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Marian Shay subió al coche y condujo hasta Prescott por motivos de trabajo, permitiéndose para las dos horas de viaje un cigarrillo que se las arregló para no fumar hasta que se encontraba a quince kilómetros de la población, donde las caravanas habitadas comienzan a agruparse y donde relucen las comidas rápidas, y ello le hizo sentir bien, controlada y disciplinada y limpia hasta lo más profundo.

Algo ocurría en la plaza del juzgado. Aparcó a una manzana de distancia y regresó caminando hasta la plaza y era uno de esos días típicos de los grandes pinares en los que el sol y la dulce brisa penetran hasta en tu ropa interior. Había coches ordenadamente estacionados a la entrada de una calle cortada, cuatro hileras de vehículos de crianza que se extendían a lo largo de dos manzanas por el borde de la plaza, y en el parque los altavoces vomitaban música de guateque y rock-and-roll.

Aún le sobraba un cuarto de hora, y paseó entre los coches, muchos de los cuales tenían abierto el capó para disfrute de los entendidos. Era temprano, no habían dado las once, y apenas una docena de personas vagaban por las inmediaciones. Vio a un hombre pelirrojo que le resultaba vagamente familiar y le observó inclinarse bajo un capó y luego incorporarse para admirar un Buick personalizado y equipado con chasis lacado en negro.

Permanecía allí, con aire doctoral, el codo doblado y la mano ahuecada, y al cabo de un momento ella se dio cuenta de que trabajaba con Nick en Control de Desechos y que su nombre, que tardó otro instante en recordar, era Brian Glassic, que en inglés rima con clásico, palabra que serviría para describir aquellos coches.

La vio y sonrió al reconocerla. A continuación, inició unos breves pasos de danza desde media manzana de distancia, al estilo de los más lentos fox-trots amarrados de los cincuenta.

Unas dos horas después se reunieron para almorzar en el comedor de un viejo hotel situado calle arriba. La estancia era recogida y cálida, y ella alzó el vaso de agua con hielo y lo sostuvo contra su rostro.

Dijo él:

—¿Estás aquí por…?

—Para una entrevista de trabajo. Hay aquí una pequeña compañía de diseño que se dedica a renovar viejas estructuras. Quieren abrir una oficina en Phoenix. Me encargaría yo.

—¿Qué tal ha ido?

—Bien, creo.

—¿Has hecho ya esta clase de trabajo anteriormente?

—No exactamente. Antes de tener a los niños, colaboré en una pequeña operación de inmobiliaria. Desde que los tuve, he hecho de vez en cuando algunas cosas a tiempo parcial.

—Una oficina propia. Es una fantasía que tengo. Entrar en ella justo antes de la hora de comer. Como un detective privado. Con resaca, mal afeitado. Hurgar a través del correo. Tirarlo sobre la mesa.

—¿Te crece la barba? —dijo.

—Acaba por crecerme. ¿Por qué lo preguntas?

—No sé. Pensé que los que teníais una complexión más suave y rubia.

—También nos afeitamos —dijo.

—No creo que mi oficina se parezca a la de un detective privado.

—Quieres tener luz y aire.

—Grandes y gruesas propuestas dentro de robustas carpetas.

—Quieres maquetas a escala, con árboles.

—Quizá.

—Y unos cuantos transeúntes anónimos en la acera.

—Multirracialmente anónimos.

—Brava. ¿Te apetece una copa?

—¿Por qué no? —dijo.

Brian pidió las bebidas a un tipo ya viejo probablemente multiempleado también como portero.

Dijo ella:

—¿Y tú estás aquí por…?

—Por los coches. Anoche leí lo de la exposición y experimenté una especie de capricho infantil.

—Ni siquiera pudiste esperar al fin de semana.

—Demasiada gente. Y, de todos modos, me merezco un día libre.

—Has tenido que esperar para comer. Lo siento. Pensé que tenías una cita de negocios.

—No he terminado con los coches. Merece la pena echarles otra ojeada. ¿Y qué podría ser más agradable que estar aquí sentado esperando a que alguien nos traiga las copas y arregle el aire acondicionado y se ocupe de hacer algo con respecto al relleno de los bancos?

—¿Es eso lo que huele? —dijo.

Fumaba, por supuesto. Tan pronto como pidió su copa, supo que la fachada se vendría abajo. Costó muy poco trabajo que se viniera abajo. Se fumaba todo lo que encontraba y luego buscaba más. Él consiguió hacerla reír unas cuantas veces y resultó gracioso incluso cuando no intentaba serlo. Ella pensó que de pequeño debía de haber tenido un conejo a modo de mascota, pero no estaba segura de por qué aquello se le antojaba razonable.

—Eres muy alta, ¿verdad?

Preguntó aquello con tono suspicaz, como si ella hubiera estado disimulándolo.

—No más alta que tú.

—Mi esposa es bajita. ¿Has llegado a conocerla?

—No estoy segura.

—Quiere que la lleve a Nueva York el mes que viene. Tengo que consultar con unos ingenieros de los vertederos Fresh Kills, que es algo así como el King Kong de los basureros norteamericanos.

—¿Le gusta a Nick esa clase de trabajo?

—¿Me lo preguntas?

—Sí, te lo pregunto.

—Creo que le gusta más que a mí. Creo que lo contempla desde una perspectiva más pura. Conceptos y principios. Porque estamos hablando de Nick: la tecnología, la lógica, la estética. Mientras que yo, con mi pequeña mentalidad gringa…

—Os estáis mudando a nuevas instalaciones. Quizá eso contribuya a vuestra autoimagen.

—Sí, a un enorme rascacielos de bronce. Como cualquier firma de inversiones o gigante de los medios de comunicación. La estructura, por supuesto, es como una mierda geométrica, pero por ello mismo resulta adecuada, ¿no crees?

El tipo les trajo las copas y estudiaron los menús en la estancia medio vacía; luego, hablaron y se miraron, sin mirarse realmente: mirándose y olvidando. Marian experimentaba la placentera mordedura de la ginebra y se preguntaba qué tendría Brian que hacía tan fácil hablar con él. Pensó que andaba asustado la mayor parte del tiempo pero que no intentaba ocultárselo a las mujeres, al menos a algunas mujeres, quizá a la típica mujer inusual que conoce a cien kilómetros de casa y por la que se deshace de honradez y de perspicaz automordacidad, cosas que normalmente no descubre a sus amigos.

En reciprocidad, acaso. No sabía por qué otro motivo había de contarle la historia del perro si no para alardear de sus propias habilidades confesionales. Pidieron otra copa y encargaron la comida.

—El perro no paraba de ladrar y de gemir, Dukey, pero los niños eran pequeños y adoraban a su perro, y él ladraba, chillaba, se hacía todo en la casa, se metía con los otros niños y los vecinos protestaban, y yo intenté regalarlo en secreto, pero nadie quería quedárselo y, al final, sin pensarlo… pero esto es espantoso, ¿por qué te estoy contando esto?

—Porque es una historia que te persigue. Porque detectas compasión en mis ojos.

—Sí, fue un arranque frenético. Me convencí a mí misma de que el perro era un animal enfermo y desdichado y que padecía algo irreversible y enfilé la 85, creo que es, más allá de no sé qué presa, hasta un desierto pedregoso y desnudo, mucho más lejos de lo necesario, y seguí conduciendo y conduciendo hasta que finalmente abrí la puerta y deposité a Dukey en el suelo y regresé a casa y le dije a Lainie, Tesoro, el perro se ha escapado y no sabes cuánto lo siento. Pero no dejé que quedara ahí la cosa. Perdí el control. Comencé a pasearles en coche por las calles, a los dos, día tras día, llamando por las ventanas al perro, Dukey, Dukey, y me persigue, sí, como algo que hubiera simplemente soñado y que me aliviara pensar que no ha sucedido en realidad.

—Hasta que te diste cuenta de que sí había sucedido.

Brian estaba disfrutando intensamente con aquella historia, y ella, en consecuencia, comenzó a disfrutarla también, que era de lo que se trataba, pensó.

—Conduciendo por esas calles muertas en pleno verano durante largas tardes. Me parece oír sus voces, Dukey, Dukey. Tenían cinco y tres años, creo. Llamando a su perro desde las ventanillas.

Estaba a punto de reír y llorar, contemplando la jarra de Brian iluminada de placer y sintiendo la miseria y la vergüenza de su acción y fumando en mitad de una comida en un comedor vacío en el que no funciona el aire acondicionado.

Dijo él:

Dukey, Dukey.

—En realidad, era Duchino. El pequeño duque. El nombre se le ocurrió a Nick. ¿Sabías que es medio italiano?

—¿Nuestro Nick? ¿Cuándo ocurrió esto?

—¿No se lo notas en la cara?

—Se lo noto en esa voz que pone.

—¿Qué voz?

—La de gángster amenazador.

—¿Qué gángster?

—Es una voz que pone. Experta, estereotipada, bastante graciosa.

—Hablando de antecedentes —dijo—. Y si esto es demasiado personal, tampoco tienes que responderme. Pero ¿alguna vez has tenido un conejo como mascota?

Estaban pasándoselo estupendamente. Cuando él hablaba, ella se sorprendía escogiendo las respuestas, preparándolas, una detrás de otra, y a veces le interrumpía sin poder resistirlo y veía iluminársele el semblante. Le contó que jugaba al hockey en el colegio y que lo echaba de menos. Echaba de menos beber de las mangueras del jardín. Echaba de menos a su madre y a su padre más que nunca, y llevaban muertos nueve y seis años, respectivamente, y se habían convertido en unas fuerzas más poderosas, tan presentes en su vida que podía comprender perfectamente cómo la gente podía ver fantasmas y sostener conversaciones con los muertos. Tenía una manguera en su jardín, pero no bebía de ella ni permitía a sus hijos que lo hicieran, y ahí estaba la diferencia, no tanto en las cosas perdidas como en la certeza de tomarse suspicaz y alerta.

Le contó que echaba de menos el tabaco a pesar de que no había conseguido dejar de fumar.

Cuando acabaron, ascendieron por unas escaleras hasta el vestíbulo, y ella, en su mente, seguía ascendiendo hasta una habitación en penumbra situada al final de un largo y desierto pasillo y se veía doblando el embozo de la colcha y encaramándose a las frías sábanas a la espera de que llamaran a la puerta. Entonces oyeron unos falsetes implorantes procedentes de los altavoces del jardín de los juzgados y descendieron hasta los coches bajo el confortable calor.

Brian pareció alcanzar un estado físico de trance ante un Chevrolet color sorbete de lima, un descapotable Bel Air del 57 con tapicería blanca. Se tendió sobre el capó y fingió lamer el cálido material. Marian pensó que eso era lo que les pasaba a los hombres, en lugar de acumulaciones de grasa en torno a los muslos. Pero tuvo que admirar el coche, un vehículo desenfadado y veloz e incluso fantástico en cierto sentido, su silueta cromada y esa música graciosa y conmovedora que desnudaba su inocencia.

Brian se despegó del capó.

—¿Llegaste a poseer uno?

—Demasiado joven —dijo él—. Mi hermano mayor tuvo uno durante un tiempo. El Bel Air de Brendan. Aún hablamos de él con voz sobrecogida. Fue el punto culminante de su vida. Significaba todo para él. Las chicas, el amor, la personalidad, el poder. Representaba el momento. Todos aquellos automóviles tenían lo que se llamaba perspectiva adelantada. Esbeltos como cazas. Pero resultó que adelantado no equivalía a futuro. Significaba hazlo ahora, diviértete, porque llegan los sesenta, uau, uau, bang, bang. El motor producía un rugido rasposo. En aquel momento no podíamos saberlo, pero Brendan ha ido en declive desde entonces.

Caminaban bajo los olmos del fondo de la plaza. Él tenía el coche aparcado junto a la vieja cárcel, que ahora era la Cámara de Comercio. Intercambiaron despedidas extrañamente corteses. Ella pensó que acaso se sentían culpables de algo y necesitaban preparar sus rostros para el viaje de regreso a casa, desembarazar sus organismos del ruido. Avanzó por la calle hasta su coche sintiendo el pulso líquido del sol a cada paso.