6

Matty era muy pequeño, y su hermano solía sentarse en el orinal para leerle tebeos a un auditorio minúsculo, algunos niños de la vecindad, de edades comprendidas entre los cuatro y los cinco años, supuestamente vigilados por algún adulto próximo, con Matty en el umbral, listo para gritar cuidado, que era la llamada de aviso, y Nick en el orinal leyéndoles historias del Capitán Centella o de los Vengadores, los pantalones colgando fláccidamente de las rodillas y él con su animado discurso, declamando y gesticulando, llegaba a diferenciar la voz de los villanos y de las damas, y un sibilante y punzante chirrido para los coches de los gángsteres que atraviesan la noche doblando precariamente las esquinas, llegando al punto de asustar a veces a los chiquillos con la intensidad de sus ademanes y luego deteniéndose para liberar un chorizo que caía con un chapoteo, levantando agua, el sonido más divertido de la naturaleza, un sonido que despertaba una dichosa expresión de asombro entre los oyentes: el más espeluznante placer que existe, mejor que cualquier cosa que pudiera leerles de aquellas viñetas.

Matt caminaba por el vecindario con la intención de ver el viejo edificio, el número 611, preguntándose ociosamente quién viviría en su apartamento del tercer piso, qué idioma hablarían, cuántas vidas en curso, pero fundamentalmente pensaba en Nicky, a sus nueve años, en cuclillas sobre el trono. ¿Qué otro les leería los tebeos, les escenificaría aquellos vibrantes dramas de villanos criminales e intrépidos héroes?

Fue a ver a Bronzini, su antiguo mentor ajedrecístico, un hombre de naturaleza afable a la par que instructor a regañadientes. Ahora vivía en un triste edificio con un portal señalado por especímenes de restos urbanos: pintura de aerosol, orina, saliva y motas de alguna materia oscura probablemente sangre. El ascensor no funcionaba, y Matt subió cinco pisos andando. En el rellano, una sandalia de niño. Llamó con los nudillos y esperó. Sintió la presencia de un ojo al otro lado de la mirilla y pensó en su propia calle y en su casa y en la vida de los barrios de alta tecnología, esos enclaves agazapados tras la autopista, situados adrede para no invitar a la entrada, y en la tienda de la esquina, que vende once clases de cruasán y veintisiete cafés distintos que, por algún motivo, nunca son suficientes, y en la vida que llevaba antes de aquello, las armas que había estudiado y ayudado a perfeccionar, la experiencia del desierto, tan completamente desconectada de las raíces de la realidad, en comparación con aquel hombre, pensó, al otro lado de la mirilla, que contempla los escombros acumulándose en el planeta en el que había nacido.

La sonrisa del hombre estaba en sus ojos, una cálida efervescencia que transmitía avidez, deseos de saber. Aquello era lo que quedaba: su curiosidad. Su aspecto era demasiado viejo, demasiado delgado, su rostro una silueta difusa, un vago calco del parecido original, el descamado y deslustrado Bronzini. Un par de días de barba gris rodeaban su mal recortado bigote, y Matt pensó que el tipo se había arrojado a la vejez, abrazándola con una especie de asentimiento temerario.

—Nada de «señor», por favor. Ahora soy Albert. Y tienes buen aspecto. Robusto… me sorprende. Recuerdo un palillo. Un palillo con una cabeza llameante.

Evidentemente, el hombre había olvidado otros encuentros más recientes. Se sentaron a una mesa próxima a la ventana y bebieron té. Bronzini vivía ahora con su hermana, que nunca se había casado y que, dijo, se sentaba en su cuarto hablando mediante cánticos de reducido ámbito informativo. Qué compresión. Pero una vez que aprendió a ser paciente con sus repeticiones y atenuaciones comenzó a hallar en su presencia la fuente de un enorme bienestar. Un descanso, dijo, de sus propios desvaríos internos.

Dijo:

—A veces tomo el tren para ir al centro. Hay un club de ajedrez que es también cafetería, en el Village, y siempre juego una partida o dos. Pierdo, pero nunca me sonrojo. O juego ahí abajo, en el parque, con un vecino. Compartimos un banco. Y nos dejan en paz, los chiquillos.

—Yo no juego —dijo Matt con voz desprovista de cualquier matiz.

—Solía preguntarme acerca de tu padre. Te enseñó los movimientos, pero solía preguntarme si era un jugador serio. No le conocía lo bastante bien como para sacar el tema, ningún tema. No era un hombre que estimulara, por así decirlo, las pesquisas.

Los ojos le burbujeaban como agua carbonatada.

—Me enseñó bastante. Practicábamos las aperturas y jugábamos muchas partidas. Jugábamos al ajedrez rápido para divertirnos. Él lo llamaba tránsito rápido.

Cuando su padre salió a por cigarrillos, Matty estaba acabando el primer curso. Descubrió un libro de problemas de ajedrez que Jimmy había guardado en un buró. Se trataba de un descubrimiento de altura, y se abrió paso a través del libro, sentado frente al tablero, escaques y piezas, desplazando piezas de madera. Su hermano solía entrar en la habitación y derribar las piezas del tablero y abandonar la estancia sin una palabra. Matty recogía las piezas y las colocaba sobre el tablero exactamente en la misma posición en la que habían estado. Estudiaba la defensa de las negras. Su hermano entraba en la habitación, tiraba las piezas otra vez y volvía a salir.

—Tu madre acudió a interceder por ti. Pero eras un problema —dijo Bronzini—. Necesité ayuda para hacerme contigo.

—Difícil de manejar.

—Volátil, sí, y muy rápido haciendo caso omiso de mis consejos. Cierto es que veías cosas que yo no veía. Poseías una perspicacia y unas habilidades notables. Algo que producía en mí euforia pero también humillación. Carecía del profundo sentimiento del jugador maestro.

—Como equipo éramos quizá un poco inestables. Pero conseguimos durar unos cuantos años. Saboreamos cierta gloria, Albert. Puedo decirte que no me gusta ese niño. No me gusta pensar en él.

—Estudio la teoría de vez en cuando. Leo un poco de la historia del juego. La personalidad del juego. Se trata de un juego de enorme hostilidad.

—Llegué a detestar el vocabulario —dijo Matt—. Aplastas a tu oponente. No se trata de ganar o perder. Le aplastas. Le aniquilas. Le despojas de dignidad, virilidad, feminidad, le destruyes, le expones públicamente como un ser inferior. Y a continuación, te refocilas en sus narices. Comencé a odiar todas las cosas que me proporcionaban un placer tan descarnado.

—Porque comenzaste a perder —dijo Albert.

Era cierto, claro está, y Matt se echó a reír. Todo aquel poder concentrado, la implosiva vida del tablero, negro y blanco, la autocrática belleza de la victoria, qué bocanada de inocultable orgullo: derrotaba a hombres, a niños, a los viejos y a los sabios, a los vigorosos y a los rápidos, a los poetas del café bohemio, simpáticos y apestosos. Pero luego, a los diez u once años, vio cómo comenzaba a difuminarse su ventaja y sufrió algunas derrotas, sufrió constantes reveses que le dejaron enfermo y renqueante.

—La competición cambió. Encontramos mejores oponentes a los que enfrentarte.

—Y yo perdí fuerza.

—Tu desarrollo chocó contra un muro. Un muro no. Pero ya no siguió creciendo de un modo exponencial.

Matt contempló el parque, sorprendido ante su desolación, el campo de baloncesto vacío y lleno de agujeros, con un único tablero en pie. Directamente bajo su mirada, el viejo campo de petanca lleno de hierbajos. Todo vacío. Arriba en el segundo nivel, el campo de softball desierto y abrasador de alquitrán, con una pesada indolencia sofocante, su negra superficie destellando de cristales rotos y dos o tres hombres, ahora los ve, de pie cerca de la verja del campo izquierdo, como con una actitud de aspecto mortífero similar a la de las figuras de los spaghetti-westerns, esbeltos, anónimos, sin afeitar: no creyó que estuvieran familiarizados con el lenguaje de la esperanza de vida.

Dijo:

—He andado por ahí. Resulta complicado. Me descubro a mí mismo intentando resistirme a la respuesta estándar.

—No quieres conmocionarte. Te resistes a culpar a nadie. Pero acudiste a las viejas calles.

—Sí.

—Viste tu edificio. La miseria que lo rodea. El solar vacío con el alambre de espino.

—Sí.

—Los hombres. ¿Quiénes son, ahí de pie, sin hacer nada? Pobre gente. Son muy chocantes.

—Sí, lo son —dijo Matt.

—Y éstas eran tus calles. Se trata de un curioso rito de promoción, ¿no te parece? Visitar los antiguos lugares. Primero te preguntas cómo pudiste vivir tan conforme en condiciones tan agobiantes. Las calles son más estrechas, los edificios más pequeños de lo que nunca habías recordado. Es como regresar a Liliput. Y piensa en las habitaciones. Piensa en el diminuto cuarto de baño, compartido por la familia, por los abuelos, por el tío que ya está ligeramente chiflado. Pero ¿qué otras cosas ves? Esta gente a la que apenas diriges una ojeada. ¿Cómo puedes verles claramente? No puedes.

—No, no puedo.

—Y quieres preguntarme por qué estoy aún aquí. Veo a tu madre en el mercado y hablamos de esto. No queremos saber nada de este asunto de añorar las viejas calles. Hemos tomado nuestra elección. Protestamos, pero no añoramos, no nos dolemos. Hay cosas aquí, personas que muestran las más altas cualidades humanas, completamente desapercibidas porque, ¿quién viene a mirar aquí? Y estoy demasiado enraizado para marcharme. Hablando sólo por lo que a mí respecta, me siento demasiado enraizado, demasiado limitado. Mi mente está abierta a todo, absolutamente, pero no así mi vida: no quiero adaptarme. Soy un viejo romano estoico. Aunque también es verdad que siempre fui demasiado viejo, demasiado limitado. Klara solía meterse conmigo en este sentido. No meterse conmigo. Animarme, alentarme a ver las cosas de un modo distinto.

—¿Hablas con ella alguna vez?

—No. Ve a la avenida Arthur, Matty. Observa las tiendas y la gente que va de tiendas y la gente que pesa los pescados y corta las carnes. Te levantará el ánimo. El otro día me llevé a tu madre a la choricería para enseñarle los techos. Cientos de salamis colgantes, qué abundancia y qué riqueza, un lugar hirviente de aromas y texturas, el techo completamente cubierto. Dije, mira Rosemary. El cerdo convertido en catedral gótica.

Se estrecharon la mano en el umbral.

—Solías llevar gafas, Albert.

—No las necesitaba de un modo inexcusable. Las necesitaba un poquito. Formaban parte de mi parafernalia docente. De mi equipo. Utiliza el ascensor.

—No funciona.

—No funciona. En ese caso, me imagino que tendrás que bajar andando. Pero ve ligero —dijo Bronzini, los ojos relucientes—. El bosque está lleno de peligros.

Matt fue a comprar la cena y luego retrocedió en dirección al edificio de su madre, encaminándose directamente al costado oeste del zoológico. Sobre los árboles distinguió el residuo de la estela de un reactor, el vapor que iba perdiendo la forma y comenzaba a esparcirse y dividirse, y pensó en el desierto, claro, en el campo de tiro y las rutas de vuelo y el hecho de que la condensación en el cielo fuera el único signo que alcanzaban sus ojos que revelara la presencia de una empresa humana, un chiquillo de ciudad que se ha ido de acampada, que se ha llevado su alma atormentada al campo, mientras los estampidos del mach-2 descendían sobre él como palmadas celestes y el vapor dejaba un rastro de hielo en el firmamento.

Estaban mostrando el vídeo de nuevo. El televisor estaba encendido en la habitación vacía y tenían el vídeo puesto, tenían a la víctima sentada al volante, el hombre neutro en su Dodge de serie media, vivo una vez más bajo la luz del sol… estaban mostrándolo otra vez.

Matt entró, sorprendido de ver el televisor encendido, y se sentó sobre un escabel, cerca de la pantalla. Cuando estaba puesto no era capaz de apartar la vista de él. Luego, se ponía a la cola del supermercado y ahí estaba otra vez, en los monitores que habían instalado para mantener a los clientes distraídos en las cajas: nueve monitores, diez monitores, todos mostrando la cinta.

Pero esta vez algo era diferente. Había una voz superpuesta, apenas audible, y miró a su alrededor en busca del control remoto. Oprimió el botón un par de veces y la voz surgió, trasluciendo algo que se correspondía con la cinta. Era una voz desnuda del mismo modo que la cinta era desnuda. Una voz de hombre, plana y descarnada, diciendo algo acerca del tiempo.

Apareció un conjunto de palabras, superpuestas sobre la parte inferior de la cinta.

GRABACIÓN EN VIVO DE LA VOZ DEL ASESINO DE LA AUTOPISTA DE TEXAS.

La voz estaba preguntando por el estado del tiempo en Atlanta. Cortaban del vídeo a una grabación en vivo de un rostro sobre una mesa de trabajo, una mujer pelirroja con unos ojos verdes asombrosos. La presentadora. La presentadora estaba informando al hombre que llamaba de que los informes de meteorología indicaban lluvia.

Luego dijo, «Y, claramente, lo que estamos oyendo no es una voz telefónica real. Se trata de una voz manipulada, de una voz alterada».

Y la voz dijo, «Bueno, consiste en un artefacto que disfraza el sonido. Un artefacto que mide poco más de siete centímetros por cinco y que, al acoplarlo al micrófono, hace que resulte difícil distinguir la voz de un individuo en particular».

Dijo luego la mujer, «Sólo para resumir: estamos recibiendo una llamada de una persona que se identifica como el Asesino de la Autopista de Texas. Nos ha proporcionado información que sólo conocen el verdadero asesino y las autoridades, y hemos comprobado dicha información con estas últimas para verificar sus credenciales».

Luego le preguntó algo al comunicante acerca de los motivos de su llamada.

Matt la contemplaba, medio absorto. Aquellos ojos eran increíbles, como el verde de las aguas costeras contempladas desde un aeroplano.

La voz dijo:

—Llamo para poner las cosas en su sitio. La gente escribe cosas y dice cosas en antena que, desde el principio, no he sabido nunca de dónde provenían. Siento que mi situación se ha entremezclado con los perfiles de otro centenar de personas que aparecen en los ordenadores de criminología. No hago más que oír hablar de mi baja autoestima. No hacen más que insistir sobre esto. Juzgue usted por sí misma, Sue Ann. ¿Cómo es posible que una persona que ha demostrado esta precisión, que es capaz de acertar sobre blancos móviles cuando está conduciendo con una mano y disparando una pistola con la otra, no sea consciente de sus habilidades personales?

La presentadora miraba a la cámara. No tenía elección, por supuesto. La cámara la enfocaba a ella, no al comunicante. Ella era un cuerpo vivo, y él tan sólo era una voz, o ni siquiera una voz. Aquel extraño sonido, aquel despojamiento de la voz, en el que se acentuaban el contorno y la modulación. Electrónicamente afinado pero no desprovisto de su cualidad humana, pensó Matt, como una especie de entonación campesina. El esfuerzo por hablar, los entresijos desnudos de la más simple manifestación.

La presentadora escuchaba.

—No hago más que oír historias acerca de un trauma craneal por culpa del cual un individuo, ya sabe, no es capaz de controlar su comportamiento.

Un nuevo corte, esta vez de regreso a la cinta. Mostraba al hombre sentado al volante de su Dodge.

—Pongamos las cosas en su sitio. Yo no he crecido con ningún trauma craneal. Disfruté de una niñez sana y básicamente típica.

El automóvil se aproxima brevemente y luego comienza a quedarse atrás.

—¿Por qué hace esto?

—¿Perdón?

—¿Por qué comete estos asesinatos?

—Digamos simplemente que aquí, donde estoy, hace un agradable día de entretiempo, con nubes dispersas, y si eso sirve de pista para mi situación, que sea una pista; y si todo esto es un juego, pues toméselo como un juego.

En la pantalla, el hombre al volante realiza su pequeño saludo con la mano, el gesto amigable e incompleto hacia la cámara y el futuro y todo el mundo que le contempla, su mano oscilando con rigidez desde la parte superior del volante.

—¿A buen seguro es usted consciente de que se dice que uno de estos crímenes es obra de un imitador? ¿Puede decirnos algo al respecto?

Y aquí es donde le disparan. Matt era incapaz de mirar la cinta sin sentir el impulso de llamar a Janet. Date prisa, Janet, aquí viene. Irritándola. Irritándola con la cinta e irritándola con él. Daaaaate prisa, aquí vieeene. Una broma ansiosa, una broma dicha con la voz de otra persona, sin pretensiones de resultar graciosa. Janet soltó un taco y dijo basta. Pero no bastaba. Nunca bastaba.

—Digamos, vale, que la policía tiene su trabajo y yo tengo el mío.

La sensación irreal de ese coche que continúa siguiéndote después de que el conductor haya recibido un disparo. Se aproxima brevemente y luego pierde terreno.

—Además de que, en cualquier caso, el término correcto para esto no es el de francotirador. Aquí no se trata de una persona que trabaja con un rifle que trabaje a mayor o menor distancia. Aquí estás en marcha, estás moviéndote, quieres aproximarte a la situación todo lo humanamente posible sin que los dos vehículos colisionen, lo que podría resultar en una marca de pintura.

Para entonces, el coche se desvía hacia el guardarraíl. El extraño sonido de la voz del comunicante, uniforme, con leves temblores en los bordes, curiosas tormentillas electrónicas, como alguien que intentara producir una manifestación humana a partir de datos archivados.

Cortan al rostro que planea sobre la mesa. La presentadora en vivo. Ahora, sus codos reposan sobre la mesa, las manos entrelazadas bajo la barbilla. Matt se preguntó qué significaría aquello. Cada cambio de postura implicaba una modificación del estado de las noticias. Los ojos verdes le escrutaban desde la pantalla. Y la voz alterada prosiguió, asumiendo su acento de gráfico plano, ahora la verdad es que estaba charlando, confiada, haciéndose al medio, al formato, y la presentadora escuchaba porque no tenía otra elección y porque todo el mundo la observaba mientras lo hacía. Estaban observándola en Murmansk, bajo la niebla.

La voz dijo:

—Confío en que esta charla habrá contribuido a comprender mejor la situación. El hecho de que haya solicitado hablar exclusivamente con Ann Corcoran, mano a mano, ha sido para mí algo intencionado. Vi la entrevista en la que decía que le gustaría conservar su carrera, ya sabe, en marcha mientras con suerte construye su familia, y siento que esto es algo en lo que la cadena vía satélite tiene la responsabilidad de mantener el puesto abierto, ¿de acuerdo?, porque un individuo no debería verse penalizado por las opciones de estilo de vida que elige.

Comenzaron a reproducir la cinta de nuevo. Mostraba al hombre al volante del Dodge de serie media.

Cuando su madre entró estaba frotando una sartén con un cepillo de mango corto. Se detuvo allí y le miró.

—Lo desgastarás —dijo.

—Hacía esto en el Ejército. Me gustaba hacerlo. Era lo mejor del Ejército.

—Eso fue hace mucho tiempo. Y, además, la sartén ya está limpia. No sé qué piensas que estás haciendo, pero no vas a conseguir que esa sartén esté más limpia.

—La televisión estaba encendida. Cuando entré —dijo—. ¿Dejas la televisión encendida normalmente?

—Normalmente, no. Pero si tú dices que estaba encendida, me imagino que estaría encendida. Anormalmente.

—Siempre había pensado que eras cuidadosa.

—Soy bastante cuidadosa. Tampoco soy una fanática —dijo ella—. Estás desgastando el acero. Acabarás traspasándolo con el cepillo.

Se encargó él de cocinar para los dos, y conservaron puesto uno de los ventiladores debido a que el aire acondicionado parecía funcionar a medio gas.

—Hoy fui hasta allí andando. Han desaparecido bastantes edificios. Nada sigue en su sitio. Estacionamientos sin coches. Resulta muy curioso ver todo esto. De repente, las siluetas de los edificios forman un dibujo.

—Yo no voy por allí.

—Muy bien. No lo hagas.

—No me gusta ir.

—Estuve viendo el 611.

—Yo no quiero verlo.

—No debes verlo. Cómete los espárragos —dijo él.

Oyó un trueno procedente del Oeste, la promesa de la lluvia en noches sofocantes, uno de sus recuerdos primitivos.

—Pillé a Nick justo antes de que saliera del hotel. Le dije que según el médico estabas en plena forma.

—No te emociones.

—Van a enviarme copias impresas de todas las pruebas.

—¿Alguna vez te cuenta algo?

—¿Nick?

—¿Cuenta algo alguna vez?

—No.

—A mí tampoco.

—Lo ha borrado —dijo Matt.

—Supongo que qué otra cosa podía hacer.

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—No lo sé —dijo ella.

Durante un rato comieron en silencio. Dos de los gatos salieron del dormitorio. Se deslizaron junto a las sillas como pieles líquidas.

—Fui a ver al señor Bronzini.

—Albert. Es como la última rosa del verano. Se lo dije la última vez que le vi. Vete al peluquero. Sale a la calle en zapatillas. Se lo dije.

—Ha perdido peso.

—¿Qué te estoy diciendo? Está usted convirtiéndose en un viejo excéntrico.

Terminaron de comer y Matt se dirigió a la cocina en busca de la fruta que había comprado, gruesas uvas del color de rubíes que aún conservaban las pepitas y melocotones de frondoso tallo.

—¿A qué hora quieres que te levante?

—No te preocupes —dijo él.

—¿A qué hora es tu avión?

—A la hora que llegue.

—¿Tienes el billete preparado?

—Voy en el puente aéreo.

—El puente aéreo.

—No necesito billete.

—¿Qué es el puente aéreo?

—Voy al aeropuerto, me subo a un avión y nos vamos a Boston. A no ser que me equivoque de avión. En ese caso, iríamos a Washington.

—¿Dónde andaba yo cuando dejaron de utilizar billetes?

—Pago en el avión.

—¿Y qué pasa si todos los asientos están ocupados?

—Tomo el siguiente. Es el puente aéreo. Cada vez que sale un avión, hay otro esperando.

—¿Dónde andaba yo cuando inventaron esto? El puente aéreo. Todo el mundo lo conoce menos yo.

Matt aguardó a que dijera algo acerca de las enormes uvas recogidas en el cuenco de cerámica, o a que comiera una recién lavada y reluciente.

—¿Qué pasa con Arizona?

—¿Qué quieres que pase? —dijo ella.

—No sé. ¿Qué pasa con eso?

Del dormitorio salió el último de los gatos, el tímido de color blanco, y Matt lo asió y se lo colocó en el regazo.

—Fregando cazos y sartenes.

—Aquello era lo mejor de la instrucción —dijo él—. Era el aspecto más civil.

—No sé cuántas noches me pasaría sin dormir cuando te mandaron fuera.

—¿Cuántas cartas te escribí diciendo que ni siquiera estaba cerca de la zona de combate?

—Estabas en ese país. Sólo eso ya era demasiado cerca para mí.

—No es un país tan pequeño. Si disparaban un tiro en Khe Sanh, no era fácil que me acertaran a mí, cómodamente sentado puertas adentro, trabajando como un esclavo.

—Tuviste más suerte que muchos otros.

—¿Estás segura de que no quieres ir?

—Yo me quedo aquí —dijo ella.

Permanecieron allí sentados, separados por la fruta. Matt oyó la lluvia repicando en la ventana con un sonido fresco y limpio, y miró a su madre, quien no veía los melocotones de frondoso tallo como una obra de arte.

—Voy a misa a primera hora.

—Saluda a Dios de mi parte. Tendré el café preparado para cuando vuelvas.

—Lo borró —dijo ella—. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Le dio las buenas noches y se retiró. Los gatos se esfumaron mientras él preparaba el sofá. Al final, el tema era siempre Nick. Cualquier tema, debidamente molido y colado, arrojaba como resultado algo de Nick, bien una versión del adulto distante, bien el bruto adolescente a la caza de alguien a quien golpear. Tales eran los términos de su relación. Tendido en la oscuridad, escuchó la lluvia. Se sentía pequeño. Se sentía diminuto y perdido. Su mujer era pequeña. Tenía unos hijos pequeños. No hacían nada en este mundo digno de admiración. Eran inocentes. Existía una maldición de inocencia que arrastraba consigo. Frente a su hermano, frente la categoría del peligro y de la cólera, él sólo podía aportar la realidad de su mediocridad, de su tímida liberación de culpa.

Oyó un sonido cerca de la puerta. Permaneció inmóvil un instante. Aguardó allí tendido. La lluvia caía ahora con fuerza, chapoteando, haciendo estremecer la ventana. Oyó el ruido de nuevo y se levantó. Se puso las gafas y observó a través de la mirilla. Lentamente, abrió la puerta, una rendija. Paseó la mirada por el pasillo, alargado e iluminado como el de una prisión, a izquierda y derecha, hileras de puertas cerradas, todas desnudas e inmóviles: un adulto en casa de su madre, temeroso de los ruidos procedentes del pasillo.