No respondí siquiera a la embajadora por atender a las genealogías. No todas eran importantes. Incluso ocurrió en el curso de la conversación que uno de los entronques inesperados, de que me enteré por el señor de Guermantes, era un enlace desigual, pero no sin encantos, ya que al unir en tiempos de la monarquía de Julio al duque de Guermantes y al de Fezensac con las hechiceras hijas de un ilustré navegante daba así a las dos duquesas la imprevista sal y pimienta de una gracia exóticamente burguesa, luisfelipescamente indiana. O bien, en el reinado de Luis XIV, un Norpois se había casado con la hija del duque de Mortemart, cuyo ilustre título vulneraba, en lo lejano de aquella época, el nombre que encontraba yo mate y que podía creer reciente de Norpois, cincelando profundamente en él la belleza de una medalla. Y en estos casos, por lo demás, no era solamente el nombre menos conocido el que se beneficiaba con el emparejamiento: el otro, que había llegado a ser trivial en fuerza de esplendor, me hacía más impresión en este aspecto nuevo y más oscuro, como entre los retratos de un deslumbrador colorista es a veces el más sorprendente un retrato todo él en negro. La movilidad nueva de que me parecían dotados todos estos nombres, al venir a ponerse a par de otros de que tan lejos los hubiera creído yo, no se debía únicamente a mi ignorancia; las contradanzas que llevaban a cabo en mi espíritu las habían efectuado no menos desembarazadamente en aquellas épocas en que un título, por ir siempre vinculado a una tierra, seguía a esta de una familia en otra, hasta el punto de que, por ejemplo, en la hermosa construcción feudal que es el título de duque de Nemours o de duque de Chevreuse, podía yo descubrir sucesivamente agazapados, como en la hospitalaria morada de un «Bernardo el ermitaño», un Guisa, un príncipe de Saboya, un Orleáns, un Luynes. A veces seguían estando varios de ellos en pugna por una misma concha: por el principado de Orange, la familia real de los Países Bajos y los señores de Maylli-Nesle; por el ducado de Brabante, el barón de Charlus y la familia real de Bélgica; tantos otros por los títulos de príncipe de Nápoles, de duque de Parma, de duque de Reggio. A veces era lo contrario, la concha estaba desde hacía tanto tiempo deshabitada de los propietarios muertos hacía mucho, que jamás se me había ocurrido que tal o cual hombre de castillo hubiera podido ser, en una época al fin y al cabo muy poco lejana, un nombre de familia. Así, como el señor de Guermantes respondiese a una pregunta del señor de Monserfeuil: «No, mi prima era una realista rabiosa, era hija del marqués de Féterne, que desempeñó cierto papel en la guerra de los chuanes», al ver que este nombre de Féterne, que desde mi estancia en Balbec era para mí un nombre de castillo, se convertía en lo que nunca había pensado yo que hubiera podido ser, en un nombre de familia, sentí el mismo asombro que en un artificio de magia en que unas torrecillas y una escalinata se animan y convierten en personas. En esta acepción, puede decirse que la Historia, aunque sea simplemente genealógica, devuelve la vida a las vetustas piedras. Ha habido en la sociedad parisiense hombres que desempeñaron en la misma un papel tan considerable, que han sido más buscados en ella por su elegancia o por su talento, y fueron incluso de tan alta cuna como el duque de Guermantes o como el duque de la Trémoille. Hoy han caído en el olvido, porque como no han tenido descendientes, su nombre, que ya no se oye nunca, resuena como un nombre desconocido; a lo sumo, un nombre de cosa bajo el que no pensamos en descubrir el nombre de unos hombres que sobrevive en algún castillo, en algún pueblo remoto. Un día, no lejano, el viajero que en el fondo de la Borgoña se detenga en el pueblecillo de Charlus para visitar su iglesia, si no es bastante estudioso o lleva demasiada prisa para examinar las piedras tumbales del templo, ignorará que ese nombre de Charlus fue el de un hombre que iba de par con los más grandes. Esta reflexión me recordó que tenía que marcharme y que, mientras yo oía al señor de Guermantes hablar de linajes, se acercaba la hora en que estaba citado con su hermano. Quien sabe, seguía pensando yo, si algún día no parecerá el mismo Guermantes otra cosa que un nombre de lugar, salvo para los arqueólogos que por casualidad se detengan en Combray y que ante el vitral de Gilberto el Malo tengan la paciencia de escuchar los discursos del sucesor de Teodoro o de leer la guía del cura. Pero en tanto un gran nombre no se ha extinguido, mantiene en plena luz a quienes lo han llevado, y, sin duda, por una parte, el interés que ofrecía a mis ojos la ilustración de esas familias era, al ser posible, partiendo de hoy, seguirlas, remontándose grado por grado hasta mucho más allá del siglo XIV, encontrar memorias y epistolarios de todos los ascendientes del señor de Charlus, del príncipe de Agrigento, de la princesa de Parma, en un pasado en que una noche impenetrable cubriría los orígenes de una familia burguesa, y en el que distinguimos, bajo la proyección luminosa y retrospectiva de un nombre, el origen y la persistencia de ciertas características nerviosas, de ciertos vicios, de los desórdenes de tales o cuales Guermantes. Patológicamente, casi, iguales a los de hoy, excitan de siglo en siglo el interés alarmado de aquellos que corresponden a ellos, sean anteriores a la princesa palatina y a madama de Motteville, o posteriores al príncipe de Ligne.
Por lo demás, mi curiosidad histórica resultaba débil en comparación del placer estético. Los nombres citados conseguían el efecto de desencarnar a los invitados de la duquesa, que de nada servía que se llamasen el príncipe de Agrigento o de Cystira, pues su máscara de carne y de ininteligencia o de inteligencia comunes los había trocado en unos hombres cualesquiera, tanto que yo, en fin de cuentas, había atracado en la esterilla del vestíbulo, no como en el umbral, según había creído, sino en la extrema linde del mundo encantado de los sueños. El mismo príncipe de Agrigento, desde el momento en que oí que su madre era de los Damas, nieta del duque de Módena, quedó libertado, como de un compañero químico inestable, del semblante y de las palabras que impedían reconocerle, y fue a formar con Damas y con Módena, que no eran más que sendos títulos, una combinación infinitamente más seductora. Cada nombre cambiado de sitio por la atracción de otro respecto del cual no le había sospechado yo ninguna afinidad, abandonaba el lugar inmutable que ocupaba en mi cerebro, donde la costumbre lo había empañado, y al ir a unirse a los Mortemart, a los Estuardos o a los Borbones, dibujaba en ellos ramas del más gracioso efecto y de un colorido cambiante. El mismo nombre de Guermantes recibía de todos los hermosos nombres extinguidos y con tanto mayor ardor encendidos de nuevo, a los que acababa de enterarme que estaba ligado, una nueva determinación, puramente poética. A lo sumo, al extremo de cada dilatación de la altiva raíz, podía yo verla granar en algún rostro de rey prudente o de princesa ilustre, como el padre de Enrique IV o la duquesa de Longueville. Mas como esas caras, diferentes en esto de los semblantes de los comensales, no estaban embadurnadas, para mí, por ningún residuo de experiencia material ni de mediocridad mundana, seguían siendo, en medio de su hermoso dibujo y de sus cambiantes reflejos, homogéneas respecto de los nombres que, a intervalos regulares, cada uno de un color diferente, se destacaban del árbol genealógico de Guermantes, y no turbaban de ninguna manera extraña y opaca los retoños traslúcidos, alternos y multicolores, que, al igual que en los antiguos vitrales de Jessé los antepasados de Jesús, florecían a uno y otro lado del árbol de vidrio.
Varias veces había querido yo ya retirarme, y más que por ninguna otra razón, por la insignificancia que mi presencia imponía a aquella reunión, una, sin embargo, de las que por espacio de mucho tiempo me había imaginado tan hermosas, y que sin duda lo hubiera sido de no haber tenido un testigo molesto. Al menos mi partida iba a permitir a los invitados, una vez que el profano ya no estuviese allí, constituirse por fin en reunión secreta. Iban a poder celebrar los misterios para cuya celebración se habían reunido, porque no era evidentemente para hablar de Frantz Hals o de la avaricia, y para hablar de ello de la misma manera que lo hace la gente de la burguesía. No se decían más que nonadas, sin duda porque estaba yo allí, y yo tenía remordimientos, viendo todas aquellas mujeres bonitas separadas, de impedirles, con mi presencia, vivir, en el más precioso de sus salones, la vida misteriosa del barrio de Saint-Germain. Pero el señor y la señora de Guermantes llevaban el espíritu de sacrificio hasta aplazar, reteniéndome, la partida que a cada instante quería yo efectuar. Cosa aún más curiosa: muchas de las damas que habían venido solícitas, encantadas, engalanadas, consteladas de pedrerías, para no asistir, por mi culpa, a una fiesta que ya no se diferenciaba esencialmente de las que se dan fuera del barrio de Saint-Germain, del mismo modo que en Balbec no nos sentimos en una ciudad que se diferencie de lo que nuestros ojos tienen costumbre de ver, muchas de esas damas se retiraron, no defraudadas, como hubieran debido estarlo, sino dando las gracias con efusión a la señora de Guermantes por la deliciosa velada que habían pasado, como si los demás días, aquellos en que no estaba yo allí, no pasase otra cosa.
¿Era verdaderamente por unas cenas como esta por lo que todas estas personas se ponían de tiros largos y se negaban a dejar penetrar a las burguesas en sus salones tan cerrados, para unas cenas como esta? ¿Hubieran sido por este estilo de haber estado yo ausente? Por un instante tuve la sospecha de ello, pero era demasiado absurda. El simple sentido común me permitía descartarla. Y además, si le hubiese dado acogida, ¿qué hubiera quedado del nombre de Guermantes, tan desvaído ya desde Combray?
Por lo demás, estas muchachas-flores eran, en un grado extraño, fáciles de contentar por otra persona, o estaban deseosas de contentarla, ya que más de una con la que no había cambiado yo en toda la noche arriba de dos o tres frases, cuya estupidez me había hecho sonrojarme, mostró empeño, antes de abandonar el salón, en venir a decirme, clavando en mí sus hermosos ojos acariciadores, mientras corregía la guirnalda de orquídeas que daba vuelta a su pecho, el intenso placer que había tenido en conocerme, y hablarme —alusión velada a una invitación a cenar— de su deseo de «arreglar algo», después de que hubiera «escogido día» con la señora de Guermantes. Ninguna de estas damas-flores se retiró antes que la princesa de Parma. La presencia de esta —no debe uno irse antes que una Alteza— era una de las dos razones, no adivinadas por mí, por las que tanta insistencia había puesto la duquesa en que me quedase. En cuanto la señora de Parma se puso en pie, fue como una liberación. Todas las damas, después de haber hecho una genuflexión delante de la princesa, que las hizo alzarse, recibieron de ella en un beso y, como una bendición que hubiesen solicitado de rodillas, permiso para pedir su abrigo y llamar a sus criados. De modo que hubo ante la puerta como una recitación a gritos de los grandes nombres de la historia de Francia. La princesa de Parma había prohibido a la señora de Guermantes que bajase a acompañarla hasta el vestíbulo, por temor a que cogiese frío, y el duque había añadido: «Vamos, Oriana, ya que Su Alteza lo permite, recuerde usted lo que le ha dicho el doctor».
«Creo que la duquesa de Parma ha quedado contentísima de cenar con usted». Conocía yo la fórmula. El duque había cruzado todo el salón para venir a pronunciarla delante de mí, con expresión obsequiosa y penetrada, como si me entregara un diploma o me ofreciese unos pastelillos de hojaldre. Y por el placer que parecía sentir en aquel momento y que comunicaba una expresión momentáneamente tan dulce a su fisonomía, me di cuenta de que el género de cuidados que esto representaba para él era de los que cumpliría hasta el extremo final de su vida, como esas funciones honoríficas y cómodas que, aunque ya esté uno chocho, sigue conservando.
En el momento en que iba a marcharme, volvió a entrar en el salón la dama de honor dé la princesa, que se había olvidado de llevarse unos maravillosos claveles, traídos de Guermantes, que la duquesa había dado a la de Parma. La dama de honor estaba bastante arrebolada; echábase de ver que acababa de ser tratada de mala manera, porque la princesa, tan buena para con todo el mundo, no podía contener su impaciencia ante la simpleza de su señora de compañía. Así corría a toda prisa, llevándose los claveles, pero, por conservar su aire desenvuelto y travieso, lanzó, al pasar por delante de mí: «A la princesa le parece que me retraso; querría que nos hubiésemos ido ya y tener, de todas maneras, los claveles. ¡Vamos, no soy ningún pajarito, no puedo estar en más de un sitio a la vez!».
¡Ay!, la razón de no levantarse antes que una Alteza no era la única. No pude marcharme inmediatamente, porque había otra: era que el famoso lujo, desconocido para los Courvoisier, que los Guermantes, opulentos o semiarruinados, sobresalían en hacer gozar a sus amigos, no era sólo un lujo material, como a menudo lo había experimentado yo con Roberto de Saint-Loup, sino también un lujo de frases encantadoras, de actos amables, toda una elegancia verbal, alimentada por una verdadera riqueza interior. Pero como esta, en la ociosidad mundana, permanece sin empleo, desahogábase a veces, buscaba un derivativo en una a modo de efusión fugitiva, tanto más ansiosa y que hubiera podido, por parte de la señora de Guermantes, hacer creer en un verdadero afecto. Sentíalo ella, por lo demás, en el momento en que la dejaba desbordarse, porque hallaba entonces, en la compañía del amigo o de la amiga con quien se encontraba, una como embriaguez, en modo alguno sensual, análoga a la que da la música a ciertas personas; ocurríale desprenderse una flor del escote, un medallón, y dárselos a uno con quien hubiera deseado hacer durar la velada, aun sintiendo con melancolía que semejante prolongación no habría podido conducir a otra cosa que a vanas charlas en que nada hubiera pasado del placer nervioso de la emoción pasajera, semejantes a los primeros calores primaverales por la impresión que dejan de cansera y de tristeza. En cuanto al amigo, no debía dejarse engañar demasiado por las promesas más embriagadoras que cuantas hubiera oído nunca, proferidas por estas mujeres que, porque sienten con tanta fuerza la dulzura de un momento, hacen de él, con una delicadeza, con una nobleza ignoradas de las criaturas normales, una enternecedora obra maestra de gracia y de bondad, y ya no tienen nada más que dar de sí mismas en cuanto ha llegado otro momento. Su afecto no sobrevive a la exaltación que lo dicta, y la finura de espíritu que las había llevado entonces a adivinar todas las cosas que desearíais oír, y a decíroslas, les permitirá igualmente, algunos días más tarde, cazar vuestras ridiculeces y divertir con ellas a otro de sus visitantes con el que estarán saboreando uno de esos «momentos musicales» que son tan breves.
En el vestíbulo, donde pedí a un lacayo mis snow-boots[65], que había sacado de casa por precaución contra la nieve, de que habían caído algunos copos convertidos bien pronto en lodo, sin darme cuenta de que era poco elegante, sentí, por la desdeñosa sonrisa de todos, una vergüenza que llegó a su más alto grado cuando vi que la señora de Guermantes no se había retirado y me veía calzándome mis chanclos americanos. La princesa se volvió hacia mí: «¡Oh, qué buena idea! —exclamó—; qué práctica es. ¡Ahí tienen ustedes un hombre inteligente! Señora, vamos a tener que comprarnos esto», dijo a su dama de honor, mientras la ironía de los lacayos se trocaba en respeto y los invitados se apiñaban en torno a mí para enterarse de dónde había podido encontrar aquellas maravillas. «Gracias a eso, no tendrá usted nada que temer, aunque vuelva a nevar y vaya usted lejos; se acabó el mal tiempo», me dijo la princesa. «¡Oh!, desde ese punto de vista puede tranquilizarse Vuestra Alteza real —interrumpió la dama de honor, con aires de agudeza—; no volverá a nevar». «¡Qué sabe usted, señora!», añadió agriamente la excelente princesa de Parma, a la que sólo conseguía irritar la estupidez de su dama de honor. «Puedo afirmarlo a Vuestra Alteza real; no puede volver a nevar, es materialmente imposible». «Pero ¿por qué ya no puede nevar más? ¿Han hecho lo necesario para ello? ¿Han echado sal?». La candorosa dama no se percató de la cólera de la princesa ni del regocijo de las demás personas, ya que, en lugar de callarse, me dijo con una sonrisa afable, sin tener en cuenta mis denegaciones a cuenta del almirante Jurien de la Gravière: «Por lo demás, ¿qué importa? Este caballero debe de tener pies de marino. La buena sangre no se desmiente».
Y, después de acompañar a la princesa de Parma, el señor de Guermantes me dijo, cogiendo mi gabán: «Voy a ayudarle a usted a meterse en su cáscara». Ni siquiera sonreía ya al emplear esta expresión, porque las que son más vulgares, por lo mismo, gracias a la afectación de sencillez de los Guermantes, habían acabado por hacerse aristocráticas.
Una exaltación que sólo llevaba a la melancolía, porque era artificial, fue también, aunque de muy distinta manera que la señora de Guermantes, lo que sentí una vez que hube salido por fin de su casa, en el coche que iba a conducirme al palacio del señor de Charlus. Podemos, a nuestra elección, entregarnos a una u otra de dos fuerzas: la una se alza de nosotros mismos, emana de nuestras impresiones profundas; la otra nos viene de fuera. La primera lleva naturalmente consigo una alegría, la que exhala la vida de los creadores. La otra corriente, la que intenta introducir en nosotros el movimiento que agita a unas personas exteriores, no va acompañada de placer; pero podemos añadirle uno, gracias a un retroceso, en una embriaguez tan ficticia que se muda rápidamente en tedio, en tristeza, de donde el semblante melancólico de tantos mundanos y, en estos, tanto estado nervioso, que puede llegar hasta el suicidio. Ahora bien, en el coche que me llevaba a casa del señor de Charlus era yo presa de ese segundo género de exaltación, harto diferente de la que nos da una impresión personal como la que había sentido yo en otros coches; una vez en Combray, en el carricochillo del doctor Percepied, desde el que había visto pintarse sobre el poniente los campanarios de Martinville; un día en Balbec, en la carretela de la señora de Villeparisis, tratando de desentrañar la reminiscencia que me ofrecía una avenida de árboles. Pero en este tercer coche, lo que tenía yo ante los ojos del espíritu eran las conversaciones que me habían parecido tan aburridas en la cena de la señora de Guermantes: por ejemplo, todo lo que había contado el príncipe Von acerca del emperador de Alemania, del general Botha y del ejército inglés. Acababa yo de hacerlos deslizarse en el estereóscopo interior a través del cual, desde el punto en que ya no somos nosotros mismos, desde el momento en que, dotados de un alma mundana, ya no queremos recibir nuestra vida como no sea de los demás, damos relieve a lo que los demás han dicho, a lo que han hecho. Cual un hombre ebrio lleno de tiernas disposiciones hacia el mozo de café que le ha servido, maravillábame yo de mi suerte —de que, verdad es, no me había dado cuenta en el momento mismo— en haber cenado con quien tan bien conocía a Guillermo II y había contado a propósito de él unas anécdotas a fe mía graciosísimas. Y recordando, con el acento alemán del príncipe, la historia del general Botha, me reía alto, como si esa risa, semejante a ciertos aplausos que aumentan la admiración interior, fuese necesaria a aquel relato para corroborar su comicidad. Tras de los cristales de aumento, hasta aquellos juicios de la señora de Guermantes que me habían parecido estúpidos (por ejemplo, a propósito de Frantz Hals, cuyos cuadros hubiera habido que ver desde un tranvía) cobraban una vida, una profundidad extraordinarias. Y debo decir que si esta exaltación decayó pronto, no era absolutamente insensata. Del mismo modo que podemos ser felices un buen día con conocer a la persona a quien más despreciábamos, porque resulta estar relacionada con una muchacha a la que queremos, a la que puede presentarnos, y nos ofrece de esta suerte utilidad y aliciente, cosas de que la hubiéramos creído desasistida para siempre jamás, no hay frase, como no hay relaciones, de que pueda uno estar seguro de que no sacará un día algo. Lo que me había dicho la señora de Guermantes acerca de los cuadros que sería interesante ver aunque fuese desde un tranvía, era falso, pero contenía una parte de verdad que me fue preciosa más tarde.
Parejamente, los versos de Víctor Hugo que la duquesa me había citado eran, fuerza es confesarlo, de una época anterior a aquella en que el poeta ha llegado a ser más que un hombre, en que ha hecho aparecer en la evolución una especie literaria todavía desconocida, dotada de órganos más complejos. En esos primeros poemas, Víctor Hugo piensa aún, en lugar de contentarse, como la naturaleza, en dar en qué pensar. Expresaba entonces «pensamientos» en la forma más directa, casi en el sentido en que el duque tomaba la palabra cuando, por encontrar anticuado y embarazoso el que los invitados a sus grandes fiestas, en Guermantes, hiciesen, en el álbum del castillo, seguir su firma de una reflexión filosófico poética, advertía a los recién llegados en tono de súplica: «¡Su nombre, amigo mío, pero nada de pensamientos!». Ahora bien, esos «pensamientos» de Víctor Hugo (casi tan ausentes de la Leyenda de los Siglos como las «arias» y las «melodías» en la segunda manera wagneriana) eran lo que le gustaba a la señora de Guermantes en el primer Hugo. Pero sin que le faltase razón en absoluto. Eran atractivos, y ya en torno a ellos, sin que la forma tuviese aún la profundidad que no había de alcanzar hasta más tarde, el romperse de las palabras numerosas y de las rimas ricamente articuladas los hacía inasimilables a esos versos que pueden descubrirse en un Corneille, por ejemplo, y en los que un romanticismo intermitente, contenido, y que nos conmueve tanto más por lo mismo, no ha penetrado, sin embargo, hasta las fuentes físicas de la vida, modificando el organismo inconsciente y generalizable en que se resguarda la idea. Así, había hecho yo mal en confinarme hasta aquí en los últimos libros de Hugo. De los primeros, desde luego, era una parte ínfima tan sólo la que engalanaba la conversación de la señora de Guermantes. Pero precisamente al citar así un verso aislado se decuplica su poder atractivo. Los que habían entrado o vuelto a mi memoria en el curso de esta cena imantaban a su vez, llamaban a sí con tal fuerza las composiciones en medio de las que tenían la costumbre de estar enclavados, que mis manos electrizadas no pudieron resistir más de cuarenta y ocho horas a la fuerza que las conducía hacia el volumen en que estaban encuadernados juntamente las Orientales y los Cantos del Crepúsculo. Maldije al lacayo de Francisca por haber hecho donación a su pueblo natal de mi ejemplar de las Hojas de Otoño, y lo mandé sin perder instante a comprar otro. Releí esos volúmenes de punta a cabo, y no encontré paz hasta que no distinguí de repente, esperándome en la luz en que ella los había bañado, los versos que me había citado la señora de Guermantes. Por todas estas razones, las charlas con la duquesa se asemejaban a esos conocimientos que adquiere uno en la biblioteca de algún castillo, anticuada, incompleta, incapaz para formar una inteligencia, desprovista de casi todo aquello que es de nuestro gusto, pero que a veces nos ofrece algún informe curioso, la cita de una hermosa página que no conocíamos, inclusive, y que más tarde nos hace felices recordar que debemos el conocerla a una magnífica mansión señorial. Entonces, por haber encontrado el prefacio de Balzac a La Cartuja, o unas cartas inéditas de Joubert, nos sentimos tentados a exagerarnos a nosotros mismos el valor de la vida que en esa mansión hemos vivido y cuya estéril frivolidad, merced a esa ganga de una tarde, hemos olvidado.
Desde este punto de vista, si el gran mundo no había podido responder en el primer momento a lo que mi imaginación esperaba, y había, por consiguiente, de chocarme al pronto por lo que tenía de común con todos los mundos antes que por lo que tenía de diferente respecto de ellos, se me reveló poco a poco, sin embargo, como harto distinto. Los grandes señores son casi la única gente de quien se aprende tanto como de los aldeanos; su conversación se engalana con todo aquello que concierne a la tierra, a las mansiones señoriales tal como estaban habitadas antaño, los antiguos usos, todo lo que el mundo del dinero ignora profundamente. Aun suponiendo que el aristócrata más moderado por sus aspiraciones haya podido ponerse al nivel de la época en que vive, su madre, sus tíos, sus tías-abuelas le ponen en relación, cuando se acuerda de su infancia, con lo que podía ser una vida punto menos que desconocida hoy. En la cámara mortuoria de un difunto de hoy, la señora de Guermantes no hubiera hecho notar nada, pero se hubiera dado cuenta inmediatamente de todas las faltas de respeto para con la costumbre. Le chocaba ver en un entierro a las mujeres mezcladas a los hombres, cuando hay una ceremonia particular que debe ser celebrada por las mujeres. En cuanto a los paños cuyo uso habría creído sin duda Bloch que estaba reservado a los entierros, por los cordones del paño de que se habla en las gacetillas de las exequias, el señor de Guer mantes podía acordarse del tiempo en que, siendo él todavía un niño, había visto utilizar ese mismo paño en la boda del señor de Mailly-Nesle. Al paso que Saint-Loup había vendido su precioso «Árbol genealógico», unos retratos antiguos de los Bouillon, unas cartas de Luis XIII, para comprar cuadros de Carrière y muebles modern style, el señor y la señora de Guermantes, movidos de un sentimiento en que el ardiente amor al arte desempeñaba acaso un papel menor y que hacía que ellos mismos fuesen más mediocres, habían conservado sus maravillosos muebles de Boule, que ofrecían un conjunto seductor, pero en sentido contrario, para un artista. Un literato hubiera quedado, de todas maneras, encantado de su conversación, que habría sido para él —ya que el hambriento no tiene ninguna necesidad de otro hambriento— un diccionario vivo de todas esas expresiones que cada día se olvidan más: corbatas a lo San José, niños consagrados al azul, etcétera, y que ya no se encuentran como no sea en aquellos que se convierten en amables y benévolos conservadores del pasado. El placer que siente entre ellos, mucho más que entre otros escritores, un escritor, no carece de peligro, ya que corre el riesgo de creer que las cosas del pasado poseen un encanto por sí mismas, y de transportarlas sin más ni más a su obra, que en ese caso nace muerta, exhalando un aburrimiento de que el autor se consuela diciendo: «Es bonito porque es verdad; así es como se dice». Estas conversaciones aristocráticas tenían, por otra parte, en casa de la señora de Guermantes el encanto de ser sostenidas en un francés excelente. Merced a esto legitimaban, por parte de la duquesa, su hilaridad ante las palabras «viático», «cósmico», «pitico», «supereminente», que empleaba Saint-Loup, lo mismo que ante sus muebles de casa de Bing.
Con todo, harto diferentes en esto de cuanto había podido sentir yo ante unos espinos blancos o al saborear una magdalena, las historias que había oído en casa de la señora de Guermantes me eran extrañas. Por un instante habían entrado en mí, que sólo físicamente había sido poseído por ellas; hubiérase dicho que (dotadas de una naturaleza social y no individual) estaban impacientes por salir de mí… Agitábame yo en el coche como una pitonisa. Esperaba una nueva cena en que pudiera convertirme a mi vez en una especie de príncipe de X…, de señora de Guermantes, y contar esas mismas historias. Mientras tanto, hacían trepidar mis labios que las balbuceaban, e intentaba en vano retraer a mí mi espíritu vertiginosamente arrebatado por una fuerza centrífuga. Así llamé a la puerta del señor de Charlus con una impaciencia febril por no poder sobrellevar por más tiempo yo solo el peso de esas historias en mi coche, donde, por lo demás, engañaba la falta de conversación hablando en voz alta; y entregado a largos monólogos conmigo mismo, en lo que me repetía todo lo que iba a contarle al señor de Charlus y apenas pensaba ya en lo que él tuviera que decirme, pasé todo el tiempo que permanecí en un salón en que me hizo entrar un lacayo, y que, por otra parte, me hallaba demasiado agitado para examinar. Sentía tal necesidad de que el señor de Charlus escuchase las cosas que ardía en deseos de contarle, que me sentí cruelmente defraudado al pensar que acaso estuviera durmiendo el dueño de la casa, y que tendría que volverme a empollar en casa mi embriaguez de palabras. Acababa, en efecto, de darme cuenta de que hacía veinticinco minutos que estaba allí, que quizá se hubieran olvidado de mí en este salón del que, a pesar de la larga espera, hubiera podido decir, a lo sumo, que era inmenso, verdoso, con algunos retratos. La necesidad de hablar no sólo impide escuchar, sino ver, y en ese caso la ausencia de toda descripción del medio exterior es ya una descripción de un estado internó. Iba a salir del salón para tratar de llamar a alguien y, si no hallaba a nadie, volver a encontrar el camino hacia las antesalas y hacer que me abriesen, cuando, en el mismo momento en que acababa de levantarme y dar algunos pasos por el suelo de mosaico, entró un ayuda de cámara, con aire preocupado: «El señor barón ha tenido gente hasta ahora —me dijo—. Todavía tiene varias personas esperándole. Voy a hacer todo lo posible para que reciba al señor; ya he hecho que le telefoneasen dos veces al secretario». «No, no se moleste; yo estaba citado con el señor barón, pero ya es muy tarde, y desde el momento en que está ocupado esta noche, volveré otro día». «¡Oh, no!, no se vaya el señor —exclamó el ayuda de cámara—. Podría disgustarse el señor barón. Voy a probar otra vez». Me acordé de lo que había oído contar de los criados del señor Charlus y de su devoción a su amo. No se podía decir precisamente de él, como del príncipe de Conti, que trataba de agradar al lacayo tanto como al ministro, pero tan bien había sabido hacer de las menores cosas que pedía algo así como un favor, que cuando a la noche, reunidos en torno a él sus criados, a respetuosa distancia, después de haberlos recorrido con la mirada, decía: «¡Coignet, la palmatoria!», o: «¡Ducret, la camisa!», los demás se retiraban rezongando de envidia, celosos del que acababa de ser distinguido por el señor. Dos, incluso, que se execraban, afanábanse por arrebatarse el uno al otro el favor, yendo, con el pretexto más absurdo, a llevarle algún recado al barón, si este había subido a sus habitaciones más temprano, con la esperanza de ser investidos para esa noche del cuidado de la palmatoria o de la camisa. Si el barón dirigía directamente la palabra a uno de ellos para alguna cosa que no fuese del servicio; más aún, si en invierno, en el jardín, sabiendo que uno de sus cocheros estaba acatarrado, le decía al cabo de diez minutos: «Cúbrase», los demás no volvían a hablar en quince días al favorecido, por celos de la gracia que le había sido otorgada. Todavía esperé otros diez minutos y, después de haberme pedido que no estuviese mucho tiempo, porque el señor barón, cansado, había hecho despedir a varias personas de las más importantes a las que había citado desde hacía no pocos días, me introdujeron donde estaba. Este aparato en derredor del señor de Charlus me parecía teñido de mucho menos grandeza que la sencillez de su hermano el de Guermantes; pero ya se había abierto la puerta, y yo acababa de distinguir al barón, en batín chinesco, despechugado, tendido en un canapé. En el mismo instante me llamó la atención ver un sombrero de copa «ocho reflejos» encima de una silla, con un gabán de pieles, como si el barón acabara de llegar de la calle. El ayuda de cámara se retiró. Creía yo que el señor de Charlus iba a venir hacia mí. Sin hacer un solo movimiento, se me quedó mirando fijo, con ojos implacables. Me acerqué a él, le saludé, no me tendió la mano, no me contestó, no me pidió que cogiese una silla. Al cabo de un instante le pregunté, como se le preguntaría a un médico mal educado, si era necesario que siguiera de pie. Lo hice sin mala intención, pero la expresión de fría cólera que tenía el señor de Charlus pareció agravarse aún más. Yo ignoraba, por otra parte, que en su casa, en el campo, en el castillo de Charlus, tenía la costumbre, después de cenar —hasta tal punto le gustaba jugar al rey—, de esparrancarse en una butaca del fumadero, dejando en pie alrededor suyo a sus invitados. Pedía lumbre a uno, ofrecía a otro un cigarro; luego, al cabo de unos instantes, decía: «¡Pero siéntese usted, Argencourt!; coja usted una silla, etcétera», después de haber prolongado adrede el tenerlos de pie, únicamente por hacerles ver que era de él de quien les venía el permiso para sentarse. «Siéntese usted en el sillón Luis XIV», me respondió con imperioso talante y antes para forzarme a que me alejara que para invitarme a tomar asiento. Cogí una butaca que estaba no lejos de mí. «¡Ah!, ¿eso es lo que llama usted un sillón Luis XIV? Ya veo que está usted enterado», exclamó en son de mofa. Yo estaba tan estupefacto que no me moví, ni para irme, como hubiera debido hacer, ni para cambiar de asiento como él quería. «Caballero —me dijo, pesando todos los términos, haciendo preceder los más impertinentes de ellos de un doble par de consonantes—: La conversación que he descendido en conceder a usted a ruegos de una persona que desea no la nombre, va a señalar para nuestras relaciones el punto final. No he de ocultarle que yo había esperado algo mejor; quizá forzase un poco el sentido de las palabras, cosa que no se debe hacer, ni siquiera con quien ignora su valor, y por simple respeto a uno mismo, si le dijera que había sentido simpatía por usted. Creo, sin embargo, que “benevolencia”, en su sentido más eficazmente protector, no excedería ni de lo que sentía yo ni de lo que me proponía manifestar. Desde mi regreso a París le había hecho saber a usted, en el mismo Balbec, que podía contar conmigo». Yo, que me acordaba de la salida de pie de banco con que el señor de Charlus se había separado de mí en Balbec, esbocé un ademán de denegación. «¡Cómo! —exclamó el señor de Charlus con cólera (y su semblante convulso y lívido era en realidad tan diferente de su rostro ordinario como el mar cuando en una mañana de tempestad vemos, en lugar de la sonriente superficie habitual, mil serpientes de espuma y de baba)—, ¿pretende usted no haber recibido mi mensaje —casi una declaración— de que tendría que acordarse de mí? ¿Qué adorno tenía alrededor el libro que hice llegar a usted?». «Unos enlaces historiados muy bonitos», dije. «¡Ah! —repuso con tono desdeñoso—. Los jóvenes franceses conocen muy poco las obras maestras de nuestro país. ¿Qué se diría de un joven berlinés que no conociera la Walkyria? Por otra parte, ya hace falta que tenga usted los ojos para no ver, puesto que me ha dicho que se había pasado dos horas delante de esa obra maestra. Ya veo que no entiende usted mucho más de flores que de estilos; ¡no proteste por lo de los estilos! —gritó en un tono de rabia agudísima—; ¡ni siquiera sabe usted en lo que se sienta! Ofrece a su trasero una silla baja Directorio tomándola por una bergère Luis XIV. Un día de estos confundirá las rodillas de la señora de Villeparisis con el lavabo, y no sabe uno qué hará usted en ellas. Del mismo modo, ni siquiera ha reconocido en la encuadernación del libro de Bergotte el dintel de myosotis[66] de la iglesia de Balbec. ¿Había manera más límpida de decirle: no me olvide usted?».
Miré al señor de Charlus. Realmente, su cabeza magnífica, y que repelía, aventajaba, sin embargo, a la de todos los suyos; hubiérase dicho Apolo avejentado; pero un zumo oliváceo, hepático, parecía pronto a salir de su aviesa boca; por lo que hacía a la inteligencia, no podía negarse que la suya, gracias a una vasta abertura de compás, se asomaba a muchas cosas que permanecerían siempre desconocidas para el duque de Guermantes. Pero cualesquiera que fuesen las lindas frases con que coloreara todos sus odios, echábase de ver que, aun cuando hubiera en ellas tan pronto orgullo ofendido como un amor defraudado, o un rencor, sadismo, una provocación, una idea fija, este hombre era capaz de asesinar y de probar a fuerza de lógica y de lenguaje florido que había tenido razón para hacerlo, y que no por ello dejaba de ser superior en cien codos a su hermano, a su cuñada, etc., etc. «Lo mismo que en las Lanzas de Velázquez —continuó— el vencedor avanza hacia el que es más humilde, como debe hacerlo todo noble, ya que yo lo era todo y usted no era nada, he sido yo quien ha dado los primeros pasos hacia usted. Usted ha respondido neciamente a lo que no es a mí a quien corresponde llamar grandeza. Pero yo no me he dejado desalentar. Nuestra religión predica la paciencia. Espero que la que con usted he tenido me será tomada en cuenta, lo mismo que el no haber hecho más que sonreírme de lo que podría ser tachado de impertinencia si estuviera a su alcance tenerla para con quien a tantos codos está por encima de usted; pero, en fin, caballero, de nada de esto se trata ya. Le he sometido a usted a la prueba que el único hombre eminente de nuestro mundo llama ingeniosamente la prueba de la amabilidad demasiado grande, y que declara con justo título ser la más terrible de todas, la única que puede separar la buena simiente de la cizaña. Apenas le reprocharía yo que la hubiera sufrido sin éxito, ya que los que triunfan de ella son rarísimos. Pero al menos, y esta es la conclusión que pretendo sacar de las últimas palabras que vamos a cambiar en la tierra, me importa estar a cubierto de las calumniadoras invenciones de usted». No había pensado yo hasta aquí que la cólera del señor de Charlus pudiera ser causada por alguna frase ofensiva que le hubiesen repetido; interrogué a mi memoria: a nadie había hablado yo del barón. Algún malintencionado había urdido el embuste en todas sus partes. Hice protestas al señor de Charlus de que no había dicho absolutamente nada de él. «No creo que haya podido molestarle con decir a la señora de Guermantes que yo estaba en relaciones de amistad con usted». Sonrió con desdén, hizo subir su voz hasta los registros más extremos, y allí, atacando con suavidad la nota más aguda y más insolente: «¡Oh!, caballero —dijo volviendo con extremada lentitud a una entonación natural, y como recreándose de pasada con las rarezas de esta gama descendente—, estimo que se perjudica usted a sí mismo con acusarse de haber dicho que “estábamos en relaciones de amistad”. No espero una exactitud verbal muy grande de una persona que fácilmente tomaría un mueble de Chippendale por un escaño rococó; pero en fin, no creo —añadió, con caricias vocales cada vez más zumbonas y que hacían flotar en sus labios hasta una sonrisa encantadora—, no creo que haya dicho usted, ni que haya creído, que estábamos en relaciones de amistad. En cuanto a haberse alabado de haberme sido presentado, de haber charlado conmigo, de conocerme un poco, de haber conseguido casi sin solicitación el poder ser algún día mi protegido, me parece, por el contrario, muy natural e inteligente que lo haya hecho usted. La extrema diferencia de edad que hay entre nosotros me permite reconocer, sin caer en el ridículo, que esa presentación, esas charlas, ese vago cebo de relaciones eran para usted, no he de ser yo quien diga que un honor, pero en fin, una ventaja respecto de la cual me parece que la tontería de usted estuvo no en haberla divulgado, sino en no haber sabido conservarla. Añadiré, inclusive —dijo, pasando bruscamente y por un instante de la cólera altanera a una dulzura tan henchida de tristeza que creí que iba a echarse a llorar—, que cuando dejó usted sin respuesta la proposición que le hice en París, el caso se me antojó tan insólito por su parte, que me pareció usted bien educado y de buena familia burguesa (sólo en este adjetivo tuvo su voz un ligero silbido de impertinencia), que tuve la ingenuidad de creer en todos los embustes que no suceden nunca, en las cartas perdidas, en los errores de dirección. Reconozco que eso era, por mi parte, una gran ingenuidad, pero San Buenaventura prefería creer que un buey pudiera volar antes que admitir que pudiese mentir su hermano. En fin, todo esto ha terminado; la cosa no le ha gustado a usted; ya no se trata de eso. Unicamente me parece que hubiera podido usted (y había verdaderamente llanto en su voz), aunque sólo fuese por consideración a mi edad, escribirme. Yo había concebido para usted cosas infinitamente seductoras que me había guardado muy mucho de decirle. Prefiere usted rehusar sin saber; eso es cosa suya. Pero, como le iba diciendo, siempre puede uno escribir. Yo, en su lugar, y aun en el mío, lo hubiera hecho. Prefiero, por esto, mi lugar al de usted, y digo que por esto, porque creo que todos los lugares son iguales, y tengo más simpatía por un obrero inteligente que por muchos duques. Pero puedo decir que prefiero mi lugar, porque lo que usted ha hecho, en mi vida entera, que empieza a ser bastante larga, sé que no lo he hecho yo nunca. (Había vuelto la cabeza en la sombra; yo no podía ver si sus ojos dejaban caer lágrimas, como su voz inducía a creer). Le decía que me he adelantado a usted cien pasos; el efecto de esto ha sido hacerle a usted dar doscientos hacia atrás. Ahora me toca a mí alejarme, y ya nunca más nos conoceremos. Yo no retendré su nombre de usted, sino su caso, para que los días en que me vea tentado a creer que los hombres tienen el corazón, la cortesía o simplemente la inteligencia que hacen falta para no dejar escapar una buena suerte sin segundo, tenga presente que eso es ponerlos demasiado alto. No, el que haya dicho usted que me conocía cuando era cierto —porque ahora va a dejar de serlo—, no puede parecerme sino natural y lo tomo como un homenaje, es decir, como una cosa agradable. Por desgracia, en otro lugar y en otras circunstancias, ha empleado usted frases muy diferentes». «Caballero, le juro a usted que no he dicho nada que pueda ofenderle». «¿Y quién le dice a usted que me haya ofendido? —exclamó con furor, irguiéndose violentamente en la meridiana en que hasta entonces había permanecido inmóvil, al paso que, mientras se crispaban las lívidas serpientes espumosas de su cara, su voz se volvía alternativamente aguda y grave como una tempestad ensordecedora y desencadenada. (La fuerza con que hablaba de costumbre y que hacía volverse a los desconocidos en la calle, estaba centuplicada, como lo es un forte si, en lugar de ser ejecutado al piano, lo es por la orquesta, y además se trueca en un fortissimo. El señor de Charlus bramaba)—. ¿Piensa usted que está a su alcance ofenderme? ¿Pero es que no sabe usted con quién habla? ¿Cree usted que la saliva envenenada de quinientos hominicacos amigos suyos encaramados unos sobre otros llegaría a babear siquiera hasta los augustos dedos de mis pies?». Desde hacía un momento, al deseo de persuadir al señor de Charlus de que jamás había hablado yo ni oído hablar mal de él, había sucedido un coraje loco, causado por las palabras que le dictaba únicamente, a juicio mío, su inmenso orgullo. Quizá fuesen, por lo demás, efecto, en parte al menos, de ese orgullo. Casi todo el resto procedía de un sentimiento que yo ignoraba aún y que, por ende, no fue culpa mía si no lo tomé en cuenta. Hubiera podido, al menos, en defecto del sentimiento desconocido, mezclar al orgullo, de haber recordado las palabras de la señora de Guermantes, un poco de locura. Pero en ese momento la idea de la locura no se me pasó siquiera por las mientes. No había en él, en opinión mía, más que orgullo; en mí, nada más que furor. Este (en el momento en que el señor de Charlus dejaba de bramar para hablar de los augustos dedos de sus pies, con una majestad que acompañaban un mohín, una arcada de asco respecto de sus oscuros blasfemadores), este furor ya no se contuvo. Con un movimiento impulsivo, quise romper algo, y como un resto de discernimiento me hacía respetar a un hombre de tanta más edad que yo, e incluso, por su dignidad artística, las porcelanas alemanas dispuestas en torno suyo, me precipité sobre el sombrero de copa nuevo del barón, lo tiré al suelo, lo pisoteé, me cebé en él, queriendo desbaratarlo por completo; arranqué el forro, desgarré en dos la corona, sin escuchar las vociferaciones del señor de Charlus, que continuaban, y, cruzando la habitación para irme, abrí la puerta. A ambos lados de ella, con gran estupefacción mía, se hallaban apostados dos lacayos, que se alejaron lentamente porque pareciera que se habían encontrado allí únicamente al pasar para su servicio. (Después he sabido los nombres: el uno se llamaba Burnier y el otro Charmel). Ni por un instante me engañó esta explicación que su indolente paso parecía proponerme. Era inverosímil; otras tres me lo parecieron menos: una, que el barón recibía a veces huéspedes y que, como podía tener necesidad de ayuda contra ellos (pero ¿por qué?), juzgaba necesario tener un puesto de socorro vecino. La otra, que, atraídos por la curiosidad, los dos lacayos se habían puesto a escuchar, sin pensar que yo iba a salir tan aprisa. La tercera, que, por haber sido preparada y representada toda la escena que me había hecho el señor de Charlus, él mismo les había pedido que escuchasen, por amor al espectáculo, unido acaso a un nunc erudimini[67] de que cada cual sacaría su provecho.
Mi cólera no había calmado la del barón; mi salida del aposento pareció causarle un vivo dolor, me llamó, hizo que me llamasen, y, por último, olvidando que un instante antes, al hablar de «los augustos dedos de sus pies», había creído hacerme testigo de su propia deificación, corrió cuanto se lo consintieron sus piernas, me alcanzó en el vestíbulo y me cerró el paso a la puerta. «Vamos —me dijo—, no sea usted niño, vuelva usted a entrar un minuto; quien bien te quiere te hará llorar, y si yo le he castigado y le he hecho pasar a usted un mal rato es porque le quiero bien». Mi cólera se había desvanecido, dejé pasar la palabra «castigar» y seguí al barón que, llamando a un criado, hizo, sin muestra alguna de amor propio, que se llevasen los pedazos del sombrero destruido, que fue sustituido por otro. «Si quiere usted decirme, caballero, quién me ha calumniado pérfidamente —dije al señor de Charlus—, me quedo, para saberlo y confundir al impostor». «¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿No guarda usted recuerdo de lo que dice? ¿Piensa usted que las personas que me prestan el servicio de advertirme de estas cosas no empiezan por pedirme que les guarde el secreto? ¿Y cree usted que voy a faltar a lo que he prometido?». «Caballero, ¿es imposible que me lo diga usted?», pregunté, buscando en mi cabeza (donde no encontraba a nadie) a quién había podido hablar yo del señor de Charlus. «¿No ha oído usted que le he prometido el secreto al que me lo ha indicado? —me dijo con voz restallante—. Ya veo que al gusto por las frases abyectas une usted el de las insistencias vanas. Debiera usted tener por lo menos la inteligencia de aprovechar una última conversación y hablar para decir algo que no sea exactamente nada». «Caballero —respondí alejándome—, me insulta usted, estoy desarmado, porque tiene usted varias veces mi edad; la partida no es igual; por otra parte, no puedo convencerle, ya le he jurado que yo no había dicho nada». «¡Entonces es que yo miento!», exclamó en un tono terrible y dando tal bote que vino a encontrarse de pie a dos pasos de mí. «Le han engañado a usted». Entonces, con una voz dulce, afectuosa, melancólica, como esas sinfonías que se tocan sin interrupción entre los diversos trozos, y en que un gracioso scherzo amable, idílico, sucede a los truenos del primer trozo: «Es muy posible —me dijo—. En principio, una frase con que le vienen a uno raras veces es cierta. Culpa de usted es si, por no haber aprovechado las ocasiones de verme que yo le había ofrecido, no me ha facilitado, con esas palabras francas y cotidianas que crean la confianza, el preventivo único y soberano contra un dicho que le presentaba a usted como un traidor. De todas maneras, verdadera o falsa, la frase ha hecho su labor. Ya no puedo librarme de la impresión que me ha producido. Ni siquiera puedo decir que quien bien quiere bien castiga, porque bien le he castigado a usted, pero ya no le quiero». Mientras me decía estas palabras, me había obligado a tomar asiento de nuevo y había tocado el timbre. Entró un lacayo. «Tráiganos algo de beber, y diga que enganchen el cupé». Le dije que yo no tenía sed, que era muy tarde, y que, por otra parte, tenía un coche abajo. «Probablemente le habrán pagado al cochero y lo habrán despedido —me dijo el barón—; no se preocupe usted de eso. Mando que enganchen para que lo lleven a su casa… Si teme usted que sea demasiado tarde… hubiera podido darle una habitación aquí…». Le dije que mi madre estaría intranquila. «¡Ah, sí! Verdadera o falsa, la frase ha hecho su labor. Mi simpatía, un tanto prematura, había florecido demasiado pronto y, como esos manzanos de que tan poéticamente hablaba usted en Balbec, no ha podido resistir la primera helada». Si la simpatía del señor de Charlus no hubiera quedado destruida, no hubiese podido proceder este, sin embargo, de otra manera, ya que, mientras me decía que estábamos reñidos, me hacía quedarme, que bebiese, me pedía que durmiera en su casa e iba a hacer que me llevaran a la mía. Parecía incluso como si temiera el instante de dejarme y volver a encontrarse solo, con el género de temor mezclado a cierta ansiedad que su cuñada y prima la de Guermantes me había parecido sentir, hacía una hora, cuando había querido obligarme a quedarme un poco más, con algo del mismo gusto pasajero hacia mí, del mismo esfuerzo por hacer prolongarse un minuto. «Por desgracia —continuó el señor de Charlus—, no poseo el don de hacer que reflorezca lo que ha sido destruido una vez. Mi simpatía hacia usted está muerta y bien muerta. Nada puede resucitarla. Creo que no es indigno de mí confesar que lo lamento. Me siento siempre un poco como el Booz de Víctor Hugo: Je suis veuf, je suis seul, et sur moi le soir tombe[68]».
Volví a cruzar con él el gran salón verdoso. Le dije, completamente al azar, lo hermoso que me parecía aquel salón «¿Verdad que sí? —me respondió—. En algo ha de poner uno amor. El maderaje es de Bagard. Lo que no deja de ser gracioso, vea usted, es que fue hecho para los asientos de Beauvais y para las consolas. Como observará usted, repite el mismo motivo decorativo. Ya no había más que dos sitios en que hubiese estas cosas: el Louvre y la casa del señor de Hinnisdal. Pero, naturalmente, en cuanto he querido venirme a vivir a esta calle, ha aparecido un antiguo palacio de Chimay que nadie había visto nunca porque sólo ha venido aquí para mí. En conjunto está bien. Quizá pudiera estar mejor, pero, en fin, no está mal así. Hay cosas bonitas, ¿verdad?: el retrato de mis tíos, el rey de Polonia y el rey de Inglaterra, por Mignard. Pero ¿qué le estoy diciendo?, lo sabe usted tan bien como yo, puesto que ha esperado en este salón. ¿No? ¡Ah!, es que le habrán pasado a usted al salón azul —dijo con un tonillo que podía ser de impertinencia, dirigida a mi falta de curiosidad, o de superioridad personal y de no haber preguntado dónde me habían hecho esperar—. Mire usted, en este gabinete están todos los sombreros que usaron mademoiselle Elisabeth, la princesa de Lamballe y la reina. No le interesa esto; cualquiera diría que no ve usted nada. Quizá esté usted atacado de alguna afección al nervio óptico. Si le gusta más este género de belleza, ahí tiene un arco iris de Turner que empieza a brillar entre esos dos Rembrandt, en señal de nuestra reconciliación. ¿Oye usted? Beethoven se une a él». Y, en efecto, distinguíanse los primeros acordes de la tercera parte de la Sinfonía pastoral, «la alegría después de la tormenta», ejecutados no lejos de nosotros, sin duda en el primer piso, por unos músicos. Pregunté ingenuamente por qué casualidad tocaban aquello y quiénes eran los músicos. «Pues no se sabe. No se sabe nunca. Son unos músicos invisibles. Es bonito, ¿verdad? —me dijo en un tono ligeramente impertinente y que, sin embargo, recordaba un poco la influencia y el acento de Swann—. Pero a usted todo eso le trae tan sin cuidado como a un pez una manzana. Quiere volverse a su casa, exponiéndose a faltarnos al respeto a Beethoven y a mí. Usted mismo se juzga y se condena —añadió con expresión afectuosa y triste, cuando hubo llegado el momento de que me fuese—. Usted me disculpará si no le acompaño, como la buena educación me obligaría a hacer —me dijo—. Como mi deseo es no volver a verle, poco me importaría pasar cinco minutos más con usted. Pero estoy cansado y tengo mucho que hacer». Sin embargo, reparando en que el tiempo estaba despejado: «Bueno, sí, voy a subir al coche. Hace un claro de luna soberbio, que iré a contemplar al Bosque después que le haya acompañado a usted a su casa. ¡Pero usted no sabe afeitarse!, hasta en una noche en que cena fuera de casa se deja algunos cañones —me dijo, cogiéndome la barbilla entre dos dedos por decirlo así magnetizados, que, después de haber resistido un instante, subieron hasta mis orejas como los dedos de un peluquero—. ¡Ah!, sería agradable contemplar este “claro de luna azul” en el Bosque con una persona como usted», me dijo con una dulzura súbita y como involuntaria. Luego, en un tono triste: «Porque de todas maneras es usted bueno; podría usted serlo más que nadie —añadió tocándome paternalmente en el hombro—. En otro tiempo, debo decir que le encontraba a usted muy insignificante». Lo que yo hubiera debido pensar es que así seguía encontrándome aún. No tenía más que recordar la rabia con que me había hablado hacía apenas media hora. A pesar de ello, tenía yo la impresión de que el barón, en aquel momento, era sincero, que su buen corazón triunfaba de lo que consideraba ya como un estado casi delirante de susceptibilidad y de orgullo. El coche estaba delante de nosotros, y el señor de Charlus prolongaba todavía la conversación. «Vamos —dijo bruscamente—, suba usted; dentro de cinco minutos estaremos en su casa. Y le diré a usted un ¡buenas noches!, que cortará en seco y para siempre nuestras relaciones. Es mejor, puesto que hemos de separarnos para siempre, que lo hagamos como en música, en un acorde perfecto». A pesar de estas solemnes afirmaciones de que nunca más volveríamos a vernos, hubiera jurado yo que al señor de Charlus, molesto por haberse dejado llevar de su genio hacía un instante y temeroso de haberme hecho sufrir, no le habría parecido mal volver a verme otra vez. No me engañaba, ya que, al cabo de un momento: «¡Vaya! —dijo—, ahora resulta que se me había olvidado lo principal. En recuerdo de su señora abuela, había hecho yo encuadernar para usted una curiosa edición de madama de Sévigné. Ahí tiene usted, eso va a impedir que esta entrevista sea la última. Fuerza es que nos consolemos de ello diciéndonos que raras veces se liquidan en un día las cosas complicadas. Ya ve usted cuánto tiempo ha durado el Congreso de Viena». «Pero es que yo podría mandar a buscar el libro sin que usted se molestase», le dije obsequiosamente. «¿Quiere usted callarse, majaderillo —respondió con cólera—, y no tomar esos aires grotescos de considerar poca cosa el honor de ser probablemente (no digo que de seguro, porque quizá sea un lacayo quién le entregue el volumen) recibido por mí?». Se rehizo: «No puedo dejarle a usted con estas palabras. Nada de disonancias antes del silencio eterno del acorde de dominante». Era por sus propios nervios por lo que parecía temer su vuelta tras unas acres palabras de ruptura. «Usted no querrá venir al Bosque —me dijo en un tono no interrogatorio, sino afirmativo, y, a lo que me pareció, no porque no quisiera ofrecérmelo, sino porque recelaba que su amor propio sufriese una repulsa—. Bueno, vea usted —me dijo, demorándose todavía—, estamos en ese momento en que, como dice Whistler, los burgueses se retiran a sus casas (acaso quisiera cogerme por el amor propio), y en que conviene empezar a mirar. Pero usted ni siquiera sabe quién es Whistler». Cambié de conversación, y le pregunté si era inteligente la princesa de Iena. El señor de Charlus me atajó, y adoptando el tono más desdeñoso que yo le conocía: «¡Ah, caballero!, está usted haciendo alusión a un orden de nomenclatura con el que nada tengo que ver. Es posible que haya una aristocracia entre los tahitianos, pero confieso que no la conozco. El nombre que acaba usted de pronunciar, es extraño, ha resonado, sin embargo, hace unos días en mis oídos. Me preguntaban si condescendería yo a que me presentasen al duquesito de Guastalla. Me extrañó la petición, ya que el duque de Guastalla no tiene necesidad de que me lo presenten, por la sencilla razón de que es primo mío y me conoce de siempre; es el hijo de la princesa de Parma y, como pariente joven y bien educado, nunca deja de venir a cumplir sus deberes, visitándome el día de Año Nuevo. Pero, después de tomar informes, resultó que no se trataba de mi pariente, sino del hijo de la persona que le interesa a usted. Como no existe ninguna princesa de ese nombre, he supuesto que se trataba de una pobre que dormiría debajo del puente de Iena y que había tomado pintorescamente el título de princesa de Iena, lo mismo que se dice la Pantera de Batignolles o el Rey del Acero. Pero no, se trataba de una persona rica, de quien había admirado yo en una exposición algunos muebles hermosísimos y que tienen respecto del nombre de su propietaria la superioridad de no ser falsos. En cuanto al supuesto duque de Guastalla, debía de ser el agente de cambio de mi secretario, ¡tantas cosas procura el dinero! Pero no, es el emperador, según parece, quien se ha divertido en dar a esas gentes un título precisamente indisponible. Quizá sea una prueba de poder o de ignorancia; a mí me parece, sobre todo, que es una pésima trastada que les ha jugado de esa manera a esos usurpadores a pesar suyo. Pero, en fin, no puedo darle a usted luces acerca de todo eso, ya que mi competencia se detiene en el barrio de Saint-Germain, donde, entre todos los Courvoisier y Gallardon, encontrará usted, si llega a descubrir un introductor, viejas malas lenguas sacadas ex profeso de Balzac, y que le divertirán. Todo esto, naturalmente, nada tiene que ver con el prestigio de la princesa de Guermantes, pero sin mí y sin mi Sésamo, la mansión de esta última es inaccesible». «Verdaderamente debe de ser magnífico el ambiente en el palacio de la princesa de Guermantes». «¡Oh!, no es que sea magnífico. Es lo más hermoso que existe; después de la princesa, sin embargo». «La princesa de Guermantes, ¿es superior a la duquesa de Guermantes?». «¡Oh!, no tiene nada que ver». (Es de notar que, desde el punto en que las gentes de mundo tienen un poco de imaginación, coronan o destronan, al arbitrio de sus simpatías o de sus desavenencias, a aquellos cuya situación parecía más sólida y mejor asentada).
«La duquesa de Guermantes (quizá con no llamarla Oriana quisiera poner más distancia entre ella y yo) es deliciosa; muy superior a lo que ha podido adivinar usted. Pero, en fin, es inconmensurable con su prima. Esta es exactamente lo que la gente de los mercados puede imaginarse que era la princesa de Metternich; pero la de Metternich creía haber lanzado a Wagner porque conocía a Víctor Maurel. La princesa de Guermantes, o, mejor dicho, su madre, ha conocido al verdadero. Lo cual es un prestigio, sin hablar de la increíble belleza de esa mujer. ¡Y solamente los jardines de Ester!». «¿No es posible visitarlos?». «No, habría que ser invitado, pero nunca invitan a nadie, a menos que intervenga yo». Pero retirando, inmediatamente después de haberlo lanzado, el cebo de este ofrecimiento, me tendió la mano, porque habíamos llegado a mi casa. «Mi papel ha terminado, caballero; añadiré a él simplemente estas pocas palabras: quizá algún día le ofrezca otro su simpatía como he hecho yo. Que el ejemplo actual le sirva a usted de enseñanza. No lo deje escapar. Una simpatía es preciosa siempre. Lo que no es posible hacer solos en la vida, porque hay cosas que no puede uno pedir, ni hacer, ni querer, ni aprender por sí mismo, puede lograrse entre varios y sin necesidad de ser trece como en la novela de Balzac, ni cuatro como en Los tres mosqueteros. Adiós».
Debía de estar cansado y haber renunciado a la idea de ir a ver el claro de luna, porque me pidió dijese al cochero que volviera a llevarlo a casa. Inmediatamente hizo un brusco movimiento como si quisiera desdecirse. Pero ya había transmitido yo la orden y, por no retrasarme más, fui a llamar a mi puerta, sin haber vuelto a pensar en que tenía que contarle al señor de Charlus, a propósito del emperador de Alemania, del general Botha, las historias que de tal modo me obsesionaban poco antes, pero que su recibimiento inesperado y fulminante había hecho volar muy lejos de mí.
Al entrar en mi cuarto vi sobre mi escritorio una carta que el joven lacayo de Francisca había escrito a un amigo suyo y dejado olvidada allí. El mozo, desde que mi madre estaba ausente, no retrocedía ante ningún descaro; más culpable fui yo en leer la carta sin sobre, harto a la vista, y que —era mi única excusa— parecía ofrecerse a mí.
«Querido amigo y primo: espero que seguiréis bien de salud lo mismo que toda la familia menuda en particular mi ahijadillo José al que todavía no tengo el gusto de conocer pero que lo prefiero a todos vosotros por ser mi ahijado, también estas reliquias del corazón tienen su polvo, no pongamos las manos en sus restos sacrosantos. Por otra parte querido primo y amigo, quién te dice a ti y a tu querida mujer mi prima María que no habéis de ser precipitados los dos el día de mañana hasta el fondo del mar como el marinero atado en lo alto del palo mayor, porque esta vida no es más que un valle oscuro. Querido amigo debo decirte que mi principal ocupación, seguro estoy de tu asombro, es ahora la poesía que me gusta con delirio, porque de algún modo hay que pasar el tiempo. Así es mi querido amigo que no te sorprenda demasiado que no haya respondido aún a tu última carta a falta de perdón deja venir el olvido. Como sabrás la madre de la señora ha fallecido en medio de sufrimientos indecibles que la han rendido bastante pues la han visto hasta tres médicos. El día de sus funerales fue un día grande pues todas las amistades del señor habían venido en tropel así como varios ministros. Más de dos horas se emplearon en ir al cementerio, lo cual os hará abrir tamaños ojos a todos en vuestra aldea porque de seguro que no se hará tanto por la tía Michu. Así mi vida no será ya más que un largo sollozo. Me divierto una enormidad con la motocicleta que he aprendido a montar en ella últimamente. Qué diríais mis queridos amigos si llegase yo así a toda velocidad a las Ecorces. Pero no he de callarme ya sobre esto, porque me doy cuenta de que la embriaguez de la desgracia arrastra su razón. Frecuento el trato de la duquesa de Guermantes, de personas que nunca has oído siquiera su nombre en nuestros ignorantes pueblos. Así es que mandaré con mucho gusto los libros de Racine, de Víctor Hugo, de Páginas Escogidas de Chênedollé, de Alfredo Musset, porque quisiera curar a la tierra que me ha dado el ser de la ignorancia que lleva fatalmente hasta el crimen. No se me ocurre nada más que decirte y te mando como el pelícano rendido por un largo viaje mis afectuosos saludos así como para tu mujer para mi ahijado y para tu hermana Rosa. Ojalá no haya que decir de ella: Y Rosa sólo ha vivido lo que viven las rosas, como ha dicho Víctor Hugo, el soneto de Arvers, Alfredo de Musset, todos esos grandes genios a los que se les ha hecho por esa razón morir en las llamas de la hoguera como Juana de Arco. Hasta tu próxima misiva, recibe mis besos como los de un hermano. — Perigot (José).»
Nos sentimos atraídos por toda vida que representa para nosotros algo desconocido, por una última ilusión por destruir aún. A pesar de esto, las misteriosas palabras gracias a las que me había llevado el señor de Charlus a imaginarme a la princesa de Guermantes como un ser extraordinario y diferente de cuanto yo conocía, no bastan a explicar la estupefacción en que me vi, seguida bien pronto del temor a ser víctima de un bromazo de mal género urdido por alguien que hubiera querido hacerme poner de patitas a la puerta de una casa a la que iría yo sin ser invitado, cuando, como dos meses después de la cena en casa de la duquesa, y mientras esta se hallaba en Cannes, al abrir un sobre cuya apariencia no me había advertido de nada extraordinario, leí estas palabras impresas en un tarjetón: «La princesa de Guermantes, née[69] duquesa en Baviera, estará en casa el…». Claro está que el ser invitado a casa de la princesa de Guermantes quizá no fuese, desde el punto de vista mundano, más difícil que cenar en casa de la duquesa, y mis escasos conocimientos heráldicos me habían hecho saber que el título de príncipe no es superior al de duque. Además, me decía yo que la inteligencia de una mujer de mundo no puede ser de una esencia tan heterogénea respecto a la de sus congéneres como pretendía el señor de Charlus, y de una esencia tan heterogénea respecto a la de otra mujer. Pero mi imaginación, pareja a la de Elstir en trance de dar un efecto de perspectiva sin tener en cuenta las nociones de física que podía, por otra parte, poseer, me pintaba no lo que yo sabía, sino lo que veía ella; lo que veía ella, es decir, lo que le mostraba el nombre. Ahora bien, incluso cuando no conocía yo a la duquesa, el nombre de Guermantes precedido del título de princesa, como una nota o un color o una cantidad profundamente modificados respecto de los valores circunstantes por el «signo» matemático o estético que afecta a la nota, al color o a la cantidad, había evocado siempre para mí algo por completo diferente. Con ese título se encuentra uno, sobre todo en las memorias del tiempo de Luis XIII y de Luis XIV, de la corte de Inglaterra, de la reina de Escocia, de la duquesa de Aumale, y yo me figuraba el palacio de la princesa de Guermantes como más o menos frecuentado por la duquesa de Longueville y por el gran Condé, cuya presencia hacía harto poco verosímil que llegase yo nunca a penetrar en semejantes lugares.
Muchas cosas que me había dicho el señor de Charlus habían dado un vigoroso latigazo a mi imaginación y, haciendo olvidar a esta cuánto la había defraudado la realidad en la duquesa de Guermantes (ocurre con los nombres de las personas lo que con los nombres de los países), la habían aguijado hacia la prima de Oriana. Por lo demás, si el señor de Charlus me engañó algún tiempo respecto al valor y variedad imaginarios de las gentes de mundo, fue únicamente porque él mismo se engañaba en ese orden. Y quizá fuese así porque no hacía nada, no escribía, no pintaba, ni siquiera leía nada de una manera seria y profundizando. Pero, superior a las gentes de mundo en muchos grados, si de estas y de su espectáculo era de donde sacaba la materia de su conversación, no por eso era comprendido de ellas. Gracias a que hablaba como un artista, podía, a lo sumo, exhalar el encanto falaz de las gentes de mundo. Pero exhalarlo solamente para los artistas, respecto de los cuales hubiera podido desempeñar el papel que el reno para los esquimales; este precioso animal arranca para ellos, de las rocas desérticas, líquenes, musgos que aquellos no sabrían descubrir ni utilizar, pero que, una vez digeridos por el reno, se convierten para los habitantes del extremo Norte en un alimento asimilable.
A esto he de añadir que los cuadros que del gran mundo trazaba el señor de Charlus estaban animados con mucha vida por la mezcla de sus odios feroces y de sus devotas simpatías. Los odios, dirigidos sobre todo contra los jóvenes; la adoración, excitada principalmente por ciertas mujeres.
Si entre estas ponía el señor de Charlus a la princesa de Guermantes en el trono más elevado, sus misteriosas palabras sobre «el inaccesible palacio de Aladino» que habitaba su prima no bastan a explicar mi estupefacción.
A pesar de la parte que corresponde a los diferentes puntos de vista subjetivos de que habrá de hablar, en los abultamientos artificiales, no es menos cierto que hay cierta realidad objetiva en todos estos seres y, por consiguiente, diferencia entre ellos.
¿Cómo, por lo demás, habría de ser de otra manera? La humanidad que frecuentamos y que tan poco se parece a nuestros sueños, es, sin embargo, la misma que en las memorias, en las cartas de las gentes notables, hemos visto descrita y que hemos deseado conocer. El viejo más insignificante con quien cenamos es aquel cuya orgullosa carta al príncipe Federico Carlos hemos leído en un libro sobre la guerra del 70. Se aburre uno en la cena porque la imaginación está ausente, y si nos divertimos con un libro es porque en él nos da compañía aquella. Pero se trata de las mismas personas. Nos gustaría haber conocido a madama de Pompadour, que tan bien protegió a las artes, y nos hubiéramos aburrido a su lado tanto como al lado de las modernas Egerias a cuya casa no nos podemos decidir a volver, de tan mediocres como son. No por ello es menos cierto que esas diferencias subsisten. Las gentes no son nunca exactamente iguales unas a otras; su manera de comportarse con respecto a nosotros, en igualdad de amistad pudiera decirse, revela diferencias que, en fin de cuentas, ofrecen una compensación. Cuando conocí a la señora de Montmorency, esta se complació en decirme cosas desagradables; pero si yo tenía necesidad de algún servicio, lanzaba ella, para conseguirlo con eficacia, todo el crédito que poseía, sin escatimar nada. Mientras que otra cualquiera, como la señora de Guermantes, jamás hubiera querido disgustarme, no decía de mí sino aquello que podía causarme un placer, me colmaba de todas las amabilidades que formaban el opulento tren de vida moral de los Guermantes, pero si yo hubiera pedido una cosa de nada fuera de eso, no hubiera dado un paso para procurármelo, como en esos castillos en que tiene uno a su disposición un automóvil, un ayuda de cámara, pero en los que es imposible conseguir un vaso de sidra que no está previsto en el orden de festejos. ¿Cuál era para mí la verdadera amiga: la señora de Montmorency, tan feliz con molestarme y tan dispuesta siempre a servirme, o la señora de Guermantes, que sufría con el menor disgusto que se me hubiera causado, y que era incapaz del menor esfuerzo por serme útil? Por otra parte, se decía que la duquesa de Guermantes hablaba únicamente de frivolidades, y su prima, con un talento más mediocre, de cosas que siempre eran interesantes. Las formas de talento son tan variadas, tan opuestas no sólo en literatura, sino en la vida de mundo, que únicamente Baudelaire y Mérimée tienen derecho a desdeñarse recíprocamente. Estas particularidades forman, en todas las personas, un sistema de miradas, de expresiones, de actos, tan coherente, tan despótico, que cuando estamos en presencia suya nos parece superior a todo lo demás. En la señora de Guermantes, sus palabras, deducidas, como un teorema, del corte de su espíritu, me parecían las únicas que hubieran debido decirse. Y me sentía, en el fondo, de su opinión cuando me decía que la señora de Montmorency era estúpida y tenía el espíritu abierto a todas las cosas que no comprendía, o cuando, al enterarse de alguna mala partida de aquella, me decía la duquesa: «Eso es lo que usted llama una mujer buena; pues a eso lo llamo yo un monstruo». Pero esta tiranía de la realidad que está ante nosotros, esta evidencia de la luz de la lámpara que hace palidecer la aurora ya lejana como un simple recuerdo, desaparecían en cuanto yo estaba lejos de la señora de Guermantes y una dama diferente me decía, poniéndose a un mismo nivel conmigo y juzgando a la duquesa muy por debajo de nosotros: «Oriana no se interesa, en el fondo, por nada ni por nadie», e incluso (cosa que en presencia de la señora de Guermantes me hubiera parecido imposible de creer, hasta tal punto proclamaba ella lo contrario): «Oriana es una snob». Como ninguna matemática nos permite convertir a la señora de Arpajon y a la señora de Montpensier en cantidades homogéneas, me hubiera sido imposible responder si me preguntasen cuál de ellas me parecía superior a la otra.
Ahora bien, entre los rasgos privativos del salón de la princesa de Guermantes, el más habitualmente citado era cierto exclusivismo, debido en parte a la regia cuna de la princesa, y sobre todo al rigorismo casi fósil de los prejuicios aristocráticos del príncipe, prejuicios que, por lo demás, no habían tenido empacho en zaherir delante de mí el duque y la duquesa, y que, naturalmente, habían de hacerme considerar más inverosímil aún que me hubiese invitado aquel hombre para el que sólo contaban las Altezas y los duques y que en cada comida hacía una escena porque no se le había señalado en la mesa el sitio a que hubiera tenido derecho en tiempos de Luis XIV, sitio que, gracias a su extremada erudición en materias de historia y de genealogía, sólo él sabía cuál era. A causa de esto, muchas gentes de mundo resolvían en favor del duque y de la duquesa las diferencias que les separaban de sus primos. «El duque y la duquesa son mucho más modernos, mucho más inteligentes, no se ocupan exclusivamente, como los otros, del número de cuarteles; su salón está trescientos años más adelantado que el de su primo», eran frases usuales cuyo recuerdo me hacía ahora estremecerme cuando contemplaba la tarjeta de invitación, a la que daban muchas más probabilidades de haberme sido enviada por algún chusco.
Todavía si el duque y la duquesa de Guermantes no hubiesen estado en Cannes, hubiera podido yo tratar de saber por ellos si la invitación que había recibido era auténtica. Esta duda en que me hallaba no se debe siquiera, como por un momento me había lisonjeado creer, al sentimiento que un hombre de mundo no experimentaría y que, en consecuencia, un escritor, aun cuando perteneciese, fuera dé esto, a la casta de las gentes de mundo, debería reproducir para ser debidamente «objetivo» y pintar cada clase diferentemente. Últimamente he encontrado, en efecto, en un delicioso volumen de memorias, la notación de incertidumbres análogas a aquellas porque me hacía pasar la tarjeta de invitación de la princesa. «Jorge y yo (o Hély y yo —no tengo el libro a mano para comprobarlo—) ardíamos hasta tal punto en deseos de ser admitidos al salón de la señora Delessert, que, habiendo recibido una invitación de ella, creímos prudente, cada uno por nuestro lado, asegurarnos de que no éramos víctimas de alguna inocentada». Ahora bien, el narrador no es otro que el conde de Hanssonville (el que casó con la hija del duque de Broglie), y el otro joven que «por su parte» va a asegurarse de si no será juguete de un bromazo, es, según se llame Jorge o Hély, uno u otro de los dos inseparables amigos del señor de Hanssonville: el señor de Harcourt o el príncipe de Chalais.
El día en que debía tener lugar la recepción en casa de la princesa de Guermantes me enteré de que el duque y la duquesa estaban de vuelta en París desde la víspera. El baile de la princesa no les hubiera hecho volver, pero uno de sus primos estaba muy enfermo, y el duque, además, tenía mucho empeño por un baile de trajes que daban esa noche y en el que había de aparecer él disfrazado de Luis XI, y su mujer de Isabel de Baviera. Y resolví ir a verles por la mañana. Pero el duque y la duquesa, que habían salido temprano, aún no habían vuelto; espié, primero, desde un cuartito que se me antojaba una buena atalaya, la llegada del coche. En realidad, había escogido muy mal mi observatorio, desde el que distinguí apenas nuestro patio, pero vi otros muchos, cosa que, sin utilidad para mí, me distrajo un momento. No es sólo en Venecia, sino también en París, donde encuentra uno esos puntos de vista que dan a varias casas a la vez y que han tentado a los pintores. No digo Venecia a humo de pajas. En sus barrios pobres es en lo que hacen pensar ciertos barrios pobres de París, a la mañana, con sus altas chimeneas anchas de boca, a las que da el sol los rosas más vivos, los rojos más claros; es todo un jardín que florece por cima de las cosas, y que florece con matices tan varios, que se diría, plantado sobre la ciudad, el jardín de un aficionado a tulipanes, de Delf o de Haarlem. Por otra parte, la extremada proximidad de las casas de ventanas opuestas que dan a un mismo patio hace, en estos, de cada recuadro de ventana el marco en que una cocinera sueña mirando al suelo, en que, más allá, una muchacha se deja peinar el pelo por una vieja con cara —distinta apenas en la sombra— de bruja; así, cada patio constituye para el vecino de la casa, al suprimir el ruido con su intervalo, dejando ver los ademanes silenciosos en un rectángulo que ponen bajo cristales las vidrieras cerradas, una exposición de cien cuadros holandeses yuxtapuestos. Claro está que desde el palacio de Guermantes no tenía uno la misma clase de vistas, pero sí igualmente curiosas, sobre todo desde el extraño punto trigonométrico en que me había apostado yo y en el que nada estorbaba a la mirada hasta las lejanas alturas que formaban los terrenos relativamente vagos que precedían, por estar muy en cuesta, al palacio de la princesa de Silistria y de la marquesa de Plassac, nobilísimas primas del señor de Guermantes a las que no conocía yo. Hasta ese hotel (que era el de su padre, el señor de Bréquigny) no había nada más que cuerpos de edificios poco elevados, orientados de las maneras más diversas y que, sin detener la vista, prolongaban la distancia con sus planos oblicuos. La torrecilla de tejas rojas de la cochera en que encerraba sus coches el marqués de Frécourt remataba en una aguja más alta, pero tan delgada que no tapaba nada, y hacía pensar en esas lindas construcciones antiguas de Suiza que irrumpen, aisladas, al pie de una montaña. Todos estos puntos vagos y divergentes en que se reposaban los ojos, hacían parecer más lejos que si hubiera estado separado de nosotros por varias calles o por numerosos contrafuertes el palacio de la señora de Plassac, en realidad bastante cercano, pero quiméricamente alejado como un paisaje alpestre. Cuando sus anchas ventanas cuadradas, encandiladas de sol como hojas de cristal de roca, se abrían para hacer la limpieza, sentía uno, al seguir en los diferentes pisos a los criados imposibles de distinguir bien, pero que sacudían alfombras, el mismo goce que al ver en un cuadro de Turner o de Elstir un viajero en diligencia, o un guía, a diferentes grados de altitud del San Gotardo. Pero desde el «punto de vista» en que me había colocado, me hubiera expuesto a no ver entrar al señor o a la señora de Guermantes, de modo que cuando, a la hora de la siesta me vi en libertad de volver a mi acechadero, emboqué sencillamente por la escalera desde la que no podía pasar inadvertido para mí el abrirse de la puerta cochera, y en la escalera fue donde me aposté, bien que no apareciesen en ella, tan deslumbradoras con sus criados —que el alejamiento tornaba minúsculos, entregados a los quehaceres de la limpieza—, las bellezas alpestres del palacio de Bréquigny y de Tresmes. Ahora bien, esta espera en la escalera había de tener para mí consecuencias tan considerables y descubrirme un paisaje no ya turneriano, sino moral, tan importante, que es preferible aplazar por unos instantes el relato de las mismas, haciéndolo preceder primeramente del de mi visita a los Guermantes cuando supe que habían vuelto. Fue el duque solo quien me recibió en su biblioteca. En el momento en que entraba yo en esta salió un hombrecillo con el pelo completamente blanco, de apariencia pobretona, con una corbatita negra como la que gastaban el notario de Combray y varios amigos de mi abuelo, pero de aspecto más tímido, y que, dirigiéndome grandes saludos, no consintió de ningún modo en bajar antes de que hubiese pasado yo. El duque le gritó desde la biblioteca algo que no entendí, y el otro respondió con nuevos saludos dirigidos a la pared, ya que el duque no podía verlo, pero repetidos de todas maneras sin fin, como esas inútiles sonrisas de las personas que hablan con uno por teléfono; el viejo tenía una voz de falsete, y volvió a saludarme con amabilidad de hombre de negocios. Y podía, por lo demás, ser un hombre de negocios de Combray —hasta tal punto tenía el corte provinciano, anticuado y apacible de las gentes humildes, de los viejos modestos de allá—. «Ahora mismo verá usted a Oriana —me dijo el duque en cuanto hube entrado—. Como Swann tiene que venir dentro de un momento a traerle las pruebas de su estudio sobre las monedas de la Orden de Malta, y, lo que es peor, una fotografía inmensa en que ha hecho reproducir las dos caras de esas monedas, Oriana ha preferido vestirse primero para poder estar con él hasta el momento de ir a cenar. Estamos ya tan llenos de trastos que no sabemos dónde ponerlos, y es lo que me digo yo, dónde vamos a meter esa fotografía. Pero es que tengo una mujer demasiado amable, que se complace con exceso en dar gusto a la gente. Le ha parecido que estaría bien pedirle a Swann que le dejase ver unos junto a otros todos esos maestres de la Orden, cuyas medallas ha encontrado él en Rodas. Porque le decía yo a usted Malta: es Rodas, pero se trata de la misma Orden de San Juan de Jerusalén. En el fondo, si a Oriana le interesan esas cosas es únicamente porque Swann se ocupa de ellas. Nuestra familia anda muy mezclada con todo eso; aun hoy, mi hermano, al que usted conoce, es uno de los más altos dignatarios de la Orden de Malta. Pero si yo le hubiese hablado de todas estas cosas a Oriana, ni siquiera me habría escuchado. En cambio, ha bastado que las investigaciones de Swann acerca de los Templarios (porque es inaudito el delirio de la gente de una religión por estudiar la de los demás) le hayan llevado a la historia de los Caballeros de Rodas, herederos de los Templarios, para que inmediatamente quiera ver las cabezas de esos caballeros. Eran unos chiquilicuatros al lado de los Lusiñán, reyes de Chipre, de quienes descendemos por línea recta. Pero como Swann, hasta ahora, no se ha ocupado de ellos, tampoco Oriana quiere saber nada acerca de los Lusiñán». No pude decirle en seguida al duque a qué había ido a su casa. En efecto, algunas parientas o amigas, como la señora de Silistria y la duquesa de Montrose, vinieron a hacer una visita a la duquesa, que solía recibir antes de la cena, y, como no encontrasen a aquella, se quedaron un momento con el duque. La primera de dichas damas (la princesa de Silistria), vestida con sencillez, seca, pero de aspecto amable, llevaba en la mano un bastón. Temí, al pronto, que estuviese herida o que fuese inválida. Era, por el contrario, muy avispada. Habló con tristeza al duque de un primo hermano de este —no por parte de los Guermantes, sino por otro lado más brillante aún si cabía—, cuyo estado de salud, muy quebrantado ya desde hacía algún tiempo, se había agravado súbitamente. Pero se veía que el duque, sin dejar de compadecer la mala suerte de su primo ni de repetir: «¡Pobre Mama! ¡Es tan buen chico!», daba un diagnóstico favorable. En efecto, la comida a que debía asistir el duque le divertía, la espléndida recepción en casa de la princesa de Guermantes no le aburría; pero, sobre todo, tenía que ir a la una de la mañana con su mujer a una gran cena y a un baile de trajes, pensando en el cual estaban a punto un disfraz de Luis XI para él y otro de Isabel de Baviera para la duquesa. Y el duque no quería que le echase a perder estas diversiones múltiples el sufrimiento del buen Amaniano de Asmond. Otras dos damas portadoras de bastones, la señora de Plassac y la de Tresmes, hijas ambas del conde Bréquigny, vinieron luego a hacer su visita a Basin, y declararon que el estado del primo Mama no daba ya lugar a esperanzas. Después de haberse encogido de hombros, y por cambiar de conversación, el duque les preguntó si iban aquella noche a casa de María Gilberto. Respondieron que no, por el estado de Amaniano, que estaba en las últimas, y que incluso habían desistido de asistir a la comida a que iba el duque, y cuyos comensales —el hermano del rey Teodosio, la infanta María Concepción, etc.— le enumeraron. Como el marqués de Osmond era pariente suyo en un grado menos próximo que de Basin, su «defección» le pareció al duque algo así como una censura indirecta a su proceder. Así, aun cuando habían bajado de las alturas del palacio de Bréquigny para ver a la duquesa (o más bien para anunciarle el carácter alarmante e incompatible con las reuniones mundanas, para los parientes, de su primo), no se quedaron mucho rato, y, provistas de su bastón de alpinista, Walpurgis y Dorotea (tales eran los nombres de las dos hermanas) emprendieron de nuevo el escarpado camino de su cumbre. Nunca se me ocurrió preguntarles a los Guermantes a qué venían aquellos bastones, tan frecuentes en cierto sector del barrio de Saint-Germain. Quizá considerando toda la parroquia como dominio suyo, y porque no les gustase tomar coches de punto, se diesen las dos hermanas largos paseos a pie, para los que alguna antigua fractura, debida al uso inmoderado de la caza y a las caídas de caballo que a menudo lleva consigo, o simplemente los reumatismos provenientes de la humedad de la orilla izquierda del río y de los castillos antiguos, les hacían necesario el bastón. Acaso no hubiesen salido para una expedición tan dilatada por el barrio, y, habiendo bajado solamente a su jardín (que estaba no muy lejos del de la duquesa) a recoger la fruta que necesitaban para las compotas, venían, antes de volverse a casa, a dar las buenas noches a la señora de Guermantes, a cuya casa no llegaban, sin embargo, a llevar unas podaderas o una regadera. Al duque pareció halagarle que yo hubiese ido a su casa el mismo día de su regreso. Pero su semblante se ensombreció cuando le dije que venía a pedirle a su mujer que se informase de si realmente me había invitado su prima. Acababa yo de rozar uno de esos servicios que ni al señor ni a la señora de Guermantes les gustaba prestar. El duque me dijo que era demasiado tarde; que si la princesa no me había enviado invitación, iba a parecer como que pedía él una; que ya le habían negado una sus primos una vez, y que no quería ya, ni de cerca ni de lejos, parecer que se entrometía en sus listas, «que se inmiscuía»; en fin, que ni siquiera sabía si él y su mujer, que cenaban fuera, se volverían inmediatamente después a casa; que en ese caso, su mejor disculpa por no haber ido a la recepción de la princesa era ocultarle su regreso a París; que, evidentemente, de no ser así, se hubieran apresurado, por el contrario, a hacérselo saber, mandándole dos letras o dándole un telefonazo a propósito de mí, y seguramente demasiado tarde, porque, según todas las hipótesis, las listas de la princesa estarían de seguro cerradas. «¿No estará usted a mal con ella?», me dijo con expresión recelosa, porque los Guermantes tenían siempre el temor de no estar al corriente de las últimas desavenencias, y de que no tratara uno de arreglarse a costa de ellos. Al fin, como el duque tenía la costumbre de echar sobre sí todas las decisiones que podían parecer poco amables: «Mire usted, hijo mío —me dijo de pronto, como si la idea hubiese acudido bruscamente a su magín—, hasta me dan ganas de no decirle nada a Oriana de que me ha hablado usted de esto. Ya sabe usted lo amable que es ella; además, le quiere a usted enormemente, querría mandar recado a casa de su prima, a pesar de cuanto yo pudiera decirle; ¡y está tan cansada después de cenar!, ya no habrá ninguna excusa que valga, se verá obligada a ir a la recepción. No, decididamente, no le diré nada. Por lo demás, ahora mismo va usted a verla. Ni una palabra de esto, se lo ruego. Si se decide usted a ir a la recepción, no necesito decirle qué alegría tendremos en pasar con usted la velada». Los motivos de humanidad son demasiado sagrados para que aquel delante de quien se invocan no se incline ante ellos, créalos sinceros o no; no quise parecer que ponía ni un instante en la balanza mi invitación y la posible fatiga de la señora de Guermantes, y prometí no hablar a esta del objeto de mi visita, exactamente como si me hubiera engañado la comedieta que para mí acababa de representar el señor de Guermantes. Pregunté al duque si creía que tendría yo alguna probabilidad de ver en casa de la princesa a la señora de Stermaria. «No —me dijo con expresión de buen conocedor—; conozco el apellido que dice usted de verlo en los anuarios de los clubs; no es esa precisamente la clase de sociedad que va a casa de Gilberto. Allí no verá usted más que gentes excesivamente correctas y aburridísimas, duquesas que llevan títulos que uno creía extinguidos y que se han vuelto a sacar para el caso, todos los embajadores, muchos Coburgos, altezas extranjeras, pero no piense usted encontrar ni sombra de Stermaria. Gilberto se pondría enfermo sólo con esa suposición de usted».
«¡Ah!, a usted que le gusta la pintura, tengo que enseñarle un cuadro soberbio que le he comprado a mi primo, en parte a cambio de los Elstir, que decididamente no nos gustaban. Me lo han vendido por un Philippe de Champagne, pero yo creo que es algo aún más grande. Me parece que es un Velázquez, y de la época más hermosa», me dijo el duque mirándome a los ojos, fuese por conocer mi impresión, fuese para aumentarla; entró un criado. «La señora duquesa me manda a preguntar al señor duque si quiere recibir el señor duque al señor Swann, porque la señora duquesa todavía no está arreglada». «Haga usted pasar al señor Swann», dijo el duque después de haber mirado su reloj y visto que aún le quedaban unos minutos antes de ir a vestirse. «Naturalmente, mi mujer, que le ha dicho que viniera, no está arreglada. No hay para qué hablar delante de Swann de la recepción de María Gilberto —me dijo el duque—. No sé si está invitado. Gilberto le quiere mucho, porque le cree nieto natural del duque de Berri; es toda una historia. (De no ser por eso, figúrese usted, ¡mi primo, que le da un ataque cuando ve un judío a cien metros!). Pero, en fin, ahora la cosa se agrava con la cuestión de Dreyfus; Swann hubiera debido comprender que él más que ningún otro debía cortar todos los cables con esas gentes; pues bueno, lejos de eso, anda diciendo por ahí cosas desagradables». El duque llamó al criado para saber si el que había mandado a casa de su primo el de Osmond había vuelto. En efecto, el plan del duque era el siguiente: como creía, con razón, moribundo a su primo, tenía empeño en hacer que le trajesen noticias de él antes de su muerte; es decir, antes del luto forzoso. Una vez a cubierto por la certeza oficial de que Amaniano estaba vivo aún, se largaría a su cena, a la recepción del príncipe, al baile de trajes a que iría disfrazado de Luis XI y en donde tenía la más excitante de las citas con una nueva querida, y ya no mandaría en busca de noticias antes de la mañana siguiente, cuando hubieran acabado las diversiones. Entonces se pondrían de luto, si el enfermo había fallecido durante la noche. «No, señor duque, todavía no ha vuelto». «¡Maldita sea! Aquí no se hacen nunca las cosas hasta última hora», dijo el duque ante el pensamiento de que Amaniano había tenido tiempo de «espichar» para cuando saliese algún periódico de la noche, y hacerle perder a él su baile de trajes. Mandó que le trajesen el Temps, en que no venía nada. No había visto yo a Swann desde hacía mucho tiempo; por un instante me pregunté si no se afeitaba antes el bigote, o si no llevaba el pelo cortado al rape, porque encontraba algún cambio en él; era únicamente que estaba, en efecto, muy «cambiado», porque estaba muy malo, y la enfermedad produce en el semblante modificaciones tan profundas como el dejarse crecer la barba o cambiarse de lado la raya. (La enfermedad de Swann era la misma que se había llevado a su madre y por la que esta había sido atacada precisamente a la edad que tenía él. Nuestras existencias están, en realidad, por obra de la herencia, tan llenas de cifras cabalísticas, de aojamientos, como si realmente hubiera brujas. Y así como hay una cierta duración de la vida para la humanidad en general, hay una para las familias en particular; es decir, dentro de las familias, para los miembros que se parecen). Swann iba vestido con una elegancia que, como la de su mujer, asociaba a lo que era lo que había sido. Enfundado en una levita gris perla que hacía resaltar su aventajada estatura, esbelto, blancos los guantes con rayas negras en el dorso, llevaba una chistera gris de una forma ancha de base que hacía Delion exclusivamente para él, para el príncipe de Sagan, para el señor de Charlus, para el marqués de Módena, para Carlos Haas y para el conde Luis de Turena. Me dejó sorprendido la agradable sonrisa y el afectuoso apretón de manos con que respondió a mi saludo, porque creí yo que al cabo de tanto tiempo no habría de reconocerme en seguida; le dije cuál era mi asombro; lo recibió con risotadas, un poco de indignación y una nueva presión de la mano, como si fuese poner en duda la integridad de su inteligencia o la sinceridad de su afecto suponer que no me reconociera. Y ese era, sin embargo, el caso; no me identificó, lo he sabido mucho después, hasta unos minutos más tarde, al oír mi apellido. Pero ningún cambio en su rostro, en sus palabras, en las cosas que me dijo, delató el descubrimiento, que una frase del señor de Guermantes le llevó a hacer; tal maestría y seguridad tenía en el juego de la vida mundana. Ponía en él, por lo demás, aquella espontaneidad en las maneras y aquellas iniciativas personales, incluso en materia de atuendo, que caracterizaban a la especie de los Guermantes. Así, el saludo que sin reconocerme me había hecho el viejo clubman no era el saludo frío y rápido del hombre de mundo puramente formalista, sino un saludo colmado de una amabilidad real, de una gracia verdadera, como las que tenía la duquesa de Guermantes, por ejemplo (que llegaba hasta ser la primera en sonreíros antes de que la hubieseis saludado, si se encontraba con vosotros), en oposición a los saludos más mecánicos, habituales en las damas del barrio de Saint-Germain. Del mismo modo, también, su sombrero, que, con arreglo a una costumbre que tendía a desaparecer, puso en el suelo a su lado, estaba forrado de cuero verde, cosa que no se hacía de ordinario, pero es porque (según decía él) era mucho menos sucio, y en realidad porque estaba muy bien. «Oiga usted, Carlos, usted que es buen catador, venga a ver una cosa; después, hijitos, voy a pedirles permiso para dejarles juntos un instante mientras voy a ponerme un frac; por lo demás, supongo que no ha de tardar Oriana». Y le enseñó su Velázquez a Swann. «¡Pero si me parece que conozco esto!», dijo Swann, con la mueca de las personas enfermas para quienes hablar es ya una fatiga. «Sí —dijo el duque, al que había hecho ponerse serio lo que tardaba el conocedor en expresar su admiración—. Probablemente lo habrá visto usted en casa de Gilberto». «¡Ah!, en efecto, ahora me acuerdo». «¿Qué cree usted que es?». «Pues, si estaba en casa de Gilberto, probablemente será alguno de sus antepasados», dijo Swann con una mezcla de ironía y deferencia hacia una grandeza que hubiera estimado descortés y ridículo negarse a reconocer, pero de la que por buen gusto no quería hablar sino «en broma».
«Pues claro que sí —dijo violentamente el duque—. Es Boson, número ya no sé cuántos de los Guermantes. Pero eso me trae sin cuidado. Ya sabe usted que no soy tan feudal como mi primo. He oído apuntar el nombre de Rigaud, de Mignard, ¡de Velázquez, inclusive! —dijo el duque, clavando en Swann una mirada de inquisidor y de sayón, para tratar a la vez de leer en su pensamiento y de influir en su respuesta—. En fin —concluyó, porque cuando se le llevaba a provocar artificialmente una opinión que deseaba, tenía la facultad, al cabo de unos instantes, de creer que había sido emitida espontáneamente—; vamos a ver, sin lisonjas: ¿cree usted que sea de alguno de los grandes pontífices que acabo de decir?». «Nnnno», dijo Swann. «Pero entonces, en fin, yo no entiendo nada de esto, no es a mí a quien toca decidir de quién es este mamarracho. Pero usted que es un aficionado, un maestro en la materia, ¿a quién lo atribuye? Es usted bastante entendido para tener alguna idea». Swann vaciló un momento ante aquel lienzo que visiblemente encontraba horrible: «¡A la malevolencia!», respondió, riéndose, al duque, que no pudo dejar pasar un movimiento de ira. Cuando esta se hubo calmado: «Ustedes son muy amables, esperen un instante a Oriana, voy a ponerme el frac, y vuelvo. Voy a hacer que avisen a la parienta de que están ustedes esperándola». Hablé un momento con Swann de la cuestión de Dreyfus, y le pregunté cómo podía ser que todos los Guermantes fuesen antidreyfusistas. «En primer lugar, porque toda esa gente es antisemita», respondió Swann, que de sobra sabía, sin embargo, por experiencia, que algunos de ellos no lo eran, pero que, como todas las gentes que profesan una opinión ardiente, prefería, para explicar que ciertas personas no la compartiesen, suponerles una razón preconcebida, un prejuicio contra el que no había modo de hacer nada, antes que unas razones que pudieran ser sometidas a discusión. Por otra parte, llegado al término prematuro de su vida, como un animal rendido al que se hostiga, execraba esas persecuciones y se acogía de nuevo al aprisco religioso de sus padres. «Por lo que se refiere al príncipe de Guermantes —dije—, es verdad, me habían dicho que era antisemita». «¡Oh!, de ese ni siquiera hablo. Lo es hasta el punto de que cuando era oficial, un día que estaba con un dolor de muelas espantoso, prefirió seguir con los dolores antes que consultarse con el único dentista de la comarca, que era judío; y más tarde ha dejado que se quemase un ala de su castillo en que había prendido el fuego porque hubiera tenido que pedir unas bombas de incendios al castillo vecino, que es de los Rothschild». «¿Va usted por casualidad esta noche a su casa?». «Sí —me respondió—, aunque me encuentro cansadísimo. Pero me ha mandado un continental para advertirme que tenía que decirme algo. Siento que voy a estar demasiado malo estos días para ir a su casa o para recibirle; me agitaré a cuenta de eso, y prefiero verme libre de ello en seguida». «Pero el duque de Guermantes no es antisemita». «Ya ve usted que sí, puesto que es antidreyfusista» —me respondió Swann, sin darse cuenta de que cometía una petición de principio—. «Eso no impide que me duela haber defraudado a ese hombre —¡qué digo!, a ese duque— al no admirar su supuesto Mignard, o lo que fuese». «Pero, bueno —continué, volviendo a la cuestión de Dreyfus—, la duquesa es inteligente». «Sí, es encantadora. En mi opinión, aún lo ha sido más cuando todavía se llamaba princesa de los Laumes. Su inteligencia ha cobrado un no sé qué más anguloso; todo eso era más tierno en la gran dama juvenil; pero al fin, más o menos jóvenes, hombres y mujeres, ¿qué quiere usted?, toda esa gente es de otra raza, no se llevan impunemente mil años de feudalismo en la masa de la sangre. Ellos, naturalmente, creen que eso no entra para nada en sus opiniones». «Pero Roberto de Saint-Loup, así como así, es dreyfusista». «¡Ah!, ¡mejor que mejor!, tanto más, cuanto que ya sabe usted que su madre es muy antidreyfusista. Me habían dicho de él que era dreyfusista, pero no estaba seguro de ello. Eso me da un alegrón. No me choca de él, es muy inteligente. Eso es mucho».
El dreyfusismo había vuelto a Swann de un candor extraordinario, comunicando a su manera de ver un impulso, un descarrío más notables aún de los que en otro tiempo le había traído su boda con Odette; este nuevo cambio de posición hubiera estado mejor calificado de reencasillamiento, y no era sino honroso para él, ya que le hacía volver a encauzarse en el camino por donde habían venido los suyos y del que le habían desviado sus relaciones aristocráticas. Pero Swann, precisamente en el mismo momento en que, tan lúcido, le estaba dado, gracias a los antecedentes heredados de su ascendencia, ver una verdad todavía oculta para las gentes de mundo, mostrábase, sin embargo, de una ceguedad cómica. Remitía todas sus admiraciones y todos sus desdenes a la prueba de un criterio nuevo, el dreyfusismo. Que el antidreyfusismo de la señora de Bontemps le hiciese encontrarla estúpida no tenía más de asombroso que el hecho de que, cuando se había casado, la hubiese encontrado inteligente. Tampoco era muy grave que la nueva oleada alcanzase asimismo en él a los juicios políticos, y le hiciese perder el recuerdo de haber tratado de hombre venal, de espía de Inglaterra (era un absurdo del círculo de los Guermantes), a Clemenceau, al que ahora declaraba haber tenido siempre por una conciencia, por un hombre de hierro, como Cornély. «No, nunca le he dicho a usted otra cosa. Se confunde usted». Pero la ola, pasando más allá de los juicios políticos, echaba por tierra en Swann los juicios literarios y hasta la manera de expresarlos. Barres había perdido todo asomo de talento, y hasta sus obras de mocedad eran flojuchas, apenas podían releerse. «Inténtelo usted, no podrá llegar hasta el final. ¡Qué diferencia de Clemenceau! Yo, personalmente, no soy anticlerical, pero al lado de ese hombre, ¡cómo se da uno cuenta de que Barres no tiene huesos! El tío Clemenceau es un buenazo estupendo. ¡Cómo conoce su lengua!». Por lo demás, los antidreyfusistas no hubieran tenido derecho a criticar estas locuras. Se explicaban que una persona fuese dreyfusista por ser de origen judío. Si un católico practicante como Samiette estaba también por la revisión, era que lo tenía cogido la señora Verdurin, que procedía como una radical acérrima. Estaba, ante todo, contra los «carcas». Samiette tenía más de tonto que de malo, y no sabía el daño que le hacía la Patrona. Y si se objetaba que también Brichot era amigo de la señora de Verdurin y miembro de «La Patria francesa», es porque era más inteligente. «Usted le ve alguna vez», dije a Swann, hablando de Saint-Loup. «No, nunca. El otro día me ha escrito para que le pida al duque de Mouchy y a algunos otros que voten por él en el Jockey, donde, por lo demás, ha pasado como si tal cosa». «¡A pesar del Affaire!». «No se ha planteado la cuestión. Por otra parte, debo decirle a usted que desde que ha empezado todo esto ya no pongo los pies en ese local».
Volvió a entrar el señor de Guermantes, y poco después apareció su mujer, arreglada ya, alta y soberbia, con un traje de raso rosa cuya falda estaba bordada de lentejuelas. Traía en el pelo una gran pluma de avestruz teñida de púrpura, y un chal de tul del mismo rojo echado por los hombros. «¡Qué bien está esto de hacerse forrar de verde el sombrero! —dijo la duquesa, a la que no se le escapaba nada—. Por lo demás, en usted, Carlos, todo hace bien, lo mismo lo que lleva puesto que lo que dice, como lo que lee o lo que hace». Swann, mientras tanto, sin que pareciese oírla, examinaba a la duquesa como hubiera examinado un lienzo de un maestro, y buscó luego su mirada haciendo con la boca el mohín que quiere decir: «¡Demonio!». La señora de Guermantes soltó la carcajada. «Le gusta a usted mi traje; me alegro. Pero debo decirle que lo que es a mí no me hace mucha gracia —añadió con expresión de fastidio—. ¡Dios mío, qué aburrimiento eso de tener que arreglarse, que salir, cuando tanto le gustaría a una quedarse en casa!». «¡Magníficos rubíes!». «¡Ah, Carlitos!, al menos se ve que entiende usted de esto; no es usted como ese bárbaro de Monserfeuil, que me preguntaba si eran finos. Debo decir que nunca he visto otros tan hermosos. Es un regalo de la gran duquesa. Para mi gusto son un poco grandes de más, un tanto vaso de Burdeos lleno hasta los bordes, pero me los he puesto porque esta noche hemos de ver a la gran duquesa en casa de María Gilberto», añadió la señora de Guermantes, sin sospechar que esta afirmación destruía las del duque. «¿Qué hay en casa de la duquesa?», preguntó Swann. «Casi nada», se apresuró a responder el duque, al que la pregunta de Swann había hecho creer que este no estaba invitado. «Pero ¿cómo, Basin? ¡Si están convocados toda la nobleza y sus feudatarios! Va a ser un latazo tremendo. Lo que estará bien —añadió mirando a Swann con expresión delicada—, si la tormenta que está en el aire no estalla, son aquellos maravillosos jardines. Ya los conoce usted. Yo estuve allí hace un mes, en el momento en que estaban en flor las lilas; no es posible hacerse una idea de lo hermoso que podía ser aquello. Y luego, el surtidor; en fin, es realmente Versalles en París». «¿Qué clase de mujer es la princesa?», pregunté. «Pero si ya sabe usted, puesto que la ha visto aquí, que es hermosa como el sol, que es también un tanto idiota, muy amable a pesar de su altanería germánica, llena de la mejor intención y de torpezas». Swann era demasiado agudo para no ver que la señora de Guermantes trataba en ese momento de «hacer gala del ingenio de los Guermantes», y a poca costa, ya que no hacía más que servirnos de nuevo, en una forma menos perfecta, antiguas frases de su propia cosecha. Con todo, para demostrar a la duquesa que comprendía su intención de ser graciosa, y como si realmente lo hubiera sido, sonrió con expresión un tanto forzada, causándome con este modo particular de insinceridad el mismo embarazo que había sentido en otro tiempo al oír a mis padres hablar con el señor Vinteuil de la corrupción de ciertos medios (cuando sabían muy bien que era mucho mayor la que reinaba en Mountjovain), a Legrandin matizar su conversación para unos necios, escoger epítetos delicados que sabía perfectamente que no podían ser comprendidos por un público rico o distinguido, pero iletrado. «Bueno, Oriana, ¿qué está usted diciendo? —terció el señor de Guermantes—. ¿Tonta María? Lo ha leído todo, es música como un violín». «Pero, mi pobre Basin, es usted una criatura recién nacida. ¡Como si no pudiera uno ser todo eso y un poco idiota! Idiota, por lo demás, es exagerado; no, es nebulosa, es Hesse-Darmstadt, Sacro Imperio y ñoña. Sólo esa manera que tiene de pronunciar me pone nerviosa. Pero reconozco, por lo demás, que es una chiflada encantadora. En primer lugar, la sola idea de haber descendido de su trono alemán para venir a casarse burguesísimamente con un simple particular. ¡Cierto es que lo ha escogido ella! ¡Ah, pero es verdad! —dijo volviéndose hacia mí—, ¡usted no conoce a Gilberto! Voy a darle una idea de él: hace tiempo cayó en cama porque yo había dejado tarjeta en casa de la señora de Carnot… Pero, Carlitos —dijo la duquesa por cambiar de conversación, al ver que la historia de la tarjeta que había dejado en casa de la señora de Carnot parecía irritar al señor de Guermantes—, ¿sabe usted que no me ha mandado la fotografía de nuestros caballeros de Rodas, a los que he tomado cariño por usted, y con los que tantas ganas tengo de trabar conocimiento?». El duque, a todo esto, no había cesado de mirar a su mujer fijamente: «Oriana, al menos habría que contar la verdad y no comerse la mitad de ella. Es preciso decir —rectificó dirigiéndose a Swann— que la embajadora de Inglaterra en aquel momento, que era una mujer buenísima, pero que vivía un poco en la luna y tenía costumbre de tirarse esas planchas, había tenido la ocurrencia bastante descabellada de invitarnos al mismo tiempo que al presidente y a su mujer. Nosotros, hasta la misma Oriana, nos quedamos bastante sorprendidos, tanto más cuanto que la embajadora conocía suficientemente a las mismas personas que nosotros para no invitarnos precisamente a una reunión tan extraña. Allí estaba un ministro que ha robado, en fin, paso la esponja; a nosotros no nos habían prevenido, nos encontramos cogidos en el lazo, y fuerza es reconocer, por lo demás, que toda aquella gente estuvo muy cortés. Sólo que ya estaba bien así. La señora de Guermantes, que no suele hacerme el honor de consultar conmigo las cosas, creyó que debía ir a dejar tarjeta aquella misma semana en el Elíseo. Gilberto fue acaso un poco lejos de más en ver en eso algo así como un borrón para nuestro apellido. Pero no hay que olvidar que, dejando a un lado la política, el señor Carnot, que por lo demás ocupaba muy decorosamente su puesto, era nieto de un miembro del Tribunal revolucionario que ha hecho perecer en un día a once de los nuestros». «Entonces, Basin, ¿por qué iba usted a cenar todas las semanas a Chantilly? El duque de Aumale no dejaba de ser también nieto de un miembro del Tribunal revolucionario, con la diferencia de que Carnot era un buen hombre, y Felipe Igualdad un canalla horrible». «Perdóneme que la interrumpa para decirle que he mandado la fotografía —dijo Swann—. No comprendo cómo no se la han dado». «No me choca más que a medias. Mis criados sólo me dicen aquello que juzgan oportuno. Probablemente no les gusta la Orden de San Juan». Y llamó al timbre. «Ya sabe usted, Oriana, que cuando yo iba a cenar a Chantilly, era sin ningún entusiasmo». «Sin entusiasmo, pero con camisa de noche, por si el príncipe le pedía que se quedase a dormir, cosa que, por lo demás, hacía raras veces, como un perfecto animalito que era, como todos los Orleáns. ¿Sabe usted con quién cenamos en casa de la señora de Saint-Euverte?», preguntó la señora de Guermantes a su marido. «Fuera de los convidados que ya conoce usted, irá —lo han invitado a última hora— el hermano del rey Teodosio». Ante esta noticia, los rasgos de la señora de Guermantes respiraron júbilo, y sus palabras fastidio. «¡Ay, Dios! ¡Más príncipes todavía!». «Pero ese es amable e inteligente», dijo Swann. «Pero no por completo, de todas maneras —respondió la duquesa, pareciendo como si buscara las palabras para dar más novedad a su pensamiento—. ¿No ha observado usted entre los príncipes que los más amables de ellos no acaban de serlo del todo? Pues sí, se lo aseguro yo. Tienen que tener siempre una opinión acerca de todo. Y como no tienen ninguna, se pasan la primera parte de su vida preguntándonos las nuestras, y la segunda sirviéndonoslas de nuevo. Es absolutamente preciso que digan que esto ha sido bien representado, que aquello ha sido menos bien representado. No hay ninguna diferencia. Mire usted, ese pequeño. Teodosio chico (ya no recuerdo su nombre), me ha preguntado que cómo se llamaba a un motivo orquestal. Le he respondido —dijo la duquesa con los ojos brillantes y rompiendo a reír con sus hermosos labios rojos—: “Pues se le llama un motivo orquestal”. Bueno, pues en el fondo no quedó satisfecho». «¡Ay, Carlitos! —prosiguió la señora de Guermantes—, ¡cuidado que puede ser aburrido cenar fuera de casa! Hay noches en que preferiría uno morirse. Verdad es que acaso sea tan aburrido morirse, puesto que no se sabe lo que es eso». Apareció un lacayo. Era el mozo enamorado que había tenido sus dimes y diretes con el portero hasta que la duquesa, con su bondad, hubo puesto entre ellos una paz aparente: «¿Tengo que ir a preguntar esta noche por el señor marqués de Osmond?», preguntó. «¡De ningún modo! ¡No tiene usted que hacer nada hasta mañana por la mañana! Ni siquiera quiero que se quede usted aquí esta noche. El criado ese del marqués que conoce usted no tendría otra cosa que hacer que venir a traerle noticias y decirle que fuese a buscarnos. Salga usted, váyase adonde se le antoje, de juerga, duerma fuera, pero no quiero tenerlo aquí antes de mañana por la mañana». Una alegría inmensa desbordó del semblante del lacayo. Por fin iba a poder pasar largas horas con su prometida, a la que apenas podía ver ya desde que, a consecuencia de una nueva agarrada con el portero, la duquesa le había explicado amablemente que más valía que no volviera a salir, para evitar nuevos conflictos. Nadaba, ante el pensamiento de que al fin tenía libre la velada, en una felicidad que la duquesa echó de ver y comprendió. Sintió como un ahogo al corazón y una comezón en todos los miembros a la vista de aquella felicidad que alguien se permitía sin su consentimiento, escondiéndose de ella, y que la ponía irritada y celosa. «No, Basin, nada de eso; que se quede aquí, que no se mueva de casa». «¡Pero, Oriana, es absurdo!, allá está toda su gente; además, a medianoche tendrá usted a la camarera y al del vestuario para nuestro baile de trajes. Este hombre no puede servir de nada, y como sólo él es amigo del lacayo de Mama, prefiero mil veces mandarlo lejos de aquí». «Mire usted, Basin, déjeme a mí; precisamente tendré que mandarle decir algo por la noche, no sé a ciencia cierta a qué hora. Sobre todo, usted no se mueva, no se mueva de aquí ni un minuto», dijo al desesperado lacayo. Si siempre estaba habiendo cuestiones y si la gente paraba poco en casa de la duquesa, la persona a quien había que atribuir esta guerra constante era, desde luego, inamovible, pero no era el portero; claro está que a este, para el trabajo más basto, para los martirios que resultaban más fatigosos de infligir; para las riñas que acababan a golpes, le confiaba la duquesa los pesados instrumentos de esa lucha; por lo demás, el hombre desempeñaba su papel sin sospechar que le hubiera sido encomendado. Como la servidumbre, admiraba la bondad de la duquesa; y los lacayos poco clarividentes venían, después de haberse marchado, a ver frecuentemente a Francisca, diciendo que la casa del duque hubiera sido la mejor colocación de París si no fuera por la portería. La duquesa manejaba la portería como se manejó durante mucho tiempo el clericalismo, la francmasonería, el peligro judío, etc… Entró un lacayo. «¿Por qué no me han subido el paquete que ha mandado el señor Swann? Pero, a propósito (ya sabrá usted que Mama está muy enfermo, Carlos), ¿ha vuelto Julio, que había ido a preguntar por el señor marqués de Osmond?». «Acaba de llegar ahora mismo, señor duque. Se espera de un momento a otro que no salga adelante el señor marqués». «¡Ah, está vivo! —exclamó el duque con un suspiro de alivio—. ¡Se espera! ¡Se espera! ¡Valiente camueso está usted! Mientras hay vida hay esperanza —nos dijo el duque en tono jubiloso—. Ya me lo pintaban como muerto y enterrado. De aquí a ocho días estará más valiente que yo». «Son los médicos quienes han dicho que no saldría de esta noche. Uno de ellos quería volver luego. Su jefe ha dicho que era inútil. El señor marqués debía ya estar muerto; sólo vive aún gracias a unas lavativas de aceite alcanforado». «¡Cállese usted, pedazo de idiota! —gritó el duque en el colmo de la cólera—. ¿Quién le pregunta todo eso? No ha entendido usted nada de lo que le han dicho». «No ha sido a mí, fue a Julio». «¿Quiere usted callarse? —aulló el duque, y volviéndose hacia Swann—: ¡Qué suerte que esté vivo! Recobrará fuerzas poco a poco. ¡Vive después de una crisis como esa! La cosa es ya excelente. No puede pedirse todo a la vez. No debe de ser desagradable una lavativita de aceite alcanforado». Y, frotándose las manos: «Está vivo, ¿qué más se quiere? Después de haber pasado por lo que ha pasado, no es poco ya. Hasta es como para envidiarle por tener un temperamento así. ¡Ah, los enfermos! Con ellos se tienen cuidados que no se toman con nosotros. Esta mañana, el tunante del cocinero me ha puesto una pierna de cordero con salsa bearnesa que le ha salido maravillosa, lo reconozco, pero precisamente por eso me he servido tanto que aún me está pesando en el estómago. Eso no impide que nadie venga a preguntar por mí como van a preguntar por mi buen Amaniano. Incluso van a preguntar con exceso. Lo cansan. Hay que dejarle respirar. Lo están matando a ese hombre con mandar recados a cada instante a su casa». «Bueno —dijo la duquesa al lacayo que se retiraba—, había pedido que subieran la fotografía envuelta que me ha mandado el señor Swann». «Señora duquesa, es tan grande que no sabía si pasaría por la puerta. La hemos dejado en el vestíbulo. ¿Quiere la señora duquesa que la suba?». «Bueno, no hubieran debido decírmelo, pero si es tan grande, ahora la veré al bajar». «Se me ha olvidado también decirle a la señora duquesa que la señora condesa de Molé había dejado esta mañana una tarjeta para la señora duquesa». «¿Cómo, esta mañana?», dijo la duquesa en tono de descontento y juzgando que una mujer tan joven no podía permitirse dejar tarjeta por la mañana. «Hacia eso de las diez, señora duquesa». «Enséñeme usted esas tarjetas». «De todas maneras, Oriana, cuando dice usted que María ha tenido una peregrina ocurrencia en casarse con Gilberto —prosiguió el duque, que volvía a su conversación primera—, es usted quien tiene una manera singular de escribir la historia. Si alguien ha hecho el tonto en ese matrimonio, es Gilberto, por haberse ido a casar precisamente con una parienta tan próxima del rey de los belgas, que ha usurpado el nombre de Brabante, que es nuestro. Nosotros, en una palabra, somos de la misma sangre que los Hesse, y de la rama principal. Siempre es estúpido hablar de sí mismo —dijo dirigiéndose a mí—, pero, en fin, cuando hemos ido no sólo a Darmstad, sino incluso a Cassel y a todo el Hesse elector, todos los landgraves han hecho ver siempre amablemente que nos cedían el paso y el primer lugar, como de la rama principal que éramos». «Pero, bueno, Basin, no va usted a venir contándome que esa persona que era coronel de todos los regimientos de su país, que la prometían al rey de Suecia…». «¡Oh!, Oriana, eso es demasiado fuerte, cualquiera diría que no sabe usted que el abuelo del rey de Suecia labraba la tierra en Pau cuando nosotros llevábamos novecientos años de ser lo más empingorotado de toda Europa». «Eso no es obstáculo para que si se dijera en la calle: “Mira, ahí va el rey de Suecia”, todo el mundo corriese para verlo, hasta en la plaza de la Concordia, y si se dice: “Ahí va el señor de Guermantes”, nadie sabe quién es». «¡Vaya una razón!». «Por lo demás, no puedo comprender cómo, desde el momento en que el título de duque de Brabante ha pasado a la familia real de Bélgica, puede usted pretender ese título».
El lacayo volvió con la tarjeta de la condesa de Molé, o más bien con lo que esta había dejado como tarjeta. Alegando que no llevaba ninguna encima, había sacado de su bolsillo una carta que había recibido, y, guardándose el contenido, había doblado un pico del sobre que llevaba el nombre: Condesa de Molé. Como el sobre era bastante grande, con arreglo al formato del papel de cartas que estaba de moda aquel año, esta «tarjeta» escrita a mano resultaba que tenía casi dos veces la dimensión de una tarjeta de visita ordinaria. «Esto es lo que llaman la sencillez de la señora de Molé —dijo la duquesa con ironía—. Quiere hacernos creer que no tenía tarjetas, y demostrar su originalidad. Pero ya conocemos todo eso, ¿no es verdad, Carlitos?, somos un tanto demasiado viejos y bastante originales para aprender ingenio de una damisela que ha salido al mundo hace cuatro años. Es encantadora, pero de todos modos no me parece que tenga suficiente volumen para imaginarse que pueda asombrar al mundo a tan poca costa como es dejar un sobre en lugar de una tarjeta, y dejarlo a las diez de la mañana. Su madre, la ratona vieja, le enseñará que sabe tanto como ella en ese capítulo». Swann no pudo menos de reírse al pensar que la duquesa, que, por lo demás, estaba un poco celosa del éxito de la señora de Molé, no dejaría de encontrar en «el ingenio de los Guermantes» alguna respuesta impertinente para la visitante. «Por lo que hace al título de duque de Brabante, cien veces le he dicho a usted, Oriana…», continuó el duque, al que cortó la palabra la duquesa, sin escuchar. «¡Pero Carlitos, me estoy cansando de esperar por su fotografía!». «¡Ah!, extinctor draconis labrator Anubis», dijo Swann. «Sí, es tan bonito lo que me ha dicho usted sobre eso en comparación del San Jorge de Venecia… Pero no comprendo a qué viene lo de Anubis». «¿Cómo es el que es antepasado de Babal?», preguntó el duque. «Usted querría ver su babala —dijo la señora de Guermantes en un tono seco, por mostrar que hasta ella desdeñaba este retruécano—. Pues yo quisiera verlos todos», añadió. «Oiga usted, Carlos, vamos a bajar, mientras esperamos a que vengan con el coche —dijo el duque—; nos hará usted la visita en el vestíbulo, porque mi mujer no nos va a dejar en paz mientras no haya visto su fotografía. Yo soy menos impaciente, a decir verdad —añadió con aires de satisfacción—. Yo soy un hombre tranquilo, pero lo que es ella nos pondría a morir primero». «Soy por completo de su opinión, Basin —dijo la duquesa—; vamos al vestíbulo; por lo menos sabemos por qué nos vamos del gabinete de usted, mientras que nunca sabremos por qué venimos de los condes de Brabante». «Cien veces le he repetido a usted cómo había entrado el título en la casa de Hesse —dijo el duque (mientras íbamos a ver la fotografía y yo pensaba en las que Swann me llevaba a Combray)—, por el matrimonio de un Brabante, en 1241, con la hija del último landgrave de Turingia y de Hesse; de modo que incluso es más bien el título de príncipe de Hesse el que ha entrado en la casa de Brabante, que no el de duque de Brabante en la casa de Hesse. Por otra parte, recordará usted que nuestro grito de guerra era el de los duques de Brabante: “Limburgo para quien lo ha conquistado”, hasta que hemos cambiado las armas de los Brabantes por las de los Guermantes, cosa en que me parece que anduvimos equivocados, y el ejemplo de Gramont no es como para hacerme cambiar de parecer». «Pero —respondió la señora de Guermantes— como es el rey de los belgas el que lo ha conquistado… Por lo demás, el heredero de Bélgica se llama duque de Brabante». «Pero, hija mía, eso que usted dice no se tiene en pie, y peca por la base. Usted sabe tan bien como yo que hay títulos de pretensión que subsisten perfectamente si el territorio es ocupado por un usurpador. Por ejemplo, el rey de España se califica precisamente de duque de Brabante, invocando con ello una posesión menos antigua que la nuestra, pero más antigua que la del rey de los belgas. También se dice duque de Borgoña, rey de las Indias Occidentales y Orientales, duque de Milán. Ahora bien, ya no posee la Borgoña, las Indias ni el Brabante, ni más ni menos que no poseo yo este último, ni lo posee el príncipe de Hesse. El rey de España no deja de proclamarse rey de Jerusalén, y lo mismo el emperador de Austria, y ni uno ni otro poseen Jerusalén». Se detuvo un instante, apurado porque el nombre de Jerusalén hubiera podido confundir a Swann, a causa de las «cuestiones en litigio», mas no por eso dejó de continuar más aprisa: «Eso que dice usted puede decirlo de todo. Hemos sido duques de Aumale, ducado que ha pasado tan regularmente a la casa de Francia como Joinville y Chevreuse a la casa de Albert. No pedimos reivindicaciones a cuenta de esos títulos, como no las reclamamos a propósito del de marqués de Noirmontiers, que fue nuestro y que pasó por modo regularísimo a ser patrimonio de la casa de La Trémoille; pero porque ciertas cesiones sean válidas, no se sigue de eso que lo sean todas. Por ejemplo —dijo volviéndose hacia mí—, el hijo de mi cuñada lleva el título de príncipe de Agrigento, que nos viene de Juana la Loca, como a los de La Trémoille el de príncipe de Tarento. Ahora bien, Napoleón ha dado ese título de Tarento a un soldado que por lo demás podía ser un buen número de tropa, pero en eso el emperador ha dispuesto de lo que le pertenecía menos aún que a Napoleón III cuando creó un duque de Montmorency, puesto que Périgord, al menos, tenía por madre a una Montmorency, mientras que el Tarento de Napoleón I no tenía de Tarento más que la voluntad de Napoleón de que lo fuese. Eso no le ha impedido a Chaix d’Est-Auge, haciendo alusión a su tío de usted, Condé, preguntar al fiscal imperial si había ido a recoger el título de duque de Montmorency a los fosos de Vincennes».
«Mire usted, Basin, no pido cosa mejor que seguirle a usted a los fosos de Vincennes, y a Tarento inclusive. Y a propósito de esto, Carlitos, eso es justamente lo que quería decirle mientras me hablaba usted de su San Jorge, de Venecia. Es que Basin y yo tenemos intención de pasar la primavera próxima en Italia y en Sicilia. Si viniera usted con nosotros, ¡imagínese qué diferente sería! No hablo solamente de la alegría de verle, sino que figúrese, con todo lo que me ha contado usted tantas veces acerca de los recuerdos de la conquista normanda y de los recuerdos de la antigüedad, ¡figúrese en lo que se convertiría un viaje como ese, de hacerlo con usted! Es decir, que hasta Basin, ¡qué digo!, hasta Gilberto, sacarían provecho de ello, porque me da el corazón que hasta las pretensiones a la corona de Nápoles y todas esas tramoyas me interesarían, si las explicase usted en unas iglesias románicas vetustas, o en unos pueblecitos colgados como en los cuadros de los primitivos. Pero vamos a ver su fotografía. Deshaga usted el envoltorio», dijo la duquesa a un lacayo. «¡Pero Oriana, esta noche, no! Mañana mirará usted eso —imploró el duque, que ya me había hecho señas de espanto al ver la inmensidad de la fotografía». «¡Pero si me divierte ver esto con Carlos!», dijo la duquesa con una sonrisa a la vez ficticiamente concupiscente y finamente psicológica, porque, en su deseo de ser amable para con Swann, hablaba del placer que tendría en contemplar la fotografía aquella como del que un enfermo siente que tendría en comerse una naranja, o como si a la vez hubiera combinado una escapatoria con unos amigos e informado a un biógrafo acerca de unos gustos lisonjeros para ella——. «Bueno, pues ya vendrá a verla a usted ex profeso —dijo el duque, ante el que hubo de ceder su mujer—. Se pasarán ustedes tres horas juntos delante de la fotografía, si eso les divierte —dijo irónicamente—. Pero ¿dónde va usted a poner un juguete de esas dimensiones?». «En mi alcoba, quiero tenerlo delante de los ojos». «¡Ah!, todo lo que usted quiera; si es en su alcoba, tengo probabilidades de no verlo nunca», dijo el duque, sin pensar en la revelación que tan atolondradamente hacía respecto al carácter negativo de sus relaciones conyugales. «Bueno, deshará usted esto con muchísimo cuidado —ordenó la señora de Guermantes al sirviente (multiplicaba las recomendaciones por amabilidad para con Swann)—. No estropee tampoco la envoltura». «¡Hasta la envoltura tenemos que respetar!», me dijo el duque al oído, alzando los brazos al cielo. «Pero, Swann —añadió—, yo, que no soy más que un pobre marido harto prosaico, lo que admiro de todo esto es que haya podido encontrar usted un sobre de un tamaño como ese. ¿Dónde lo ha pescado usted?». «En la casa de fotograbados, que con frecuencia hace esta clase de expediciones. Pero son unos brutos, porque ahora veo que han escrito en el sobre: duquesa de Guermantes, sin poner: señora». «Le perdono —dijo distraídamente la duquesa, que de pronto, como asaltada por una idea que la puso alegre, reprimió una ligera sonrisa, pero volviendo rápidamente a Swann—: Bueno, ¿qué?, ¿no dice usted si va a venir a Italia con nosotros?». «Señora, creo que no será posible». «¡Vaya!, tiene más suerte la señora de Montmorency. Ha estado usted con ella en Venecia y en Vicenzo. Me ha dicho que con usted se veían cosas que de no ser así no se verían nunca, de las que nadie ha hablado, que le ha enseñado usted cosas inauditas, y hasta en las cosas conocidas, que ha podido comprender detalles por delante de los que, sin usted, hubiera pasado veinte veces sin reparar nunca en ellos. Decididamente, ha sido más favorecida que nosotros… Cogerá usted el inmenso sobre de las fotografías del señor Swann —dijo al criado—, y va usted a dejarlo, con un pico doblado, de parte mía, esta noche, a las diez y media, en casa de la señora condesa de Molé». Swann soltó la carcajada. «Me gustaría saber, de todas maneras —le preguntó la señora de Guermantes—, cómo puede usted saber con diez meses de antelación que va a ser imposible». «Querida duquesa, se lo diré, si se empeña; pero, ante todo, ya ve usted que estoy muy malo». «Sí, Carlitos; me parece que no tiene usted muy buena cara, no me gusta el color que tiene; pero no le pido a usted que venga con nosotros dentro de ocho días, se lo pido para dentro de diez meses. Bien sabe usted que en diez meses hay tiempo de cuidarse». En ese momento, un lacayo vino a anunciar que el coche esperaba a la puerta. «¡Vamos, Oriana, a caballo!», dijo el duque, que piafaba ya de impaciencia desde hacía un momento, como si hubiera sido uno de los caballos que esperaban. «Bueno, en una palabra, ¿qué razón le impediría a usted venir a Italia?», preguntó la duquesa, levantándose para despedirse de nosotros. «Pues, mi querida amiga, que estaré muerto desde algunos meses antes. Según los médicos con quienes he consultado, a fin de año, el mal que tengo y que puede, por otra parte, llevárseme en seguida, no me dejará, de todas maneras, más de tres o cuatro meses de vida, y aun eso es un gran máximum», respondió Swann sonriendo mientras el lacayo abría la puerta encristalada del vestíbulo para dejar pasar a la duquesa. «¿Qué está usted diciendo ahí? —exclamó la duquesa deteniéndose un segundo en su marcha hacia el coche y alzando sus hermosos ojos azules y melancólicos, pero llenos de incertidumbre. Puesta por primera vez en su vida entre dos deberes tan diferentes como subir a su coche para ir a cenar fuera, y dar muestras de piedad a un hombre que se va a morir, no veía en el código de las formas sociales nada que le indicase qué jurisprudencia había de seguir, y como no sabía a cuál dar preferencia, creyó que debía hacer como si no creyese que la segunda alternativa hubiera de plantearse, de modo que obedecería a la primera, que en aquel momento exigía menos esfuerzos, y pensó que la mejor manera de resolver el conflicto era negarlo—. Tiene usted ganas de broma», dijo a Swann. «Sería una broma de un gusto encantador —respondió irónicamente Swann—. No sé por qué le digo a usted esto; nunca le había hablado de mi enfermedad hasta aquí. Pero como me lo ha preguntado usted y ahora puedo morirme de un día a otro… Pero sobre todo no quiero que se retrasen ustedes; cenan ustedes fuera», añadió, porque sabía que, para los demás, sus propias obligaciones mundanas están por encima de la muerte de un amigo, y se ponía en el caso de ellos, gracias a su cortesía. Pero la de la duquesa le permitía también darse confusamente cuenta de que la comida a que iba ella debía de tener menos importancia para Swann que su propia muerte. Así, mientras seguía su camino hacia el coche, dejó caer los hombros diciendo: «No se preocupe usted por esa comida. ¡No tiene ninguna importancia!». Pero estas palabras pusieron de mal humor al duque, que exclamó: «¡Vamos, Oriana, no se ponga usted de palique de esa manera y a cambiar sus jeremiadas con Swann! Así como así, bien sabe usted que la señora de Saint-Euverte quiere que la gente se siente a la mesa al dar las ocho. A ver si sabemos qué es lo que quiere usted; los caballos llevan ya sus buenos cinco minutos esperando. Perdone usted, Carlos —dijo volviéndose a Swann—, pero son las ocho menos diez. Oriana llega tarde siempre; necesitamos más de cinco minutos para llegar a casa de la tía Saint-Euverte».
La señora de Guermantes avanzó decididamente hacia el coche y repitió un último adiós a Swann. «Mire usted, volveremos a hablar de eso; no creo ni una palabra de lo que dice, pero tenemos que hablar de ello juntos. Le habrán asustado estúpidamente; venga usted a almorzar el día que quiera (para la señora de Guermantes, siempre se resolvía todo en almuerzos); ya me dirá usted el día y la hora», y, recogiendo su falda roja, puso el pie en el estribo. Iba a entrar en el coche cuando, al ver aquel pie, exclamó el duque con una voz terrible: «¡Oriana!, ¿qué iba usted a hacer, desdichada? ¡Se ha dejado usted puestos los zapatos negros! ¡Con un traje rojo! Vuélvase arriba, aprisa, a ponerse los zapatos rojos, o si no —dijo al criado—, dígale usted en seguida a la doncella de la señora duquesa que baje unos zapatos rojos». «Pero, amigo mío —respondió suavemente la duquesa, molesta al ver que Swann, que había salido conmigo, pero había querido dejar pasar el coche delante, les había oído—: Puesto que vamos ya con retraso…». «No, no, tenemos tiempo de sobra. Sólo son menos diez, no tardaremos diez minutos en llegar hasta el parque Monceau. Y luego, en fin, ¿qué quiere usted?, aunque sean las ocho y media, se aguantarán; de todas maneras, no puede usted ir con un vestido rojo y zapatos negros. Por lo demás, no seremos nosotros los últimos, vamos: ahí están los Sassenage, ya sabe usted que nunca llegan antes de las nueve menos veinte». La duquesa volvió a subir a su cuarto. «¿Eh? —nos dijo el señor de Guermantes—; bien se burla la gente de los pobres maridos, pero algo bueno tienen, de todos modos. Si no es por mí, Oriana iba a la cena con zapatos negros». «No hace feo —dijo Swann—, y ya me había fijado yo en los zapatos negros, que no me habían chocado ni poco ni mucho». «No digo que no —repuso el duque—; pero es más elegante que sean del mismo color que el traje. Y además, puede usted estar tranquilo, que antes de que hubiera llegado allá ya se habría dado cuenta de ello, y sería yo el que me hubiera visto obligado a venir a buscar los zapatos. Habría cenado a las nueve. Adiós, hijitos —dijo empujándonos suavemente—, váyanse antes de que vuelva a bajar Oriana. No es que no le guste verlos a los dos. Al contrario, es que le gusta demasiado verlos. Como los encuentre aquí todavía, va a ponerse a hablar otra vez; ya está muy fatigada, llegará muerta a la cena. Y luego, les confesaré francamente que lo que es yo me estoy muriendo de hambre. He almorzado muy mal esta mañana al bajar del tren. Verdad es que había una endiablada salsa bearnesa; a pesar de eso no me molestaría, pero ni por asomo, sentarme a la mesa. ¡Las ocho menos cinco! ¡Ah, las mujeres! Nos va a hacer enfermar del estómago a los dos. Es mucho menos fuerte de lo que se cree». El duque no sentía el menor empacho en hablar de los achaques de su mujer y de los suyos a un moribundo, porque como los primeros le interesaban más, le parecían más importantes. Así, fue solamente por educación y por desenvoltura por lo que, después de habernos acompañado amablemente, gritó en un aparte y con voz estentórea, desde la puerta, a Swann, que estaba ya en el patio: «Además, no se deje usted amilanar por esas estupideces de los médicos, ¡qué diablo! Son unos asnos. Está usted tan firme como el Puente Nuevo. ¡Nos enterrará a todos!».