Brian enfiló la carretera hacia el Norte, buscando una señal que le condujera al puente. Una gabarra de cieno avanzaba río abajo, hedionda y semihundida. Notó la antigua inquietud. No era algo ampliamente conocido, era algo poco conocido que experimentaba cosas terribles cada vez que atravesaba un puente. Cuanto más alto y más largo, más profunda era su sensación de falta de aliento ante el abismo. Y éste era un puente importante que salvaba un ancho e histórico brazo de agua. Lo cierto de los puentes es que le hacían sentir como si estuviera realizando un giro moebiusiano, adquiriendo un único costado, perdiendo todo control de nombres, lugares, sabores y fines de semana con los suegros: como si se viera suspendido antes de su nacimiento en medio de un espacio genérico.
Entonces lo vio en la distancia, con sus vigas y sus cables de acero, extendiéndose hasta la orilla vallada. Siguió las indicaciones, realizó los giros y enfiló el puente, escogiendo el nivel superior debido a que el alargado Lincoln gris que le precedía prefirió ese camino. Lincoln y Washington, guardadme. La radio despedía un estruendo de voces llamantes, que braman, que escupen perdigones, jergas de chavales y rap callejero, e imaginó una larga cola de almas underground aguardando para entrar en la banda de emisión y anunciar las noticias de incógnito. Escuchó con gratitud solemne. Era un clamor tan potente que equivalía a una fuerza vital, trasladando a aquel muchacho de Ohio a través de su ansiedad desnuda al otro lado, a la orilla de Jersey.
Buscaba la 46 Oeste. Había escrito las indicaciones que el hombre le había recitado por teléfono. El hombre había recitado las rutas y las calles de un modo tan automático que Brian comprendió que numerosos peregrinos habían atravesado ya el río.
Había escrito las indicaciones en una cuartilla con la cabecera del hotel, y llevaba la página junto a él, en el asiento del acompañante, donde podía dirigirle un vistazo cada diez segundos. Tras recorrer una milla en la 46 Oeste divisó la estación de servicio Exxon y maniobró para tomar la 63 Sur, acelerando durante el trecho de tres millas que le separaba del restaurante Point Diner. A continuación, giró en redondo hacia la izquierda para escapar del aullido de un tráfico altamente motivado, penetró en las calles residenciales y comenzó a relajarse por fin a medida que se aproximaba al círculo de Kennedy Drive, otro presidente muerto.
Bajó por una calle secundaria hasta una vieja casa de madera. Abrió la puerta Marvin Lundy, un sujeto encorvado que caminaba arrastrando los pies con elegancia, próximo a los setenta, con un cigarrillo consumido en la mano. Brian pensó que le recordaba a algún cómico de variedades retirado incapaz de sobrevivir más allá de la última conversación que había monopolizado. Siguió al hombre a través de dos habitaciones impregnadas de una lobreguez de acuario. Luego, descendieron al sótano, una amplia estancia decorada en la que Marvin Lundy conservaba su colección de recuerdos de béisbol.
—Mi difunta mujer nos habría servido té con buñuelos frescos que hacía ella misma, en todos sitios pasa igual.
La habitación estaba llena de objetos dispuestos con gusto. Jerséis de franela que alfombraban las paredes, gorras con insignias de recuerdo prendidas en los visores, hojas de periódico enmarcadas y colgadas. Brian llevó a cabo un recorrido completo con aire reverente, examinando bates autografiados que se alineaban en soportes murales fabricados a medida, bates de juego exquisitamente abollados, algunos de los cuales mostraban trazas de alquitrán sobre el mango. Había asientos de estadio etiquetados como si fueran raros especímenes botánicos: Ebbets Field, Shibe Park, Griffith Stadium. Casi tocó un viejo guante de béisbol dispuesto sobre un pedestal, un objeto amarillento y rajado, salpicado de mellas y ahumado por el sol y patriarcal, pero se las arregló para contenerse. Contempló pelotas autografiadas protegidas por globos de plexiglás. Se inclinó sobre vitrinas en las que se conservaban tarjetas de cigarrillos, resguardos de entradas, contratos firmados por jugadores famosos, juegos de béisbol de mesa del siglo XIX, envoltorios de chicle que mostraban los semblantes rosáceos propios de la juventud de Brian, sus nombres una especie de poesía que flotara a lo largo de las décadas.
—Habríamos puesto una compota de fresas en los buñuelos que, créame, toda la vida transcurrida desde el Renacimiento palidece en comparación.
Nada de todo aquello despertaba asombro. Resultaba interesante, incluso conmovedor en cierto modo, pero no grandioso ni memorable. El toque magnífico, el capricho extravagante e incomparable, era la enorme construcción que ocupaba la pared del fondo, una réplica del antiguo marcador y de la fachada de los vestuarios del estadio Polo Grounds. Cubría una zona de unos seis metros y medio de longitud por tres y medio de altura, desde el suelo al techo, e incluía el logotipo y el eslogan de Chesterfield, el reloj de Longines, un remedo de las ventanas de los vestuarios y, por fin, una tabla de puntuación realizada a mano en la que aparecían anotadas una por una todas las entradas del célebre partido de la final de 1951.
—Había que comerlos calientes. Tenía por norma no andar perdiendo el tiempo, Eleanor, porque si están tibios pierdes por completo la experiencia.
Brian, junto al marcador, miró a Marvin como si esperara su permiso para tocarlo.
—Conté con un delineante, un carpintero, un electricista y un pintor de anuncios, no un pintor casero, muy temperamentales. Les mostré fotografías y ellos tomaron medidas e hicieron esbozos para respetar las proporciones e imitar los colores. La señal de golpe válido y la E se encienden, pero es una equivocación. ¿Dónde vive?
—En Phoenix.
—Nunca he estado allí.
A la potente luz de allí abajo podía ver que la cabellera de Marvin Lundy era un retazo de pelo sintético borroso, marrón ceniciento, peinado cuidadosamente hacia delante, que hizo pensar a Brian en Las Vegas, en anillos para el meñique y en cáncer de próstata.
Dijo a Marvin:
—Crecí en el Medio Oeste. Los Indians de Cleveland, ése era mi equipo. Y anoche, venía en el avión en viaje de negocios y vi un artículo en la revista de a bordo, la reseña sobre usted y su colección, y experimenté un poderoso impulso de ponerme en contacto con usted y ver estas cosas.
Él acarició con los dedos la sedosa solapa del esmoquin de Babe Ruth.
—Mi hija me convenció para aceptar la entrevista —dijo Marvin—. Cree que estoy convirtiéndome en un cómo-se-dice.
—En un anacoreta.
—En un viejo anacoreta con medio estómago. Así que ahora mi foto está en veinte mil bolsas de asiento. Ésa es su idea de salir y conocer gente. Colocarme ahí dentro, con las bolsas para el mareo.
Brian dijo:
—Fui a una exposición de coches que tuvo cierto efecto en mí.
—¿Qué le hizo?
—Coches de los años cincuenta. No lo sé.
—Siente uno lástima de sí mismo. Cree que se está perdiendo algo y no sabe lo que es. Te sientes solitario en la vida. Tienes un empleo, y una familia, y un testamento legitimado, ya, a tu edad, porque de lo que se trata es de morirse preparado, de morirse legalmente, con todos los papeles firmados. Una muerte líquida, capaz de ser transformada en metálico. Solías tener las mismas dimensiones que el universo observable. Ahora, eres una mota perdida. Contemplas coches antiguos y recuerdas un objetivo, un destino.
—Es ridículo, ¿verdad? Pero probablemente también es inofensivo.
—Nada es inofensivo —dijo Marvin—. Estás preocupado y asustado. Ves la guerra fría disipándose, y eso hace que te cueste trabajo respirar.
Brian atravesó la verja de entrada de un viejo estadio. Crujió casi amorosamente.
Dijo:
—¿Guerra fría? Yo no veo que la guerra fría se disipe. Y si la viera, mejor. Me alegraría.
—Déjeme explicarle algo que quizá nunca ha observado.
Marvin estaba sentado en una butaca junto a un viejo baúl de equipos en el que podía leerse la inscripción Boston Red Stockings. Señaló la butaca del otro lado del baúl y Brian se aproximó a ella y tomó asiento.
—Se necesitan los líderes de ambos bandos para que la guerra fría continúe. Es lo único constante. Algo honesto, fiable. Porque cuando la tensión y la rivalidad concluyen, entonces es cuando dan comienzo tus peores pesadillas. Todo el poder y la intimidación del Estado fluyen de tu propio torrente sanguíneo. Ya nunca serás el principal… ¿qué es lo que quiero decir?
—No estoy seguro.
—Punto de referencia. Porque irrumpirán otras fuerzas, exigiendo y desafiando. La guerra fría es tu amiga. La necesitas para mantenerte en una posición superior.
—¿Superior a qué?
—¿No sabe a qué? ¿Ignora que todo se encuentra dirigido a tu dominio del mundo? Ya ve lo que tienen en Inglaterra. Cuarenta mil mujeres dando vueltas en torno a una base aérea para protestar por las bombas y los misiles. Algunas de ellas son hombres travestidos. Tienen budistas que golpean tambores.
Brian ignoraba cómo responder a aquellas observaciones. Quería hablar de antiguos jugadores, de las dimensiones de los estadios, de los motes y de las poblaciones con equipos de segunda división. Para eso estaba allí, para rendirse al anhelo, para escuchar a su anfitrión recitando textos anecdóticos, todas las historias transmitidas verbalmente en torno a jugadas estúpidas y torbellinos de gente peleándose, duelos de lanzamiento que se prolongaron hasta el crepúsculo, historias que Marvin llevaba medio siglo coleccionando: ese profundo eros del recuerdo que separa al béisbol de otros deportes.
Marvin permaneció allí sentado, contemplando el marcador, el cigarro levemente deshilachado por el extremo encendido.
—Pensé que íbamos a hablar de béisbol.
—Estamos hablando de béisbol. Esto es béisbol. ¿Ve ese reloj? —dijo Marvin, Está parado a las tres cincuenta y ocho. ¿Por qué? ¿Porque a esa hora fue cuando Thomson logró el home run contra Branca?
Lo pronunciaba Branker.
—¿O porque ese día fue cuando descubrimos que los rusos habían hecho estallar una bomba atómica? ¿Sabe?
—¿Qué? —dijo Brian.
—Había veinte mil asientos libres. ¿Sabe por qué?
—¿Por qué?
—Se reirá usted en mis narices.
—No, no lo haré.
—Da igual. Es usted mi invitado. Quiero que se sienta como en su casa.
—¿Por qué tantas localidades libres en el partido más importante del año?
—En muchos años —dijo Marvin.
—En muchos años.
—Porque ciertos acontecimientos poseen una cualidad de temor inconsciente. Creo profundamente que la gente percibió una especie de catástrofe en el aire. No acerca de quién ganaría o perdería el partido. Alguna fuerza espantosa que devastaría… ¿cómo es la palabra?
—Devastaría.
—Devastaría. Que devastaría el juego en su conjunto. Tiene que tener en cuenta que durante los años cincuenta la gente se quedaba en su casa. Sólo salíamos para conducir. Los parques públicos no estaban llenos de gente como ha ocurrido luego. Un museo era una colección de habitaciones vacías con guerreros de armadura y con un vigilante muerto de sueño por cada siete siglos.
—En otras palabras.
—En otras palabras, que existía una mentalidad subyacente de quedarse en casa. Porque flotaba una amenaza suspendida en el aire.
—Y afirma usted que la gente tenía una intuición especial sobre aquel día en particular.
—Es como si lo supieran de antemano. Percibían que había una conexión entre aquel partido y algún suceso estremecedor que pudiera tener lugar al otro extremo del mundo.
—En aquel partido en particular.
—No el día anterior ni el día después. Porque se trataba de un partido a todo o nada entre los dos rivales que más se odiaban de la ciudad. La gente tenía la premonición de que aquel partido se hallaba vinculado a algo mucho mayor. Desarrollaban el proceso mental de quiero salir de casa y meterme en un lugar enorme y lleno de gente, que es el peor sitio para estar si sucede algo espantoso, o debería quedarme en casa con mi familia y mi flamante televisor nuevo, algo a lo que el sentido común dice sí, en su armarito chapado de madera de arce.
Para su sorpresa, Brian no rechazó aquella teoría. No la creía necesariamente, pero tampoco la descartaba. La creía provisionalmente allí, en aquella habitación situada bajo tierra de una casa de madera, una tarde de fin de semana, en Cliffside Park, Nueva Jersey. Resultaba líricamente cierta a medida que emergía de los labios de Marvin Lundy y alcanzaba el oído medio de Brian, indemostrablemente cierta, remota e inadmisiblemente cierta pero no completamente antihistórica, no carente de cierto matiz de auténtica narrativa interior.
Marvin dijo:
—Y la cosa es interesante, porque cuando fabrican una bomba atómica, escuche bien esto, hacen el núcleo radiactivo exactamente del mismo tamaño que una pelota de béisbol.
—Siempre pensé que era como un pomelo.
—Una pelota de béisbol oficial de liga de no menos de nueve pulgadas de circunferencia, según el reglamento.
Cruzó las piernas, se introdujo un dedo en el oído y lo sacudió para aliviar un picor. Marvin tenía unas orejas enormes. Por primera vez, Brian reparó en la música que surgía de algún lugar de la casa. Quizá llevaba oyéndola todo el rato al borde de la asimilación, música fundida con el tono de la habitación, aeroplanos descendiendo hacia Newark, el leve lamento del tráfico disparado por las autopistas de ahí fuera: una moderada melancolía, un estudio para piano dotado de la textura de algo viejo y mimado, como una rosa prensada entre las páginas de un libro.
—La gente percibe cosas que son invisibles. Pero cuando tienes algo delante de la cara, entonces es cuando te pasa completamente desapercibido.
—¿A qué se refiere? —dijo Brian.
—Este Gorbachov que anda por ahí con esa cosa en la cabeza. ¿Es una marca de nacimiento, lo que tiene?
—Sí, eso creo.
—Es grande. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Sí, es bastante grande.
—Llamativa. Uno no puede por menos de advertir su presencia. ¿Tengo razón?
—Sí, la tiene.
—¿Y está también de acuerdo conmigo en que millones de personas ven esa cosa todos los días en los periódicos?
—Así es.
—Abren el periódico y ahí está la cabeza del tipo con esa marca impresionante en toda la cúpula. ¿Cierto?
—Sí, claro.
—¿Qué significa? —dijo Marvin.
—¿Por qué tiene que significar algo?
—Póngase en lo evidente.
—Así es la cara del tipo —dijo Brian—. Es su cabeza. Una señal, una marca de nacimiento.
—Eso no es lo que yo veo.
—¿Qué ve usted?
—Me lo ha preguntado, así que se lo diré.
Marvin veía el primer indicio de un total derrumbamiento del sistema soviético. Impreso sobre la cabeza de aquel hombre. El mapa de Letonia.
Dijo aquello sin torcer el gesto, cómo Gorbachov estaba básicamente transmitiendo la noticia de que la URSS se enfrentaba a desórdenes en sus repúblicas.
—¿Eso piensa de una marca de nacimiento? Aguarde un minuto.
—Perdone, pero si hacemos girar el mapa de Letonia noventa grados de tal modo que la frontera occidental quede mirando hacia arriba, ésa es exactamente la forma que hay en la cabeza de Gorbachov. En otras palabras, cuando está tumbado en la cama por la noche y se acerca su mujer para darle un vaso de agua y una aspirina, lo que ella contempla es Letonia.
Brian intentó conjurar la forma de la mancha de vino en la cabeza Gorbachov. Quería compararla con algún recuerdo de exámenes de geografía en suaves atardeceres, sus extremidades ligeramente doloridas por tensiones biológicas y la dulzura del final del colegio. La vieja estrofa melódica regresó a él como una canción de cuna, Estonia, Letonia, Lituania. Pero la forma del mapa se le escapaba en ese instante, las siluetas precisas de aquellas anatomías anidadas.
Marvin contemplaba de nuevo el marcador.
—La gente colecciona, colecciona, siempre están coleccionando. Hay personas que persiguen cualquier cosa procedente de la Alemania de guerra. Naziana. Hablo de coleccionistas importantes en busca de la gran historia. ¿Significa eso que los objetos de esta habitación sean chucherías sin importancia? ¿Qué palabra estoy buscando que suena como si te estuvieran inyectando una vacuna en las partes blandas del brazo?
—Inocuo.
—Inocuo. ¿Qué soy yo, inocuo? Esto es historia, desde las primeras páginas. De principio a fin. Feliz, trágica, desesperada —Marvin desvió la mirada—. En este baúl que hay aquí tengo la única cosa que toda mi vida, durante los últimos veintidós años, he intentado conseguir.
Brian creyó intuir qué.
—Investigué, busqué y finalmente la encontré y la compré, hace dieciocho meses, y ni siquiera la tengo expuesta. La guardo en el baúl, oculta.
Ahora era Brian quien estudiaba el marcador.
Marvin dijo con tono malhumorado:
—Es la pelota del home run de Bobby Thomson, que logré localizar comenzando por los rumores que corrían en el mundillo. Ni siquiera era un mundillo por entonces, tan sólo unos cuantos aficionados que tenían el teléfono o el nombre de pila de alguien, una pista de lo más débil que yo perseguí furiosamente.
Se detuvo a encender el puro. Era viejo y rancio, y su aspecto era el de una salchicha de soja procedente de la cafetería de la facultad. Pero Brian comprendió que el puro era un requerimiento tribal, aunque el humo le picara en los ojos.
Durante las tres horas siguientes, Marvin habló de su búsqueda de la pelota. Olvidó algunos nombres y mutiló otros. Perdía ciudades enteras, situándolas en zonas horarias equivocadas. Describió cómo había seguido pistas falsas hasta lugares remotos. Subiendo tramos de escaleras hasta buhardillas con techo de vigas para mirar en viejos baúles entre las sábanas de la abuela y las fotografías de los muertos.
—Me lo decía a mí mismo miles de veces. ¿Por qué quiero esto? ¿Qué significado posee? ¿Quién lo tiene?
A lo largo de la narración, de aquella épica errante, recortada aquí, exagerada allá, Brian confiaba en que el hombre era descuidado únicamente en la narrativa. La búsqueda propiamente dicha había sido dura, feroz, meticulosa y agotadora.
En cierto momento, Marvin contrató a un hombre que trabajaba en un laboratorio fotográfico y tenía acceso a equipos especiales. Juntos estudiaron fotografías de prensa de las gradas de la izquierda de los Polo Grounds, tomadas justo después de que la pelota cayera sobre ellas. Contemplaron imágenes ampliadas y realzadas. Acudieron a agencias de fotografías y bucearon en sus archivos. Marvin buscó personas que pudieran procurarle acceso clandestino a los depósitos de los periódicos, en los agencias telegráficas y en las principales revistas.
—Estudié un millón de fotografías porque de eso se trata la teoría de la realidad según los puntos: de que toda información resulta disponible si uno analiza los puntos.
Su voz emitía un leve crujido que sonaba como el ruido de fondo que producen las interferencias de la señal en las radios.
Compró películas originales. Se hizo con equipos de laboratorio. Comía con una lupa atada en torno al cuello. La casa estaba llena de hojas de contacto, copias en brillo, ampliaciones colgadas de las cuerdas de tender la ropa que atravesaban varias habitaciones. Su mujer y su hijo volaron a Inglaterra para visitar a sus parientes, porque Marvin, de algún modo, se había casado con una inglesa.
Contrató a un detective privado que sufría hemorragias nasales intermitentes. Publicaron anuncios en la sección de contactos personales de revistas de deporte, tratando de localizar a personas que hubieran estado sentadas en la sección 35, allí donde cayó la pelota.
Estaba la minuciosa manipulación fotográfica, el enfoque de las imágenes, el como-se-llame que las descompone en unidades más pequeñas.
—Resolución —dijo Brian.
Y luego estuvieron el largo viaje, arrastrándose con las maletas a través de estaciones de ferrocarril desiertas, los agrios vuelos invernales con hielo en las alas, el fatigoso tránsito, una palabra que ya no ha vuelto a oír, la irrupción en las casas y en las vidas de otras personas: la cosa física en sí, no fotografiada, de manos con manchas de vejez y barbillas con hoyuelos y esa sensación esparcida de lo que recuerdan y lo que olvidan.
1. La viuda de Long Island removiendo la taza con la cuchara.
2. La cantante evangelista llamada Prestigious Booker que guardaba una pelota de béisbol en la urna que contenía las cenizas de su amante.
3. El buque del muelle de San Francisco… ni siquiera lo menciones.
4. El hombre del automóvil, en el condado de Deaf Smith, Texas, el quinto pino original.
5. Toda una generación de rostros de Jesús. Por todas partes jóvenes con barba y sandalias, con barba y descalzos: diminutas lentes escrutadoras con montura de alambre.
6. La sensación de Marvin de hallarse perdido en Norteamérica, vagando por ciudades carentes de barrio céntrico.
7. La mujer de Long Island, como-se-llame, cuyo marido se encontraba presente en el partido: servía café instantáneo en tazas en un museo de muñecas.
8. La familia copta de Detroit… da igual, es demasiado complicado, revueltas e incendios a lo lejos, carros de combate por las calles.
9. La detallada confusión de la narrativa de Marvin, recuerdos de otras gentes mezclados con los suyos, adaptados a las deformaciones del tiempo.
10. Un tornado tocando tierra, rozando las copas de los árboles en un entramado malévolo, el cielo inmundo de escombros voladores.
11. ¿Qué marido era el de la película que analizó Marvin, peleándose por la pelota? Y todo lo que tenía la señora en casa era café instantáneo.
12. Ascendiendo por el costado de un edificio en un ascensor que es transparente.
13. El barco del muelle… por favor, ahora no.
14. Qué misterio todo a su alrededor, cada calle profundamente inmersa en un asombro radiante.
Brian escuchó todo aquello y escuchó cómo acababa la música y cómo volvía a empezar, la misma pieza para piano, y no era la segunda vez que la oía sino quizá la octava o la novena, y escuchó de Marvin su teoría de la realidad según los puntos y percibió una fuerza subyacente en aquella cuestión de la incansable búsqueda fotográfica, algún prototipo que no conseguía definir estrechamente.
—Lo dije mil veces. ¿Cuánto tiempo tengo que buscar? ¿Por qué lo busco? ¿Dónde está?
Puso anuncios para buscar películas de aficionado filmadas durante el partido y compró unos pocos minutos de violenta acción en los que se veía una mancha borrosa, masiva y pulsante, sobre el muro de la izquierda del campo, algo grabado por un tipo desde las gradas. Consiguió un impresor óptico. Refotografió la filmación. Amplió, reubicó, analizó. Recorrió la grabación fotograma a fotograma para ralentizarla, para combinar varios segundos de película en una sola imagen. Examinó las zonas de película próximas a los dientes en busca de una mota de información, un mínimo de imágenes ausentes. Era una labor de refinamiento talmúdico, aproximándose y alejándose, tratando de proporcionar definición al semblante de un hombre, de leer el nombre que una mujer llevaba grabado en la pulsera que portaba en el tobillo.
A Brian le avergonzaban las obsesiones ajenas. Ponían de manifiesto su propia mediocridad, la voz que oía, débil y lejana, que le decía que no se molestara.
La mujer y el hijo de Marvin regresaron a casa y volvieron a marcharse. La casa se había convertido en una trampa-cepo de imágenes amenazantes. La mueca aislada, el pelo que brota de la verruga en la barbilla del viejo. Todas las imágenes un hervidero de puntos cristalizados. Una fotografía es un universo de puntos. El grano, el halo, esas pequeñas cosas plateadas agrupadas en la emulsión. Cuando penetras en un punto, obtienes acceso a información oculta, te deslizas hacia el interior del acontecimiento más nimio.
Esto es lo que consigue la tecnología. Arranca las sombras y redime el pasado aturdido e incomprensible. Da vida a la realidad.
Marvin Lundy abrió el baúl.
La pelota de béisbol estaba envuelta en papel cebolla en el interior de un viejo estuche Spalding de color rojo y blanco. Había gruesas pilas de fotografías y de correspondencia, así como otros materiales relacionados con la búsqueda. Certificados de nacimiento, pasaportes, actas, testamentos ológrafos, detalladas listas de las posesiones de la gente, había prendas manchadas de sangre en bolsas de Ziploc.
Extrajo unas cuantas diapositivas de un sobre marrón y se las mostró a Brian.
Se trataba de una secuencia en torno a la lucha por la pelota, gente arracimada, dijo Marvin, arañando y aferrando, y un hombre en la última fotografía, solitario y llamativo, con camisa blanca, observando la rampa de salida, observándola intensamente, dirigiéndole una mirada encendida a alguien, probablemente a la persona que se había hecho con la pelota, pero Marvin, a pesar de su maestría en el tratamiento de los puntos, no conseguía imaginar el modo de rotar las cabezas de la gente de la rampa para poder contemplar el rostro del individuo en cuestión.
—Pero identificó usted al hombre de la camisa blanca.
—A base de procesar la imagen de la contraportada de revistas en las que se anuncian camas de agua y anuncios guarros.
—Y fue a ver a su mujer.
—Esto ocurre muchos años después del partido. Ocurrió que se había muerto. La viuda está sentada en una casa fría removiendo una tacita con la cuchara. Intento averiguar lo que pudiera haberle contado acerca del partido, de la pelota, de lo que fuera. Qué partido, dice ella. Intento explicarle las atenuaciones del caso. Pero han pasado más de veinte años. ¿Qué partido? ¿Qué pelota?
Una mujer descendió por las escaleras con una bandeja de café y pastel de queso. Parecía surgida de la historia de Marvin, una figura recordada que hubiera adoptado forma material. Marvin cerró el baúl para que pudiera depositar la bandeja sobre su tapa. Era su hija, Clarice, decidida a cuidar de papá cualesquiera que fueran sus objeciones.
—No te he oído entrar. Entra como si fuera una china, con los pies vendados.
—Estabas hablando. Podrían estar atracándonos a mano armada y no oirías lo más mínimo.
Andaba por las postrimerías de la veintena, y era rubiácea, con un cuerpo esculpido en el gimnasio. Reveló a Brian que vivía a diez minutos en coche y que trabajaba como taquígrafa en el juzgado. Él pensó que no le resultaría difícil enamorarse del acento de culebrón de su voz y de las curvas de sus muslos bajo la falda de lino.
—Ya casi hemos terminado aquí, Clarice.
—Sí, dentro de otras cien horas agotadoras. Puede que tu invitado tenga otras cosas que hacer.
—¿Qué iba a tener?
—Oscurecerá pronto.
—Oscuridad, luz. Sólo palabras.
La caja de la pelota descansaba sobre un costado entre fotografías diseminadas por el suelo, y la pelota había resbalado al exterior, aún envuelta en su papel. Clarice arrimó una silla y ella y Marvin concluyeron la historia, más o menos, a través de sendos bocados de pastel de queso.
—¿Durante cuántos años, Clarice, he estado buscando a un hombre que se llamaba Jackson o Judson?
—Ve al grano —dijo ella.
—Porque había pistas solapadas que le señalaban como alguien que podría interesarme. Y para entonces la pelota cuenta con una historia que he recorrido paso a paso, una historia en la que algunas cosas encajan y se unen entre sí. Pero no logro localizar al hombre, ni siquiera… ¿qué?
—Determinar —dijo Brian.
—Su nombre correcto. Para entonces, olvídate de las películas: me sirvo de rumores y de sueños. Existe una percepción extrasensorial de la pelota, un no sé qué clandestino, una consciencia, y lo oigo en sueños.
—Más rápido, papá, más rápido.
—Entretanto está esta mujer. Estoy intentando localizar a Judson Jackson Johnson y está esta mujer que había conseguido mi nombre del mercado de recuerdos y que llevaba días poniéndome conferencias a cobro revertido. Me dice que solía ser la dueña de lo que estoy buscando. Misteriosamente desaparecida durante años, dice, de la cajita cerrada con llave en la que acostumbraba a guardarla.
—Genevieve Rauch.
—Un nombre que nunca he podido…
—Genevieve Rauch —dijo su hija—. Y entre los dos intentan establecer básicamente las… ya sabe.
—Indicaciones —dijo Brian.
—Que convertirían su pelota al menos en una remota posibilidad.
—Las marcas y los arañazos —dijo Marvin—. La marca, si es la correcta. La firma del presidente de liga que había entonces en ejercicio. Su memoria es confusa. Le doy un poco de margen y ella se pone a hablar de otra cosa. Esa mujer tiene un cromosoma de más a la hora de cambiar de conversación. Me siento tentado de colgar más de mil veces.
—Y entonces ocurre —dijo Clarice.
—Un hombre en su coche.
—Un hombre pasa conduciendo su coche y alguien le pega un tiro y le mata. La víctima resulta ser el primer marido, largamente desaparecido, de Genevieve Rauch. Ocurre, además, que se llama Juddy Rauch, Judson Rauch. Con lo que ambos ríos se encuentran. Hizo falta un homicidio para descubrir la conexión.
Marvin inclinó la cabeza sobre la tapa del baúl para dar un sorbo a su café, y Brian escrutó la maraña de su bisoñé lamentable.
—Cuando tenía bien el estómago solía comer pasteles de estos hasta no poder más.
Clarice explicó cómo se había trasladado al condado de Deaf Smith, Texas, donde contrató a un abogado local en nombre de Genevieve Rauch hasta localizar finalmente la pelota en una bolsa de plástico sellada, archivada y numerada y almacenada en la sección de objetos personales. Retirada por la policía junto con el cuerpo, el coche, todos los objetos que había en el coche, uno de los cuales era éste, todo amontonado en una caja de cartón llena de trastos y cachivaches.
Marvin dio una chupada a su puro.
—Voy hasta el Bronx a comprar este pastel. Una panadería kosher que no encontrarías ni aunque te diera un mapa, una guía y uno de esos como se llamen que hablan cinco idiomas.
—Un intérprete.
—Un intérprete —dijo Marvin.
El pastel era suave y cremoso, dotado de la personalidad de un tío cálido y rico que se sabe un centenar de chistes verdes y que morirá de desgaste sexual en brazos de su amante.
—Conque, finalmente —dijo Brian—, compró usted la pelota.
—Y le seguí la pista hasta remontarme al cuatro de octubre, el día posterior al partido, mil novecientos cincuenta y uno.
—¿Y cómo financió esta operación durante tantos años? Los viajes, los aspectos técnicos, todo.
—Tenía una cadena de tiendas, de tintorerías, que vendí a la muerte de mi mujer porque no la necesitaba más, esa pesadez.
—Marvin el Rey de la Ropa —dijo su hija con un leve afecto, una leve melancolía, algo de ironía, cierto orgullo, un toque de humor pesaroso, etcétera.
Habló a su padre de una cita médica que tenía a la mañana siguiente y él la escuchó como quien escucha las noticias de la televisión, con la mirada perdida en la India. Tomó la bandeja y se encaminó escaleras arriba. Brian se imaginó siguiéndola con el coche y deteniéndose junto a ella, intercambiando una mirada y luego acelerando con estrépito y conduciéndola a un albergue de carretera en el que piden una habitación y se desnudan mutuamente con los dientes y la lengua sin decir en ningún momento una sola palabra.
Escuchó la música que flotaba por la casa, aquel lamento del teclado, hasta identificar finalmente la presencia acechante en la búsqueda de Marvin, la peculiar cualidad desgastada de toda aquella meticulosa labor, el retocado, las mejoras: era una mágica recreación de las investigaciones de los asesinatos políticos de los años sesenta. Un intento por volver a encajar un momento crucial en el tiempo a partir de retazos y bosquejos: Marvin en su cuarto oscuro plagiando un tema poderoso y empleándolo para localizar un pequeño e inocente objeto blanco que rebota por un estadio.
Brian dijo:
—De modo que conocemos el linaje del objeto a lo largo de sus últimas etapas. De Rauch a Rauch a Lundy. Pero ¿cómo empezó todo?
—Tú me preguntas y yo te respondo. Con un hombre llamado Charles, déjame pensar, Wainwright. Un ejecutivo publicitario. Tengo la secuencia completa hasta él. La línea de posesión.
—Pero no hasta el partido propiamente dicho.
—No tengo el último eslabón que retrocedería desde la pelota de Wainwright hasta la pelota que entra en contacto con el bate de Bobby Thomson. —Miró con expresión amarga en dirección al reloj del marcador—. Me quedan cierto número de horas sueltas que aún tengo que descubrir. Y cuando te enfrentas con algo que ha ocurrido tantos años atrás tienes que tener en cuenta el índice de mortalidad. Wainwright falleció y su hijo Charles Junior tiene ahora cuarenta y dos años y se ha quedado con el nombre de Chuckie, y llevo mucho tiempo intentando hablar con él. La última vez que le vieron trabajaba como ingeniero en un carguero que surcaba… ¿le gusta esa palabra?
—Surcaba.
—El mar Báltico —dijo Marvin—. A propósito de lo cual.
—¿Sí?
—Debería vigilar la marca de la cabeza del Gorbachov éste, para ver si cambia de forma.
—¿Si cambia de forma? Siempre ha estado ahí.
—¿Lo sabe con seguridad?
—¿Por qué? ¿Acaso piensa que ha aparecido recientemente?
—¿Está seguro? ¿De que siempre ha estado ahí?
—Es una marca de nacimiento —dijo Brian.
—Perdone, pero eso es lo que dice la biografía oficial. Le diré lo que pienso. Pienso que si ocupara un puesto gubernamental delicado me dedicaría a fotografiar a Gorbachov desde el espacio cada minuto del día que le viera sin sombrero para comprobar si cambia la forma de la marca de nacimiento. Porque ahora es Letonia. Pero por la mañana podría ser Siberia, donde están vaciando las cárceles.
Contempló su cigarro.
—La realidad no surge hasta que uno analiza los puntos.
Y entonces, se puso en pie con cierto esfuerzo.
—Y cuando la guerra fría acabe, no seremos capaces de mirar a una mujer por la calle y de tener una fantasía de ésas como-se-llamen que tenemos hoy.
—Eróticas. Pero ¿dónde está la relación?
—¿No sabe dónde está la relación? ¿Acaso ignora que cada privilegio que disfruta en su vida y cada pensamiento de su mente dependen de la capacidad de las dos grandes potencias de mantener una amenaza suspendida sobre el planeta?
—Es asombroso que diga eso.
—¿Y no sabe que una vez que esa amenaza comience a desvanecerse?
—¿Qué?
—¿Será el hombre perdido de la historia?
La visita parecía terminada. Pero primero el anfitrión condujo a su huésped a una alcoba cubierta de estantes y próxima a la escalera. Allí era donde conservaba su colección de partidos grabados de la radio y la televisión, cientos de casetes dispuestos en sus ranuras que se remontaban a las primeras emisiones.
—Las personas que conservamos estos bates y estas pelotas y que preservamos las viejas historias mediante la palabra hablada y que conocemos los motes de miles de jugadores estamos aquí, en nuestros sótanos, con una historia tremenda en nuestros muros. Y le diré una cosa, verá que tengo razón. Habrá hombres en años venideros que pagarán fortunas por estos objetos. Pagarán ni se sabe. Porque ésta es la voz de la desesperación.
Brian deseó que el hombre fuera más ligero y más dulce. Dirigió una última mirada al marcador. Pensó finalmente que se trataba de un objeto impresionante pero quizá algo fúnebre. Poseía esa cualidad compacta de la conservación y unas proporciones exactas y una historia respetable capaz de producir una lúgubre atmósfera de mausoleo.
Subieron las escaleras y atravesaron las umbrosas habitaciones hasta la puerta principal. Marvin se detuvo con su cigarro apagado.
—Hasta aquí vienen hombres para ver mi colección.
—Sí.
—Vienen y no quieren marcharse. Suena el teléfono y es la familia: ¿dónde está? Ésta es la hermandad de los desaparecidos.
—Comprendo.
—¿Cómo se llama usted?
—Brian Glassic.
—Encantado de conocerle —dijo Marvin.
Brian preguntó por un camino de regreso a Manhattan que excluyera el puente de George Washington. Había un túnel aquí y otro túnel allá, y Marvin le describió ambas direcciones adjuntando una serie de consideraciones a cada una. Brian el necio aguzó la mirada y asintió aunque sabía que no retendría nada de todo aquello cuando estuviera en su coche.
Condujo sorteando peajes y pasos elevados, viendo Manhattan aproximarse y alejarse bajo un crepúsculo de Valium, dorado y humeante. El coche se estremecía bajo el impacto de los camiones lanzados a toda velocidad, con sus conductores encaramados a las elevadas cabinas equipadas con comida, bebida, drogas y pornografía, y los remolques parecían impulsar al cochecillo hacia delante con su viento colosal. Pasó junto a enormes depósitos de combustible, blancos cilindros achatados dispuestos a lo largo de la ciénaga, y divisó las blancas cúpulas en pequeños agrupamientos y largas hileras de camiones cisterna rodando por las pistas. Pasó junto a torres de alta tensión, con sus delgaduchos brazos extendidos. Se internó en el humo que vomitaban varias hectáreas de neumáticos incendiados, y los aviones descendían y las grúas se alineaban en la terminal marítima y vio anuncios de carretera de Hertz y Avis y Chevy Blazer, de Marlboro, Continental y Goodyear, y advirtió que todas las cosas que le rodeaban, los aviones que despegaban y aterrizaban, los coches derrapando, los neumáticos de los coches, los cigarrillos que los automovilistas apagaban en sus ceniceros, estaban en los anuncios que veía, vinculados sistemáticamente en una relación autorreferente que poseía una especie de estrechez neurótica, una inevitabilidad, como si los anuncios generaran la realidad, y por supuesto pensó en Marvin.
Al pasar junto al aeropuerto de Newark se dio cuenta de que había dejado atrás todas las desviaciones y las opciones que aparejaban. Buscó una salida atractiva, rural y desprovista de camiones, y se sorprendió a sí mismo poco después en una carretera de dos carriles que iba ensortijándose con incertidumbre a través de lodazales y cañaverales. Percibió un mordiente asomo de salmuera en el aire y la carretera se curvó y finalizó entre gravas y hierbajos.
Salió del automóvil y ascendió por un desmonte de tierra. El viento soplaba con fuerza suficiente como para empañarle los ojos, y dirigió la mirada sobre un estrecho brazo de agua, hacia una elevación en terraza situada en el extremo opuesto. Era de color marrón rojizo, lisa por la parte superior, monumental, abrasada su superficie por el crepúsculo, y Brian pensó que alucinaba viendo una meseta de Arizona. Pero era real y era algo construido por el hombre, barrido por las gaviotas que giraban, y supo que sólo podía ser una cosa: el vertedero de Fresh Kills, en Staten Island.
Aquel era el motivo de su viaje a Nueva York, y tenía allí una cita con topógrafos e ingenieros a la mañana siguiente. Mil quinientas hectáreas de basura amontonada, rodeada y apuntalada, con excavadoras que empujaban oleadas de desperdicios sobre las paredes activas. Brian se sintió fortalecido contemplando aquella escena. Barcazas descargando, arrastreros abriéndose paso a través de los distintos tramos para recoger restos perdidos. Vio a un equipo de mantenimiento cuyos miembros se afanaban en elevadas tuberías de desagüe abiertas sobre el ángulo de los canales, diseñados para controlar el paso del agua de lluvia. Otras figuras provistas de máscaras y de trajes de butileno se agrupaban en la base de la estructura para inspeccionar materiales aislados en busca de contenidos tóxicos. Era ciencia ficción y prehistoria, basura llegando veinticuatro horas al día, cientos de trabajadores, vehículos con rodillos de metal para compactar los residuos, perforadoras excavando respiraderos para el gas metano, las gaviotas precipitándose y chillando, una fila de camiones de largo hocico recogiendo desperdicios sueltos.
Imaginó estar contemplando la construcción de la Gran Pirámide de Gizeh, sólo que aquello era veinticinco veces mayor, con camiones cisterna rociando las carreteras circundantes de agua perfumada. Halló el espectáculo edificante. Todo aquel ingenio y trabajo, aquel delicado esfuerzo por adaptar la mayor cantidad posible de basura en un espacio cada vez más reducido. Las torres del World Trade Center resultaban visibles en la distancia, y percibió un equilibrio poético entre aquella idea y ésta. Puentes, túneles, chalanas, remolcadores, diques de carena, buques contenedores, todas las grandes obras del transporte, el comercio y la comunicación se hallaban finalmente encaminadas a aquella estructura culminante. Y era una cosa orgánica, creciente y cambiante sin cesar, su forma diseñada día a día y hora a hora por ordenador. En pocos años aquello sería la montaña más alta de la costa atlántica entre Boston y Miami. Brian notó una punzada reveladora. Contempló toda aquella basura prominente y supo por primera vez qué sentido tenía su trabajo. No era la ingeniería, ni el transporte, ni la reducción a las fuentes. Él trabajaba con la naturaleza humana, con los hábitos e impulsos de la gente, con sus necesidades incontrolables y sus deseos inocentes, acaso con sus pasiones, sin duda con sus excesos e indulgencias, pero también con sus bondades y su generosidad, y la cuestión era cómo evitar que aquel metabolismo en masa nos desbordara.
El vertedero le mostró de golpe cómo finalizaba el río de detritos, dónde acababan fluyendo todos los apetitos y anhelos, los empapados cambios de opinión, las cosas que primero ansiabas ardientemente y luego no. Había visto cientos de vertederos, pero ninguno tan vasto como aquél. Sí, impresionante y desconsolador. Sabía que el hedor debía cabalgar a lomos del viento hasta alcanzar todos los comedores de varios kilómetros a la redonda. Cuando la gente oía un ruido por la noche, ¿pensarían que la montaña se derrumbaba en torno a ellos, deslizándose hacia sus casas, como una omnívora película de terror que inundara sus puertas y ventanas?
El viento transportaba el hedor a través de la ciénaga.
Brian aspiró profundamente, hinchó los pulmones. Aquél era el desafío que ansiaba, para sacudir su autocomplacencia y su vago sentimiento de vergüenza. Comprender todo aquello. Penetrar aquel secreto.
La montaña estaba aquí, al descubierto, pero nadie la veía ni pensaba en ella, nadie conocía su existencia salvo los ingenieros y los camioneros y los residentes locales, un depósito cultural único, cincuenta millones de toneladas el día que lo completen, tallado y modelado, y nadie hablaba de él excepto los hombres y mujeres que habían intentado dirigirlo, y se vio por primera vez a sí mismo como miembro de una orden esotérica en la que había adeptos y visionarios, esculpiendo el futuro, los proyectistas urbanos, los gestores de la basura, los técnicos del compost, los paisajistas que llevarían allí jardines colgantes, que un día edificarían un parque sobre toda clase de objetos de deseo ya usados, perdidos y erosionados.
Los mayores secretos son los que descansan abiertos frente a nosotros. Era Marvin Lundy quien hablaba, llenando la cabeza de Brian con aquella voz seca y distorsionada que parecía proceder de una oquedad quirúrgica en la garganta.
El viento transportaba el hedor de la montaña de desolación.
Manchas y destellos, jirones de color, aparecían sobre la masa estratificada de aquella alfombra de tierra, retazos de tejido de la fábrica textil, agitados por el viento, o quizá esa cosa de tela es un bikini que perteneció a una secretaria de Queens, y Brian se descubrió capaz de crear un enamoramiento fugaz, tiene los ojos oscuros y lee la prensa sensacionalista y se pinta las uñas y come en moldes de plástico, y él le da regalos y ella le da condones, y todo acaba en qué, en papel de periódico, limas de uñas, lencería sexy, elevados hasta un profundo alivio por las rugientes excavadoras; piensa en sus multitudinarios espermatozoides, con sus antecedentes familiares de frente elevada, abandonado en una bolsa funeraria de Ramsés y confortablemente vendado en el acogedor fondo de los profundos desperdicios.
Observó numerosas gaviotas virando en sus proximidades y distinguió a otro centenar distribuidas sobre una ladera, todas mirando en la misma dirección, inmóviles, atentas, unidas en su consciencia, en hermosa y ornitológica vacuidad, aguardando la señal de vuelo.