Habla con tu misma voz —americano— y en sus ojos se detecta un brillo que siempre resulta esperanzador.

Es día de colegio, desde luego, pero no anda ni mucho menos cerca de la clase. Prefiere estar aquí, a la sombra de la mole enmohecida de esta vieja estructura, y no es fácil culparle… esta metrópolis de acero y cemento y pintura desconchada y hierba segada y anuncios callejeros con enormes paquetes de Chesterfield de los que sobresalen un par de cigarrillos.

La historia es el resultado de anhelos en gran escala. Aquí no hay más que un chiquillo que alimenta una aspiración localizada, pero forma parte de una muchedumbre en desarrollo, de miles de seres anónimos que brotan de los autobuses y los trenes, de gente que avanza a trompicones formando estrechas hileras sobre el puente giratorio que atraviesa el río; personas que no representan una migración ni una revolución ni una vasta agitación del alma pero que traen consigo el calor corporal de la gran ciudad y sus propios ensueños y desesperaciones, ese algo invisible que domina la época… hombres con sombreros de fieltro y marineros de permiso, el distraído revoltijo de sus pensamientos, camino del partido.

El cielo muestra un aspecto pesado y gris, el gris turbio de la espuma de las olas.

Se detiene junto al bordillo con los otros. A sus catorce años, es el más joven, y es posible advertir que no tiene un céntimo por la nerviosa inclinación que adopta su cuerpo. Nunca ha hecho esto anteriormente, y no conoce a los otros, entre los que tan sólo dos o tres parecen conocerse entre sí, pero no pueden hacer esto solos ni en parejas por lo que se han localizado mutuamente mediante miradas deslizantes capaces de detectar a otras almas gemelas igualmente temerarias y ahí están, chavales negros y chavales blancos procedentes del metro o de las calles de Harlem, sombras esbeltas, bandidos, quince en total, de los que según la tópica leyenda puede que logren pasar cuatro por cada uno que resulte capturado.

Aguardan nerviosamente a que los pasajeros con billete despejen los torniquetes de acceso, el último grupo desgajado de hinchas, los rezagados y los ociosos. Observan la llegada de los últimos taxis procedentes del centro y de los hombres con brillantina que se aproximan con paso vivo a las ventanillas, agentes de seguros y ricachones de clubes nocturnos y peces gordos de Broadway, envueltos por un aura superior, arrancándose las bolitas de sus mangas de muaré. Situados junto al bordillo, observan sin dar muestras de ver, adoptando el aire un poco amargo de vagabundos callejeros. Ya se ha aplacado todo el alboroto, el parloteo y la agitación previos al partido, los vendedores ambulantes que recorren las atestadas aceras enarbolan tablas de resultados y banderines y entonan soniquetes ancestrales, tipos enjutos que te timan con insignias y gorras, ahora ya dispersos, de camino a sus cuartuchos en calles aisladas.

Permanecen junto al bordillo, esperando. Sus ojos se tornan fríos y arrojan menos luz. Uno de ellos saca las manos de los bolsillos. Esperan y, de repente, se lanzan, uno de ellos se lanza, un irlandés que grita Gerónimo.

Hay cuatro torniquetes junto a las dos taquillas. El más joven de los críos es también el más flaco, y se llama Cotter Martin; flaco y alto, con su camisa de polo y su mono, intentando no sentirse condenado de antemano, situado cerca de la cola de la avalancha, corre y grita con los demás. Gritas porque ello te inspira valor o porque quieres dar testimonio de tu intrepidez. Han desdibujado sus rostros en máscaras aullantes, los ojos apretados, las bocas distendidas, y corren con fuerza, intentando escurrirse por los pasadizos que separan las cabinas, y golpean caderas y codos sin dejar de gritar. Los rostros de las taquilleras penden tras las ventanillas como ristras de cebollas.

Cotter ve a los primeros saltar sobre las barras. Dos de ellos chocan en el aire y caen torcidos y desmadejados. Un revisor sujeta a uno de ellos por el cuello con una llave y su gorra resbala y se precipita a lo largo de su espalda mientras él intenta agarrarla con un manotazo ciego y al mismo tiempo —todo sucede al mismo tiempo— vigila al resto de aquellos saltavallas para evitar que le pisoteen. Corren y saltan. Se trata de una forma insensata de huida, con los cuerpos apretados en un coladero que comienza a tornarse real. Saltan demasiado pronto o demasiado tarde, chocando contra los postes o las barras radiales, trepando como personajes de dibujos animados por las espaldas de sus compañeros: qué pinta de estúpidos deben de ofrecer a los ojos de quienes les contemplan desde el puesto de perritos calientes, al otro lado de los torniquetes, qué espantosos chapuceros… una hilera compuesta casi enteramente por hombres comienza a mirar en su dirección, sus mandíbulas triturando la carne sudorosa y sus lenguas inundadas de burbujas de grasa, el caballero del final súbitamente inmóvil a excepción de una mano que continúa moviéndose de modo automático para aplicar la mostaza con un cepillito.

El griterío de la chiquillería arremolinada rebota sobre el espeso cemento.

Cotter cree distinguir un camino que conduce al torniquete de su derecha. Deja escapar de sí todo aquello que no le es necesario para saltar. Algunos siguen saltando, otros se lo están pensando, a algunos les vendría bien un corte de pelo, algunos tienen novias de jerséis esponjosos y el resto han aterrizado sobre la maraña y se esfuerzan por ponerse en pie y diseminarse. Un par de polis del estadio descienden retumbando por la rampa. Cotter va obviando estos elementos a medida que aparecen, apartando de sí el millar de oleadas de información que se estrellan contra su piel. Concentra su mirada sobre las barras de hierro que brotan del poste. Adquiere velocidad y parece perder su aire desgarbado, su alicaída pusilanimidad de hormonas e inadaptación y todas esas cosas tartamudeantes que sellan su adolescencia. No es más que un chiquillo a la carrera, una figura semiatisbada de las calles, pero así como la carrera revela ciertas trazas del ser, así como el que corre se desnuda a la conciencia, así parece abrirse al mundo este mocoso de piel atezada, así despierta en él la elocuencia la adrenalina de una docena de zancadas.

A continuación, despega y se ve suspendido en el aire, sintiéndose resbaladizo y elegante y en cierto modo profesional, volando de regreso de Kansas City con un portafolios repleto de efectos bancarios. Tiene la cabeza hundida, y su pierna izquierda salva los barrotes. Y en un instante prolongado, distante y aislado ve con precisión el lugar en el que aterrizará y la dirección en la que echará a correr, y aunque sabe que saldrán en su persecución tan pronto como toque tierra, aunque es consciente de que seguirá en peligro —mirando a izquierda y derecha— durante las próximas horas, ahora alberga menos temor.

Aterriza blandamente y pasa con desenfado junto al revisor, que sigue intentando recuperar su gorra, sabiendo con total certeza —sabiéndolo sin duda alguna, con toda la profundidad de su conocimiento, sintiéndolo retumbar en su corazón de corredor— que es inalcanzable.

Aquí llega un corpulento policía municipal con su pistola y sus esposas y su linterna y su porra colgando del cinturón y un cuaderno de multas embutido en el bolsillo. Cotter le esquiva con un quiebro que casi le hace caer de rodillas y los consumidores de perritos calientes se doblan por la cintura para ver cómo el chaval cambia de dirección acelerando suavemente y despidiéndose del poli con un gesto del dedo: adiós.

De vez en cuando se sorprende a sí mismo de esta suerte, realizando alguna acción espectacular surgida de caprichos insospechados.

Asciende a la carrera por una rampa en sombras hasta alcanzar una red de vigas y pilares que se entrecruzan inundados por la luz. A sus oídos llega el crescendo de los últimos acordes del himno nacional y ante su mirada aparece la enorme herradura de la tribuna principal y esa perspectiva desplegada del césped que siempre parece sugerirle que ha rebasado los límites de su existencia… el bruñido lustre que se extiende y se comba desde la arena rastrillada del campo interior hasta las elevadas verjas verdes. La excitación de algo recién revelado. Echa a correr a velocidad media, estirando el cuello para divisar las hileras de asientos, en busca de un hueco discreto tras alguno de los pilares. Se interna en uno de los pasillos de la sección 35, sumergiéndose en el calor y el olor de la masa de hinchas, penetra en el humo que pende de la parte inferior de la segunda grada, escucha las conversaciones, se introduce en el profundo zumbido, oye el estampido de las bolas de calentamiento al estrellarse en el guante del receptor, como una serie de detonaciones que arrastraran tras de sí la cola de cometa de un sonido secundario.

Y entonces le pierdes entre la multitud.

En la cabina de la radio están hablando de la multitud. Se diría que hay unos treinta y cinco mil, qué te parece. Cuando piensas en las maquilladas historias de los equipos, y en la fe y la pasión de los hinchas y en el modo en que todas estas fuerzas se entrelazan a lo largo de la ciudad, y cuando piensas en el propio partido, a vida o muerte, el tercer partido de un desempate a tres encuentros, y pronuncias los nombres de Giants y Dodgers, y te haces idea de hasta qué punto los jugadores manifiestan abiertamente el odio que se inspiran mutuamente, y recuerdas el tipo de año que ha resultado ser después de todo, el enfrentamiento emblemático que ha llevado a la ciudad a este éxtasis asfixiante, una contracción final que precisaría de algún término tomado del alemán para expresar la mezcla de placer y aprensión y suspense, y cuando piensas en su ciega lealtad, eso es lo que dicen desde la cabina: el amor por el equipo que impregna los distintos barrios y los recónditos suburbios y alcanza los condados productores de manzanas y el salvaje norte, ¿cómo explicas entonces las veinte mil plazas que aún quedan libres?

Dice el locutor:

—Lleva todo el día amenazando lluvia, y eso influye en el estado de ánimo. La gente decide que a paseo con todo.

El productor alarga una manta a través de la cabina para separar a los miembros del equipo de los tipos que acaban de llegar de la cadena KMOX de St. Louis. Dado que no hay donde acomodarlos, habrá que compartir el espacio.

Dice al locutor:

—No ha habido ventas anticipadas, no lo olvides.

Y dice el locutor:

—A ello hay que añadir la paliza que sufrieron los Giants ayer, lo que no deja de ser serio, ya que una derrota de esa clase acaba con la moral de la gente. Créanme, porque yo vivo aquí. Desmoraliza a la gente. Es como verlos morir por decenas de miles.

Russ Hodges, encargado de transmitir el partido para la WMCA, es la voz de los Giants: Russ tiene la laringe en carne viva y muestra todos los síntomas de un considerable trancazo, y no debería estar encendiendo ese cigarrillo, pero continúa diciendo:

—Todo eso está muy bien, pero no estoy tan seguro de que exista una explicación lógica. En lo que se refiere a las masas, cualquier cosa resulta impredecible.

Russ empieza a tener cierta papada, pero aún se advierten espontáneos rasgos muchachiles en sus ojos y en su sonrisa y en esos cabellos que parecen cortados a tazón y en ese traje que casi podría pertenecer a cualquiera. ¿Quién puede retransmitir partidos, quién puede llevar a cabo sus crónicas jugada a jugada casi diariamente durante todo el verano sin identificarse con alguna forma del pasado?

Escudriña el campo, sus atestadas esquinas, más que compensadas por los espacios de las profundas avenidas y del centro. El enorme reloj Longines que remata la sede del club. Pinceladas de color por doquier, como un fresco de sombreros y de rostros, y la verde tribuna y las pardas carreras entre base y base. Russ se siente afortunado de estar allí. Es un día único y él es el encargado de retransmitir el partido que va a tener lugar en los Polo Grounds, un nombre que adora, un precioso eco de cosas y de épocas anteriores al momento en que este siglo entró en guerra. Piensa que todos cuantos están aquí deberían sentirse afortunados porque se está cociendo algo grande, porque algo está subiendo. De acuerdo, quizá se trate tan sólo de su propia temperatura. Pero se sorprende recordando aquella ocasión en que su padre le llevó a ver la pelea de Dempsey contra Willard en Toledo y en lo que fue aquello, impresionante, en pleno Cuatro de Julio con cuarenta y tres grados y una muchedumbre de hombres en mangas de camisa y sombreros de paja, muchos con pañuelos extendidos bajo el sombrero hasta los hombros, como si fueran disfrazados de árabes, y la enormidad de la paliza que soportó el gran Jess en aquel ardiente cuadrilátero blanco, el modo en que el sudor y la sangre manaban vaporizados de su rostro cada vez que Dempsey le golpeaba.

Cuando ves una cosa así, algo que se convierte en primera noticia, comienzas a sentirte portador de un solemne retazo de historia.

En la segunda entrada Thomson golpea una bola deslizadora y la lanza sobre la tercera base.

Lockman se arquea corriendo hacia la segunda con la mirada fija en el exterior izquierdo.

Pafko se desplaza hacia la pared para atrapar la pelota al rebote.

Los espectadores de las tribunas de la izquierda se han puesto en pie, inclinándose desde las filas delanteras, y algunos de ellos comienzan a arrojar papeles sobre el borde, hojas de tanteo rasgadas y carteritas de fósforos hechas pedazos, tazas de cartón arrugadas, pequeñas servilletas enceradas que han recibido con sus perritos calientes, pañuelos de papel con gérmenes de varios días que yacían aplastados en las profundidades de los bolsillos, todo aquello comienza a caer en torno a Pafko.

Thomson avanza a grandes zancadas, rodea limpiamente la primera y se esfuerza por completar su carrera.

Pafko lanza un buen tiro a Cox.

Thomson, la cabeza gacha, progresa costeando hacia la segunda, y en ese momento ve a Lockman que, desde la base, le mira semihechizado, con el vestigio de una duda pendiente de sus labios.

Tras días de cielos plomizos y de todas las horas pasadas la semana anterior ante el micrófono, con la garganta escocida, con la tos, Russ se siente febril y exhausto: viajes en tren, nervios y falta de sueño, y describe el juego con su habitual cháchara de toda la vida, con esa voz sureña que hoy suena un poco rasposa.

Cox atisba bajo la visera de su gorra y pasa la pelota de costado a Robinson.

Fijaos entretanto cómo Mays se aproxima a la base arrastrando el cuerpo de su bate por el suelo.

Robinson recibe el tiro y gira en dirección a Thomson, quien aguarda con aire tímido a eso de metro y medio de la segunda.

A la gente le gusta ver cómo caen los papeles a los pies de Pafko, cómo flotan sobre sus hombros o aterrizan sobre su gorra. La pared tiene casi cinco metros de altura, por lo que se encuentra bien fuera del alcance de cualquier contacto, por mucho que se estiren: tienen que contentarse con ducharle de papeles.

Fijaos en Durocher, en el foso del banquillo; es el entrenador de los Giants, el pétreo Leo, veterano y matón, con un rostro que parece sacado de la Guerra de las Galias, mientras musita en el puño apretado: «Santísima mierda todopoderosa».

Cerca del banquillo de los Giants cuatro hombres contemplan los acontecimientos desde el foso favorito de Leo cuando Robinson elimina con un tag a Thomson. Pertenecen en sus tres cuartas partes al mundo del espectáculo, Frank Sinatra, Jackie Gleason y Toots Shor, tres que llevan ya tiempo tomando copas juntos, y a los que acompaña un hombre bien vestido que tiene hocico de bulldog, un tal J. Edgar Hoover. ¿Qué hace el número uno de la administración de la nación en compañía de estos pelagatos? Bien, Edgar ocupa el asiento de pasillo y parece sentirse tan a gusto, sonriendo ante las groseras bromas que circulan del trovador al humorista, y de éste al dueño de club y vuelta al primero. Preferiría estar en el hipódromo, pero siempre se encuentra cómodo con esa clase de compañía, sea cual sea el ambiente. Le gusta frecuentar a ídolos cinematográficos y a celebridades del deporte, a profesionales del chismorreo tales como Walter Winchell, quien también se encuentra presente hoy, sentado junto a los jefazos de los Dodgers. La fama y el secretismo son dos aspectos opuestos de una misma fascinación, las interferencias que impregnan algo libidinoso que existe en el mundo, y Edgar responde ante las personas que tienen acceso a esas energías. Desea ser su fiel amigo del alma siempre y cuando sus vidas ocultas figuren en sus archivos privados, con todos los rumores recogidos y clasificados, con los hechos más oscuros convertidos en realidad.

Dice Gleason:

—Os lo dije, bobalicones. Hoy, el día pertenece a los Dodgers. Lo percibo en mis huesos de Brooklyn.

—¿Qué huesos? —dice Frank—. Si los tienes podridos de tanto pegarle a la priva.

El cuerpo de Thomson parece desfondarse, pierde vigor y resistencia, y Robinson pide tiempo muerto y recorre la distancia que le separa del montículo con esos andares pajariles que hacen que parezca que va caminando por un sendero torcido.

—Los Giants tendrán que contratar a ese enano como-se-llame si quieren ganar, porque su única esperanza es alguna anormalidad de la naturaleza —dice Gleason—. Un terremoto o un enano. Y como no estamos en California, más vale que recen por un duende con chándal.

—Qué graaa-cia —dice Frank.

A Edgar el tema le pone nervioso. Se muestra susceptible en lo que respecta a su talla, y eso que se encuentra a salvo entre las estaturas medias. Ha ganado peso en estos últimos años y cuando se mira al espejo para vestirse, con su corpachón y su cabeza de buda, el que le devuelve la mirada es un tipo gordo y bajo. Algo que los deslenguados de la prensa han confirmado como cierto, como si un hombre pudiera inspirar la presencia de los fantasmas que lo atormentan a las noticias públicas. Hoy en día es un hecho que aquellos agentes cuya estatura sobrepasa la media tienen pocas posibilidades de que los destinen a jefatura. Y es igualmente cierto que el enano al que se refiere su amigo Gleason, el sportif, de apenas un metro que salió una vez, hará seis semanas, a batear para los Browns de St. Louis en una actuación que, según Edgar, constituía también un acto público subversivo, se llama Eddie Gaedel, y si Gleason llega a recordar su nombre emparejará Eddie con Edgar, tras lo cual comenzarán a volar de un lado a otro los chistes de bajitos como la proverbial mierda estrellada contra el ventilador. Gleason alcanzó el éxito como comediante agresivo e insultante y nunca ha dejado realmente de hacerlo: lo hace gratis y porque le divierte, y va dejando vidas destrozadas a su paso.

—No seas un mentecato toda tu vida, Gleason —dice Toots Shor—. Sólo es una carrera de diferencia. Los Giants no han superado una diferencia de trece juegos y medio para echarlo a perder todo en el último día. Este es el año del milagro. Nadie tiene vocabulario con el que expresar lo que ha ocurrido este año.

Esa cara de pan y esas manos de carnicero. Miras a Toots y ves a un veterano de los bares clandestinos, recio de cuerpo, pelo engominado y peinado hacia atrás y unos ojos achinados que enseguida te previenen. Nos hallamos ante un ex gorila que se dedica a arrojar a personas inocentes de su club cada vez que bebe.

—Mays es el único —dice.

Y dice Frank:

—Hoy es el día de Willie. Va a soltarse a tope. Me lo dijo Leo por teléfono.

Gleason imita pasablemente el acento entrecortado de los británicos cuando dice:

—No pretenderás decirme en serio que ese tipo que sale a jugar va a hacer nada extraordinario.

Edgar, que detesta a los ingleses, se dobla de risa mientras Jackie, entretanto, muerde su perrito caliente casi sin aliento y comienza a toser y a atragantarse y a lanzar briznas de carne y de pan en todas direcciones, perdigones y hebras, proyectiles ensalivados.

Pero si algo conturba a Edgar son las formas de vida invisibles, por lo que aparta el rostro de Gleason y contiene el aliento. Quiere salir corriendo hacia el lavabo, a una habitación forrada de zinc en la que haya una ovalada pastilla de jabón sin estrenar, un torrente de agua caliente y una toalla suave y esponjosa que nadie haya utilizado anteriormente. Pero, claro está, no hay nada parecido en las inmediaciones. Tan sólo más gérmenes, un entorno constantemente plagado de agentes patógenos, microbios, colonias flotantes de espiroquetas que se unen y se separan y se alargan y se retuercen y devoran, cargamentos enteros de materia que la gente despide al toser de un modo tan letal como rudimentario.

La multitud, el ruido constante, su aliento y su zumbido, ese rumor sordo que surge de vez en cuando, el indeterminado género de lo que comparten en sus respectivas experiencias del partido, el modo en que un hombre se rasca la muñeca o conforma una sarta de juramentos. Y esos aplausos encadenados que mueren rápidamente pero que nunca son suficientes. Aguardan para dejarse arrastrar por el sonido de cánticos y de rítmicas palmadas, formas prefijadas y repetidas. Es un poder que mantienen reservado a la espera del momento adecuado. Es lo que hará que sucedan las cosas, lo que cambiará la estructura del partido y les permitirá ponerse en pie de un salto, salir volando con un estrépito desatado que sacudirá el lugar hasta sus cimientos.

Dice Sinatra:

—Jack, creo haberte dicho que te quedaras en el coche hasta que terminaras de comer.

Mays batea grácilmente, pero en lugar de golpear la pelota de lleno envía un lanzamiento de rutina al encapotado cielo de octubre. El sonido del bate de fresno al entrar en contacto con la pelota alcanza a Cotter Martin, sentado en las gradas del costado izquierdo del campo con los huesudos hombros agachados. Está observando a Willie en lugar de a la pelota, y le ve corretear un poco primero y luego recoger su guante del césped y correr sin prisa hasta su posición.

Se encienden los focos, pillando a Cotter por sorpresa y alterando su estado de humor en medio de su reciente escapada, de la aérea sensación de haberlo hecho y de que no le pillen. El día se ha vuelto distinto, grave y amenazador, anunciador de lluvia, y observa a Mays en el centro del campo, mostrando un aspecto algo ridículo en un espacio tan grande, del tamaño de un crío, y se pregunta cómo puede el tipo realizar esos lanzamientos, girar y tirar, con semejante potencia. Le gusta contemplar el campo bajo las luces incluso si ello supone inquietarse por la posibilidad de lluvia, aunque aún es por la tarde y el efecto no es el mismo que en los partidos nocturnos, en los que el campo y los jugadores parecen completamente aislados de la noche que les rodea. Tan sólo ha acudido a un partido nocturno en toda su vida, bajando por la alameda con su hermano mayor para penetrar en aquel recipiente pintado de luz. Pensó que aquellas torres despedían una energía desconocida, una potencia terrenal más intensa que aislaba a los jugadores y a la hierba y a las líneas pintadas con polvo de tiza de cualquier otra cosa que hubiera podido ver o imaginar hasta entonces. Poseían el fulgor de las cosas nuevas.

Igual que el corredor cuando frena derrapando para girar en primera base.

Lo primero que sorprendió a Cotter, mucho antes que las luces, fueron los asientos vacíos. Durante su exploración de las gradas no hacía más que ver asientos vacíos, demasiados para que el fenómeno pudiera deberse a que la gente se había ido a comprar una cerveza o a orinar. Encontró un sitio libre entre dos tipos vestidos con traje y se limitó a felicitarse de su buena suerte, de la comodidad de un asiento como Dios manda, sin preocuparse de que hubiera tantos otros.

El hombre sentado a su izquierda dice:

—Oye, ¿te apetecen unos cacahuetes?

El vendedor de cacahuetes va a pasar de nuevo, un mago atrapamonedas de unos dieciocho años, negro y esbelto. La gente le conoce de otros partidos y otras entradas y se apresuran a escarbar en busca de dinero suelto. Le llaman para que les lleve cacahuetes, eh, aquí, una bolsa, y chasquean los dedos para arrojarle monedas que describen un arco similar al del lanzamiento de un disco, y las manos del vendedor parecen inhalar el metal volante. Tiene la piel magnética, ese malabarista circense especializado en atrapar centavos al vuelo para luego alargar bolsas de cacahuetes hacia el pecho de la gente. Se trata de un espectáculo emocionante, pero Cotter intuye un oscuro peligro en todo ello. El tipo le está volviendo visible, avergonzándole en su guarida de merodeador. ¿No es curioso el modo en que su colorido común logra salvar el espacio que los separa? Nadie había visto a Cotter hasta que ha aparecido el vendedor con esos rayos negros que brotan de sus manos. Un negro popular y amigo de multitudes. Un chaval astuto intentando pasar desapercibido.

—¿Qué respondes? —dice el hombre.

Cotter alza una mano indicando que no.

—¿No te apetece una bolsa? Vamos…

Cotter se aleja inclinando el cuerpo y alza la mano al estómago para indicar que ya ha comido o que los cacahuetes le causan retortijones o que su madre le dijo que no se llenara de comida basura porque luego no tiene apetito para la cena.

—¿De qué equipo eres? —dice el hombre.

—De los Giants.

—Menudo año, ¿verdad?

—No sé, con este tiempo es malo andar a la cola.

El hombre mira al cielo. Tendrá unos cuarenta años, va bien afeitado y engominado, pero tiene una personalidad desenfadada, un modo de ser tranquilo que Cotter relaciona con la vida en pueblos pequeños que ve en las películas.

—Sólo ganan por una carrera. Volverán al ataque. Con el año que hemos tenido, no puede estropearse por culpa del tiempo. ¿Qué me dices de una soda?

Hombres que entran y salen de los servicios, hombres que se abrochan la bragueta mientras se alejan del canalón y otros se acercan al largo receptáculo, pensando dónde van a colocarse y junto a quién y junto a quién no, y la peste y el moho del viejo estadio se encuentran allí consolidados, marcas generacionales de cerveza y de mierda y de cigarrillos y de cáscaras de cacahuetes y de desinfectantes y de meadas de millones sin cuento, y todos piensan de ese modo ordinario que ayuda a las personas a deslizarse por la vida, concibiendo reflexiones desconectadas de los acontecimientos, el polvoriento zumbido de quién eres, hombres que se abren paso a codazos a través del tráfico de los servicios de caballeros a medida que prosigue el juego, las idas y venidas, la extracción de sus miembros, la meada meditativa.

El hombre sentado a su izquierda cambia de postura y se dirige a Cotter por encima del hombro con un susurro pícaro.

—¿Qué pasa con el colegio? ¿Has decidido tomarte unas vacaciones privadas?

Una sonrisa atraviesa su rostro.

—Igual que usted —dice Cotter, y obtiene a cambio una risotada que suena como un disparo.

—Hubiera sido capaz de fugarme de la cárcel para ver este partido. De hecho, los prisioneros están escuchando la retransmisión. En las cárceles instalan radios en los bloques de celdas.

—He llegado pronto —dice Cotter—. Podría haber ido al colegio por la mañana y luego marcharme. Pero quería verlo todo.

—Un hincha de verdad. Música celestial para mis oídos.

—Mire la gente que se presenta. Los jugadores se introducen por la entrada de jugadores.

—Por cierto, me llamo Bill Waterson, y hubiera faltado gustosamente al trabajo, pero no tuve que hacerlo. Tengo mi propio negocio. Una pequeña compañía constructora.

Cotter intenta pensar en algo que decir.

—Nosotros somos los que construimos las casas divertidas para vivir.

El vendedor de cacahuetes sube por el pasillo y se encamina a la siguiente sección cuando divisa a Cotter y le dirige una sonrisa de complicidad. Va a haber problemas, piensa el chiquillo. Este bocazas se ha propuesto denunciarle de algún modo fulminante. Sus miradas se cruzan fugazmente a medida que el vendedor sube por las escaleras. Sin interrumpir la zancada, hunde la mano velozmente en busca de una bolsa de cacahuetes y se la arroja despreocupadamente a Cotter, quien la atrapa con un borroso movimiento de la mano que emula la desdibujada silueta del lanzamiento. Y aquel momento delicioso dibuja en el rostro de Cotter la sonrisa de la semana y esparce una oleada de buena voluntad por toda la zona.

—Veo que te has hecho con una después de todo —dice Bill Waterson.

Cotter abre la bolsa marrón plegada y se la alarga a Bill. Ambos permanecen allí sentados, pelando los cacahuetes y desprendiendo su sedosa piel marrón con un movimiento giratorio del pulgar y el índice y devorando la aceitosa carne salada y dejando caer las cáscaras en el suelo sin apartar un solo instante la mirada del partido.

—La próxima vez que oigas a alguien decir que está en el séptimo cielo, piensa en esto —dice Bill.

—Tan sólo nos harían falta unas cuantas carreras.

Alarga nuevamente la bolsa hacia Bill.

—Ya marcarán. Está al caer. No te preocupes. Vamos a hacer que te alegres de haber faltado al colegio.

Fijaos en Robinson en el extremo del extracampo, contemplando la llegada del bateador y pensando distraídamente, Otro de esos teutones pueblerinos de Leo.

—Pues lo cierto es que existe una norma de conducta caballerosa —anuncia Bill— que declara que ya que estás compartiendo tus cacahuetes conmigo yo me encuentro en el deber de comprar soda para los dos.

—Suena razonable.

—Bien. Está decidido, pues —dice, girando en el asiento y alzando un brazo en el aire—. Un par de caballeros amantes del deporte disfrutando de su asueto.

Stanky el bulldog sentado en el banquillo.

Mays intentando quitarse una musiquilla de la cabeza, su rostro azulado ligeramente congestionado, una tonada pegadiza que ha estado oyendo últimamente por la radio.

El chico que se ocupa de los bates baja los escalones con aire algo alelado y desliza el negro bate de Dark en el soporte.

El juego se cierra en las entradas centrales. Se abandonan a la espera, a cierta ansiedad informe que toma rígidos los músculos de los hombros y les impulsa a acudir a la fuente para beber y escupir.

Al otro lado del campo Branca ha subido a los chiqueros de los Dodgers. Es un hombre corpulento de orejas alargadas como las de los elfos; sus brazos compactos le permiten tirar con facilidad, soltándose simplemente.

Mays piensa desesperado, Vuelve, a casa vuelve, por Navidad.

En la tribuna, el agente especial Rafferty desciende las escaleras en dirección a la zona de palcos que se extiende tras el banquillo del equipo local. Es un hombre recio dotado de una masa de cabellos rojizos —una pelambrera pelirroja, como gusta de decir a la gente—, y se mueve con la expresión decidida de alguien que no desea que le distraigan. Se desplaza con brusquedad pero sin urgencia, en dirección al palco ocupado por el director.

Gleason tiene dos espumosas tazas plantadas ante los pies, y por los extremos de uno de sus puños apretados sobresale un perrito caliente cuya existencia ha olvidado. Está hablando con seis personas a la vez, y todos ríen y le hacen preguntas, abonados a la temporada, antiguos hinchas acompañados de sus larguiruchas esposas. Advierten que se encuentra medio borracho y admiran lo afilado de su ingenio, su agudo filo de insulto y mofa. Buscan sentirse ofendidos, y Jackie, encantado de complacerles, se sobrepone a su achispamiento para realizar la detallada imitación de un borracho. Deja caer los párpados y gruñe, burlándose del tupé, similar a una mopa, de uno de los tipos, ridiculizando a un segundo por las coderas de su chaqueta de tweed. Las mujeres disfrutan enormemente y piden más. Observan a Gleason, observan a Sinatra para ver cuál es su reacción ante Gleason, observan el partido, escuchan a Jackie mientras elabora titulillos para su programa de televisión, observan la mostaza deslizándose por su dedo pulgar y les da demasiada vergüenza decírselo.

Cuando Rafferty llega al asiento de pasillo del señor Hoover no se sitúa sobre el director ni se inclina sobre él para hablarle. Realiza el gesto deliberado de agacharse en el pasillo. Tiene una mano distraídamente situada sobre la boca de modo que nadie más pueda averiguar lo que está diciendo. Hoover le escucha unos instantes. Dice algo a sus acompañantes. A continuación, él y Rafferty ascienden por el pasillo hasta hallar un lugar aislado, situado a medio camino de una larga rampa, y una vez allí el agente especial le recita los detalles del mensaje.

Parece que la Unión Soviética ha realizado una prueba atómica en un enclave secreto dentro de sus propias fronteras. En lenguaje liso y llano, han hecho estallar una bomba. Y nuestros sistemas de detección indican claramente que se trata de lo que se trata: una bomba, un arma, un instrumento de conflicto que produce calor y deflagración y onda expansiva. No se trata de un uso pacífico de la energía atómica destinado a sistemas de calefacción doméstica. Se trata de una bomba con todas las de la ley que produce una enorme nube blanca, como una deidad euroasiática del trueno.

Edgar graba la fecha del día en su mente, el 3 de octubre de 1951. Registra la fecha. Sella la fecha.

Sabe que aquello no es algo del todo inesperado. Es la segunda explosión atómica que realizan. Pero la noticia es dura, le afecta, le hace pensar en los espías que habrán pasado los secretos, en la perspectiva del envío de cabezas nucleares a las fuerzas comunistas de Corea. Las siente aproximándose cada vez más, alcanzándoles, superándoles. Le afecta, hace cambiar su aspecto físico allí mismo, tensándole la piel del rostro, fijándole la mirada.

Rafferty permanece en una zona de la rampa situada algo más abajo de donde está Hoover.

Sí, Edgar se graba la fecha. Piensa en Pearl Harbor, hace poco menos de diez años, aquel día también estaba en Nueva York, y la noticia parecía estremecer el aire, era todo como un destello fotográfico en el que los objetos más comunes parecían cargados e incandescentes.

Sobre ellos se desata el estruendo de la multitud, una voz confinada que recorre los huecos de la infraestructura del estadio.

Y ahora esto, piensa. Un calor como el del sol, capaz de devorar ciudades.

Gleason ni siquiera debería estar aquí. Ahora mismo se está realizando un ensayo en un estudio próximo al centro: allí es donde debería estar, preparando un sketch titulado Luna de miel que habrá de retransmitirse por primera vez dentro de dos días exactamente. Se trata de un argumento próximo al corazón de Jackie, e intervienen en él un conductor de autobús llamado Ralph Kramden que vive con su esposa Alice en un destartalado piso de Brooklyn. Gleason no ve nada raro en perderse un ensayo por distraer a los hinchas de las gradas. Pero a Sinatra todas aquellas personas subiéndoseles a la chepa le hacen sentirse incómodo. Está habituado a ciertas distancias rituales. Le gusta encontrarse con la gente en circunstancias proyectadas de antemano. Hoy, Frank no tiene consigo a su matón de origen italiano. E incluso con Jackie a un lado y Toots al otro —un par de gorilas que funcionan a modo de barreras naturales— la gente sigue acuciándole, como inmersos en la consecución de una misión. Les ve decidir uno por uno que tienen que hablar con él. Sus rígidas sonrisas flotando cada vez más próximas. Y el modo en que le utilizan como referencia para todo cuanto ocurre. Alguien realiza un buen juego: todos miran a Frank para ver su reacción. El vendedor de cerveza tropieza con un escalón: todos miran a Frank para ver si se ha percatado.

Se inclina hacia delante y dice:

—Jack, es estupendo estar aquí, pero ¿no podrías taparte la cara con una toalla para ver si toda esta gente vuelve a concentrarse en contemplar el partido?

La gente quiere que Gleason recite diálogos famosos de su espectáculo. Le gritan las frases que quieren que diga.

Y entonces dice Frank:

—¿Dónde demonios está Hoover, por cierto? Le necesitamos para que mantenga a estas mujeres alejadas de nuestros hermosos cuerpos.

El receptor se incorpora de su postura agachada, incrustadas de polvo las arrugas que recorren su rojiza nuca. Alza la careta para escupir. Lleva defensas y protecciones, y sus labios aparecen ásperos y acartonados y cuarteados por el sol. Aquello es su mayor acto de libertad, escupir en público. Su saliva se arremolina y tiembla al estrellarse contra el polvo, tomándose de un color marrón arcilloso.

Russ Hodges ha acudido a la zona de televisión para las entradas medias, hablando menos, guiándose por la acción que muestra el monitor. Entre entrada y entrada, el estadístico le ofrece parte de un emparedado de pollo que ha traído para el almuerzo.

—¿A qué viene esa expresión melancólica que tienes hoy? —le dice a Russ.

—No sabía que tuviera una expresión. Ninguna expresión. No me siento capaz de mostrar expresión alguna. Quizá los ojos un poco hundidos.

—Pensativo —dice el estadístico.

Y es cierto, y lo sabe, Russ se siente melancólico y distraído, y lleva todo el día de un humor extrañísimo, nostálgico, un viejo chocho que vuelve al pasado, como los ancianos de las mecedoras.

—¿Esto es pollo con qué?

—Mayonesa, diría yo.

—Tiene gracia, ¿sabes? —dice Russ—, pero creo que ha sido Charlotte la culpable de esa expresión.

—¿La dama o la ciudad?

—La ciudad, desde luego. Me pasé años en un estudio realizando recreaciones de los grandes partidos de liga. El telégrafo resonando en segundo plano y el sacamuelas de Hodges inventándose el noventa y nueve por ciento de la acción. Y te diré algo con la mano en el corazón. Sé que suena descabellado, pero solía sentarme allí y soñar con retransmitir béisbol real desde una cabina de los Polo Grounds de Nueva York.

—Béisbol real.

—Real como el sol.

Alguien te alarga un trozo de papel lleno de letras y de números y con eso tú tienes que fabricarte un partido de béisbol. Te inventas el tiempo que hace, describes físicamente a los jugadores, los haces sudar y quejarse y ajustarse los pantalones, y es notable, piensa Russ, cuánto alboroto terrenal, cuánto verano y cuánto polvo puede la mente llegar a imaginar a partir de un único carácter del alfabeto latino extendido sobre el papel.

—Lo que acaba de lanzar Maglie no es ninguna chapuza —dice frente al micrófono.

Cuando retransmitía partidos fantasma le gustaba trasladar la acción a las gradas, inventándose chiquillos que perseguían pelotas extraviadas, un pelirrojo con tupé (seré sinvergüenza) que recupera la pelota y la sostiene en alto, aquella esfera de ciento cincuenta gramos fabricada de corcho, goma, hilo y cosidos espirales, una pelota de recuerdo, algo en cierto modo inapreciable, algo que parece recapitular toda la historia del juego cada vez que alguien la arroja, la golpea o la toca.

Se lleva a la boca la última porción de emparedado, se chupa el pulgar y recuerda dónde está, lejos de aquella habitación sin ventanas con su aparato de telégrafo y sus mensajes codificados en Morse.

El productor, desde la zona de radio, dice:

—¿Habéis leído eso que salió en el periódico la semana pasada acerca de Einstein?

—¿Qué Einstein? —dice el ingeniero.

—Albert, el de la pelambrera. No se que periodista le preguntó si sería capaz de elaborar el cálculo matemático de la liga. Ya sabéis, si un equipo gana tal cantidad de los partidos que le faltan, el otro tiene que ganar tal o cual número. ¿Cuáles son las posibilidades astronómicas? ¿Quién lleva ventaja?

—¿Qué demonios sabe él de eso?

—Por lo visto, no demasiado. Dijo que los Dodgers eliminarían a los Giants el viernes pasado.

El ingeniero se dirige a su colega de la KMOX a través de la manta. La novedad de la manta hace que aquellos hombres empleen la jerga de los presos para hablar entre sí. Cuando vuelven al dialecto de los negros el productor les obliga a callarse, pero al cabo de un rato vuelven a hacerlo, hablando en murmullos como dos negros emporrados en un sótano humeante. Desde luego, no lo suficientemente alto como para que el micrófono pueda registrar sus palabras. Un ruido ambiental similar a un zumbido casual y aislado: un charloteo, una textura, una extensión del partido.

Abajo, en los banquillos del campo, quieren que Gleason diga, «sois un público fan-fan-fantástico».

Russ regresa a la zona de radio después de que los Giants pierdan la mitad de su sexta entrada, con una carrera de menos. Se alegra de no tener un termómetro porque podría sentirse tentado de utilizarlo, lo que resultaría desmoralizador. Hace un día templado, bendito sea Dios, y las nubes aguantan.

—Seguimos emitiendo, Russ —dice el productor.

—Espero no tener que rendirme. Tengo la garganta en carne viva.

—Esto es la radio, chico. No se puede parar. Piensa en los que hay ahí fuera. Todos aferrados a sus transistores portátiles.

—No creas que con eso me haces sentir mejor.

—Todos pegados a la radio. Eres como Murrow, el de Londres.

—Gracias, Al.

—Ahorra voz.

—Eso intento por todos los medios.

—Este partido influye en todo. Los telegrafistas que transmiten el Dow Jones se dedican a enviar los resultados del partido mezclados con los resultados de Bolsa. Y te garantizo que todos los bares de la ciudad nos tienen sintonizados. Los accionistas camuflan radios para poder entrar con ellas a la sala de juntas. Tengo entendido que en la cadena de restaurantes Schrafft interrumpen la música ambiental de los ascensores para dar los resultados.

—Todas esas señoras tan correctas, con sus jerséis a juego y sus emparedados bajos en calorías.

—Ahorra voz —dice Al.

—¿Tienen té con miel en el menú?

—Comen y beben béisbol. El locutor del hipódromo de Belmont se dedica a poner al público al día entre carrera y carrera. Nos sintonizan los taxistas, los peluqueros y las consultas de los médicos.

Todo el mundo contempla al lanzador, cuyo rostro parece reflejar un presentimiento, el torso adelantado, la mano enguantada colgando a la altura de la rodilla. Está leyendo y volviendo a leer los gestos. Lee los gestos. El bateador se revuelve, inquieto. Este hijo de su madre es capaz de lograrlo.

El medio desplaza los pies para romper el trance de la espera.

Son las normas da la confrontación, fielmente cumplidas, escritas hasta sobre el rostro del más estúpido de los lanzadores posibles desde que existían equipos como los Superbas y los Bridegrooms. La diferencia se produce en el momento de golpear la pelota. A partir de ahí, todo es distinto. Los hombres se desplazan, abandonan sus posturas agachadas, y todo depende de los rebotes de la pelota, de sus rotaciones y sus efectos y sus corrientes de aire. Existen coeficientes de arrastre. Vórtices. Cosas que influyen de modo irrepetible, memoria muscular y circulación sanguínea y remolinos de polvo, la narrativa que habita en los espacios de la crónica oficial del partido.

Y la muchedumbre reside igualmente en ese espacio perdido, esa multitud que cambia en la milésima de segundo en la que el bate y la pelota entran en contacto. Un rumor de murmullos y juramentos, personas que exhalan suaves suspiros, sus rostros alterados a medida que el partido se desarrolla sobre el herboso horizonte. John Edgar Hoover entre ellas. Contempla el partido desde el ancho pasillo que encabeza la rampa. Le ha dicho a Rafferty que no abandonará el estadio. De nada serviría que se marchara. La Casa Blanca anunciará la noticia antes de una hora. Edgar detesta a Harry Truman, le gustaría verle retorciéndose sobre un suelo de parqué, destrozado por dolores de pecho, pero difícilmente cabría criticar el sentido de la oportunidad del Presidente. Al anunciarlo nosotros primero, evitamos que los soviéticos se aprovechen del acontecimiento. Y apaciguamos hasta cierto punto la inquietud de la población. La gente captará que hemos sabido mantener el control de la noticia, ya que no de la bomba. Esto no es ninguna fruslería. Edgar recorre con la mirada los rostros que le rodean, francos y esperanzados. Ansía percibir la cercanía y afinidad de un compatriota. Todas aquellas personas, formadas mediante su idioma y su clima y sus canciones populares y su estilo de desayuno y los chistes que cuentan y los automóviles que conducen, jamás han tenido algo tan profundamente en común como eso, como el hecho de estar sentados al borde de la destrucción. Intenta experimentar una sensación de pertenencia, una apertura de su viejo e insensibilizado espíritu. Pero padece cierta amarga afección que nunca ha sabido determinar, y cada vez que se topa con una amenaza proveniente del exterior, de esa decadencia moral que reina por doquier, descubre en ella una fuerza restauradora de su equilibrio. Su úlcera, claro está, protesta. Pero existe ese aspecto de su naturaleza, esa parte de él que depende de la fuerza del enemigo.

Fijaos en aquel tipo de las gradas más alejadas, recorriendo los pasillos, uno de los chiflados del barrio, agitando los brazos y murmurando para sí, bajito, rechoncho, despeinado: podría tratarse de uno de los hermanos Ritz o de un miembro perdido de los Three Stooges, el cuarto Stooge, de nombre Flippo o Dummy o Shaky o Jakey; distrae a los espectadores más cercanos, que le gritan que se siente, que se pire, tío chalado, y él sigue caminando con gesto preocupado, sacudiendo la cabeza y gimiendo como si supiera que se avecina algo, o que ya ha sucedido, o que sucedió: capta cosas que hasta al más agudo de los hinchas se le escapan.

El director regresa con expresión granítica a su asiento para ver la séptima entrada. Por supuesto, no dice nada. Gleason se dirige a gritos a un vendedor, intentando pedirle unas cervezas. La gente se pone en pie para descargar la tensión y el agobio. Un hombre se limpia las gafas con gesto pausado. Un hombre contempla inmóvil. Un hombre flexiona los miembros para desadormecerlos.

—Consígueme un brandy con soda —dice Toots.

—No seas un cabeza de chorlito toda tu vida —le dice Jackie.

—Trata bien al tipo —dice Frank—. Ha recorrido un largo camino por culpa de un judío que bebe. Es amiguete de toda la vida de líderes mundiales de los que ni siquiera has oído hablar. Todos acuden a su local más pronto o más tarde para tomarse un brandy con Toots. Salvo acaso Mahatma Gandhi. Y a ése le pegaron un tiro.

Gleason enarca las cejas; los ojos parecen salírsele de las órbitas y extiende los brazos de golpe como un cretino, asaltado por la revelación.

—Ése es el nombre del que no lograba acordarme. El enano bateador.

Rodeados de gente que oye parte de la conversación y que reacciona básicamente a las inflexiones y a los gestos: han observado cómo Jackie iba elaborando su observación y se desternillan de risa antes incluso de que concluya la frase.

Edgar también se ríe a pesar del hecho de que haya vuelto a salir el tema del enano. Admira la áspera personalidad de aquellos hombres. Parece emanar de sus poros. Poseen una solidez, una resistencia natural que deja en pañales su propio adoctrinamiento de escuela dominical al mismo tiempo que le atrae a la fuente de sonido. Él es un norteamericano autoperfeccionado, obligado a respetar la saga del muchachito paleto que emerge de una cultura de casas de vecinos, de callejones llenos de peligro. Laboratorios de egos borrascosos, de apetitos. Esos dos mujeriegos, Jackie y Frank, poseen una especie de presumido desenfado en contacto con las damas. Y lo que dicen de Toots es cierto: sabe todo cuanto merece la pena saber y a la hora de tomar copas es capaz de tumbar al mismo Gleason. Y cuando te aferra el hombro con su zarpa solidaria sientes que es una fuerza providente llegada para librarte de tu viejo descorazonamiento.

Frank dice:

—Aquí viene nuestra entrada.

Y Toots dice:

—Más nos vale. Porque estos Dodgers pisamierdas están poniéndome nervioso.

Jackie reparte cervezas por toda la fila.

Frank dice:

—Me da la sensación de que todos hemos hecho patentes nuestras auténticas lealtades. Que hemos desnudado los deseos de nuestros corazones. Contamos con un par de viejos hinchas de los Giants. Y con esta marsopa trasquilada de Brooklyn. Pero ¿qué hay de nuestro amigo, el representante del Gobierno, el hombre-G? ¿Acaso la G es por los Giants? Confiesa, J. Edgar. ¿De qué equipo eres?

J. Edgar. Frank, a veces, le llama J. Edgar, y al Director le gusta el nombre, aunque nunca se aviene a admitirlo: resulta medieval y principesco y oscuramente taimado.

El rostro de Hoover se distiende con una leve sonrisa.

—No albergo ningún interés especialmente profundo. El que gane —dice quedamente—. Ése es mi equipo.

Está pensando en algo completamente distinto. El proceso durante el cual nuestros aliados recibirán uno por uno la noticia de la bomba soviética. La idea le produce una euforia amarga. A lo largo de los años ha ido enfrentándose a la necesidad de aliarse con los jefes del espionaje de ciertos países y le apetece verlos agonizar un poco.

Fíjate en esos cuatro. Cada uno con su pañuelo pulcramente doblado en el bolsillo de la chaqueta. Cada uno manteniendo la cerveza lejos del cuerpo, todos ellos inclinándose hacia delante para sorber el sobrante de espuma que asoma por el borde. Gleason con una flor en la solapa, un húmedo aster birlado de un jarrón de casa de Toots. La gente sigue persiguiéndole para que recite diálogos de su espectáculo.

Quieren que diga: «Ex-traor-di-na-rio».

El árbitro sostiene la careta en la mano, y su uniforme le proporciona un aspecto casi semiarticulado. Controla los números, cuenta los tiros de calentamiento del lanzador. Representa la pequeña y tenaz conciencia del partido. Incluso en reposo, encarna una historia llena de enredos, de hombres que levantan polvo con las botas mientras adoptan sus diversas posturas bajo el ardiente sol. Puede verse en su rostro, con la barbilla extendida, y la furiosa expresión de su mirada bajo el entrecejo. Cuando llega al número ocho, suelta un escupitajo de tabaco bien dirigido y se dispone a acudir a la goma provisto de su escoba.

En las gradas, Bill Waterson se quita la chaqueta y la agita cuan larga es sosteniéndola por el cuello. Está ajada y arrugada, y parece golpearle como un cuerpo viviente al que pretendiera soltar un severo discurso. Tras una pausa, la pliega en dos dobleces y la deposita sobre el asiento. Cotter ha vuelto a sentarse, rodeado en gran medida por gente que se mantiene en pie. Sobre él se erige Bill, un tipo corpulento, a juzgar por su aspecto un antiguo atleta de cintura cada vez más rellena y manchas de sudor bajo los brazos. La séptima entrada, qué suerte. Cotter necesita una simple carrera para no caer en la desesperación: la carrera más fácilmente conseguida que jamás se haya logrado. De otro modo, tirará la toalla. Ya saben lo que ocurre cuando te rindes antes del final y entonces llega tu equipo y realiza un acto de valor que hace que sientas una vergonzosa repugnancia que te invade como una mancha de aceite sobre la superficie de un estanque.

Bill baja la cabeza y le dice:

—Yo me tomo mi pausa de la séptima muy en serio. No me limito a ponerme de pie. Me aseguro de estirarme como es debido.

—Ya lo he notado —dice Cotter.

—Porque se trata de una costumbre heredada. Forma parte de algo. Es algo nuestro y tradicional. Te pones de pie, te estiras… en cierto modo, constituye un privilegio.

Bill se divierte realizando varias de sus estilizadas imitaciones, el culturista, el gato casero, e intenta que Cotter represente la imagen de un chiquillo soñoliento en plena clase.

—¿Has llegado a decirme cómo te llamas?

—Cotter.

—Ahí reside el truco con el béisbol, Cotter. Uno hace lo que otros han hecho antes que él. Ésa es la conexión que uno busca. Viene de muy largo. Un hombre lleva a su hijo al partido y treinta años después los dos hablan de ello cuando el pobre viejo está agonizando en el hospital.

Bill retira su chaqueta del asiento y la coloca sobre el regazo antes de sentarse. Pocos segundos más tarde se encuentra de nuevo en pie, él y Cotter absortos en la contemplación de Pafko, que persigue un doble. Se alza un leve rugido, denso y frondoso, y los hinchas arrojan una nueva andanada de papeles que flotan hasta la base del muro. Viejas listas de la compra y billetes de transporte usados y fajos de recortes arrugados descienden en torno a Pafko bajo el crepúsculo del atardecer. Más allá, en el exterior izquierdo, la gente esparce papeles sobre los chiqueros de los Dodgers, sobre Labine mientras lanza y Branca mientras lanza y sobre los dos hombres que recogen sus tiros y sobre los hombres sentados bajo el chaflán que sobresale de la pared, hombres que mascan chicle a falta de algo que decir.

Branca luce el número trece impreso sobre la espalda.

—Te lo dije —dice Bill—. ¿Qué te dije? Te lo dije. Estamos remontando.

—Aún tenemos que apuntarnos la carrera —dice Cotter.

Se sientan y ven cómo el bateador distrae una mirada hacia la derecha, hacia Durocher que gesticula desde el banquillo del entrenador, situado en tercera. Bill se pone en pie de nuevo, arremangándose y lanzando gritos de aliento a los jugadores, palabras corrientes de calor y de ánimo.

A Cotter le gusta la decisión de aquel hombre, su capacidad de fe y de esperanza. Constituye la única fuerza disponible frente al poder de la duda. Piensa que está a punto de conseguir un nuevo amigo. Se trata de un sentimiento que emana del cálido acento de Bill y de su sociable mole, sudorosa y gimnástica y del modo en que escucha cada vez que Cotter habla y del modo en que logra hacer creer a Cotter que comparten una larga y estrecha relación, amigos del alma como suele decirse. Se siente un poco raro, le resulta una sensación extraña, hablar con Bill, pero percibe en él algo protector y acogedor que le ayudará a asimilar la derrota si llega el momento.

Lockman se dispone a golpear ligeramente la bola.

En la grada superior hay un hombre que se dedica a hojear un ejemplar del último número de Life. En la calle Doce de Brooklyn hay un hombre que ha conectado un magnetófono a su radio para poder grabar la voz de Russ Hodges mientras retransmite el partido. El hombre ignora por qué lo hace. Se trata simplemente de un impulso, de un capricho, es como asistir dos veces al mismo partido, es como ser joven y ser viejo, pero terminará siendo la única grabación conocida de la célebre crónica que haga Russ de los momentos finales del partido. Del partido y de sus prolongaciones. La mujer que cuece su repollo. El hombre que desearía abandonar la bebida. Unos y otros, representan el alma más remota del partido. Vinculados por la voz pulsante de la radio, conectados al boca a boca que recita el tanteo por la calle y a los hinchas que llaman a un número especial y a la multitud del estadio, convertida en imagen de televisión, personas del tamaño de medianos de arroz, y el partido en forma de rumor y conjetura e historia local. Hay en el Bronx un chaval de dieciséis años que se lleva la radio a la azotea del edificio para poder escucharlo a solas, un hincha de los Dodgers tendido bajo el crepúsculo que recoge el relato del golpe fallido y de la pelota que asegura la carrera del empate y que alza la mirada sobre los tejados, sobre esas playas de alquitrán, con sus tendederos y sus palomares y sus áticos esparcidos, y siente un escalofrío. El partido no cambia tu modo de dormir o de lavarte la cara o de masticar tus alimentos. Cambia nada menos que tu vida.

El productor dice:

—Al fin, al menos, una carrera.

Russ está agotado, colega, se le ve decaído y desaliñado y despeinado. Cuando el equipo llega a la octava informa de que han jugado ciento cincuenta y cuatro partidos regulares de temporada y dos partidos de desempate y siete entradas del tercer partido de desempate y allí están, metidos en un círculo vicioso, en un punto muerto, completamente paralizados, tíos, así que encendámonos un Chesterfield y a esperar.

La siguiente media entrada parece durar una semana. Cotter ve a los Dodgers situar hombres en primera y tercera. Observa cómo Maglie falla un tiro que rebota sobre la arena. Ve a Cox lanzar un tiro que sobrepasa la tercera. De la muchedumbre comienza a elevarse un clamor hueco, hombres que gritan desde las profundidades, una conmoción y desolación animales.

Desde la cabina, Russ ve que la multitud comienza a perder su coherencia, la gente se encuentra diseminada por las gradas, un sacerdote asciende por el pasillo con un grupo de chavales, los papeles giran y se esparcen en el viento. Oye al locutor de St. Louis al otro lado del ámbito de emisión, es Harry Caray y suena tan jovial como de costumbre y a Russ le viene a la memoria el término japonés para el desentrañamiento ritual y, deprimido, piensa que Harry y él deberían cambiarse los nombres.

La luz que inunda el cielo, los Dodgers apuntándose carreras, un hombre que baila en los pasillos, un negro con perilla y camisa a lo Bing Crosby. Todo cambiando de forma, todo convirtiéndose en algo distinto.

Cotter apenas consigue mascullar las palabras.

—¿De qué sirve empatar si luego das media vuelta y dejas que te pisoteen?

Dice Bill:

—Se están agrupando en el banquillo, pero te garantizo que no se rinden. En este equipo no existe esa palabra. No me hagas pucheros, Cotter. Somos dos colegas pasando un mal momento: tenemos que mantenernos unidos.

Cotter percibe la inminencia de una depresión, de una complicada autocompasión, sus brazos se quedan sin fuerzas y en su cabeza una voz le reprende por darle importancia a todo aquello. Y lo peor es que se recrea en ello. Sabe cómo hallar retorcidas compensaciones en esto de la derrota, de ser el perdedor, alargándolo, expandiéndolo, refocilándose de un modo malsano, convirtiéndose en alguien cuidadosamente escogido para ese papel.

El tanteo es de cuatro a uno.

Debería haber llovido en la tercera o cuarta entrada. Un buen diluvio. Deberían haberse visto truenos y relámpagos.

Dice Bill:

—Yo aún tengo confianza. ¿Y tú?

El lanzador se quita la gorra y se enjuga la frente con el antebrazo. Big Newk. A continuación, sopla en el interior de la gorra. Luego, la sacude y vuelve a ponérsela.

Shor mira a Gleason.

—Siempre igual de bocazas. Deja ya en paz a la gente. Han venido aquí a ver el partido.

—¿Qué partido? Esto es una paliza. Deberíamos marcharnos a casa.

—Aquí no se marcha nadie a casa —dice Toots.

Jackie dice:

—Podemos superar a la afición, cabeza de chorlito.

Frank dice:

—Vamos a votar.

Toots dice:

—Pareces un cadáver. Relájate y mira el partido. Porque de aquí no se marcha nadie hasta que no me marche yo, y yo no me voy.

Jackie llama a un vendedor con la mano y pide cerveza para todos. Durante la octava manga del equipo anfitrión no pasa nada. El público se dirige a las rampas de salida. Ahora son Erskine y Branca quienes se encuentran en los chiqueros, con algún que otro recorte de papel de los que han soltado de las gradas superiores. Los Dodgers; ceden en la segunda mitad de la novena manga y aquí es cuando uno percibe una desbandada irremediable, algo que se palpa en el aire, que se distingue en los aullidos de lobo solitario de la parte más elevada de las gradas. Nada de lo que uno ha invertido en todo esto es ya recuperable, y dudas entre marcharte de inmediato o quedarte allí para siempre, refugiado bajo una manta para defenderte del viento.

Dice el ingeniero:

—Buena temporada, chicos. A ver si la repetimos alguna otra vez.

La falta de espacio en la cabina, toda aquella masculinidad atestada empieza a poner un poco nervioso a Russ. Enciende otro cigarrillo y, por primera vez en lo que va de día, no se reprocha a sí mismo hacerlo. Escucha aquellos lamentos solitarios y la voz de su estadístico, que recita números en francés macarrónico. Todo forma parte de lo mismo, de la sensación de algún frágil acontecimiento que plegamos y guardamos, y de una melancolía universitaria que se remonta a décadas: ese último día sobrecargado de las vacaciones de verano en el que los juegos se extinguen. He ahí el día del que nunca ha conseguido liberarse, el domingo final previo al primer lunes de colegio. Un día que parecía descargar un extraño y profundo ensombrecimiento sobre el horizonte oeste del atardecer.

Quiere regresar a casa y ver a su hija montada en bicicleta y recorriendo una calle salpicada de hojas.

Dark se estira para golpear un lanzamiento y golpea una bola que rebota como si tuviera vista propia y roza el extremo del guante del primer base.

Una cabeza asoma por encima de la lona, es el ingeniero de la KMOX, que comienza a contar un chiste acerca del amante más rápido de México —dijo Mehiiiiko—. Un tipo asombroso llamado Speedy González.

Russ no deja de pensar en completar la base, pero desvía rutinariamente la mirada hacia el letrero de los vestuarios del centro para ver si se enciende la primera E de CHESTERFIELD, lo que indicaría un error.

Robinson alcanza la pelota de la derecha.

—El caso es que el tipo está pasando la luna de miel en Acapulco, y como ha oído todas esas historias que cuentan de la increíble astucia de Speedy González pues está francamente preocupado; es muy nervioso, y en la primera noche, en la noche más importante, está en la cama con su mujer y le tiene metido el dedo medio en el chichi para que Speedy González no pueda meterse dentro cuando él no mira.

Mueller entra en juego y deja pasar una pelota demasiado baja.

En el banquillo de los Dodgers, uno de los entrenadores coge el teléfono y llama a chiqueros por decimoctava vez para averiguar quién está tirando bien y quién no.

Mueller ve una bola rápida a la altura de la cintura y golpea hacia la primera base.

—El caso es que el tío se muere por fumar y alarga la mano un momento para coger los cigarrillos y las cerillas.

Russ describe la llegada de Dark a tercera sin resbalar. Ve a Thomson en el banquillo con los brazos levantados y las manos vueltas hacia atrás, aferradas al borde del tejadillo. Describe a la gente que hay en los pasillos y a los que descienden en dirección al campo.

Irvin deja caer el bate lastrado.

—Conque lo enciende a toda prisa y vuelve a meter el dedo bajo las sábanas.

Maglie está ya en los vestuarios, sentado, en calzoncillos, en ese estado de ruina y desaliño posterior al juego que sugiere una confusión interior, bebiendo cerveza a morro.

Entra Irvin.

Russ describe cómo Newcombe aspira profundamente y estira los brazos por encima de la cabeza. Describe a Newcombe alerta para identificar las señales.

—Y dice Speedy González: «Se-ñooor, me ha metido usted el dedo por el cuuu-lo».

Russ alcanza a oír la mayor parte de todo aquello y desearía no haberlo hecho. Cuenta él mismo un pequeño chiste, medio incorporado y con el abrigo por encima del micrófono, como queriendo evitar que la más mínima sílaba de cualquier vulgaridad pueda llegar a su audiencia. Ahí fuera hay gente decente.

Se escapa una pelota rápida y elevada.

El rumor de la muchedumbre es de incertidumbre. No saben si está produciéndose una recuperación o si se trata de otro de esos finales empatados que apenas sirven para alargar el dolor. Es un ruido agudo que a Russ le recuerda la espera impaciente en una estación de ferrocarril.

Irvin, con un esfuerzo, intenta lograrlo, y Russ puede oír el corazón de la multitud remedando el patético arco de la pelota, como un gemido vocálico que cayera blandamente sobre la tierra. El primer base la quita de enmedio.

Ahí fuera hay gente decente. Russ quiere creer que aún permanecen congregados de algún modo identificable, el clan de la radio, viejos lazos y relaciones y proximidades.

Entra Lockman, el rubito de Carolina.

El modo en que su familia se reunía en torno al gramófono para escuchar ópera, esas erres trinadas de la vieja Europa. Pensamientos que se desvanecen y regresan. No se trata de distracciones. Permanece alerta a cualquier movimiento que se produzca sobre el terreno de juego.

Un par de marineros se aproximan a la barandilla que hay cerca de la tercera base.

Aquellos discos, vírgenes por uno de sus lados, y tan quebradizos que bastaba mirarlos con los ojos bizcos para que se cascaran. Por entonces, era el chiste de moda.

Inclinado sobre el micrófono. El campo parece abrirse a los nombres y a los verbos. Todo cuanto tiene que hacer es hablar.

Dice:

—Carl Erskine y el meteorito de Ralph Branca siguen calentándose junto a los vestuarios.

Lanzamiento.

Lockman lo envía a la red.

Surge ahora un aplauso rítmico, tímido al principio pero que luego se esparce densamente a través de las gradas. Así es como el público se sumerge en el juego. Ese ritmo ternario repetido posee la fuerza de una fe abyecta, como una voluntad desesperada que invocara la magia y el accidente.

Lockman entra de nuevo, agitando su bate amarillo.

Cómo su madre solía obligarle a hacer gárgaras de agua caliente con sal cada vez que se quejaba de la garganta.

Lockman golpea la segunda bola, que describe una trayectoria baja hacia la tercera base. Russ oye a Harry Caray gritando al micrófono, al otro lado de la lona. En ese momento, empiezan a gritar los dos y la bola se desliza hacia la línea y aterriza perfectamente levantando un puñado de tierra y encerrando una vez más a Pafko contra la pared.

Hombres corriendo, el sprint de primera a tercera, el tanteador avanzando de espaldas para poder supervisarlo que tiene lugar en los senderos. Todos los Giants puestos en pie frente al banquillo. La multitud también en pie, todos ladeando la cabeza en busca de perspectiva. Hombres que corren a través de un alud de sonido que se precipita sobre ellos.

El lanzamiento salió desviado, en dirección opuesta a la debida, y Harry comenzó a gritar.

El golpe ahoga el pulso de los rítmicos aplausos del público. Comienzan a rugir, produciendo un sonido que va haciéndose más grande en amplitud y alcance. Se trata de una muchedumbre renacida, de una muchedumbre renovada.

Harry comenzó a gritar y entonces Pafko se metió en el rincón y Russ comenzó a gritar y empezaron a caer papeles.

Uno fuera, una carrera, dos carreras por detrás, jugadores en segunda y en tercera. Russ piensa que cada una de sus palabras puede ser la última. Nota la garganta enrojecida, el punto preciso en el que se contrae. Mueller sigue en el suelo, lesionado por resbalar o por no resbalar, se ha detenido bruscamente y los clavos de las botas se han enganchado en la goma, dolorido, sometido al ardor de los tendones desgarrados.

Vuelven a caer papeles, multas de tráfico arrugadas y colillas aplastadas y cuartillas de la oficina y boletos de apuestas con forma de avión, impelidos por el viento y en su mayor parte blancos, y Pafko regresa a su posición y modifica la zancada para darle una suave patada a un vaso de soda, y el gesto funciona como una forma de reconocimiento, como el atisbo de alguna fuerza concordante entre los jugadores y los aficionados, el modo en que golpea el vaso blanco, un leve toque profesional con el pie, sin la menor acritud: una muestra de respeto hacia los rebuscados mecanismos del juego, hacia esas rutinas imprevisibles.

Sale el entrenador y ponen a Mueller en una camilla y se lo llevan a los vestuarios. El dolor de Mueller, el dolor que exige el juego: un hombre en camilla encaja bien aquí.

La detención del juego ha permitido a la muchedumbre reconstruir su clamor. Russ hace constantes pausas ante el micrófono para permitir que el sonido crezca. El rumor alcanza una magnitud que nunca había oído antes. No cabe calificarlo de vítores ni gritos de ánimo. Es un rugido territorial, la afirmación del ego que separa a la multitud del resto de las entidades, de los mítines políticos y las revueltas carcelarias: de todo lo que hay tras aquellos muros.

Russ aproxima los labios al micrófono e intenta mantener la calma, aunque está casi a punto de gritar porque es el único modo de hacerse oír.

Hombres agrupados en torno al montículo y el entrenador gesticulando en dirección a los chiqueros y el lanzador que se acerca y el lanzador que se marcha, y el sustituto de Mueller.

Alguien golpea el tejado de la cabina.

Russ dice:

—Así que no se marchen. Enciendan ese Chesterfield. Vamos a quedarnos aquí para ver qué tal se porta Ralph Branca.

Sí. Es Branca el que se aproxima a través de ese resplandor húmedo. Branca, alto y robusto, pero con los hombros caídos como si le pesaran, con el aura de un hombre abrumado. Los párpados entrecerrados, los pies de plomo, la gruesa arruga que atraviesa su frente. Su rostro adusto tras una nariz sombría, ancha y ominosa.

Los policías del estadio comienzan a situarse en sus puestos.

Fíjense en el tipo de la tribuna superior. Está arrancando páginas de su ejemplar de Life y dejándolas caer sin arrugar por encima de la barandilla, dejando que caigan columpiándose en el aire sobre los aficionados que aúllan bajo él. Le impulsan a hacer aquello los papeles que caen por doquier, ese contagio de papel: una diversión vertiginosa y no planificada. Comienza a hacer caso omiso del juego para poder lanzar sus páginas sobre la barandilla. Aquello le permite entrar en contacto con otros lanzadores de papel y con los hinchas de la tribuna inferior, que alargan la mano para atrapar sus páginas: constituyen entre todos una segunda fuerza paralela al juego.

No lejos de allí, otro hombre nota algo que le oprime el pecho, y los brazos que se le entumecen. Quiere sentarse, pero no sabe si podrá estirar un brazo hacia atrás para dejarse caer. El corazón, mi corazón, Dios mío.

Branca, que tiene veinticinco años pero te hace pensar en el símbolo de una labor de siglos. Para cuando llega al montículo, los camilleros se las han apañado para subir a Mueller por los escalones y meterlo en los vestuarios. La muchedumbre le olvida. Le olvidarían aunque hubiera muerto. El clamor vuelve a expandirse. Branca coge la pelota y los hombres que rodean el montículo retroceden hasta los límites.

Shor mira a Gleason.

Dice:

—Dime ahora que quieres irte a casa. ¿Qué hay de esas ganas que tenías de irte a casa? Si nos vamos ahora, podemos adelantarnos a la multitud.

Dice:

—Es que no me lo imagino, cómo podéis ser los dos tan mentecatos, os merecéis lo que os pase.

Jackie, desde luego, tiene un aspecto de lo más contrito. Se afloja el nudo de la corbata y se desabrocha el botón superior de la camisa. Es el único miembro del cuarteto que no está de pie, pero su incomodidad no se debe al giro que ha tomado el partido. Se debe a la comida grasienta y a que lleva todo el día bebiendo.

Shor dice:

—Dime ahora que quieres marcharte a casa, para que pueda ir yo delante y abrirte la puerta del coche y ayudarte a subir.

Caen papeles en torno al grupo, grandes páginas satinadas de una revista, completamente anónimas en la tensión del momento. Frank atrapa un anuncio a toda página que recomienda algo llamado queso pasteurizado, un producto Borden, la compañía ésa en la que sale una vaca, y hay una fotografía en color de una masa comprimida y amarillenta que se derrite horriblemente en un perrito caliente.

Frank, impasible, le muestra la página a Gleason.

—Toma. Esto te ayudará a hacer la digestión.

Jackie está allí sentado, como un pasajero de avión durante un bache de aire. Y siguen cayendo páginas. Potitos, café instantáneo, enciclopedias y coches, parrillas para gofres y champúes y whiskis. Tiempos de prosperidad, optimistas recompensas que trasladan las páginas de noticias en las que los granjeros de la nación anuncian cosechas abundantes. Y esos resplandecientes productos, el fulgor de un automóvil Packard reiterado en una crónica acerca de los tesoros artísticos del Prado. Todo forma parte de lo mismo. Rubens y Tiziano y Playtex y Motorola. Y he aquí una fotografía del mismísimo Frank Sinatra sentado en un club nocturno de Nevada con Ava Gardner y no te pierdas el escote. Frank ignoraba que aparecía en el Life de este mes hasta que la página le cayó del cielo. Cuenta con gente que deberían decirle estas cosas. Conserva la página y alarga la mano para coger otra y estampársela en el rostro a Gleason. Mira, colega, un anuncio de Budweiser. En un país tan apresurado por construir su futuro, los nombres con los que se relacionan los productos te proporcionan una sensación de seguridad duradera. Johnson & Johnson y Quaker State y RCA Victor y Burlington Mills y Bristol Myers y General Motors. Los venerados emblemas de la floreciente economía, más fáciles de identificar que los nombres de los campos de batalla o los presidentes fallecidos. Tampoco es que Jackie esté de humor para hojear revistas. Se encuentra hundido en una profunda inercia, se le forma un sudor rancio y su boca se llena por anticipado del sabor de masivos desplazamientos internos.

Branca realiza el último de sus tiros de calentamiento y ladea el guante para señalar una curva. Los detalles del porte o el aspecto, el soporte del peso por el cuerpo en reposo, son lo de menos. Allí, sobre el montículo, está fuerte y relajado y dibuja suavemente su movimiento previo al lanzamiento: un hombre ansioso por ganar.

Furillo le observa desde el exterior derecho. Un perfil tallado en piedra.

El tipo despeinado sigue paseando de un lado a otro entre las gradas del fondo, gimiendo y sacudiendo la cabeza: a ver si alguien llama a los loqueros y le sacan de ahí. Hablando consigo mismo, meneando la cabeza como un fanático religioso de esos que hay por las esquinas que tuviera noticia de alguna calamidad distante que se aproxima. Siéntate, cállate, le dicen.

Frank no deja de aproximar páginas al rostro de Gleason.

—Come, colega —le dice—. El papel limpia el paladar.

Y entonces entra Thomson.

El rápido y gigantesco escocés. Recordándose a sí mismo lo que tiene que hacer mientras se instala en el cuadrado. Observa la pelota. Espera a la pelota.

Russ aferra el micrófono. Agua caliente con sal. Haz gárgaras, le decía su madre.

Thomson no está seguro de verlo todo con claridad. Le zumban los ojos en las órbitas. Su cuerpo experimenta una cierta sensación, se está instalando, acoplándose a su propia postura, el cielo inundado del clamor de la muchedumbre, y siente que ha perdido el contacto con su entorno. Que está solo en todo aquel berenjenal. Observa la pelota. Observa y espera. Está, francamente, un poco atontado, Bobby. Es como cuando estás recién despierto por la mañana y no sabes en qué casa te encuentras.

Russ dice:

—Bobby Thomson agita el bate.

Mays apoyado sobre una rodilla en el círculo, medio recostado sobre el bate que abraza mientras observa los preparativos finales de Branca, vuelve, a casa vuelve, por Navidad, pensando que si Thomson falla le caerá encima a él, la temporada depende de él, y el anuncio sigue resonando en su cabeza, se trata del abrazo aéreo de las propias ondas, el mosaico del aire, que se desconectará cuando llegue el momento.

Hay una unidad de emergencia bajo las gradas, y lo que el poli del estadio tiene que hacer es buscar la manera de llevar al enfermo hasta allí sin que le aplaste la estampida de una muchedumbre. La víctima, dentro de lo malo, parece encontrarse bastante bien. Está sentado, aguardando a que llegue el ayudante con la silla de ruedas. Bueno, vale, quizá no tenga tampoco tan buen aspecto. Está pálido, tiene mala cara y parece agobiado e infartado. Pero aún puede apretar el puño y sacar la lengua, y poco puede hacer el poli hasta que no llegue la silla de ruedas, así que por que no salir al pasillo y ver el final del partido.

Thomson, agachado, la barbilla hundida, esperando.

Russ dice:

—Uno fuera, última entrada.

Dice:

—Branca lanza, Thomson consigue un strike en la esquina interior.

Descarga sus decibelios sobre la palabra strike. Hace una pausa para dar tiempo a que la multitud reaccione. No hay que combatir el sonido de la multitud. Que sean ellos los que construyan el drama.

Todas esas páginas enormes y lujosas que descienden desde la grada superior.

Lockman se mantiene cerca de la segunda e intenta inspirar al bate de Thomson. Podría ser el lanzamiento que esperaba. A la altura de la cintura, levemente centrado: no será fácil volver a ver uno mejor.

Russ dice:

—Bobby golpea en dos noventa y dos. Ha conseguido un sencillo y un doble, y ha marcado el primer tanto de los Giants con un largo fly en el centro del campo.

Lockman sigue atentamente el juego que se desarrolla en torno suyo. El doble que ha conseguido aún es una presencia en su pecho, resoplando, como un recuerdo corporal que recreara el instante. Escruta la abertura deltoide entre las piernas del receptor. Le ve bajar los dedos, y su recia mano aletea hacia arriba y a la izquierda. Le lanzarán una pelota alta y rápida para regresar describiendo una curva exterior. Un bonito plan en dos partes. Desde aquí parece fácil y atractivo.

Russ dice:

—Brooklyn marcha en cabeza cuatro a dos.

Dice:

—El corredor se mantiene en la línea de tercera base. No quiere riesgos.

Thomson piensa que está ocurriendo todo demasiado deprisa. Piensa en manos rápidas, en ver la pelota, en asegurarse una posibilidad.

Russ dice:

—Lockman en segunda sin demasiada ventaja, pero correrá como el viento si Thomson la golpea.

En el palco, J. Edgar Hoover se desembaraza de una página de revista que ha caído sobre su hombro, adhiriéndose a él. Al principio le irrita que el objeto haya entrado en contacto con su cuerpo. Luego, su mirada cae sobre la página. Es una reproducción en color de un cuadro atiborrado de figuras medievales agonizantes o muertas: un paisaje de desolación y ruina visionarias. Edgar nunca ha visto un cuadro como aquél. Cubre la página por completo y, sin duda, domina el contenido de la revista. Sobre la tierra rojiza y pardusca desfilan ejércitos de esqueletos. Hombres empalados en lanzas, colgados de horcas, clavados en ruedas de púas previamente aseguradas en árboles desnudos, cuerpos abiertos a los cuervos. Legiones de muertos que forman tras escudos hechos de tapas de ataúdes. La muerte en persona a lomos de un jamelgo esquelético, en busca de sangre, la guadaña presta mientras acucia a aturdidas masas de gente en dirección a la entrada de quién sabe qué trampa mortal, una construcción extrañamente moderna que podría ser un túnel de metro o un pasillo de oficinas. Un fondo de cielos cenicientos y naves en llamas. Edgar no alberga dudas de que la página proviene de la revista Life, e intenta hacer acopio de indignación, preguntándose por qué una revista llamada Life querría reproducir un cuadro de dimensiones tan espeluznantes y espantosas. Pero no consigue apartar los ojos de la página.

Russ Hodges dice:

—Branca lanza.

Gleason emite un sonido situado a caballo entre el suspiro y el gemido. Se trata probablemente de un susurro, como el rumor de las olas en algún lugar con palmeras. Edgar recuerda la erupción anterior, el pequeño atragantamiento de Jackie, y distingue aquí algo más serio. Sale al pasillo y asciende dos escalones, apartándose de la inminente descarga de materias animales, vegetales y minerales.

No es un buen lanzamiento para golpear, es elevado y va por dentro, pero Thomson lanza el bate, que golpea la pelota como un mazazo, y todos, todos, miran. Con excepción de Gleason, doblado en su asiento, las manos entrelazadas detrás de la nuca y un cremoso hilo de baba colgando de los labios.

Russ dice:

—He ahí un buen golpe.

Su voz revela un estallido, una carga de expectación.

Dice:

—Va a lograrlo.

A su alrededor se produce una pausa generalizada. Pafko corre hacia la esquina del campo izquierdo.

Dice:

—Creo.

Pafko alcanza el muro. Luego, mira hacia arriba. La gente se pregunta dónde está la pelota. El breve intervalo, ese fragmento de tiempo que apenas dura un suspiro. Y Cotter, en la sección 35, ve venir la pelota en dirección a él. Siente como si su cuerpo se convirtiera en humo. Pierde la pelota de vista cuando ésta se eleva sobre el voladizo y piensa que aterrizará en las gradas superiores. Pero antes de que pueda sonreír o gritar o golpear el brazo de su vecino, antes de que el momento le supere, la pelota vuelve a aparecer, sus costuras girando perceptiblemente, hasta ese punto está próxima, rebotando de costado contra uno de los pilares… manos que se agitan por doquier.

Russ es consciente de la muchedumbre a su alrededor, del estremecimiento que recorre las gradas, se pone a gritar sobre el micrófono y surge una oleada de color y movimiento, un impacto que tiene lugar arriba, en todo el estadio, manos y rostros y camisas, ondulantes legiones de hombres, y comienza a vociferar de inmediato, con una voz dotada de una potencia que creía perdida desde hacía tiempo: capaz de levantarle la tapa de los sesos como un cohete de cartón.

Dice: «Los Giants ganan el título».

A pelota larga, como una peonza. Lanzó la pelota de un mazazo, ésta adquirió efecto y se abatió sobre la grada inferior, y ahí está Pafko, junto al cartel del 315, mirando hacia arriba, con el brazo apoyado en la pared y un torrente de papeles que se derrama sobre él.

Dice: «Los Giants ganan el título».

Sí, el volumen de voz es excesivo, con un leve asomo de histeria en el registro agudo. Pero básicamente es un alarido salvaje. Ve a Thomson brincando en primera base. La gorra del entrenador de primera base: el entrenador de primera base ha lanzado la gorra hacia lo alto. Intentó un lanzamiento a la altura de la barbilla y lo ha bordado. La pelota despegó elevada y luego se hundió, esquivando la fachada de la grada superior y precipitándose sobre las gradas inferiores —atraída, tragada— y los jugadores de los Dodgers se han quedado mirando, ajenos ya al acontecimiento, contemplando sin ver las sombras que separan las gradas.

Dice: «Los Giants ganan el título».

Los técnicos del equipo vitorean. Responden a los que golpean el techo desde arriba golpeando a su vez las paredes y el techo desde abajo. La gente se encarama a los tejadillos y la multitud se estremece con su propio sonido. Branca sobre el montículo, en atormentada postura de desgarbo. Lanzó una pelota elevada y rápida, un tiro fulminante que el tipo debía haber considerado imparable. Russ está desgañitándose hasta donde le permite su garganta en carne viva, librándose de todos sus males y sus patologías y sus achaques y sus punzadas del crecimiento y de cualquier recuerdo no reconfortante.

Dice: «Los Giants ganan el título».

Cuatro veces. Branca se vuelve y recoge la bolsa de colofonia y vuelve a arrojarla, dirigiéndose ahora hacia los vestuarios, los hombros paralelamente hundidos: inicia la larga marcha de la muerte. Los papeles caen por todas partes. Russ sabe que debería tranquilizarse y permitir que el micrófono captara el sonido de la creciente confusión desatada a su alrededor. Pero no puede dejar de gritar. No quedan de él más que los gritos.

Dice: «Bobby Thomson ha alcanzado la grada inferior de las localidades de la izquierda».

Dice: «Los Giants han ganado el título y están como locos».

Dice: «Están como locos».

Y entonces alza su voz en un grito puro, sin palabras, un aullido como en los viejos tiempos: ha llegado el momento de júbilo, la música de las montañas en la WCKY a las cinco y media de la mañana. La cosa brota directamente de él, como un gozo personal, podría ser heyyy-ho o podría ser oh-boyyy vociferado al revés o podría ser otra cosa completamente distinta: no resulta fácil de determinar cuando no se utilizan palabras. Y los compañeros de equipo de Thomson se reúnen en la goma mientras Thomson rodea las bases saltando como un ciervo, brincando como un gamo: ahora ya es para siempre Bobby, un chiquillo retozón que ha perdido la noción del tiempo, y respira tan deprisa que duda de si podrá procesar todo el aire que penetra en sus pulmones. Ve a hombres que aguardan en la goma formando una desordenada fila y esperándole para machacarle: sus compañeros de equipo, no hay mejor gente en el mundo, y sus rostros comparten la misma expresión, se muestran atónitos de una felicidad que se ha desplomado sobre ellos y que hace brillar sus ojos bajo las gorras.

Lanzó el golpe como un mazazo, le dio en todo el centro, y ahora le resuenan los oídos y nota un zumbido entumecedor en sus manos y sus pies. Y Robinson está detrás de la segunda base, las manos en las caderas, asegurándose de que Thomson toque todas las bases. Casi es posible ver cómo el valiente Jack se hace viejo.

Fijaos en Durocher que no para de girar. Russ se detiene por primera vez para asimilar el impacto del estruendo que le rodea. Leo sigue girando en el banquillo del entrenador. El director se pone en pie y gira, gira con los brazos extendidos de par en par: quizá se trate de un trance ascético, algo que hacen en las mezquitas de Anatolia.

La gente se asegura de qué hora es.

Edgar está de pie, con los brazos cruzados, mirando fijamente a Gleason, que sigue encorvado sobre sí mismo. Páginas que caen por doquier a su alrededor, se trataba de un ejemplar bastante grueso: laxantes y antiácidos, compresas y escayolas y remedios contra la caspa. Jackie profiere un ladrido acuático, sonoro y grosero, el áspero reclamo de un mamífero en apuros. Y entonces, el chorro de franela. Parece estar vomitando un pijama gris oscuro. El vómito sería líquidamente suave en jerga publicitaria y salpica libremente sobre los recios zapatos Oxford de Frank y los excelentes calcetines escoceses y el delicado tejido de lana de sus pantalones de entretiempo.

El reloj que corona los vestuarios indica las 3.58.

Russ ha vuelto nuevamente el rostro hacia el micrófono. Grita: «No puedo creerlo». Grita: «No puedo creerlo». Grita: «No puedo creerlo».

Bajan todos a arremolinarse frente a las barandillas. Descienden desde los extremos más alejados de la inmensa configuración radial y avanzan por los pasillos en dirección a las vallas.

Para entonces, Pafko ya está fuera del alcance del papel y corre a paso ligero en dirección a los vestuarios. Pero sigue cayendo papel. Si las primeras oleadas eran levemente hostiles y burlonas, y las intermedias constituían una forma de abanico comunitario, esta última demostración posee una cierta suavidad, una individualidad. Descienden desde todos los puntos, recibos de lavandería, sobres escamoteados de la oficina, hay cajetillas de tabaco estrujadas y pegajosos envoltorios de cortes de helado, páginas de libretas de memorandos y de calendarios de bolsillo, están arrojando desvaídos billetes de dólar, fotografías rotas en mil pedazos, arrugados moldes de pastelería, están haciendo trizas cartas que desde hacía años portaban plegadas en sus carteras, residuos de romances y de amistades del colegio, todo se convierte en una alegre masa de basura en el íntimo deseo de los hinchas de conectarse con el acontecimiento, eternamente, en forma de desechos de bolsillo, de desperdicios personales, algo que conlleva una identidad nebulosa: rollos de papel higiénico que se desenrollan líricamente formando serpentinas.

Se han concentrado junto a la tela metálica que hay tras la goma, aferrados a la estrecha malla.

Russ continúa gritando, aún con fuerzas para gritar, en la certeza de que tiene algo que merece la pena repetir.

Diciendo, «Bobby Thomson lanzó una pelota directamente sobre las localidades de las gradas inferiores de la izquierda del campo y la gente está como loca».

Casi sin darse cuenta, Cotter va escurriéndose de costado hasta el pasillo. Es una zona intensa y congestionada, y tiene que abrirse paso fila tras fila sirviéndose de los codos y de los hombros. Nadie parece prestarle demasiada atención. La pelota está ahí detrás, en una colosal montaña de camisas y chaquetas. El partido ha quedado muy atrás. Que la muchedumbre se quede con el partido. Él ha salido a la caza de la pelota y no tiene tiempo para preguntarse por qué. Cuando golpean las gradas, vas y la coges. Es la pelota con la que juegan, el objeto que frotan y desgastan y sudan. Sube por el pasillo dejando atrás mil corazones desbocados. Empuja y aparta. Ve a la gente agacharse frenéticamente, como cuando en Indiana intentan atrapar manzanas con la boca sólo que ligeramente violento. Y entonces la pelota se libera y alguien se lanza en su persecución, el primero de la manada, un joven que se arrastra velozmente mientras los demás intentan darle caza, tratando de aferrar su chaqueta o el fondillo de su pantalón. Sus cabellos son rojizos, como de alambre, y viste una chaqueta universitaria, ya sabes, una de esas chaquetas deportivas que tienen las mangas de un color y un aspecto similar al cuero, y el cuerpo de un tono más oscuro y probablemente de lana, y ambos colores son los colores del equipo universitario.

Cotter se deja llevar por la intuición y se abre paso a lo largo de una fila que está dos filas por debajo del meollo. Intuye, se anticipa, es como cuando sientes que algo va a pasar y luego contemplas con incredulidad cómo efectivamente ocurre, casi en etapas diferenciadas. hasta el punto de que eres testigo de cómo los componentes de tu idea van encajando en sus respectivos lugares.

Bordó el lanzamiento y la pelota salió disparada hasta allí y se desplomó y desapareció. Y Thomson llega corriendo a la goma acosado por sus compañeros, que se desplazan arrastrando los pies y con los brazos extendidos para evitar pisarse unos a otros con los clavos de las botas. Y los fotógrafos procuran acercarse y adoptan sus posturas con las piernas abiertas, y los primeros hinchas salen al campo de juego, los primeros descolgados, que se detienen dubitativos o deambulan para contemplar las cosas desde aquella perspectiva, asombrados de hallarse al nivel del suelo, o corriendo directamente hacia Thomson, desgarbados y enloquecidos, fundiéndose con la cuña de jugadores que invade la goma.

Frank baja la mirada y contempla lo expulsado. Está ahí, de pie, con las manos extendidas, las palmas hacia arriba, sobrecogido de muda repugnancia. Que pase una cosa así aquí, en público, en pleno apogeo del acontecimiento… experimenta un confuso asombro que supera a su aversión. Contempla el dorso de la reluciente cabeza de Jackie y luego sus propias perneras adornadas de un íntimo tono beis y la salpicadura que cubre la puntera de sus zapatos con un dibujo similar al resultado de un bombardeo, y el cercano charco de vómito, con unos cuantos trozos despistados de materia rosácea procedente de las profundidades del aparato digestivo de Gleason.

Y asiente con la cabeza y dice:

—Mis zapatos.

Y Shor se siente ofendido, nota que su rostro adopta una expresión que transmite el escozor de un mal afeitado, de aquellas antiguas mañanas de navaja y agua fría.

Y mira a Frank y dice:

—¿Viste el home run, por lo menos?

—Vi parte y me perdí parte.

Y Shor dice:

—No sé si dedicar más tiempo a preguntarte qué parte te has perdido, para así poder charlar algún día por teléfono al respecto.

Hay personas con las manos en los cabellos, sujetándose el cerebro.

Frank continúa mirando hacia abajo. Permite que uno de sus pies escore a babor, lo que le permite examinar el costado de su zapato en busca de manchas de vómito. Son zapatos fabricados a mano en una estrecha calle de pintoresco nombre situada en la zona más antigua de Londres.

Y Shor dice:

—Sencillamente, hemos ganado de un modo increíble, están haciendo pedazos el estadio. No sé si reírme, cagarme o llorar.

Y Frank dice:

—Yo voto por lo primero o por lo tercero.

Russ sigue controlando el micrófono. Aún le queda algo por decir y apenas consigue soltarlo.

—Han ganado los Giants. Con una puntuación de cinco a cuatro. Y están levantando en vilo a Bobby Thomson. Se lo llevan del terreno de juego.

Si su voz denota un matiz de inquietud se debe a que tiene que acudir al vestuario para entrevistar a jugadores y entrenadores y técnicos del equipo, y la única manera de llegar allí consiste en atravesar toda la extensión del campo a pie, y ya no le queda aliento, ni palabras, y la muchedumbre continúa creciendo sobre los muros. Ve a Thomson transportado por una falange de hombres, jugadores y otros, en su mayoría otros —los jugadores han salido corriendo, los jugadores se precipitan hacia el vestuario—, y ve a Thomson cabalgando en precario equilibrio sobre los hombros de personas que quién sabe si no le sacarán del estadio para celebrar una fiesta popular en mitad de la calle.

Gleason se encuentra suspendido sobre los restos del desastre, vacío y encogido, y apenas le quedan luces para preguntarse a qué viene tanto griterío.

El campo veteado de gente, los robasombreros, los veloces chiquillos que imitan aviones en picado, los brazos extendidos y profundamente inclinados.

Fijaos en Cotter debajo de un asiento.

Por toda la ciudad, las gentes salen de sus casas. Tal es la naturaleza del home run de Thomson. Hace que a la gente le apetezca estar en la calle, con otras personas, contándole a los demás lo que ha ocurrido, a los pocos que aún no se han enterado, comparando rostros y estados de ánimo.

Y Russ tiene frente a sí un micrófono al rojo vivo y tiene que encontrar a alguien que lo coja y hable, para así él poder bajar al campo y hallar el modo de pasar intacto a través de esa trituradora.

Y Cotter está debajo de un asiento, peleándose mano a mano con alguien por la pelota. Está intentando aferrarla con más fuerza. Está tratando de aislar la mano de su rival para poder arrebatarle la pelota dedo por dedo.

Es un pequeño drama de manos y de brazos, una prueba de artes marciales con reglas formales de cuerpo a cuerpo.

El hierro de la pata del asiento se le clava en la espalda. Puede oír la afanosa respiración de su rival. Están los dos buscando ventaja, intentando avanzar posiciones.

El rival está bloqueado por el respaldo del asiento, bocabajo en la fila superior con un único brazo encajado bajo el mismo.

La gente se asegura de comprobar la hora en el reloj que corona la fachada decorada con muescas del vestuario, esa elevada almena: anotan la hora a la que se lanzó la pelota.

Es una pequeña y estrecha escaramuza de dedos y centímetros, toda una vida de esfuerzo comprimida en pocos segundos.

Rodea el brazo de su rival con ambas manos, justo encima de la muñeca. Trabaja apresuradamente, piensa apresuradamente: si espera demasiado, la gente se dividirá en bandos.

El rival, el enemigo, el hombre blanco muestra las venas tensas e hinchadas entre los blancos nudillos. Si la gente se divide en bandos, ¿qué posibilidades tiene Cotter?

Dos infartos, no uno. Un segundo hombre se desploma sobre el campo, un tipo bien vestido que más que derrumbarse exactamente deja caer una rodilla primero y otra después, lenta y controladamente, reposando el peso sobre la mano derecha y venciéndose pesadamente hacia delante. Nadie se lo toma a guasa. No es el tipo de hombre que se dedicaría a revolcarse como un perrito por el suelo.

Y las manos de Cotter en torno al brazo del rival, retorciéndolo en ambas direcciones, quemándole la piel: a eso se llama quemadura india, ¿recuerdan? Una mano retuerce en un sentido, la otra en otro, con fuerza, con rapidez.

Se produce una pausa en la respiración del rival. Se ha detenido para percibir el dolor. Llegado este punto, entona un canto a sus tribulaciones y Cotter percibe la sacudida del brazo mientras los dedos dejan escapar la pelota.

Thomson empujando los hombros de quienes le acarrean, golpeando, rehuyendo las manos que quieren asirle: ve a otros jugadores que contemplan atentamente la escena desde las ventanas de los vestuarios.

Y Cotter sujeta el brazo del rival con una mano y se abalanza hacia la pelota con la otra. La ve comenzar a rodar más allá de la pata de la silla, tambaleándose sobre la rugosa superficie. La atrapa, por así decirlo, con la vista y lanza una mano ahuecada como un cuenco.

La pelota rueda siguiendo una trayectoria escrupulosamente torcida en dirección a los espacios abiertos.

La acción de su mano es tan vieja como él mismo. Tiene la sensación de haber estado alargando la mano por uno u otro motivo desde el instante en que abandonó la infancia. Todo cuanto sabe se encuentra contenido en los dedos extendidos de esa mano doblada.

El corazón, mi corazón.

Toda la operación bajo el asiento ha durado apenas unos segundos. Ahora retrocede, moviéndose a toda prisa: tiene la pelota, la nota cálida y vibrante entre sus dedos.

La sensación de personas que se apartan a regañadientes de su camino, abriéndole paso pero sin demasiadas prisas, ojos fijos desde uno y otro lado.

La pelota está húmeda del calor y el sudor de las manos del rival. Cotter camina con el brazo colgando a un costado y procura aparecer inexpresivo, más asustado ahora de lo que estaba cuando saltó sobre las barras pero decidido a mostrarse sereno y hierático mientras desciende por las filas saltando sobre los respaldos de las localidades y escurriéndose entre otros cuerpos y caminando sobre los asientos cuando es necesario.

Fijaos en los acomodadores sujetándose los brazos por las muñecas y fabricando una sillita de la reina para la víctima del infarto y llevándoselo hasta el recinto que hay bajo la tribuna.

Un vistazo hacia atrás, en dirección a la zona superior, se permite a sí mismo un vistazo y ve al rival poniéndose en pie. El hombre destaca gracias a su camisa y a su corpulencia, y no es el estudiante de universidad por el que le había tomado, el tipo con chaqueta universitaria arrastrándose en busca de la pelota.

Y su mirada se cruza con la del sujeto. Eso no es lo que quiere Cotter, eso es perjudicial para la causa. Ha cometido un error al mirar hacia atrás. Se permitió un vistazo, un atisbo de costado, y ahora se encuentra atrapado bajo la severa mirada del hombre.

Las desgastadas costuras de la pelota laten en su mano.

Sus ojos se encuentran en espacios que se abren entre cuerpos oscilantes, entre rostros que sobresalen y las anchas espaldas de vociferantes hinchas. A su alrededor, todo es celebración. Pero está atrapado por la mirada del hombre y ambos se contemplan por encima de la multitud y a través de la multitud y resulta ser Bill Waterson, con su camisa manchada y sus cabellos alborotados y tiesos: el viejo Bill, el bueno del vecino, dirigiéndole una sonrisa asesina.

Los muertos han venido a llevarse a los vivos. Los muertos amortajados, los regimentados muertos a caballo, el esqueleto que toca el organillo.

Edgar permanece en el pasillo, encajando entre sí las dos páginas opuestas que componen la reproducción. La gente trepa sobre los asientos y grita roncamente en dirección al campo. Él no aparta las páginas de su rostro. No se había dado cuenta de que sólo estaba viendo la mitad del cuadro hasta que la página de la izquierda descendió flotando y alcanzó a atisbar un trozo de terreno gris rojizo y un par de esqueletos humanos tañendo unas campanas. La página rozó el brazo de una mujer y se desvió para aterrizar sobre el pecho temeroso de Dios de Edgar.

Para entonces, Thomson está en el centro del campo, esquivando a aficionados que acuden saltando y a la carrera. Se lanzan sobre su cuerpo, quieren derribarle sobre el suelo, enseñarle fotos de sus familias.

Edgar lee el cuadro de información que contiene la nueva página. Se trata de una obra del siglo XVI realizada por un maestro flamenco, Pieter Bruegel, y se titula El triunfo de la muerte.

Un título descarado, diría yo. Pero se siente intrigado, lo admite: la página izquierda podría ser mejor incluso que la derecha.

Estudia la carreta llena de calaveras. De pie en el pasillo, contempla al hombre desnudo perseguido por los perros. Observa el perro esquelético que mordisquea al bebé que la muerta sostiene en sus brazos. Son sabuesos flacos, alargados y muertos de hambre, perros de guerra, perros infernales, perros de cementerio infestados de ácaros, de tumores perrunos y de cánceres caninos.

El querido Edgar, tan libre de gérmenes, el hombre que cuenta en su hogar con un sistema de filtrado de aire que vaporiza las motas de polvo, encuentra cierta fascinación en las úlceras, las lesiones y los cuerpos en descomposición, siempre y cuando su contacto con la fuente sea estrictamente pictórico.

Descubre en la mitad de la escena a una segunda muerta montada por un esqueleto. La postura es de carácter incuestionablemente sexual. Pero ¿está seguro Edgar de que la figura montada es una mujer o podría tratarse de un hombre? De pie en el pasillo, rodeado por la gente que no cesa de vitorear y con el rostro hundido entre las páginas. La página posee una inmediatez que le llama la atención. Sí, los muertos caen sobre los vivos. Pero comienza a darse cuenta de que los vivos son pecadores. Los jugadores de naipes, los amantes que juguetean, ve al rey envuelto por un manto de armiño y con su fortuna almacenada en los toneles. Los muertos han venido a vaciar las cantimploras de vino, a servir calaveras en bandeja a la gente de bien durante el almuerzo. Ve gula, lujuria y codicia.

A Edgar le encanta todo esto. Edgar, Jedgar. Admítelo: te encanta. Hace que se le ponga de punta el vello corporal. Esqueletos con pollas ahusadas. Muertos tocando los timbales. Muertos enfundados en sacos de arpillera rebanándole el pescuezo a un peregrino.

Los colores de la carne y de la sangre y los cuerpos arremolinados, he aquí un censo de modos horribles de morir. Contempla el cielo abrasado a gran distancia, más allá de los Promontorios de la página de la izquierda: Muerte en otros lugares, Conflagración en sitios diversos. Terror universal, las cornejas, los cuervos en silencioso planeo, el grajo encaramado a la grupa del jamelgo blanco, eternos blanco y negro, y piensa en una torre solitaria que se erige en el campo de pruebas de Kazajstán, la torre equipada con la bomba, y casi puede oír el viento al soplar a través de las estepas del Asia Central, allí donde el enemigo vive envuelto en largos abrigos y gorros de piel, hablando esa vieja y pesada lengua suya, grave y litúrgica. ¿Qué secreta historia están escribiendo? Está el secreto de la bomba y están los secretos que la bomba inspira, cosas que ni siquiera es capaz de intuir el Director —un hombre cuyo propio corazón secuestrado alberga cada supurante secreto del mundo occidental— debido a que tales maquinaciones se encuentran aún en desarrollo. Esto es lo que sabe, que el genio de la bomba está impreso no sólo en su física de partículas y rayos sino en la ocasión que crea para otros nuevos secretos. Por cada detonación atmosférica, por cada atisbo que obtenemos de la fuerza desnuda de la naturaleza, ese extraño globo ocular desorbitado que explota sobre el desierto, por cada una de ellas calcula que hay un centenar de tramas que corren a enredarse y multiplicarse bajo tierra.

¿Y cuál es la conexión entre Nosotros y Ellos, cuántos vínculos amontonados hallamos en el laberinto neutral? No basta con odiar a tu enemigo. Has de entender el modo en que tú y él llegáis a completaros profunda y mutuamente.

Los viejos muertos follándose a los vivos. Los muertos extrayendo ataúdes del suelo. Los muertos de la colina tañendo las viejas y ásperas campanas que repican por los pecados del mundo.

Alza la mirada un instante. Aparta el rostro de las páginas —el esfuerzo es sobrehumano— y contempla la gente que hay en el campo. Los felices y aturdidos. Los que corren alrededor de las bases gritando el resultado. Los que están tan excitados que no conciliarán el sueño esta noche. Aquellos cuyo equipo ha perdido. Los que provocan a los perdedores. Los padres que regresarán apresuradamente a casa para contar a sus hijos lo que han visto. Los maridos que sorprenderán a sus mujeres con flores y bombones rellenos de cereza. Los hinchas arremolinados en la escalinata de los vestuarios entonando los nombres de los jugadores. Los hinchas que se pelean a puñetazos en el metro, camino de casa. Los gritones y alborotadores. Los viejos amigos que se encuentran por casualidad cerca de la segunda base. Todos los que iluminarán la ciudad con su dicha.

Cotter camina a paso normal bajo la luz de después del colegio. Deja atrás hileras de edificios de apartamentos en la Octava Avenida imprimiendo a sus zancadas un leve brinco solemne, una especie de ascenso y descenso apalancado, y Bill se halla en posición tras él, a unos treinta metros quizá.

Divisa el anuncio del Poder de la Oración y lleva la pelota en la mano derecha y la frota varias veces y vuelve la vista atrás y ve al estudiante de la chaqueta bicolor situarse detrás de Bill, el tipo que antes se vio envuelto en la primera escaramuza por la pelota.

Bill ha perdido su sonrisa de vaquero. Apenas da muestras de ser consciente de la existencia de Cotter, un chico que recorre la tierra en zapatillas de baloncesto. El cuerpo de Cotter quiere escapar. Pero si echa a correr en ese momento lo que tendremos será un chaval negro corriendo entre una muchedumbre mayoritariamente blanca y seguido por un par de blancos furiosos gritando ladrón o cabrón o algo.

Caminan calle abajo, tres miembros secretos de algún acontecimiento organizado.

Bill grita:

—Eh, Cotter, colega, vamos, hemos ganado juntos.

Mucha gente ha desaparecido en el interior de automóviles o por las bocas de metro, inundan la acera del puente que conduce al Bronx, pero aún hay cuerpos suficientes como para alterar el tráfico de las calles. Los policías montados están presentes, enhiestos y dominantes, distinguibles entre los coches como seres en levitación.

—Eh, Cotter, yo puse la mano en esa pelota antes que tú.

Bill lo dice de buen talante. Se ríe al decirlo, y a Cotter comienza a caerle otra vez bien el tipo. Suenan las bocinas a todo lo largo de la calle, sonidos de alegría y de saludo mutuo.

El estudiante dice:

—Creo que ya es hora de que me meta yo en esto. Yo también estoy en esto. Fui el primero en agarrar la pelota. De hecho, mucho antes que cualquiera de vosotros. Alguien me la arrancó de la mano de un golpe. Quiero decir, si es que de lo que se trata es de quién fue el primero.

Cotter, mirando hacia atrás en diagonal, contempla al estudiante mientras éste habla. Ve que Bill se detiene, así que él también se detiene. Bill se ha detenido como recurso para causar efecto. Quiere pararse para poder sopesar al estudiante, para mirarle de arriba abajo de un modo escrutador. Está observando la chaqueta bicolor, los tensos cabellos rojizos, el muchacho en general, toda la forma y la estructura de la categoría del estudiante en tanto que animal terrestre dotado de un cerebro desarrollado.

Y dice:

—¿Qué?

Eso es todo. Un agudo qué.

Y permanece allí con la boca abierta, su cuerpo súbitamente fláccido, con una torpeza cómica impregnada de peligro.

Dice:

—¿Quién diablos eres tú, de todos modos? ¿Qué haces aquí? ¿Acaso te conozco?

Cotter observa aquello, distraído por la expresión del rostro del estudiante. El estudiante se creía parte de un equipo, pero somos nosotros contra él. Ahora sus ojos no saben adónde dirigirse.

Bill dice:

—Esto es algo entre mi colega Cotter y yo. Cosas personales, ¿vale? No te queremos aquí. Nos estás chafando la diversión. Y si tengo que decírtelo más claro hoy va a haber una familia que se va a sentar a cenar sin uno de sus más queridos miembros.

Bill echa a andar de nuevo y Cotter hace lo propio. Vuelve la mirada y ve que el estudiante sigue a Bill con unos cuantos pasos vacilantes, pero luego se desvía y comienza a desaparecer calle abajo entre la multitud.

Bill mira a Cotter y sonríe maliciosamente. Su expresión es lobuna desprovista de piedad. Lleva la chaqueta en la mano, doblada y apelotonada, hecha una bola, como algo que pudiera querer arrojar.

Con la creciente penumbra, el campo está adquiriendo un tono de luz más oscuro. La hierba está incandescente, despide calor y brillo. La gente pasa corriendo, con aspecto semicandente, y Russ Hodges se mueve con los pasos vacilantes de un turista en un gran bazar, intentando abrirse paso con las manos a través del gentío.

Unos cuantos acomodadores alzan a un borracho de la línea de primera base, y el hombre se encoge formando una masa fláccida, se desase y echa a correr entre las bases embutido en una gabardina que le viene grande, un largo trozo de cinturón arrastrando tras de sí.

Russ avanza por el centro del campo y danza un curioso paso ligero que le hace sentirse antiguo y ajeno, y piensa en los jugadores de su juventud, hombres con apodos de patán cuyas hazañas seguía todos los días a través de los periódicos, Eppa Rixey y Hod Eller y el viejo Ivy Wingo, y muestra una sonrisa bobalicona adherida al rostro porque es un hombre de cuarenta y un años con mucha fiebre y está atravesando un campo de béisbol para dialogar con un grupo de atletas en calzoncillos.

Dice a alguien que corre cerca de él: «No me lo creo, aún no me lo creo».

Ya en el mismo centro distingue cómo las ventanas de los vestuarios se iluminan con los flases de las cámaras que se disparan en su interior. Oye agudos vítores y se vuelve y ve al borracho de la gabardina deslizándose hasta la tercera base. En ese momento se da cuenta de que el hombre que corre junto a él es Al Edelstein, su productor.

Al grita:

—¿Puedes creértelo?

—No me lo creo —dice Russ.

Se estrechan la mano sin dejar de correr.

Al dice:

—Mira esta gente. —Grita y gesticula, blandiendo un habano—. Es como yo qué sé.

—Si tú no lo sabes, yo menos.

—Ahorra voz —dice Al.

—Mi voz ya está muerta y enterrada. Ha subido al cielo en un rayo de sol.

—Una cosa puedo decirte con seguridad, amigo mío. Nunca olvidaremos este día.

—Me alegro de que coincidamos, colega.

Los hombres vuelven a estrecharse las manos en plena carrera. Han alcanzado ya las profundidades del exterior del campo, y a Russ le duelen todas las articulaciones. Las ventanas de los vestuarios captan el destello de los flases que estallan en su interior.

En las localidades de tribuna, al otro lado del campo, Edgar se ladea el sombrero. Un sombrero hongo de color gris oscuro bajo el que destacan los hermosos destellos de plata que decoran sus sienes.

Lleva el Bruegel cuidadosamente doblado en el bolsillo y piensa llevarse las páginas a casa para estudiarlas más detenidamente.

En las gradas aún hay miles que todavía no están por marcharse y que contemplan a la gente del campo, remolinos y franjas interminables, figuras aisladas que se separan corriendo de los grupos. Edgar ve a alguien que cuelga del muro situado a la derecha del campo. A esos tipos que se lanzan desde los elevados muros les gusta permanecer un rato suspendidos antes de soltarse. Chocan contra el suelo y se derrumban y luego se incorporan lentamente. Pero es el drama estático de aquel cuerpo que cuelga lo que Edgar encuentra fascinante, el pánico del que está recapacitando.

Gleason está nuevamente de pie, un crapuloso Jack ya sonrosado y a flote, listo para conducir a sus colegas pasillo arriba.

Vocifera contra Frank: «Nada personal, tío, pero me pregunto si eres consciente de que estás atufando el estadio. Menuda peste. Soy capaz de olerte incluso en presencia de Shor. Por lo general, cuando Shor anda cerca los ciegos empiezan a dar con el palo para no chocar con los cubos de basura».

A Shor aquello le parece gracioso. Se le iluminan los ojos y el semblante se le arruga. Le encantan los insultos, las calumnias y las provocaciones, y les mira sonriente con su amorosa cabeza de melón. Es lo máximo que puede transmitirse entre hombres de cierto talante: esas burlas demoledoras mediante las que demuestran su afecto.

Pero ¿qué hay de Frank? Dice:

—No es mi peste. Es tu peste, colega. Ocurre simplemente que soy yo el que lo lleva.

Dice Gleason:

—Eh. No vayas a creerte que eres el primer amigo sobre el que vomito. He vomitado sobre tipos mejores que tú. Deberías sentirte honrado. Es una forma de cumplido que sólo otorgo a mis seres más cercanos y más queridos. —Llegado a este punto, hace ondear el cigarrillo—. Pero tampoco pienses que me subiría a una limusina en la que viajaras tú.

Se dirigen a la rampa de salida y Edgar cierra la marcha. Obedeciendo a un impulso, se vuelve hacia el campo y ve otro cuerpo que se desprende del muro del exterior del campo, una franja veteada de extremidades y de pelo y de mangas que aletean. El instante tiene algo de aparición que le produce excitación y escalofrío y le hace introducir la mano en el bolsillo para tocar las lúgubres páginas que transporta.

La muchedumbre comienza ya a dispersarse rápidamente y Cotter deja atrás al último de los policías montados cerca de la calle Ciento cuarenta y ocho.

—Oye, Cotter, seamos sinceros. Me la has quitado de la mano. Un robo con tirón en toda regla. Pero estoy dispuesto a ser razonable. Vamos a no andarnos con rodeos. ¿Qué me dices de diez dólares en billetes nuevecitos? Es una oferta bien justa. Doce dólares. Con eso Puedes comprarte una pelota y un guante.

—Que te lo has creído.

—De acuerdo, lo que sea. Vamos a buscar una tienda y entramos. Un guante y una pelota. ¿Tenéis tiendas de deportes por aquí? Qué demonios, hemos ganado el partido de nuestra vida. Se impone celebrarlo.

—La pelota no está en venta. No esta pelota.

Bill dice:

—Déjame que te diga una cosa, Cotter. —Luego, hace una pausa y sonríe—. Tienes fuerza en las manos, ¿sabes? Voy a tener que ir a que me miren el brazo a fondo. Me has apretado de verdad.

—Tienes suerte de que no te mordiera. Lo estaba pensando.

Bill parece encantado del modo en que Cotter se ha incorporado al espíritu reinante. Las calles adyacentes están agobiadas de basura sin recoger y cristales rotos, y se ven coches desguazados que reposan sobre sus ejes y hombres que permanecen en los umbrales completamente idos.

Bill se lanza hacia Cotter, súbitamente emprende cuatro zancadas a la carrera, torpe y exagerado, los brazos abiertos de par en par y un rugido de película brotando de su garganta. Cotter se lo toma a broma, pero no antes de haber corrido a la calzada y ponerse al otro lado de un coche.

Se sonríen mutuamente a través del tráfico.

—Te vi arrebujado en tu asiento y pensé que había encontrado un amigo. He aquí un aficionado al béisbol, pensé, y no un delincuente callejero. Pero pareces empeñado en decepcionarme. ¿Cotter? Los amigos se sientan juntos y resuelven las cosas.

Las farolas están encendidas. Ahora caminan con paso rápido y Cotter no está seguro de quién de los dos fue el primero en imprimirlo. Nota un dolor en la espalda, en el lugar donde se le clavaba la pata del asiento.

—Y ahora dime qué quieres a cambio de separarte de esa pelota, hijo.

A Cotter no le gusta el tono con que dice aquello.

—Quiero esa dichosa pelota.

Cotter sigue andando.

—Oye, cabrón, estoy hablando contigo. Igual te piensas que esto es un espectáculo barato. ¿Pretendes tomarme el pelo?

—Puedes seguir hablando cuanto te parezca —dice Cotter—. La pelota no es tuya, es mía. Ni la vendo ni la cambio.

De la avenida surge un coche que dobla estrechamente la curva y Cotter se detiene para dejarlo pasar. Entonces, nota que algo cambia a su alrededor. Se produce una onda en el pavimento o en el aire y un breve segundo del rostro de una mujer que se encuentra próxima: sus ojos se han desviado para captar lo que ocurre tras él. Se vuelve para ver a Bill que se aproxima rápidamente agitando sus brazos abiertos. Se le antoja una exageración para una simple pelota de béisbol. El color que inunda las mejillas de Bill, el brillante tejido de sus rodillas. Muestra una expresión que parece enteramente propia de otra persona, de un hombre proveniente de otra experiencia, desesperado e impulsado.

Cotter permanece allí durante un largo intervalo. Amaga inútilmente con la cabeza y echa a correr por el callejón desierto con Bill pisándole los talones y a punto de darle alcance. Dobla certeramente y le esquiva, dejándose caer de rodillas y pivotando sobre la mano derecha, la mano de la pelota, oprimiendo la pelota con fuerza sobre el asfalto y empleándola para girar. Bill pasa junto a él con un zumbido de respiración densa, un ronroneo formal próximo al lenguaje. Cotter le ve detenerse y dar media vuelta. Tiene el rostro torcido de rabia, hinchado y crispado. De la chaqueta que lleva en la mano cuelga una manga que roza suavemente el suelo.

Cotter regresa corriendo a la avenida seguido de un rumor de respiración. Ya han dejado atrás la muchedumbre del estadio, esto es Harlem puro: todo cuanto tiene que hacer es llegar a la esquina, a la gente y a las luces. Distingue los neones de los bares y sábanas colgadas sobre un solar. Ve Pollos Frescos de Granja. Lee el cartel, o acaso lo asimila entero, y percibe en él una peculiar y apacible integridad, un gesto reconfortante. Dos mujeres se echan a un lado al aproximarse él, observan su persecución, y él nota la expresión de alerta en sus rostros, el afilamiento de su atención. Bill está cerca, sacudiendo el asfalto con sus zapatos de hombre de negocios.

Cotter gira hacia el Sur al llegar a la avenida y corre media manzana y luego se vuelve y hace una cabriola, una payasada: corre marcha atrás durante un trecho, elevando las rodillas, burlándose, mostrándole la pelota a Bill. Es un chiquillo travieso que está hasta las narices. Sostiene la pelota a la altura del pecho y la hace girar entre sus dedos, lo que no es fácil cuando estás corriendo; hace rotar la pelota alrededor de su eje, la obliga a girar lentamente una y otra vez, mostrándole las doscientas dieciséis puntadas de algodón rojo que sobresalen.

No me digan que no les encanta el gesto.

La maniobra logra que Bill aminore el paso. Contempla a Cotter pedaleando hacia atrás, pavoneándose como un bailarín, pero no ve posibilidades aquí. Porque la maniobra le hace darse cuenta de dónde está. El hecho de que Cotter no esté asustado. El hecho de que esté exhibiendo la pelota. Bill se detiene por completo, pero es demasiado listo como para mirar a su alrededor. Es mejor limitar tu panorama al frente. Porque no sabes quién podría devolverte la mirada. Y cuanto más consciente es de todo ello, tanto más crece el espacio disponible para la ira de Cotter. Realmente, no sabe cómo mostrarla. Hoy ya es la segunda vez que se ha mofado de alguien, pero no experimenta el impulso de arrojo que sentía cuando esquivaba al poli. La euforia de saltarse la verja de entrada es aquí algo mortecino: se siente confuso y cansado, y no logra que funcione su mirada de tipo peligroso. Así que permanece allí con los pies clavados en el suelo y contempla a Bill con gente que pasa junto a ellos y se fija o no se fija y hace girar la pelota arriba y abajo sobre el dorso de la mano y la captura cuando sale despedida de su muñeca al hundir y girar esa misma mano, como si dijera que te den por culo tío no sabes con quién te la juegas.

Observa a Bill, un hombre arrebolado y jadeante que ha perseguido en vano al tren de las cinco y nueve a lo largo de la vía.

A continuación, le vuelve la espalda y echa a andar lentamente calle abajo. Comienza a pensar en el asombroso final del partido. Lo que no podía ocurrir ocurrió realmente. Quiere llegar a casa, sentarse tranquilamente, revivirlo de nuevo, dejarse inundar por el home run para que empape su cuerpo de una especie de serenidad, el placer remansado que sigue al placer en sí.

Un hombre llama desde la ventana a otro hombre que hay en un porche.

—Qué pasa con esa chica chato me cuentan que has tenido que escayolártela.

Cotter se vuelve aquí, mira allí, experimentando una sensación de ubicación que va tornándose cada vez más familiar.

Ve a un chico que conoce, pero no se detiene a enseñarle la pelota ni a pavonearse de lo del partido.

Siente el dolor de la pata del asiento.

Ve a un orador callejero pronunciando un discurso, un tipo alto con un traje harapiento que lleva pinzas de ciclista sujetándole las perneras a la altura de los tobillos.

Percibe una pequeña depre cociéndose en la mente.

Ve a cuatro tipos de una banda local, los Alhambras, y cruza la calle para evitarlos y luego vuelve a cruzar.

Llega a su calle y sube los escalones de acceso y penetra en la agria atmósfera de su edificio y percibe esa pequeña depre, como una luz que se extingue, que ya ha notado antes mil veces.

Mierda, tío. No quiero ir mañana al colegio.

Russ Hodges, encaramado al baúl de los materiales, intenta describir la escena del vestuario y sabe que lo que dice no tiene sentido, y los jugadores que se suben al baúl para hablar con él tampoco dicen nada que tenga sentido y hablan todos con voces antinaturales, con voces fallidas, graznidos de criaturas nocturnas. Otros están acorralados junto a sus armarios por periodistas y familiares y empleados del club que no les dejan acercarse a los licores y la cerveza que llenan una mesa del centro de la habitación. Russ sostiene el micrófono sobre su cabeza y deja que penetre el sonido y luego baja el micrófono y dice otra cosa incomprensible.

Thomson sale a la terraza del vestuario respondiendo al cántico de su nombre y están en todos sitios, están en los escalones con la policía del estadio manteniéndoles a raya y hay miles más esparcidos en una densa masa que llena el espacio entre los muros que sobresalen de las gradas, muchos brazos extendidos hacia Thomson: le señalan o imploran o enarbolan el puño en señal de victoria o manifiestan su deseo de tocar, hombres con traje y sombrero allá abajo y otros que cuelgan sobre el muro de las gradas sobre Bobby, alargando la mano, medio caídos sobre el borde, algunos casi a punto de tocarle.

Al dice, el productor:

—Buen trabajo el de hoy, Russ, colega.

—Hemos hecho algo grande simplemente con estar aquí.

—Qué sensación.

—Me fumaría un puro, pero igual me muero.

—Pero qué sensación —dice Al.

—Lo que hemos hecho ha sido magia. Entre todos. Maldita sea, ahora me doy cuenta.

—¿Cómo puede un partido hacer que nos sintamos así?

—Tengo que volver. Me he dejado el abrigo en la cabina.

—Necesitamos dar un paseo, a ver si nos tranquilizamos.

—Necesitamos un largo paseo.

—Es el único abrigo al que le has tenido cariño —dice Al.

Salen por los vestuarios de los Dodgers y allí está efectivamente Branca, es lo primero que ves, tendido boca abajo en un tramo de seis escalones, con los pies tocando el suelo. Aún va de uniforme salvo por la camisa y la gorra. Lleva una camiseta húmeda y tiene la cabeza hundida entre los brazos cruzados sobre el escalón superior. Al y Russ conversan con algunos de los que quedan. Hablan en voz baja e intentan no mirar a Branca. Le miran pero se dicen a sí mismos que no están mirando. Junto a Branca hay un entrenador sentado que va vestido de uniforme, pero sin la gorra, y que fuma un cigarrillo. Se llama Cookie. Nadie quiere cruzar la mirada con Cookie. Al y Russ hablan quedamente con unos cuantos hombres más y todos se esfuerzan por no mirar a Branca.

La escalinata de los vestuarios de los Dodgers; está ya casi libre de gente. Thomson ha regresado al interior pero aún quedan hinchas reunidos en la zona, saludando con la mano y cantando. Los dos hombres echan a andar a través del exterior del campo y Al señala el lugar de las localidades de la izquierda en las que cayó la pelota.

—Señala el punto. Como el lugar en el que Lee se rindió a Grant o algo así.

Russ piensa que se hallan ante una historia diferente. Piensa que se llevarán de aquí algo que los unirá de un modo extraño, que los vinculará a un recuerdo dotado de poder protector. En la avenida Amsterdam la gente trepa a las farolas y en Little Italy hacen sonar las bocinas. ¿Acaso no es posible que este instante de mitad de siglo penetre en la piel de un modo más duradero que las vastas estrategias de conformación de líderes eminentes, de acerados generales con gafas de sol: las visiones cartografiadas que taladran nuestros sueños? Russ quiere pensar que algo como aquello nos mantiene a salvo de algún modo indeterminado. Esto es lo que pulsará en su mente cuando sea viejo y vea doble y se maree: la sensación de euforia, el brinco de espectadores que ya estaban en pie, ese relámpago de sonido y de gozo cuando entró la pelota. Ésta es la historia del pueblo y posee una carne y un aliento que se aceleran bajo la fuerza de este viejo y amable juego nuestro. Y los hinchas que hoy acudieran a los Polo Grounds podrán contar a sus nietos —serán ancianos flatulentos apoyados en el siglo que viene e intentando convencer a quienes quieran escucharles, insistiendo con su aliento oloroso a medicina— que estaban aquí cuando sucedió.

El borracho de la gabardina está corriendo de base en base. Le ven rodear la primera, palmeando el aire con las manos para no desviarse al campo derecho. Se aproxima a la segunda hecho un remolino de faldones y extremidades y cordones sin atar y cinturón colgante. Advierte que va a resbalar y se detienen para ver cómo despega.

Todos los fragmentos de la tarde se arremolinan en torno a su forma en vuelo. Gritos, chasquidos de bates, vejigas llenas y bostezos aislados, la abundancia, como granos de arena, de cosas que no se pueden enumerar.

Todo va depositándose indeleblemente en el pasado.