En ese momento se acuerda de sus libros y regresa escaleras abajo, porque no puedes volver a casa del colegio sin los libros, idiota. Logra introducirse la pelota de béisbol en el bolsillo, se inclina sobre el oscuro triángulo que el primer tramo de escalones forma sobre el suelo, hace un montón con los tres libros que dejó allí por la mañana, los arrastra al exterior junto con un cuaderno de redacción de tapas veteadas y sopla sobre todos ellos para despejarlos de polvo, de hollín y de amargura.
Por la puerta trasera entra el portero, procedente del patio, el nuevo portero, que cojea tanto que ni siquiera sabes si sentir lástima de él: quizá te preguntas por qué anda caminando por ahí para empezar.
—¿Qué es eso?
—Una cosa que se me ha caído —dice Cotter.
—Tengo que hablar con tu padre.
—Cuando le vea.
—Se lo dices —dice el hombre.
Cotter no consigue imaginar cómo puede el tipo saber quién es él. El antiguo portero se marchó apresuradamente, y el nuevo acaba de llegar y tiene cuatro edificios y una cojera que duele contemplar y ya sabe qué hijo pertenece a cada padre, y probablemente no se trata de un error. La gente siempre está queriendo hablar con su padre. Su padre se pasa varias horas al día huyendo de tales conversaciones.
Sube hasta el cuarto y entra. Su hermana está allí, Rosie, enfrascada en sus deberes frente a la mesa de la cocina. Rosie tiene dieciséis años y siempre está pegada a sus libros, y además tiene otros dos hermanos mayores, uno en Corea, en infantería, y el otro destinado en Georgia con la aviación. Estamos en el estado de los melocotones. Pero Cotter piensa que si tuviera que elegir entre uno y otro empleo, preferiría enfrentarse a un enemigo armado en la nieve y el barro que salir por una puerta al fragante aire de la tarde con un trozo de seda arrebujada colgando de la espalda.
—¿Qué llevará en el bolsillo? No salgo de mi asombro —dice Rosie—. Yo diría que es una manzana. A lo mejor ha pasado su día libre en una huerta.
—¿Qué día libre?
—O se ha marchado en autobús al norte del Estado para recoger manzanas. Aquí, desde luego, también tenemos manzanas. Pero son para después del colegio. Si no hay colegio, no hay manzanas. ¿Será por eso por lo que se ha buscado su propia manzana?
—Y si no he ido al colegio, ¿adónde he ido?
—No lo sé, pero cuando te vi llegar por la ventana no llevabas ningún libro, y ahora entras por la puerta y, ¡sorpresa!
—En ese caso sabes que lo que llevo en el bolsillo no es una manzana.
Saca la pelota del bolsillo y hace su juego de manos, haciéndola rodar sobre el dorso de la mano y la muñeca para luego atraparla con una especie de movimiento de cambio de marchas, con el codo del revés. Aquello hace sonreír a Rosie, quien devuelve la mirada al libro, y con ello Cotter sabe que ha obtenido una pequeña victoria, porque el único modo de identificar que esta chica te respeta es cuando se calla.
Ya en su habitación, la habitación que solía compartir con sus hermanos y que ahora mira tú por donde es la suya, mira por la ventana y luego arroja la pelota sobre la manta de la litera inferior, de color caqui, un recio sayal verde oliva que constituye el único toque militar, y echa mano de un jersey que cuelga del respaldo de la silla. Se enfunda el jersey por la cabeza y mira de nuevo por la ventana, contemplando a la gente que se desplaza bajo la luz de las farolas para sumergirse en una relativa oscuridad. Oscurece demasiado pronto. Permanece inmóvil, mirando, uno más en una ventana, y entonces oye a su madre entrando por la puerta.
Vuelve a la realidad, pensando en qué tendrá que decir si alguien le pregunta por qué ha faltado al colegio. Pero sabe que Rosie no se chivará. Cree que lo sabe. Se siente más o menos seguro de ello. Cree percibir su lealtad a través de las paredes, y entra en la cocina, donde su madre está guardando los comestibles, y deposita una mano sobre el hombro de Rosie y se detiene junto a la mesa con la mirada fija en los llamativos envases y latas que su madre coloca sobre los estantes.
—¿Cuántas veces? —dice su madre.
—¿Qué?
—Hay que decírtelo. Que no te pongas ese jersey. Tengo que lavar ese jersey.
—Mételo en algo fuerte —dice Rosie.
—Ese Jersey está repugnante.
—Llévalo al tinte y te lo devolverán —dice Rosie—. Rechazado.
Ya veis, el mundo está lleno de cosas que se supone que no debes hacer y que no te debes poner. Pero quizá le gusta que se unan en su contra, es diferente de lo que sucedía con sus hermanos, que eran un poco marimandones y le hacían rabiar de vez en cuando pero sin mostrar este interés remilgado, esta interminable inquietud entrometida. Su hermana con la cabeza inclinada hacia delante para mejor estudiar la peculiar prominencia de su estupidez. Le gusta deslizar los dedos sobre el borde del frutero, sobre el barniz moteado, con los libros de Rosie diseminados sobre la mesa y la fruta en el recipiente y su madre haciendo cosas en el horno o en la alacena, el modo en que su madre le habla sin mirar nunca en su dirección pero sabiendo dónde está, midiendo su voz a medida que él se desliza de una ubicación a otra, de habitación en habitación. Quizá desea que los demás le comprendan para que así puedan hacerle partícipe del secreto.
—Ese jersey tiene bolas —dice Rosie. Parece gustarle la palabra, y aplica a su voz un provocador desenfado—. Está lleno de bolas con pinchos de algún huerto de manzanos en el que habrá estado quién sabe cuándo.
Él desliza los dedos a lo largo del borde interior del cuenco, reconociendo las salpicaduras de la materia arremolinada, las diminutas burbujas verrugosas. Su madre le dice que se lave las manos. No le está mirando, pero puede determinar el estado de sus manos según la posición del sol y de la luna. Debe de ser una costra andante. El cochino andante y parlante del planeta Costra.
Durante la cena guardan silencio. Ello se debe a que su padre no está allí y podría entrar en cualquier momento o también podría no entrar, lo que los sitúa en un estado de involuntaria expectación. Tiene gracia el modo en que su madre se abre camino a través de la puerta, empujándola con el hombro sin soltar las bolsas y los paquetes y el bolso que cuelga de una larga correa que rodea su cuello y su cuerpo, arrastrando quizá una bolsa de asas o apartándola del pasillo con un movimiento como de pata de palo y produciendo seis sonidos distintos incluso cuando no está acarreando nada, arrastrando las calles consigo al interior, los metros, los autobuses y las calles, todo el estrépito y el esfuerzo de desplazarse al centro o a las afueras, así es su madre, mientras que su padre a menudo se desliza por la puerta sin previo aviso, se detiene y les mira con ojos llameantes, pegado a la pared como si se hubiera equivocado de puerta y necesitara dilucidar los detalles de su propio error.
Su madre es alta y fuerte y levemente asimétrica. Él lo sabe porque ha levantado los pesos que ella levanta, ha ascendido cuatro pisos con las mismas cosas que suele cargar ella con cara de póquer: le lleva medio minuto dibujar una sonrisa en esos músculos poco utilizados.
—He visto a ese hombre que predica en la calle —dice—. Siempre está en el mismo sitio.
—Yo también —dice Cotter.
—Me dije a mí misma este hombre tiene una vida aunque a nosotros nos resulte imposible imaginárnosla. Este hombre regresa luego a un hogar, esté donde esté. Pero ¿adónde va? ¿Cómo vive? Intento imaginar qué es lo que hace cuando no anda predicando por ahí.
—Yo veo a esta gente por todos sitios —dice Rosie.
—Pero este hombre es fijo. El mismo sitio. Creo que no le importa que le escuchen o no. Es capaz de predicar a los coches que pasan.
—¿Qué estaba predicando?
—Que nadie conoce el día ni la hora. Parece que los rusos han hecho estallar una bomba atómica. Así que nadie sabe ni el día ni la hora. Lo anunciaron en las noticias.
—No me produce mucha emoción —dice Rosie.
—A mí me la producía hasta que empecé a subir las escaleras con esas bolsas. Creí que se me iba a salir el brazo de la articulación.
—Vuelta a la normalidad —dice Rosie.
—Pero me quedé allí y le escuché. Lo confieso. Era la primera vez que oía a aquel hombre.
—Siempre está ahí —dice Cotter.
—La primera vez que le escuchaba. Nadie conoce ni el día ni la hora. Creo que eso es de Mateo veinticuatro.
—No me produce mucha emoción —dice Rosie.
—Pero ese hombre tiene una vida, y para mí es un misterio cómo la vive.
—La gente se pasa el día predicando —dice Rosie.
—Esa ropa que lleva. A mí me parece terrible. Y no es ningún chiflado. Conoce bien las escrituras.
—Qué más da que se conozca bien las escrituras —dice Cotter—. Hay muchas personas que se conocen bien las escrituras y están como un cencerro.
—Amén —dice su hermana.
Después de cenar, se encuentra de regreso en su habitación, mirando por la ventana. Se supone que debe estar en su habitación haciendo los deberes y, efectivamente, está en su habitación, pero ignora cuáles son sus deberes.
Adelanta la lectura de unas cuantas páginas de su libro de Historia Universal. En aquellos tiempos, escribían la historia al minuto. A cada frase se menciona una nueva guerra o la caída de un imperio. Memoriza las fechas. La caída del Imperio y la aparición de los detergentes. En su clase hay un chaval que come páginas de su libro de historia casi todos los días. Lo hace del modo siguiente: coloca el libro abierto bajo la mesa, sobre el regazo, y arruga furtivamente una página, arrancándola del lomo con el menor ruido posible. Luego, emplea la estrategia de aguardar un rato antes de acercarse el puño a la boca, con una especie de tos ahogada y la página dentro de la mano, parecen cositas blancas. A continuación se introduce la página con sus diminutos caracteres impresos en tinta y sus fechas memorizadas, engulléndola silenciosamente. Espera un poco más. Deja reposar la página en la boca. Luego la masca lenta y cuidadosamente pero no por completo, asegurándose de que sus dientes no entran en contacto para así amortiguar el sonido, y Cotter intenta imaginarse cómo sabrán todos aquellos puntos y bordes de papel empapados de saliva, transformándose en blandos y lacios y borrosos hasta que se pueden tragar sin esfuerzo. Pero tragarlos sí le cuesta cierto esfuerzo. Se ve claramente que la nuez le brinca como si hubiera hecho aterrizar un aeroplano en una playa distante.
Guerras y datos, limpiad bien los platos.
Rosie está ahora en la ducha. Él se sienta en su litera y oye el ruido del agua al otro lado de la pared y piensa en el partido. Recuerda cosas que no era consciente de haber visto u oído, gente en la rampa de salida: ve colores de camisas y oye voces que regresan a él. Un policía a caballo, el lustre de las botas y el calor animal, y oye el agua golpeando las paredes galvanizadas de la ducha, las vibrantes paredes manchadas de la ducha que alguien añadió al cuarto de baño años atrás.
Cuando entra su padre, no cabe duda de su entrada, el quejido de los goznes al abrirse la puerta lentamente, el modo en que no transporta consigo ningún sonido desde el umbral: no se distingue el rumor de sus ropas ni el pesado aliento de haber subido las escaleras. Aunque tampoco es que no se le oiga en absoluto. Mantiene una presencia cerca de la puerta, un algo audible, acaso tan sólo la tensión de un hombre que reposa sobre un suelo de linóleo o un tono que despide su cuerpo, una tensión que anuncia que ha llegado.
Cotter, sentado en la litera inferior, espera. Su padre atraviesa la cocina y aparece en el umbral, Manx Martin. Es un trabajador, operario de mudanzas cuando tiene empleo y consumidor de whisky cuando no lo tiene. Mira a Cotter y asiente sin motivo aparente. Permanece allí, asintiendo, un gesto que carece de significado, que parece querer decir Ah sí, eres tú, si es que quiere decir algo. A continuación penetra en la estancia y se sienta en la cama que no se utiliza, en el catre. Escuchan el agua que golpea las paredes de la ducha.
—¿Has cenado ya?
—Redondo de ternera.
—¿Has dejado algo para mí?
—No lo sé.
—No lo sabes. ¿Por qué? ¿Te levantaste de la mesa antes de tiempo? ¿Tenías alguna cita en el centro?
Advierte que el hombre está bromeando. Los ojos de su padre se estrechan, y muestra su sonrisa afilada. Es un hombre de pómulos altos, con el hueco de las mejillas levemente marcado por la viruela, de rasgos duros, y con un bigote delgado que se recorta a buena distancia del labio, pulcro y distinguido. Pasea la mirada por la habitación. Estudia las cosas. Parece opinar que es el momento adecuado para ver en qué clase de entorno se han criado sus hijos. Es de corpulencia media, con el pecho algo más desarrollado y las piernas ligeramente combadas, y Cotter nunca hubiera pensado que tuviera la musculatura necesaria para subir y bajar grandes piezas de mobiliario por las escaleras. Pero ha visto a su padre acarrear y levantar en compañía de hombres mucho más grandes.
—¿Quién está ahí dentro?
—Rosie.
—Lavándose a conciencia.
—Igual que cuando hace los deberes: hasta el último detalle.
—Le gusta acabar lo que empieza, a esa chica.
En cierto modo soterrado, a Cotter le incomoda estar ahí sentado con su padre hablando de Rosie mientras la oyen ducharse. En ese momento, se detiene el agua.
—Lo digo porque tengo que mear, ¿sabes?
—El portero quiere hablar contigo.
—Menudo sabueso. No le hagas ni caso.
—¿Cómo es que nos conoce, si acaba de llegar?
—A lo mejor es que somos famosos, tú y yo. Dos hombres de los que alguien habrá dicho: esos dos son superduros.
Cotter se relaja ligeramente. Piensa que quizá la situación se resuelva bien. El tío, como suele decirse, está tan contento y hay algo que puede conseguir de su padre que no puede conseguir de su madre.
Manx alza la voz:
—Rosie, tesoro. Tu papi necesita utilizar el re-treee-tee.
Perciben una o dos palabras ahogadas y luego Rosie atraviesa el pasillo descalza y Manx se pone en pie, se ajusta los pantalones, chasquea la lengua y sale de la habitación.
Cotter piensa sin saber que lo hace, sin preparar su reflexión: ve a Bill Waterson en la Octava Avenida con la chaqueta hecha una bola en la mano. Toma la pelota de béisbol, la mira y vuelve a dejarla donde estaba. Su padre está soltando una meada imperial. Por lo general ahí dentro no se oye otra cosa que la ducha y los ruidos de las tuberías, pero su padre está echando una meada verdaderamente monumental. Están adquiriendo un carácter humorístico por momentos, el espacio de tiempo consumido y la potencia del chorro, y Cotter desea que sus hermanos pudieran estar allí para poder compartir todos la misma estupefacción.
Regresa y vuelve a sentarse. Aún lleva puesta su chaqueta, una cazadora de pana que antes pertenecía a Randall, ahora que hablamos de hermanos.
—Eso es otra cosa. Me siento mucho mejor.
—¿Querrías escribirme una carta? La necesito para el colegio —dice Cotter.
—¿Ah, sí? ¿Diciendo qué?
—Diciendo que he perdido un día porque he estado enfermo.
—Querido fulano de tal.
—Exacto. Así.
—Le ruego que disculpe a mi hijo.
—Así la querría.
—Porque ha estado enfermo.
—Diles que tenía fiebre.
—¿Cuánta fiebre habrías tenido?
—Treinta y siete ocho debería bastar.
—No conviene que nos mostremos demasiado modestos. Si es que vamos a hacer esto.
—De acuerdo. Di que tenía treinta y nueve.
—Claro está que por lo que veo estás perfectamente.
—Recuperándome sin problemas, gracias.
—Con excepción de eso que hay en tu jersey. ¿Qué es?
—No lo sé. Bolas.
—Bolas. Estamos en Harlem. ¿Qué clase de bolas?
—No lo sé. Supongo que de andar por ahí.
—¿Y dónde es «por ahí» para que hayas perdido un día de colegio?
—Me fui al partido.
—Al partido.
—El de los Polo Grounds. Hoy.
—¿Estuviste en ese partido? —dice Manx—. ¿En el que ha armado ese revuelo en las calles?
—No ha sido para tanto. Yo he estado y no ha sido para tanto. He alcanzado la pelota que golpeó.
—Tú qué vas a haber alcanzado. ¿Qué pelota?
—El home run que ganó el título —dice Cotter suavemente, con cierta reticencia, porque es una manifestación asombrosa y, por primera vez, le sobrecoge realizarla.
—Tú qué vas a haber alcanzado.
—La perseguí y la atrapé.
—Me estás mintiendo a la cara —dice Manx.
—No miento. Atrapé la pelota. La tengo aquí.
—¿Sabes lo que eres tú? —dice Manx.
Cotter alarga la mano hacia la pelota.
—Tú eres de esas flautas que suenan por casualidad.
Cotter le mira. Permanece sentado en la litera inferior de espaldas a la pared, contemplando al hombre que ocupa la cama opuesta. A continuación, coge la pelota, la rescata de la manta caqui en la que reposaba junto a su muslo. Alarga el brazo y la hace girar con las yemas de los dedos. La sostiene con la mano derecha y se sirve de la otra mano para hacerla girar. Le da igual todo. La enseña y presume de ella. Nota que la ira y la fanfarronería acuden a su rostro.
—¿Estás siendo sincero conmigo?
Cotter hace un poco el payaso, agitando la pelota en la mano como si su magia le impidiera sostenerla firmemente: la pelota le está paralizando y haciendo que los ojos se le salgan de las órbitas. Lo está haciendo a conciencia y sin descanso, sosteniendo un duelo de miradas con su viejo.
—Eh. ¿Estás siendo sincero con tu padre?
—¿Por qué iba a mentir?
—De acuerdo. ¿Por qué ibas a hacerlo? No mentirías.
—No hay motivo para hacerlo.
—De acuerdo. No hay motivo. Lo acepto. ¿A quién más se lo has dicho?
—A nadie.
—¿No se lo has dicho a tu madre?
—Me diría que la devolviera.
Manx se echa a reír. Pone ambas manos sobre las rodillas, escudriña a Cotter y se inclina hacia atrás movido por la risa.
—Demonios, ya lo creo. Te escoltaría hasta el estadio para que la devolvieras.
Cotter no quiere llevar todo esto demasiado lejos. Sabe que aliarse con su padre frente a su madre es la peor trampa del mundo. Tiene que tener mucho cuidado en todos los sentidos, pero sobre todo tiene que tener cuidado de mantenerse del lado de su madre. De otro modo, está perdido.
—De acuerdo. ¿Qué vamos a hacer, pues? Podemos ir al estadio por la mañana y enseñarles la pelota. Llevamos tu resguardo de la entrada para que al menos comprueben que asististe al partido y que estabas sentado en la zona correcta. Pero ¿por quién preguntamos? ¿A qué puerta llamamos? Igual se presentan diecisiete personas diciendo ésta es la pelota; no, la pelota es ésta, la tengo yo, la tengo yo, la tengo yo.
Cotter escucha sus palabras.
—¿Quién va a prestarnos atención? Ven a dos negros procedentes de quién sabe dónde. ¿Van a creerse que un chaval negro le ha arrebatado la pelota a las legiones que formaban aquella multitud? —aquí Manx hace una pausa, acaso aguardando a escuchar el desarrollo de una idea en la mente—. Creo que tenemos que escribir una carta. Sí. Voy a escribirte una carta para el colegio y luego vamos a escribir otra y se la vamos a enviar al club.
Cotter escucha. Observa a su padre mientras éste se sume en cavilaciones íntimas, en inquietudes y planes.
—¿Qué vamos a decir en esa carta?
—La enviamos certificada. Sí, para darle un toque especial. La enviamos con el resguardo de tu entrada.
—¿Qué decimos?
—Ofrecemos la pelota en venta. ¿Qué otra cosa podríamos decir?
Cotter quiere levantarse a mirar por la ventana. Se siente encerrado y quiere estar a solas sin hacer otra cosa que contemplar la calle desde la ventana.
—No quiero venderla. Quiero quedármela.
Manx ladea la cabeza para estudiar al muchacho. Se trata de una idea a la que tiene que ajustarse: guardar la pelota en casa para que acumule polvo y desarrolle carácter.
Dice quedamente:
—¿Guardarla, para qué? La vendemos, te compramos un jersey de lana y tiramos esa camisa de ermitaño que llevas. Al verla, da la sensación de que vives subido a un árbol. Compramos algo para tu madre y tu hermana. Es una estupidez dejar que la pelota se quede aquí sin hacer nada ni proporcionarnos nada.
Habla con voz razonable y persuasiva, definiendo las cosas para enseñanza de su hijo: nos debemos a nuestra familia, y no a la vanidad de amuletos y recuerdos.
—Le compramos a tu madre un abrigo de invierno. Se acerca el invierno y necesita un buen abrigo.
Llegado este punto, Cotter quiere aparecer como un hombre, estar a la altura de la situación.
—¿Cuánto nos dan?
—No lo sé. Sencillamente, no lo sé. Pero quieren esta pelota. La exhibirán en algún sitio. Creo que lo que hacemos es enviarles una carta por correo certificado. Y adjuntamos tu resguardo. O como se llame, tu contraseña.
—No tengo resguardo.
Su padre adopta esa mirada, esa mirada de sorpresa herida, herida en lo más profundo.
—¿A qué estás jugando conmigo?
—No me dieron resguardo.
—¿Por qué no?
—No compré ninguna entrada. Me colé.
—¿A qué pretendes jugar conmigo, hijo?
—No tenía dinero para la entrada. Así que me colé. De haber tenido dinero, hubiera comprado la entrada —y añade, impotente—: No hay dinero, no hay entrada.
Los ojos de su padre adquieren esa expresión distraída. Cotter advierte la presencia creciente de una especie de pánico, de una culpabilidad íntima que él mismo ha destapado al mencionar el dinero, el viejo tema de la penuria económica. Su padre se bate en retirada, los ojos hundidos, huyendo del lugar que acababa de edificar para ambos, el mundo de las responsabilidades. Es un momento terrible, una de esas ocasiones en las que Cotter se da cuenta de que ha vencido una escaramuza que ignoraba que estuviera teniendo lugar. Ha forzado a su padre a la rendición, a la retreta más espantosa.
—Y, en cualquier caso —dice—, el resguardo no indica en qué zona has estado sentado a no ser que se trate de un asiento reservado o de tribuna. Conque la entrada no sirve para nada. Hay gente que las recoge por la calle.
—Lo consultamos con la almohada —dice su padre, poniéndose en pie y apretando las mandíbulas—. ¿Qué te parece? Esta noche no podemos hacer nada, así que vamos a dormir un poco.
Cotter no menciona la carta que debería escribir su padre, la excusa por su ausencia del colegio. Quizá por la mañana se haya arreglado todo. Y quizá cambie de idea sobre la venta de la pelota. O se olvide del asunto. Cotter sabe que si consigue retrasar los acontecimientos durante un día o día y medio su padre lo olvidará por completo. Ésa es una de las cosas con las que en esta casa todo el mundo cuenta tácitamente: se sientan y esperan a que se le olvide.
Se sitúa junto a la ventana y observa la calle. En el colegio, a veces, le dicen que a ver si deja de mirar por la ventana. Este o aquel profesor. Las respuestas no están ahí fuera, le dicen. Y él siempre desea replicar que ahí fuera es precisamente donde están. Hay personas que miran por la ventana y hay personas que se comen los libros.
Se desnuda y se mete en la cama. Duerme con los calzoncillos y la camisa polo. Su madre entra a darle las buenas noches. Vale, que le dé las buenas noches, siempre y cuando no pretenda enterarse de qué han estado hablando su padre y él. He ahí una nueva trampa que se abre ante él de modo imprevisto. Su madre le dice que tiene que levantarse más temprano que de costumbre para ir a trabajar, tiene que realizar un largo recorrido en metro hasta la calle Veintiuno, trabaja de costurera en una ruidosa nave aireada por altos ventiladores: él mismo trabajó allí cuatro horas por semana el último verano barriendo borra del suelo y haciendo rodar aquellos barriles de cartón adentro y afuera con todos los demás, cuarenta o cincuenta hombres y mujeres, gastándole bromas y diciéndole cosas muy directas.
—Rosie se encargará de despertarte.
—No necesito ninguna ayuda —dice él.
—Si alguien en este mundo necesita ayuda para despertarse, eres tú.
—Me tira cosas.
—Pues atrápalas y tíraselas tú a ella.
—En ese caso, nunca terminaría de vestirme. Porque me tira la ropa.
Su madre se inclina hacia la litera y le besa, algo que no había hecho en mucho tiempo, y a continuación le acaricia enérgicamente la cabeza, casi como con los nudillos, y le pellizca las mejillas hasta hacerle daño, retorciendo una considerable cantidad de piel, y él oye pasar a su padre camino de la cocina y confía en que no haya sido testigo de ese maldito beso.
En la oscuridad, piensa en el partido. El partido le asalta como una gran oleada cálida de agradable sopor. Tenían el partido perdido y lo ganaron. Era un partido que no podía ganarse pero lo ganaron y ganado está para los restos. Eso es lo que nunca podrán arrebatarle. Es en lo primero en que pensará por la mañana, y parte de él ya ha alcanzado ese momento incluso mientras se rinde al sueño: el momento en que se despertará pensando en el partido.
Manx Martin se detiene ante el refrigerador. Contempla el redondo de ternera. Su mujer le ha guardado un poco de redondo que aguarda en el plato como si se tratara de la última colación del Prisionero X. Lo saca y se sienta a la mesa, comiendo lentamente. Su mente se encuentra sumida en las angustias de esto o lo otro. Ve la comida en el plato y tiene que recordarse a sí mismo para qué está ahí.
Cuando termina, deposita el plato en la pila y en ese momento decide fregarlo y secarlo, cosa que hace a conciencia, junto con los cubiertos. Sabe que debería reparar el goteo del grifo, pero eso es algo que podemos dejar para algún día en que nos quede un rato libre. Devuelve el plato a la alacena con toda suavidad.
Ivie entra, sin mirarle. Tiene un modo de evitar su mirada que merecería un estudio científico. Hasta tal punto se le da bien que pasea la vista por toda la estancia pero en ningún momento repara en su presencia: algo que la ciencia debería estudiar para posibles aplicaciones militares.
—Has estado hablando con él —dice ella.
—¿Acaso es asunto de alguien?
—¿Con qué motivo? —dice ella.
—No necesito motivos.
—Y hablando un rato bien largo —dice ella.
—Se trata de mi hijo. ¿Acaso es asunto de alguien?
—Déjale en paz. Es asunto mío —dice ella—. Es lo único que quiere. Que le dejen crecer en paz sin tus consejos. Lo que pasa es que él no te lo dice.
—Déjale que me lo diga.
—Te lo estoy diciendo yo —dice ella.
Se desplaza de un lado a otro de la cocina, haciendo cosas.
—Tengo que marcharme por la mañana temprano —dice ella—. Tienen un pedido urgente y lo pagan a salario y medio.
Él alcanza a oír débilmente la radio encendida en su dormitorio.
—Así que el que avisa no es traidor: va a sonar el despertador bastante antes de las seis.
—Antes de las seis —dice él, y consulta el reloj, que no funciona, y qué importancia tiene en cualquier caso, y pronuncia las palabras con un tono de voz desconectado de los hechos.
Ella lleva puestas la bata y las zapatillas y se mueve por la cocina como una sonámbula que encima hablara en sueños, sin dirigirle la más mínima mirada. Pero sin duda se mantiene conectada a los hechos. Él, no. Él navega a la deriva, alejándose de todo ese maldito asunto, del frío de la mañana, de la esposa que trabaja, de la áspera alarma que ya entonces, mientras aquello sucede, se prepara para poblar su exiguo sueño.
Ella encuentra por fin las píldoras que buscaba y enfila el pasillo de regreso. Él permanece en pie, aguardando. Apaga la luz del techo y sigue allí, iluminado por el débil resplandor de la lámpara del rincón.
Permanece allí quince minutos. Toda una vida cuando se trata de pensar en una sola cosa, intentando dilucidar todas sus implicaciones mentales.
De acuerdo. Echa a andar y se detiene en el umbral de la habitación de Cotter. Escruta el interior, acostumbrándose a la oscuridad. El chaval está profundamente dormido. Manx penetra en la estancia y distingue la pelota casi de inmediato. Está a la vista, sobre la cama libre. Eso es lo que siempre le asombra. Que la gente obtenga algo valioso y ni siquiera se moleste en ocultarlo. ¿Cuántas veces se lo ha dicho? Proteged lo que es vuestro. Y es que, tal y como van las cosas, uno tiene que estar a la defensiva.
Intenta recordar cuál de sus hijos dormía en qué cama cuando Cotter era un chavalín y ocupaba la litera de arriba. A qué velocidad iban y venían los condenados.
Aguarda en la oscuridad del dormitorio. Está argumentando consigo mismo si debería hacerlo o no. Y entonces lo hace. Coge la pelota. Lo hace sin dar tiempo a que finalice la discusión. Lo hace para concluir la discusión. Coge la pelota y atraviesa quedamente la puerta en dirección a la cocina. La pelota cabe holgadamente y sin dificultad en el bolsillo de su cazadora, la cazadora de su hijo mayor. Abre la puerta, crispando el rostro para ahuyentar el sonido. Habrá que engrasar los goznes cuando tengamos la mente despejada y algo de tiempo libre a nuestra disposición. Cierra despacio la puerta y desciende las escaleras hasta el portal, preguntándose cómo es que no son ellos los que llevan su cazadora heredada: es él quien lleva la suya.
Mira a izquierda y derecha porque siempre mira a izquierda y derecha. A continuación, desciende los escalones hasta la calle.