5

Cuando la gente cuenta historias de ratas, la rata es siempre tremenda. Es una panzuda rata del tamaño de una gata porque se produce ahí una rima satisfactoria. Cuando Nick Shay era niño, existían bastantes crónicas de ratas en estas calles. Tampoco es que solieran verse ratas con frecuencia. Se las oía en el interior de los muros y en los jardines, como semificciones indelebles, corriendo por los tejados bajo la luna. Ratas enormes de pelaje marrón rata. Había ratas en las alcantarillas y en los edificios en demolición y en las carboneras, un rumor entre la basura arrojada a los solares.

Bajó de un taxi cerca del edificio en el que vivía su madre. El edificio no había estado allí treinta, cuarenta años atrás, una enorme estructura marrón, alta y ancha y definida por una sensación de fortificación: vallas y rampas, cámaras que observaban en ángulo desde las paredes de ladrillo.

Aquello solía ser una hilera de edificios de cinco pisos, apartamentos de alquiler, y ahí es donde vio la rata, empapada y muerta, tendida junto a una pila de carbón sobre la acera. A la sazón tenía nueve o diez años, y el incidente retornó a él, mientras el taxi se separaba del bordillo, con detallada inmediatez. Tan sólo una rata muerta, pero él la vio claramente, experimentando una especie de duplicidad, una transparencia modelada, nítidamente recortada, que parecía encajar con el momento. Recordó cómo había estudiado el cuerpo inerte, notando la macabra emoción de estar tan cerca de él, capaz de discernir una débil línea rosácea a lo largo de la parte inferior de la cola, y la rata era marrón y gris y rosada y blanca todo a la vez y por separado, pero se sintió decepcionado por su tamaño, tendría que exagerar la rata, incorporar algo de envergadura y longitud a su historia, algo de babeo y de ojo vidrioso.

Había un hombre en una cabina de plexiglás. Nick firmó en un registro y un zumbido le abrió paso al vestíbulo, ocupado por chiquillos, pequeños y aún más pequeños, jugando, arremolinándose, sus voces chillonas en el espacio desnudo. Subió en ascensor hasta el doce. La otra rata fue más tarde, cuando ya había cumplido los veinte, también de tamaño normal, de un color marrón noruego normal, pero normal ya es bastante tamaño cuando uno habla de ratas.

Matt abrió la puerta, su hermano Matty, aún con aspecto algo infantil, bajo y rechoncho, con el pelo resbaladizo, con gruesos lentes y los cabellos recién cortados, y algo de gris, quizá, en la parte superior, que parecía ajeno a él. A mediados de los cuarenta, andaría. No se habían visto en unos cuantos años, y lo que los reunía hoy no era sino un accidente en el tiempo.

Se estrecharon la mano e intercambiaron la forzada sonrisa de los adversarios que se ven imposibilitados de machacarse mutuamente por algún contratiempo de contexto.

Nick dijo:

—¿Dónde está?

Hablaron de su madre, de medicaciones, de citas con el médico, nada de cuestiones inusuales, pero había en las preguntas del hermano mayor un rigor, una particularidad de interés y preocupación que venía a constituir una forma de desafío.

Matt dijo finalmente:

—Está perfecta, está bien, come y duerme normalmente. Si quieres saber cómo andan sus funciones corporales, tendrás que preguntárselo tú mismo.

—¿Estás quedándote a dormir?

—Dos noches. Has olvidado totalmente cómo es, Nick. Una noche en el Bronx.

Pero hacía tiempo que Matty había rellenado el fugaz torso de chiquillo, que había desarrollado cierta masa en la mitad superior de su cuerpo, cierta robustez en su porte.

Nick dijo:

—Tengo que ir a Jersey por la mañana; si no, la llevaría al médico yo mismo.

—¿Qué hay en Jersey? ¿Desechos químicos royendo las casas de la gente?

—Asuntos personales.

—¿Cómo está Marian?

—Bien, están todos bien.

Bebieron soda y se turnaron para mirar por la ventana. Había una ventana panorámica con amplias vistas al Oeste. El Bronx. En el tejado de un motel cercano había gente sentada en tumbonas de jardín. Nick podía adivinar que se trataba de hombres y mujeres locales que habían obtenido acceso al tejado desde un edificio contiguo, llevando consigo sus sillas y sus periódicos. Sabía que ello evidenciaba una ágil improvisación, gente que extrae placer de las calles rencorosas, pero le ponía nervioso, constituía un allanamiento, otra abertura, otro signo local de inestabilidad y riesgo.

—La llevé al zoológico —dijo Matt—. Tiene el zoológico al otro lado de la calle, pero es la primera vez en veinte años que consigo llevarla. Tuve que forzarla prácticamente a salir por la puerta.

—Te lo has planteado como una misión.

—Dice que ve en televisión más animales de los que necesita. No consigo que entienda el sentido de contemplar criaturas vivientes que respiran.

—Voy a sacarla de aquí —dijo Nick.

—¿No me digas?

—A Phoenix. Eso es. Ya no hay motivos para que se quede.

—Tiene amigos aquí, y lo sabes.

—¿Lo sé? ¿Cuántos amigos? ¿Qué amigos?

—A Phoenix —dijo Matt.

—¿Cuántos amigos?

—Hace tiempo que no hacemos un recuento de cabezas. Pero si quisiera irse, estaríamos encantados de llevárnosla con nosotros.

—No tenéis sitio.

—Tenemos sitio —dijo Matt.

—Escúchame. No tenéis sitio. Nosotros tenemos sitio. Y también tenemos un buen clima.

—Clima.

—A su edad, es importante.

—Janet es enfermera. ¿Qué quieres montar aquí, un concurso? Janet es enfermera.

—Esto es una estupidez.

—Ya lo creo que es una estupidez. Por eso estamos haciéndolo —dijo Matt.

Nick había regresado junto a la ventana.

—¿A quién se le ocurriría poner un motel en un lugar como éste?

—No lo sé.

—Es un reclamo, este motel, para el sexo y las drogas. Porque, ¿para qué otra cosa está aquí? O para los «sin techo». Un refugio para gente sin hogar. Hoy en día, los meten en moteles.

—A ella le gusta esto, Nick. Es su vida, es a lo que está acostumbrada. Están su iglesia, sus tiendas, todas las cosas que le resultan familiares. Y están los amigos que aún viven. Pídele una lista.

—Tú no lo sabes. Yo sí lo sé. Es un reclamo, este motel, para lo que hace esa gente.

Nick entró en la cocina y empezó a abrir armarios. Inspeccionó el área situada bajo el fregadero. En el pasillo, los niños montaban en triciclo. Se sirvió otra soda y se dirigió al salón. Podían oírse los timbres provenientes del pasillo.

—¿Qué tal está Janet? ¿Janet está bien?

—Le han quitado un bulto de debajo del brazo.

—¿Me habías contado eso?

—Está bien. Se está recuperando bien. Los críos están bien.

—Esos bultos andan por todas partes. Todo el mundo anda buscando bultos.

—Algo leí en el periódico no hace mucho. Me acordé de ti —dijo Matt—. ¿Recuerdas esas máquinas que tenían en las zapaterías? Unas consolas altas, como las de las radios antiguas, pero con una ranura cerca de la parte inferior.

—Dios mío, sí. No me acordaba de eso.

—El dependiente calza los zapatos en los pies del niño, y el niño se va a la máquina y mete los pies en la ranura.

—No me acordaba de eso desde que tenía, yo qué sé. Dejaron de fabricarlas.

—Y el dependiente se aproxima a un objetivo situado sobre el instrumento y puede ver los pies dentro de los zapatos.

—Para comprobar la horma —dijo Nick.

—Para comprobar la horma. En fin, la máquina era un fluoroscopio, y lo que hacía era transmitir rayos X a través del zapato y hasta el pie, se llama transmisión diferencial y produce una imagen de sombras verdosas. Apenas lo recuerdo. Jimmy te está comprando un par de zapatos y luego me levanta en brazos para que pueda mirar en la máquina y ver tus pies en el interior de tus zapatos y los huesos que hay dentro de tus pies.

—La cuestión es, ¿dónde están esos zapatos ahora?

—No, la cuestión es si uno hacía aquello con la suficiente frecuencia como para sufrir lesiones óseas, porque básicamente lo que la máquina hacía era rociarte los pies con radiación.

Oyeron la llave en la cerradura.

—Yo tengo los pies sanos —dijo Nick.

—Qué peso me quitas de encima.

—Pero gracias por el susto. Algún día haré lo mismo por ti.

Rosemary Shay entró por la puerta con una bolsa de la compra en cada mano, el cuerpo ladeado en dirección a la más pesada. Vio que Nick estaba allí. Se incorporó y le miró con ojos vivos e inquisitivos. Siempre estaba estudiándole en busca de algo, de alguna señal, de algún cambio. Él se aproximó a ella para ayudarle con las bolsas, y vio que su rostro tenía arrugas casi en todas partes, pliegues y frunces, pequeños plisados de pergamino sobre la boca. Sus manos eran viejas, eran largas y trabajadas, con venas de un azul lechoso que lamían los ajados nudillos.

Le recogieron las bolsas, protestando porque no les permitiera ayudarla lo bastante. La previnieron contra los dolores de espalda y contra los excesos de calor. Ella les dijo que cerraran el pico mientras intentaba arrebatarles los paquetes y los artículos pasaban de mano en mano. Nick la abrazó, riendo, y ella se sintió imposible de persuadir en sus brazos.

Comieron y charlaron, repitiendo de los platos, maíz en mazorca, enormes tomates que el tendero guardaba en la trastienda para sus clientes especiales, cultivados en su jardín de City Island: el viejo y profundo sabor a tomate, veraniego, como sangre mantecosa, voluptuoso.

—Cuéntale lo del trabajo —dijo Rosemary.

—Mejor que no se entere.

—Es tu hermano. Cuéntaselo.

—¿Otro cambio de empleo? —dijo Nick.

—Sí. Un instituto de investigación.

—En ese caso no es un cambio de empleo.

—Es otro distinto. Sin ánimo de lucro. Realizamos estudios para ayudar a los países del Tercer Mundo a desarrollar servicios de salud e instalaciones bancarias.

—Buenas obras, buenas obras.

—Sí —dijo Matt alegremente—. Producimos papel. Fumamos en pipa, los que fumamos.

—Comités de reflexión —dijo Rosemary.

Dejaron revolotear aquel término sobre la ensalada. Año tras año, empleo tras empleo, Matt iba separándose de la ciencia en la que había trabajado en los setenta, una labor cuya naturaleza precisa se le escapaba a Nick, tareas gubernamentales en las que intervenían proyectos secretos y emplazamientos remotos. Tampoco es que Nick se muriera por comprenderle. Era extraño, eso es todo, que el hermano pequeño se convirtiera en el de los labios sellados para variar, que se mostrara reacio a responder a las preguntas.

—Mi chico está aprendiendo el juego, Jeffrey.

—¿Qué juego? —dijo Matt.

—Qué juego. ¿A qué juego podría estar refiriéndome? Tu juego.

—Mi juego.

—Juega contra el ordenador. Su ordenador tiene un programa de ajedrez con opción de «Deshacer» para que pueda anular las jugadas más tontas.

Matt no dijo nada.

Los gatos salieron de sus escondrijos. Se enroscaron en torno a las patas de las sillas, encorvaron el lomo, frotándose contra las piernas de las personas, ondulantes en el espacio laberíntico de allí abajo, y se marcharon balanceando el dorso y bostezando, con el trasero empinado.

—Tenemos sitio para ti —dijo Nick a su madre.

—¿A qué viene esto?

—Siempre ha estado ahí. Lo sabes. Hemos estado esperando a que dijeras que estabas lista.

—Bien, pues no lo estoy. Hay postre. ¿Quién quiere un café? —dijo—. Tengo descafeinado. Sé que Matty lo toma.

A continuación les contó una historia acerca de Jimmy en el centro. La contó durante el café, y ellos la escucharon con una intensidad compartida que ningún otro tema podría haber provocado ni remotamente. Era lo que les convertía en una familia, aún, después de todos los silencios y las distancias: el padre en su gloria perdida, tomando apuestas.

—Fue algo gracioso, gracioso en el sentido de curioso, pero las primeras apuestas que tramitó en su día fueron de polis. Era ayudante de fontanero en el hotel New Yorker. Luego le trasladaron a las oficinas de seguridad, que yo visité varias veces, por entonces nos veíamos, una oficina enorme y ruidosa, en la zona de descarga de mercancías, y el jefe de seguridad había reservado un espacio para que el corredor local acudiera todas las mañanas a hacer sus cuentas. Le cobraba alquiler, muy razonable, no me cabe duda. El corredor no tarda en emplear a Jimmy de recadero. A Jimmy le encantaba aquello. Pagaba a los ganadores, cobraba a los perdedores. Hacía la ronda todos los días, por todo el distrito de ropa y confección. Se movía con rapidez, esquivando a los tipos que llevaban las cuentas. Comenzó a buscar nuevos negocios, negocios para sí mismo, a eso se llamaba aparcar las apuestas: las seleccionaba cuidadosamente, una apuesta aquí y otra allá. Y a menudo era con los policías con quienes trataba. De modo que tenemos a los tipos de seguridad y a la policía, ¿a quién le sorprende? Luego, una vez al mes, a un detective, éste es el correo, acudía al concesionario de coches de Solomon Brothers y recogía el dinero de protección para distribuirlo en la comisaría. De modo que el dinero va y viene y todo el mundo está contento. Los hermanos Solomon llevaban la operación de apuestas de toda la zona, Arthur y no recuerdo el otro Solomon, Arthur y Bernie, y Arthur y Bernie vestían unos trajes espléndidos y tenían un palco en los Polo Grounds y conocían a jugadores y a artistas del espectáculo, y finalmente Jimmy terminó por hacerse con su pequeña parte del negocio, progresando, los Solomon le pagaban ochenta dólares a la semana, esto después de que nacieras tú —le dijo a Nick— y después de que ya me hubiera abandonado una vez, más un bonus cada vez que un mes se les daba bien.

Matt dijo:

—Pero ¿quién impedía al resto de los intereses del negocio de las apuestas a que se metieran de por medio? Un par de vendedores de coches no podían hacer eso, ¿no? Debieron de importar auténticos gángsteres.

—No tenían necesidad. El dinero que pagaban a la policía era una protección doble. Pagaban a la policía para que les permitiera operar. Y también les pagaban para neutralizar a la competencia. Cuando aparecían los de la competencia, los detectives del barrio o los detectives del distrito descendían sobre ellos como una maldición bíblica.

—Revientabandas —dijo Matt.

—Como revientabandas. Que es la historia que había empezado a contar antes de perderme en detalles. Las detenciones de la policía. Tuvieron que arrestar incluso a los corredores que les estaban pagando. Se vieron sometidos a presión cuando la gente comenzó a protestar, ciudadanos preeminentes, ya sabes, o directamente instalados en el Ayuntamiento. Los bautizaron como arrestos de conveniencia. El sargento te pedía disculpas, te llevaba detenido a la comisaría del Distrito Treinta y luego te llevaban a Centre Street, donde aguardaba el abogado de los Solomon, y tú decías, Culpable señor juez, y pagabas una multa de veinticinco dólares y volvías al trabajo. Y el día que naciste —le dijo a Matt— a tu padre le detuvieron dos veces. Reinaba la confusión en la comisaría. Le arrestaron por la mañana y cuando por fin le soltaron él tomó el metro hasta el Bronx, donde estaba yo en el hospital, lista para dar a luz, era uno de esos días húmedos y pegajosos y él entró en la habitación y me enjugó la frente y me abanicó con el impreso de apuestas y dijo, ¿Lo has tenido ya? y al cabo de un rato me dice que tiene que ver a un hombre, que es algo muy importante, que volvería enseguida, y se fue al centro, donde le arrestaron otra vez, por un poli diferente, con el mismo sargento de guardia, no sé si el mismo juez, y cuando volvió al hospital, de tanta carrera y tanto calor y tanto metro tenía peor aspecto que no me daba ninguna pena.

Matt dijo:

—Un día interesante.

—Era una comedia asombrosa pero no teníamos a nadie con quien compartirla, porque una cosa era aceptar apuestas y otra, no tan aceptable, dejar que te detuvieran por ello, y nunca había contado esta historia hasta ahora.

Nick la observó cuidadosamente, absorbiendo cada gesto y cada expresión. Una profundidad en sus ojos que desafiaba a sus hijos a interpretar: la desazón, el doloroso rencor que se asienta bajo el plácido relato. Y la voz, con su tono objetivo, las vocales ligeramente extendidas y combadas, un sonido procedente de las viejas calles, la antigua canción popular ya trasladada a los suburbios próximos, y un leve acento irlandés que alentaba la pieza desde algún profundo lugar de la niñez.

Se oyó un ruido en la calle, un altavoz de automóvil fabricado a medida bombardeando la noche con música, un coche que era todo sonido, una bomba sonora móvil, y Nick dirigió una afilada mirada a su hermano, que se encogió de hombros y sonrió.

—Quiere tenerte sentada en su patio, mamá. Bajo estrellas brillantes. Con la silueta de los cactus bajo la luz de la luna.

—Imaginadme a mí con los cactus.

—Sin ruidos en las calles. Allí detienen a la gente por hacer ruido. Si tu jardín delantero no está limpio y cuidado los hijos de tus vecinos no dirigen la palabra a los tuyos.

Nick aguardó a que hablara de nuevo. Se abrió a todo cuanto había en ella, al pasado que nunca cesa de transcurrir, y al minuto que pasa, y a lo que siente ella cuando se rasca el dorso de la mano, estirando la piel y luego rascándola. Intentaba oír el rumor de su vida, la mosca que zumba en la habitación de la mujer que vive sola.

Uno de los gatos se frotó contra su tobillo, el macho anaranjado que su madre había encontrado en la calle. Lo apartó con el pie y sirvió café en todas las tazas.

Sentados a la mesa hablaban en voz baja.

Rosemary estaba en el dormitorio, y ellos charlaban entre los platos y las tazas y la gotita de leche derramada.

—¿Dónde duermes?

—Me preparo el sofá —dijo Matt—. ¿Dónde duermes tú?

—En Park Avenue Sur. El Doral. ¿Has venido conduciendo?

—He tomado el tren. Dímelo con toda seriedad. ¿Realmente quieres llevártela allí?

—Más que nunca.

—Tienes que tener en cuenta que esta mujer no está asustada. Lleva una existencia libre. La gente la conoce. La respetan. El vecindario sigue siendo algo vivo.

—Baja la voz.

—Bajo la voz.

—¿Viste los pasillos? —dijo Nick.

—Los pasillos. ¿Estos pasillos? ¿Qué pasillos?

Matt apiló unos cuantos platos y los llevó a la cocina.

—Escúchame. Ponte en el ascensor. Mira a la izquierda. Luego, mira a la derecha. ¿Qué ves?

—No lo sé. ¿Qué veo?

—Ves lo más largo, lo más triste, lo más espantoso, lo más deprimente… esa sensación, ¿sabes?

—Es un pasillo —dijo Matt.

—Es esa sensación. Una pesadilla sacada de algo estalinista o… bueno, estoy exagerando.

—Es un pasillo. Dicho sea de paso, lleno de niños pequeños la mayor parte del tiempo.

—Baja la voz.

—Mira, forma parte lógica de tu experiencia inventar una fantasía de sucesos tal y como piensas que se traslucieron o se están trasluciendo. No es algo desacostumbrado en ti.

Nick no era capaz de mirar a su hermano sin experimentar el deseo de propinarle un puñetazo en la boca. El mismo motivo de siempre: el padre, no la madre. La profunda discordancia, la vieja lucha de voluntades, esa cosa egoísta del concepto de hermanos.

—No vino nadie a por él, Nicky. Nadie le cogió y se lo llevó. Se marchó, básicamente, por nosotros. No quería ser un padre. Ser un marido ya era lo bastante malo, menudo lastre, ya sabes, repleto de obligaciones y de situaciones a las que no era capaz de enfrentarse. Era un solitario, por emplear el término romántico, sólo que peor que eso, era clínicamente egocéntrico, no por vanidad o estupidez, sino por algún temor, alguna perspectiva congénita, una proximidad de perspectiva que equivalía al miedo. Le impedía ver a los demás de otra forma que no fuera la de obstáculos, pequeñas formas borrosas que estorbaban su soledad, la dureza de su carácter. Debió haberse unido a la Legión Extranjera francesa cuando tenía veinte años. Y no es que quiera renunciar a mi propia existencia. Pero hablando de un modo honesto y realista. Eso es lo que debería haber hecho.

—Sabes muchas cosas. ¿Cómo sabes tanto?

—Ella me cuenta cosas. Me cuenta cosas que nunca te dijo a ti.

—Te estoy mirando mientras dices eso.

—Me estás mirando.

—Eso es.

—Me estás echando una de tus miradas.

—En efecto, eso estoy haciendo.

Matt se había acercado a la pila y fregaba los platos, con el grifo a medio abrir para que pudieran oírse mutuamente, y no se volvió a comprobar la mirada de su hermano.

—Tuvo algunos problemas. Algún aficionado especialmente avispado le encargó una apuesta absurda. Una apuesta gorda con pocas probabilidades de éxito. Para entonces, Jimmy ya funcionaba por su cuenta, independientemente de los Solomon. Conozco incluso el nombre del caballo.

—Sabes muchas cosas. ¿Por qué será que no me siento impresionado?

—Fue el agobio final, la presión final, y le echaron.

—Escúchame un momento. Estoy confundido. Échame una mano. Primero, se marcha a causa de nosotros. Luego se marcha porque alguien acierta una apuesta absurda y se ve imposibilitado para pagarla.

—Terra Firma. Jimmy no había trasladado la apuesta a corredores capaces de manejar aquellas sumas. A lo mejor se trataba de una apuesta de última hora y no le dio tiempo a ofrecerla por ahí.

—¿Tú sabes esto y yo no?

—Te está protegiendo.

—No me impresiona una mierda. ¿A qué se debe?

—No fue uno de esos dramas en que te obligan a subir a un coche y salen corriendo. Debía dinero y no podía pagarlo. Era un corredor de poca monta. Pagaba diez dólares a la semana a un fabricante de botones para que le ayudara a hacer las cuentas. Trabajaba con cifras pequeñas.

—Escúchame. ¿No es eso una invitación a la violencia? ¿Cuando debes dinero a alguien y no puedes pagar? ¿En esa clase de entorno?

—¿Qué entorno? Ya la has oído. No necesitaban matones.

—No, tenían policías. Pero no para esa clase de situaciones.

—Se marchó antes de que pudiera crearse ninguna situación. Se había pasado años con un pie dentro y otro fuera. Ya la oíste. La había dejado en otra ocasión. Estaba buscando una excusa para convertirlo en permanente.

—Tú sabes todas estas cosas. Y yo no. Y, sin embargo, es notable lo poco que me impresiona. Échame un cable. Explícamelo.

Matt cerró el grifo y miró a su hermano, sentado e inclinado sobre la mesa.

—Cometió el crimen más inconcebible de los italianos. Abandonó a su familia. Ni siquiera tienen nombre para eso.

—No se marchó. Vinieron y se lo llevaron.

—Sigue creyéndotelo —dijo Matt.

Abrió el grifo para pasarle la esponja a los platos y aclararlos. Regresó el mismo coche, la caja de graves tamaño automóvil, produciendo una borrosa tormenta de sonido ahí fuera. Nick se inclinó pesadamente sobre la mesa, con cansancio en los ojos, las cejas hundidas y los labios apenas entreabiertos en una rendija que era una sonrisa inerte. Parecía un hombre que hubiera comenzado a beber unas horas atrás decidido a alcanzar un grado especial de abandono.

Nadie hablaba. Matt lavó y secó un plato y, a continuación, intentó encontrar el lugar del armario en el que debía guardarse. El coche se alejó finalmente. Entonces, Nick se levantó. Recogió el resto de los objetos esparcidos por la mesa y los llevó a la zona de la cocina. No caminaba: se movía. Era un movimiento pesado, perezoso y pensativo.

—Tiene su iglesia —dijo Matt.

—¿Qué?

—Tiene su iglesia. Su sacerdote.

—Le buscaremos una nueva iglesia.

—No será lo mismo.

—No queremos que sea lo mismo. Queremos que sea diferente. De eso se trata.

Matt le alargó un vaso para que lo secara. Trabajaron en silencio durante un rato, fregando los platos y guardándolos, encontrando el lugar adecuado para cada artículo.

—¿Qué tal la industria de los desechos?

—Viento en popa. La industria de los desechos. Creciendo por minutos.

—No me choca.

—No nos da tiempo de construir suficientes vertederos, ni de cavar suficientes cuevas de enormes fauces.

—¿Te metes en esos sitios? ¿Acudes a ver el material de cerca?

—A veces paso con el coche. Los inspecciono de lejos.

—¿Te apesta la peste?

—Me ha ocurrido, sí.

—¿Llegas a ver las ratas? Debe de ser el Planeta de las Ratas.

Nick descubrió el lugar reservado en el armario para los platos de postre.

—¿Alguna vez te conté lo de la rata que vi en el centro?

—Creo que no —dijo Matt.

—Estaba pensando en eso mientras venía para acá. Tenía una cita con una chica, para ir a un sitio de jazz, fuimos a ver a Charlie Mingus, estoy intentando recordar. Creo que por entonces vivía en Palo Alto, trabajando en libros de texto. Volví para una conferencia. Tendría a lo mejor veintiséis años. Y mi pareja era una mujer alemana, una estudiante de filosofía, sí, y ahora que lo pienso también una especie de futura ejemplar del tipo terrorista, y nos fuimos a ver a Charlie Mingus en Hudson Street, no recuerdo dónde, y allí estaba Mingus, tocando su bajo y dirigiendo miradas encendidas a la caja registradora cada vez que ésta sonaba. Mingus era un tipo grande y ancho. Le veías y era como ver a tres tíos en el mismo traje. Luego la acompañé a casa, fuimos atravesando la ciudad a pie y llegamos al centro y a su casa, un apartamento a nivel de sótano en un viejo edificio, y entramos por la puerta. Nada más entrar por la puerta, enciende la luz. Y aparece una rata. Yo estaba ahí, de pie, pensando en lo que estuviera pensando. Pensamientos a los que el sexo no es ajeno. Y aparece una rata. Veo a la rata subir derechita por la pared. Corre pared arriba, una rata tremenda, y produce un sonido que aún soy capaz de oír, como el silbido de un cadáver. Y mi pareja. Mi pareja dice algo en alemán y alcanza no sé qué de una mesa y sale detrás de la rata. Yo me quedo ahí, quieto como un muerto. Inmovilizado de deseo congelado. El deseo se ha congelado en las piernas. Y mi pareja corriendo por el cuarto en persecución de la rata.

Matt depositó una taza húmeda sobre el trapo de cocina que Nick sostenía en la mano. Nick podía adivinar el placer del hermano pequeño que se ve invitado a participar en la acción, que obtiene detalles privilegiados relativos a un suceso infame. Tanto más dimensionales, más raros y más dulces en tanto que el narrador se permite aplicar un elemento de comicidad a su sobria persona, alguna tribulación o alguna vergüenza difícil de identificar. Tanto más íntimos y apetecibles.

—Y la rata baja por la pared opuesta y se cuela en el cuarto de baño como un juguete de cuerda, sólo que mil veces más rápida. Una rata formidable, grande y veloz, y mi pareja sale corriendo detrás de ella, blandiendo lo que fuera que estaba blandiendo y que en ningún momento llegué a identificar. Enciende la luz del baño y entra sin dudarlo. Yo, francamente, comienzo a sentirme un poco dado de lado. Pero qué más da. Me quedo donde estoy. Pienso. ¿Qué le está pasando a mi pareja de jazz? Se está desintegrando en beneficio de la caza de la rata. Y en ese momento, asoma la cabeza por detrás de la puerta.

Matt estudió el semblante de su hermano, moviendo perceptiblemente los labios al ritmo de su relato, anticipándose a una palabra, cambiando de expresión a la vez que Nick.

—Yo me he quedado tan lejos de la puerta del baño como he podido sin que se pueda decir que he salido del apartamento. Mantengo abierta la puerta de entrada. Mi pareja está en el cuarto de baño, en plena batalla con la rata, y alcanzo a oír ese silbido siniestro del bicho. Y mi pareja asoma la cabeza por la puerta del baño y dice, ¡no me puedo creer esto! ¡Es la segunda vez que tengo que matar a esta puta rata! ¡Raticida con calaveras! ¡Y ahora va y vuelve! Y regresa al interior para proseguir la cacería. Yo me siento completamente despreciable. ¿Acostarme con ella? No tengo derecho ni a estar en la misma ciudad. Me es posible oír a la rata corriendo por la bañera. Créeme, tío. Impresionante.

Matt estaba medio sofocado de placer. Produjo un sonido gutural, un temblor involuntario. Nick concluyó la historia: la rata escabulléndose pulcramente por un hueco de ventilación de la pared, la velada completamente echada a perder. Se tomaron otra taza de café y luego su hermano encontró la guía de teléfonos y llamó a un taxi. Nick permaneció junto a la ventana del salón. Buscaba con la mirada la presencia de prostitutas con medias elásticas en el tejado del motel.

Los italianos. Se sentaban en los escalones de entrada con abanicos de papel y naranjadas. Se fabricaban su propio mundo. Decían, ¿Quién hay mejor que yo? Ella nunca había podido decir eso. Ellos sabían sentarse ahí y decir eso y ser felices. Remontándose mentalmente a lo largo de las décadas. Vio a una mujer abanicándose con una revista y le pareció como una enciclopedia de brisas, el libro de todas las brisas que habían soplado jamás. La ciudad drogada de calor. Caballos sucumbiendo por las calles. ¿Quién hay mejor que yo?

Les oía hablar ahí fuera.

Quiere llevarme al zoológico porque los animales son de verdad. Le he dicho que eran animales de zoológico. Animales que viven en el Bronx. En la televisión puedo ver animales que viven en la selva o en el desierto. Conque cuáles son falsos y cuáles de verdad, y eso le hizo reír.

Hubiera sido más sencillo creer que lo merecía. Él se marchó porque ella era una mujer despiadada, estúpida y colérica, una mala ama de casa, una mala madre, una mujer fría. Pero no lograba inventar un argumento fiable para ninguna de aquellas excusas.

Pero no había intimidad más dulce, sus historias susurradas de jugadores y policías, los dos tumbados en la cama, sus días con los jefazos del tejido y los ordenanzas. La hacía reír, contándole aquellas historias a altas horas de la noche, noches de amor, susurrándole cosas luego, tendidos uno junto al otro en la cama, e incluso cuando estaba sin un céntimo le contaba chistes verdes por la noche.

Ahora comenzaba a vencerle el sueño, y rezó un Avemaría porque era lo que siempre hacía antes de dormir. Sólo que ya nunca estaba segura de si la última Avemaría que rezaba era un Avemaría de la noche anterior o de dos minutos atrás y rezó aquella oración y rezó aquella oración porque se le confundían las horas y no quería dormirse sin estar segura.

Poseía más cosas materiales que la mayoría de la gente que conocía, gracias a unos hijos que la ayudaban. Contaba con muebles más bonitos, con un edificio más seguro y con médicos a izquierda y derecha. La hacían ir a un ginecólogo, y venía Janet y venía Marian, dos mujeres de mundo, hurra. Pero aún no podía decir, ¿Quién hay mejor que yo?

Le había tocado el italiano, pero sin la familia, el muchacho que sencillamente se había presentado, como una sombra saliendo de la pared. Al principio no le importó. Le gustaba. No quería un montón de parientes viniendo de visita con blancas cajas de pastas. Le gustaba su delgadez, su falta de ligaduras. Pero entonces comenzó a ver lo que aquello significaba. Lo único que el oscuro cuerpo de aquel hombre preservaba era un chiquillo en un espacio vacío, el taimado muchacho a punto de agotar su suerte.

Entonces se durmió, y luego le despertó la música del coche. Volvió a oír sus voces, y las puertas del armario al cerrarse.

No demostraba su afecto. Lo demostraba pero no lo bastante. No era algo que se le diera bien. Pero en parte era culpa de él. Cuanto más le amaba ella, más se asustaba él. El miedo le asomaba a los ojos, contando chistes en la noche.

Les oyó abrir y cerrar las puertas del armario de la cocina. Nunca se habían aprendido dónde iba cada cosa. ¿Por qué iban a saberlo ahora? Gilipollas. Se rascó el dorso de la mano con fiereza y rezó otra Avemaría por si acaso la última había sido la de la noche anterior.

Así la habían criado. Ve a misa, cuida de tus padres, cásate con ese chaval tan trabajador, un chaval corriente, a lo huevos con beicon, solían decir. Y las monjas solían decirle, Eres una hija de María, y no tienes que besarle. Pero él no era un chico corriente, y ella le besaba.

No podía soportar la idea de que Nick estuviera en lo cierto. Alguien había venido y se lo había llevado. Aquello convertiría a su Jimmy en inocente. Algo que Nick pensaba desde pequeño. Pero acaso lo otro fuera peor, acaso la verdad fuera peor. No había ocurrido con violencia.

Se durmió y luego se despertó. Escuchó y supo que Nick se había marchado y que Matty se había acostado, y aguzó el oído para distinguir los sonidos de la calle y pensó en los animales en sus jaulas y sus hábitats, leones al lado de Boston Road, tosiendo por las noches.

Estaban poniendo el vídeo de nuevo, pero Nick no lo miraba. Permanecía junto a la ventana de su hotel, contemplando los automóviles que se movían en silencio por la avenida, el escaso tráfico bajo el fulgor de sodio de las farolas.

Estaba esperando a que el servicio de habitaciones le subiera su brandy.

Durante el recorrido hasta allí, el taxista había conducido con la mano izquierda todo el camino, un dominicano con camisa calada, el brazo derecho extendido encima del respaldo del asiento. Le habló a Nick de los asesinatos de taxistas gitanos, últimamente un suceso regular, un juego de azar al que tenías que jugar todas las noches.

A Nick no le gustaban los gatos. Cuando consiguiera de ella el sí, habría que jubilar a los gatos.

O bien te roban y te matan, o bien te roban y te dejan vivir, o les llevas a algún sitio con toda eficacia, dijo el hombre, y o te pagan o no te pagan.

Vivo una vida tranquila en una casa sin pretensiones de un suburbio de Phoenix.

Cuando consiguiera de ella el sí, no tendrían límites de tiempo para pasarlo recordando juntos.

Le había dado una buena propina al hombre. ¿Qué propina le das a un tipo que arriesga la vida cada vez que responde a una llamada? Nick confiaba en haberle dado una buena propina, generosa, pero no hasta el punto del ridículo, no hasta el punto de haber revelado con ello que era un forastero.

Contempló la pantalla del televisor, donde la cinta se aproximaba al punto en el que el conductor saluda con la mano, el gesto decidido desde la parte superior del volante, y aguardó a que el servicio de habitaciones llamara a su puerta.