Marian se recostó sobre mí y se echó a reír contemplando cómo la superficie de la tierra se expandía a nuestro alrededor. Apuntaban las primeras luces, una reverberación de aluminio sobre el borde del desierto. A los cien metros chocamos con un suave poniente y derivamos hacia el gajo que, como un párpado, formaba el sol. Pero no creíamos estar moviéndonos. Pensábamos que la tierra se deslizaba bajo nosotros, mostrando un agrupamiento de caravanas habitables, un camión sobre el asfalto en dirección sur. Y perros que alzaban la cabeza para ladrarnos; ladraban y saltaban y entrechocaban entre sí gañendo a medida que pasábamos sobre el parque de caravanas, pasando de un perro a otro, nuevos perros apareciendo en los bordes, corcoveando al saltar, perros salidos de la nada, multiplicando sus ladridos y sus gañidos, un contagio capaz de despertar el mundo conocido.
Y luego ya estábamos sobre campo abierto, de un ocre óseo sumido entre las sombras, flotando blandamente sobre el aire, mecidos por una calma incorpórea, parte de la creación esparciéndose en torno.
El piloto accionó la válvula de potencia; oímos la pulsación y el rugido de los motores y esto hizo reír de nuevo a Marian. Hablaba y reía sin cesar, feliz y atemorizada. La cesta no era grande: apenas bastaba para nosotros tres más los tanques, las válvulas, los cables, los instrumentos y los rollos de cuerda. Cada golpe de propano lanzaba una llama del tamaño de un hombre hacia la garganta abierta del nailon que se henchía sobre nosotros.
Jerry, el piloto, dijo:
—Necesitamos que el viento se mantenga como está. Si es así, lo lograremos sin problemas, creo. Pero para eso hace falta muuucha suerte.
Aquello nos hizo reír a ambos. Éramos más ligeros que el aire, nos reíamos, y el globo no parecía tanto un aparato científico como una oración improvisada. Jerry espació las ráfagas sin perder de vista el pirómetro, añadiendo tan sólo el calor necesario para compensar el rutinario enfriamiento del interior del recipiente. Era como un juego, como un juguete gigantesco de mimbre en el que habíamos terminado atrapados, y nuestros ojos se abrían de par en par ante los soplidos de las llamas.
Era un globo a franjas, como las barras de caramelo, y cuando Jerry enfiló el Sur divisamos una carretera y un automóvil, el automóvil de seguimiento, una furgoneta igualmente decorada que arrastraba el pequeño remolque descubierto empleado para transportar el globo y la cesta.
El brotar del fuego, el ascenso retrasado y Marian que decía:
—El mejor regalo de cumpleaños de mi vida.
—Aún no has visto nada —dije.
Dijo:
—¿Qué te hizo pensar en ello? Esto es algo que siempre había querido hacer sin saberlo con exactitud. O lo sabía, pero no hasta el punto de decidirme a planearlo. Tienes que haberme leído el pensamiento. —Luego dijo—: No sabía qué necesitaba para salir y ver este paisaje de nuevo. Demasiado liada con el trabajo. Pero nunca soñé con hacerlo desde aquí. Cuando me dijiste que a las cuatro de la madrugada pensé de qué clase de cumpleaños estamos hablando.
—Ahora lo sabes —dije—. Pero sólo sabes la mitad.
Nos apretamos el uno contra el otro, mi brazo en torno a ella, los muslos en contacto, sintiéndonos sacudidos y arremolinados, pero sin girar: arremolinados en nosotros mismos, arremolinada nuestra sangre en un despertar de los sentidos. Yo tenía la mano libre asida a una barra de hierro, parte de la rígida estructura que unía la cesta a los cables de carga, y podía sentir el aliento del metal en mi puño.
Unos veinte minutos después, Jerry me tocó en el hombro y señaló al frente, y pude ver la primera salpicadura del sol sobre unas alas. El objeto comenzó a emerger de la distancia y la neblina, el rectángulo de metal ya completo, hileras de aviones que aparecían como una unidad de partes ensambladas, una forma entretejida de acero pintado en nuestro entorno monocromo.
Dijo Jerry:
—Y ahora, si la Fuerza Aérea no nos pega un tiro en el culo, podremos seguir deambulando.
Y eso hicimos, aproximándonos a una altitud de ciento veinticinco metros. Sentí a Marian que suspendía una especie de trémulo atisbo sobre el borde acolchado de la cesta. Era algo que conmovía ver, estallidos y serpentinas de color, el poder de la tierra, y ella me tiró del jersey y me miró.
Como diciendo ¿dónde estamos y qué estamos viendo y a quién se debe esto?
Los colores primarios eran menos agresivos de lo que habían parecido al principio. Los rojos aparecían humedecidos, desgastados por el tiempo o por más pintura, impregnaciones más profundas, y ello los integraba sagazmente en el conjunto de la pieza. En una sección podían verse franjas regulares sobre los fuselajes, azules y azules planos y cuasi azules magníficamente mezclados. La pieza poseía una hermosa pátina fluvial, un amplio arco de verde salvia o acaso verde mostaza con plumosas irregularidades grises, y se curvaba desde la esquina sudeste hacia arriba y hasta el extremo norte, tocando casi una tercera parte de la masa de aparatos, varios aviones completamente cubiertos por el pigmento, el fluido vital de la obra, marcando el ritmo, manteniendo unida la superficie.
Como diciendo, Dios mío, Nick, ¿cómo podía estar aquí esto sin que yo lo supiera?
La tensión de nuestros cuerpos apretados entre sí se veía reforzada por el hecho físico del color, de la luz pintada que se vertía hacia nosotros. El sol relucía en lo alto de la línea divisoria. Habíamos descendido hasta los sesenta metros, y Jerry descargó una bocanada de fuego. Cuando ya casi estábamos sobre ella, la obra se tomó más áspera y frontal. Pude ver intervalos sin pintar, franjas muertas de metal que atravesaban las alas de varios aeroplanos, blanco peróxido, escamoso y hendido, y sobre un fuselaje podía distinguirse un rastro de instrucciones de seguridad impresas. La pieza tenía un aspecto arduo. Perdía su fluidez y adquiría un grano más rugoso, espesa pintura en capas irregulares, aplicadas con aerosol. Vi el esfuerzo que había conducido a su realización, legiones de personas bajo este calor cretáceo, músculos y pulmones. Y busqué a la chica rubia con falda de volantes pintada en la parte delantera de algún fuselaje y me sentí eufórico al descubrirla, alta, alargada y sin retocar, el adorno del morro, la chica del desplegable, la vida ordinaria y el amuleto de suerte que animaban la obra.
Podía ver a Marian tratando de absorber el número. No estaba contando, pero quería saberlo, simplemente como medida de su propio asombro. Y cuando le susurré doscientos treinta según el último recuento, se concentró más profundamente, comparando la cifra con el denso despliegue, el vértigo de su efecto general. Pasamos directamente por encima. Los aviones eran enormes, por supuesto, eran objetos de tamaño voluminoso, fortalezas estratégicas, gruesas y pesadas, de alerones aplastados, alas altas sobre el fuselaje, unos cuantos postes de misiles aún intactos, algunas ruedas de estabilización suspendidas, las ruedas principales bloqueadas en todos ellos.
Y verdaderamente pensé que eran grandes cosas, pintadas para señalar el fin de una era y el comienzo de algo tan distinto que sólo una visión como aquélla podía llegar a augurarlo.
Y nos desplazamos hacia las zonas desnudas que enmarcaban el aparato y vimos cómo el diseño iba perdiendo vigor en los bordes, cediendo, fundiéndose deliberadamente con el desierto.
Marian dijo:
—Nunca podré volver a contemplar un cuadro del mismo modo.
—Yo no puedo contemplar los aviones.
—O un avión —dijo ella.
Y me pregunté si la pieza sería visible desde el espacio, como el arte terrestre de ciertos pueblos andinos extinguidos.
La brisa nos hizo pasar de largo, y el piloto pulsó la palanca del gas para proporcionarnos un débil remonte final. Hacia el Este, vimos un muro de nubes que se alzaba a muchas millas de distancia, y halcones que flotaban con ese movimiento relajado que te hace pensar que llevan ahí arriba, esas mismas dos aves, desde los tiempos bíblicos. Había piedras diseminadas por un campo, grandes rocas broncíneas de flancos tallados. Sentí a mi mujer junto a mí. Vimos el polvo que soplaba desde las oscuras colinas y un par de coches abandonados, yaciendo pesadamente sobre hierba de forraje, descapotables de techos raídos. Todo cuanto veíamos resultaba ominoso y resplandeciente, tenso por la belleza de las cosas que normalmente no se ven, incluso los coches abandonados a la descomposición y al óxido. El piloto señaló un objeto situado a algunas millas de distancia y comprobamos que se trataba del automóvil de seguimiento, una gotita que avanzaba por una larga carretera hacia el lugar en la tierra en el que aterrizaríamos.
Aquella noche vinieron amigos a cenar y la charla, ágil y divertida, voló de un costado a otro de la mesa hasta bien pasada la medianoche, y cuando se marcharon, pero también mientras estaban allí… aún estaban allí cuando sentí la distancia y la inmovilidad de aquel amanecer extendido como un cielo interminable que despertara en mi interior, resplandeciente frente a la risa.
Cuando se hubieron marchado nos tendimos en la cama. Dormíamos en una habitación tapizada de libros con estantes cremosos y espesas alfombras y una iluminación dotada de una intensidad semitonal, cálida y parecida al whisky. Marian miraba una revista, volviendo las páginas con una crispación que podría haber pasado por malhumor para alguien que no conociera sus costumbres.
—Un largo día.
—Un largo camino. Conducir todo ese camino ha sido, ay chico —dije mortal.
—¿Es éste el día más largo de mi vida?
—El trayecto ha sido delirante. Odio esos camiones, tío.
—Aún noto el camino. Pero todo él fue maravilloso.
—No fue nada maravilloso. Fue maravilloso porque te dormiste.
Volvió una página.
—¿Observaste cómo se rematan las frases unos a otros?
—Yo conduje, tú dormiste.
—Ella dice, Da, da, da. Y él dice, bla, bla, bla.
—No es el peor destino posible. Quiero decir que incluso gente que no se conoce lo hace. Todo el mundo se lo hace a alguien.
—Y no me dormí Descendí un nivel durante diez minutos.
—Es el único modo de concluir ciertas frases.
—Se comieron el maíz con salsa picante.
—Por supuesto que se comieron el maíz con salsa picante. El maíz con salsa picante estaba delicioso. Y hablando de mapas. Me gustaría conseguir unos cuantos mapas antiguos. Odio nuestros mapas.
—Fíjate en esto. La Segunda Venida se aproxima. Es el veintiocho de octubre. Dan la fecha exacta.
—Ya vi eso.
—La marca de la bestia. ¿Has visto eso? Está en el código universal de productos. En todos los productos.
—Exacto. En todos los paquetes de gelatina que pasan por delante de los escáneres.
—Estoy teniendo una de esas noches —dijo.
—¿Qué?
—Una de esas nochecitas.
—¿Qué?
—Estoy notando eso que me dice que no podré dormirme. Lo malo es saberlo. No el cansancio. Porque en realidad estoy muy cansada.
—Inquieta.
—No, es una especie de cansancio pero sin sueño. Seis seis seis. De modo que el supermercado es un sitio raro.
—Siempre supimos que lo era.
Apagué mi luz y contemplé el techo, de color crema oscuro, con las manos detrás de la cabeza.
—Conserva un cuerpo estupendo con ¿cuántos niños? Alison. ¿Cuatro niños? —dije.
—Lo que significa que yo soy el doble de buena o la mitad de buena, pero mejor dejar el tema. Vino ese Terry-como-se-llame. El corpulento.
—Hace años que no miro un mapa de verdad. Uno al estilo Robert Louis Stevenson. Tenemos mapas de autopistas y moteles. Nuestros mapas tienen puntos de descanso y símbolos de sillas de ruedas.
—Tan sólo dime cómo se llama.
—¿El qué, el grifo?
—Anteayer, o ayer. Hoy ha sido un día tan largo que ya no me entero. No, la alcachofa de la ducha.
—¿Qué demonios pasa con la alcachofa de la ducha? Nuestros mapas tienen restaurantes de tortitas.
—Como-se-llame, el de la camioneta naranja.
—¿De qué ducha estamos hablando?
—Terry, ¿verdad?
Volvió una página. Utilizaba un almohadón para libros cuando leía en la cama. Se lo había encargado yo, a través de un catálogo, en tela color piedra preciosa, un cojín con forma de cuña que se acopla al regazo y te sostiene el libro o la revista en el ángulo apropiado, con borlas para marcar las páginas y una ranura en la parte posterior para las gafas de lectura.
—Me marcho el martes. ¿Te lo había dicho?
—¿Adónde, a Moscú? O a Boston. Es demasiado pronto para Moscú. ¿Quién es el corpulento? Los tengo todos.
—Necesito ponerles suelas nuevas a estos zapatos antes de irme. Recuérdame mañana que lo haga.
—Tengo no sé qué en la pierna.
—No es Boston —dije.
—No es Boston.
—Es Portland.
—Es Portland.
—¿Qué tienes? —dije.
—En la cara interior del muslo.
—Llama a Williamson.
—Podría tratarse de una irritación.
—Llama a Williamson. ¿Cuándo te vino?
—No lo sé. Creo que va y viene.
Pasó una página.
—Lainie ha empapelado hoy.
—Ya era hora.
—Esa que llamó era ella.
—Espero que no se lo dijeras.
—Claro que no se lo dije. ¿Qué iba a decirle? Tesoro, pasamos justo al lado pero no nos paramos.
—Cualquiera se para.
—Les vimos cuándo. Hace poco hace poco hace poco. No tan poco, en realidad.
—Lo bastante. Más vale no pasarse.
—Empapeladores. Uno era una mujer, dijo.
—Aún no he superado por completo este resfriado de los cojones. ¿Por qué será? —dije.
Volvió una página.
—¿Por qué será? —dije.
—Tómate uno de esos antihistamínicos que tomas tú. Son difíciles de comprar.
—Las tabletas.
—Las cápsulas.
—Estás revolucionada. Percibo la energía.
—No estoy revolucionada. Estoy cansada. Tengo la mente en esa clase de estado. Ya puedes olvidarte de dormir, me dice.
Había seleccionado la tela color piedra preciosa con preferencia sobre el marfil porque el tejido hacía juego con nuestras alfombras.
—Le vi en ese camión naranja que conduce. El corpulento. La última vez lo instalé yo misma, pero esta vez no encajaba nada.
—Porque el universo se expande. Se expande cuando hace calor. Recuérdame que necesitamos unas cuantas bombillas de sesenta vatios.
—Me detuve junto a él y me dijo que podía estar aquí en una hora y se presentó exactamente en punto e instaló la cosa en diez minutos exactamente y eso fue todo.
Volvió una página y luego otra. Tenía la capacidad de mostrarse adusta cuando en realidad quería mostrar satisfacción, compleción: la consecución de una tarea o el relato de una historia con moraleja.
—¿Les dijiste que emplastecieran?
—Hicieron el cuarto de los niños primero.
—Porque esto no es algo que a Dex vaya a ocurrírsele solito. Tan sólo espero que emplastecieran.
—Tómate los antihistamínicos de doce horas. Los de cuatro te amodorran.
—¿Qué mal hay en estar amodorrado? Recuérdame que necesitamos bombillas para la despensa.
—Dime simplemente su nombre. El chico corpulento es ese cuyo padre, ¿verdad?
—Y tuvieron que reducirle entre cuatro o cinco polis.
—Corpulento.
—¿Acaso no puedes llamarle gordo? Llámale gordo. Es tremendamente gordo —dije.
—Tiene michelines. Es cierto.
—Igual es que la bombilla está suelta. Recuérdame que apriete la bombilla. Es demasiado pronto para Moscú.
Pasó una página.
—¿Es un bulto? —dije.
—¿Qué? No, yo no emplearía esa palabra. No, es una irritación.
—A lo mejor son los estrógenos.
—No no no no no.
—Llama a Williamson —dije.
Me tumbé sobre el costado y oí un avión que se disponía a aterrizar, un vuelo tardío procedente de algún lugar.
—Ocho horas durmiendo sin parar. Eso es lo que necesito.
—La verdad es que es cierto. Tienes un par de zapatos buenos y necesitan reparación.
—Estuve a punto de comprarme zapatos en Italia. Estuve a punto de comprarme zapatos en Italia.
Pasó una página.
—¿Cómo se llama ese potingue que quería decirle a tu madre que utilizara?
—Espera un segundo. Lo sé.
—Lo tengo en la punta de la lengua —dijo.
—Espera un segundo. Lo sé.
—Ya sabes a qué potingue me refiero.
—¿El somnífero o lo de la indigestión?
—Lo tengo en la punta de la lengua.
—Espera un segundo. Espera un segundo. Lo sé.
Unas tres horas después me hallaba sentado en la butaca, en uno de los rincones de la habitación, sintiéndome húmedo y frío, con un sudor helado que me empapaba la espalda, la nuca y las axilas. Acababa de salir de un sueño respirando profundamente y notándome pegajoso, respirando veloz y estruendosamente: de un modo tan curioso, precipitado y sonoro que me despertó, o algo lo hizo.
Tenía la pelota de béisbol en la mano. Por lo general, guardaba la pelota en los estantes, oculta en un rincón situado entre los libros verticales y los libros inclinados, a cubierto bajo los libros, sin ceremonia alguna. Pero ahora la tenía en la mano. Hay que conocer la sensación de tener una pelota de béisbol en la mano, remontarse un poco, relacionar numerosas cosas entre sí, antes de comprender por qué un hombre querría quedarse sentado en una butaca a las cuatro de la madrugada sosteniendo un objeto semejante, aferrándolo: el modo tan tranquilizador en que se acopla a la palma, el centro taponado convirtiéndola en algo optimista en la mano, y las zonas ásperas de una pelota vieja, con la piel marcada, cómo el pulgar ocioso gusta de rascar el desgastado cuero de caballo. Aprietas una pelota de béisbol. Como si quisieras exprimirle el zumo u ordeñarla. La resistencia del material acumulado despierta en ti el deseo de apretarla con más fuerza. Se produce un equilibrio, una agradable tensión animal entre el duro cuero del objeto y la mano convertida en garra, con las venas que se hinchan por el esfuerzo. Y el tacto de las costuras sobre las yemas de los dedos, contornos de tejido que son como baches de carretera bajo las articulaciones de los nudillos, el modo en que el algodón arrollado puede contemplarse como una huella amplificada del pulgar, una ampliación de las crestas espirales de la huella de tu pulgar. La pelota era de un profundo tono sepia, barnizada de barro y tierra y sudor generacional: estaba vieja, sobada, aplastada y manchada de tabaco y de procesos naturales y de las vidas que había tras ellos, ajada por la intemperie y, como una casa junto a la playa, con un carácter propio. Y estaba tiznada de verde cerca del logotipo de Spalding, aún conservaba una pequeña magulladura verde allí donde había chocado con un pilar según la leyenda que la acompañaba: restos de pintura de una columna fijada en las gradas de la izquierda del campo que se habían incrustado en la superficie de la pelota.
Treinta y cuatro mil quinientos dólares.
El modo en que la mano recobra recuerdos de la pelota que no tienen nada que ver con los juegos más habituales.
Mala suerte, la suerte de Branca. De él a mí. El instante que transforma la vida.
Marian me sorprendió en una ocasión contemplando la pelota. Yo estaba junto a las estanterías con la pelota en la mano, y ella pensó que era como Hamlet escrutando la calavera de Yorick, o quizá como Aristóteles, mejor incluso dijo, contemplando el busto de Homero. Eso estaba bien, pensamos. El Homero de Rembrandt y el Homero de Thomson. Nos hizo sonreír.
Pensé en la antigua voz radiofónica, en Russ Hodges, que ya llevaba muerto veinte años o más, incredulidad y emoción, la fuerza de una única voz humana brotando de una caja.
No preguntó si se trataba de Portland, Maine o de Portland, Oregón, cuando le dije que no era Boston, que era Portland, y yo había percibido la llegada de la pregunta, extendida sobre la superficie de nuestra conversación, esperando para asomar, pero uno de los dos se durmió antes de que pudiera preguntar qué Portland dicho sea de paso con esas palabras exactas, creo que me dormí yo primero pero quizá no: la luz estaba apagada, la última luz estaba apagada.
Y entonces desperté de un sueño y me dirigí a tientas hasta la butaca, respirando de un modo peculiar, y encendí la pequeña lámpara de lectura.
Y el ruido de la multitud tras la voz, el barullo y la tensión incesantes, la densidad, esa especie de agitación y barullo que se hacían más profundos con algunos lances del juego: un sonido tan espeso que podría haber poseído un punto de inflamación, un calor que hiciera estallar la radio.
Oí cómo se levantaba mi madre en la habitación contigua para ir al cuarto de baño. La oí salir del cuarto. Esperé y escuché, casi sin aliento. Esperé a oír el roce de las zapatillas por el pasillo, el ritmo, la secuencia y la cadencia tan familiares de aquel roce, y luego esperé a oír el sonido de la cadena: completamente atento, escuchando con una inmovilidad concentrada absolutamente feroz hasta que hubo regresado a salvo a su cama.
Balanceé el arma y la apunté y divisé una sonrisa interesada en su rostro, la mueca hipócrita del que prepara una faena.
Quizá era ese el sueño… no estaba seguro.
Entonces tomé la pelota de la estantería y me senté en la butaca y contemplé el techo de color crema al whisky.
Aquel día no escuché la estación de los Dodgers. En su lugar, escuché a Russ Hodges, intentando desarrollar una especie de suerte inversa. En ningún momento se me ocurrió entonces —de hecho, no pensé en ello hasta que me vi sentado en la butaca estrujando la pelota—, pero Russell Hodges, si cuentas las letras, si eres lo bastante peculiar como para hacer algo como eso, desenredar el nombre completo y contar los caracteres, puedes divertirte al descubrir al viejo número trece.
Me sentía ya más calmado. Me sentía bien. Mi brazo colgaba sobre la butaca, y estrujé la pelota mientras escuchaba la respiración dormida de Marian; la estrujé con fuerza, las venas uniformes sobre el dorso de la mano, completamente aplastadas.
Es posible que nos durmiéramos simultáneamente. Luego caminé a tientas hasta la butaca y encendí la lámpara. Allí de pie, estiré la chaqueta del pijama para apartarla de mi cuerpo, al que se adhería mediante el sudor. Entonces me acerqué a la estantería y cogí la pelota.
Se hallaba incorporada. No exactamente incorporada, más bien apoyada, y me di cuenta de que estaba despierta, apoyada sobre un hombro y mirándome mientras se frotaba la sien con la mano derecha.
—¿Nick?
—Estoy aquí.
—¿Estás bien?
—Sí. Voy en un minuto.
—Vuelve a la cama.
—Estoy bien. Duérmete.
—Ha sido un cumpleaños estupendo, ¿verdad?
—¿Quieres que apague esta luz?
—No. Simplemente, ven a la cama.
—Estaré ahí en un minuto.
—Te quiero junto a mí.
Me subí a la azotea, con la radio sobre la repisa; a veces, me agachaba tras la repisa y cogía la radio, como rodeándola, extrayendo esperanza de ella, sufriendo los deslizamientos y virajes del juego, hincha hasta la médula: una Emerson, marrón, que llevaba conmigo a todos sitios. Pero al ponerme en pie lo hice en dirección sudoeste, dirigiendo la mirada más allá del hospital de incurables y las vías elevadas de la Tercera Avenida, mirando hacia el río que divide los distritos. Allí es donde se extendía el estadio de Polo Grounds, de Oeste a Sudoeste, e imaginé el campo y los jugadores, los vigorosos azules y los verdes elíseos de aquel gran día de cielos sombríos: grandioso y terrible, un día ya derivado al blanco y negro a medida que se desvanecía la película de la memoria.