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Trajimos una caja de la soda aromatizada que más le gustaba y la instalamos en una habitación tranquila, en el viejo dormitorio de Lainie, con el espejo recién plateado y el televisor de pantalla grande.

Jeff no tardó mucho en dejar de ponerse los pantalones holgados y la gorra vuelta, con lo que comenzó a parecerse nuevamente a sí mismo. Su ordenador personal contaba con una función multimedia que le permitía contemplar el célebre vídeo de aquel conductor que recibió los disparos del Asesino de la Autopista de Texas. Jeff permanecía absorto por aquellas imágenes, imaginando procesos y programas, sirviéndose de técnicas de filtrado para eliminar las texturas de fondo. Buscaba información perdida. Ampliaba imágenes y reducía velocidades, tratando de descubrir en aquella maraña algún píxel que pudiera proporcionarle pistas en torno a la identidad del francotirador.

El aparato tan sólo pesaba cien gramos, y me mostraba la distancia que había corrido y las calorías que había consumido e incluso la longitud de mis zancadas, sujeto al elástico de mis pantalones.

Tenía yo once años cuando salió a comprar cigarrillos, una cálida tarde en la que los hombres jugaban a las cartas en un club con escaparate, con voces radiofónicas que inundaban la calle por doquier, siempre hay alguien con la radio puesta, y le llevaron hasta las proximidades de la playa Orchard, allí donde la costa aparece roída de estrechos canales, y le arrojaron, su cuerpo suspendido sobre las algas, sobre la blanda oscuridad orgánica, al mundo de las profundidades. Tampoco es que recuerde con exactitud el tiempo que hacía, ni quiénes eran los jugadores. Siempre hay una radio, y siempre hay gente jugando a las cartas.

En casa nos esforzábamos por producir una basura limpia, sana y segura. Aclarábamos las botellas viejas y las almacenábamos en los recipientes adecuados. Retirábamos meticulosamente el papel de cera de los paquetes de cereales. Era como preparar a un faraón para la muerte y la sepultura. Nos gustaba hacer esas cosas pequeñas como Dios manda.

Jamás tenía que apuntar una cifra en el papel. Tenía una mente especialmente dotada para los números, una memoria especial para los números.

La instalamos con el humidificador, las perchas, la cama —buena y dura— y el tocador que había pertenecido a Marian de jovencita, un hermoso mueble con una larga historia a sus espaldas.

Desde el rascacielos de bronce, yo contemplaba las pardas colinas y me sentía seguro y bien defendido, a salvo en mi despacho y mi crujiente camisa blanca y conectado a cosas que me hacían más fuerte.

En el rascacielos de bronce, un joven ejecutivo carraspeó y yo distinguí algo en aquel pequeño sonido ronco, una nostalgia secreta de la niñez, el juego al que jugaba con su existencia. En la calle, la temperatura debía de ser de unos cuarenta y dos grados. Se espiaba a sí mismo. La tercera persona vigila a la primera persona. El «él» espía al «yo». El «él» sabe en qué cosas no soporta pensar el «yo». Igual era de cuarenta y tres y medio o cuarenta y cuatro, los teléfonos gorjeando sus frases moduladas. La tercera persona envía a su nadie para liquidar al alguien de la primera persona.

Era algo que solía decir cuando eran pequeños. Se lo decía más de una vez. Esto es la lavadora, esto es la colada, esto es el grifo.

En el rascacielos de bronce nos servíamos de la retórica de las minorías oprimidas para evitar legislaciones que pudieran perjudicar nuestros negocios. Arthur Blessing, opinaba, nuestro director, que los sentimientos auténticos ascienden flotando desde la calle, abiertamente accesibles a su adaptación corporativa. Aprendíamos cómo protestar, cómo apropiarnos del lenguaje de las víctimas. Arthur escuchaba gangsta rap todas las mañanas en la radio del coche. Canciones de ira y sexo y venganza, de apropiarnos de lo que nos pertenece aun por métodos violentos, si es que ello es necesario. Opinaba que aquella era la única forma de apelación que lograba un eco en Washington. En cierta ocasión, Arthur me recitó unas letras en el avión de la compañía y nos reímos juntos con su risa chiflada, con esos ja-jas enunciados, claros y lentos y bien espaciados, como si uno se riera con palabras.

Al volver a casa me gustaba untarme de loción solar los brazos, la cara y las manos y salir corriendo por las tranquilas calles de adelfas y palmeras, junto al canal de desagüe bordeado de tierra rojiza. Corría bajo un calor denso y una luz intensa, y pensaba en el factor de protección ya cerca de los sesenta, pensaba en ello a pesar de que soy de complexión violácea, oscuro como mi viejo: de quince a treinta a sesenta, cuando hubo un tiempo en el que el factor quince era el máximo absoluto de protección científicamente posible. Corriendo junto a troncos de árboles pintados de cal bajo el sol despiadado.

Tienes que cortarlo en rebanadas gruesas. Eso es lo que dijo acerca del pan, la redonda y crujiente hogaza que él llamaba pan Campobasso por el nombre de la tienda, que a su vez había sido bautizada con el nombre de una población de montaña situada en la columna vertebral de Italia. El mejor pan, si lo cortas demasiado fino, dijo, no vale para nada. Yo le miraba afeitarse y le miraba cortar el pan, sujetando la hogaza sobre el costado con una mano y el pulgar de la otra mano, la del cuchillo, rebasando el mango y situado sobre el dorso de la hoja para guiar el corte, a través de la corteza y hasta la parte blanda del centro.

Cuando Lainie tuvo su bebé, su niña, sentí que se instalaba en mi pecho un suave gozo. O un consuelo, quizá, el alivio de un perenne asimiento o agarrón, un sarcasmo de la masculinidad. Todas esas mujeres, desde mi madre en su habitación verde pálida a esta recién llegada que sacudía las piernas con agitación mortal, todas reunidas cerca de la chimenea. Era una bendición que el bebé fuera niña. Experimenté una tranquilidad expansiva, el alivio de un nudo dentro de mi cuerpo. La contemplaba desnuda en brazos de su madre, nadando en un lazo de luz.

Los martes eran los únicos días en que nos dedicábamos al plástico, salvo en lo referido a las tapas y los tapones. La palabra inglesa waste —«desperdicio», «deshecho»— es una palabra interesante a la que podemos seguir la pista a través del inglés antiguo y el noruego antiguo hasta llegar al latín, con derivados tales como vacío, vacuo, desvanecer y devastar.

Los residentes de Phoenix se llaman fenicios.

Hablaban de las cosas de las que yo no hablaba, aunque a ella le hablé de coche robado, y nos dijimos el uno al otro, Marian y yo, dijimos que si la gente viera alguna vez a nuestro hijo durante la perpetración de un crimen no sabrían describirle salvo por lo que se refiere al color de su piel y el adhesivo chistoso que lleva pegado al parachoques trasero de su Honda, y eso si es que su Honda se incluía entre los elementos del crimen, el adhesivo para el parachoques que alguien le regaló: Voy deprisa a ninguna parte.

Marian y yo contemplábamos los productos como basura, incluso cuando reposaban relucientes en los estantes de la tienda, aún no comprados. No decíamos, ¿qué clase de estofado saldrá con eso? Decíamos, ¿qué clase de basura saldrá con eso? ¿Seguro, limpio, atractivo, fácil de eliminar? ¿Puede el paquete reciclarse y regresar convertido en un sobre rojizo difícil de pegar con la lengua? Primero veíamos la basura, luego veíamos el producto como alimento o bombillas o champú contra la caspa. ¿Qué categoría adquirirá como desecho?, nos preguntábamos. Nos preguntábamos si es responsable consumir un artículo si el envase que contiene dicho artículo ha de vivir un millón de años.

Según la leyenda que circulaba por las calles, jamás había escrito un número en un trozo de papel.

Noche tras noche nos sentábamos bajo el rancio resplandor, mi madre y yo, y veíamos reposiciones de Luna de miel. Ralph Kramden aullando su dolor insoportable. Acaso mi madre se identificaba con su esposa Alice. El delantal y el abrigo de paño y el piso mal amueblado y los olores a comida del pasillo. Pero Alice tenía un marido conductor de autobús que no hacía más que entrar por la puerta en lugar de salir. Conducía un vehículo autorizado por la sociedad. Y Ralph y Alice no tenían niños que les preocuparan y atormentaran. Tú tenías los niños sin el marido. Ni siquiera un cuerpo devuelto por las algas y descubierto a flote por dos tipos por la mañana temprano de un domingo desde una barca de remos alquilada con una jaula para capturar cangrejos: el cuerpo mordisqueado de Jimmy Costanza, edad la que sea.

Regresé a las tierras bajas costeras de Texas y realicé una entrevista con la BBC ataviado con un sombrero rígido y una lámpara de minero, en un corredor salino situado a seiscientos metros bajo la superficie. La productora, fuera de campo, me hacía preguntas, y yo saboreaba el polvo de sal que levantaban las carretillas elevadoras y me esforzaba por diseñar respuestas que le agradaran.

Tú tenías el hombre que realizaba el trabajo no autorizado por la sociedad. En los pasillos y las calles oías las pisadas por la noche y debías de preguntarte si no se trataría de Jimmy regresando a casa. De entre los muertos, o de las tinieblas o acaso simplemente de Nueva Jersey. Y eras tú la que se vestía rápidamente con las primeras luces de la mañana, antes de que el calor ascendiera silbando por las tuberías: la misa temprana entre los italianos vestidos de luto. Tenías a los niños, con sus nervios crispados, el pequeño y maravilloso cascarrabias, tan difícil de amar como los posos del café. Yendo a misa sola aquellas frías mañanas. Y el hijo mayor con su distancia y sus modales introvertidos y su furia extrovertida, subido al tejado y fumándose un cigarrillo bajo el aguanieve de la tarde.

Contemplo el logotipo de Lucky Strike y pienso en una diana.

Observaba a hombres con trajes espaciales que enterraban desechos nucleares y pensaba en las rocas vivientes de allá abajo, en el proceso subterráneo, la cuasi vida, los átomos que se descomponen hasta la mitad de su número original. El isótopo de uranio más común se bombardea con neutrones para producir plutonio, que se fisiona, si es que podemos generar un verbo de la energía de dividir los átomos. El número de masa del isótopo es dos tres ocho. Suma los dígitos y obtienes trece.

Pero las bombas no se lanzaron. Recuerdo a Klara Sax hablando de los hombres que pilotaban los bombarderos estratégicos mientras todos escuchábamos en la larga y achaparrada estructura de cemento seccionado. Los misiles seguían en sus rampas giratorias. Los hombres volvían y las ciudades no eran destruidas.