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En aquella época, mi madre vivía con nosotros. Conseguimos finalmente que mi madre abandonara el Este y la instalamos en una fresca habitación del fondo de la casa.

Mi mujer era cariñosa con ella. Sabían comunicarse entre las dos. Encontraban cosas de las que hablar. Hablaban de las cosas de las que yo no hablaba con Marian, de las cosas de las que me desentendía cuando Marian me preguntaba acerca de ellas, antiguas novias quizá, o qué tal me llevaba con mi hermano. Esas cosas agudas y sin importancia que solía preguntarme Marian. Cuando tenía ocho años, me caí de un árbol y me rompí el brazo. De eso hablaban.

Yo solía contemplar las oscuras colinas y crestas que definían el paisaje nordeste desde la reluciente torre de bronce en la que trabajaba. En la calle podía hacer una temperatura de cuarenta y dos grados. Quizá de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro, y yo extendía la mirada sobre los variopintos kilómetros de achatadas estructuras cuadrangulares a las que uno llevaba a reparar el audífono o acudía para comprar materiales de piscina, el trecho autorreplicante que recorría a diario, y me decía lo mucho que me gustaba aquel lugar, con su silencioso centro y sus torres de oficinas separadas por espacios abiertos y sus parques con senderos para correr y su encantador anillo de colinas y sus calles residenciales de adelfas y palmeras y troncos de árboles encalados de blanco: de blanco contra el sol.

Nos la trajimos del Este. La sacamos del drama cotidiano de violencia y llanto y atrocidades en titulares en la prensa amarilla, con su correspondiente redención, y qué dura es la ciudad y qué perversa es la ciudad y qué agradable es la ciudad con la turista de Misuri que se olvida el bolso en el taxi, y la instalamos en una fresca habitación para que viera la televisión.

Marian quería que le hablara de las viejas calles, de los juegos callejeros, de las peleas callejeras, del sexo en callejones, de los pequeños hurtos. Yo le hablaba del coche, tampoco tan bonito, pero ella quería oír más. Quería que le hablara acerca de la ejecución ocasional de algún que otro díscolo miembro de los grupos organizados que ella imaginaba que operaban allí, el proyectil penetrando por la nuca y abriéndose camino hasta el cerebro. Pensó que la llegada de mi madre podría proporcionarle esos sabores básicos que no podía obtener del lacónico Nick. Pero mi madre sólo hablaba de las malas notas que yo obtenía en el colegio y de cómo me caí de un árbol cuando tenía ocho años.

Y a mí me gustaba el modo que tenía la historia de no descontrolarse. Segregaban historia visible. La enjaulaban, la consolidaban y la bronceaban, la exhibían cuidadosamente en su relicario en museos y plazas y parques conmemorativos. El resto era geografía, todo espacio y luz y sombra y un opresivo calor inenarrable.

Yo bebía leche de soja y corría los mil quinientos metros. Tenía un chisme que prendía del elástico de mis pantalones deportivos, un ingenio que pesaba sólo cien gramos y que tenía una pantalla en la que se indicaba la distancia recorrida, las calorías consumidas y la longitud de la zancada. Guardaba las llaves de casa en una tobillera que se fijaba mediante una cinta de velcro. No me gustaba correr con las llaves bailando en el bolsillo. La tobillera respondía a una necesidad. Se refería directamente a una inquietud personal. Me hacía sentir que ahí fuera, en el mundo del desarrollo, promoción y catalogación de productos, había gente que comprendía la naturaleza de mis pequeñas y acuciantes carencias.

También hablaban de mi padre. Era el otro tema del que hablaban durante el profundo letargo posterior a la cena. Era la clase de tema al que Marian gustaba de aferrarse, intentando rellenar sus huecos y averiguar sus detalles. Yo solía sentarme en el salón y escucharlas a intervalos bajo la urgente pulsación sexual del lavavajillas. Solía escuchar a medias, escuchar con el rostro sumergido en una revista, oyendo aquellas voces difuminadas procedentes de la habitación trasera, racimos de palabras audibles a ratos sobre el sonido del lavavajillas y el televisor. El televisor siempre estaba puesto cuando mi madre estaba en su habitación.

Viajar constituía una parte importante de mi trabajo. Abandonar las reflectantes superficies de la torre de bronce, el modo en que las personas imitan modelos ajenos, algunas personas, al fin y al cabo es algo natural, la mayor parte de ellas remedándose unas a otras, repitiendo los gestos y expresiones de alguno de sus superiores. Piensen en cualquier joven, hombre o mujer, piensen en una joven que pronuncia unas cuantas palabras con el tono profundo de un gángster de película. Es algo que solía hacer para obtener un efecto cómico y lograr que las cosas se hicieran a tiempo. Pronunciaba roncas amenazas de villano por la comisura de los labios y luego, uno o dos días después, pasaba junto a un despacho y escuchaba a alguna de mis ayudantes hablando en aquel mismo tono.

La instalamos con un televisor y un humidificador y el tocador que antes fuera de Marian cuando era adolescente. Vaciamos y limpiamos el tocador y plateamos de nuevo el espejo y colgamos una abundante colección de perchas en el armario.

O cogía el teléfono en mitad de una reunión y fingía ordenar la mutilación de alguno de mis colegas, una maniobra que despertaba sarcásticas risas del resto de los presentes en la estancia. Yo mismo intentaba no reírme de determinado modo, del modo en que se reía Arthur Blessing, nuestro director, con ja-jas articulados y una lenta oscilación de la cabeza para señalar el ritmo de las risas. El hecho de marcharme, de tomar un avión, me liberaba de las señales que rebotaban sobre todas aquellas superficies enceradas y relucientes.

Salió a comprar un paquete de cigarrillos y no regresó jamás. Algo habitual cuando oías hablar de hombres que desaparecían. El misterio familiar definitivo. Todos los misterios de las familias alcanzan su culminación en esa pasión final de la desaparición. Mi padre fumaba Lucky Strike. El paquete muestra un diseño fácilmente describible como una diana, aunque tampoco del todo: falta el pequeño círculo central, la propia diana. Se trata de un círculo grande. Hay un gran círculo rojo con borde blanco y luego un borde marrón más estrecho y, finalmente, un delgado borde negro, así que a no ser que uno amplíe la definición de diana o de lo que es un blanco, probablemente no cabría llamar diana al logotipo de Lucky Strike. Pero yo lo llamo diana de todos modos y que les den por culo a las definiciones.

Marian opinaba que eso era lo más crucial que había que considerar a la hora de intentar que alguien se sintiera como en casa. Si no le proporcionas suficientes perchas, no se sentirá querida.

Mi compañía se dedicaba a los desechos. Manejábamos desechos, comerciábamos con desechos, éramos cosmólogos de los desechos. Yo viajaba a las tierras bajas de la costa de Texas y contemplaba a tipos vestidos con trajes espaciales mientras enterraban bidones de desechos peligrosos en lechos salinos subterráneos de millones de años de antigüedad, restos deshidratados de océanos mesozoicos. En nuestro negocio teníamos la convicción religiosa de que aquellos depósitos de roca salina no dejarían escapar radiación. Los desechos son algo religioso. Sepultamos los desechos contaminados con un sentido de temor y reverencia. Es preciso respetar lo que desechamos.

En la via della Spiga vi un hombre de pie frente a una columna forrada de espejos, atusándose el pelo, deslizando ambas manos sobre sus cabellos y el modo en que lo hacía, el aspecto de sus ojos, la piel levemente picada, las dos manos al guiar el flujo de su cabellera —algo que duró medio segundo, en Milán, un día— me recordaron un millar de cosas a la vez, hace ya mucho tiempo.

Los jesuitas me enseñaron a examinar las cosas en busca de dobles significados y de relaciones más profundas. ¿Estarían pensando en los desechos? Nosotros éramos administradores de los desechos, gigantes de los desechos, procesadores del desecho universal. Hoy en día, los desechos se encuentran arropados por un aura de solemnidad, por un carácter de intangibilidad. Blancos contenedores con desechos de plutonio ilustrados con señales amarillas de precaución. Manéjese con cuidado. Incluso la más ínfima basura doméstica es cuidadosamente escrutada. Hoy en día, la gente mira su basura de un modo diferente, contemplando cada botella y cada cartón aplastado dentro de un contexto planetario.

Mi hijo solía creer que podía mirar a un avión en pleno vuelo y hacerlo estallar en el aire simplemente con pensar en él. Creía, a los trece años, que la frontera entre él y el mundo era lo bastante delgada y porosa como para permitirle alterar el curso de los acontecimientos. Un avión en vuelo constituía una provocación demasiado poderosa como para hacer caso omiso de ella. Se ponía a contemplar un avión que ganara altura tras despegar de Sky Harbor y percibía un elemento tácito de catástrofe en el hecho mismo de un objeto volador lleno de gente. Se mostraba sensible a los estímulos más incidentales, y pensaba que era capaz de sentir el afán del propio objeto por estallar. Todo cuanto tendría que hacer sería invocar la llameante imagen en su mente para que el avión se incendiara y desintegrara. Su hermana solía decirle, Adelante, reviéntalo, muéstrame cómo eres capaz de abatir ese aeroplano con doscientas personas a bordo, y a él le asustaba oír a alguien hablar de aquel modo y a ella le asustaba también, porque no estaba del todo convencida de que no pudiera hacerlo. Los adolescentes poseen la particular habilidad de imaginar el fin del mundo como algo complementario a su propio descontento. Pero Jeff creció, y al hacerlo perdió interés y convicción. Perdió ese don paradójico para mantenerse solo y distante pero al mismo tiempo íntimamente conectado, como mediante un cableado mental, con cosas distantes.

En casa separábamos la basura en vidrio y latas y productos relacionados con el papel. Luego, separábamos el vidrio transparente del coloreado. Luego, separábamos el estaño del aluminio. Separábamos los envases de plástico, sin tapas ni tapones, únicamente los martes. Luego, seleccionábamos los desechos del patio. Luego separábamos los periódicos y los encartes satinados, pero cuidando de no atar los paquetes con cordel, una tentación constante.

La corporación debe, en teoría, extraernos de nosotros mismos. Diseñamos estos cuerpos organizados para que reaccionen al mercado, para enfrentarse firmemente al mundo. Pero las cosas tienden a deslizarse imperceptiblemente hacia el interior. Habladurías, rumores, promociones, personalidades, es lógico al fin y al cabo, no creen: todos esos lapsos humanos que llenan el espacio del alma de la compañía. Pero el mundo persiste, el mundo en cierto modo cicatriza. Percibes los puntos de contacto en torno tuyo, la caricia de entramados conectados que te proporcionan un sentido de orden y de control. Está ahí, en el rumor de los sistemas telefónicos, en las máquinas de fax y en las fotocopiadoras y en toda esa lógica oceánica que tu ordenador almacena. Puedes quejarte de la tecnología tanto cuanto desees. La tecnología expande tu autoestima y os conecta, a ti y a tu bien planchado traje, con cosas que se deslizan por el mundo y que de otro modo no percibirías.

Marian conducía el coche con un lápiz en la mano. Creo que nunca llegué a preguntarle el motivo. Creo que no hablábamos como solíamos hablar cuando los niños estaban creciendo. Qué riqueza de temas, dos cosas vivas cambiando ante nuestros ojos, pasando del alarido obtuso, de la leche regurgitada, a la construcción de palabras, o al inicio escolar, o simplemente sentados a la mesa, comiendo, sus pequeños rostros esquemáticos e insuflados de vida. Pero ahora, después de todo, eran dos adultos con ordenador, con estantes rotatorios para los multimedia y un bebé de camino y una pegatina para el parachoques (mi hijo) en la que podía leerse No sé adónde voy, pero llevo prisa. Los días de nuestro matrimonio ya no estaban repletos de diálogos acerca de Lainie y Jeff. Sólo pensábamos en el nacimiento del nieto.

Corría por la acequia provisto de unos auriculares inalámbricos. Mientras corría, escuchaba cánticos sufíes. Corría a lo largo de las avenidas de palmeras y a través de las ondulantes calles de naranjos, con sus hermosas casas de estuco: calles de sueños del Oeste, la clase de sitio a la que podría habernos llevado nuestro padre medio siglo antes, luminoso y orientado al Oeste, adonde la gente iba para huir de las vicisitudes del pasado, con sus calles grises y sus pisos atestados y sus vestíbulos olorosos a repollo.

Lainie era una emprendedora, una tipa dura, una negociante, nuestra hija fenicia, la llamábamos, y vivía en Tucson con su marido, Dex. Fabricaban bisutería étnica y la vendían a través de un canal televisivo de venta por correo; pulseras, cadenas, de todo, y les hacían entrevistas y viajaban a festivales y a otros actos culturales. Su embarazo nos alegró, y nos envió fotografías de su silueta cambiante y viajamos a menudo para visitarles y contemplar su cuerpo henchido.

Reordené los libros en las estanterías. Me detuve en medio de la habitación para contemplar los libros. A continuación, me até la tobillera a la pierna y salí a correr.

Cuanto más engordaba, más contentos estábamos. Nunca sabíamos el grado de felicidad que nos aguardaba hasta que nos desviábamos de la autopista interestatal número 10 y nos uníamos al flujo del tráfico de una de esas arterias comerciales que parecen una maratón de metal y encontrábamos su diminuta calle y la veíamos posando en la entrada con su perfil señorial.

Yo llamaba diana al logotipo de Lucky Strike porque creo que estaban esperando a mi padre el día que salió a comprar un paquete de cigarrillos Y se lo llevaron y le metieron en un coche y le condujeron a algún lugar de la bahía, allí donde el río desemboca en la bahía o allí donde la laguna reposa silenciosamente en la oscuridad y uno encuentra marismas y ensenadas, remotos bancos de tierra, y una vez allí se la metieron bien metida, un proyectil que entró por la nuca y se abrió camino hasta el cerebro. Y, además, si no se tratara de una diana, ¿por qué iban a llamar a la marca Lucky Strike?[1] Ciertamente, posee connotaciones de fiebre del oro. Pero un «golpe» no se refiere únicamente al descubrimiento de un metal precioso en el suelo. Significa también el impacto penetrante de un arma. ¿Y acaso no existe una conexión entre el nombre de la marca y el diseño de círculos concéntricos que lleva impreso el paquete? Todo ello implica que estaban pensando en una diana desde el principio.