8

La anciana monja despertó al alba. Le dolían todas las articulaciones. Llevaba levantándose al amanecer desde sus días de postulanta, y se arrodillaba en los duros suelos de madera para rezar. Lo primero que hizo fue levantar la persiana. Ahí fuera se extiende la creación, manzanitas verdes y enfermedades infecciosas. A continuación, se arrodilló sobre los pliegues del blanco camisón de dormir, aquel tejido interminablemente lavado, golpeado con jabón, tieso y cartilaginoso. La hermana Alma Edgar. Y el cuerpo que contenía, esa cosa larguirucha que acarreaba por el mundo, en su mayor parte blanco como la tiza, con manos manchadas y gruesas venas, y finos cabellos recortados de color ceniciento, y ojos de un azul acerado: muchos chicos y chicas de antaño veían aquellos ojillos en sus sueños.

Se persignó, murmurando las palabras adecuadas. Amén, un viejo término que se remontaba al griego o al hebreo, en verdad: la parte más familiar de las oraciones diarias, y aun así bendecido por tres años de indulgencias, siete si te humedeces la mano con agua bendita antes de señalar tu cuerpo.

La oración constituye una actividad estratégica, la obtención de una ventaja temporal en los mercados capitales del Pecado y la Remisión.

Recitó una ofrenda matutina y se puso en pie. En el lavabo, se frotó las manos repetidamente con un áspero trozo de jabón oscuro. ¿Cómo pueden estar limpias las manos si no lo está el jabón? Se trataba de una pregunta insistente en su vida. Pero si limpias el jabón con lejía, ¿con qué limpias la botella de lejía? Si empleas detergente para la botella de lejía, ¿cómo limpias el paquete de Ajax? Los gérmenes tienen personalidades distintas. Los distintos objetos abrigan amenazas de diversas e insidiosas clases. Y las preguntas se enquistan para siempre.

Una hora más tarde, se encontraba ataviada con su velo y su hábito, sentada en el asiento del pasajero de una furgoneta negra que se alejaba en dirección sur del distrito de la escuela, pasando junto a la monumental autopista de cemento en su camino hacia las calles perdidas, un basurero de edificios quemados y almas sin dueño. Al volante iba Grace Fahey, una joven monja con traje seglar. Todas las monjas del convento vestían blusas y faldas lisas menos la hermana Edgar, quien contaba con permiso de la sede de la orden para ataviarse con cosas viejas de nombres arcanos, el griñón, el cinto y el camisolín. Sabía que se contaban historias acerca de su pasado, de cómo solía manipular las gruesas cuentas del rosario y golpear a los alumnos en la boca con el crucifijo de hierro. Entonces, las cosas eran más fáciles. La ropa se disponía en capas; la vida, no. Pero Edgar había dejado de pegar a los niños años atrás, antes incluso de ser ya demasiado vieja para enseñar, cuando el barrio había cambiado y los rostros de sus alumnos se habían ensombrecido. La justa indignación había desaparecido de su alma. ¿Cómo podía pegar a un niño que no era como ella?

—Esta vieja jaca necesita una puesta a punto —dijo Gracie—. ¿Oye usted ese ruido?

—Pídale a Ismael que le eche una ojeada.

—Ku-ku-ku-ku.

—El experto es él.

—Puedo hacerlo yo misma. Tan sólo necesito las herramientas adecuadas.

—No oigo nada —dijo Edgar.

—Ku-ku-ku-ku. ¿No oye eso?

—A lo mejor me estoy quedando sorda.

—Antes que usted, hermana, me quedaré sorda yo.

—Mire, otro ángel sobre la pared.

Las dos mujeres pasearon la mirada por un paisaje de solares llenos de años de desechos estratificados: la era de la basura, la era de los escombros de construcción y los coches desguazados, la era de las cosas enmohecidas del hampa. Entre los objetos abandonados crecían hierbajos y árboles. Había jaurías de perros, se veían halcones y búhos. Periódicamente acudían obreros para excavar el lugar y se situaban cautelosamente junto a las grandes máquinas, las palas y excavadoras embadurnadas de lodo anaranjado, como soldados al abrigo de los tanques en movimiento. Pero no tardaban en marcharse, siempre se marchaban dejando agujeros a medio excavar, abandonando piezas de maquinaria, tazas de cartón, pizzas de salchichón. Todo aquello contemplaban las monjas. Había sistemas de galerías fabricados por las ratas, cráteres atestados de piezas de fontanería y enfoscado. Había altozanos de neumáticos rajados entre los que fructificaban los sarmientos. Al anochecer, podía oírse el canto de los disparos procedentes de los achatados muros de edificios derruidos. Las monjas, sentadas en la furgoneta, observaban. Al fondo se erigía una estructura solitaria y aún en pie, un edificio en ruinas que mostraba un costado desnudo allí donde en otro tiempo había lindado con el vecino. Aquel muro era el lugar escogido por Ismael Muñoz y su equipo de grafiteros para pintar con aerosol un ángel fúnebre cada vez que moría un chico del barrio. Prácticamente la mitad de la corpulenta estructura se hallaba cubierta de ángeles azules y rosados. Bajo cada ángel, aparecían impresos el nombre y la edad de cada muchacho, y a veces se indicaban la causa de la muerte y algún comentario personal de la familia. A medida que la furgoneta se acercaba, Edgar pudo distinguir esquelas debidas a tuberculosis, sida, palizas, tiroteos, sarampión, asma, abandono al nacer: en un contenedor, olvidado en un coche, envuelto en una bolsa de plástico cualquier noche de tormenta.

La zona se conocía como el Muro, en parte por las pinturas de la fachada y en parte por la sensación general de exclusión: un trozo de tierra a la deriva, aislado del orden social.

—Ojalá dejaran de pintar esos ángeles —dijo Gracie—. Son de un gusto espantoso. A una iglesia del siglo XIV, ahí es adonde uno tiene que ir si quiere ángeles. Esa pared es el reflejo de todo lo que intentamos cambiar. Ismael debería buscar cosas positivas que enfatizar. Las residencias, los jardines comunales que siembra la gente. Doblas la esquina y ves gente corriente camino de su trabajo, camino de la escuela. Tiendas e iglesias.

—La Iglesia Baptista del Poder Titánico.

—¿Qué más da? Es una iglesia. La zona está llena de iglesias. De gente decente y trabajadora. Si Ismael quiere pintar un muro, ésas son las personas de las que debiera dar testimonio. Hay que ser positivos.

Edgar rió para sus adentros. El drama de los ángeles era precisamente lo que le hacía sentirse allí como en casa. La terrible muerte que aquellos ángeles representaban. El peligro al que se enfrentaban los artistas a la hora de producir sus grafitos. El Muro carecía de ventanas y de escaleras contra incendios, y los pintores tenían que descolgarse desde el tejado con cuerdas de asas o balancearse sobre andamios rudimentarios cada vez que diseñaban un ángel sobre los pisos inferiores. Ismael, luciendo su desgastada sonrisa, proponía un muro gemelo para los grafiteros muertos.

—Y emplea el rosa para las niñas y el azul para los niños. Eso sí que me da grima —dijo Gracie.

Se detuvieron en el convento para recoger provisiones que luego distribuirían entre los necesitados. El convento era un viejo edificio de ladrillo encajado entre edificios de alquiler. Tres monjes vestidos con hábitos grises y sogas a modo de cinto trabajaban en un vestíbulo disponiendo el cargamento del día. Grace, Edgar y el hermano Mike transportaron las bolsas de plástico hasta el vehículo. Mike era un antiguo bombero con barba engominada y una coleta rala. Visto de frente y de espaldas parecía dos personas distintas. Al aparecer las monjas por primera vez, se había mostrado dispuesto para actuar a modo de guía, de presencia protectora, pero Edgar había rechazado su ofrecimiento con firmeza. Opinaba que su hábito y su velo le proporcionaban toda la protección que precisaba. Más allá de aquellas calles del sur del Bronx la gente la contemplaba acaso como algo pintoresco y propio del pasado. Pero en el fárrago de la miseria constituía un elemento tan natural como los monjes y sus hábitos. ¿Qué figuras podían resultar más oportunas y mejor ataviadas junto a las ratas y las epidemias?

A Edgar le gustaba ver a los monjes en la calle. Visitaban a los vagabundos, dirigían un hogar para los «sin techo» y recogían alimentos para los hambrientos. Y eran los hombres de un lugar en el que pocos hombres quedaban. Adolescentes en grupos, traficantes de drogas armados: tales eran los hombres de las calles adyacentes. Ignoraba adónde habían ido los demás, los padres, si a vivir con segundas o terceras familias, a ocultarse en pensiones o a dormir debajo de las autopistas en cajas de refrigerador, sepultados en el cementerio de indigentes de Hart Island.

—Estoy haciendo un recuento de especies botánicas —dijo el hermano Mike—. Tengo un libro que me llevo a los solares.

Gracie dijo:

—Te limitas a la periferia, ¿verdad?

—En los solares me conocen.

—¿Quién te conoce? ¿Los perros te conocen? Son perros rabiosos, Mike.

—Soy franciscano, ¿vale? Los pájaros se posan sobre mi dedo índice.

—Limítate a la periferia —le dijo ella.

—Hay una niña a la que veo con frecuencia, de unos doce años quizá, que siempre sale corriendo cuando intento hablar con ella. Tengo la impresión de que habita en las ruinas. Preguntad por ahí.

—Así lo haremos —dijo Gracie.

Cuando la furgoneta estuvo cargada, regresaron al Muro para concluir sus asuntos con Ismael y recoger a algunos de su equipo que les ayudarían a distribuir los alimentos. Ismael contaba con grupos de buscadores de coches que se desplazaban por los barrios, concentrándose en las desoladas calles que discurrían bajo puentes y viaductos. Las monjas representaban su sucursal del norte del Bronx. Le entregaban listas en las que se detallaba la ubicación de coches abandonados a lo largo del río Bronx, uno de los principales vertederos para vehículos robados, birlados para una carrera, semidesguazados, desprovistos de gasolina y abandonados como perros. Ismael enviaba a su equipo para recuperar los chasis y aquellas partes que aún pudieran estar intactas. Se servían de un pequeño camión dotado de una plataforma, una grúa poco fiable y un dibujo de almas en el infierno pintado sobre la cabina, la carrocería y los guardabarros. Los chasis se llevaban a los solares para su inspección y tasación por parte de Ismael, y luego se transportaban a un desguace situado en la parte más alejada de Brooklyn. A veces podían verse cuarenta o cincuenta vehículos rapiñados en los solares, coches dignos de un museo formando un parque escultórico de chatarra: coches aplastados y acribillados, sin capó, sin puertas, ulcerosos de óxido, coches abrasados, volcados, coches con cadáveres envueltos en cortinas de baño, con ratas que hozan en las guanteras.

El dinero que le pagaba a las monjas por su labor de reconocimiento iba a parar al convento para la compra de alimentos.

Cuando el vehículo se aproximaba al edificio, Edgar echó mano a la cintura en busca de los guantes de goma que llevaba sujetos al cinto.

Gracie aparcó la furgoneta, el único vehículo en funcionamiento que podía verse en las inmediaciones. Enganchó al volante el aro de acero recubierto de plástico y encajó la barra en la cerradura. Al mismo tiempo, Edgar se enfundó los estrechos guantes en ambas manos y percibió la ambivalencia, el conflicto. A salvo, sí, científicamente protegida de amenazas orgánicas. Pero también pecaminosamente cómplice de cierto proceso que apenas comprendía a medias, de la fuerza del mundo, de una disposición de sistemas que desplaza la fe religiosa con su paranoia. En la suavidad lechosa de aquellos guantes sintéticos anidaban el miedo, la desconfianza y la falta de razón. Y también se sentía masculinizada, preservatizada una y otra vez: a salvo, sí, y acaso algo confusa. Pero allí el látex era necesario. Una protección contra salpicaduras de sangre o pus y contra los entes víricos en ellas encerrados, parásitos submicroscópicos envueltos por su capa de proteína socialista soviética.

Las monjas descendieron de la furgoneta y se aproximaron al edificio.

Cierto número de plantas albergaban ocupas. A Edgar no le hacía falta verlos para saber quiénes eran. Eran una sociedad de indigentes que subsistían sin calefacción, luz o electricidad. Eran familias nucleares, con sus juguetes y sus mascotas, drogotas que merodeaban por las noches calzados con los Reeboks de otros ya muertos. Sabía quiénes eran por asimilación, por la ingestión de los mensajes que atestaban las calles. Eran cazadores y recolectores, recicladores de latas, gentes que atravesaban los vagones de metro a trompicones con tazas de cartón. Y busconas que tomaban el sol en los terrados cuando hacía buen tiempo y hombres con órdenes vigentes de busca y captura por imprudencia temeraria y omisión del deber de socorro. Y había voceadores del Espíritu, lo sabía a ciencia cierta: una banda de carismáticos que sollozaban y brincaban en el piso de arriba, mascullando palabras y palabros, curando puñaladas con oraciones.

Ismael tenía su cuartel general en el tercer piso, y las monjas se apresuraron escaleras arriba. Gracie tenía la tendencia de volver innecesariamente la mirada hacia la monja de más edad, a quien le dolían sus partes móviles pero sin que por ello se retrasara, arrastrando el susurro de sus hábitos a través de la escalera.

—Agujas en el rellano —previno Gracie.

Atenta a las agujas, sortea las agujas, esos diestros instrumentos de autodesprecio. Gracie no lograba entender por qué los adictos no se aseguraban de utilizar una aguja limpia. Aquella costumbre hacía que se le inflamaran los carrillos de ira. Pero Edgar pensaba en la seducción del riesgo crítico, el mordisqueo afectuoso de esa daga fina como una libélula. Si sabes que no vales nada, tan sólo el coqueteo con la muerte es capaz de satisfacer tu vanidad.

Gracie llamó a la puerta con los nudillos.

—No te acerques demasiado a él —dijo Edgar.

—¿A quién?

—A Ismael.

—¿Por qué?

—Está enfermo.

—Le vi hace tres días. Estuve aquí. Usted no, hermana. ¿Cómo sabe que está enfermo?

—Lo percibo.

—Está bien. Está perfectamente —dijo Gracie.

—Llevo percibiéndolo hace ya algún tiempo.

—¿Qué percibe?

—Sida —dijo Edgar.

Gracie estudió a la anciana Edgar. Posó la mirada en los guantes de látex. Contempló el rostro de la monja, de rasgos enfáticos, de ojos brillantes como los de un pájaro. La miró, pensó y no dijo nada.

Uno de los chicos abrió la puerta: pestillos, cerrojos, barras.

Ismael aguardaba descalzo sobre la tarima polvorienta vestido con unos viejos chinos arrollados a la altura de las pantorrillas y una camisa de loros por fuera del cinturón. Fumaba un cigarro colosal y parecía un isleño feliz chapoteando despreocupadamente en la playa.

—¿Qué tenéis para mí, hermanas?

Edgar pensó que era bastante joven a pesar de su aire veterano, acaso anduviera a mediados de la treintena: una barba rala y una sonrisa dulce complicada por unos dientes estropeados. Los miembros de su equipo yacían por la habitación sentados en sofás robados, sillas improvisadas, fumando y hojeando tebeos. Demasiado jóvenes para lo primero, demasiado viejos para lo segundo. Supo en el fondo de su corazón que tenía sida.

Gracie le alargó una lista de coches que habían avistado a lo largo de los últimos dos días. Detallaba la hora y el lugar, el tipo de vehículo, el estado del mismo.

Dijo él:

—Hacéis un buen trabajo. Si el resto de mi gente se lo hiciera así, a estas alturas seríamos ya los amos del planeta.

Edgar se mantenía a distancia, por supuesto. Contemplaba a los presentes, siete chiquillos, cuatro muchachas. Pintadas, analfabetismo, hurtos de poca monta. Hablaban en un inglés incompleto, suave y amortiguado, falto de sufijos, y sintió el deseo de encajar alguna que otra «g» bien sonora al final de sus gerundios.

—No os pago hoy, ¿vale? Estoy haciendo unas cosas para las que necesito capital.

—¿Qué cosas? —dijo Gracie.

Retrovirus en el torrente sanguíneo, acrónimos que flotaban en el aire. Edgar conocía el significado de todas las siglas. AZidoThymidine. Virus de Inmunodeficiencia Humana. Síndrome de InmunoDeficiencia Adquirida. Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti. Sí, el KGB formaba parte de la creciente plaga, del estallido celular de realidad que hay que destilar y definir con iniciales para que pueda ser visto.

—Estoy proyectando traer luz y electricidad. Y un cable pirata para ver a los Knicks.

Allí, en el Muro, mucha gente creía que el gobierno estaba esparciendo el virus, nuestro Gobierno. Pero a Edgar no la engañaban. Tras aquella operación de falsa propaganda estaba el KGB. Y el KGB era el responsable de la enfermedad misma, un producto de la guerra bacteriológica: fabricándola, diseminándola a través de redes de agentes a sueldo.

Edgar había dejado de hablar de aquellas cosas con Gracie, que solía hacer girar los ojos en las órbitas con tal fuerza que parecía un personaje de ciencia ficción.

Edgar miró por una ventana y vio a alguien que se movía entre los álamos y ailantos en la parte más frondosa de los solares de escombros. Una muchacha vestida con un jersey demasiado grande para ella y unos pantalones a rayas que hurgaba entre la maleza, acaso en busca de algo que comer o que ponerse. Edgar la observó; era una chavala flacucha dotada de una suerte de inteligencia feral, de seguridad en sus ademanes y sus pasos: su aspecto era de no haber dormido, pero se mostraba alerta; no parecía haberse lavado pero su apariencia era de hallarse curiosamente limpia, con una limpieza terrosa, hambrienta y veloz. Algo había en ella que fascinaba a la religiosa, un cierto encanto, una sensación de algo delicioso y nutritivo.

Hizo un gesto a Gracie. Pero, justo en ese momento, la muchacha se deslizó al interior de un laberinto de coches abandonados, y para cuando Gracie alcanzó la ventana apenas era un indicio, perdida entre las últimas ruinas de un viejo parque de bomberos.

—¿Quién es esa chica —dijo Gracie— que vagabundea por los solares evitando a la gente?

Ismael paseó la mirada por su equipo, y uno de ellos habló, un chaval canijo vestido con vaqueros decorados con aerosol, de piel oscura, sin camisa.

—Esmeralda. Nadie sabe dónde está su madre.

Gracie dijo:

—¿Podéis encontrarla y luego informar al hermano Mike?

—Esa piba es muy rápida.

Un murmullo de asentimiento.

—Será una chiflada que se ha escapado, esa chica.

Las cabezas asentían por encima de los tebeos.

—¿Por qué se marchó su madre?

—Sería una adicta. Ya sabe cómo son, imprevisibles.

Curtidos por la calle, aquellos chicos. Ni casa, ni escuela. Edgar hubiera querido meterles en una habitación con una pizarra y a continuación llenarles la cabeza de ortografía y puntuación. Adiestrarles en las enseñanzas del catecismo de Baltimore. Verdadero o falso, sí o no, rellenad los espacios en blanco.

Ismael dijo:

—Igual vuelve la madre. Porque le remuerde la conciencia. Pero lo cierto es que hay chavales que están mejor sin sus padres y sin sus madres. Porque sus padres y sus madres ponen en peligro su seguridad.

—Atrapadla y no la dejéis marchar —dijo Gracie, dirigiéndose a todo el equipo—. Es demasiado joven para andar por ahí sola. Según el hermano Mike, tiene doce años.

—Doce años no es tan joven —dijo Ismael—. Uno de mis mejores escritores, uno que se dedica al estilo libre, tiene once o doce años, Juano. Suelo enviarle colgado de una cuerda a hacer las letras más complicadas.

Edgar había oído hablar de la carrera inicial de Ismael como maestro del grafito, como leyenda de la pintura en aerosol. Casi veinte años atrás, había sido él el odiado Moonman 157, y luego había contado a las monjas cómo había pintado vagones de metro por toda la ciudad, señalando todas las líneas con su firma. Edgar opinaba que era entonces cuando debía de haber comenzado a practicar el sexo con varones, en su adolescencia, en los túneles. Lo detectaba en los espacios de su voz.

—¿Cuándo nos darás nuestro dinero? —dijo Gracie.

Ismael seguía allí, tosiendo, y Edgar retrocedió hasta la pared del fondo. Sabía que hubiera debido mostrar más caridad hacia aquel hombre. Pero no pensaba ponerse sentimental con enfermedades mortales de por medio. La muerte no era sino una versión extendida del Miércoles de Ceniza. Tenía la intención de llegar a su propio fin con los sentidos intactos, para captarlo, para finalmente conocerlo, para abrirse al misterio que otros confunden con algo grotesco e inefable.

En el Muro, la gente solía decir: Cuando el infierno esté lleno, los muertos caminarán por las calles.

Estaba sucediendo algo más pronto de lo previsto.

—La próxima vez tendré algo de dinero —dijo Ismael—. Apenas saco nada de esos coches. Mis márgenes son absolutamente mínimos. Estoy pensando en expandirme fuera del país. Que nadie se sorprenda si mi chatarra acaba llegando al Norte, ya sabes, de Corea.

Gracie solía bromear al respecto. Pero no se trataba de algo que Edgar pudiera tomar a la ligera. Edgar era una monja de la guerra fría que en cierta ocasión había llegado a forrar las paredes de su celda con papel de plata como protección contra la lluvia radiactiva. La invasión furtiva, profunda y sigilosa. Lo que no le impedía pensar que una guerra hubiera sido emocionante. A menudo imaginaba la explosión, incluso ahora que la URSS se había desmoronado alfabéticamente, sus masivas iniciales derribadas como estatuas cirílicas.

Bajaron hasta la furgoneta, las monjas y cinco chavales, y se dispusieron a distribuir la comida empezando por los casos más graves de los barrios adyacentes al Muro.

Montaron en los ascensores y recorrieron los largos pasillos. Vidas anónimas en todas aquellas habitaciones prefabricadas. La hermana Grace opinaba que la prueba de la existencia de Dios emanaba del hecho de que no era posible concebir ni remotamente la vida de su más humilde desheredado.

Hablaron con dos mujeres ciegas que vivían juntas y compartían un perro lazarillo.

Vieron a un hombre epiléptico.

Vieron niños con botellas de oxígeno junto a las camas.

Vieron a una mujer en una silla de ruedas que llevaba una camiseta en la que podía leerse A la Mierda Nueva York. Gracie dijo que posteriormente cambiaría los alimentos que le llevaban por heroína, por la más repugnante mierda callejera disponible. Los miembros del equipo contemplaban todo aquello, irritados. Gracie apretó la mandíbula, aguzó sus pálidos ojos y alargó las provisiones. Comenzaron a discutir al respecto, la hermana Grace contra todos los demás. Ni siquiera la mujer de la silla de ruedas opinaba que se mereciera aquella comida.

Hablaron con un canceroso que intentó besar las manos de látex de la hermana Edgar, quien retrocedió velozmente hacia la puerta.

Vieron cinco niños de corta edad al cuidado de una chiquilla de diez años, todos ellos arremolinados sobre una cama junto a la que había una cuna con dos bebés.

Avanzaron por los pasillos en fila india, con una monja abriendo la marcha y otra cerrándola, y Edgar pensó en todos los niños del limbo, sin bautizar, bebés que flotaban en la frontera del infierno, bebés frustrados por el aborto, una nube cósmica de fetos apenas esbozados que flotaban en los anillos de Saturno, y en los niños nacidos sin mecanismos inmunológicos, niños burbuja criados por ordenador, niños que ya nacían adictos: los veía constantemente, recién nacidos de kilo y medio adictos al crack que parecían algo sacado del folklore rural.

Mientras distribuían la comida, Edgar casi no hablaba. Gracie hablaba. Gracie aconsejaba. Edgar no era otra cosa que una presencia, un aura uniformada con los colores oficiales, blanco y negro.

Recorrieron los pasillos, tres chicos y dos chicas que formaban un todo con las monjas, una única figura ondulante dotada de numerosas partes móviles, y concluyeron sus entregas en el sótano de un edificio del interior del Muro, un lugar en el que la gente pagaba alquiler por cubículos de contrachapado peores que los calabozos de una prisión.

Vieron a una prostituta cuyos pechos de silicona habían comenzado a perder y se habían desgarrado hasta que por fin, un día, habían estallado regando el rostro del hombre tendido sobre ella con una ducha de polímero. Ahora estaba en paro, viviendo en una habitación del tamaño de una despensa.

Vieron a un hombre que se había arrancado un ojo con un cuchillo porque contenía un símbolo satánico, una estrella de cinco puntas, y Edgar habló con él. Se había arrancado el ojo de la órbita y luego había seccionado los tendones que lo conectaban con un cuchillo. Ella le habló en inglés y comprendió lo que el hombre le decía, aunque él hablaba una lengua, un dialecto, que ninguna de ellas había oído anteriormente… al final, había tirado el ojo por el retrete comunitario situado junto a su cubículo.

Gracie devolvió al equipo a su edificio en el instante en que se detenía un autobús. ¿Qué es esto? ¿Puedes creértelo? Un autocar de turismo pintado con colores de carnaval y un cartel en la ranura situada sobre el parabrisas en el que podía leerse El surrealismo del sur del Bronx. La respiración de Gracie se hizo más intensa. Unos treinta europeos, cámara en ristre, descendieron tímidamente a la acera frente a las tiendas precintadas y las fábricas cerradas para contemplar, al otro lado de la calle, el edificio semiderruido que se alzaba a media distancia.

Gracie casi enloqueció de furia. Sacó la cabeza de la furgoneta para gritar: «No es surrealismo. Es realismo, es realismo. Vuestro autocar sí que es surrealista. Vosotros sois surrealistas».

Pasó un monje, montado en una bicicleta destartalada. Los turistas le observaron mientras pedaleaba calle arriba. Escucharon los gritos que les dirigía Gracie. Vieron a un hombre que se acercaba, cargado con los molinillos a pilas que vendía, paletas de colores brillantes sujetas a un palo: un sujeto negro de edad avanzada tocado con un birrete amarillo. Contemplaron la jungla de ailantos, y el ruinoso montículo de coches destrozados, y los seis pisos de la fachada con sus ángeles pintados y las serpentinas que ondeaban sobre sus cabezas nimbadas.

Gracie gritaba: «Bruselas es surrealista. Milán es surrealista. Esto es real. El Bronx es real».

Un turista compró un molinillo y retornó al autocar. Gracie arrancó, aún mascullando entre dientes. En Europa, las monjas llevan sombreros de teja que recuerdan los voladizos de un chalé de playa. Eso sí que es surrealista, pensó. No lejos del Muro iba organizándose un atasco de tráfico. Las dos mujeres se dispusieron a esperar. Observaron a los niños que regresaban a sus casas desde el colegio, comiendo helados de coco. Sobre la acera, dos mesas: en una de ellas, condones gratuitos; en la otra, jeringuillas gratuitas.

—Admito que sea gay. Pero eso no significa que tenga sida.

La hermana Edgar no dijo nada.

—De acuerdo, esta zona es un desastre en lo que se refiere al sida. Pero Ismael es un tipo listo, previsor, cuidadoso.

La hermana Edgar desvió la mirada por la ventanilla.

Un clamor elevándose en torno a ellas, bocinazos fatigados y sirenas de policía y el gran rugido sáurico de las sirenas de los coches de bomberos.

—Hermana, a veces me pregunto por qué aguanta usted todo esto —dijo Gracie—. Se ha ganado el derecho a disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Podría vivir usted en el campo y realizar labores de desarrollo para la orden. Cómo me gustaría a mí sentarme en la rosaleda con una novela de misterio y el viejo Pepper enroscado a mis pies.

El viejo Pepper era el gato de la casa principal, lejos de la ciudad. «Podría bajar al estanque a merendar».

Edgar mantenía una amarga sonrisa interior que flotaba en algún lugar próximo a su paladar. No ansiaba vivir en el campo. Allí residía la realidad de este mundo, allí mismo; aquello era el hogar de su alma, de su propio ser: se veía a sí misma, como una chiquilla cagueta obligada a enfrentarse a los auténticos horrores de la calle para curar la destrucción latente que anidaba en su interior. ¿Dónde podía llevar a cabo su labor sino bajo el intrépido y enloquecido muro de Ismael Muñoz?

De repente, Gracie bajó de la furgoneta. Se quitó el cinturón, salió de la furgoneta y echó a correr calle abajo. La portezuela quedó abierta. Edgar lo comprendió de inmediato. Se volvió y vio a la muchacha, Esmeralda, media manzana por delante de Gracie, corriendo en dirección al Muro. Gracie avanzaba entre los coches con sus toscos zapatos y su falda anacrónica. Siguió a la chiquilla hasta doblar una esquina junto a la que se había detenido el autocar, inmovilizado por el tráfico. Los turistas contemplaban a las figuras que corrían. Edgar podía distinguir sus cabezas volviéndose al unísono, los molinillos que giraban tras las ventanillas.

Todos los sonidos se fundían bajo el cielo mortecino.

Creyó entender a los turistas. Viajas a algún lugar no en busca de museos o puestas de sol, sino de ruinas, de terrenos bombardeados, del recuerdo, ya cubierto por el musgo, de torturas y guerras. A eso de una manzana y media de distancia se agrupaban vehículos de emergencia. Vio obreros que abrían las tapas de alcantarilla que daban acceso a los túneles del metro, rodeados por columnas de humo pálido, y supo que debía pronunciar una oración rápida, realizar un acto de esperanza, tres años de indulgencia, pero se limitó a observar y a esperar. Entonces, comenzaron a emerger cabezas y torsos indistintamente, gente que salía al aire con las mandíbulas desencajadas por jadeos frenéticos.

Un cortocircuito, un incendio en el metro.

Por el espejo retrovisor alcanzó a ver a los turistas bajando del autocar y avanzando a lo largo de la calle, listos para tomar fotografías. Y a los escolares que pasaban por allí, apenas interesados en la escena: todas las noches oían constantes tiroteos junto a sus ventanas, muertes intercambiables entre la televisión y la calle. ¿Qué sabía ella, una anciana que aún comía pescado los viernes, que allí ya comenzaba a sentirse inútil, infinitamente menos valiosa que la hermana Grace? Gracie era un soldado, un guerrero defensor de los valores humanos. Edgar era básicamente un hombre de Harrelson novato que protegía un conjunto de leyes y prohibiciones.

Tenía el corazón de un cuervo, pequeño y obstinado.

Escuchó el ulular de los coches de policía, latiendo en el tráfico inmóvil, y vio a un centenar de pasajeros del metro que salían de los túneles acompañados por obreros protegidos por chaquetones ignífugos, y vio a los turistas sacando sus fotos, y pensó en el viaje que había realizado a Roma muchos años atrás, un viaje de estudio y de renovación espiritual en el que su cuerpo había oscilado bajo las grandes bóvedas y durante el que había recorrido las catacumbas y los sótanos de las iglesias. En eso pensó mientras los pasajeros salían a la calle, en la vez que había estado en una capilla subterránea de cierta iglesia capuchina sin poder apartar la vista de los esqueletos allí apilados, imaginando a los monjes cuya carne había decorado en su día aquellos metatarsos y fémures y cráneos, incontables cráneos amontonados en celdas y hornacinas, y recordó haber pensado con un sentimiento de venganza que aquéllos eran los muertos que habrían de salir de las entrañas de la tierra para azotar y atormentar a los vivos, para castigar los pecados de los vivos… la muerte, sí, triunfante.

Pero ¿acaso quiere seguir creyendo eso?

Al cabo de un rato, Gracie se introdujo en el asiento del conductor, desengañada y con el rostro enrojecido.

—He estado a punto de atraparla. Nos metimos en la zona más enrevesada de los solares y en ese momento me distraje, me asusté horriblemente, la verdad, por una bandada de murciélagos, no podía creerlo, de murciélagos auténticos, ya sabe, los únicos mamíferos voladores que existen en la tierra…

Agitó los dedos con un irónico movimiento de aleteo.

—Salieron en torbellino de un cráter lleno de bolsas de basura de color rojo. Desechos de hospital, desechos de laboratorio.

—Prefiero no oírlo.

—Cientos de ratones blancos muertos, con los cuerpos rígidos y aplastados. Hubieran podido barajarse como si fueran naipes.

—Los coches comienzan a avanzar —dijo la hermana Edgar.

—¿Alguna vez se ha preguntado qué pasa con las extremidades amputadas después de que las corte el cirujano? Acaban en el Muro. Abandonadas en un solar o quemadas en el incinerador de basuras.

—Conduzca.

—Y Esmeralda vaya usted a saber dónde está, entre todos esos hierbajos y esos coches desguazados. Me apuesto lo que sea a que está viviendo en un coche —dijo Gracie.

—Estará perfectamente.

—No, no estará perfectamente.

—Puede cuidar de sí misma.

—Más pronto o más tarde —dijo Gracie.

—Es rápida. Está bien dotada. Estará perfectamente.

Gracie la miró, siguió conduciendo y volvió a mirarla, escuchando el traqueteo del motor, sin decir nada. Edgar era célebre por no adoptar nunca posturas optimistas. Quizá aquello la preocupaba un poco.

Y aquella noche, bajo la primera y picante oleada de sueño, Edgar volvió a ver a los pasajeros del metro, varones adultos, mujeres en edad fértil, rescatados todos ellos de los túneles humeantes, a tientas por las pasarelas, ascendiendo por escaleras empotradas hasta la calle… padres y madres, progenitores perdidos y luego hallados y reunidos, aferrados e izados por la camisa, guiados hasta la superficie por pequeñas figuras sin rostro equipadas con alas fosforescentes.

Semanas después, Edgar recogió un ejemplar de Time cuando salía del refectorio y la vio ahí, una enorme fotografía en color de una mujer canosa sentada en una butaca de director bajo las viejas y, ajadas alas de un bombardero de la Fuerza Aérea. Y reconoció el nombre, Klara Sax, porque reconocía todo, porque la gente le susurraba nombres, porque percibía rumores de información en los polvorientos pasillos del convento o en el almacén del colegio, olorosos a viruta de lapicero y a cuadernos de composición, porque experimentaba una oscura sabiduría en el humo del oscilante incensario del sacerdote, porque las cosas se le definían mediante el crujido de viejas tarimas y el olor de la ropa, de un húmedo abrigo para caballero fabricado con piel de camello, porque se impregnaba de las Noticias, los Rumores y las Catástrofes a través de los inmaculados poros de algodón de su hábito y su velo.

Todos los contactos intactos. La mujer que en otro tiempo se había casado con un vecino de la localidad. El hombre que era tutor de ajedrez y que había enseñado a uno de los antiguos alumnos de la propia Edgar. El muchacho que llevaba la corbata invariablemente torcida, Matthew Aloysius Shay, las uñas mordidas hasta la raíz, uno de sus chavales más listos, de padre desaparecido.

Sabía cosas, sí, ajedrez, todos esos sedimentos de astucia eslava, continuas añagazas y estrategias. Sabía que Bobby Fischer se había hecho retirar todos los empastes de las muelas cuando jugó contra Boris Spassky en 1972 —y a sus ojos era perfectamente lógico— de tal modo que el KGB no pudiera controlarle mediante el envío de señales a la pasta que rellenaba sus molares.

Depositó la revista en su armario junto con las viejas publicaciones para fans que había dejado de leer hacía ya décadas, cuando perdió la confianza en las estrellas de cine.

La fe de la sospecha y la irrealidad. La fe que sustituye a Dios por radiactividad, el poder de las partículas alfa y los infalibles sistemas que las modelan, los interminables eslabones encajados entre sí.

Aquella noche, inclinada sobre la palangana de su habitación, limpió un estropajo de níquel con desinfectante. Luego, lo utilizó para frotar un cepillo de metal, cerda por cerda. Pero no había purificado el desinfectante original con nada más poderoso que el propio desinfectante. No lo había hecho porque la regresión hubiera sido infinita. Y la regresión hubiera sido infinita porque así se llama: regresión infinita. Uno alcanza a ver cómo el miedo rebasa las molestas extrusiones de la materia para alcanzar esos espacios elevados en los que las palabras juegan consigo mismas.

Limpió y rezó.

Pronunciaba sencillas oraciones mientras trabajaba, simples plegarias piadosas llamadas jaculatorias que conllevaban indulgencias integradas más por días que por años.

Rezó y pensó.

Se acostó y, allí tendida, despierta, pensó en Esmeralda. La habían visto ya unas cuantas veces, pero no habían sido capaces de atraparla. Ni Gracie, ni los monjes, ni los rápidos escritores del equipo de Ismael. Y la sensación de seguridad que Edgar experimentaba al pensar en ella iba tornándose menos convencida.

Agradecía cada hálito de información que recibía, y más aún si albergaba un contenido inquietante, pero esta vez la aprensión la sacudía poderosamente. Percibía algo allí fuera, en el Muro, un peligro confuso y cambiante que acechaba a la chiquilla en su ágil tránsito a través de chasis de automóviles y extremidades humanas desechadas y hectáreas de basura sin recoger.

Madre de Misericordia, ora por nosotros. Trescientos días.