A veces, Brian Glassic llamaba tarde. Llamaba a rachas, ya entrada la noche, acaso cuatro llamadas en un fin de semana y, ¿de qué hablaba cuando llamaba? De la oficina, por supuesto, sacando a relucir temas que no le resultaba fácil comentar en la propia torre, o quizá el último escándalo nacional, con detalle anatómico, o peroraba sobre una película que quería que yo alquilara, armas y drogas: creía que ello nos hacía ser más amiguetes.
Lo hacía también como provocación. Brian opinaba que yo me hallaba perfecta y sólidamente instalado, arropado por una casa y una familia, con más seguridad que él, más viejo pero también físicamente superior, físicamente en forma, un hombre de más recia consistencia, tal era su argumentación y como solía manifestarla: un hombre que guarda las distancias. Y ello le desconcertaba profundamente, le hacía querer interrumpirme, lanzarse a jugarretas infantiles, exigir de un modo u otro mi atención.
Cuando sonaba el teléfono a determinadas horas, Marian y yo intercambiábamos la mirada «Brian»: tenía que ser él.
—No vas a creerte dónde estoy. Vente para aquí ahora mismo. Este lugar es increíble. Eres la única persona con la que puedo soportar compartirlo. Ven solo —dijo.
Me llevó un buen rato encontrar el sitio. No hacía más que atravesar la I-10, allí donde el mapa comienza a tornarse blanco, junto a edificios bajos de estuco rematados por antenas parabólicas: piezas de tractor y restos procedentes de puestas a punto de motores diesel, y roca y autodefensa. Entonces divisé un grupo de tiendas que encajaban con la descripción de Brian, un pequeño centro comercial, limpio y cuidado, pintado como de rosa y verde estilo rancho, tres de ellas aún no abiertas, y aparqué cerca de la última de la izquierda, la única que funcionaba, llamada Condonología.
Chavales de universidad, levemente desaliñados. Permanecían entre los estantes, charlando y curioseando, revisando los catálogos y leyéndose la letra pequeña de las cajas de productos, y se les unieron otros, hombres y mujeres algo mayores, personas con profesiones y pantalones ligeros con raya y un cierto desenfado en el porte y en su presencia allí, el conjunto de actitudes y valores que se conoce como estilo de vida.
Brian me empujó a un rincón para que pudiera otear la zona. De anchos pasillos, la moqueta era suave y pálida y los pasillos eran anchos y había pinturas murales, cinco paneles en cada una de las dos largas paredes, en las que se veían escenas de una tienda de helados de los años cuarenta y cincuenta. Un vendedor de gaseosas con pinta de cretino detrás de un mostrador de mármol preparando un batido de fresa para un par de chicas vestidas con jerséis de colegio y medias cortas: así era uno de los murales, pintado con un estilo plano, con un estilo ajeno a la escena, y el efecto resultaba interesante, completamente antionírico. Brian escrutaba mi mandíbula inferior a la espera de alguna reacción. Podía oír música en las profundidades de la distancia, un cantante de baladas interpretando canciones perdidas, la clase de baladas que a veces incluían uno o dos versos de italiano arrastrado, y todo agradablemente suavizado, pensé, sin afectación, sin humor paternalista.
Brian me susurró ásperamente, como si no me hubiera dado cuenta.
—Condones.
De eso se trataba, en efecto, de condones, todo aquel lugar eran condones, estantes llenos de cientos de tipos de protección, masculina y femenina, cremas corporales, espermicidas, guantes de látex, lubricantes de silicona, con libros, manuales, vídeos, expositores especiales, con artículos de novedad en la línea de pito-grande pito-chico, y camisetas, por supuesto, y gorras de béisbol con logotipos de condones.
—Y es un sitio estratégicamente situado, en los nuevos territorios salvajes —dijo—. Me parece ver una ciudad satélite naciendo en torno a esta tienda, un millar de edificios, así es la visión que tengo, alargándose como puntas a partir de la tienda de condones. Como una población medieval con su castillo en el mismo centro.
—Construían los castillos en la periferia.
—Que te den por culo. A ver si muestras algo de asombro. Tienen preservativos con sabor a melocotón. Y los chavales vienen a hacer vida social, a estar y a ver qué pasa. Estoy esperando oír a Al Hibbler cantando Unchained Melody.
—Al Hibbler era bueno.
—¿Bueno? Nos ha jodido, bueno. Era increíble. ¿Creías que Ray Charles era ciego? Al Hibbler, ése sí que era ciego. A ver si reaccionas.
Me condujo a lo largo de un pasillo. Mi reacción fue, Fíjate en todos estos condones. Con tachuelas, ajustados, con nervios, a pelo. Solíamos decir: No entres a pelo. Queriendo decir ponte un condón o la dejarás preñada. Y ahora había condones llamados «a pelo», electrónicamente probados para determinar su delgadez y su resistencia.
—Esto acabará sustituyendo a las deportivas —dijo Brian—. Los chavales se enfrentarán a tiros por culpa de una caja de condones caros de piel de oveja.
Había condones sueltos que se vendían en frascos, en jarras de caramelos: cógete un puñado. Una mujer contemplaba un modelo de muestra de un preservativo de poliuretano que llevaba aros flexibles en cada extremo. Brian la conocía del cajero automático de su Banco: hola, ¿qué tal?, ¿qué hay?, hola. Había condones-dedo y condones de cuerpo entero, y condones orales con sabor a menta. Había cajas para condones, tamaño bolsillo, y un condón que podía llevarse puesto como un sombrero.
Brian dijo:
—Mi hermano llevó un condón en la cartera durante toda la adolescencia. Una vez me lo enseñó, creo que yo por entonces tenía doce años. Abrió la cartera y me enseñó aquella cosita marchita que parecía un pene desinflado y creo que no lo he superado nunca. Se trataba de un mundo al que aún no estaba preparado para entrar. Podía entender el sexo a nivel animal. Pero aquello era otra cosa completamente distinta. Algo que tenía que ver con el material, con esa goma plasticosa, con su aspecto y su tacto, me hizo tocarlo, y con la naturaleza y la función del objeto en general, no se, era algo ajeno e inquietante. Bastante duro era ya enfrentarse al sexo a solas. Aquello era una tecnología que pretendían arrollarme en torno al pito. Aquello era el látex producido en masa que utilizaban para pintar buques de guerra.
—Eras un crío sensible.
—Era flacucho y mudo. Apenas humano. Tú eras un chaval robusto de los que solían molernos a palos a los que éramos como yo.
—Nosotros no teníamos chavales como tú —le dije.
—¿Tú te movías con condón?
—En el bolsillito del mono.
—Para cuando cumplí dieciséis años, ya no se hacia eso.
—Pues ahora lo hacen —dije yo.
—No creo que mi hermano llegara a utilizar nunca el condón de su cartera. El día en que se agenció un coche lo dejó en el coche. Lo guardó en la guantera. Creo que fue entonces cuando por fin logró utilizarlo.
Un hombre cantaba suavemente, susurrando la letra que surgía por los altavoces. Avanzó titubeantemente hacia nosotros, empujando un carrito en el que transportaba una botella de oxígeno, un tipo con el pelo canoso, con tubos que salían del depósito y se conectaban con su nariz. La botella tenía el tamaño de un perro salchicha metido en su bolsa de transporte. Y cantaba, susurraba con tono rasposo: dominaba el fraseo y el ritmo a la perfección, las perezosas conclusiones de los versos en relación con una letra de despedida, alterada tan sólo por su voz carcomida para adaptarse a la forma de una vida propia, sentida en lo más profundo de la piel.
Nos apartamos para dejarle pasar.
Detrás de los productos y de sus instrucciones alcanzábamos a atisbar una industria de descripciones vívidas. Seda cutánea y deslizamiento cósmico y puntas con receptáculo. Había condones envasados como si fueran monedas romanas y condones en carterillas de fósforos. Brian leyó en voz alta los textos de los envases. Teníamos allí membranas animales naturales y aromas a chicle. Teníamos condones que brillaban en la oscuridad y condones para la estimulación previa y condones impresos con pintadas que se estiraban a la medida de tu erección, en los que una letra se convertía en una palabra y una palabra se convertía en una frase. Imitó un rato a Churchill: Acabaremos con ellos en las playas. Teníamos condones tipo piruleta, teníamos calzoncillos estampados con personajes de tebeo en forma de condones erectos, y otros que eran como flotantes, con cabeza de pezón y hablaban un lenguaje que llamaban el espermiano.
Cerca de la puerta había una joven con un tatuaje del logotipo de Ramsés en el lóbulo de la oreja.
—Mi chavala lleva uno de ésos —dijo Brian—. Sólo que el suyo pone Pepsi. ¿Debería sentirme agradecido?
—¿Qué chavala?
—Qué chavala. ¿Qué importa qué chavala sea?
Brian se mostraba cauteloso en lo que se refería a su familia. Adoptaba la pose fingida del padre que protesta de modo rutinario por los críos que no tienen cuidado con el dinero ni toman precauciones con nada, todos representamos esa pantomima, es como una segunda lengua, las fáciles quejas del padre, y Brian escenificaba desdeñosos solos notablemente animados, aunque también albergaba algo más profundo y más amargo, una sensación de que aquéllos eran sus enemigos, aquellas fuerzas descontroladas que habitaban en su propio hogar dispuestas en despojarle de su autoestima, una hijastra, una hija y un hijo, todos en la universidad, y una esposa, decía él, que andaba una chispa descentrada.
—Eso no es lo único que lleva impreso en su cuerpo.
—¿Cuál de las chavalas? —dije yo.
—Brittany.
—Me cae bien Brittany. Pórtate bien con ella.
—Pórtate bien con ella. Escucha esto: lleva un brazalete debajo del hombro, no vas a creértelo. Han organizado en el instituto un Día de Simulacro de Apartheid.
—¿Qué es eso?
—Lo que oyes. Tratan de simular la cultura del apartheid. Como una lección para los críos. Llevan todos brazaletes. De color oro si eres de las clases oprimidas y rojo, creo, si eras militar y verde si pertenecías a la elite. Brittany se ofreció voluntaria para alinearse con las clases oprimidas y ahora se niega a quitarse el brazalete. La simulación oficial duró un día, pero ella lleva semanas en ese plan. Nadie sigue haciéndolo más que ella. Restringe su propio horario de acceso al comedor: diez minutos diarios. Sólo monta en determinados autobuses y a determinadas horas. Se sienta en una zona delimitada del aula.
—¿Cómo reaccionan el resto de los críos?
—La escupen y la evitan.
Dibujó una pantalla de televisión con las manos, los pulgares horizontales, los índices enhiestos, y me miró desde su interior con los ojos bizcos y la lengua colgando.
Dimos una última vuelta en torno al local. Frente a uno de los murales había un chico y una chica, sentados a una mesa, con sus helados y sus vasos de agua fría, y largas cucharas para los helados; y la escena, sin pretender resultar encantadora, poseía un tono próximo al documental, y el conjunto del lugar resultaba ligeramente museístico, pensé, con su tiempo comprimido y su despliegue de objetos de interés evolutivo. Y una mujer cantaba una balada acerca de una capilla a la luz de la luna que me resultaba vagamente familiar, y me volví para ver si el tipo de la bombona de oxígeno aún seguía cantando.
Brian compró un paquete de condones para su hijo David, cosa entre coleguillas, símbolo de comunicación y armonía. Salimos a la plaza vacía y él abrió la caja y sacó una única funda, aún con su envoltura de aluminio. La miró. Tenía una risa entrecortada que reservaba para ciertas ocasiones, como la de un hombre semiahogado al que le fastidiara verse rescatado, y al mirar el objeto se echó a reír.
—Por entonces, todo el mundo hablaba de enfermedades venéreas. Lo del sifilazo era un término con un retintín muy rotundo. El sifilazo.
—La sifi.
—Todos esos términos. Si uno es malo, el otro es peor. Pero me era imposible adivinar un solo elemento salvador en el condón. Quizá porque me traía a la mente otra palabra.
—Saco de mierda.
—Y en esa especie de mente retardada que tiene uno a los doce años, quizá percibí la existencia de una vida secreta en ese objeto que llevaba mi hermano en la cartera, en ese saco de mierda… ¿cómo podía uno confiar en la seguridad del uso de algo llamado saco de mierda?
—Nosotros somos gestores de desechos —dije—. Trabajamos con sacos de mierda.
—Pero piensa en el desprecio que arrojamos sobre esa palabra. Es una palabra fea. Llena de autoaborrecimiento.
—Qué más dan las palabras. Tú le has comprado una goma a tu chaval porque es importante que la utilice. Detesto ser razonable. Sé que resulta ingrato mostrarse razonable ante la desconfianza primitiva de alguien.
—Tienes razón.
—La gente tiene que utilizar estas cosas.
—Tienes razón —dijo él—. Resulta ingrato.
Desenvolvió el preservativo y lo sacudió hasta lograr que el receptáculo de la punta pendiera oscilando bajo la brisa. A continuación, estrujó el objeto en el puño y se lo aproximó a la nariz.
Dijo:
—¿A qué huele? ¿A cortina de baño? ¿A tapicería de coche o a forro para pantalla de lámpara? ¿Huele acaso a esas grandes bolsas cuadradas para tejidos en las que uno guarda la ropa que nunca utiliza?
Inhalaba profundamente, tratando de absorber el olor, de retenerlo por completo para poder determinar su naturaleza. Su esbelta cabeza parecía inflamarse, roja como la de un gallo. Pensó que podría corresponder al olor del papel de burbujas con el que encuentras envuelto el ordenador nuevo cuando lo sacas de la caja de embalaje. O a la propia caja de embalaje. O al propio ordenador. O a esas bolsitas de plástico que llevan ya demasiado tiempo en la nevera impregnándose de vapores de freón. Pensó que podría tratarse de un olor de hospital, de un olor de laboratorio, de los vertidos de una planta química. No lograba localizarlo con exactitud. Del aislamiento de las paredes. Del filtro de los aires acondicionados.
—Pensé que eran inodoros. Los condones modernos —dije—. Excepto cuando les añaden algún sabor.
—Son los nuevos, los inodoros. Yo le he comprado de esos viejos baratos de látex que ciñen el miembro sexual y reducen la sensación y huelen mal. Quiero que pague el precio de ser razonable.
Marian, sentada en la habitación de Jeff, contemplaba una película en televisión. Tuve que adaptarme a la imagen de una persona distinta en su habitación. Su habitación era su guarida animal, su pellejo y su olor, y pensé que Marian, allí sentada, estaba cometiendo una suerte de violación de las leyes de las especies.
Llevaba unos vaqueros gastados y una vieja camiseta con mangas que le colgaba por delante, de esa clase de mujeres que adquieren belleza con la edad, pienso, que se vuelven hermosas con el paso del tiempo hasta que un día lo notas, como de repente y todo el mundo a la vez: se convierte en un escándalo local de sorpresa y de cotilleo.
—¿Cuándo empezaste a fumar de nuevo?
—Cállate —dijo.
Le hablé de Condonología. De pie en el umbral, esforzándome por ahogar el sonido de la película. Su piel era tersa, rotunda de un modo enteramente fisonómico: de rostro levemente anguloso, nariz recta, cabello oscuro, ademán resuelto, muy próxima al modelo clásico americano, ese estilo algo anticuado que no se aparta drásticamente de la sencillez, como el rostro tallado de las viejas pastillas de jabón, las de Camay quizá, no estoy seguro, la cabeza de la mujer de perfil, con el pelo ondulado, aunque el de Marian era liso.
—¿Dónde está Jeff?
—Ha salido. Yo estoy viendo esto.
Le hablé del Día del Simulacro de Apartheid desde el umbral.
Dijo:
—Estoy viendo esto.
—¿Te apetece algo? A mí me apetece algo.
—Agua mineral estaría bien —dijo.
Fui a la cocina y saqué todas las cosas de sus respectivos compartimientos. Vertí agua mineral en un vaso alto con hielo y eché una rodaja de limón en su interior. Saqué del congelador el vodka de patata, vaporoso de frío, y recordé lo que quería decirle. Corté una luneta de piel de limón y la puse en una copa de oporto.
Quería decirle algo de Brian.
Llevaba algún tiempo intentando beber oporto, simplemente para ver qué sensación me producía, qué tal sonaría, una copa de oporto, un vino intenso, y ahora estaba utilizando la copa de oporto para mi vodka, espeso, frío y opalino.
Alcanzaba a oír los diálogos de la película desde el otro extremo de la casa.
Su piel era pura como el Camay y sus cabellos eran oscuros y lisos y por lo general los llevaba cortos porque cortos son más cómodos. Tenía una voz modulada, profunda y tonal, como vocalmente redonda y erótica, especialmente a través del teléfono o en la oscuridad del dormitorio, con interferencias de brandy o un levísimo toque ronco de deseo nocturno.
Solía cantar en un coro de iglesia de su pueblo, en el club de los Diez Grandes, como gustaba de llamarlo, pero lo dejó a causa de no sé qué tontería, no sé qué desaire percibido… cómo detestaría oírme calificarlo de percibido.
Le alargué el agua mineral y ella dijo algo referente a Brian. Pensé que quizá estaba intentando adelantarse a mi propia observación sobre Brian. Lo habría visto venir a través de la rutinaria lectura de signos dentro de la percepción ambiental del matrimonio.
—¿No te ha recomendado alguna otra película en la que acaben todos a tiro limpio en una acequia?
—Así es como Brian se libera de la presión de ser Brian.
Recordé una fiesta en la que se había mantenido clavada en una esquina de la habitación con un tipo al que ambos conocíamos por encima, un poeta universitario de largos cabellos rastrillados y dientes manchados, riendo: él hablaba, ella se reía, de lo más inocente, diría uno, o no tan inocente pero sí completamente aceptable, una fiesta es una fiesta, y si el apretón dura demasiado, ¿quién va a notarlo sino el marido? Y se lo dije más tarde. Eso fue hace mucho tiempo, cuando los críos eran pequeños y Marian conducía sin tener que llevar un lápiz en la mano. Se lo dije más tarde, dándome importancia porque de eso se trataba, de hablar con exagerada dignidad, de hablar a lo más profundo de mi ser y de reírme de mí mismo al tiempo porque eso es precisamente lo que hacemos en las fiestas.
Dije, «Padezco una extraña afección que sufren los hombres mediterráneos. Se llama respeto hacia uno mismo».
Permanecí en el umbral, viendo la película con ella.
—¿Tú crees que Jeff se quedará a vivir con nosotros para siempre?
—Podría ser.
—Ese empleo del rancho dietético. ¿Salió adelante?
—Eso creo.
—¿No te lo ha dicho?
—Estoy viendo esto —dijo ella.
—¿Has organizado los periódicos?
—He organizado las botellas. Mañana es día de botellas. Déjame ver esto —dijo.
—Lo veremos juntos.
—No sabes lo que está pasando. Llevo una hora y cuarto viéndolo.
—Ya me pondré al día.
—No quiero tener que estar aquí sentada explicándotelo.
—No tienes que decir ni una palabra.
—No es una película que merezca la pena explicarse —dijo.
—Me pondré al día viéndola.
—Pero me estorbas —dijo.
—Me estaré callado y miraré.
—Estorbas mirándola —dijo ella.
Aquella observación la complació, encerraba un hormigueo de perspicacia, y se estiró sonriendo con una especie de bostezo enroscado, las caderas y las piernas firmes, el torso combado hacia fuera. Creo que supe lo que quería decir: que la presencia de otro jode la firmeza del equilibrio, la compañía integral del televisor. Quería que la dejaran sola con su mala película, y yo me empeñaba en emitir un juicio.
—Trabajas demasiado —le dije.
—Me encanta mi trabajo. Cállate.
—Ahora que he dejado yo de trabajar demasiado, trabajas demasiado tú.
—Estoy viendo esto.
—Trabajas demasiado innecesariamente.
—Si el tipo intenta matarla, me voy a enfadar en serio.
—Igual la mata fuera de campo.
—Fuera de campo me parece bien. Como si quiere tirar de una sierra mecánica. Con tal de no tener que verlo.
Seguí mirando hasta apurar el vaso. Regresé a la cocina y apagué la luz. A continuación, me dirigí al salón y me puse a contemplar el sofá de color siena melocotón. Era un mueble nuevo, algo destinado a ser admirado y asimilado, algo que la estancia terminaría por incorporar con el tiempo. Algo que servía para levantar la maldición del piano. Teníamos un piano que nadie tocaba, una de las reliquias familiares de los Diez Grandes de Marian, un objeto similar a una piel de oso disecada que nos oprimía a todos con su existencia anterior.
Apagué la luz del salón, pero antes estudié los libros de las estanterías. Permanecí en la estancia observando el sofá de color siena melocotón y el empapelado rajastaní de la pared y los libros de las estanterías. Luego apagué la luz. Seguidamente, comprobé la otra luz, la del pasillo del fondo, para asegurarme de que permanecía encendida por si mi madre tenía necesidad de levantarse durante la noche.
Me planté nuevamente en el umbral. Marian miraba la televisión en cuerpo y alma. Encendió otro cigarrillo y yo me marché al dormitorio.
Me puse a contemplar los libros de las estanterías. Luego, me desnudé y me metí en la cama. Ella entró unos quince minutos después. Aguardé a que comenzara a desnudarse.
—¿Qué detecto?
—¿A qué te refieres? —dijo ella.
—Entre tú y Brian.
—¿A qué te refieres? —dijo ella.
—¿Qué detecto? A eso me refiero.
—Me hace gracia —dijo, finalmente.
—Y a su mujer también. Pero entre ellos no detecto nada.
La vi pensar en modos de responder a esto. Era un comentario divertido, quizá, ni mucho menos lo que había pretendido. Ella me miró y salió de la habitación. Oí correr la ducha al otro extremo del pasillo y me di cuenta de que lo había hecho todo mal. Debía haber sacado el tema desde el umbral de la puerta mientras ella veía la televisión. De ese modo, podría haber sido yo quien abandonara la habitación.