Marvin, ya fuera de su sótano, tenía que guiñar los ojos contra la luz. Conducía con ademán tenaz, escogiendo un carril y adhiriéndose a él. Llevaba una cazadora marrón de forro escocés porque era lo que siempre se ponía cuando las hojas comenzaban a amarillear. Era un fiel cambio de atavío, un ajustamiento al cosmos que prestaba a su vida una apariencia de regularidad. Llevaba aquella chaqueta a través de las décadas, regalando las viejas al Ejército de Salvación y comprando otra igual, el marrón neutro que siempre alcanzaba a divisar en las perchas de los almacenes desde una distancia de cincuenta metros, en una de esas vastas zonas amortiguadas justo antes de la hora del cierre, junto a hileras de trajes dispuestos como ejecutivos en el infierno.
Llevaba también un par de guantes de látex, una precaución que siempre tomaba cuando iba a la ciudad.
Al llegar al Lower East Side condujo durante un rato a través de las calles hasta encontrar un hueco que le agradó, un lugar en el que no se lo llevaría la grúa ni le robarían, y tras cerrar el coche retrocedió un paso y estudió el resultado de su maniobra y la calle en general, viejos muebles en oferta y un aparcamiento para camiones en el que cada centímetro de cada camión aparecía cubierto de pintadas. Los humanos pasaban caminando con aspecto susceptible y desamado. Vio dos hombres en sillas de ruedas que se acercaban a los coches detenidos en el semáforo para gorronear algo de suelto.
Marvin echó a andar con su zancada deslizante, su especie de arrastramiento de pies explicativo, como un comentario sobre ese estilo de caminar en cuestión. Descendió por la calle Orchard observando la ropa de las ventanas y de los puestos, kilómetros de mercerías. Se detuvo para leer las inscripciones de una colección de cómo-se-llamen, camisetas, una antipática observación en prácticamente todas las prendas, palabras impublicables por la historia vestidas con camiseta en un escaparate. Junto a él había un joven flaco y tatuado, con un bigote a medio terminar, observándole airadamente. Él percibió la mirada, una mirada afilada y dirigida de plano a un costado de su cabeza.
Marvin lanzó un vistazo.
—¿Qué? Estoy mirando el escaparate.
—¿Que mire yo significa que tienes que mirar tú?
—¿Es que no puedo mirar? ¿Qué pasa? Es un escaparate.
—Me has visto mirar a mí. ¿Significa eso que tienes que mirar tu?
—¿Y qué? ¿Es que no puedo mirar acaso?
—Estoy mirando yo.
—Es un escaparate público —dijo Marvin.
—¿Quieres escaparate? Yo te daré escaparate.
—¿A qué viene esto de repente?
—¿Crees que quieres mirar? Yo te daré mirada.
Marvin se alejó porque qué otra cosa podía hacer, flexionando los dedos en el interior de los guantes de látex. Vivir era imposible. No podías ir por la calle poniendo un pie detrás de otro. Porque, ¿qué pasaba? Te mataban. Aparecen por una puerta y te apuñalan porque les miras. Es la última palabra en muerte y amenaza. Les miras y te matan. Una mirada que se cruce con la de ellos ya les da el derecho de acabar con tu vida.
Más tarde cruzó la calle Essex y encontró la panadería. Lo que le gusta es ver el trabajo de trastienda en primer plano, los hornos y mesas de mezcla donde fabrican bialys frente a tus ojos, un hombre con camisa blanca y delantal blanco con harina tamizada en sus manos y en sus brazos, y Marvin se sintió impresionado por la potencia de aquel instante, un sencillo drama de escaparate, la blancura del pan y del trabajo. Pensó que podría quedarse allí todo el día de pie observando cómo el panadero daba forma a la masa pastosa. Compró para después, para su hija, panecillos planos, salpicados de cebolla, que eran algo que te comes y también una ciudad y una religión y una guerra.
Caminó calle abajo notando el calor de la bolsa de la panadería contra las costillas. Pasó junto a un parque de recreo, con críos agachados y veloces corriendo por el campo de pelota mano, y media manzana más abajo todo se había vuelto chino.
Cuando aún tenía bien el estómago solía venir aquí con Eleanor.
Era el antiguo misterio de las cosas chinas, alimentos sobre mesas de vapor, vegetales que no era capaz de identificar, las mentes secretas de la gente. Se detuvo a mirar los peces vivos que se agitaban en acuarios de fabricación casera. Compró un rollito frito y le dio un bocado, más por el gesto que por el sabor, porque su sentido del gusto ya no era el de antaño. Era como el recuerdo de la comida, el fantasma del jengibre y de las cebolletas picadas.
Regresó al coche sin dejar de arrastrar los pies. Vio a los mendigos de las sillas de ruedas con sus barbas ralas, echando carreras en dirección a los coches detenidos, abriéndose paso, las manos animadas y gesticulantes. Era una competición de brazos giratorios, los ojos atisbando a través del vidrio polvoriento en busca de alguna señal de contacto desde el interior. Pero los conductores desviaban la mirada. Los conductores cerraban las ventanillas a los limpiaparabrisas, a los vendedores de flores, a los ladrones de coches, a los medio locos que piden conversación.
Les miras, te matan.
Condujo de regreso a casa, tensamente apoyado sobre el volante. Una inglesita de Somerset, imposible inventárselo. Tocaba la elegía para piano, la música favorita de Eleanor, más o menos una vez al mes, oprimiendo el botón de repetición para que continuara sonando sin parar. Era su voz la que oía en esta época del año, recordándole que sacara la cazadora marrón. Ya es hora de ponerse el viejo McGregor, Marv. En esa sencilla frasecita, palabra por palabra a través de los años, residía todo el qué, la profunda dependencia de dos personas que se habían conocido durante la guerra, que se intercambiaban cartas, que finalmente se habían casado, habían tenido un niño al cabo de algún tiempo, les costó trabajo, dos corazones unidos por el hábito de los días. Tintorería. Limpiaba toneladas de McGregors.
Cuando atravesó el umbral, el teléfono estaba sonando. Entró en la cocina, depositó la bolsa de la panadería sobre la mesa, se quitó la chaqueta, sonaba el teléfono, abrió el refrigerador, sacó la tónica de apio y echó un trago de la botella, ahora podía hacer eso, también había compensaciones. Se quitó los guantes, tan prietos que se resistían a la separación, pelándolos hasta alcanzar la parte más ancha de la mano y luego despegando cada dedo pegado, un proceso que le hacía sentirse medio artificial. A continuación atravesó la estancia en dirección al teléfono, un modelo blanco de pared junto al que había una fotografía que mostraba al presidente Reagan en el Salón Oval entre Bobby Thomson y Ralph Branca, la única referencia al béisbol que había en toda la casa por encima del sótano, los tres delante de una bandera con borlas. Porque podía resultar un coñazo, Eleanor, en el tema de beber de la botella.
Sonaba el teléfono. Lo miró y descolgó el auricular, ahora lo llaman receptor. Por fin se había decidido a vender la casa para irse a vivir al edificio de apartamentos de Clarice, la hija y el yerno arriba, en el cuarto, el padre abajo, en el tercero, en un piso manejable con plátanos enmoheciéndose en el alféizar de la ventana. Se ducharía sentado y mientras tanto, en el piso de arriba, Clarice y Carl correrían en su máquina de correr, se entrenaban para vivir eternamente.
—Llamo desde Phoenix —dijo la voz.
—¿La ciudad o el ave?
—Hace unos meses alguien que conozco. Hace diez u once meses. Fue a visitarle.
—No me acuerdo.
—Se llamaba Brian Glassic.
—No me acordaría ni bajo tortura. Hay gente que ha venido aquí media docena de veces. Los veo por la calle y podrían ser bolsas de ropa camino del aeropuerto. Funciono en el interior de mi mente.
—Sea como fuere, mencionó recientemente la visita. Me pregunto qué podría decirme usted acerca de la pelota del baúl.
Llamaban a su puerta para ver si estaba bien. Él asomaba la cabeza por la cortina de la ducha. No pasa nada, estoy bien, no pasa nada.
—Eres un hincha fiel, retirado en Arizona con una válvula cardíaca que implantaron con tiras de dacrón y cada vez te resultan más dulces los viejos tiempos. Has dedicado tu carrera a fusiones y, qué, a adquisiciones. Has ganado millones pero continúas insatisfecho. Anhelas una última adquisición que sea algo personal surgido del corazón.
—Brian ya me dijo que podría resultar en algo así.
—Quieres hablar de la pelota, y empiezas por aproximarte. El hecho es que estoy dispuesto a vender. La gente lo sabe. Recibo llamadas de tipos con voces granulosas. Con las encías rellenas de polímeros. Tienen aberturas que han taladrado en sus costados para desviar los desechos humanos. Regresan a casa del hospital con eco-Doppler. Me llegan noticias de hombres con bypass cuádruples, con nitroglicerina en el torrente sanguíneo con la que fabricarías dinamita.
—Ya he dejado de ser un hincha. Ya no sigo a los equipos.
—Personalmente, me encuentro en la categoría de someterme a análisis. Significa que tengo cánceres recurrentes en tantas partes del cuerpo que el médico me los puntúa por grupos. No se preocupe, no pretendo que se ría. Intento que se sienta mal.
—Usted es fan de los Dodgers, ¿verdad?
—Desde antes de nacer.
—¿Criado en Brooklyn?
—Criado en Brooklyn, compro las tartas de queso en el Bronx, me traslado al Lower East Side para unas cosas y otras.
—Un fan de los Dodgers. Pero ha reproducido el marcador de los Polo Grounds en su sótano.
—Para recordarme —dijo Marvin—. O prepararme. Ya he olvidado para qué.
—Yo no me he jubilado. Ni he ganado millones. Y no sé exactamente por qué quiero comprar la pelota.
Aquello estaba bien. A Marvin le gustaba aquello. Estaba bien oír a alguien que no palpitaba mentalmente por los viejos Giants o la vieja Nueva York. Tienen taburetes que puedes comprar en las ortopedias y que colocas en la ducha para poder sentarte y lavarte las partes más remotas de tu cuerpo sin caerte y romperte la cadera, lo había visto un día en el canal de caderas artificiales, con asientos anatómicos y patas antideslizantes. Tienen canales para todas las partes del cuerpo.
—Me llama usted de quién sabe dónde —dijo Marvin—. Y quiere cerrar un trato. Pero no sabe por qué.
—Exacto —dijo la voz.
Perfecto. Porque esa había sido la situación de Marvin durante mucho tiempo. Era su situación exacta. Durante años, había ignorado el motivo por el que perseguía objetos exhaustos. Toda aquella pasión frenética por una pelota de béisbol y por fin entendía que era Eleanor lo que tenía en mente, era un cierto terror en las profundidades de la piel lo que le hacía recoger cosas, amasar posesiones y efectos frente a la oscura forma de alguna pérdida insoportable. Fetiches. Lo que recordaba, lo que aún vivía en el viejo y ahumado cuero del guante de béisbol en el sótano, era el toque de su Eleanor, eran los ojos de su mujer en las fotografías ovaladas de hombres con mostachos. La situación de pérdida, el carácter ficticio de su longitud solitaria. He ahí una palabra que nunca pensó que tuviera que emplear, pero aquí estaba, agazapada durante años en su mente aislada, saliendo para alargar la pérdida.
—Tengo un tumor en forma de hongo.
—Sí.
—El médico lo denomina masa fungosa.
—Desconozco tal término.
—Yo tampoco lo conocía. No viene en el diccionario, porque he mirado en dos. Cuando recurren a términos ajenos al diccionario significa que se están despidiendo de uno.
Iban a Chinatown. Iban a la costa de Jersey y comían pez espada cazado con arpón, que sabe mejor que cuando el animal ha muerto estrangulado por una red, con aceite de oliva y alcaparras, el último gran plato de pescado del planeta.
—Quiero decírselo desde el principio. No tengo el cómo se llame completamente establecido.
—El linaje.
—El linaje. No tengo el linaje completo.
Reveló a su interlocutor algunas cosas sobre la pelota. Le dijo que era una larga historia pero que la abreviaría. No la abrevió. ¿Por qué iba a hacerlo? Le estaba dando conversación. Y lo vio venir incluso mientras iba recitando los comentarios acostumbrados, mientras pronunciaba sus frases reconfortantes. Clarice tendría que alquilar una cama de hospital para el apartamento, con los costados elevados para que no pudiera caerse al suelo. Vendrían forasteros a lavarle los genitales, inmigrantes procedentes de países del corredor de turismo, con vidas propias de las que no alcanzaba a imaginar ni un solo minuto. Olvidaría cómo comer, cómo decir simples palabras. Su cuerpo permanecería allí tendido, intentando recabar los elementos necesarios para aspirar aire de nuevo. Un tubo de oxígeno en la nariz y unos plátanos en el alféizar de la ventana, los odia cuando están pasados y llenos de manchas. Clarice hablando quedamente, aplicándole un paño fresco sobre la cabeza desnuda. No pasa nada, estoy bien, no pasa nada. Carl en sus blancos pantalones cortos bien planchados y sus calcetines de tenis, un agente de bolsa disfrazado de muchacho.
—¿Queremos hablar de precio? —dijo la voz.
Al agua se le llama agua, pero él no sería capaz de decirlo. El cuerpo olvida las cosas más básicas. Siguió hablando por teléfono con Phoenix y dirigió la mirada hacia su cazadora, colgada de una silla.
—Habían viajado a la costa de Jersey. Habían hecho el amor, habían hecho ensaladas. Aquello había sido cuando los términos seguían en el diccionario.
Aquella noche cenó medio melón previamente relleno de uvas en la zona vaciada. Así lo vendían en el supermercado, envuelto en plástico adhesivo.