4

Sentado con mi madre en su habitación, charlábamos, callábamos, veíamos la televisión. Callábamos para recordar. Uno de nosotros decía algo que despertaba algún recuerdo y nos quedábamos sentados uno junto al otro, remontándonos.

Mi madre tenía un método de recuerdo documental. Proponía nombres y sucesos y los dejaba suspendidos en el aire sin atribuirles placer o remordimiento. A veces era sólo una palabra. Pronunciaba una palabra o una frase relacionada con algo en lo que yo llevaba décadas sin pensar. Tenía plena confianza en su memoria, y se desplazaba a través del pasado con un aplomo que era incapaz de aplicar al instante, la hora o el día de la semana en que vivía. Se reía de sí misma. ¿Qué día es hoy? ¿Tengo misa hoy o mañana? Yo la llevaba en coche a misa y la recogía después, y ello constituía la satisfacción más regular de mis semanas. Me aprendí el horario de misas y los tipos de misa y la duración del servicio y siempre me aseguraba de que dispusiera de dinero para el cepillo. Nos sentábamos en la habitación y hablábamos. A ella parecía no afectarle el sentimentalismo. A veces evocaba momentos que me impactaban con enorme fuerza, momentos cualesquiera, cosas ordinarias pero potentes —ordinarias únicamente si uno no las ha vivido, si no ha estado allí— y yo la miraba allí sentada, inmóvil, discreta en sus recuerdos.

Hay algo que solía contarles a mis críos cuando eran pequeños. Una guindaleza es un cabo que se emplea para amarrar los barcos. O la joroba del suelo entre las habitaciones, solía decirles. Eso se llama silla.

La instalamos con el tocador y el aire acondicionado y un colchón duro que le venía bien para la espalda. Ella evocaba nombres del martirologio familiar, del libro de los sufrimientos especiales, y nosotros callábamos y pensábamos. Sus cabellos aún eran castaños a retazos, ya enjutos e iridiscentes, con reflejos dorados bajo una luz fuerte, sujetos mediante un pasador, y nos sentábamos allí con la televisión encendida. Yo sabía que nunca hablaría demasiado ni sería descuidada en sus recuerdos. Era ella quien tenía el control, guiándonos cuidadosamente a través de las pausas.

Tras los disturbios de Los Ángeles mi hijo comenzó a vestir pantalones cortos y holgados y una gorra con la visera hacia atrás y zapatillas de deporte con gruesas lengüetas. Hasta entonces, sentado en su habitación con su ordenador, un chaval silencioso de veinte años recién cumplidos, su aspecto solía ser neutro. Vestía siempre igual. Se vestía para una entrevista de trabajo del mismo modo que uno se vestiría para pasear al perro: era algo constante en él.

Diseñábamos y gestionábamos vertederos. Éramos brokers del desecho. Organizábamos embarques de desechos peligrosos a través de los océanos del mundo. Éramos los Padres Espirituales del desecho en todas sus transmutaciones. A punto estuve de mencionarle mi trabajo a Klara Sax cuando estuvimos charlando en el desierto. Su propia carrera se había visto señalada en ocasiones por sus métodos de transformar y absorber la basura. Pero algo me hizo mostrarme cauteloso. No quise que pudiera pensar que estaba intentando sugerir una afinidad de esfuerzos y perspectivas.

Las personas célebres no quieren que se les diga que uno tiene cualidades en común con ellas. Les hace pensar que llevan algo arrastrándose entre las ropas.

Mi padre se llamaba James Costanza, Jimmy Costanza: sumen las letras y les saldrán trece.

En casa retirábamos el papel de cera de los paquetes de cereales. Teníamos un armario de reciclaje con cubos separados para los periódicos, las latas y los frascos. Aclarábamos las latas usadas y las botellas vacías y las depositábamos en sus cubos correspondientes. Separábamos el estaño del aluminio. Los días de recogida dejábamos cada tipo de basura en su receptáculo correspondiente y disponíamos los receptáculos, que viene del verbo latino que significa «recibir de nuevo», sobre la acera frente a la casa. Utilizábamos una bolsa de papel para las bolsas de papel. Cogíamos una bolsa de papel grande e introducíamos en ella las bolsas más pequeñas y a continuación dejábamos la bolsa grande sobre la acera junto al resto de los receptáculos. Arrancábamos el papel de cera de los paquetes de conos de trigo. No existe un lenguaje que me permitiera formular de modo exagerado la diligencia que aplicábamos a aquellas tareas. Procesábamos los desechos del jardín. Apilábamos los periódicos, pero no los atábamos con cordel.

A veces aprovechábamos las pausas para ver la televisión. Contemplábamos reposiciones de Luna de miel y mi madre se echaba a reír cada vez que Ralph Kramden extendía los brazos y vociferaba enormes protestas. Eran prácticamente las únicas ocasiones en las que uno podía esperar oírle reír. Debía de sentir una cierta sensación de limpia liberación al ver aquel apartamento tristemente amueblado, a la esposa Alice con su delantal o su cutre sombrero de fieltro, a Norton el vecino con su sombrero torcido y su cabeza espasmódica: cosas próximas a lo que ella conocía. Superficialmente, por supuesto. Próximo a lo que ella conocía pero de un modo más aparente que real. Una proximidad superficial pero aun así levemente conmovedora y acaso incluso misteriosamente real. Mira la imagen de la pantalla, plana y gris y brumosa por los años, no muy distinta de los recuerdos que se llevaba consigo al sueño. Dormía en una habitación de Arizona, algo que le debía de resultar sumamente extraño. Pero la presencia de Jackie Gleason en la pantalla volvía el lugar más factible: la arrastraba hacia un centro perceptible.

Una guindaleza es lo que atas alrededor de un noray.

Solía observar el modo que tienen algunas personas de jugar a ejecutivos cuando realmente ocupaban posiciones ejecutivas. ¿Hacía yo eso? Uno mantiene una distancia cambiante entre uno mismo y su trabajo. Existe un espacio consciente, una sensación de juego formal que es casi un pánico paralizante, y uno puede mostrarlo mediante un gesto forzado o un carraspeo ritual. Algo de nuestra niñez pasa zumbando por ese espacio, una sensación de juegos y personalidades autoconstruidas a medias, pero no es que uno esté fingiendo ser otra persona. Uno finge ser exactamente quien es. Eso es lo curioso del caso.

Marian quería conocerme con diecisiete años, verme a los diecisiete años, y formulaba ingeniosas preguntas sobre cosas sin importancia, y hablaban de mi padre, y yo escuchaba bajo el profundo sopor posterior a la cena.

Mi madre decía cosas que yo ya sabía, pero yo escuchaba desde el salón con una revista tapándome el rostro. Había sido un corredor de apuestas célebre por su memoria, y nunca había tenido que escribir un número sobre un trozo de papel. Era la leyenda de la calle. Yo tenía once años cuando salió por la puerta, y me enteré de la historia más tarde, de que se acordaba de todo, de que hacía sus rondas por las peluquerías y factorías del centro, en el distrito textil, por las esquinas de las calles, por los vestíbulos de los hoteles, siempre en pequeña escala, y nunca había tenido que anotar un número sobre el papel porque era capaz de recordar los detalles de todas las apuestas. Tal es la historia que surgió en torno a su nombre. Formaba parte del sobrecogimiento que sigue a una muerte violenta o a una desaparición inexplicable.

Se colocó en el umbral, con su perfil señorial, y nosotros abandonamos la autopista interestatal 10, nos incorporamos a uno de esos maratones mortales de tráfico comercial y encontramos finalmente su callejuela y allí estaba, embarazada a tope.

Mi madre le contaba cosas a Marian, una historia de cuando en cuando con su medio acento del Bronx, y yo permanecía sentado y escuchaba a rachas bajo la pulsación del lavaplatos. Le proporcionamos a su habitación una mano de pintura fresca de color verde, la antigua habitación de Lainie, pálida y tranquila. La instalamos con el televisor y el espejo recién plateado y su buena cama dura y saludable y le dejamos una caja de soda aromatizada: de lima-limón, creo.

En mi despacho de la torre de bronce me dedicaba a proferir amenazas gangsteriles que resultaban cómicamente eficaces. A un consultor que entregaba un informe con retraso, le decía: «Le estoy diciendo de una vez por todas que yo, yo mismo, Mario Badalato, pienso encargarme de cortarle la cabeza a toda su puta familia». Todo esto con una voz áspera fiel al género y malévolamente admirada por el resto de los presentes en la estancia.

En Holanda fui al VAM, una planta de tratamiento de desechos que procesa un millón de toneladas de basura al año. Sentado en un Fiat blanco, pasé junto a taludes de desperdicios apilados hasta una altura de varios pisos. Dejaba una de aquellas torres atrás para recorrer otra, con oleadas de vapor que se alzaban de sus formas piramidales, y en el aire reinaba un hedor que llenaba mi boca y que parecía lo bastante espeso como para impregnar mi ropa. ¿Por qué pensaba que había nacido con aquella experiencia en mi mente? ¿Por qué era aquello algo personal? Pensé ¿Por qué los malos olores parecen contarnos algo acerca de nosotros mismos? El director de la compañía seguía conduciéndome entre aquellas filas humeantes, y yo pensé, Todo mal olor tiene que ver con nosotros. Vamos abriéndonos camino por el mundo hasta que llegamos a una escena que parece extraída de un medievo moderno, una ciudad de rascacielos de basura, la peste infernal procedente de todos los objetos perecederos que jamás se han agrupado, y se nos antoja como algo que hubiéramos llevado a cuestas durante toda nuestra vida.

Era de esa clase de personas que a uno le costaría trabajo describir si la viera en el momento de cometer un crimen. Pero, tras las revueltas, se puso una gorra de los Raiders de Los Ángeles y una camiseta ultralarga en la que llevaba un par de gafas de sol colgadas del bolsillo. Nada más cambió. Vivía en su habitación, perdido entre chips y discos, el mismo muchacho de siempre pero ahora físicamente vívido, un ser social con andares de gueto.

Nos sentábamos en la habitación a ver reposiciones, mi madre y yo. Él la había abandonado por otra época anterior a mi nacimiento. A ello se debía que yo llevara el apellido de mi madre, y no el suyo. Ella no confiaba en que regresara jamás, y me contó que había ido a ver a un abogado que se había metido en ciertos chanchullos. Los tribunales tienden a determinar que un niño debe llevar el apellido del padre hasta que alcance su mayoría de edad legal, momento en el que puede escoger por sí mismo. Pero el abogado se las apañó para obtener una excepción de no sé qué juez y a ello se debe que en mi certificado de nacimiento ponga Shay. Luego, volvió y se quedó durante largo tiempo hasta que volvió a marcharse a por cigarrillos: diez años o así. Era un hombre sin raíces, decía ella, levemente resignada, como si aquello fuera lo único que pudiéramos esperar del destino —ella y yo y mi hermano—, aunque quizá yo malinterpretaba su tono de voz y lo que quería decir es que allí era de donde venía y adonde volvía, ineludiblemente, según el argot que gobierna las rimas de la vida.

De regreso a casa, al aterrizar en Sky Harbor, solía maravillarme de la rapidez con que la gente se dispersa de los aeropuertos, de cualquier aeropuerto: todos apretujados en filas de tres o cinco asientos y atestando el pasillo tras el aterrizaje, cuando el comandante desconecta la señal de abrocharse los cinturones y uno recoge sus pertenencias del compartimiento superior y aguarda en el pasillo a que se abra la puerta y la gente comience a avanzar, y te encuentras con nuevas muchedumbres cuando atraviesas la salida, gente que desembarca y otros que les esperan y aún más multitudes en la zona de recogida de equipajes y en el vestíbulo, los rugidos cruzados de voces resonantes y de anuncios de vuelo y de motores revolucionados y de gentes que atraviesan todo aquello, personas que transportan sus pertenencias, únicas y diferenciadas, como una microhistoria de artículos de aseo y de prendas interiores, de medicinas y aspirinas y lociones y polvos y geles, una cantidad increíble de personas que se entrecruzan en cualquier día cálido y seco, al borde del desierto, con la ropa interior hecha una bola y aferrada en el puño, y el modo en que se dispersan rápida y misteriosamente, el modo en que una muchedumbre enorme puede diseminarse y desaparecer en cuestión de minutos, arrastrando las bolsas sobre los suelos relucientes.

Cosas que solía decirle a los críos. Solía sostener un objeto en el aire y decirles, «La pequeña sección estriada que hay en el extremo de los tubos de pasta de dientes. Se llama ondulación».

Gleason muerto pero igualmente presente en la habitación con nosotros, irlandés como ella y aparcado en una rancia sauna, ataviado con un uniforme de conductor de autobús, agitando los brazos, agitadamente gordo, la única persona capaz de hacerla reír. Atravesaba el suelo con paso majestuoso, blandiendo el puño. Vas a la luna, Alice. Lo que más le gustaba a mi madre eran las cosas familiares. Cuanto más recurría él a una frase, más se reía ella. Se mantenía al acecho de ciertas frases. Nos manteníamos los dos, y él nunca nos defraudaba. Nos sentíamos más unidos cuando Gleason estaba en la habitación. Nos soltaba la frase, nos proporcionaba la risa segura, la que necesitábamos al final del día. Gleason ofendido. Dando puñetazos sobre la mesa y doblando las rodillas y ladeando su grandiosa cabeza hacia el firmamento. Representaba el chiste al que acompaña una historia ausente: el chiste obsceno, el chiste estúpido, el chiste del rabino y el sacerdote, el chiste de la noche de bodas, el chiste del dialecto, la frase final que sobrevive largo tiempo después de que se olvide el chiste. Me sentía mejor con Jackie en la habitación, transparente en su dolor, vivo y muerto en Arizona.

La llevaba y la recogía y me aseguraba de que tuviera dinero para el cepillo.

Edificábamos pirámides de desechos sobre la superficie de la tierra y bajo ella. Cuanto más peligrosos los desechos, más profundamente intentábamos sepultarlos. La palabra plutonio viene de Plutón, dios de los muertos y señor del mundo subterráneo. Le llevaron a las marismas y le liquidaron, como decimos hoy en día, o como solíamos decir hasta que cambió para decirse de otra manera.

Me gustaba apresurarme para llegar a casa desde el aeropuerto y ponerme el bañador y la camiseta. Corría por la acequia con voces sufíes resonándome en la mente, y a veces veía despegar un avión, todo él luz y ascenso y cálculo, y pensaba en mi hijo Jeffrey cuando era más joven: en el don que creía poseer para abatir un avión en el aire, la maestría del espacio y de la materia, un poder y un control que se elevaban perversamente de la maldición del desarraigamiento.

Y a veces permanecía junto a ella durante la misa, la misa en inglés, qué acontecimiento tan puro, sin murmullos ni reverberaciones, pero así y todo lo mejor de la semana, y la cogía del brazo y la conducía al exterior de la iglesia, y aunque no era una mujer menuda parecía encogerse, perder carne episódicamente: se me antojaba bajo los dedos como si fuera de papel de arroz.

Solía afeitarse con una toalla sobre el hombro, vestido con su camiseta, su niqui, y la cuchilla producía un sonido que me agradaba escuchar, como el roce de un papel de lija sobre su espesa barba, y la brocha en el cuenco, la hoja Gem y la toalla colgada y el agua caliente del grifo: calor y destreza y filo cortante.

Dominus vobiscum, solía decir el cura, y nos abríamos paso hasta el exterior del vestíbulo, entre los cánticos de varios chiquillos, Dominick anda a registrarles. ¿Para qué servía el latín si uno no podía reducir los códigos formales a los empellones del argot callejero?

Era como las películas de ciencia ficción o las de terror, con la diferencia de que Jeff era demasiado tímido y miedoso para probarlo en el mundo real, incluso con su hermana incitándole al oído que hiciera explotar aquel trasto.