9

Nick intentaba encontrar la revista que había estado conservando para llevársela a Houston. Guardaba ciertos tipos de lectura para los viajes de negocios, cosas que nunca encontraba tiempo para hojear en otro momento, revistas que iban apilándose y estorbando hasta terminar sobre la acera en un día designado. Había un ruido, un zumbido global, que se iniciaba y que empezabas a oír cuando abandonabas tu casa enmoquetada camino del aeropuerto. Quería algo amable para leer a lo largo de ese ronroneo uniforme y sostenido que señala cada kilómetro del día de un viajero de negocios.

La revista era Time, y llevaba un mes perdida. La encontró finalmente en el cuarto de baño, apilada en una cesta que Marian mantenía llena en su mayor parte de llamativos libros de moda: cada sombra difuminada hasta lograr un brillo anatómico, silueteada contra la decadencia y el desgaste. El material idóneo para hojear cuando tienes el cuerpo en cuclillas y los pantalones bajados. Aquel número de Time tenía un artículo sobre Klara Sax que quería leer, no el primero en su género que había visto a lo largo de los años pero sí, quizá, más interesante que la mayoría, acerca de cierto proyecto que había iniciado en el desierto, rebosante de ambición.

Sobre su cama estaba la maleta, lo bastante pequeña para caber en el Portaequipajes superior del asiento y, tras introducir la revista en un bolsillo exterior y cerrar la cremallera, terminó de preparar el equipaje. Entró Marian, que llevaba puestas sus gafas de sol de mujer-gato. Formaban parte de su puesto. Por entonces trabajaba para la comisión de arte de la ciudad, y buscaba un aspecto más estilizado.

—¿No tendrías que ir dándote prisa?

—Aún no ha llegado el coche. Me fío del coche —dijo él.

—El coche es fiable.

—El coche sabe cosas que nosotros ignoramos.

—El coche nunca llega tarde.

—El coche y el avión se encuentran en contacto permanente.

Marian siempre mostraba un aspecto espléndido cuando él salía por la puerta. Por qué será, pensó. Cierta suave cualidad corporal, cierto carácter que medio insistía en ser percibido pero que era al mismo tiempo un tímido secreto, temeroso de alterar el aire que los separaba.

Le empujó contra la pared y depositó las manos sobre sus muslos, besándole y mordisqueándole los labios y el cuello. Ella dijo algo que no alcanzó a entender del todo. Situó una mano entre sus nalgas y la pared y la oprimió contra sí. La falda se deslizó sobre sus piernas separadas, el tejido estirándose y elevándose, con ese susurro extensible de fricción con cuya compañía contaba para recorrer la vida. Retrocedió levemente y la miró.

—¿Y eso por qué? —dijo.

—¿De qué estamos hablando?

—¿Y por qué cuando regreso todo se ha desvanecido, se ha perdido y se ha olvidado?

—¿El qué?

Le quitó las gafas de sol y se las alargó. Cuando, pocos segundos después, salió por la puerta, el coche de la compañía le estaba esperando.

Pocas horas más tarde, Marian estaba en una pequeña estancia de un edificio de dos pisos de ladrillo claro próximo a un restaurante Jack in the Box y a un taller Brake-O. Bajo un cobertizo ladeado del patio trasero había coches aparcados, y en una de las plazas vacías había un zapato masculino abandonado. Estaba desnuda, junto al borde de la ventana. Avanzó hasta el largo espejo y arrimó la cadera a la superficie del vidrio, sintiendo cierto frescor agazapado entre el cuerpo y el objeto. Tenía buen aspecto. Todo ese ejercicio, la dieta, la dieta, el ejercicio. Todas las flexiones para las nalgas, el laborioso tedio que soportaba en aras de mantenerse en forma. No era la mujer perfecta y algo alterada que solía ser anteriormente, pero aún estaba en forma. Te jodes, mantente en forma. Se situó frente al espejo. No podía hacerse nada con aquella nariz de aguja, pero el resto no estaba mal. En casa nunca se miraba tan detenidamente al espejo. Era más fácil verse a sí misma allí, entre paredes ajenas. Dejó que sus pezones acariciaran el cristal, y al retirarse observó que habían dejado a su paso cierta humedad, un par de besos apretados como el aliento invernal.

Cuando llegó Brian llevaba puesto un albornoz que había encontrado en el armario.

—No debería estar aquí —dijo él.

—Ni yo tampoco. De eso se trata, ¿no?

Brian se sentó en el borde de la cama para quitarse los zapatos; recordaba ligeramente a los lloricas de la clase cuando se desnudan para gimnasia.

—¿De quién es esta casa?

—De mi asistente.

—¿Hablas en serio?

—¿Por qué no? Necesitamos un sitio seguro —dijo ella.

—Pero ¿tu secretaria?

—Mi asistente. Y es mejor que un hotel.

—No debería estar aquí.

Paseó descalzo por la estancia, desabotonándose la camisa. Tenía pies de payaso, alargados y con juanetes, y no se aflojó el nudo de la corbata hasta que no hubo sacado los faldones de la cintura.

—¿Es una mujer joven?

—¿Cómo sabes que es una mujer?

—Hablo en serio. ¿Es joven?

—Sí —dijo ella.

Él siguió caminando, tocando cosas, deteniéndose a observar fotografías y cajetillas de cerillas.

—¿Guapa?

—¿Te apetece investigar su ropa interior? Escucha, este albornoz es suyo. Fóllame fóllame fóllame —dijo secamente.

—¿Acaso no puede permitirse un sitio mejor?

—Andamos cortos de presupuesto.

—Es un estudio.

—Pequeño pero intenso —dijo Marian.

Tenía la espalda apoyada en la pared, con los brazos cruzados, y el hombre se aproximó a ella. Marian liberó ambas manos y atacó su cremallera. Le gustaba el sexo con Brian porque sabía controlarle, manejarle, adaptarle a su estado de ánimo, excitarle fácilmente o hacerle hablar, hablar… cosas vergonzosas, sinceras, ácidas, amargamente divertidas.

—Creo que lo sabe —dijo ella.

—¿Cómo?

—Creo que lo sabe.

—No lo sabe.

—Creo que lo sabe.

Tenía la mano dentro de los pantalones y una sonrisa en los labios. Él le entreabrió el albornoz, frotándolo, oprimiéndolo contra su hombro y su pecho antes de quitárselo, casi del todo, sacándole el brazo de la manga y dejando colgar la prenda.

Se deslizaron hasta la cama. Ella quiso despojarse del resto del albornoz, pero él no se lo permitió. Quería una mujer con el albornoz a medio poner. Sonó el teléfono y ambos se detuvieron a escuchar. Cada vez que sonaba el teléfono en un apartamento prestado, se detenían y pensaban en lo que estaban haciendo y, quizá, a cierto nivel, acerca de la persona cuyo apartamento estaban utilizando. Les hacía experimentar, pensaba ella, una forma equivocada de allanamiento. La cama. El misterio de la vida, del armario de las medicinas, de la cama de la otra persona. Era una de las cosas que no le gustaba de aquello, una entre muchas, y era incapaz de hacer el amor con un teléfono sonando.

Alargó la mano en busca del bolso, que yacía en una silla junto a la cama. El timbre dejó de sonar. Brian se levantó de la cama y terminó de desnudarse.

—¿Te fías de ella, de que no diga nada?

—Nunca dice nada de otras cosas.

—Esto no son otras cosas.

Marian encontró sus cigarrillos y encendió uno; él le alargó un cenicero.

—Pensaba que lo habías dejado.

—He bajado a cinco diarios.

—Pensaba que llevabas parche.

—No —dijo ella.

Se tendió de costado junto a ella. El timbre del teléfono les había llevado prematuramente a un perezoso estado de pequeñas caricias, suaves recodos de conversación y volutas de humo.

Dijo él:

—Y este trabajo tuyo, ¿es de verdad o de mentira?

—Trabajo con ingenieros estructurales, con diseñadores urbanos. Me paso la vida peleándome con asociaciones ciudadanas. Pero hago bastantes cosas.

—El otro día asistí a un almuerzo sumido en una bruma artificial. En un centro comercial de no sé dónde.

—No trabajamos con centros comerciales. Trabajamos con grandes avenidas.

—¿Qué le hacéis a las avenidas?

—Hacerlas habitables, soportables. Contar pequeñas historias. Esculturas en las medianas. Pilares con formas animales.

—¿Cómo se llama tu secretaria? —dijo él.

Marian descargó una porción de ceniza sobre su vello púbico.

—Horarios interminables, devoción obsesiva. Aferrados a esa manía japonesa —dijo él—. La muerte por sobrecarga de trabajo.

—Desapareces en la compañía y mueres. Sólo que yo no lo hago para desaparecer. Lo hago para resultar visible y audible. Y no estoy segura de a qué te refieres cuando dices de verdad o de mentira.

Él recogió las cenizas de su regazo y las dispersó con un soplido.

—La mayor parte de los trabajos son de mentira —dijo.

Habían empezado tarde, y nunca habían llegado a establecer un ritmo fiable. Tan sólo tres o cuatro apartamentos en todo aquel tiempo, y nunca habían utilizado ninguno de ellos más allá de una vez o dos. Marian había aprendido a hacer caso omiso de su propio fastidio. Aquél era uno de los aspectos que entrañaba el ser artificialmente perfecta. Pero la resistencia de Brian resultaba bastante exasperante. Tenía que organizar la cuestión de los apartamentos, asegurarse de todo, calcular los horarios, para luego preguntarse si él acudiría o no. Hablan por ahí de amantes diabólicos. Ella tenía un marido diabólico. Su amante era un tipo desgarbado de frente pecosa y pelo hirsuto. Pero era un riesgo que tenía que correr, un camino de acceso a cierto rasgo esencial de la propia identidad, cierta posibilidad que resultaba por otra parte sosa, escasa y rancia. Aquellos ratos, por breves e infrecuentes que fueran, eran suyos. Le gustaba hacerle rabiar y asustarle, pero no quería pensar en renunciar a él.

—Échame el humo —dijo él—. Quiero disfrutar de todos los aromas. Tabaco, sábanas, mujeres.

Con Brian era ella misma, independientemente de lo que tal cosa pudiera significar. Sabía qué significaba. Menos inmersa en los esquemas de otro, en su inconsciente modelado de otra vida.

—Y no dejes que me olvide de que tengo una reunión a las tres —dijo él.

—Me molesta un poco que aún no te hayas, ya sabes —como dejando las palabras en suspenso—, enamorado de mí, Brian.

—Tú tienes mi misma edad y mi misma estatura. Yo me enamoro de mujeres menudas y nerviosas que veo a lo lejos.

—Y tienen que ser jóvenes.

—Tienen que ser jóvenes. Tú y yo somos colegas. Y me siento demasiado culpable para enamorarme de ti. Me siento muy culpable. Culpable de cojones.

—¿En ese caso por qué lo haces?

—Por lo mucho que lo deseas —dijo él.

Ella aplastó el cigarrillo contra el cenicero.

—¿Tan acomodadizo eres? ¿Porque yo lo deseo? ¿Por eso estás dispuesto?

—Yo también lo deseo. Pero para ti es una cuestión de vida o muerte.

No le gustaba cuando se ponía serio. Contravenía las reglas. Le permitió ladear la cabeza hacia ella, hablando en un susurro.

—Es estúpido y es imprudente, y no deberíamos volver a hacerlo. Porque si se entera… —murmuró.

—¿Y qué pasa si se entera tu mujer? Será ella quien te corte los huevos.

—Nick se limitará a matarme.

—Y él ya no tiene que enterarse. Ya lo sabe.

—No lo sabe.

—Creo que lo sabe.

Susurró él:

—Que sea éste nuestro último y feliz polvo de despedida.

Ella comenzó a decirle algo, pero luego pensó que no. Se desplomaron juntos, entrelazados el uno con el otro, y ella se tendió, arqueándose, apoyando la espalda sobre sus propios brazos, dejándole imprimir su propio ritmo al proceso. En un momento determinado, abrió los ojos y vio que él la contemplaba, midiendo su avance, con un aspecto algo aislado y marchito; le obligó a bajar la cabeza y saboreó el gusto salado de su lengua y escuchó el sonido clásico del chasquido de los pechos, el chapoteo de los torsos y el traqueteo de la cama. A partir de entonces, todo dependía de una estrecha concentración. Aguzó el oído en busca de algo inherente al torrente sanguíneo, hizo girar sus caderas, experimentó una sensación eléctrica y desesperada y finalmente libre, y contempló sus ojos apretados y sus labios, tan tensos que parecían curvarse en los extremos, el labio superior blanquecino contra los dientes, y notó una especie de orgasmo del ahorcado cuando él llegó al fin, el sobresalto del cuerpo y la rigidez de las extremidades, y deslizó la mano entre sus cabellos: sería mejor si lo hiciéramos más a menudo.

Aguardó a que su respiración se regularizara para desasirse y recuperar su bolso de la silla.

Él se dirigió a la cocina y bebió un vaso de agua.

Era un bolso bastante grande, de bandolera, y Marian sacó de él una bobina de papel de aluminio, la desenrolló y la extendió sobre la cama. Brian la contemplaba desde la puerta de la cocina. A continuación, extrajo un pequeño paquete transparente. Su aspecto era el del envoltorio de un emparedado, pero más pequeño, y llevaba una etiqueta que rezaba Death Trip n.º 1.

—Ven aquí —dijo.

Abrió el paquete y vertió el contenido, la mitad del contenido, sobre el papel de aluminio. Era una sustancia resinosa, apelmazada, dividida en trozos. Le dijo a Brian que se sentara en la cama y que sostuviera la lámina, que la sostuviera por las esquinas, de tal modo que la sustancia, aquellos trozos alquitranados, no se derramaran por el borde.

—¿Qué demonios es esto? ¿Y cómo va a derramarse si es sólido?

Ella rebuscó nuevamente en el abrigo y extrajo una especie de pajita arrollada, una paja de aluminio de unos pocos centímetros de longitud.

—Eh, Marian, ¿de qué va todo esto?

Ella cogió las cerillas, encendió una y la sostuvo bajo la lámina de aluminio que sostenía Brian, calentando la sustancia que soportaba.

—Es heroína —dijo, mientras contemplaba cómo el alquitrán iba licuándose lentamente.

—Es heroína —dijo él—. ¿Y qué se supone que debo responder a eso?

Cuando el alquitrán comenzó a evaporarse y a humear, Marian apagó la cerilla, se llevó la paja de aluminio a los labios y comenzó a perseguir las volutas de humo, aspirándolas y manteniéndolas deliberadamente en los pulmones.

—De acuerdo. ¿De dónde la has sacado?

Ella contemplaba cómo se derretía, se deslizaba y se evaporaba el alquitrán, persiguiendo el humo que brotaba del aluminio estirado y aspirándolo a través de la pajita.

—Mary Catherine.

—¿Quién?

—Mi asistente.

—Pero ¿de quién es esta cama? ¿Tu secretaria es tu camello? ¿Cuándo empezaste a hacer esto?

—La verdad es que nunca pensé así en ella.

Siguió el curso del humo que emanaba de la lámina, sumergió la cabeza en él y lo sorbió con la pajita.

—Nunca pensé en ella como mi camello, pero supongo que en efecto es mi camella y que yo soy su lo que sea.

—¿Y esto es algo nuevo?

—Bastante nuevo, sí. Toma, dale una calada.

—No, gracias.

Persiguió el humo por el aire.

—Soy, no sé si lo sabes, completamente prudente. Lo uso muy, muy, muy pocas veces. No me levanto con los ojos hinchados, ni con dolores o náuseas. Dale una calada.

Aspiró el humo.

—¿Nick sabe esto? No puede saber esto.

—¿Estás loco? Me mataría. Dale una calada.

—Vete a la mierda.

—Quiero atraparte más profundamente. Dale una calada. Quiero atraparte hasta el punto de que dejes de comer y de dormir. Te quedarás tumbado en la cama pensando en nosotros. Haciendo nuestras cosas en un cuarto prestado. No podrás pensar en otra cosa. Ése es el programa que te tengo preparado, Brian.

—Mary Catherine. Me gusta el nombre —dijo él—. Sexy.

Sentados en la cama, el uno junto al otro, escucharon el rumor del tráfico que pasaba por Thomas Road. Cuando hubo acabado, recogieron los utensilios, sacudieron la cama y se tendieron a charlar.

—Creo que lo sabe —dijo ella.

—¿Dónde está?

—De camino a Houston, o a lo mejor ya ha llegado allí. Luego tiene que ir en coche a ese depósito de desechos nucleares, vete a saber dónde.

—La cúpula de sal.

—A merced del Asesino de la Autopista de Texas.

—No lo sabe —dijo Brian—. Pero deberíamos pensar en dejarlo. Deberíamos acabarlo hoy.

—No me apetece todavía. Así que cállate. Estás consiguiendo que me sienta como una vieja bruja agonizante.

—No eres una bruja. Eres una celestina.

—Sé cariñoso conmigo —dijo ella.

El día se había convertido en un latido soñoliento situado en algún lugar próximo a sus ojos. Al estirarse podía notar la corteza de esperma desgranándose y crujiendo levemente en su vello púbico.

Susurró él:

—Echemos un último polvo civilizado y salgamos de esto vivos.

Ella escuchó el tráfico, preguntándose qué diría en la versión cinematográfica.

Susurró él:

—Echemos un polvo sayonara y vistámonos.

Ella sonrió débilmente. Notaba en el aire una atmósfera propicia. Se sentía vagamente losangelesiana y rodó sobre Brian y le habló mientras lo hacían, a intervalos, dulzura, ternura, exhalando las palabras, sintiendo una atmósfera invisible de cosas absolutamente propicias.

Cuando estuvieron tendidos uno al lado del otro, él se incorporó sobre un codo y la miró.

—Tus ojos tienen esa mirada desafiante de plomo derretido.

—Limítate a no hablar de dejarlo. No eres quién para dejarlo.

Él se echó a reír. Cuando se reía, Brian se volvía semitransparente. Podía distinguirse la sangre fluyendo bajo su piel, como una corriente rosácea. Se puso en pie y comenzó a vestirse. Tomó una revista de modas y la abrió por una enorme fotografía de un bisexual distraídamente musculoso, quizá un blanco, quizá no, y la agitó sobre la cama como queriendo indicar hasta qué punto se hallaba comprometido con su propia vida, con su propio cuerpo, el propio Brian, un hombre desprovisto de un vídeo de ejercicios gimnásticos que introducir en la ranura oblonga.

—La ropa interior. De repente, todo se reduce a la ropa interior —dijo—. Explícame qué significa.

Miró la hora y le acometió un leve ataque de pánico. Ella intentó ayudarle, alargándole prendas a través de la cama mientras él manipulaba las cosas con una torpeza intencionada, poniéndose un calcetín del revés y atándose los cordones de los zapatos entre sí para dirigirse correteando y saltando hacia la puerta. Cuanto más tarde se hacía, más cabriolas ejecutaba. Era Brian en plena forma.

—¿Y qué pasará si lo sabe?

—No lo sabe —dijo ella.

Tenía un marido diabólico, si es que diabólico significa una especie de fuerza, un espíritu esclavo de disciplina y autocontrol, el pequeño matiz de distancia que él había conseguido perfeccionar, similar a la desconexión de un aparato de radio. Ella sabía lo de la desaparición de su padre, pero había algo más, algo áspero y distante. Eso era lo primero que la había atraído, lo arriesgado y erótico de la propuesta.

Brian contemplaba las fotografías que colgaban en la pared, junto a la puerta.

—¿Quién es ella?

—Vete de aquí —dijo Marian.

Hizo la cama, guardó la droga y devolvió el albornoz al armario. Lavó el vaso que había utilizado Brian, desnuda en la diminuta cocina, y todo ello le pareció completamente razonable y natural, algo ganado, necesitado, desnudado, y se dio una ducha y se vistió.

Se sentía muy bien. Perezosilla, ya saben. Ya saben, cuando algo te ha estado dando la lata, sin que puedas quitártelo de la cabeza, hasta que de repente parece como si se solucionara.

Sentía como si todas las cosas buenas no pudieran por menos de dar con ella, algo que habitualmente no ocurría. Las reconocería tan pronto las viera con sus ojos al estilo de Los Ángeles.

Se detuvo frente al espejo para ajustarse las gafas de sol. Porque si careciera de aquello, para planearlo, manipularlo y anticiparlo, de aquel Brian demasiado infrecuente con creces, y esto era algo que a punto había estado de decirle anteriormente, se convertiría en una persona solitaria y nerviosa, asida al volante a lo largo de la avenida decorada bajo el cielo abrasador, y quizá algo neutra.

Se sentía apreciada. Le gustaba la persona que era aquel día. Se sentía ligeramente perezosa de espíritu. Pensó que cualquier cosa típica de Los Ángeles parecería positiva aquel día. Hubiera llegado al punto de decir que se sentía más o menos eufórica, aunque tampoco estaba dispuesta a suscribirlo del todo.

Antes de marcharse inspeccionó la habitación por última vez. Éstas eran las cosas que abrían el mundo a los acuerdos secretos, el piso prestado y el número de teléfono memorizado y la anotación codificada sobre el calendario. Pueriles juegos de espías que verdaderamente le hacían sentirse más culpable que el propio sexo, con una avergonzada especie de autorreproche. Ahuecó una almohada para eliminar la huella. Quería que las cosas mostraran un aspecto intacto, para que a Mary Catherine no le importara cuando volviera a pedirle prestado el piso.