¿Cuán profundo es el tiempo? ¿Hasta qué punto habremos de internarnos en la vida de la materia para comprender qué es el tiempo?
Mi viejo profesor de Ciencias, Bronzini, avanzaba a través de la nieve con pereza, arrastrando alegremente los pies, la cabeza baja, su caja de puros sujeta bajo el brazo: las tijeras, los peines, la maquinilla eléctrica para repasarle el cuello a Eddie.
Nos abalanzamos hacia el espacio, desafiamos al espacio, definimos la ventana de lanzamiento y despegamos, rodeamos el planeta en un abrir y cerrar de ojos. Pero el tiempo nos ata al envejecimiento de la carne. Tampoco es que le importara envejecer. Pero a modo de argumento, a nivel simplemente teórico, se preguntaba qué aprenderíamos al profundizar en estructuras subyacentes al modelo estándar, inferiores al quantum, mil millones de millones de veces más pequeñas que el viejo átomo de los griegos.
Caía la nieve, enormes copos con puntas de estrella, plumosamente húmedos sobre sus pestañas, adheridos y esfumados, y alzó la mirada para contemplar los coches estacionados, encogidos y estupefactos, sin nada que se moviera en las calles, nieve sobre el dorso de su mano… que toca la piel y desaparece.
Ascendió las escaleras hasta el apartamento de Eddie y llamó al timbre. No oyó una campanada ni un zumbido, ni un gemido de sierra mecánica. Golpeó con los nudillos la plancha de metal que cubría la puerta y oyó aproximarse a Mercedes por el golpeteo de sus zapatos.
Abrió la puerta, llamando a Eddie:
—En la vida te imaginarías quién es.
Bronzini le alargó la caja de puros, García y Vega, puros finos desde 1882. Se quitó la gorra a cuadros y se la dio. Se desembarazó del viejo abrigo con cinturón que había comprado a tan buen precio en decomisos, adonde va uno para beneficiarse de los descuentos de fábrica, para comprar trajes y vestidos ilegalmente importados, jerséis confiscados por error: pensaban que se trataba de cigarrillos. Le entregó el abrigo. Agitó los dedos para mostrar la ausencia de guantes. Luego, se inclinó para desabrocharse los chanclos y se los quitó, algo mareado por el cambio de postura.
—Mira, Eddie: lleva zapatillas debajo de las botas. Este hombre es increíble.
Besó a la mujer y al abrigo y se internó en la sala de estar frotándose las manos como un hombre que atravesara una alfombra persa en dirección a una hoguera de ramas de abedul y a una copa de costoso brandy. Eddie le aguardaba allí, sentado, el auténtico Eddie Robles que habitaba dentro del impostor, dentro de ese parecido hechizado, artrítico, enfisematoso, con venas ulcerosas en las piernas, más o menos jubilado de todo.
—Me desperté esta mañana y lo supe —dijo Bronzini.
—Lo supiste.
—Es hora de cortarle el pelo a Eddie.
—En medio de una ventisca. Te levantaste pero no miraste por la ventana.
—Es una nevada suave. A la antigua. Deberías salir a dar un paseo.
—Un paseo —dijo Eddie—. ¿Tienes idea de lo que estás diciendo? Siéntate, me estás poniendo nervioso.
—No puedo cortarte el pelo si estoy sentado. ¿Dónde están mis trastos de matar?
—Debería cortártelo yo a ti. Tú eres quien necesita un corte de pelo. Deberías ir por ahí con un violín, Albert.
—Ya nunca quieres jugar al ajedrez conmigo. No queda nadie en el mundo a quien pueda ganar al ajedrez, a quien pueda darle una paliza de las que te doy a ti. Así que tienes que acoplarte a los movimientos del peluquero. Es una nevada maravillosa, de las de antaño. Por cierto, Mercedes. ¿Dónde está Mercedes? No os funciona el timbre.
Bebieron chocolate caliente, allí sentados. Lo que Albert deseaba era un trago de matarratas de una botella de importación. Imaginó la cálida y picante punzada de un sorbo de escocés. Durable, eso era lo bueno que tenía. Te pegaba y duraba. El presidente, bajo los efectos del escocés, te revelaba los rumores de una absorción. La cuña que clavas tras una rueda para que un vehículo no salga rodando. Eso es un escocés. Y lo mismo es una línea trazada en el suelo, como en la rayuela, pensó.
—El timbre. ¿Sólo el timbre? —dijo Mercedes.
—Y el ascensor, por supuesto. Pero lo del ascensor ya lo sabemos.
—¿Sabes lo de la escayola? —dijo ella—. Tengo que meter papeles de periódico entre las grietas. Algún día descubrirán este lugar y sabrán exactamente cuándo empezaron los problemas: por los periódicos.
—Dale un respiro al pobre hombre —dijo Eddie—. Habla de otra cosa.
—Mi propio ascensor, eso sí que es un problema —dijo Bronzini—. Se rompe cada dos por tres.
—¿Cuatro pisos?
—Cinco pisos.
—Dale un respiro al pobre hombre —dijo Eddie.
—¿Cinco pisos con ese corazón?
—Habla de otra cosa.
Mercedes era gruesa, amiga de ademanes, oscilante en su silla, gesticulante, pero sabía cuidar al débil Eddie, el impostor, el hombre dolorido y anquilosado y jadeante. El viejo Eddie de los túneles era un hombre robusto que vendía fichas en una cabina bajo esa luz cinematográficamente mortecina de aire viciado y trenes traqueteantes, inmune al infernal estruendo del expreso, y ella le cuidaba ahora con un afecto experto, con sabiduría y autoridad, y cuando se enfadaba por algo Albert experimentaba deseos de ocultarse, porque era un cobarde ante la emoción desnuda, ante las cosas enfrentadas directamente y cara a cara.
—Han puesto las alambradas para protegernos de los traficantes. Pero ¿qué hay del agua cuando llueve? Entra por todas partes. No quiero que se acabe el invierno. Prefiero pasar frío. Prefiero meter periódicos por las rendijas. Porque cuando se derrita la nieve…
—El hombre está feliz. Dale un respiro —dijo Eddie.
La mujer fue a buscar una silla de la cocina para que se sentara Eddie. Cogió la caja de puros, la puso sobre la mesa y la abrió. Se marchó y volvió con una toalla de baño que extendió sobre el torso de su esposo hasta las rodillas. Le ató las dos esquinas superiores en torno al cuello, sin apretar mucho, y a continuación miró a Albert, quien compartía su satisfacción ante todas las cuestiones colaterales, ante la agitación de los preparativos, cruciales para el asunto del corte de pelo.
Albert sacó los instrumentos de la caja de puros. Los dispuso sobre la mesa, separados unos centímetros entre sí. El pequeño peine negro de goma, gradualmente estrechado para las patillas. El peine de carey con mango y tres dientes rotos, conocido como peine de rastrillo. Las preciosas tijeras, fabricadas en Italia, una posesión familiar que se remontaba a generaciones, una de esas cosas que aparecen entre los efectos personales de los muertos y que de repente nos parecen nuevas, como un tesoro cotidiano, con un peciolo de filigrana y una espuela en uno de los orificios y una prolongación curvada para sostener el dedo medio. Introduces el índice en el orificio y apoyas el medio sobre el apéndice diseñado al efecto. ¿Qué más? La brocha de afeitar, innecesaria. Las tijeras para la nariz, que se arregle él la nariz. La maquinilla eléctrica, negra y pesada, Elk Grove, Illinois, la cuchilla aún ligeramente salpicada de pelillos de Eddie, cortados seis semanas antes. ¿Qué más? Un tubo de aceite lubricante para la maquinilla. Un cepillo barato de cerdas finas.
No tenía ni idea de cortar el pelo. Se lo había cortado a Eddie ya unas cuantas veces, pero aún no había establecido un método. Se detenía a menudo para estudiar el resultado, cortando un poquito, dando un paso atrás. Mercedes no se quedaba a mirar. Trabajaba lentamente, cortando poco a poco. La idea consistía en trasladar el pelo del individuo desde la cabeza al suelo. Mercedes no parecía pensar que aquello fuera algo que ella tuviera que contemplar.
—Tienen una cosa nueva, no sé si te has enterado —dijo Eddie—. Lo llaman sepulturas espaciales.
—Con oírlo ya me gusta.
—Mandan tus cenizas al espacio.
—Apúntame —dijo Bronzini.
—Tienen varias órbitas entre las que puedes elegir. Hay una que gira en torno al ecuador. Ésa es una. La tierra gira y tú giras. No tú, sino tus cenizas.
—¿Tienen lista de espera?
—Tienen lista de espera. Lo vi en las noticias. Más la prima de lanzamiento. Eso está muy lejos.
—En las profundidades del espacio.
—Muy, muy lejos. Tú y las estrellas.
—Pero no subes solo.
—Subes con algo así como otras setecientas cenizas en el mismo lanzamiento. Seres humanos y sus animales. Si llamas a la compañía, te ponen en la lista.
—¿Y si ya estás muerto?
—Llaman tus hijos. Llama tu abogado. Lo importante es cuánto pesan tus cenizas. Porque esto te cuesta… adivina.
—No sabría adivinarlo.
—Adivina —dijo Eddie.
—Tendrás que decírmelo tú.
—Diez mil dólares por libra.
Eddie pronunció aquella frase con una irrevocabilidad en la que se adivinaba cierto placer torvo.
—Una libra. ¿Cuánto pesamos, en cenizas, cuando nos morimos? —dijo Albert—. Creo que suena razonable.
—Crees que suena razonable. Pues me echas a perder la historia.
—Una libra de cenizas, Eddie. Eso podría ser toda una familia. Por una sepultura espacial. Conservados para siempre.
—Me echas a perder la historia —dijo él.
Albert recurrió al peine de rastrillo para trabajar la parte superior de la cabeza de su amigo. Peinaba con movimientos alargados, dejando que el cabello se aposentara y peinándolo de nuevo. Le encantaba aquella labor. Allí arriba casi no empleaba las tijeras, porque un error podría notarse. Movía el peine suavemente a través de los ralos cabellos de Eddie. Levantaba el pelo y lo dejaba caer de nuevo. Mercedes escuchaba la radio en la cocina, preparando la cena o quizá la comida. Albert, últimamente, se mostraba impreciso al referirse al tiempo. Un latido, un pulso, el golpeteo de un pie. Eso era el tiempo discernible. Alzó el cabello y lo dejó caer.
—Echas de menos la taquilla, Eddie.
—Me gustaba mi trabajo.
—Sé que te gustaba.
—Todos esos años y ni una sola vez.
—Nunca te robaron.
—Ni siquiera lo intentaron —dijo.
He ahí el genio de Nueva York. Eddie Robles con un tablero de ajedrez en miniatura practicando movimientos a las dos de la madrugada en su taquilla, y no crean que no había personas que pegaban la nariz a la ranura y le desafiaban a una partida, y no piensen que no se la disputaba, porque lo hacía, desde detrás de cinco capas de vidrio antibalas, con los trenes desfilando en medio de la noche.
—Nunca pensé hoy es el día en que me van a atracar. Nunca tuve ese pensamiento. Y nunca ocurrió. Una vez me vomitó una mujer en la ranura. El peor incidente que he tenido personalmente. Nunca pensé en qué haría si intentaban robarme. Tenía la psicología de que si te preparas, te ocurre. Puso las manos en la repisa y ahí lo soltó todo.
—¿En mitad de la noche?
—Ella y yo solos. Si tienes que vomitar, ¿por qué no lo haces sobre las vías? Ella y yo solos en la estación, y me lo suelta justo encima como si la ranura de las monedas estuviera ahí puesta para eso.
Enchufó la maquinilla y atacó la nuca de Eddie. Se internó por debajo de la toalla y del cuello de la camisa y le cortó los cabellos que surgían desde los hombros. Le despejó la nuca por completo y luego le pasó el cepillo y le pidió a Mercedes que trajera polvos de talco, lo único que no llevaba en la caja de puros, mientras anotaba mentalmente proveerse de ellos en el futuro.
Sepultura espacial. Pensó en las estelas de aquel día azul sobre el océano, dos años atrás si es que era entonces cuando había ocurrido: cómo los motores se desprendieron para colgar aquella terrible Y en el aire inmóvil. El vapor se mantuvo intacto durante algún tiempo, con los astronautas precipitándose al mar pero también todavía allá arriba, enterrados en un humo congelado, y permaneció tendido en la noche viendo el profundo firmamento del Atlántico y pensando que aquella muerte era vertiginosa y limpia, algo exaltado, una transmutación del cuerpo atribulado en vapor y llamas, allá arriba, sobre el mundo, como un monograma, la Y de young, de morir joven.
No estaba seguro de que la gente quisiera ver eso. De que quisiera ver cómo fallan los sistemas o el sufrimiento humano. Pero la belleza, la elevada fe del espacio, ¿cómo podían tales cualidades estar vinculadas con la muerte? Siete hombres y mujeres. Su belleza y la nuestra, reveladas en una misión fracasada que no habíamos visto a lo largo de un centenar de triunfos. La apoteosis. Sí, eran como dioses, transformados por aquellas estelas de pluma de cisne en la única clase de dioses que estaba dispuesto a reconocer, poéticos y efímeros. Halló aquella experiencia aún más profunda que la del primer paseo lunar. Aquello había sido emocionante pero también un poco walkie-talkie, con movimientos fantasmales, que parecían computarizados, y nunca había sido capaz de liberarse de las sospechas de la elite paranoica, de los viejos y encanecidos gurkas del cuerpo, de que el asunto había sido un montaje escenificado en un rancho cerca de Las Vegas.
Al llegar la primavera, aún estaban allí, Albert y Laura. ¿Cómo era posible que su hermana no hubiera caído presa de alguna enfermedad calamitosa? Te quedas ahí sentado, dejas que tu cuerpo se debilite y se relaje, no caminas, no ves gente, no te relacionas, ni percibes el flujo sanguíneo de un interés inquisitivo.
Pero agradecía su presencia. Siempre había habido una mujer próxima a él, al menos una, una mujer o una muchacha, compartiendo el cuarto de baño, la cocina, la cama hacía ya mucho tiempo. Le hacía falta esa compañía. Las mujeres y su enorgullecimiento del tiempo, su vigoroso sentido del futuro. Se casó con una judía y la amó, pero en el futuro de Klara no estaba incluido él. Él había cuidado de su propia madre, una católica de antigua elocuencia que portaba un escapulario y que se santiguaba y se llevaba el nudillo del pulgar a los labios, y la había amado y visto morir. Educó a su hija para que decidiera su propio destino, para que fuera una persona digna libre de la atadura de los ritos religiosos, y la amaba, ahora vive gran parte del tiempo en Vermont. Y su hermana, entrando y saliendo del pasado pero siempre conociéndole de un modo misterioso, siempre capaz de vislumbrar su corazón desnudo, y la amaba por todos esos motivos tartamudeantes por los que amas a una hermana y porque ella misma había ceñido su vida a unas cuantas observaciones que él encontraba conmovedoras.
Tenía un fonógrafo portátil que en otro tiempo había parecido estilizado y de avanzado diseño. Ahora resultaba feo y achatado, pero seguía reproduciendo música después de todos aquellos años. Encontró el disco que buscaba y bruñó el vinilo con un paño especial y lo depositó sobre el vástago como si fuera una hostia consagrada. Las obras para piano de Saint-Saëns, amables y reflexivas, un cambio de ritmo después del magnífico tormento de las óperas de Bronzini, de esa sensación espectacular que te destroza el juego de té. Se volvió para asegurarse de que Laura estaba allí, carente de forma, en la butaca, la nuca apoyada sobre el reposacabezas hecho a mano, el rostro alzado hacia los acordes. Oprimió el botón y observó cómo se alzaba el brazo y cómo descendía el disco, deslizándose a trompicones hasta el plato. A continuación, el brazo osciló lateralmente y el disco comenzó a girar, y aquella serie de acciones laboriosamente encadenadas, con sus ruidos y sus pausas y sus balanceos, sus absurdas vacilaciones, parecieron situarle en una era mecánica olvidada, en compañía del reloj de péndulo y de los automóviles de arranque manual.
La aguja arrastró unas cuantas notas, pero ya estaba acostumbrado a eso. Permaneció sentado al borde del cuarto, donde podía sentir el sol de la cocina y contemplar el rostro de Laura. La música les unió por el flanco. Pensó que podría penetrar en su ensueño. Podía conocerla, casi conocerla, percibir su inocencia a través de la música, conocer a la muchacha de nuevo, a aquella solterona de doce años que caminaba tras sus padres en la calle, podía reconocerla en el rostro de la sombría hermana mayor, casi estaba allí, la muchacha, en las bolsas y en las verrugas y en el cabello ceniciento. Había un breve instante en una de las piezas, tras un pasaje de tierna rememoración, en el que parecía intervenir algo oscuro, la mano izquierda del solista apremiando el tempo, algo que hizo que ella levantara el brazo, lentamente, en un gesto de semiasombro, pensativo y cargado: había percibido en los bajos un presentimiento que la había sobresaltado. Y esto era la otra cosa que compartían, la tristeza y claridad de la muerte, el tiempo llorado por la música: el modo en que el sonido, las vibraciones conformadas por el golpe de los martillos sobre las cuerdas de alambre les hacía experimentar una peculiar amargura no por cosas particulares sino por el tiempo en sí, por la sensación material de un año o de una era, por las texturas de tiempos no medidos que habían perdido, y la mujer volvió la cabeza, dirigiendo la vista más allá de su mano suspendida en el aire para depositarla sobre algo transparente que él pensó que cabría denominar su vida.
—Tienes que decírmelo, Albert, cuando vayas a salir. Para que pueda saberlo.
—Te lo dije.
—Nunca me lo dices.
—Sí te lo digo.
—No sé si es que te olvidas o cuál es el motivo.
—Te lo diré.
—Si me lo dices, me entero.
—Te lo diré. Me aseguraré de decírtelo.
—Pero a mí se me olvida, ¿verdad?
—A veces, sí.
—Me lo dices y yo me olvido.
—A veces. No tiene importancia.
—Pero tienes que decírmelo.
—Lo haré. Te lo diré.
—Para que pueda saberlo —dijo ella.
Por las mañanas, tomaba el café solo con un chorrito de whisky, un dedo, una lágrima, y con anís en la sobremesa o al caer la tarde, un trago, un chorro de savia de regaliz, y acaso un poquito de whisky antes de retirarse, sin café esta vez, claro está que prohibido por el médico, pero apenas un chispazo, una gota bien medida, la copa más breve de toda la historia del alcoholismo con remordimientos.
—Tienes que decírmelo. Para que lo sepa.
—Te lo diré. Prometido.
—Así puedo saberlo.
—Así puedes saberlo.
—Si me lo dices, me entero.
—Eso es.
—Eso es, ¿verdad?
—Sí, eso es.
—Pero tienes que decírmelo. Es la única manera de saberlo.
Limpió el alféizar de la ventana de polvo, cabellos, cabezas de mosca, trocitos de escayola… diminutas astillas pétreas.
Cuando preparaban la cena juntos, ella golpeaba a Albert en la mano, un cachete jurisdiccional sobre el dorso, cada vez que se interponía en su camino.
Él colocó sus tres pastillas sobre la mesa, junto al plato, bien alineadas para su consumo. Su píldora para el corazón, su píldora para la aerofagia y su píldora para el hígado.
Pasaba más tiempo dentro de casa cuando había gente en los pasillos. Había visto una jeringuilla hipodérmica en el rellano del segundo piso y ahora había gente en los pasillos, gente afanosa e inerte al mismo tiempo, afanosos en la mirada pero también físicamente muertos, apenas capaces de arrastrar una mano por el aire. Cuando deje de llover, pensó, se irán al parque o a los solares vacíos. Y el ascensor estaba atascado entre dos pisos, de modo que más le valía no abandonar el apartamento en cualquier caso, ya que no era una buena idea ponerse a subir escaleras.
Le retiró las gafas del rostro, las limpió con una servilleta de papel y volvió a colocárselas.
Y cuando salió estaban en el escalón de acceso, mascullando algo que sonaba como Wall Street, hasta que Albert dedujo finalmente que debía de tratarse de alguna variedad de heroína a la sazón en venta, Wall Street, Wall Street, y podía oírles en los pasillos, extraños en su edificio, aspirando y espirando.
Le dijo que iba a ponerle una conferencia a su hija Teresa. Anunciaba todas sus llamadas, incluidas las que hacía para enterarse de la hora y del estado del tiempo, para mantener a Laura implicada y porque le gustaba anunciar las cosas.
Su hija dirigía un centro para el cuidado infantil en una población pequeña y tenía gastos y dos niños propios y un marido fracasado que intentaba comenzar una nueva carrera, y Albert le enviaba algo de dinero de vez en cuando, de su pensión de maestro.
Una conferencia telefónica era un acto de planificación anticipada que le ocupaba un espacio mental mucho más amplio que la duración de la llamada. Planeó toda una tarde dedicada a ello, esperando primero a que llegara la hora del cambio de tarifa para luego situar la silla junto al teléfono y marcar los números cuidadosamente, el rostro hundido en el dial.
Los oía respirar en los pasillos, a sabiendas de que tenía comida para dos días sin problemas, y que cuando la leche se agriara podría abrir una lata de melocotones, y verter la fruta y el acaramelado zumo sobre los cereales del desayuno. La pavía, con la carne pegada al hueso, a la semilla, como con los melocotones. Les oía a altas horas de la noche, sabiendo que podía racionarse la carne picada, darle cuerpo a la sopa de tomate con fideos y que no vivían en el edificio y acabarían encontrando otro lugar.
Cuando su hija se puso al teléfono dirigió la mirada al otro lado de la habitación y asintió en dirección a Laura: contacto establecido, el siglo del progreso continúa avanzando.
Manzanas y queso, tenían manzanas y queso, ya de por sí una comida completa.
Iba a devolver un libro a la biblioteca, era de nuevo primavera o comienzos del verano, un día tibio, cuando vio una figura familiar atravesando la calle y dirigiéndose al convento que formaba parte de la escuela católica primaria. Antiguamente familiar, una figura procedente del reino del pasado. Ignoraba que aún viviera, la hermana Edgar, qué increíble, el mismo rostro afilado y las mismas manos huesudas, apresurada, una flaca esquemática a la que proporcionaban forma sus susurrantes vestiduras. Vestía el hábito tradicional con un largo velo negro y la camisola blanca y la toca almidonada sobre la cabeza y los hombros, con un crucifijo colgando de la cintura: parecía un detalle aislado de un cuadro de algún maestro del siglo XVI.
La vio abrir la puerta del convento y desaparecer en su interior. Era aquella una monja que había sido célebre por el terror que solía infundir entre los niños de quinto o de sexto, golpes, vituperaciones, castigos consistentes en quedarse después de clase, o en salir a sacudir los borradores en mitad de una tormenta. Jamás había intercambiado una palabra con la hermana Edgar, pero sintió un amago de impulso de llamar a la puerta del convento y hablar con ella ahora, descubrir quién era después de todos estos años. Se había sentido orgulloso de enseñar en una escuela pública, a paseo la falta de disciplina. Trabajaba junto a colegas de talante humano y había oído contar historias sobre aquella monja y sus crueles costumbres.
Ahora caminaba con la ayuda de un bastón, lo que le proporcionaba cierta aura de profesor emérito. En la biblioteca local, bautizada con el nombre de Enrico Fermi, había una fotografía en la pared que mostraba al científico con uno de los modelos iniciales de la primera bomba atómica. Años atrás, Albert solía acariciar la idea de que existían ciertas afinidades entre él y el gran Fermi. Enfermedades durante la niñez, matrimonio con una mujer judía, la propia ciencia por supuesto, el legado cultural: la comprensible satisfacción de su orgullo italiano, aunque no tan manifiesto en este caso, que conllevaba tal destrucción. Por entonces, la biblioteca era una sala de cine que los chicos del barrio conocían como la Cloaca por sus agrios aromas y sus suelos sin barrer. No olvidemos hasta qué punto mejoran algunas cosas, pensó. Ahora, libros, el silencio de los anaqueles clasificados.
Caminó hasta el club social donde en ocasiones jugaba a las cartas —menos de lo que antiguamente solía— o se tomaba una copa de vino. Unas cuantas fotografías en las paredes, de los viejos tiempos, pescaderos con delantales y gorras, camareros cuidadosamente peinados con la raya en medio a la puerta de un restaurante, dignificados por el tiempo. Oyó la campana de la iglesia de Mount Carmel, a media manzana de distancia, y se sirvió una copa de tinto. Sentado solo a una mesa de formica, estudió los hilos del vino, las agitadas líneas de líquido que discurren en el interior del vaso y te revelan su grado de cuerpo. Aquel vino tenía cuerpo. Era todo cuerpo. Tenía el cuerpo de un luchador de sumo.
En el televisor de la esquina habían puesto un vídeo. Había visto la cinta una única vez anteriormente, también allí, y supo que seguirían poniéndola hasta que todos los habitantes del planeta la hubieran visto. Y cuando volvían a ponerla después de un cierto período sin hacerlo, sabía que ello significaba que el asesino había disparado contra otra persona, contra alguien nuevo, y que como no había película del nuevo ataque tenían que mostrar la antigua, la única, y que seguirían mostrándola hasta el fin de los tiempos.
Se acercó Steve, Silvera, uno de los hermanos Silvera. Vestía traje y conducía un coche fúnebre. Albert siempre preguntaba, ¿quién se ha muerto?
—¿Te estás bebiendo ese vino?
—He intentado charlar con él pero no parecía dar resultado —dijo Albert—. Siéntate conmigo.
—Tengo un funeral.
—¿Quién se ha muerto?
—Como se llame, el del mercado de pescado.
—¿Le entierran o le incineran?
—Hoy en día los meten en un nicho. Lo hace mucha gente.
—Encriptados —dijo Albert con tono satisfecho.
Cuando la campana de la iglesia volvió a sonar, Steve salió apresuradamente. Inclinándose un poco, Albert alcanzó a ver cómo el resto de los conductores y portadores del féretro apagaban sus cigarrillos y ascendían la escalinata. Para ellos ya era casi hora de sacar el ataúd. Otro pescadero, otra fotografía que dentro de algunas décadas parecerá un emblema de cierta inocencia majestuosa, de alguna antigua época perdida y de dulce recuerdo. Cómo conspira la memoria con los objetos fabricados por el hombre, aplastando el tiempo, despertando tiernas reminiscencias.
Más tarde penetró en la iglesia vacía y se sentó en la última fila para pasar un instante a solas con Eddie Robles. Una paloma atravesó volando el transepto y aterrizó sobre el borde de una ventana giratoria cerca de un conjunto de cirios. Admiraba aquella vieja iglesia. Columnas corintias y santos en sus nichos. Velas encendidas en hornacinas de cristal rosado.
El vecindario cambia, pero la iglesia permanece igual. Durante los días que siguieron a la misa de Eddie comenzó a advertir una vez más cómo la pérdida de un amigo, cómo cualquier pérdida, constituía un aspecto de la partida de Klara y recreaba el mismo impacto, la misma devastación.
La paloma había emprendido nuevamente el vuelo y revoloteaba cerca de la cúpula. Creyó recordar que el Espíritu Santo adoptaba la forma de una paloma, ¿no era así? Todos los espíritus son santos, supuso, pero tendréis que señalármelos para que me arrodille ante ellos. Con todo, le gustaba sentarse allí, solo, para pensar y llorar a los muertos entre aquellos detalles arquitectónicos, la fe de la piedra y de la madera, los pigmentos mezclados en el vidrio.
Cuando Klara le dejó, algo despertó en su interior, una perorata, una voz sin palabras que incitaba sentimientos tan variados y confusos y compartidos, tan resistentes a la separación y al escrutinio, que se sintió indefenso ante su acometida. Era un obstáculo para la vida. Le hacía desconfiar del hombre que se suponía que debía ser, de hablar educado y elegante, suavemente reflexivo. Oh, esa zorra, y qué indigno de él pensar en ella de ese modo. Había sido finalmente su hermana quien le había salvado de la desesperación, otra clase de voz, una mujer aislada en la introversión, apenas extrañamente afectuosa.
Necesitaba caminar, desentumecer los músculos, y salió a la calle. Sí, gente hablando, comiendo, fieles parroquianos que acudían de otros barrios, de otros condados, los coches estacionados en doble fila, aún palpable la pulsación cardíaca de las calles inmediatas. Enfiló el Oeste, atravesando Arthur Avenue, y luego torció fatigosamente hacia el Norte, siguiendo una vieja ruta a la que había renunciado largo tiempo atrás, en dirección al instituto en el que había enseñado durante treinta años.
Eddie muerto, Mercedes ahora en Puerto Rico. Dejas de caminar y mueres.
Al internarse en una calle situada tras el instituto se sorprendió de ver que estaba cortada al tráfico. Era una calle destinada a juegos, el pavimento marcado con entramados pintados, con las casillas numeradas del tejo y la rayuela, con las bases para el slapball. A Albert le encantó. Había pensado que la antigua costumbre de cerrar calles para que jugaran los críos había desaparecido hacía tiempo, décadas atrás, como la reliquia mental de una vida aún no completamente dominada por los automóviles y los camiones. Se detuvo y contempló el juego de los niños, sosteniendo su bastón en posición horizontal frente a la cintura como si se tratara de la barandilla de un estadio. Niños pequeños, delgados y veloces, con cadencias jamaicanas en algunas de sus voces y una niña de piel manchada que acaso sería malaya o del sur de la India, había que adivinarlo, saltando por las casillas de la rayuela con calculada habilidad, girando en el aire con tal economía de movimientos que apenas se despeinaba: una piel broncínea que se tornaba alternativamente más clara y oscura, con matices oliváceos bajo los ojos. Deseó detenerla en mitad de un salto, detener todo durante medio segundo, relojes atómicos, relojes corporales, el micromundo en el que los físicos buscan el tiempo… y luego reproducirlo marcha atrás, desaltar a la muchacha, rebobinar la vida, proporcionarnos a todos la ocasión de recomenzar. Recordó la palabra para recomenzar, una palabra que los críos suelen gritar cuando sus juegos se interrumpen a causa de un automóvil que pasa o una señora que cruza la calle con un cochecito. In-do, gritaba alguien. In-do o hindú, no estaba del todo seguro. La muchacha india con zapatillas y vaqueros.
El que la sigue la consigue. Eso es lo que dijo el chiquillo cuando tuvo una segunda ocasión para hacer de nuevo lo que había hecho antes de la interrupción. Consigues un home run, le das la patada a la lata, aciertas con la canica a través del polvo de la acera. El que la sigue la consigue.
Vio a un vendedor que ofrecía caña de azúcar desde una furgoneta abierta por el costado, mangos en cajas de madera y altas cañas atadas en manojos con cordel. Algunas cosas mejoran, pensó Albert. Una biblioteca, una calle para que jueguen los niños, estímulos para su optimismo bloque tras bloque.
Pero ¿qué significa recomenzar? No quería vender su alma por culpa de sus compromisos, esas segundas oportunidades que le ponían enfermo. Y, de todos modos, al final no dependemos del tiempo. Existe un equilibrio, una especie de punto muerto entre el continuum del tiempo y el ser humano, nuestra frágil amalgama de cuerpo y psique. Terminamos por sucumbir al tiempo, cierto, pero el tiempo depende de nosotros. Lo llevamos en nuestros músculos y en nuestros genes, lo transmitimos a la siguiente generación de criaturas fabricantes de tiempo, a nuestras hijas de ojos castaños y a nuestros hijos con orejas de soplillo, cómo podría marchar el mundo si no. Olvidaos de los teóricos del tiempo, de los artilugios de cesio capaces de medir la vida y la muerte de la más mínima y plateada trillonésima de segundo. Pensaba él que éramos los únicos relojes cruciales, nuestras mentes y nuestros cuerpos, apeaderos para la distribución del tiempo. Piensa en eso Einstein; piensa en eso, amigo Albert.
Dio un rodeo hasta la entrada del instituto. Se sintió tentado de ascender los escalones hasta el pórtico y charlar con los chicos y chicas que andaban por allí… pero no: no le conocían y no les interesaría. ¿Para qué había ido allí, entonces? Aquella vieja y chata pila de granito y ladrillos acogía su corpus docente, un millón de palabras lanzadas al aire tibio, y no había motivo para prever que pudiera serle necesario pasar por allí de nuevo. Un vistazo documental para congelar la escena. Terminó de rodear el bloque y se encaminó a casa.
En una de las calles desnudas se cruzó con un perro callejero de gran tamaño que parecía enfermo, todo él una masa de costillas y restos de baba, y se apartó de su camino. En una cultura de perros de guarda siempre hay unos pocos que caen en desgracia y terminan vagando por las calles. El truco estriba en evitar al animal sin dejar traslucir tu miedo. Festina lente. Apresúrate despacio.
Limpió los alféizares de las ventanas con un trapo húmedo, patas de mosca, partes de mosca, los caparazones aplastados de vidriosos escarabajos verdes.
Contaba con su pensión de maestro y con una pequeña renta libre de impuestos y una vieja libreta de depósitos con los intereses anotados en caracteres acogedoramente irregulares.
Las estaciones transcurrían simultáneamente, los años eran como un remolino vertiginoso. Como el tiempo en los libros. En los libros, el tiempo transcurre en el curso de una frase, muchos meses y años. Escribe una palabra y adelántate una década. Aquí, a su edad, en aquel mundo sin márgenes, tampoco era tan distinto.
Puso un disco en el plato; Laura, sentada en la butaca, parecía ver la música más que oírla.
El pan era una constante, tomaba pan casi con todas las comidas, pan fresco de los hornos de ladrillo. Guardaba los libros de la biblioteca junto a la panera para no olvidarse de devolverlos en la fecha debida.
—¿Vamos a mudarnos, Albert?
—No. No vamos a ningún sitio.
—Alguien me dijo, no recuerdo, que nos mudábamos.
—A lo mejor vamos a ver a Teresa otra vez. Iremos en autocar. Es un viaje precioso. Eso es todo cuanto vamos a movernos.
—¿Me dijiste tú que te ibas?
—Te gustará el viaje. Vermont. Iremos cuando amarilleen las hojas. Te gustará entonces.
—Albert.
—¿Qué?
—Si me lo dices, me entero.
Estaciones y años. Laura leía una guía de culebrones para seguirles la pista a los personajes televisivos, aunque hacía tanto tiempo que el televisor se había estropeado que ya era como otra vida.
La harina de avena cocía sobre el fogón.
Se acercó a ella, se quitó las gafas y se las limpió con un pañuelo de papel. Luego, volvió a ponérselas.