Sentados en el Stadium Club con nuestro whisky puro de malta y nuestras carnes poco hechas, fingíamos ver el partido. Yo ya había viajado varias veces a Los Ángeles por motivos de negocios, pero nunca me había dado un paseo por el estadio de los Dodgers. Big Sims tuvo que meterme en el coche a la fuerza para llevarme allí.
Estábamos separados del campo, aislados por los cristales de la zona de prensa, y a pesar de tener la mesa junto a la ventana tan sólo oíamos sonidos ahogados procedentes de la multitud. La voz del locutor radiofónico, transmitida desde la cabina, nos llegaba con claridad, pero la muchedumbre permanecía mágicamente distanciada, con el alma gimiente, como un batallón perdido.
Brian Glassic dijo:
—He oído que finalmente han interrumpido los vertidos al mar frente a la Costa Este.
—Ahora no, que estoy comiendo —dije.
—Díselo —dijo Sims—. Descríbeselo con detalle. Que huela el aroma.
—Y también he oído que cuantos más vertidos realizaban en una zona en particular, más se enriquecía la vida marina.
Sims miró a la inglesa, la única que comía pescado.
—¿Habéis oído? —dijo—. Florecía la vida marina.
Y Glassic dijo:
—Comamos rápido, a ver si podemos salir de aquí y sentarnos en las gradas como la gente normal.
Y Sims dijo:
—¿Para qué?
—Necesito oír a la multitud.
—Que tontería.
—¿Qué es un partido de béisbol sin el sonido de la multitud?
—Hemos venido a comer y a ver un partido —dijo Sims—. Me he molestado en reservar una mesa junto al ventanal. Uno no va al estadio a oír un partido. Va a ver un partido. ¿Acaso no lo ves bien?
Simeon Biggs, Big Sims, era célebre en la compañía por su cintura. Era gordo y calvo, y tenía cincuenta y cinco años, pero también era fuerte, con un cuello y unos brazos duros como el arce. Si le caías bien, accedía a librar contigo una pelea de golpes de pecho o te desafiaba a echarle una carrera alrededor de la manzana. Sims se encargaba de la parte operativa de nuestro campus de Los Ángeles, como solíamos llamarlo, y diseñaba vertederos que eran más bonitos que centros comerciales de tonos pastel.
Glassic me miró y dijo:
—Necesitaríamos cascos de vídeo y guantes interactivos. Porque esto no es la realidad. Esto es realidad virtual. Y carecemos del equipo adecuado.
Sims dijo:
—Si nos vamos a las gradas no podremos llevarnos las bebidas.
—He ahí un argumento de peso —dije.
Si alguna vez comía cosas que no debía o bebía demasiado, era cuando salía con Sims, una reprobación viviente de las tácticas de la moderación.
La inglesa dijo:
—Ahora, si no comprendo mal, el lanzador recibe una señal del receptor. La pelota así o asá. Rápido o lento, alto o bajo. Pero ¿qué ocurre cuando está en completo desacuerdo con la elección del receptor?
—Le envía un gesto negativo —dijo Glassic.
—Ah, entiendo.
—Agita el guante o sacude la cabeza —dijo Sims—. O le sostiene la mirada.
La inglesa, Jane Farish, era una productora de la BBC que quería hacer un programa sobre las cúpulas salinas que, bajo la dirección del Departamento de Energía, estábamos probando con vistas al almacenamiento de desechos nucleares. Durante los últimos años, se había mantenido ocupada asimilando la cultura norteamericana y dejando a su paso, decía, un rastro de tierra quemada a fuerza de entrevistas: reyes del porno, monjes contemplativos, cantantes de blues encarcelados… Acababa de concluir un recorrido por California y tenía por delante un torneo de póquer en Reno y a continuación una visita al desierto para entrevistar a Klara Sax.
Los Dodgers jugaban contra los Giants.
Sims miró a Farish y dijo:
—Como sabéis, la historia de estos dos equipos se remonta un buen trecho. Eran equipos neoyorquinos hasta finales de los cincuenta.
—Se trasladaron al Oeste, ¿no es cierto?
—Se trasladaron al Oeste, llevándose consigo el corazón y el alma de Nick.
Farish me miró.
—Ya no había nada que llevar. Para entonces, ya no era hincha. Estaba quemado. Éste es el primer partido que veo desde hace décadas.
—Y encima resulta que es mudo —dijo Glassic.
Big Sims pidió otra ronda y comenzó a hablarle a Farish de los Dodgers de Brooklyn. Sims había crecido en Misuri, y se había enterado bien de algunas cosas y mal de otras. Nadie que no hubiera estado allí podía hablar de los Dodgers. A la inglesa no le importaba. Absorbía las cosas de un modo químico, cerrando a veces los ojos para concentrar el proceso.
—Nick solía subirse la radio a la azotea —dijo Glassic.
Farish se volvió hacia mí.
—Tenía un transistor portátil con el que iba a todos sitios. A la playa, al cine… si yo iba, se venía conmigo. Yo tenía dieciséis años. Y escuchaba los partidos de los Dodgers en la azotea. Me gustaba estar solo. Era mi equipo. Yo era el único hincha de los Dodgers en todo el vecindario. Cuando perdían, me moría interiormente. Y era importante morir solo. Los demás estorbaban. Tenía que escucharlo a solas. Y entonces la radio me decía si había de vivir o de morir.
No es fácil hablar inteligentemente de béisbol si no se ha crecido con él, pero las preguntas de Farish eran bastante dignas. Lo difícil eran las respuestas. Debíamos de parecer tres matemáticos, tan ausentes en nuestra refinadísima labor que no notábamos hasta qué punto nuestra terminología resultaba extraña y opaca, con doble sentido. Intentábamos razonar nuestro lenguaje, desentrañarlo para el profano.
—¿A alguien le apetece vino? —dijo Farish—. No me importaría probar algún blanco de la zona.
—El vino es una engañifa —le dijo Sims—. Nosotros nos ganamos la vida limpiando retretes.
Glassic señaló que una entrada era una entrada si hablábamos desde el punto de vista del lanzador que obtiene tres outs, pero sólo media entrada dentro de la perspectiva más amplia de un partido de nueve entradas divididas en media para el equipo visitante y media para el equipo anfitrión. Y la misma media entrada es también dos tercios de entrada si el lanzador se retira cuando aún le queda un out.
Le pedí al camarero que trajera un vaso de vino para nuestra invitada. Glassic retornó a la paradoja de las entradas, pero Big Sims le interrumpió con un gesto.
—Volvamos a los Dodgers —dijo—. Nos habíamos quedado con un chaval subido a la azotea con su radio.
—Mejor no —dije yo.
—Tienes que contarle a Jane qué fue lo que dio al traste con tu carrera de hincha fanático.
—No lo recuerdo.
—Acabó contigo hasta el punto de que nunca volviste.
—Se trata de cuitas locales. No viajan.
—Cuéntale —dijo Sims— lo del home run de Bobby Thomson.
Farish adoptó una expresión cortésmente esperanzada. Quería que alguien le contara algo comprensible. Así que Sims le habló de Thomson y de Branca y de que, cuarenta años después, las personas mayores aún se preguntaban unas a otras: ¿Dónde estabas tú cuando Thomson consiguió el home run? Le contó que algunos de nosotros habíamos congelado aquel momento y que lo conservábamos fielmente modelado que el propio Sims había salido corriendo por las calles, un chiquillo negro que ni siquiera era de los Giants: había escuchado el partido a través de la vieja y fiel emisora KMOX y salió de casa gritando, Soy Bobby Thomson, soy Bobby Thomson. Y le habló a Farish de la gente que afirmaba haber estado presente en el partido sin ser cierto y de las personas que insistían en ello honestamente debido a que el acontecimiento había tenido el suficiente poder de infiltración como para hacerles pensar que tenían forzosamente que haber estado en los Polo Grounds aquel día porque si no, ¿cómo era posible que sintieran aquello en la piel con tal potencia?
—No querrás decir que es como lo de Kennedy. ¿Dónde estabas cuando dispararon a Kennedy?
Glassic dijo:
—Cuando dispararon a JFK, la gente se metió en las casas. Contemplábamos el televisor en habitaciones oscuras y hablábamos por teléfono con amigos y parientes. Estábamos todos solos y aislados. Pero cuando Thomson logró el home run, la gente se lanzó a la calle. Todos querían estar juntos. Puede que fuera la última vez que la gente salió espontáneamente de su casa por un motivo determinado. Increíble, impresionante. Como una apostilla al fin de la guerra. Yo qué sé.
—Yo igual —dijo Sims.
Farish me miró.
—A mí no me miréis —dije.
—Pero tú estabas en la azotea cuando dieron ese golpe, ¿no?
—Yo no tuve que salir corriendo. Yo ya estaba fuera. Yo entré corriendo. Cerré la puerta y me morí.
—Te estabas anticipando a Kennedy —dijo Farish, y dejamos escapar una breve risita.
—Al día siguiente, creo que fue, comencé a advertir toda clase de señales que señalaban al número trece. Mala suerte por doquier. Me convertí en un numerólogo en ciernes. Tomé papel y lápiz y anoté todas las conexiones ocultas que parecían conducir al número trece. Ojalá pudiera recordarlas. Recuerdo una de ellas. La de la fecha del partido. El tres de octubre, o tres del diez. Sumas el mes y el día y te salen trece.
—Y el número de Branca —dijo Sims.
—En efecto. Branca llevaba el número trece.
—Lo llamaron «El disparo que se oyó en el mundo entero» —dijo Sims, dirigiéndose a Farish.
—¿Un ligero toque de fanfarronada norteamericana, quizá?
—Sí, pero qué demonios —dijo Sims.
Glassic me miraba de un modo extraño, casi con ternura, como alguien contemplaría a un amigo lo bastante estúpido como para ignorar que va a verse descubierto.
—Cuéntales lo de la pelota —dijo Glassic.
Se inclinó sobre la mesa y cogió un poco de comida del plato de Sims.
Se suponía que Glassic era amigo mío. Conocía a Sims y a Glassic desde hacía mucho tiempo, y Glassic, el pecoso Brian independiente, un hombre de declinante encanto, era el tipo con el que solía hablar cuando tenía que hablar de algo. También hablaba con Big Sims, pero acaso me resultaba más fácil hablar con Glassic debido a que éste no me desafiaba con su propia experiencia, no aguzaba la mirada como Sims ni la fijaba en mí.
—Cambiemos de tema —le dije.
—No. Quiero que hables de eso. Se lo debes a Sims. Es un crimen que Sims aún no lo sepa. Es el único de los de aquí que aún ama el juego —Glassic se volvió hacia la inglesa—. Yo acudo a los partidos, cuando acudo, por mantenerme al tanto. No mantenerse al tanto es como perder el estado de gracia. Sólo Sims se mantiene completa y patéticamente en contacto. Teníamos a los auténticos Dodgers y Giants. Ahora tenemos los hologramas.
Farish dijo:
—¿Qué pelota?
Sims me miraba. Había terminado de comer y procedía a extraer un bizcocho de su envoltorio, un sencillo proceso que él rodeaba de meticulosa ceremonia.
Glassic me dirigió una última mirada incandescente y se volvió hacia Sims.
—Esa pelota la tiene Nick. La pelota del home run de Bobby Thomson. El objeto en sí.
Sims encendía su puro sin prisas.
—Nadie tiene esa pelota.
—Alguien tiene que tenerla.
—La pelota se ha dado por perdida —dijo Sims—. Alguien la tiraría hace décadas. De otro modo, lo sabríamos.
—Simeon, escucha antes de realizar declaraciones solemnes. En primer lugar —dijo Glassic—, conocí a un comerciante durante un viaje que realicé al Este hace algunos años. El tipo en cuestión me convenció de que la pelota que obraba en su poder, la pelota que él mismo afirmaba que era la del home run de Thomson, era de hecho la pelota auténtica.
—Nadie tiene esa pelota —dijo Sims—. La pelota nunca apareció. Quienquiera que fuese que la tuviera en tiempos, lo cierto es que jamás apareció. Todo forma parte de… ¿qué? De la mitología del juego. Nadie se presentó jamás reclamando la posesión de la auténtica pelota. O se presentarían una docena de personas, cada una con una pelota distinta, lo que viene a ser lo mismo.
—Segundo: el comerciante me reveló cómo había conseguido seguirle el rastro a la pelota remontándose casi hasta el tres de octubre de mil novecientos cincuenta y uno. No era de esa clase de tipos que se presentan en los espectáculos de béisbol en busca de gangas. Lo suyo era una obsesión patológica. Un tío completamente entregado. Y me convenció, con una probabilidad del noventa y nueve coma nueve por ciento, de que era la misma pelota. Y a continuación convenció a Nick. Y Nick le preguntó cuánto. Y llegaron a un acuerdo.
—Te timaron —me dijo Sims.
Observé cómo el medio de los Dodgers detenía una pelota en el suelo y la lanzaba con amplio ademán en dirección a la primera base.
Glassic dijo:
—El tipo se pasó muchos años persiguiendo aquel chisme. Probablemente se gastó más dinero en llamadas telefónicas, sellos y viajes, aunque exagere, de lo que Nick pagó por la pelota.
Sims mostraba una sonrisa de conmiseración, una mueca burlona que se transformaba en más malévola por momentos.
—Todo eso es una paparruchada —me dijo—. Si se trataba de la pelota auténtica, ¿cómo ibas a poder permitirte pagarla?
—Te diré los motivos —dijo Glassic—. En primer lugar, el comerciante no tenía posibilidades de mostrar una documentación irrebatible y definitiva. Eso ya bajaba el precio. En segundo lugar, esto ocurrió antes de que se disparara el mercado de recuerdos en las subastas de Sotheby’s, antes de que nadie pagara cuatrocientos mil dólares por una cochambrosa postal de béisbol.
—Yo tampoco —dije yo.
Finalmente, trajeron el vino de Farish. Me miró y dijo:
—¿Cuánto pagaste?
—Bastante avergonzado estoy. Mejor que no entremos en detalles.
—¿Avergonzado por qué?
—Bueno, tampoco la compré por la gloria y el drama que entrañaba. No tenía nada que ver con que Thomson hubiera logrado un home run. Sino con el lanzamiento de Branca. Tiene que ver con la pérdida.
—Mala suerte —dijo Sims, mientras ensartaba una de las patatas de mi plato.
—Tiene que ver con el misterio de la mala suerte, con el misterio de la pérdida. No sé. No hago más que decir que no sé y es verdad. Pero es lo único que he visto en mi vida que tenía que ser mío fuera como fuese.
—¿Como un secreto vergonzoso? —dijo Farish.
—Sí. Primero, gastarse el dinero en una pelota de recuerdo. Luego, comprarla por el motivo por el que la compré yo. Para conmemorar el fracaso. Para poder sostener en la mano ese momento en el que Branca se volvió y vio como la pelota aterrizaba en las gradas… desde él hasta mí.
Todos se echaron a reír menos Sims.
Glassic dijo:
—Su nombre, incluso. Ralph Branca, el Oscuro. Como un personaje de alguna épica antigua. El poderoso Ralph, el Oscuro, muerto —bla, bla, bla— al crepúsculo.
—La flecha maldita —dijo la mujer.
—Muy bien. Sólo que no se trata de un chiste, claro está. ¿Cómo será tener que vivir con el recuerdo de un instante espantoso?
—Un instante de un partido —dijo ella.
—Atravesando eternamente el césped del campo, camino del vestuario.
Sims comenzaba a irritarse con nosotros.
—Chicos, creo que no lo estáis entendiendo —el modo en que pronunció la palabra chicos— ¿Qué pérdida? ¿De qué fracaso estamos hablando aquí? ¿Acaso al final no se fueron todos contentos a casa? Me refiero a Branca: Branca lleva el número trece en la matrícula de su coche. Quiere que sepamos que fue él y no otro. Branca y Thomson asisten continuamente a cenas de deportes. Cantan canciones y cuentan chistes. Representan el número más largo que existe en el mundo del espectáculo. No lo entendéis —haciéndonos parecer estudiantes cursis son sus impecables chaquetitas—. Branca es un héroe. Quiero decir que a Branca se le han dado todas las posibilidades de sobrevivir a aquel partido y todos conocemos el motivo.
Un leve desánimo descendió sobre la mesa.
—Porque es blanco —dijo Sims—. Porque es todo asunto de blancos. Porque uno puede sobrevivir y resistir y prosperar si le dejan. Pero tienes que ser blanco para que te dejen.
Glassic cambió de postura en su silla.
Sims contó la historia de un lanzador llamado Donnie Moore que falló un home run crucial en una final y terminó pegándole un tiro a su mujer. Donnie Moore era negro, y el jugador que logró el home run era negro. Y luego se suicidó de un tiro. Disparó varias veces contra su mujer, sin llegar a matarla, y luego se pegó un tiro. Se marchó al otro barrio en su propio lavadero, dijo Sims. Sims le contó aquella historia a la inglesa, pero para mí era completamente nueva, y no me resultó difícil adivinar que Glassic apenas la recordaba. Yo nunca había oído hablar de Donnie Moore, nunca había visto el home run y jamás había oído lo del tiroteo. Sims dijo que el tiroteo tuvo lugar unos cuantos años después del home run, pero que ambas cosas estaban directamente relacionadas. Donnie Moore no tuvo ocasión de sobrevivir a su fracaso. Los hinchas le hicieron la vida imposible y nadie bromeó al respecto en las cenas de béisbol.
Sims estaba muy enterado de lo del tiroteo. Describió el ataque a la mujer con todo detalle.
Farish cerró los ojos para visualizarlo mejor.
—Oímos lo que estás contando —dijo Glassic—, pero no puedes relacionar ambos acontecimientos por una cuestión de color.
—¿Qué otro modo hay?
—El home run de Thomson es inmortal porque tuvo lugar hace décadas, cuando las cosas no se reponían ni se desgastaban ni se agotaban antes de la medianoche del primer día. En cierto modo, cuantos más arañazos tengan una película antigua o una cinta vieja, más clara resulta la acción. Porque no tiene que disputarse nuestra atención con otras mil escenas. Porque es algo conservado y único. Donnie Moore… en fin, lo siento mucho, pero ¿cómo distinguimos a Donnie Moore del resto de los partidos y de los tiros?
—La cuestión no estriba en lo que advertimos o en lo que recordamos, sino en lo que le ocurrió —dijo Sims— a los protagonistas. Hablamos de quién ha seguido viviendo y de quién ha muerto.
—Pero no del porqué —dijo Glassic—. Porque, ¿qué pasa si analizamos los motivos con franqueza y a conciencia en lugar de un modo superficial y simplista?
—Antihistórico —dije yo.
—En ese caso advertiremos que existen probablemente una docena de motivos por los que el tipo se lió a tiros, la mayor parte de los cuales nunca conoceremos ni comprenderemos.
Sims volvió a llamarnos colegas. Yo cambié de bando varias veces y pedimos otra ronda de bebidas y seguimos charlando un rato. Ya no nos dirigíamos a Jane Farish. No nos fijábamos en sus reacciones ni estimulábamos su interés. Sims nos llamó colegas varias veces y luego nos llamó chicos. Todo fue tornándose bastante divertido. Pedimos café y observamos el partido y Farish permaneció sentada, hecha un ovillo pensativo, piernas y brazos cruzados, el cuerpo ladeado hacia la ventana, cediendo a la potencia de nuestras discrepancias.
—Comprando y vendiendo pelotas de béisbol. Qué angustia. Y nunca me lo contaste —dijo Sims.
—Fue hace ya algún tiempo.
—Te lo hubiera quitado de la cabeza.
—Para poder comprártela tú —dijo Glassic.
—Yo me dedico a otro tipo de desechos. A los auténticos. Lo mío son los pañales desechables, pero medidos en toneladas. No esas chatarras melancólicas de antaño.
—No sé —dije de nuevo.
—¿Qué haces? ¿Sacar la pelota del armario para mirarla? ¿Y luego qué?
—Piensa en su significado —dijo Glassic—. Se trata de un objeto con historia. Piensa en la pérdida. Piensa en qué será lo que a uno le trae mala suerte y a otro la mejor de las fortunas. Además, tiene algo de maravilloso. ¿Una pelota vieja? Es una preciosidad, Sims. Y ésta tiene un pedigrí único.
—Le timaron bien timado —dijo Sims—. Tiene en su poder un objeto sin el más mínimo valor.
Pagamos la cuenta y salimos en fila india. Sims señaló una fotografía suspendida sobre el bar, parte de una docena de imágenes deportivas. Era una foto reciente de una pareja de ex jugadores, Thomson y Branca, vestidos de traje oscuro y con aspecto saludable, en los jardines de la Casa Blanca. Entre ellos, el presidente Bush provisto de un bate de aluminio.
Salimos y nos sentamos en el palco de la compañía durante diez minutos para que Glassic pudiera oír el clamor de la multitud. A continuación, descendimos por la rampa y nos encaminamos a la zona de estacionamiento.
Farish tenía algunas preguntas relativas al fly en el campo interior. Para cuando llegamos al coche, Sims y Glassic se las habían arreglado para ponerse de acuerdo al respecto. Una inesperada bendición para la BBC.
Yo me recliné en el asiento, contemplé la ciudad que discurría junto a mí y pensé en Sims de niño, corriendo por las calles de St. Louis. Lleva puesto un mono con las perneras arrolladas en abultadas dobleces de un tono más pálido que el azul oscuro del tejido de sarga exterior. Avanza agitando los brazos y gritando que es Bobby Thomson.