Conducía un Lexus a través del susurro del viento. Se trata de un automóvil montado en una zona completamente desprovista de presencia humana. Ni una gota de sudor mortal, con la excepción, de acuerdo, de los tipos que lo conducen al exterior de la planta: quizá una pequeña humedad allí donde sus manos han tocado el volante. El sistema fluye eternamente hacia delante, automatizado hasta matices sacerdotales, cada movimiento deslizante obedece a una referencia, para obtener un comportamiento perfecto. Carcasas huecas que avanzan formando una secuencia interminable. Una cola en la que ninguno de sus miembros se encuentra nervioso a consecuencia de la cafeína ni posee historiales clínicos de depresión. Tan sólo el mágico entramado de aleaciones de cromo transportadas en arcos entrelazados, bloques de hierro y lona asfáltica, altivos ornamentos de carrocería acoplados y fundidos. Robots que aprietan tuercas, currantes programados que no sueñan con los muertos familiares.
En cierto modo, es una culminación, máquinas diseñadas y construidas fuera de la insignificante farfulla del lenguaje humano. Todo lo cual convertía mi automóvil de alquiler en un complemento natural del paisaje que atravesaba. Las planicies desnudas reverberando de calor. Un cielo exangüe con brisas titilantes que arrojan polvo sobre el parabrisas. Y una ausencia factual de cualquier especie en la escena; con excepción de mí, claro está, y apenas me encontraba allí.
Digamos simplemente que el desierto es un impulso. Había decidido súbitamente cambiar de avión, alquilar un coche y lanzarme por carreteras secundarias. Los viejos tiempos tienen algo que la espontaneidad satisface. Cuanto más rápidamente decides, más íntegramente logras descargar tu deuda con los recuerdos. Quería verla de nuevo, y sentir algo y decir algo, unas pocas palabras, no demasiadas, para luego enfilar de nuevo la ventosa lejanía. Era todo lejanía. Era todo tierra cuarteada y seca, y cielo y trazas de montañas como barquillos, chatas y agazapadas en la distancia, montañas o nubes, con forma de gato, de leopardo… qué humano es ver las cosas con forma distinta.
La vieja carretera doblaba hacia el Norte, situando el sol aproximadamente perpendicular, y experimenté el deseo de sentir su calor en el rostro y en los brazos. Desconecté el aire acondicionado y bajé las ventanillas. Extendí el brazo en busca del tubo de crema solar, factor de protección quince, algo que siempre tengo a mano a pesar de que mi piel es olivácea, oscura como la de mi padre.
Aminoré la velocidad hasta que me fue posible separar las manos del volante y me apliqué la crema sobre la mitad del rostro y uno de los brazos, la parte expuesta de mi persona, porque tenía cincuenta y siete años y aún estaba aprendiendo a ser prudente.
Aquel bálsamo de coco, con su aroma a almizcle, la fragancia adolescente a calor y playas y un recuerdo soterrado de la fuerza del agua de mar, con los ojos y la nariz restregados por la sal. Estrujé el tubo hasta secarlo. Se arrugó, chasqueó y se secó. Atisbé algo, una imagen mental, una especie de detonante nervioso, un fogonazo del desierto: la brevísima mancha cromática de un vendedor de helados abriéndose paso a través de la arena.
Más tarde, el viento amainó; del cielo, inmóviles y próximas, colgaban nubes como riscos, silueteadas de rosa pálido. Para entonces me encontraba en un camino de tierra, espectacularmente perdido. Detuve el coche, descendí de él y oteé el paisaje sintiéndome bastante estúpido, creyendo ver algunas madrigueras entre las yucas: viejos búnkeres de cemento procedentes de prospecciones mineras o campos de entrenamiento militar. Anochecería en cuarenta y cinco minutos. Tenía un cuarto de depósito de gasolina, medio termo de té helado, nada de comer, ninguna prenda de abrigo, y un mapa en el que se escatimaban los detalles.
Me bebería el té y moriría.
Y entonces, un remolino de polvo, una masa nebulosa elevándose desde el horizonte de poniente. Y un objeto que se aproximaba y me hacía recordar un centenar de películas en las que algo se acerca a través de las onduladas llanuras, un jinete con el rifle enfundado o un camellero solitario arropado en muselina sobre su estúpida bestia. Esto era diferente: avanzaba a buen paso y levantaba a su paso dos hileras gemelas de arena. Pero no se trataba del típico vehículo todoterreno. Tenía techo solar y un destello de pintura amarilla y era brillante y zarandeante, bruñido como los de los tebeos. Una aparición de lo más feliz que se aproximaba por el sendero de rodadas como un objeto pop-art. A menos de cincuenta metros de distancia. Parecía tratarse, se trataba claramente de un taxi neoyorquino, imposible pero cierto, amarillo como una yema de huevo y avanzando a buen paso.
¿Qué mejor ademán cabía concebir que una mano extendida en señal de parada?
Pero aquel maldito trasto no frenó. Las ventanillas abiertas, el estrépito de la música… y el lanzamiento de una roca esteroide. Me aparté de su camino, con el brazo aún levantado, el brazo bronceado, resbaladizo de tanto producto químico. Advertí que el coche iba repleto de personas y grité a su paso el nombre de una persona, una contraseña sobre el latido del aire.
—Klara Sax —es lo que grité.
Y recibí otros gritos a modo de respuesta. El taxi aminoró ligeramente la marcha y les oí vitorear. A continuación, asomaron brazos de dos o tres ventanillas, saludando y gesticulando, junto con una única cabeza amarilla y sonriente, una mujer rubia, joven y soleada, que me miraba —el conductor sereno entre toda aquella algarabía, conduciendo sin inmutarse— y el taxi alejándose, a la carrera, a través de la achatada vegetación, para internarse en el desierto.
Subí a mi silencioso automóvil y les seguí.
Los voluntarios eran en su mayoría estudiantes de arte, pero también había otros, historiadores y profesores de permiso y nómadas y fugitivos, yendo y viniendo sin cesar, piratas informáticos ya hastiados en busca de un mundo sin redes computarizadas, gente que había oído la llamada, el susurro al oído que te hace coger la puerta y partir hacia un territorio de juegos exaltados.
Trabajando con las manos. Lijando y pintando. Removiendo sus mezclas indolentes. Viendo cómo las pinceladas señalan una superficie. Pigmento. Las grasas animales y los polímeros que se mezclan para construir esa palabra.
Se mostraron amables conmigo. Comían y dormían en un conjunto de barracones abandonados construidos en la linde de una enorme base aérea. Retretes, duchas, catres y un improvisado economato. Constituían una alegre fuerza de trabajo dotada de diversas habilidades. Arreglaban cosas, cantaban canciones, contaban chistes. Cuando su número sobrepasaba la capacidad de los barracones dormían en tiendas de campaña individuales o en sacos de dormir o en sus coches polvorientos.
Le dije a un estudiante con distintivo de bienvenida que yo no estaba allí para blandir una brocha ni una lijadora, sino tan sólo para contemplar la pieza —la obra, el proyecto, comoquiera que lo llamasen— y para saludar a Klara Sax si ello era posible.
Le dije que no quería robarles espacio, y me indicó la dirección de un motel donde podría pasar la noche, a unos cuarenta kilómetros de distancia, y luego me citó para más tarde en un lugar que denominó el taller de pintura.
Me lavé las manos para desembarazarme de la crema solar y me puse a una de las colas de comida: emparedados, kiwis y zumo de fruta. Luego me senté y charlé con cinco o seis personas. Todos eran simpáticos. Les pregunté por el taxi y me dijeron que era el coche de uno de ellos y que habían decidido pintarlo y adornarlo como regalo para Klara con motivo de su cumpleaños, que había tenido lugar al comienzo de la semana. No el propio coche, que había sido devuelto a su dueño en su nueva forma taxificada, sino la pintura, el gesto, el espíritu de su Nueva York ancestral.
Me preguntaron de dónde era y yo respondí con una frase que a veces utilizaba.
Vivo una vida tranquila en una discreta casa de los suburbios de Phoenix. Pausa. Como alguien amparado por el Programa de Protección de Testigos.
Para entonces detestaba la frase, pero parecía modificar la tonalidad de interrogación e imprimir un tono notoriamente superficial. Durante todo el rato que estuvimos hablando no dejé de mirar a mi alrededor en busca del conductor del taxi, con su cabellera color amarillo miel.
Cierto número de ellos lucían camisetas impresas con las palabras Long Tall Sally.
Pensé que me sería posible determinar la edad de Klara con un margen de error de uno o dos años, y cuando pregunté qué cumpleaños había celebrado alguien respondió que el setenta y dos. Más o menos lo que había pensado.
Hacía una noche clara con estrellas arremolinadas que parecían colgar cercanas y a poca altura, y una dulce brisa espumaba la superficie de la tierra. Conduje durante cosa de un minuto y medio —no vayas andando, habían dicho—, siguiendo una línea de reflectores de carretera clavados en el suelo. Había luces colgadas y un grupo de jeeps y de camionetas y una única y larga estructura de hormigón de unos tres metros de altura, dividida a lo largo de su extensión en una docena de compartimientos del tamaño de una habitación y abierta en sus dos extremos.
Aquél era el centro de operaciones, desde donde se coordinaba el proyecto: allí se creaban los diseños, se adjudicaban las tareas diarias y se almacenaba la mayor parte del material.
Uno de los espacios estaba lleno de gente, y divisé un micrófono colgante suspendido sobre las cabezas de los presentes. Focos, una cámara, una mujer con un atril portátil… y espectadores procedentes del grupo de trabajadores, acaso unos cuarenta, algunos con máscaras protectoras colgando sobre el pecho, muchos de ellos vestidos con camisas y chaquetas estampadas con la misma inscripción que había visto antes. Aparqué en las inmediaciones y me aproximé al borde del grupo. Tardé unos instantes en descubrir a la estrella. Estaba sentada en una silla de director con un bastón al alcance de la mano y una pierna apoyada sobre un cubo dispuesto boca abajo. Fumaba un cigarrillo de color negro y charlaba con la gente mientras los operarios montaban el equipo.
Ahora que me encontraba a una distancia de una o dos palabras, de un nombre, me asaltó la peculiaridad de aquel viaje. Diecisiete años. Diecisiete años había tenido la última vez que la vi. Sí: tanto tiempo hacía, y después de tanto tiempo era posible que me viera como un elemento intruso, una figura procedente de quién sabe qué sueño inquietante que regresara caminando y hablando a través de territorios salvajes para encontrarla. Permanecí allí contemplándola, intentando reunir la resolución necesaria para dirigirme a ella. Y quizá aún más extraño que los años transcurridos entre nuestros encuentros fue mi capacidad de contemplarla en retrospectiva. Me era posible entresacar de la silla a esa misma mujer en otra época más joven, separarla de aquella persona vestida con unos oscuros pantalones de cuadros y una vieja chaqueta de ante que permanecía sentada, fumando. Había visto fotografías de Klara, pero nunca había sido capaz de rescatar de ellas a la mujer que había conocido, pálida y enhiesta, de comisuras levemente torcidas y labios fruncidos que parecían mantenerla ajena a sus palabras. Y aquellos ojos evasivos, con una mirada que parecía eludir la pregunta de qué era lo que buscábamos el uno en el otro.
Su aspecto era el de una persona célebre y singular, célebre incluso ante sí misma, célebre incluso en el acto de prepararse una ensalada en la cocina. Sus cabellos eran blancos, dotados de un brillo metálico, estrechamente recortados en torno a su rostro oblongo, adornada la frente por un flequillo. Llevaba puesta una holgada camiseta de color naranja bajo la chaqueta y lucía un collar, varios anillos y una zapatilla blanca de deporte rematada por un calcetín del color uva Kool-Aid. El pie lastimado aparecía envuelto por una tobillera elástica de color carne.
Alguien pasó a su lado con un vaso de cartón y ella dejó caer el cigarrillo en su interior.
Se había maquillado los pómulos con un colorete oscuro que le proporcionaba un aspecto severo e incluso sobrecogedoramente mortuorio. Pero me era posible verla de joven. Ignoro qué estratagema mental me permitía elevarla hasta ocupar el espacio que tenía preparado para ella, con ojos levemente oblicuos y manos apergaminadas y su modo de sonreír íntima e incrédulamente al pensar en nuestro reencuentro y esa manera de operar en tiempo ficticio: la mente fija el instante y el cuerpo la sigue.
La observé. En aquellos primeros treinta segundos se albergaba una potencia comprimida. Sentí que cambiaba el ritmo de mi respiración.
Los miembros del equipo pertenecían a la televisión francesa, y estaban listos para empezar a rodar. Los espectadores se tornaron inmóviles. La mujer del atril portátil se agachó fuera de campo en el punto desde el que formularía sus preguntas. Andaría por una cimbreante cuarentena y llevaba el pelo teñido con mechas y unos tejanos de corte antiguo. A sus pies reposaba una bolsa de tela vaquera con amplias asas.
Dijo:
—De acuerdo, podemos empezar, creo. Se me permite decir cualquier estupidez porque luego mis preguntas se cortarán durante el montaje. Ésas son las reglas, ¿vale? Si me atropello al hablar, no hay problema.
—Pero yo tengo que mostrarme inteligente, graciosa, profunda y encantadora —dijo Klara.
—La verdad es que no vendría mal. Comenzaremos con la herida de su pierna izquierda. Díganos qué fue lo que ocurrió, ¿le parece?
—Me caí de una escalera. Una tontería. Un peldaño que se me escapó mientras estaba subida en ella. Empleamos todos los artilugios que podemos encontrar. No disponemos de techo sobre nuestras cabezas, ni de hangares o fábricas. No contamos con los andamiajes ni las plataformas que tienen en las plantas de montaje para construcciones y reparaciones.
Me aproximé hasta situarme a pocos metros detrás del estudiante que llevaba el distintivo, el mismo joven que se había ofrecido para prepararme una habitación.
Dijo la entrevistadora:
—Así pues, sigue usted subiéndose a escaleras, sigue trabajando.
—No es más que una torcedura de tobillo. Basta con una aspirina. Sí, me subo allí arriba a veces, cuando esto no es un infierno; cuando el calor es soportable, ya sabe. Necesito verlo y sentirlo. Contamos con numerosos voluntarios bien capaces. Pero necesito afinarlo de vez en cuando.
—Esta noche visité el lugar por primera vez y vi muchas escaleras y mucha gente paseándose por las alas. Llevan máscaras. Llevan unas bombonas enormes sujetas a la espalda.
—Tenemos pulverizadores de automoción para imprimar el metal. Tenemos pistolas industriales que aplican pintura al óleo, esmaltes, epóxido, etcétera. Utilizamos compresores portátiles de aire. Empleamos incluso pinceles. Empleamos pinceles cuando buscamos efectos tipo pincelada.
Los miembros del público rebulleron imperceptiblemente, intentando obtener una mejor perspectiva de Klara mientras hablaba o aproximándose unos centímetros para escuchar la conversación con más claridad. La voz de Klara mostraba un leve acento chirriante, algo así como una especie de temblor, como la líquida textura deslizante de algo que oscila de un lado a otro.
—Lijamos y cepillamos con chorro de arena —dijo—. Tenemos numerosos cañones de arena con pistolas, y tolvas de cuarenta litros, creo que se llaman. Tenemos algunos cañones de presión, unos trastos enormes sobre ruedas. En la mayor parte de los aviones tan sólo hay que retirar una capa de pintura debido a que originalmente se pintaron teniendo en cuenta el peso como consideración fundamental. Los construyeron, en otras palabras, para llevar bombas, y no espléndidas capas de pintura. Ni que decir tiene que se trata de un trabajo tremendo. Hay que trabajar a la intemperie bajo el calor, el polvo y el viento. Tremendo. Si se levanta demasiado polvo no podemos pintar. Si no hay mucho polvo, pintamos. No buscamos la precisión. Pulverizamos la pintura con arenisca y todo. La pulverizamos, la aplicamos, la arrojamos.
Dijo:
—Claro está que los aviones han sido despojados de la mayoría de aquellos de sus componentes que aún pueden resultar útiles o vendibles a contratistas civiles. Pero las ruedas siguen ahí, los trenes de aterrizaje, porque no quiero aviones apoyados sobre la panza. En consecuencia, necesitamos elevarnos mucho para trabajar esos fuselajes y esos formidables planos de estabilización. Tenemos gente subida a escaleras y equipada con pulverizadores de tres metros y medio de longitud, tenemos gente subida a los estabilizadores y dedicada a pulverizar esa maldita cola.
—Pero contáis con ayuda.
—Contamos con ayuda militar hasta cierto punto. Nos dejan pintar sus aviones ya neutralizados. Nos dejan pintar y nos prometen mantener las instalaciones intactas, aislarlas de cualesquiera otros usos y conservar la integridad del proyecto. No pueden emplazarse otros objetos, ni un solo objeto estacionario, a menos de kilómetro y medio de las piezas terminadas. También contamos con becas fundacionales, con apoyo del Congreso y con toda clase de permisos. ¿Qué más? Materiales donados por fabricantes, por valor de decenas de miles de dólares. Pero aun así seguimos teniendo que ahorrar y robar para obtener muchas de las cosas que necesitamos.
—Y la sequedad del aire del desierto conserva el metal.
—Es un aire seco y cálido.
—Muy cálido, ¿verdad?
—Son aviones abandonados. Como los del final de la Segunda Guerra Mundial —dijo Klara—. La única diferencia son… dos diferencias. La única diferencia es que, en realidad, esta vez no salimos de una guerra. Contamos con una cierta serie de condiciones típicas de posguerra sin haberla librado. Y, en segundo lugar, no tenemos intención de dejar que estas grandiosas máquinas expiren en un campo o terminen vendidas como chatarra.
—Vais a pintarlas.
—Estamos pintándolas. Estamos salvándolas del soplete. Y resulta muy curioso, permítame que le diga, porque hace treinta años, cuando abandoné la pintura de caballete y comencé a dedicarme a reciclar desechos, me atacaron por ello. Y no recuerdo cuándo comenzó a emplearse el término, pero terminaron por llamarme Doña Basuras, que yo dije qué gracioso, ja-ja, pensando que como mucho duraría un mes. Pero el nombre me persiguió durante una buena temporada, hasta que ya dejó de hacerme tanta gracia.
—Y ahora está aquí, en el desierto.
—Volviendo a los desechos. Esta vez no se trata de botes de aerosol, latas de sardinas, tapas de champú y colchones. Ya pinté un colchón y algunas sábanas. Se había terminado mi segundo matrimonio y pinté la cama al efecto. Sea como fuere, sí, ahora me dedico a los bombarderos B-52 de largo alcance. Estoy pintando aeroplanos de cincuenta metros de largo, con un ala aún de mayor envergadura y un peso total de unas doscientas veinte toneladas con los depósitos llenos, no sé vacíos: aviones que solían transportar bombas nucleares —tá-tá, ta-chán— por todo el mundo.
—Esto no es un colchón.
—Le diré lo que es esto. Esto es un proyecto artístico, no un proyecto pacifista. Esto es una pintura de paisaje compuesta por el paisaje mismo. El desierto es crucial para esta pieza. Es el entorno. Es el marco. Es el horizonte cuatripartito. En eso insistíamos en nuestra solicitud a la Fuerza Aérea: en una zona desnuda en torno a la obra terminada.
—Sí, es cierto, el paisaje.
—Espere. No he terminado. Quiero decir que en esta traslación de objetos pequeños a objetos muy grandes, durante los años que he tardado en encontrar estas máquinas abandonadas, después de todo eso, estoy redescubriendo la pintura. Y me siento ebria de color. Sexualmente obsesa. Lo veo en sueños. Lo como y lo bebo. Soy una mujer enloquecida por el color.
Y paseó la mirada por el público, por sus operarios, brevemente, y ellos se desperezaron y rieron.
—Pero la belleza del desierto.
—Tan fuerte, tan potente. Creo que nos hace sentir, nos consagra como cultura, como cualquier cultura tecnológica, sentimos que no debemos sentirnos dominados por él. Sobrecogimiento y terror, ya sabe. Improductivo —agitó una mano, riendo— para la industria, el progreso, etcétera. Así que utilizamos este lugar para probar nuestras armas. Lógico, por supuesto. Y ello nos permite demostrar nuestra maestría. El desierto muestra los signos visibles de todas las explosiones que hemos detonado. Todos los cráteres, y los carteles de aviso, y las zonas restringidas y las señales subterráneas allí donde están enterrados los desechos.
El entrevistador formuló una serie de preguntas acerca de los jóvenes conceptualistas que trabajaban con desechos biológicos y nucleares, y a continuación solicitó un breve descanso. Los espectadores aplaudieron blandamente y algunos se disgregaron en grupos de charla mientras otros salían a contemplar cómo el cielo nocturno se formaba y espesaba.
Me acerqué al sujeto que llevaba la bienvenida prendida en el pecho.
—¿Podría usted hablar con ella ahora? Dígale que soy Nick Shay. De Nueva York, dígale. Pregúntele si puede dedicarme un minuto —dije—. Vivíamos cerca el uno del otro en Nueva York.
Él me miró, parpadeando.
Le repetí mi nombre y le vi encaminarse hacia la silla de la directora. Hubo de esperar hasta que estuvo desocupada y, por fin, se dirigió a ella y señaló en mi dirección.
Observé su rostro, esperando que reconociera mi nombre, que la luz iluminara sus ojos. Ella vaciló y luego miró a su alrededor, buscándome. Su semblante mostraba… ¿qué? Cierta preocupación, cierto interés por mí, profundo y basado en el recuerdo. ¿Realmente estás aquí? ¿Estás bien? ¿Estás vivo?
Me aproximé, cogí una silla plegable y la extendí junto a ella, a la espera de que aquel joven se marchara.
—De modo que éste es Nick.
—Sí.
—Luego hablan de sorpresas.
—Te acuerdas.
—Oh, sí —dijo, y distinguí su sonrisa evanescente, esa mirada que se preguntaba cómo ha podido ocurrir esto.
—He estado en Houston.
—Llevas una vida normal.
—Me afeito a diario.
—Pagas tus impuestos… bien.
—Tenía negocios en Houston. Llevaba conmigo una revista en la que aparecía un artículo acerca de tu proyecto. Así que pensé: por qué no.
—Nick hacía deporte, creo.
—Bueno, veamos. Yo bebo leche de soja y corro los mil quinientos metros.
Esperé una sonrisa. Luego, dije:
—Pero el artículo no precisaba con exactitud la ubicación del lugar. Así que volé a El Paso, alquilé un coche y pensé que regresaría conduciendo a casa, a Phoenix, y que me detendría a hacer una visita por el camino.
—Y nos encontraste.
—No resultó fácil.
Me miraba abiertamente, evaluándome sin tapujos. Me pregunté qué estaría viendo. Sentí que le debía alguna explicación acerca de los años transcurridos. Experimentaba ese temor soterrado que se siente cuando alguien te estudia después de una larga separación y te hace pensar que no ha debido de irte muy bien para llegar a ese punto tan cambiado y fatigado. Sin tú saberlo, se entiende. Llegar a ese punto tan indefenso frente a tus propias complicidades que la verdad aún se te mantiene oculta.
—¿Y estás bien? Tienes buen aspecto.
Me decía que tenía buen aspecto, pero me miraba de un modo peculiar, con algo en su voz, entiéndame, que me hacía desconfiar. La gente la interrumpía constantemente para comunicarle cosas, para transmitirle recados. Se acercó alguien con un mensaje sobre no sé qué cuestión administrativa y ella nos presentó.
—Un viejo amigo de los buenos tiempos —dijo—. En fin, buenos tal y como los recordamos. En su día resultaban bastante complicados.
A continuación, se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Te casaste?
—Sí. Dos hijos. En edad de ir a la universidad. Pero no van a la universidad.
—Yo me he casado movida por los impulsos de gratas veladas y buenos vinos. Aunque no recientemente, últimamente ando enloquecida con el trabajo. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que era una persona meticulosa y lógica con las aventuras, realmente escrupulosa acerca del quién, el dónde y el cuándo, pero del todo intrépida en lo que respecta al matrimonio.
Sentí la tentación de decir: no siempre fuiste tan cuidadosa con las aventuras. Claro está que tampoco se había tratado de una aventura, ¿verdad? Tan sólo de un suceso de algo que había tenido lugar en dos episodios, en unas pocas horas, de algo que se había medido en horas y minutos y que luego había concluido. Pero, por supuesto, no dije nada. Ignoraba cómo enfocar la cuestión. Considerando nuestra diferencia de edad, no cabía mostrarse retorcidos acerca de temas como la vejez, la sordera o las cojeras, y comencé a angustiarme levemente, comencé a pensar que ya habíamos alargado la visita más allá de cualquier límite tolerable y que había cometido un profundo error acudiendo allí porque se trataba de una cuestión no discutible: aun después de cuarenta años demasiado secreta incluso entre sus dos guardianes.
—Pensé que nos debíamos esta visita. Aunque no sé muy bien qué significa eso —dije.
—Yo sí sé lo que significa. Experimentas una sensación de lealtad. El pasado despierta nuestro patriotismo, ¿lo sabías? Uno desea sentir la lealtad. Y es la única lealtad indivisible que existe: la que sé por todas esas personas y todas esas cosas.
—Y se hace más fuerte.
—Algunas veces pienso que todo lo que he hecho desde aquellos años, de hecho todo lo que me rodea… no sé si tú sientes lo mismo, pero que todo resulta vagamente… ¿qué?… ficticio.
Se trataba de un comentario pasajero que no comenzó a despertar su interés hasta que no llegó a la última palabra.
—Estamos lejos, Nick. Estamos muy lejos de casa.
—Del Bronx.
Nos echamos a reír.
—Sí. Ese lugar, esa palabra. Áspera, grosera, ¿qué más la llamamos?
—Demoledora —dije.
—Sí. Es como tres palabras aplastadas una sobre otra.
—Es como hablar con los dientes partidos.
Nos echamos a reír de nuevo y me sentí mejor. Era estupendo reírse con ella. Quería que me viera. Quería que supiera que había conseguido salir de aquello, de cualesquiera errores disparatados que hubiera podido cometer… y que había salido indemne.
—Tan fuerte y tan real —dijo—. Y todo desde entonces… pero quizá no es más que otra característica del envejecimiento. No soy lectora de filosofía.
—Yo leo de todo —le dije.
Me miró con lo que podría calificarse de renovada sorpresa.
—Quizá debería ahorrarme todo esto para los franceses —dijo—. Pero ¿acaso la vida no ha adoptado un giro irreal en algún momento?
—Bueno, Klara, ahora eres famosa.
—No. No es irreal porque sea famosa —irritada conmigo—. Es sencillamente irreal.
Extrajo un paquete de Nat Shermans de la chaqueta y encendió uno.
—No estoy embarazada, así que puedo hacer esto.
Aún llegó y partió otra persona, una mujer joven encargada de transmitir un cambio de programa; la expresión de Klara se tornó distante y crispada, pero en absoluto debido a aquellas noticias. Había alguna otra cosa que la disgustaba, algo que se debatía, penetrándola, mientras ella ladeaba la cabeza como si quisiera escuchar.
—Qué curioso que hayas aparecido ahora. Dios mío, qué raro y, en cierto sentido, qué terrible. Y hasta este instante no había establecido la relación. ¿Qué me pasa, por todos los cielos? ¿Acaso he olvidado que murió? Albert murió hace dos semanas. Hace tres semanas. Me ha llamado Teresa, nuestra hija.
—Lo siento.
—No estábamos en contacto, él y yo. Hace tres semanas. Un infarto congestivo. Una de esas enfermedades que más o menos intuyes de qué van aunque no lo sepas.
—¿Dónde vivía? ¿Seguía allí?
—Sí, seguía allí —dijo Klara—. ¿En qué otro lugar iba a haberse muerto Albert?
Albert era el marido de Klara en la época en que los conocí a ambos. Era profesor de Ciencias de mi facultad. El señor Bronzini. Varios años después de verle por última vez, aún me sorprendía pensando en él tan frecuente como inesperadamente. Ya saben el modo que tienen algunos lugares de reforzarse mentalmente con el paso del tiempo. Durante esos sueños de madrugada, tras regresar a la cama después de una soñolienta visita al baño para retornar rápidamente a las estribaciones de la noche hay una serie de calles a las que regreso sin cesar, una oscura neblina de estancias ferroviarias en la que aparecen ciertas figuras, como fantasmas fronterizos. Albert y Klara entre ellos. Él era el marido, ella la mujer, un detalle que apenas me había detenido a considerar en aquella época.
Dos personas se inclinaron sobre Klara murmurando algo simultáneamente y en ese momento un miembro del equipo le preguntó si estaba lista para proseguir.
—Tu hermano —me dijo.
—Viviendo en Boston.
—¿Le ves?
—No. Rara vez.
—¿Qué hay de su ajedrez?
—No veo a nadie. Lo abandonó hace tiempo.
—Qué lástima.
—No podían salir dos genios de un barrio tan pequeño.
—Bah, qué bobada —dijo.
Deposité una mano sobre su brazo y sentí que se relajaba. Me miró de nuevo con ojos protuberantes, inyectados de sentimiento. Me resultaba extraordinariamente agradable estar allí sentado, con la mano sobre el brazo de Klara y recordar los labios fruncidos de su juventud, esa clase de imperfección erótica que te hace desear perderte en su desequilibrio: la boca y la mandíbula no del todo alineadas. Pero allí se extendía el límite del placer reflexivo. No había más cosas que someter al magín. Habíamos dicho lo que teníamos que decirnos, habíamos intercambiado todas las miradas y habíamos recordado a los muertos y a los ausentes, y ahora había llegado el momento de convertirme de nuevo en un adulto de pleno rendimiento.
Otra persona le dijo algo y yo me incorporé y me alejé, sintiendo los dedos de Klara recorrer mi antebrazo y la palma de mi mano. Esta vez, encontré un lugar más alejado, cerca de la entrada. El público tardó un rato en reunirse y acomodarse.
El entrevistador se agachó y habló.
—Quizá pueda usted decirnos qué motivos le impulsan a hacer esto.
—Se trata de un trabajo en curso, no lo olvide, un trabajo que cambia día a día y minuto a minuto. Permítame que intente buscar algún rodeo hasta la respuesta. Puede que llegue a ella y puede que no.
Alzó una mano y la sostuvo cerca del rostro con el cigarrillo enhiesto, a la altura de los ojos.
—Antes pasaba mucho tiempo en la costa de Maine. Estaba casada con un navegante, mi segundo marido, un tratante de valores de alto riesgo que estaba a punto de arruinarse en cualquier momento por más que entonces no lo supiera; tenía un queche precioso, y solíamos subir a navegar por la costa. Por las noches nos sentábamos en cubierta, con un cielo que estaba maravillosamente claro, y a veces veíamos una especie de halo desplazándose a través de los campos de estrellas y especulábamos sobre su naturaleza. Aviones trasatlánticos u ovnis, ya saben, se trataba de un tema popular incluso entonces. Un disco luminoso cruzando lentamente el firmamento. Borroso y muy alto. Yo pensaba que volaba demasiado alto para ser un avión comercial. Sabía que los bombarderos estratégicos vuelan a casi diecisiete mil metros de altura. Y decidí que se trataba de la luz refractada de algún objeto que había allá arriba, y que debía de adoptar aquella forma circular. Porque quería creer que eso era lo que veíamos. B-52. La guerra me daba un miedo terrible pero aquellas luces, lo confieso, aquellas luces me producían una sensación compleja. Aquellos aviones en alerta permanente, omnipresentes, ¿saben?, bordeando las fronteras soviéticas, y recuerdo estar allí sentada, con el ancla echada y aquel suave balanceo en quién sabe qué oculta ensenada y experimentando una sensación de sobrecogimiento, la soñolienta sensación de misterio y de peligro y de belleza que podría sentir un niño. Creo que eso es una forma de poder. Creo que si mantienes en el mundo una fuerza capaz de penetrar el sueño de la gente estás ejerciendo un poder significativo. Porque yo respeto el poder. Ahora que ese poder está hecho trizas, jirones, y ahora que esas fronteras soviéticas ya no existen del mismo modo que antes, creo que alcanzamos a comprender, que miramos atrás, que nos vemos con más claridad, y a ellos también. El poder significaba algo hace treinta, cuarenta años. Era una cosa estable, localizada, era algo tangible. Significaba grandeza, peligro, terror, todas esas cosas. Y nos mantenía juntos, a los soviéticos y a nosotros. Quizá mantenía unido al mundo. Uno podía medir las cosas. Uno podía medir la esperanza y podía medir la destrucción. Y no es que quisiera volver a ello. Ha desaparecido y en buena hora. Pero el hecho es eso.
Al llegar a este punto, pareció perder el hilo del argumento. Hizo una pausa, vio que el cigarrillo se había consumido y, cuando el entrevistador se inclinó para cogerlo, Klara se lo alargó delicadamente, vuelto del revés.
—Muchas cosas que se hallaban ancladas en el equilibrio de poder y en el equilibrio de terror parecen haberse descompuesto, haberse desatado. Hoy en día, las cosas no tienen límite. Yo ya no entiendo el dinero. El dinero se ha desatado. La violencia se ha desatado, ahora la violencia es algo más fácil, algo liberado, fuera de control, algo que ya no tiene medida y no se basa en una escala de virtudes.
Realizó una nueva pausa para reflexionar.
—No quiero desarmar al mundo —dijo—. O quisiera desarmarlo, pero también de un modo cuidadoso, realista, completamente consciente de aquello a lo que estamos renunciando. Renunciamos al yate. El yate fue lo primero a lo que renunciamos. Ahora tengo estos aeroplanos ya retirados de los cielos, y los he recorrido, agachada, arrastrándome desde la cabina hasta el armamento de cola, y los he contemplado bajo todas las condiciones posibles de luz, y he pensado mucho en las armas que portaban, y en los hombres que las acompañaban y es algo terrible de pensar. Pero las bombas no llegaron a lanzarse. ¿Comprenden? Los misiles permanecieron en sus soportes bajo las alas, intactos. Los hombres regresaron sin que los objetivos fueran destruidos. ¿Comprenden? Todos intentábamos pensar en la guerra, pero no estoy segura de que supiéramos cómo hacerlo. Los poetas escribieron largos poemas llenos de palabrotas, y eso es lo más que nos acercamos, en mi opinión, a una respuesta reflexiva. Porque habían traído al mundo algo que desbordaba nuestra imaginación. Ni siquiera sabían cómo llamar a las primeras bombas. La cosa, o el chisme o lo que fuera. Y Oppenheimer dijo, Es merde. Le citaré en francés. J. Robert Oppenheimer. Es merde, Quería decir que algo que elude su propia denominación se ve automáticamente relegado, afirma él, a la categoría de mierda. No puedes nombrarlo. Es demasiado grande o demasiado perverso o demasiado ajeno a tu experiencia. Y es mierda, también, porque es basura, es material de desecho. Pero creo que estoy organizando un buen gazapo de todo esto. A lo que realmente quiero llegar es a las cosas corrientes, a la vida corriente que hay tras las cosas. Porque ahí reside el corazón y el alma de lo que estamos haciendo aquí.
El temblor de su voz. Y el modo en que el sonido surgía de soslayo desde las comisuras de sus labios. Resultaba inquietantemente seductor, nos hacia pensar que podría terminar derivando hacia algún meandro incierto. Y las pausas. Durante las pausas permanecíamos en silencio, contemplando el estremecimiento de la llama cada vez que encendía un nuevo cigarrillo.
Dijo:
—¿Comprenden? Nosotros pintamos, en algunos casos a mano, depositando nuestras manilas patéticas sobre grandes sistemas de armamento, sistemas que han salido de fábricas y de naves de montaje tan parecidas entre sí como es posible, millones de componentes forjados, interminablemente repetidos, y nosotros intentamos romper esa repetición, hallar un elemento consciente de la vida; y acaso intervenga aquí cierta clase de instinto de supervivencia, de instinto de grafito: de allanar algo y de mostrarnos, de demostrar quiénes somos. Lo mismo que hacían los que decoraban los morros, los que pintaban chicas sobre el fuselaje.
Dijo:
—Algunos de estos aviones tenían marcas pintadas en el morro. Emblemas, insignias de las distintas unidades, algunos llevaban figuras, una mascota animal enseñando los dientes y soltando baba por la boca y las mandíbulas. Magníficos, la verdad. Caricaturas. Decoración de morro, lo llamaban. Y algunos con mujeres. Porque es todo una cuestión de suerte, ¿no creen? La chica sexy pintada sobre el morro es un amuleto contra la muerte. Podremos querer olvidar todo este asunto en el pozo de la nostalgia pero lo cierto es que los hombres que pilotaban estos aviones —y estamos hablando de alertas rojas y de alarmas preventivas a distancia, estamos hablando de las cosas llevadas al límite—, bueno, creo que vivían en un mundo aislado con sus maldiciones y símbolos específicos y que eran jóvenes y estaban más que salidos. Y un día fui a dar con uno de los aviones más viejos de todos, un aparato ya muy ajado, dotado de una espléndida decoración en el morro que ya estaba desvaída y desigual, en la que aparecía una joven vestida con una falda de volantes y un sujetador bien ceñido, y era muy alta, muy rubia, con unas piernas impresionantes, y tenía las manos apoyadas en las caderas, como pretendiendo parecer una chica de calendario —se notaba que no tenía la habilidad precisa para conseguirlo— y su nombre aparecía impreso bajo la imagen y era Long Tall Sally. Y pensé, me gusta esta chica porque no parece una amazona, ni un ángel ni nada maravillosamente idealizado. Y seguí pensando un poco más en ella y esto es lo que pensé. Pensé, incluso si es necesario taparla con pintura —y puede que lo sea o puede que no—, habrá que salvar el nombre sea como sea, pensé. Pensé, titularemos nuestra obra con el nombre de esta joven, en homenaje a los hombres que fijaron su imagen sobre este aparato y la canción que les proporcionó la inspiración necesaria para hacerlo. Una canción, por cierto, que tan sólo recuerdo vagamente. Pero existía una canción y pensé, probablemente existe en toda esta historia una Sally auténtica y original. La misma que inspiró al compositor o al pintor o a la tripulación que pilotaba el avión. Quizá era camarera en un bar de aviadores. O la novia que alguno de ellos tenía en el pueblo. O el primer amor de alguien. Pero se trata de una vida individual. Y quiero que esta vida entre a formar parte de nuestro proyecto. Este amuleto, esta consigna contra la muerte. Quienquiera que fuese o que es, una camarera agotada, ya saben, transportando un frasco de ketchup a través del local, qué bombas ni bombas, quiero que nuestras intenciones se mantengan en un plano humilde y humano a pesar de la enorme cantidad de trabajo que hemos realizado y de la enorme cantidad de trabajo que nos espera y aquí estoy, con una pierna en alto, charlando interminablemente de mi trabajo a pesar de que sé perfectamente lo que dijo Matisse: que los pintores deberían comenzar por cortarse la lengua.
Me parecía verla en la televisión francesa, formada por los puntitos de unas ondas reconvertidas. Me parecía oír su voz distanciada tras una traducción monótona. La gente contemplándola en todos los rincones del país, con las cabezas agrupadas en la oscuridad. Me parecía ver su rostro plano en la pantalla de bordes estremecidos, sus ojos como lunas extinguidas, medio millón de Klaras flotando en la noche.
Dijo:
—No hace mucho vi una vieja fotografía, una fotografía tomada a mediados de los sesenta en la que aparecía una mujer cerca del borde. La imagen está llena de gente que ocupa el umbral de una puerta; parece la puerta de acceso a una elegante sala de baile, y visten todos de blanco y negro, los hombres y las mujeres, y llevan también máscaras; y contemplando la fotografía me di cuenta de que se trataba de aquella fiesta tan famosa, del célebre acontecimiento de la época: el baile Black & White que dio Truman Capote en el hotel Plaza de Nueva York en los oscuros días de Vietnam, y me sentí totalmente incorpórea al contemplar aquella escena, porque me llevó al menos medio minuto comprender que la mujer que se veía junto al borde era yo. Sin duda. Y estoy junto a un hombre que es Truman Capote o Edgar J. Hoover, o el uno o el otro, porque los dos tenían la misma forma de cabeza, y la máscara y el ángulo y las sombras hacían que fuera difícil determinar quién de ellos era, y yo llevo un vestido largo y ajustado que, sencillamente, me cuesta trabajo creer que haya llevado jamás, aunque ahí estoy, y soy yo, con una bonita máscara blanca con rostro de felino. Y pensé, ¿Qué tiene esta fotografía para que me resulte tan difícil acordarme de mí misma? Pensé, no sé quién es esa persona. Por qué está ahí, exactamente. ¿En qué está pensando? Qué clase de ropa interior lleva debajo de ese ridículo vestido, y les juro que lo ignoro. Rodeada de gente famosa, y de gente poderosa, de hombres del Gobierno que por entonces dirigían la guerra, y siento deseos de pintar encima, de pintar la fotografía de naranja, de azul, de burdeos, y de pintar los esmóquines y los vestidos largos y de pintar el salón de baile del Plaza y quizá eso es lo que estoy haciendo, no lo sé, se trata de una labor en permanente progreso. Y no nos olvidemos del placer. De los sentidos, de los placeres, de los humores corporales. Azul estrato, sí. Amarillo y verde y rojo geranio. Geranios de Maine, acostumbrados a florecer en atmósferas húmedas y frías. Magenta, sí. Naranja, cobalto y chartreuse.
Y alguien de la pequeña reunión gritó:
—Mejor rojo que cojo.
Y todos nos echamos a reír. La observación poseía una resonancia que parecía viajar en nuestras voces, rebotando sobre las paredes que delimitaban nuestro espacio compartido. Permanecimos allí, escuchando nuestras propias risas. Y decidimos por unanimidad que la velada había concluido.
Me dirigía a mi automóvil cuando vi el taxi neoyorquino. Había alguien subiéndose a él, y cuando se encendió la luz advertí que se trataba de la misma joven que antes había visto conduciéndolo.
—Oye, gracias —dije—. Me refiero a lo de antes.
—Tú eres el del Lexus.
—Perdido y sin rumbo. Fue una suerte que aparecierais.
—Decíamos: apuesto a que se cree que éste es el Asesino de la Autopista de Texas en busca de una nueva víctima.
—Sabía que no erais el Asesino de la Autopista de Texas porque esto no es Texas.
—Y, aparte, dudo de que conduzca un taxi amarillo.
—Ese es el otro motivo.
—¿Has venido a echar una mano? —dijo.
—Ojalá pudiera. Pero ya tenía que estar de regreso en mi edificio de oficinas de la gran capital.
—Podría ser tu última ocasión de contribuir a la historia del arte.
—O a lo que sea que estáis haciendo aquí.
—O a lo que sea que estamos haciendo aquí.
Se acomodó en el asiento del conductor con la portezuela abierta, mostrando un cuerpo generoso que no tenía nada que ver con el aspecto de sílfide en levitación que había mostrado antes bajo el remolino de polvo.
—¿Es tuyo este coche?
—Más o menos, puede decirse que lo ofrecí voluntariamente —dijo—, así que supongo que ahora estoy clavada con un taxi, lo que resulta ligeramente inconveniente. Pero si tenemos en cuenta la cara que puso Klara diría que sí, que ha merecido la pena.
Generosa y abierta como una camarera que dijera Aquí tiene al depositar delante de uno el plato de comida.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Va para siete semanas, y aquí seguiré aunque esto dure eternamente, cosa que podría suceder.
—¿No sientes nostalgia?
—De vez en cuando. Pero esto es una ocasión única. ¿Has llegado a salir ahí fuera?
—Saldré por la mañana —dije.
—Ve pronto. El calor es terrible.
—No me preocupa el calor. Me gusta el calor.
—¿De dónde eres?
No le dije que llevaba una vida tranquila en una discreta casa, etcétera. En su lugar, le conté dónde pensaba pasar la noche y, aunque ya lo sabía, le dejé que me contara cómo llegar allí.
Le dejé que me hablara de su ciudad natal.
La interrogué acerca de la clase de trabajo que estaba realizando allí, y ella me dijo que se encargaba de aplicar una pintura de imprimación y que a veces tenía que lijar a mano la pintura y que otras veces manejaba el chorro de arena.
Bien incorporada en el asiento, recitando los detalles y sacudiendo la cabeza, fingiéndose infantil, pero también infantil.
Le pregunté acerca de los estudios y me dijo que hacía ya varios años que los había abandonado pero que estaba pensando en volver para licenciarse en ventas al por menor. Le dejé que me hablara de todo ello.
Hablamos acerca de su hermano, que padecía una rara enfermedad de la sangre.
Le dejé que me hablara sobre una expedición de rafting que había realizado cuando tenía diecisiete años.
Decía deteriado en vez de deteriorado. Cuando decía OK sonaba como okái.
Estaba sentada sobre un cojín de junquillo. Sus cabellos, cortados a escasa longitud, reforzaban el volumen de su rostro. Advertí que, vistos de cerca, los detalles y complementos del taxi, así como la pintura, tenían más encanto de principiante que precisión. Aunque claro está que no es fácil captar bien el estilo de Nueva York.
—Andan todos con una broma —dijo—, sólo que nadie parece estar seguro de si se trata de una broma. El hecho de pintar estos aviones constituye una especie de conmemoración, pero ¿cómo podemos saber que la crisis ya ha pasado de verdad? ¿Está teniendo realmente lugar el desmembramiento de la Unión Soviética? ¿No será todo más que un plan para engañar a Occidente?
Dejó escapar una carcajada de sus senos nasales. Un sonido oral y nasal que surgió áspero y húmedo, un ruido peculiar destinado a ridiculizar la idea sin por ello dejar de admitir su siniestro atractivo.
—Están fingiendo su desintegración para que bajemos la guardia, ¿okái?
Le dejé que me hablara de ello.
Volvió a producir aquel sonido. Una letra k alargada, húmeda y gimiente. Y descubrí que cuanto más hablaba, más en deuda estaba conmigo. Pero no dije ni una palabra. Mi corazón me impulsaba a hablar, a romper su autoconcentración y la solidez de su ciudad natal y de su hermano agonizante. Deseaba reducir todas aquellas cosas a escombros. Se trataba simplemente de un estado de humor pasajero, algo que emana del núcleo de la débil resolución de uno.
La dejé hablar. Y cuanto más escuchaba y menos interesante se volvía, más ansiaba acostarme con ella, por motivos que nadie bajo el firmamento es capaz de comprender.
Pero no dije ni mu. Mi corazón me impulsaba a convencerla para pasar la noche en mi habitación, o media noche, o una hora y diez minutos. No sabía por qué la deseaba pero sabía por qué no la deseaba. Hubiera resultado desleal hacia Klara, hacia nuestro recuerdo compartido, hacia nuestro breve tiempo en aquel cuartito situado entre estrechos callejones que constituían las fronteras del mundo.
—Bueno, se está haciendo tarde —dije.
—Oye, mañana será un gran día.
—El mejor —dije—. Voy a ir marchándome.
Una vez más, me dijo cómo llegar allí y a continuación arrancó y partió. Todos los demás vehículos habían abandonado ya la zona, y eché a andar en la oscuridad en busca de mi coche.
Resulta interesante pensar en el inmenso resplandor de cielo que escudriñamos en busca de formas animales y utensilios de cocina.
Me puse a ver la televisión en el motel.
Vivía la realidad responsablemente. Me negaba a aceptar este asunto de la vida como una ficción, o como lo que fuera que Klara Sax había querido decir cuando afirmara que las cosas se habían vuelto irreales. La historia no era una cuestión de minutos ausentes en una cinta. Yo no me encontraba desamparado ante ella. Me conformaba con la textura de la sabiduría acumulada, enraizaba mi fe en el sólido y provechoso suelo de nuestra experiencia. Incluso si creemos que la Historia es un engranaje alimentado con sangre humana —lean los discursos de Mussolini—, al menos es algo que hemos sabido juntos. Una única pincelada narrativa, y no diez mil retazos de desinformación.
En un salón había un hombre sentado en una butaca anatómica con una mesita de café ante él y libros —o lomos de libros— alineados en la pared que se extendía a su espalda.
Creía en nuestra capacidad de saber qué nos estaba pasando. No estábamos excluidos de nuestras propias vidas. Eso no se encuentra en mi cabeza con el cuerpo de otra persona en la fotografía presentada como prueba. Yo no creía que las naciones se dediquen a representar pantomimas a gran escala. Yo vivía en la realidad. Los únicos fantasmas a los que permitía el acceso eran fantasmas locales, las nebulosas trazas de personas conocidas y el residuo de mi propia y siniestra sombra, fantasmas neoyorquinos en todo caso, el viejo y ruidoso Bronx, con la mano sobre los labios, hablando a través de dientes partidos: las burlas, los abucheos.
El hombre de la butaca dijo: «Síndrome de Down. Llame al teléfono gratuito uno, ochocientos, cinco uno cinco, dos siete seis ocho. Enfermedad de Alzheimer. Llame al teléfono gratuito uno, ochocientos, ocho uno tres, tres cinco dos siete». Dijo: «Sarcoma de Kaposi. Veinticuatro horas al día. Uno, ochocientos, seis siete dos, nueve uno seis uno».
Al amanecer, me dirigí en coche a la planicie. Aparqué cerca de un cobertizo de materiales y comencé a trepar una pequeña loma que me proporcionaría una perspectiva ventajosa de los aeroplanos. Los oí antes de verlos, su inquietante crujido, golpes de viento que agitaban las partes móviles. Por fin, alcancé el final de la repisa arenosa y los vi allí, en amplia formación a través del blanquecino fondo del planeta.
Ignoraba que hubiera tantos aviones. Me quedé atónito ante el número de aviones. Se hallaban dispuestos en ocho filas irregulares, con unos pocos aparatos diseminados junto a los bordes. A medida que se elevaba el sol los conté todos, sin dejar ni uno. Había doscientos treinta aviones, de amplias alas, dotados de aletas como las criaturas abisales, algunos pintados en parte, algunos casi completados, muchos de ellos aún intactos por las máquinas de pintar, y estos últimos eran de color gris marino o lucían un camuflaje desvaído o habían sido lijados hasta descubrir el metal.
Los aviones pintados recibían la luz y el pulso del sol. Pinceladas de color, franjas y manchas, etéreas aguadas, la fuerza de la luz saturada: todo el conjunto extrañamente personal, la sensación de la mano de un pintor movida por impulso y posterior reflexión tanto como por un diseño épico. No había esperado experimentar tal placer y sensación. El aire estaba teñido de color, cobres y ocres chisporroteando sobre la piel metálica de los aviones para intercambiarse con el desierto que los rodea. Pero aquellos colores no se limitaban a extraer poder del cielo o a arrancarlo de las formas terrestres que nos rodeaban. Empujaban y tiraban. Se debatían en conflicto unos con otros, exigiendo una lectura emocional, pigmentos de piel y grises industriales y un rojo rampante que aparecía repetidamente a lo largo de la pieza: el rojo de algo liberado, de una ampolla reventada, espeso como pus sanguinolento con una líquida base amarillenta. Y los otros aviones, descoloridos, cubiertos aún sus motores y ventanillas con siniestras telas, anímicamente muertos, esperando su imprimación.
A veces veo cosas tan conmovedoras que sé que debo marcharme. Contémplalas y vete. Si te quedas demasiado tiempo, desgastas esa muda conmoción. Ámalas, confía en ellas y vete.
Quería que viéramos una única masa, y no una colección de objetos. Quería que nuestro interés se viera uniformemente espaciado. Insistía en que nuestra mirada recorriera lentamente la pieza. Nos invitaba a admirar la dimensión del terreno, hasta el horizonte, en el que yacía dispuesta la pieza.
Escuché el latido de las turbohélices al viento y sentí el calor de siroco que emanaba de ellos y paseé la mirada lentamente sobre las filas, sintiendo que me rodeaba una especie de atmósfera salvaje, el adusto vigor del clima y del desierto y de aquellas viejas armas, tan contundentemente reconsideradas, la oportunidad de lo que se había hecho, pero cuando lo hube visto todo supe que no permanecería allí un segundo más.
Tres vehículos se aproximaban a la planicie, los primeros y robustos operarios de la jornada. Yo descendí hasta mi coche y destapé el tubo de protector solar que había descubierto sobre un estante cerca del mostrador principal del motel familiar, junto a las postales y las muñecas indias: las muñecas kachina y los paquetes de nachos crujientes que forman parte de cierta curiosa red neuronal de una América de solitarios cromados.
Me situé junto al coche y me apliqué la loción en los brazos y el rostro, deteniéndome a leer la etiqueta una vez más. Llevaba toda la mañana leyendo aquella etiqueta. La etiqueta decía que el factor de protección era de treinta, no de quince. Conocía bien el tema. Había leído cosas al respecto, conocía estudios de investigación y había comparado los productos y sus supuestas características. Y sabía con absoluta certeza que un factor de protección quince constituía el mayor grado de defensa contra el sol científicamente posible. Ahora pretendían venderme un treinta.
Y me hizo pensar en algo curioso. Me subí al coche y salí de allí en dirección a la autopista interestatal. Me hizo pensar en la historia de Teller. La historia de Teller hablaba del doctor Edward Teller y de la primera explosión atómica realizada en el mundo, a unos trescientos veinticinco kilómetros al nordeste de mi actual posición. Y la historia hablaba de que el doctor Teller, temeroso de los efectos inmediatos que podría tener el estallido sobre su atalaya, instalada a treinta kilómetros del punto de impacto, había decidido que quizá la aplicación de loción solar en las manos y el rostro podía resultar de ayuda.
Aquellas reflexiones, aquellos destellos de luz, aquel gesto inocente y encantador, aquel automóvil japonés, todo resultaba más o menos adecuado para aquel paisaje.
Oprimí el botón que bajaba las ventanillas y vi las montañas que se alzaban en las proximidades de México, líricas por sí mismas y elegantemente bautizadas, fueran cuales fuesen sus nombres, porque es imposible bautizar una montaña con un mal nombre, y busqué alguna señal que me indicara el camino de regreso a casa.