las que él había disparado contra un conductor, tan sólo un día después. Crímenes de imitación, los llaman. No le gustaba pensar en aquello, pero últimamente descubría que era una presencia cada vez más burlona en su mente.

Era madrugador. Oyó el tren por el tejado y se vistió y desayunó un bollo de pie, con la taza bajo la barbilla para recoger las migajas. Tenía tres horas y media por delante antes de acudir al trabajo. Oyó la lluvia goteando desde los canalones y golpeando el molde de estaño en el que solía dejarle comida al gato callejero cuando se acordaba.

Sé quién soy. ¿Quién es él?

Se abrochó la cremallera de la chaqueta. Luego, se enfundó el guante de la mano izquierda, un guante blanco de mujer, y salió a la calle vacía en la que aguardaba su automóvil bajo el cielo plomizo.