«Poseía todos los manuscritos del señor de Bornier», prosiguió, hablando de la señora de Heudicourt, la princesa, que quería tratar de hacer valer las buenas razones que podía tener para intimar con aquella. «Ha debido de soñarlo; creo que ni siquiera lo conocía», dijo la duquesa. «Lo interesante, sobre todo, es que esas correspondencias, que sostenía simultáneamente, son de gente de varios países», continuó la condesa de Arpajon, que, emparentada con las principales casas ducales y aun soberanas de Europa, se sentía feliz con recordarlo. «¡Pues claro que sí, Oriana! —dijo el señor de Guermantes, no sin intención—. ¡Si tiene usted que acordarse perfectamente de aquel almuerzo en que tuvo de vecino al señor de Bornier!». «Pero, Basin, si lo que quiere usted decirme es que he conocido al señor de Bornier, naturalmente que sí; ha venido a verme, inclusive, varias veces, pero nunca he podido resolverme a invitarle, porque me hubiera visto obligada, cada vez que viniera, a hacer que desinfectaran la casa con formol. En cuanto a ese almuerzo, demasiado bien que me acuerdo de él. No era, ni mucho menos, en casa de Zenaida, que no ha visto a Bornier en su vida, y que debe de creer, si se le habla de la Fille de Roland, que se trata de una princesa Bonaparte que, según pretendían, estaba prometida al hijo del rey de Grecia; no, era en la embajada de Austria. El simpático Hoyos había creído proporcionarme un placer con encajarme, en una silla al lado de la mía, a ese académico pestilente. Yo creía tener de vecino a un escuadrón de gendarmes. Me vi obligada a taparme la nariz como pude todo el tiempo que duró la cena. ¡No me atreví a respirar hasta que sacaron el Gruyère!». El señor de Guermantes, que había conseguido su secreta mira, examinó a hurtadillas, en la cara de los invitados, la impresión producida por la frase de la duquesa. «Hablaban ustedes de correspondencias; a mí la que me parece admirable es la de Gambetta», dijo la duquesa de Guermantes, para hacer ver que no temía mostrar interés por un proletario y radical. El señor de Bréauté comprendió todo el ingenio de esta audacia, miró en torno suyo con una mirada chispona y al mismo tiempo enternecida, tras de lo cual limpió su monóculo.

«¡Dios mío! La Fille de Roland era espantosamente pesada —dijo el señor de Guermantes, con la satisfacción que le daba sentir su propia superioridad respecto de una obra con la que tanto se había aburrido; acaso, también, por el suave mari magno[56] que experimentamos a la mitad de una buena cena al recordar tan terribles veladas—. Pero tenía algunos versos hermosos, un sentimiento patriótico».

Insinué que yo no sentía ninguna admiración hacia el señor de Bornier. «¡Ah!, ¿es que tiene usted algo que echarle en cara?», me preguntó con curiosidad el duque, que creía siempre, cuando se hablaba mal de un hombre, que debía obedecer a un sentimiento personal, y, si se hablaba bien de una mujer, que era el comienzo de unos amoríos. «Ya veo que le tiene usted ojeriza. ¿Qué es lo que le ha hecho? Cuéntenoslo. Sí, sí, tiene que haber algún cadáver entre ustedes dos, ya que usted lo denigra. La Fille de Roland es un latazo, pero el asunto está sentido de una manera bastante penetrante». «Penetrante…, exactísimo, tratándose de un autor tan oloroso —interrumpió la señora de Guermantes irónicamente—. ¡Si esa pobre criatura se ha tropezado alguna vez con él no deja de comprenderse que lo tenga montado en las narices!». «Por otra parte, debo confesar a Vuestra Alteza que, dejando a un lado la Fille de Roland, en literatura y aun en música soy de gustos terriblemente rancios; no hay ruiseñor tan viejo que no me agrade. Quizá no me crean ustedes, pero por las noches, cuando mi mujer se sienta al piano, me ocurre pedirle que toque alguna antigualla de Auber, de Boüldieu, ¡hasta de Beethoven! Eso es lo que me gusta. En cambio, lo que es Wagner, me duerme inmediatamente». «No tiene usted razón —dijo la señora de Guermantes—; con ser insoportablemente prolijo, Wagner tenía genio. Lohengrin es una obra maestra. Hasta en Tristán hay, acá y allá, alguna página curiosa. Y el coro de las hilanderas de El barco fantasma es una pura maravilla». «Nosotros, ¿no es verdad, Babal? —dijo el señor de Guermantes dirigiéndose al de Bréauté—, preferimos: Les rendezvous de noble compagnie se donnent tous en ce charmant séjour. Es delicioso. Y Fra Diavolo, y La flauta encantada, y el Chalet, y Las bodas de Fígaro, y Los diamantes de la Corona, ¡eso sí que es música! En literatura, lo mismo. Así, adoro a Balzac, el Baile de Sceaux, Los Mohicanos de París». «¡Ay, hijo, como se lance usted a hablar de Balzac, trazas llevamos de acabar! Espere, guárdelo para un día en que esté aquí Memé. Ese aún es más, se lo sabe de memoria». Irritado por la interrupción de su mujer, el duque la tuvo unos instantes bajo el fuego de un silencio amenazador. Y sus ojos de cazador parecían dos pistolas cargadas. Mientras tanto, la señora de Arpajon había cambiado con la princesa de Parma, a cuenta de la poesía trágica y de la poesía en general, frases que no llegaron hasta mí distintamente, cuando oí esta, pronunciada por la señora de Arpajon: «¡Oh!, todo lo que Vuestra Alteza quiera; le concedo que nos hace ver el mundo feo porque no sabe distinguir entre lo feo y lo bello, o más bien porque su insoportable vanidad le hace creer que cuanto dice es hermoso; reconozco con Vuestra Alteza que en la obra en cuestión hay cosas ridículas, ininteligibles, faltas de gusto, que es difícil de entender, que cuesta tanto trabajo leerla como si estuviera en chino o en ruso, porque aquello, evidentemente, es cualquier cosa menos francés; pero cuando se ha tomado uno ese trabajo ¡hay que ver cómo se desquita! ¡Qué imaginación!». No había oído yo el comienzo de este breve discurso. Acabé por comprender no sólo que el poeta incapaz de distinguir entre lo bello y lo feo era Víctor Hugo, sino, además, que la poesía que costaba tanto trabajo entender como si estuviese en ruso o en chino era: Lorsque l’enfant paraît, le cercle de famille aplaudit à grands cris[57], obra de la primera época del poeta y que acaso esté más cerca todavía de madama Deshoulières que del Víctor Hugo de la Leyenda de los siglos. Lejos de encontrar ridícula a la señora de Arpajon, la vi (la primera de esta mesa tan real, tan parecida a otra cualquiera, a la que me había sentado yo con tanta decepción), con los ojos del espíritu, bajo la cofia de encajes, de que se escapan los redondos bucles de los largos tirabuzones que usaron madama de Rémusat, madama de Broglie, madama de Saint-Aulaire, todas las mujeres tan distinguidas que en sus deliciosas cartas citan con tanta sapiencia y oportunidad a Sófocles, a Schiller y la Imitación, pero a las que las primeras poesías de los románticos causaban el mismo terror y la misma fatiga inseparables para mi abuela de los últimos versos de Stéphane Mallarmé. «A la señora de Arpajon le gusta mucho la poesía», dijo a la señora de Guermantes la princesa de Parma, impresionada por el tono ardiente con que había sido pronunciado el discurso. «No, no entiende absolutamente nada de poesía», repuso en voz baja la señora de Guermantes, que se aprovechó de que la de Arpajon, que respondía a una objeción del general de Beautreillis, estaba demasiado ocupada con sus propias palabras para oír las que murmuró la duquesa. «Se va volviendo literaria desde que la han abandonado. He de decir a Vuestra Alteza que soy yo quien soporta el peso de todo esto, porque a mi lado viene a gemir cada vez que Basin no ha ido a verla; es decir, casi todos los días. Así como así, no tengo yo la culpa de que ella le aburra, y no puedo obligarle a que vaya a su casa, aunque preferiría que Basin le fuese un poco más fiel, porque de esa manera la vería yo algo menos por aquí. Pero lo tiene harto, y no es nada extraordinario. No es mala persona, pero es fastidiosa en un grado que no puede imaginarse Vuestra Alteza. Todos los días me levantan tales dolores de cabeza, que me veo obligada, cada vez que viene, a tomar un sello de piramidón. Y todo porque a Basin se le ha antojado por espacio de un año jugar a engañarme con ella. ¡Y encima de eso, tener un lacayo que está enamorado de una pirujilla y se me pone de hocico si no le pido a la moza esa que deje por un momento su fructífera carrera para venir a tomar el té conmigo! ¡Oh, qué agobio de vida!», concluyó lánguidamente la duquesa. La señora de Arpajon agobiaba, sobre todo, al señor de Guermantes porque este había pasado desde hacía poco a ser amante de otra que, según supe, era la marquesa de Surgis-le-Duc. El mozo de librea, privado de su día de salida, estaba justamente sirviendo a la mesa. Y pensé que, triste aún, lo hacía con mucha confusión, porque observé que, al presentarle las fuentes al señor de Châtellerault, desempeñaba con tal torpeza su cometido, que el codo del duque tropezó varias veces con el codo del sirviente. El joven duque no se enfadó poco ni mucho con el ruborizado mozo, y, por el contrario, lo miró, riendo, con sus ojos azul claro. El buen humor me pareció, por parte del comensal, una prueba de bondad. Pero la insistencia de su risa me hizo creer que, por hallarse al corriente de la decepción del criado, acaso estuviera sintiendo, por el contrario, una alegría perversa. «Pero, querida, bien sabe usted que no es ningún descubrimiento el que hace al hablarnos de Víctor Hugo —continuó la duquesa, dirigiéndose esta vez a la señora de Arpajon, a la que acababa de ver que volvía la cabeza con expresión suspicaz—. No espere usted lanzar a ese principiante. Todo el mundo sabe que tiene talento. El que es detestable es el Víctor Hugo del final, la Leyenda de los Siglos, no sé ya los títulos. Pero las Hojas de Otoño, los Cantos del Crepúsculo, son a menudo obra de un poeta, de un verdadero poeta. Hasta en las Contemplaciones —añadió la duquesa, a quien no se atrevieron a contradecir sus interlocutores, no sin motivo— hay todavía cosas bonitas. Pero confieso que me da lo mismo no aventurarme más allá del Crepúsculo. Además, en las poesías hermosas de Víctor Hugo, que las hay, se encuentra frecuentemente una idea, una idea profunda, inclusive». Y con un sentimiento exacto, haciendo destacarse el melancólico pensamiento con todas las fuerzas de su entonación, poniéndolo más allá de su voz y clavando frente a sí una mirada ensoñadora y deliciosa, la duquesa dijo lentamente: Por ejemplo:

La douleur est un fruit, Dieu ne le fait pas croître

Sur la branche trop faible encore pour le porter[58].

O esto otro:

Les morts durent bien peu,

Hélas dans le cercueil ils tombent en poussière

Moins vite qu’en nos coeurs![59]

Y mientras una sonrisa desencantada fruncía con una graciosa sinuosidad su boca dolorosa, la duquesa posó en la señora de Arpajon la mirada soñadora de sus ojos claros y adorables. Empezaba yo a conocerlos, así como su voz, que se arrastraba tan pastosamente lánguida, tan ásperamente sabrosa. En esos ojos y en esa voz volvía yo a encontrar mucho de la naturaleza de Combray. Indudablemente, en la afectación con que esa voz hacía aparecer por momentos una rudeza de terruño, había muchas cosas: el origen completamente provinciano de una rama de la familia de Guermantes, que se había conservado más tiempo localizada, más atrevida, más silvestre, más incitante; luego, un hábito de gente verdaderamente distinguida y de gente de talento que sabe que la distinción no está en hablar con el borde de los labios, y también de nobles que fraternizan de mejor gana con sus campesinos que con unos burgueses; particularidades todas que la situación de reina de la señora de Guermantes le había permitido exhibir más fácilmente, hacer salir afuera sin velo alguno. Parece ser que esa misma voz existía en unas hermanas de la duquesa, a las que esta detestaba, y que, menos inteligentes y casadas casi burguesamente, si cabe servirse de este adverbio cuando se trata de enlaces con nobles oscuros, enterrados en su provincia o en París, en un barrio de Saint-Germain sin fausto, poseían también esa voz, pero la habían refrenado, corregido, suavizado tanto como podían, de igual suerte que es rarísimo que uno de nosotros tenga el descaro de su propia originalidad y no ponga su aplicación en asemejarse a los modelos más alabados. Pero Oriana era hasta tal punto más inteligente, más rica y, sobre todo, a tal extremo estaba más a la moda que sus hermanas, tanta había sido, como princesa de los Laumes, su influencia cerca del príncipe de Gales, que se había dado cuenta de que aquella voz discordante era un hechizo, y había hecho de ella, en el orden mundano, con la audacia de la originalidad y del triunfo, lo que, en el orden teatral, una Réjane, una Jeanne Granier (sin comparación, por lo demás, naturalmente, entre el valor y el talento de estas dos artistas) han hecho de la suya: una cosa admirable y distintiva que acaso unas hermanas de la Réjane o de la Granier, a las que jamás ha conocido nadie, intentaron enmascarar como un defecto.

A tantas razones para desplegar su originalidad local, los escritores preferidos de la señora de Guermantes —Mérimée, Meilhac y Halévy— habían venido a añadir, con el respeto a la naturalidad, un deseo de prosaísmo, merced al cual llegaba a la poesía, y un ingenio puramente de sociedad que resucitaba ante mí paisajes. Por otra parte, la duquesa era muy capaz, añadiendo a esas influencias un rebuscamiento preciosista, de escoger para la mayor parte de las palabras la pronunciación que le parecía más Isla de Francia, más champañesa, ya que, si no del todo en la medida que su cuñada la de Marsantes, apenas usaba otro que el puro vocabulario de que hubiera podido servirse un viejo autor francés. Y cuando se estaba harto del adobado y abigarrado lenguaje moderno, era, aun sabiendo que expresaba muchas menos cosas, un gran descanso escuchar la charla de la señora de Guermantes —casi el mismo alivio, si estaba uno a solas con ella y la duquesa restringía y clarificaba aún más el caudal de esa su charla, que el que se siente al oír una canción antigua. Entonces, al mirar, al oír a la señora de Guermantes, veía yo, cautivo en la perpetua y tranquila siesta de sus ojos un cielo de la Isla de Francia o de la Champaña, tenderse, azulino, oblicuo, con el mismo ángulo de inclinación que tenía en Saint-Loup.

Así, por obra de estas diversas formaciones, la señora de Guermantes expresaba a la vez la más antigua Francia aristocrática; luego, mucho más tarde, la manera en que la duquesa de Broglie habría podido saborear y censurar a Víctor Hugo en tiempos de la monarquía de julio, y, finalmente, un vivo gusto por la literatura surgida de Mérimée y de Meilhac. La primera de estas formaciones me agradaba más que la segunda, me ayudaba más a reparar la decepción del viaje y de la llegada a este barrio de Saint-Germain, tan diferente de lo que yo había creído; pero aun prefería la segunda a la tercera. Ahora bien, al paso que la señora de Guermantes era Guermantes casi sin querer, su gusto por Pailleron, su afición a Dumas hijo eran reflexivos y deliberados. Como ese gusto era el polo opuesto del mío, proveía de literatura a mi espíritu cuando me hablaba del barrio de Saint-Germain, y nunca me parecía tan estúpidamente barrio de Saint-Germain como cuando me hablaba de literatura.

Emocionada por los últimos versos, la señora de Arpajon exclamó: «¡Esas reliquias del corazón tienen también su polvo[60]! Tiene usted que escribirme eso en mi abanico, caballero», dijo al señor de Guermantes. «¡Pobre mujer, me da pena!», dijo la princesa de Parma a la señora de Guermantes. «No, no se enternezca Vuestra Alteza; no tiene más que lo que se merece». «Pero…; perdóneme que sea a usted a quien se lo diga…, ¡sin embargo, ella le quiere realmente!». «Nada de eso; es incapaz de semejante cosa: cree que le quiere, como cree en este momento que cita a Víctor Hugo porque cita un verso de Musset. Mire Vuestra Alteza —añadió la duquesa en un tono melancólico—: A nadie le conmovería más que a mí un sentimiento verdadero. Pero va a ver Vuestra Alteza un ejemplo. Ayer le ha armado una escena terrible a Basin. Quizá crea Vuestra Alteza que era porque Basin quiere a otras; pues nada de eso: ¡era porque Basin no quiere presentar a los hijos de ella en el Jockey! ¿Le parece, señora, que eso es propio de una enamorada? No; aun diré más —añadió la señora de Guermantes con precisión—: Es una persona de una insensibilidad nada común». A todo esto, el señor de Guermantes había estado, brillándole de satisfacción los ojos, oyendo a su mujer hablar de Víctor Hugo «a quemarropa» y citar sus versos. Por más que la duquesa le sacase de tino a menudo, en momentos como estos sentíase orgulloso de ella. «Oriana es verdaderamente extraordinaria. Puede hablar de todo, todo lo ha leído. No podía adivinar que la conversación había de recaer esta noche sobre Víctor Hugo. Cualquiera que sea el tema que se toque, siempre está dispuesta, puede tenérselas tiesas con los más enterados. Ese joven debe de estar subyugado».

«Pero cambiemos de conversación —añadió la señora de Guermantes—, porque es muy susceptible. Debe usted de encontrarme muy anticuada —prosiguió, dirigiéndose a mí—: Ya sé que hoy se considera como una debilidad el que le gusten a uno las ideas en poesía, la poesía en que hay un pensamiento». «¿Qué está anticuado eso?», dijo la princesa de Parma con el ligero pasmo que le causaba esta vaga noticia que no esperaba, aun cuando supiese que la conversación de la duquesa de Guermantes le reservaba siempre estos choques sucesivos y deliciosos, este susto que le cortaba la respiración, esta sana fatiga, después de los cuales pensaba instintivamente en la necesidad de tomar un pediluvio en una casa de baños y echar a andar aprisa «para entrar en reacción».

«Pues lo que es por mi parte, no, Oriana —dijo la señora de Brissac—; yo no le censuro a Víctor Hugo que tenga ideas, ni mucho menos, sino que las busque en lo que es monstruoso. En el fondo, es él quien nos ha acostumbrado a lo feo en literatura. Bastantes cosas feas hay ya en la vida. ¿Por qué no olvidarlas, por lo menos mientras leemos? Lo que le atrae a Víctor Hugo es un espectáculo penoso, del que nos apartaríamos en la vida».

«Pero, de todos modos, Víctor Hugo no será tan realista como Zola», inquirió la princesa de Parma. El nombre de Zola no hizo moverse ni un músculo en el rostro del señor de Beautreillis. El antidreyfusismo del general era demasiado hondo para que tratase de expresarlo. Y su benévolo silencio cuando se abordaban estos temas impresionaba a los profanos por la misma delicadeza que muestran un sacerdote que evita hablar de vuestros deberes religiosos, un financiero que se empeña en no recomendaros los negocios que dirige, un hércules que se muestra afable y no os da de puñetazos. «Ya sé que es usted pariente del almirante Jurien de la Gravière», me dijo, con aires de estar muy enterada, la señora de Varambon, la dama de honor de la princesa de Parma, mujer excelente pero corta de luces, que había sido procurada en tiempos a la princesa de Parma por la madre del duque. Hasta entonces no me había dirigido la pala bra, y nunca pude luego, a despecho de las amonestaciones de la princesa de Parma y de mis propias protestas, quitarle de la cabeza la idea de que yo tuviera nada que ver con el almirante académico, el cual me era completamente desconocido. La obstinación de la dama de honor de la princesa de Parma en ver en mí un sobrino del almirante Jurien de la Gravière tenía por sí sola algo vulgarmente risible. Pero el error que cometía no era sino el tipo excesivo y desecado de tantos errores más ligeros, mejor matizados, involuntarios o cometidos adrede, como acompañan a nuestro nombre en la «ficha» que la sociedad compone a propósito de nosotros. Recuerdo que un amigo de los Guermantes que había manifestado vivamente su deseo de conocerme, me dio como razón el que yo conocía muy bien a su prima, la señora de Chaussegros. —«Es encantadora, le quiere a usted mucho»—. Obedecí al escrúpulo, harto vano, de insistir en el hecho de que se trataba de un error, que yo no conocía a la señora de Chaussegros. «Entonces, a la que conoce usted es a su hermana; da lo mismo. Se encontró con usted en Escocia». Yo no había estado nunca en Escocia, y me tomé el inútil trabajo de advertírselo, por honradez, a mi interlocutor. Era la misma señora de Chaussegros la que había dicho que me conocía, y lo creía sin duda de buena fe, a consecuencia de una confusión primera, porque ya no dejó nunca de alargarme la mano en cuanto me echaba la vista encima. Y como, al fin y al cabo, el medio que yo frecuentaba era exactamente el de la señora de Chaussegros, mi humildad no tenía sentido. Lo de que yo fuese amigo íntimo de los Chaussegros era, tomado al pie de la letra, un error, pero, desde el punto de vista social, un equivalente de mi situación, si es que puede hablarse de situación tratándose de un hombre tan joven como era yo. Así es que por más que el amigo de los Guermantes no dijera sino cosas falsas a cuenta de mí, ni me rebajó ni me enalteció (desde el punto de vista mundano) en la idea que de mí siguió forjándose. Y, en fin de cuentas, para aquellos que no están representando una comedia, el hastío de vivir siempre dentro del mismo personaje se disipa por un instante como si subiera uno a las tablas, cuando otra persona se forma una idea falsa de nosotros, cree que estamos en relaciones con una dama a la que no conocemos y se nos señala afirmando que la hemos conocido en el curso de un delicioso viaje que nunca hemos hecho. Errores multiplicadores y amables cuando no tienen la inflexible rigidez del que cometía y cometió toda su vida, a pesar de mis negaciones, la imbécil dama de honor de la señora de Parma, empedernida para siempre en la creencia de que yo era pariente del fastidioso almirante Jurien de la Gravière. «No es muy discreta —me dijo el duque—, y además no necesita muchas libaciones; creo que se halla ligeramente bajo la influencia de Baco». En realidad, la señora de Varambon no había bebido más que agua, pero el duque se perecía por encajar sus locuciones favoritas. «¡Pero si Zola no es un realista, señora! ¡Es un poeta!», dijo la señora de Guermantes, inspirándose en los estudios críticos que había leído en los últimos años y adaptándolos a su genio personal. Agradablemente empujada hasta aquí, en el curso del baño de ingenio, baño agitado para ella, que tomaba esta noche, y que juzgaba había de serle particularmente saludable dejándose llevar por las paradojas que rompían en oleada unas tras otras, ante esta, más enorme que las demás, la princesa de Parma saltó, de miedo a ser derribada. Y con una voz entrecortada como si se perdiese la respiración, dijo: «¡Poeta, Zola!». «¡Pues claro que sí! —respondió la duquesa riendo, encantada por este efecto de ahogo—. Fíjese Vuestra Alteza en cómo abulta cuanto toca. Me dirá que no toca, justamente, más que aquello que… trae buena suerte. Pero hace de ello algo inmenso; ¡su muladar es épico! ¡Es el Homero de las letrinas! No tiene mayúsculas bastantes para escribir la palabra de Cambronne». A despecho de la extremada fatiga que empezaba a experimentar, la princesa estaba encantada, nunca se había sentido mejor. No hubiera cambiado por una temporada en Schœbrunn —la única cosa, sin embargo, capaz de halagarla— estas divinas cenas de la señora de Guermantes, que resultaban tonificadoras en fuerza de tanta sal. «La escribe con C mayúscula», exclamó la señora de Arpajon. «Más bien será con una M mayúscula, me figuro, hijita», repuso la señora de Guermantes, no sin haber cambiado con su marido una mirada de fisga que quería decir: «¡Es bastante idiota!». «¡Ah!, precisamente —me dijo la señora de Guermantes, posando en mí una mirada sonriente y afable y porque, como cumplida señora de su casa, quería, a propósito del artista que me interesaba particularmente, dejar trasparecer todo su saber y darme ocasión a mí, si se terciaba, de hacer gala del mío—, oiga usted —me dijo, agitando ligeramente su abanico de plumas (hasta tal punto tenía conciencia en aquel momento de que ejercía plenamente los deberes de la hospitalidad, y, por no faltar a ninguno, haciendo seña asimismo de que volvieran a servirme espárragos con salsa mousseline)—, precisamente, creo que Zola ha escrito un estudio sobre Elstir, ese pintor de quien ha ido usted a ver hace un rato algunos cuadros, los únicos suyos, por lo demás, que me gustan», añadió. En realidad, detestaba la pintura de Elstir, pero encontraba de una calidad única todo lo que tenía en casa. Pregunté al señor de Guermantes si sabía el nombre del caballero que figuraba con sombrero de copa en el cuadro popular y que había reconocido yo como el mismo cuyo retrato de tiros largos —inmediato al primero, y que databa aproximadamente del mismo período, en que la personalidad de Elstir no se mostraba todavía completamente exenta y se inspiraba un tanto en Manet— poseían los Guermantes. «¡Dios mío! —me respondió—, sé que es un hombre que no es ningún desconocido ni un imbécil en su especialidad, pero siempre estoy a matar con los nombres. El de ese lo tengo en la punta de la lengua: el señor…, el señor…, en fin, qué más da, ya no lo sé. Swann podría decírselo a usted; él es quien le ha hecho comprar esos monigotes a la señora de Guermantes, que siempre es demasiado amable, que tiene siempre demasiado temor a contrariar a la gente si dice que no a algo; aquí entre nosotros, creo que Swann nos ha encajado unos mamarrachos. Lo que puedo decirle a usted es que ese caballero es para el señor Elstir una especie de Mecenas que lo ha lanzado, y que a menudo le ha sacado de apuros encargándole cuadros. En agradecimiento —si llama usted agradecimiento a eso; va en gustos—, lo ha pintado en ese rincón, donde hace un efecto bastante cómico con su facha endomingada. Podrá ser un pozo de ciencia, pero ignora evidentemente en qué circunstancias se pone uno el sombrero de copa. Con el suyo, en medio de todas esas mozas en pelo, parece un notario de provincias metido en juerga. Pero, oiga, me parece que está usted verdaderamente prendado de esos cuadros. Si llego a saberlo, me hubiera informado para contestarle. Por lo demás, no hay por qué quebrarse tanto los cascos para profundizar en la pintura del señor Elstir, como si se tratase de la Fuente, de Ingres, o de Los hijos de Eduardo, de Paul Delaroche. Lo que en ella se aprecia es que está observada de una manera fina, que es divertida, parisiense, y luego se pasa a otra cosa. No hace falta ser un erudito para contemplar esa pintura. Bien sé que son simples bocetos, pero no me parecen bastante trabajados. Swann tenía el tupé de querernos hacer comprar un Manojo de espárragos. Incluso los tuvimos aquí unos días. No había más que eso en el cuadro: un manojo de espárragos, precisamente como los que está usted engullendo. Pero yo me negué a paparme los espárragos del señor Elstir. Trescientos francos pedía por ellos. ¡Trescientos francos un manojo de espárragos! ¡Un luis es lo que valen, y aun eso, los tempranos! Se me hizo cuesta arriba. Desde el momento en que añade personajes a esas cosas, su pintura toma un cariz desgarrado, pesimista, que me desagrada. Me choca ver que a un espíritu fino, a un cerebro distinguido como es usted, le gusten esas cosas». «Pero no sé por qué dice usted eso, Basin —dijo la duquesa, a la que no le gustaba que se menospreciase lo que contenían sus salones—. Yo estoy lejos de admitirlo todo, sin distinción, en los cuadros de Elstir. Tienen de todo. Pero no dejan de estar hechos con talento siempre. Y hay que confesar que los que he comprado son de una rara belleza». «Oriana, en ese género prefiero mil veces el apunte del señor Vibert que vimos en la exposición de acuarelistas. No es nada, si usted quiere; cabría en el hueco de la mano, pero allí sí que hay talento hasta la punta de las uñas: aquel misionero descarnado, sucio, delante del untuoso prelado que hace jugar a su perrillo, es un verdadero poemita de finura, e incluso de profundidad». «Creo que conoce usted al señor Elstir —me dijo la duquesa—. El hombre es agradable». «Es inteligente —dijo el duque—; pasma, cuando se habla con él, que sea tan vulgar su pintura». «Es más que inteligente; es, incluso, bastante espiritual», dijo la duquesa, con la expresión de entendida y buena catadora de una persona que sabe lo que trae entre manos. «¿No había empezado a hacerle a usted un retrato, Oriana?», preguntó la princesa de Parma. «Sí, en rojo cangrejo —respondió la señora de Guermantes—; pero no es eso lo que hará pasar su nombre a la posteridad. Es un horror; Basin quería destruirlo». La señora de Guermantes solía decir a menudo esta frase. Pero otras veces, su apreciación era diferente: «A mí no me gusta su pintura, pero en tiempos ha hecho un hermoso retrato mío». De estos juicios, el uno se dirigía, de ordinario, a las personas que hablaban a la duquesa de su retrato; el otro, a aquellas que no le hablaban de él y a las que deseaba enterar de su existencia. Inspirábale el primero la coquetería; el segundo, la vanidad. «¡Hacer un horror con un retrato de usted! Pero, entonces, ¡eso no es un retrato, es una mentira! Soy yo, que apenas sé tener un pincel en la mano, y me parece que, si la pintara a usted, nada más que con representar lo que veo haría una obra maestra», dijo ingenuamente la princesa de Parma. «Probablemente Elstir me ve tal como me veo yo misma; es decir, desprovista de atractivos», dijo la señora de Guermantes con la mirada a un tiempo melancólica, modesta y zalamera que le pareció más adecuada para hacerla aparecer diferente de como la había representado Elstir. «El retrato ese no debe de disgustarle a la señora de Gallardon», dijo el duque. «¿Porque no entiende de pintura? —preguntó la princesa de Parma, que sabía que la señora de Guermantes despreciaba infinitamente a su prima—. Pero es una mujer buenísima, ¿verdad?». El duque puso una cara de profundo asombro. «Pero bueno, Basin, ¿no está usted viendo que la princesa se burla de usted?, (la princesa no pensaba en semejante cosa). Sabe tan bien como usted que Gallardonette es una pécora vieja», continuó la señora de Guermantes, cuyo vocabulario, habitualmente limitado a todas estas rancias expresiones, era sabroso como esos platos que es posible descubrir en los deliciosos libros de Pampille, pero que tan raros han llegado a ser en la realidad, y en los que las gelatinas, la manteca, la salsa, las albondiguillas, son auténticos, no llevan aparejada aleación alguna, e incluso se ha hecho traer para ellos la sal de las salinas de Bretaña: por el acento, polla elección de las palabras, se echaba de ver que el fondo de conversación de la duquesa venía directamente de Guermantes. En eso se diferenciaba profundamente la duquesa de su sobrino Saint-Loup, invadido por tantas ideas y expresiones nuevas; es difícil, cuando está uno turbado por las ideas de Kant y la nostalgia de Baudelaire, escribir en el exquisito francés de Enrique IV, de modo que la misma pureza del lenguaje de la duquesa era una señal de limitación y de que, en ella, la inteligencia y la sensibilidad habían permanecido cerradas a todas las novedades. Hasta en esto me agradaba el talento de la señora de Guermantes, justamente por lo que excluía (y que componía precisamente la materia de mi propio pensamiento) y por todo lo que, gracias a eso mismo, había podido conservar ese seductor vigor de los cuerpos ágiles que ninguna reflexión agotadora, ningún cuidado moral o perturbación nerviosa han alterado. Su espíritu, de una formación tan anterior al mío, era para mí el equivalente de lo que me había ofrecido el porte de las muchachas de la pandilla a la orilla del mar. La señora de Guermantes me ofrecía, domesticada y sumisa por obra de la amabilidad, del respeto a los valores intelectuales, la energía y el hechizo de una cruel muchachita de la aristocracia de los alrededores de Combray, que desde niña montaba a caballo, les partía los riñones a los gatos, arrancaba los ojos a los conejos y, lo mismo que se había quedado en una flor de virtud, hubiera podido —hasta tal punto tenía las mismas elegancias— ser, no muchos años antes, la más brillante de las queridas del príncipe de Sagan. Sólo que era incapaz de comprender lo que yo había buscado en ella —el hechizo del nombre de Guermantes— y lo poquísimo que en ella había encontrado: un resto provinciano de Guermantes. Nuestras relaciones descansaban sobre un equívoco que no podía dejar de manifestarse desde el punto en que mis homenajes, en lugar de dirigirse a la mujer relativamente superior porque se tenía ella, fuesen hacía alguna otra mujer igualmente mediocre y que exhalase el mismo encanto involuntario. Equívoco tan natural que existirá siempre entre un joven soñador y una mujer del gran mundo, pero que desconcierta profundamente a aquel en tanto no ha reconocido todavía la naturaleza de sus facultades imaginativas ni ha adoptado una resolución ante las inevitables decepciones que tiene que sufrir con los seres, como en el teatro, en los viajes e incluso en el amor. Como el señor de Guermantes declarase (continuación de los espárragos de Elstir y de los que acababan de ser servidos después del pollo a la financiera) que los espárragos verdes criados al aire libre y que, como dice tan graciosamente el exquisito autor que se firma E. de Clermont-Tonnerre, «no tienen la rigidez impresionante de sus hermanos», deberían comerse con huevos: «Lo que gusta a unos desagrada a otros, y viceversa —respondió el señor de Bréauté—. En la provincia de Cantón, en China, el regalo más delicado que pueden ofrecerle a uno es huevos de hortelano completamente podridos». El señor de Bréauté, autor de un estudio sobre los mormones publicado en la Revue des Deux Mondes, sólo frecuentaba los círculos más aristocráticos, pero, entre ellos, solamente aquellos que tenían cierta fama de inteligencia. De modo que por su presencia, cuando menos asidua, en casa de una mujer reconocíase si esta tenía un salón. Pretendía el señor de Bréauté aborrecer la vida de sociedad, y aseguraba por separado a cada duquesa que si buscaba su trato era por su talento y por su belleza. Todas estaban convencidas de ello. Cada vez que él, con la muerte en el alma, se resignaba a ir a una gran recepción en casa de la princesa de Parma, convocaba a todas ellas para que le diesen ánimos, y así no aparecía como no fuese en medio de un círculo íntimo. Para que su reputación de intelectual sobreviviese a su mundanidad, aplicando ciertas máximas del espíritu de los Guermantes, se iba con damas elegantes a hacer largos viajes científicos en la época de los bailes, y cuando alguna persona tocada de esnobismo y que, por consiguiente, carecía aún de posición social, empezaba a ir a todas partes, el señor de Bréauté ponía una obstinación feroz en no querer conocerla, en no dejársela presentar. Su odio a los snobs procedía de su esnobismo, pero hacía creer a los ingenuos —es decir, a todo el mundo— que se hallaba exento de semejante defecto. «¡Babal lo sabe todo siempre! —exclamó la duquesa de Guermantes—. Me parece delicioso un país en que la gente quiere estar segura de que su lechero le vende huevos bien podridos, huevos del año de la nana. Desde aquí me estoy viendo mojar en las yemas un cachito de pan con manteca. Debo decir que eso mismo ocurre en casa de tu tía Magdalena (la señora de Villeparisis), que sirven cosas en estado de putrefacción, incluso los huevos (y como la señora de Arpajon protestase): ¡Pero bueno, Fili, si usted lo sabe tan bien como yo! El pollito está ya en el huevo. Ni siquiera sé cómo tienen formalidad para seguir dentro del cascarón. Aquello no es una tortilla, es un gallinero; pero por lo menos no se indica en la carta de la comida. Ha hecho usted bien en no ir a cenar anteayer; ¡había un mero en ácido fénico! Ni siquiera parecía aquello un servicio de mesa, sino un servicio para contagiosos. La verdad es que Norpois lleva la fidelidad hasta el heroísmo: ¡repitió del pescado!». Me parece haberle visto a usted cenando allí el día en que la marquesa le soltó aquella salida a ese señor Bloch (el señor de Guermantes, acaso por dar un aspecto más extranjero a un apellido israelita, no pronunció la ch de Bloch como k, sino como en hoch en alemán), que había dicho de ya no sé qué poeta que era sublime. Por más que Châtellerault le partía las tibias a fuerza de hacerle señas, el señor Bloch no comprendía, y creía que los rodillazos de mi sobrino estaban destinados a una joven sentada a su lado. (Aquí el señor de Guermantes se ruborizó ligeramente). No se daba cuenta de que estaba cargándole a nuestra tía con sus «sublimes» que aplicaba a chorro. En resumen, tu tía Magdalena, que no se muerde la lengua, le replicó: «Pero, bueno, caballero, ¿qué guarda usted entonces para el señor de Bossuet?». (El señor de Guermantes creía que, delante de un nombre célebre, «señor» y una partícula eran esencialmente antiguo régimen). «¡Era como para pagar butaca!». «¿Y qué respondió el señor Bloch ese?», preguntó distraídamente la señora de Guermantes, que, escasa de originalidad en aquel momento, creyó que debía copiar la pronunciación germánica de su marido. «¡Ah!, le aseguro que el señor Bloch no pidió más explicaciones; aún está corriendo». «Sí, sí, me acuerdo muy bien de haberle visto a usted ese día —me dijo la señora de Guermantes, recalcando con el tono las palabras, como si ese recuerdo por parte de ella hubiera sido algo que debiera halagarme mucho—. Las reuniones de mi tía son siempre interesantísimas. En la última en que le encontré a usted, justamente, quería preguntarle si aquel caballero de edad que pasó por junto a nosotros no era Francisco Coppée. Debe usted de saber todos los nombres», me dijo con una sincera envidia de mis relaciones poéticas y también por amabilidad «respecto» a mí, para destacar más a los ojos de sus invitados a un joven tan versado en literatura. Aseguré a la duquesa que no había visto ninguna figura célebre en la velada de la señora de Villeparisis. «¡Cómo! —me dijo atolondradamente la señora de Guermantes, confesando con ello que su respeto a los hombres de letras y su desdén hacia el gran mundo eran más superficiales de lo que decía, y aun acaso de lo que creía ella misma—. ¡Cómo! ¿Que no había ningún gran escritor? Me deja usted pasmada; ¡sin embargo, había allí unas cabezas imposibles!». Recordaba yo muy bien la noche aquella a causa de un incidente absolutamente insignificante. La señora de Villeparisis había presentado a Bloch a la señora de Alfonso de Rothschild; pero mi camarada no había oído bien el apellido y, creyendo habérselas con una inglesa vieja y un tanto chiflada, había respondido solamente con monosílabos a las prolijas palabras de la antigua belleza, cuando la señora de Villeparisis, al presentársela a otro, había pronunciado muy distintamente de esta vez: la baronesa de Rothschild, señora de Alfonso de Rothschild. Entonces habían entrado súbitamente en las arterias de Bloch, y de un solo golpe, tantas ideas de millones y de prestigio, ideas que hubieran debido ser prudentemente subdivididas, que el hombre había sentido como un vuelco en el corazón, un arrebato al cerebro, y había exclamado, en presencia de la amable y anciana dama: «¡Si yo lo hubiera sabido!», exclamación cuya estupidez no le había dejado dormir por espacio de ocho días. Esta frase de Bloch tenía poco interés, pero yo me acordaba de ella como prueba de que a veces, en la vida, al choque de una emoción excepcional, dice uno lo que piensa. «Creo que la señora de Villeparisis no es absolutamente… moral» —dijo la princesa de Parma, que sabía que no iba nadie a casa de la tía de la duquesa, y, por lo que esta acababa de decir, veía que se podía hablar de ella libremente. Pero como la señora de Guermantes no pareciese aprobar, añadió—: «Pero, en ese grado, la inteligencia hace que pase todo». «¡Pero usted se forma de mi tía la idea que se forma de ella la gente en general —respondió la duquesa—, y que es, en suma, falsísima! Eso es justamente lo que me decía Memé no más tarde que ayer». Se ruborizó; un recuerdo para mí desconocido humedeció sus ojos. Me hice la suposición de que el señor de Charlus le había pedido que se volviera atrás de invitarme, lo mismo que me había hecho rogar por Roberto que no fuese a casa de ella. Tuve la impresión de que el rubor —por otra parte incomprensible para mí— del duque al hablar, un momento, de su hermano no podía ser atribuido a la misma causa: «Mi pobre tía se quedará con la reputación de una persona del antiguo régimen, de un ingenio deslumbrador y de una desvergüenza desenfrenada. No hay inteligencia más burguesa, más seria, más apagada; pasará por una protectora de las artes, lo cual quiere decir que ha sido la amiga de un gran pintor; pero ese mismo pintor no ha podido nunca hacerle comprender lo que era un cuadro; y en cuanto a su vida, muy lejos de ser una persona depravada, de tal modo estaba hecha para el matrimonio, tan conyugal era, que como no pudo conservar un esposo que era, por otra parte, un canalla, jamás ha tenido un enredo que no haya tomado tan en serio como si fuese una unión legítima, con las mismas susceptibilidades, con las mismas cóleras, con la misma fidelidad. Observen ustedes que a veces son los más sinceros, que hay, en fin, más amantes que maridos inconsolables». «Sin embargo, Oriana, fíjese precisamente en su cuñado Palamedes, de quien hablaba usted ahora; no hay ninguna amante que pueda soñar con ser llorada como lo ha sido la pobre señora de Charlus». «¡Ah! —replicó la duquesa—. Permítame Vuestra Alteza que no sea por completo de su opinión. No a todo el mundo le gusta ser llorado de la misma manera; cada cual tiene sus preferencias». «En fin, le ha consagrado un verdadero culto desde su muerte. Verdad que a veces se hace por los muertos cosas que no se hubieran hecho por los vivos». «Ante todo —respondió la señora de Guermantes en un tono soñador que contrastaba con su intención zumbona—, va uno a su entierro, cosa que no se hace nunca con los vivos». El señor de Guermantes miró con expresión maliciosa al de Bréauté, como para provocarle a reír con el gracejo de la duquesa. «Pero, en fin, confieso francamente —prosiguió la señora de Guermantes— que la forma en que yo desearía ser llorada por un hombre al que quisiera no es la de mi cuñado». El semblante del duque se ensombreció. No le gustaba que su mujer pronunciase juicios a tontas y a locas, sobre todo a propósito del señor de Charlus. «Es usted difícil de contentar. Su pena ha edificado a todo el mundo», dijo en tono altanero. Pero la duquesa tenía para con su marido la índole de osadía de los domadores o de la gente que vive con un loco y no teme irritarle: «Pues no, ¡qué quiere usted!, es edificante, no digo que no; va todos los días al cementerio a contarle cuántas personas ha tenido a almorzar en casa; la siente enormemente, pero como a una prima, como a una abuela, como a una hermana. Eso no es un pesar de marido. Verdad es que eran dos santos, lo cual hace que sea un tanto especial el dolor». El señor de Guermantes, irritado por la cháchara de su mujer, clavaba en ella, con una inmovilidad terrible, sus pupilas cargadas de mala voluntad. «No es por decir mal del pobre Memé, que, entre paréntesis, no estaba libre esta noche —continuó la duquesa—; reconozco que es bueno como persona, es delicioso, tiene una delicadeza, un buen corazón como no suelen tenerlos generalmente los hombres. ¡Memé es un corazón de mujer!». «Es absurdo lo que está usted diciendo —la interrumpió vivamente el señor de Guermantes—. Memé no tiene nada de afeminado; no hay nadie más viril que él». «¡Pero si yo no le digo a usted que sea afeminado ni mucho menos! Comprenda usted, al menos, lo que digo —prosiguió la duquesa—. ¡Ah, lo que es este, desde el momento en que cree que quieren tocarle a su hermano!», añadió, volviéndose hacia la princesa de Parma. «Eso está muy bien, es delicioso oír una cosa así. No hay nada tan hermoso como dos hermanos que se quieren», dijo la princesa de Parma, como lo hubiera dicho mucha gente del pueblo, porque se puede pertenecer a una familia principesca y a una familia por la sangre y por el espíritu muy popular.

«Ya que hablamos de su familia, Oriana —dijo la princesa—, ayer he visto a su sobrino Saint-Loup; creo que quería pedirle a usted que le prestase un servicio». El duque de Guermantes frunció su ceño jupiterino. Cuando no le gustaba hacer algún favor, no quería que su mujer se encargase de ello, por saber que vendría a ser lo mismo y que las personas a quienes se hubiera visto obligada a pedirlo la duquesa lo inscribirían en el «debe» común del matrimonio, ni más ni menos que si hubiera sido el marido solo quien lo hubiera solicitado. «¿Por qué no me lo ha pedido él? —dijo la duquesa—. Dos horas pasó aquí ayer, y sólo Dios sabe lo aburrido que pudo estar. No sería más estúpido que otro cualquiera de haber tenido, como tantos en sociedad, la inteligencia necesaria para seguir siendo necio. Sólo que lo terrible es ese barniz de sabiduría. Quiere tener una inteligencia abierta…, abierta a todas las cosas que no comprende. Le habla a usted de Marruecos, y es espantoso».

«No puede volver allá por causa de Raquel», dijo el príncipe de Foix. «¡Pero si han roto!», le atajó el señor de Bréauté. «Tan no han roto, que hace dos días me la encontré a ella en la garzonera de Roberto; no tenían facha de estar reñidos, se lo aseguro», repuso el príncipe de Foix, que se perecía por difundir todos los rumores que pudieran hacer perder una boda a Roberto, y que, de otra parte, podía estar engañado por las prolongaciones intermitentes de unas relaciones efectivamente acabadas.

—La Raquel esa me ha hablado de usted; la veo así, al pasar, a la mañana, por los Campos Elíseos; es una aturdida, como dicen ustedes; lo que ustedes llaman una cosa desatada, algo así como una «Dama de las Camelias», en sentido figurado, naturalmente. —Quien me enjaretaba este discurso era el príncipe Von, que estaba empeñado en parecer al corriente de la literatura francesa y de las agudezas parisienses.

«Justamente es a propósito de Marruecos…» —exclamó la princesa aprovechando precipitadamente la coyuntura—. «¿Qué es lo que puede querer ese de Marruecos? —preguntó severamente el señor de Guermantes—; Oriana no puede hacer absolutamente nada en ese terreno; bien lo sabe él». «Se figura que ha inventado la estrategia —prosiguió la señora de Guermantes—, y además emplea palabras imposibles para la menor cosa, lo cual no le impide tener coladuras en sus cartas. El otro día ha dicho que había comido unas patatas sublimes, y que había conseguido abonarse a una platea sublime». «¡Habla en latín!», ponderó el duque. «¿Cómo que en latín?», preguntó la princesa. «¡Palabra de honor! Pregúntele a Oriana, señora, si exagero». «¡Pero cómo, señora! El otro día ha dicho en una sola frase, de un tirón: “No conozco un ejemplo de sic transit gloria mundi[61] más impresionante”; si puedo decirle la frase a Vuestra Alteza es gracias a que después de veinte preguntas y de acudir a algunos lingüistas, llegamos a reconstituirla; pero lo que es Roberto la lanzó sin tomar aliento; apenas podía distinguirse que hubiera nada de latín en ella; ¡parecía un personaje del Malade imaginaire! ¡Y todo eso a cuenta de la muerte de la emperatriz de Austria!». «¡Pobre mujer! —exclamó la princesa—. ¡Qué criatura más deliciosa era!». «Sí —respondió la duquesa—; un poco chiflada, un tanto insensata, pero era una mujer buenísima, una loca deliciosa y muy amable; lo único que jamás he comprendido es por qué no se había comprado nunca una dentadura postiza que ajustara bien; la que tenía se le desencajaba siempre antes del final de sus frases y se veía obligada a interrumpirlas para no tragarse la dentadura».

—La Raquel esa me ha hablado de usted; me dijo que Saint-Loup le adoraba, que incluso le prefería a ella —me dijo el príncipe Von, sin dejar de comer como un ogro, arrebatado el color, mientras su perpetua risa ponía al descubierto todos sus dientes.

—Pero entonces debe de estar celosa de mí y detestarme —repuse.

—Nada de eso; me ha hablado de usted muy bien. Puede que la querida del príncipe de Foix estuviera celosa si él le prefiriese a ella. ¿No me entiende usted? Véngase conmigo cuando salgamos y le explicaré todo eso.

—No puedo, tengo que ir a casa del señor de Charlus a las once.

—¡Hombre!, ayer me mandó a decir que fuese a cenar con él esta noche, pero que no fuera después de las once menos cuarto. Pero si tiene usted empeño en ir a su casa, venga usted conmigo, al menos, hasta el Teatro Francés; estará usted en la periferia —dijo el príncipe, que sin duda creía que eso significaba «en las cercanías», o quizá «el centro».

Pero sus ojos, dilatados en su rolliza y hermosa cara arrebolada, me dieron miedo, y no acepté, diciendo que iba a venir a buscarme un amigo. No me parecía que esta respuesta fuese ofensiva. La impresión que de ella recibió el príncipe fue, sin duda, diferente, porque nunca más volvió a dirigirme la palabra.

«Precisamente tengo que ir a ver a la reina de Nápoles, ¡qué pena debe de tener!», dijo, o, por lo menos, me pareció que había dicho la princesa de Parma. Porque estas palabras sólo habían llegado hasta mí indistintas, a través de las más próximas que me había dirigido, muy bajo, sin embargo, el príncipe Von, el cual había temido, sin duda, si hablaba más alto, ser oído por el señor de Foix. «¡Oh, no! —respondió la duquesa—. Lo que es pena, no creo que tenga ni pizca». «¿Ni pizca? ¡Siempre ha de estar usted en los extremos, Oriana!», dijo el señor de Guermantes, reasumiendo su papel de acantilado que, con oponerse a la ola, la obliga a lanzar más alto su penacho de espuma. «Basin sabe mejor aún que yo que estoy diciendo la verdad —respondió la duquesa—, pero se cree obligado a adoptar aires severos por la presencia de Vuestra Alteza, y tiene miedo de que yo la escandalice». «¡Oh, no, por favor!», exclamó la princesa de Parma, temiendo que por su causa se alteraran en algo aquellos deliciosos miércoles de la duquesa de Guermantes, fruto prohibido que ni la misma reina de Suecia había tenido aún derecho a probar. «Pero si ha sido justamente a él a quien ha respondido, cuando le decía en un tono trivialmente triste: ¡Pero la reina está de luto! ¿Por quién? ¿Es alguna desgracia que toca de cerca a Vuestra Majestad?». «No, no es ningún luto de importancia; es un luto ligero, muy ligero; es por mi hermana». «La verdad es que, así como así, está encantada; Basin lo sabe perfectamente, nos ha invitado a una fiesta ese mismo día, y a mí me ha dado dos perlas. ¡Ya quisiera yo que perdiese una hermana todos los días! No llora la muerte de su hermana; la ríe a carcajadas. Probablemente se dice, como Roberto, que sic transit, bueno, ya no sé lo que sigue», añadió, por modestia, aunque lo sabía muy bien.

Por lo demás, al hablar así, la señora de Guermantes hacía solamente alarde de ingenio, y del más falso, ya que la reina de Nápoles, como la duquesa de Alençon, que murió asimismo de una manera trágica, tenía un gran corazón y ha llorado sinceramente a los suyos. La señora de Guermantes conocía de sobra a sus primas, las nobles hermanas bávaras, para ignorarlo. «Pues Saint-Loup hubiera querido no volver a Marruecos —dijo la princesa de Parma, asiendo de nuevo el nombre de Marruecos, que le tendía, harto involuntariamente, como una pértiga, la señora de Guermantes—. Creo que conoce usted al general de Monserfeuil». «Muy poco», respondió la duquesa, que llevaba una amistad íntima con el militar. La princesa explicó lo que deseaba Saint-Loup. «Dios mío, si le veo…, bien puede ocurrir que lo encuentre», respondió, porque no pareciera que se negaba, la duquesa, cuyas relaciones con el general de Monserfeuil parecían haberse espaciado rápidamente desde el punto en que se trataba de pedirle algo. Esta incertidumbre no le bastó, sin embargo, al duque, que, interrumpiendo a su mujer: «Bien sabe usted que no lo verá, Oriana —dijo—; y, además, ya le ha pedido usted dos cosas que no ha hecho. Mi mujer tiene el prurito de ser amable —continuó, cada vez más furioso, para obligar a la princesa a retirar su petición sin que ello pudiera hacer dudar de la amabilidad de la duquesa, y para que la señora de Guermantes echase la culpa del caso al carácter de él, esencialmente caprichoso—. Roberto podía tener todo lo que quisiera con Monserfeuil. Sólo que como no sabe lo que quiere, hace que seamos nosotros quienes lo pidamos, porque sabe que no hay mejor modo de que salga mal. Demasiadas cosas le ha pedido Oriana a Monserfeuil. Un ruego suyo, ahora, es una razón para que el general se niegue». «¡Ah!, en esas circunstancias más vale que no haga nada la duquesa», dijo la señora de Parma. «¡Naturalmente!», concluyó el duque. «¡Ese pobre general!, otra vez lo han derrotado en las elecciones», dijo la princesa de Parma, por cambiar de conversación. «¡Oh!, eso no es grave, no es más que la séptima vez», dijo el duque, que, como había tenido que renunciar también a la política, se complacía bastante en los reveses electorales de los demás. «Se ha consolado queriendo hacerle otro chico a su mujer». «¡Cómo! ¿Vuelve a estar encinta esa pobre señora de Monserfeuil?». «¡Pues claro! —respondió la duquesa—; ese es el único distrito en que no ha fracasado nunca el pobre general».

No había de dejar yo ya, en lo sucesivo, de ser invitado continuamente, aunque sólo fuese con unas pocas personas más, a estas comidas cuyos comensales me había figurado antaño como los apóstoles de la Capilla Santa. Reuníanse allí, en efecto, como los primeros cristianos, no para compartir solamente un alimento material, por lo demás exquisito, sino en una a modo de Cena social; de manera que en unas cuantas comidas me asimilé el conocimiento de todos los amigos de mis huéspedes, amigos a quienes estos me presentaban con un matiz de benevolencia tan marcado (como una persona a la que hubieran preferido siempre paternalmente), que no había entre ellos uno que no hubiera creído hacer de menos al duque y a la duquesa si había dado un baile sin hacerme figurar en su lista, y, al mismo tiempo, en tanto bebía uno de los Yquem, que guardaban las bodegas de los Guermantes, saboreaba yo unos hortelanos aderezados con arreglo a las diferentes recetas que el duque elaboraba y modificaba prudentemente. Sin embargo, para el que se había sentado ya más de una vez a la mesa mística, la manducación de los últimos no era indispensable. Algunos antiguos amigos del señor y la señora de Guermantes iban a verles después de cenar, «de mondadientes» hubiera dicho la señora de Swann, sin que se les esperase, y tomaban en invierno una taza de tila bajo las luces del gran salón, y en verano un vaso de naranjada en la oscuridad del trocito del jardín rectangular. Nunca se les había conocido a los Guermantes, en esas sobremesas en el jardín, otra cosa que la naranjada. Tenía esta algo de ritual. Añadir a ella otros refrescos hubiera parecido desnaturalizar la tradición, de igual suerte que una gran recepción, en el barrio de Saint-Germain, ya no es una recepción si en ella se representa una comedia o hay música. Tiene que parecer que ha ido uno —aunque haya en la recepción quinientas personas— a hacer una visita a la princesa de Guermantes, por ejemplo. Se admiró mi influencia porque a la naranjada pude hacer añadir una garrafilla con zumo de cerezas cocidas, de pera cocida. Por causa de esto le tomé ojeriza al príncipe de Agrigento que, como todas las gentes desprovistas de imaginación, pero no de avaricia, se maravillan de lo que bebéis y os piden permiso para tomar un poco de ello. De modo que, todas las veces, el señor de Agrigento, al disminuir mi ración, echaba a perder mi goce. Porque ese zumo de fruta, por mucha cantidad en que se tome, nunca es bastante para apagar la sed. Nada me cansa menos que esa trasposición a sabor del color de una fruta que, cocida, parece retrogradar hacia la estación de las flores. Empurpurado como un vergel en primavera, o bien incoloro y fresco como el céfiro bajo los árboles frutales, el zumo se deja respirar y mirar gota a gota, y el señor de Agrigento me impedía, regularmente, saciarme de él. A pesar de estas compotas, la naranjada tradicional subsistió como la tila. Bajo estas modestas especies no dejaba de efectuarse la comunión social. En esto, sin duda, los amigos del señor y de la señora de Guermantes habían seguido siendo, a pesar de todo, como me los había figurado yo en un principio, más diferentes de lo que su engañosa apariencia me hubiera movido a creer. Muchos viejos iban a recibir en casa de la duquesa, al mismo tiempo que la invariable bebida, una acogida que a menudo tenía bastante poco de amable. Ahora bien, no podía ser por esnobismo —puesto que pertenecían a una condición a que ninguna otra era superior—, ni por amor al lujo; quizá tuviesen apego a este, pero en unas condiciones sociales menores hubieran podido conocer un lujo espléndido, ya que, esas mismas noches, la encantadora mujer de un financiero riquísimo hubiera hecho cuanto fuese preciso hacer para tenerlos en unas cacerías deslumbradoras que iba a dar por espacio de dos días en honor del rey de España. Los viejos, con todo, se habían esquivado, y habían venido a todo trance a ver si estaba en casa la señora de Guermantes. Ni siquiera estaban seguros de encontrar allí opiniones absolutamente conformes con las suyas, o sentimientos especialmente calurosos; la señora de Guermantes lanzaba a veces, a cuenta del caso de Dreyfus, de la República, de las leyes antirreligiosas, o incluso, a media voz, a propósito de ellos, de sus achaques, del tono aburrido de su conversación, reflexiones tales que tenían que hacer como si no reparasen en ellas. Indudablemente, si conservaban allí sus costumbres era por una afinada educación de sibaritas mundanos, por un claro conocimiento de la perfecta y primera calidad del manjar social, de regusto familiar, tranquilizador y rápido, sin mezcla, no adulterado, cuyo origen e historia conocían tan bien como la que se lo servía, siendo en esto más «nobles» de lo que ellos mismos sabían. Pues entre estos visitantes, a los que fui presentado después de cenar, quiso la casualidad que estuviera el general Monserfeuil, del que había hablado la princesa de Parma, y que la señora de Guermantes, de cuyo salón era uno de los asiduos, no sabía que hubiera de venir esa noche. El general se inclinó ante mí, al oír mi nombre, cual si hubiera sido yo el presidente del Consejo Superior de Guerra. Me había figurado que era simplemente por cierta inserviciabilidad radical, y para la que el duque, como para el ingenio, ya que no para el amor, era cómplice de su mujer, por lo que la duquesa se había negado casi a recomendar a su sobrino al señor de Monserfeuil. Y veía en ello una indiferencia tanto más culpable cuanto que había creído comprender, por algunas palabras que se le escaparon a la princesa de Parma, que el puesto de Roberto era de peligro y que era prudente hacerlo trasladar de él. Pero lo que me sublevó fue la verdadera perversidad de la señora de Guermantes cuando, al proponer tímidamente la princesa de Parma hablarle del caso ella misma y por su cuenta al general, la duquesa hizo cuanto pudo para disuadir de ello a Su Alteza. «¡Pero, señora —exclamó—, Monserfeuil no tiene ningún género de crédito ni de poder con el nuevo Gobierno! Eso sería tanto como dar una estocada en el agua». «Me parece que puede oírnos», murmuró la princesa, invitando a la duquesa a hablar más bajo. «No tema nada Vuestra Alteza; es sordo como una tapia», dijo, sin bajar la voz, la duquesa, a la que el general oyó perfectamente. «Es que creo que el señor de Saint-Loup no está en un sitio muy tranquilizador», dijo la princesa. «¿Qué quiere Vuestra Alteza? —respondió la duquesa—; está en el caso de todo el mundo, con la diferencia de que es él quien ha pedido ir allá. Además, que no, no es peligroso; si así no fuera, ya puede suponerse Vuestra Alteza que me ocuparía yo de eso. Le hubiera hablado de ello a Saint-Joseph durante la cena. Es mucho más influyente, y ¡tiene un tesón! Mire Vuestra Alteza, ya se ha ido. Por otra parte, sería menos delicado con este, que precisamente tiene a tres de sus hijos en Marruecos y no ha querido pedir que los trasladen; podría objetar eso mismo. Ya que Vuestra Alteza tiene empeño, hablaré de ello a Saint-Joseph, si lo veo…, o a Beautreillis. Pero si no les veo, no compadezca demasiado a Roberto. El otro día nos han explicado dónde estaba. Creo que en ninguna parte puede estar mejor que allí».

«¡Qué flor más bonita!, no he visto nunca otra igual, ¡no hay nadie como usted, Oriana, para tener maravillas de estas!», dijo la princesa de Parma, que, por miedo a que el general de Monserfeuil hubiese oído a la duquesa, trataba de cambiar de conversación. Reconocí una planta de la especie de las que Elstir había pintado delante de mí. «Encantada de que le guste; son admirables, fíjese en ese collarín de terciopelo malva; sólo que, como puede ocurrirles a algunas personas muy bonitas y muy bien vestidas, tienen un nombre feo y huelen mal. A mí, a pesar de eso, me gustan mucho. Pero lo que no deja de ser triste es que van a morir». «Pero están en una maceta, no son flores cortadas», dijo la princesa. «No —respondió la duquesa, riéndose—, pero viene a ser lo mismo, ya que son damas. Es una especie de plantas en que las damas y los caballeros no se encuentran al mismo nivel. Me pasa lo que a las personas que tienen una perra. Necesitaría un marido para mis plantas. ¡Si no, no tendré crías!». «Es curioso. Pero entonces, en la naturaleza…». «¡Sí! Hay ciertos insectos que se encargan de efectuar la boda, como se hace con los soberanos, por poder, sin que el novio y la novia se hayan visto nunca. Por eso, le juro que recomiendo a mi criado que ponga mi planta a la ventana lo más que pueda, unas veces a la parte que da al patio, otras del lado del jardín, con la esperanza de que venga el insecto indispensable. ¡Pero eso exigiría una casualidad tan grande! Figúrese Vuestra Alteza, haría falta que hubiese ido justamente a ver a una persona de la misma especie y de otro sexo y que le dé la ocurrencia de venir a dejar tarjeta en casa. Hasta ahora no ha venido; creo que mi planta sigue siendo digna de un premio a la virtud; confieso que preferiría un poco más de libertinaje. Es lo mismo que ese árbol tan hermoso que hay en el patio; se morirá sin tener hijos, porque es de una especie rarísima en nuestras tierras. Para él, es el viento el que está encargado de operar la unión, pero la tapia está un poco alta». «En efecto —dijo el señor de Bréauté—, debían ustedes haberla hecho rebajar nada más que unos centímetros; con eso hubiera bastado. El perfume de vainilla que había en el excelente helado que nos han servido hace un momento, duquesa, viene de una planta que lleva el mismo nombre. Esa planta produce a la vez flores masculinas y femeninas, pero un a modo de tabique duro interpuesto entre ellas impide toda comunicación. Así, no había nunca manera de conseguir frutos hasta el día en que a un muchacho negro, natural de la isla de la Reunión y llamado Albins, lo cual, entre paréntesis, es bastante cómico, ya que ese nombre quiere decir blanco, se le ocurrió la idea, con ayuda de un pincho, de poner en relación los órganos separados». «¡Babal, es usted divino, lo sabe usted todo!», exclamó la duquesa. «¡Pero también usted, Oriana, me ha enseñado cosas que yo ni sospechaba!», dijo la princesa. «Le diré a Vuestra Alteza, ha sido Swann quien me ha hablado mucho, siempre, de botánica. A veces, cuando nos fastidiaba demasiado ir a un té o a una reunión por la tarde, nos marchábamos al campo, y Swann me enseñaba bodas de flores, cosa que es mucho más divertida que las bodas de la gente, sin lunch ni sacristía. Nunca teníamos tiempo de ir muy lejos. Ahora, con el automóvil, sería encantador. Por desgracia, de entonces acá, el propio Swann ha hecho una boda mucho más asombrosa todavía, y que hace difícil todo. ¡Ay, señora! La vida es una cosa espantosa; se pasa una el tiempo haciendo cosas que le fastidian, y cuando por casualidad conoce a alguien con quien podría ir a ver otras interesantes, ese alguien ha de hacer una boda como la de Swann. Entre renunciar a los paseos botánicos y la obligación de tratar a una persona indecorosa, he escogido la primera de las dos calamidades. Por lo demás, en el fondo, no habría necesidad de ir tan lejos. ¡Parece que sólo en mis dos palmos de jardín ocurren en pleno día más cosas indecorosas que por la noche… en el bosque de Bolonia! Ahora, que no se nota, porque esas cosas, entre flores, se hacen sencillísimamente, se ve un chaparroncillo anaranjado, o bien una mosca muy polvorienta que viene a limpiarse las patas o a tomar una ducha antes de entrar en una flor. ¡Y todo está consumado!». «También es espléndida la cómoda sobre que está puesta la planta; me parece que es Imperio», dijo la princesa, que, como no estaba familiarizada con los trabajos de Darwin y de sus sucesores, no comprendía bien el significado de las bromas de la duquesa. «¿Verdad que es bonita? Encantada de que le guste, señora —respondió la duquesa—. Es un mueble magnífico. Debo decirle que siempre he adorado el estilo Imperio, incluso cuando no estaba de moda. Recuerdo que en Guermantes me había hecho excomulgar por mi suegra por haber dicho que bajaran del desván todos los espléndidos muebles Imperio que Basin había heredado de los Montesquiou, y porque había amueblado con ellos el ala en que vivía yo». El señor de Guermantes sonrió. Debía de acordarse, sin embargo, de que las cosas habían pasado de manera harto diferente. Pero como las bromas de la princesa de los Laumes a cuenta del mal gusto de su suegra habían sido tradicionales durante el poco tiempo que el príncipe había estado prendado de su mujer, a su amor a la segunda había sobrevivido cierto desdén hacia la inferioridad del talento de la primera, desdén que se aliaba, por otra parte, con un gran cariño y respeto. «Los Iena tienen el mismo sillón con incrustaciones de Wetgwood; es hermoso, pero yo prefiero el mío —dijo la duquesa con la misma expresión de imparcialidad que si no hubiera poseído ninguno de los dos muebles—; reconozco, por lo demás, que ellos tienen cosas maravillosas que yo no tengo». La princesa de Parma guardó silencio. «Pero ¡es verdad! Vuestra Alteza no conoce su colección. ¡Oh!, tiene que ir a verla una vez conmigo. Es una de las cosas más magníficas de París; aquello es un museo vivo». Y como esta proposición era una de las audacias más Guermantes de la duquesa, porque los Iena eran para la princesa de Parma unos puros usurpadores, ya que el hijo de aquellos llevaba, como el de ella, el título de Guastalla, la señora de Guermantes, al dispararla así, no se privó (hasta tal punto el amor que tenía a su propia originalidad era más poderoso que su deferencia hacia con la princesa de Parma, inclusive) de lanzar sobre los demás invitados miradas divertidas y risueñas. También ellos se esforzaban por sonreír, a la vez espantados, maravillados y, sobre todo, encantados de pensar que eran testigos de la «última» de Oriana, y que podrían contarla «calentita». Sólo a medias estaban estupefactos, porque sabían que la duquesa tenía el arte de despreciar todos los prejuicios de los Courvoisier para conseguir como resultado una vida más salpimentada y agradable. ¿No había reunido, en el curso de estos últimos años, a la princesa Matilde y al duque de Aumale, que había escrito al mismísimo hermano de la princesa la famosa carta: «En mi familia, todos los hombres son valientes y todas las mujeres castas»? Ahora bien, como los príncipes siguen siéndolo incluso en el momento en que parecen querer olvidar que lo son, el duque de Aumale y la princesa Matilde se habían agradado tanto en casa de la señora de Guermantes, que luego habían ido el uno a casa del otro, con esa facultad de olvidar el pasado de que dio muestra Luis XVIII cuando tomó de ministro a Fouché, que había votado la muerte de su hermano. La señora de Guermantes abrigaba el mismo proyecto de aproximación entre la princesa Murat y la reina de Nápoles. Entretanto, la princesa de Parma parecía tan perpleja como hubieran podido estarlo los herederos de la corona de los Países Bajos y de Bélgica, respectivamente príncipe de Orange y duque de Brabante, si se hubiese querido presentarles al señor de Mailly Nesle, príncipe de Orange, y al señor de Charlus, duque de Brabante. Pero, ante todo, la duquesa, a la que Swann y el señor de Charlus (bien que este último estuviese resuelto a ignorar la existencia de los Iena) habían acabado con gran trabajo por hacer estimar el estilo Imperio, exclamó: «¡Señora, sinceramente, no puedo decirle hasta qué punto ha de parecerle hermoso! Confieso que a mí siempre me ha hecho impresión el estilo Imperio. Pero allí, en casa de los Iena, es verdaderamente como una alucinación. Ese a modo, ¿cómo diría yo?, de… reflujo de la Expedición a Egipto, y luego, también, de subida de la Antigüedad en oleada hasta nosotros, todo eso que invade nuestras casas, las Esfinges que vienen a ponerse a los pies de las butacas, las serpientes que se enroscan a los candelabros, una musa enorme que nos tiende una pequeña antorcha como para jugar a la berlanga, o que se ha encaramado tranquilamente a nuestra chimenea y se pone de codos en nuestro reloj; y luego, todas las lámparas pompeyanas, los lechos diminutos, en forma de barco, que tienen toda la traza de haber sido encontrados en el Nilo y de los que espera uno ver surgir a Moisés; esas cuadrigas antiguas que galopan por las mesillas de noche…». «No se está muy a gusto cuando se sienta uno en los muebles Imperio», aventuró la princesa. «No —respondió la duquesa—, pero a mí —añadió la señora de Guermantes, insistiendo con una sonrisa— me encanta estar sentada a disgusto en esos asientos de caoba forrados de terciopelo granate o de seda verde. Me gusta esa falta de comodidad de guerreros que sólo comprenden la silla curul y que en medio del gran salón cruzaban las fasces y amontonaban los laureles. Le aseguro que en casa de los Iena no piensa uno ni un instante en cómo está sentado, cuando ve ante sí una buena moza, una Victoria, pintada al fresco en la pared. A mi esposo voy a parecerle una realista pésima; pero yo, ¿sabe Vuestra Alteza?, soy muy mala persona: le aseguro que en casa de esa gente llegan a gustarle a una todas esas N., todas esas abejas; ¡Dios mío!, como con los reyes, desde hace bastante tiempo, no estamos muy acostumbrados que digamos a todas esas cosas de la gloria, les encuentro cierta distinción a esos guerreros que ganaban tantas coronas que las ponían hasta en los brazos de los sillones. Debía Vuestra Alteza…». «¡Por Dios!, si le parece a usted… —dijo la princesa—; pero me figuro que no va a ser fácil». «Ya verá, señora, cómo se arregla todo muy bien. Es una gente buenísima, nada tonta. Hemos llevado allí a la señora de Chevreuse —añadió la duquesa, sabiendo el poder del ejemplo—; ha quedado encantada. El hijo es agradabilísimo, incluso… Lo que voy a decir no está muy bien, pero tiene una alcoba, y sobre todo una cama en la que quisiera una dormir ¡sin él! Lo que aún está menos bien es que he ido a verle una vez que estaba enfermo y en cama. A su lado, en el reborde del lecho, había, esculpida, una larga Sirena echada, deliciosa, con una cola de nácar y que tiene en la mano algo así como unos lotos. Le aseguro —añadió la señora de Guermantes, hablando más despacio para dar mayor realce a las palabras que parecía modelar con el mohín de sus hermosos labios, con lo ahusado de sus largas manos expresivas, y sin dejar de clavar en la princesa una mirada dulce, fija y profunda— que, con las palmas y la corona de oro que tenía al lado, resultaba conmovedor; era exactamente la misma disposición de El Joven y la Muerte, de Gustavo Moreau (seguramente conoce Vuestra Alteza esa obra maestra).» La princesa de Parma, que ignoraba hasta el nombre del pintor, hizo violentos movimientos de cabeza y sonrió con ardor, tratando de manifestar su admiración por el cuadro. Pero la intensidad de su mímica no llegó a sustituir esa luz que permanece ausente de nuestros ojos en tanto no sabemos de qué se nos quiere hablar. «Es un chico guapo, ¿no?», preguntó. «No, porque tiene toda la facha de un tapir. Los ojos son algo así como los de una reina Hortensia de pantalla. Pero probablemente ha pensado que sería un tanto ridículo en un hombre desarrollar ese parecido, y ese rasgo se pierde en unas mejillas estucadas que no dejan de darle una apariencia de mameluco. Se ve que deben de sacarle brillo todas las mañanas. A Swann —añadió, volviendo al lecho del joven duque— le hizo impresión el parecido de esa Sirena con la Muerte de Gustavo Moreau. Pero, por otra parte —añadió en un tono más rápido y, sin embargo, serio, por hacer reír más—, no hay por qué impresionarse, ya que se trataba de un catarro de cabeza, y el mozo está más tieso que un roble». «¿No dicen que es un snob?», preguntó el señor de Bréauté con expresión maligna, excitada, y esperando en la respuesta la misma precisión, que si hubiera dicho: «Me han dicho que no tenía más que cuatro dedos en la mano derecha, ¿es verdad?». «¡Dios mí… ío, Dios mí… ío! —respondió la señora de Guermantes con una sonrisa de dulce indulgencia—. Quizá un poquitín snob en apariencia, porque es sumamente joven, pero me chocaría que lo fuese en realidad, porque es inteligente —añadió, como si hubiera habido, a juicio suyo, incompatibilidad absoluta entre el esnobismo y la inteligencia—. Es agudo; he presenciado algunos golpes suyos muy chuscos —dijo, riéndose con aires de regodeo y de buena catadora, como si el aplicar a alguien el calificativo de chusco exigiese cierta expresión de alborozo, o como si las salidas del duque de Guastalla le acudiesen a las mientes en aquel momento—. Por lo demás, como no se le recibe en sociedad, mal podría ejercitarse ese esnobismo —continuó, sin pensar en que de esa manera no alentaba gran cosa a la princesa de Parma—». «¿Qué dirá el príncipe de Guermantes, que la llama la señora de Iena, si se entera de que he ido a casa de ella?». «Pero ¡cómo! —exclamó con extraordinaria vivacidad la duquesa—; ya sabe Vuestra Alteza que fuimos nosotros quienes le hemos cedido a Gilberto (¡hoy se arrepentía amargamente de ello!), toda una sala de juego Imperio que nos había venido de Quiou-Quiou y que es una divinidad. No teníamos sitio aquí, donde me parece, sin embargo, que hubiera hecho mejor que en casa de Gilberto. Es una cosa que no cabe nada más precioso, medio etrusca, medio egipcia…». «¿Egipcia?», preguntó la princesa, a quien lo de etrusco no le decía gran cosa. «Dios mío, un poco de las dos cosas; eso nos decía Swann; él me lo explicó, solo que yo, ¿sabe Vuestra Alteza?, soy una pobre ignorante. Además, en el fondo, lo que tiene uno que decirse es que el Egipto del estilo Imperio no guarda ninguna relación con el verdadero Egipto, ni sus romanos con los romanos, ni su Etruria…». «¿De veras?», dijo la princesa. «Pues claro, es como lo que se llamaba un traje a lo Luis XV en tiempos del segundo Imperio, en la juventud de Ana de Monchy o de la madre del bueno de Brigode. Hace un momento les hablaba a ustedes Basin de Beethoven. El otro día tocaron una cosa de este, bellísima, por lo demás un poco fría, en que hay un tema ruso. Es enternecedor pensar que Beethoven creía que aquello era ruso. Pues, del mismo modo, los pintores chinos han creído copiar a Bellini. Por otra parte, aun en el mismo país, cada vez que alguien mira las cosas de una manera un tanto nueva, las cuatro cuartas partes de la gente no ven ni gota en lo que ese alguien les enseña. Hacen falta lo menos cuarenta años para que lleguen a distinguir». «¡Cuarenta años!», exclamó la princesa espantada. «¡Sí, sí! —continuó la duquesa, añadiendo cada vez más a las palabras (que eran punto menos que palabras mías, ya que justamente había emitido yo delante de ella una idea análoga), gracias a su pronunciación, el equivalente de lo que se llama cursiva en los caracteres impresos—: Es algo así como un primer individuo aislado de una especie que todavía no existe y que llegará a pulular, un individuo dotado de un género de sentido que no posee en su época la especie humana. Apenas puedo citarme a mí misma, puesto que a mí, por el contrario, siempre me han entusiasmado desde el principio todas las manifestaciones interesantes, por nuevas que fuesen. Pero en fin, el otro día he ido con la gran duquesa al Louvre, hemos pasado por delante de La Olympia, de Manet. Ahora ya nadie se asombra de ella. ¡Parece una cosa de Ingres! Y sin embargo, bien sabe Dios si he tenido que romper lanzas por ese cuadro que no me acaba de gustar, pero que indudablemente el que lo ha pintado es alguien. Acaso no esté del todo en su sitio en el Louvre». «¿Qué tal está la gran duquesa?», preguntó la princesa de Parma, para quien la tía del zar era infinitamente más familiar que el modelo de Manet. «Está bien; hemos hablado de Vuestra Alteza. En el fondo —prosiguió la duquesa, aferrada a su idea— la verdad es que, como dice mi cuñado Palamedes, entre uno y cada persona hay el muro de una lengua extranjera. Por lo demás, reconozco que de nadie es tan exacto eso como de Gilberto. Si a Vuestra Alteza le divierte ir a casa de los Iena, demasiado talento tiene para hacer depender sus actos de lo que pueda pensar ese pobre hombre, que es una excelente criatura, pero que al fin y al cabo tiene unas ideas del otro mundo. Lo que es yo, me siento más cerca, más consanguínea de mi cochero, de mis caballos, que de ese hombre que siempre está refiriéndose a lo que se hubiera pensado en tiempos de Felipe el Atrevido o de Luis el Gordo. Figúrense ustedes que cuando se pasea por el campo aparta a los campesinos con una expresión bonachona, empujándolos con el bastón y diciendo: “Vamos, rústicos”. En el fondo, cuando me habla me deja tan pasmada como si estuviera oyendo que me dirigían la palabra las estatuas yacentes de las antiguas tumbas góticas. Por más que esa piedra viviente sea mi primo, me da miedo y no tengo más que una idea: dejarle en su Edad Media. Aparte de eso, reconozco que no ha asesinado nunca a nadie». «Precisamente acabo de cenar con él en casa de la señora de Villeparisis», dijo el general, aunque sin sonreír ni adherirse a las chanzas de la duquesa. «¿Estaba allí el señor de Norpois?», preguntó el príncipe Von, que siempre estaba pensando en la Academia de Ciencias Morales. «Sí —dijo el general—. E incluso ha hablado de su emperador». «Parece que el emperador Guillermo es inteligentísimo, pero que no le gusta la pintura de Elstir. Por lo demás, esto no lo digo en contra suya —respondió la duquesa—; comparto su manera de ver. Aunque Elstir me haya hecho un hermoso retrato. ¡Ah, ustedes no lo conocen! No está parecido, pero es curioso. Es interesante durante las sesiones. Me ha sacado hecha una vieja. El cuadro imita a las Regentes del hospital, de Hals. Supongo que conocerá usted esas sublimidades, para usar de una expresión cara a mi sobrino» —dijo, volviéndose hacia mí, la duquesa, que hacía aletear ligeramente su abanico de plumas negras. Más que derecha en su silla, echaba noblemente la cabeza hacia atrás, porque aun siendo siempre gran dama, jugaba un poquito a la gran dama. Yo dije que había ido en otro tiempo a Amsterdam y a La Haya, pero que, por no confundirlo todo, como tenía tasado el tiempo, había dejado de lado Haarlem—. «¡Ah, La Haya, qué museo!», exclamó el señor de Guermantes. Le dije que sin duda habría admirado en él la Vista de Delf, de Vermeer. Pero el duque era menos culto que orgulloso. Así, se contentó con responderme con aires de suficiencia, como hacía cada vez que le hablaban de una obra de un museo, o bien del Salón, y no la recordaba: «¡Si es digna de verse, la he visto!». «¡Cómo! ¿Ha estado usted de viaje por Holanda y no ha ido a Haarlem? —exclamó la duquesa—. Pero aunque no hubiera tenido usted más que un cuarto de hora, los Hals son una cosa extraordinaria que hay que ver. Es más, yo diría que quien sólo pudiera verlos desde lo alto de la imperial de un tranvía sin detenerse, si estuviesen expuestos afuera, debería abrir los ojos a todo abrir». Esta frase me chocó por el desconocimiento que revelaba de la manera como se forman en nosotros las impresiones artísticas, y porque parecía implicar que nuestro ojo es en ese caso un simple registrador que toma instantáneas.

El señor de Guermantes, feliz al ver que la duquesa me hablaba con tal competencia de temas que me interesaban, contemplaba la prestancia célebre de su mujer, escuchaba lo que esta decía de Frantz Hals, y pensaba: «Está empollada en todo. Mi joven invitado puede decirse que tiene ante sí a una gran dama de antaño en toda la acepción de la palabra y como no hay otra hoy». Así los veía yo a los dos retirados del apellido de Guermantes, en el que, en otro tiempo, me los imaginaba llevando una vida inconcebible, semejantes ahora a los demás hombres y mujeres, retrasándose solamente un poco respecto de sus contemporáneos, pero desigualmente, como tantos matrimonios del barrio de Saint-Germain en los que la mujer ha tenido el arte de detenerse en la edad de oro y el hombre la mala suerte de descender a la edad ingrata del pasado, conservándose todavía la una en el estilo de Luis XV cuando el marido es pomposamente del de Luis Felipe. Que la señora de Guermantes fuese igual a las demás mujeres, si había sido para mí, primero, una decepción, era casi, por reacción, y con ayuda de tantos vinos buenos, un pasmo. Un Don Juan de Austria, una Isabel de Este, situados para nosotros en el mundo de los nombres, se comunican tan poco con la historia en grande como la comarca de Méséglise con la de Guermantes. Isabel de Este fue, sin duda, una princesa harto insignificante, análoga a las que en tiempos de Luis XIV no conseguían ningún rango particular en la corte. Mas como nos parece de una esencia única y, por ende, incomparable, no podemos concebirla de menor magnitud, de modo que una cena con Luis XIV nos parecería solamente que ofrecería cierto interés, al paso que en Isabel de Este nos encontraríamos, por obra de un encuentro, con que veíamos con nuestros propios ojos una sobrenatural heroína de novela. Ahora bien, después de haber, estudiando a Isabel de Este, trasplantándola pacientemente de ese mundo mágico al de la historia, comprobado que su vida, su pensamiento, no contenían nada de la rareza misteriosa que nos había sugerido su nombre, una vez consumada esa decepción agradecemos infinitamente a esa princesa que haya tenido, en lo que hace a la pintura de Mantegna, conocimientos casi iguales a los hasta entonces desdeñados por nosotros, y puestos, como hubiera dicho Francisca, más bajos que la misma tierra, del señor Lafenestre. Después de haber escalado las cimas inaccesibles del nombre de Guermantes, al descender por la vertiente interna de la duquesa, experimentaba yo, al encontrarme en ella con los nombres, familiares en otros lugares, de Víctor Hugo, de Frantz Hals y, ¡ay!, de Vibert, el mismo asombro que un viajero, después de haber tenido en cuenta, para imaginarse la singularidad de las costumbres en un valle salvaje de la América Central o del Norte de África, el alejamiento geográfico, lo extraño de las denominaciones de la flora, siente al descubrir, una vez que ha atravesado una cortina de áloes gigantes o de manzanillos, unos habitantes (incluso, a veces, ante las ruinas de un teatro romano y de una columna dedicada a Venus) que están leyendo Mérope o Alzire. Y tan lejos, tan aparte, tan por encima de las burguesías instruidas que yo había conocido, la cultura similar por la que la señora de Guermantes se había esforzado, sin interés, sin razones de ambición, en descender hasta el nivel de aquellas que no conocería nunca, tenía el carácter meritorio, casi conmovedor en fuerza de ser inutilizable, de una erudición en materia de antigüedades fenicias por parte de un político o de un médico. «Hubiera podido enseñarle a usted uno hermosísimo —me dijo amablemente la señora de Guermantes hablándome de Hals—: El más hermoso, según pretenden ciertas personas, y que he heredado de un primo mío alemán. Por desgracia, resulta que está “enfeudado” al castillo; ¿no conocía usted esa expresión?; tampoco yo —añadió, obedeciendo al gusto que tenía de gastar bromas (por las que se creía moderna) a cuenta de las costumbres antiguas, a las que estaba, sin embargo, inconsciente y ásperamente atada—. Me alegro de que haya visto usted mis Elstir, pero aún me hubiera alegrado más de haber podido hacerle los honores de mi Hals, de ese cuadro enfeudado». «Lo conozco —dijo el príncipe Von—: Es del gran duque de Hesse». «Justamente; su hermano se había casado con mi hermana —dijo el señor de Guermantes—, y, por otra parte, su madre era prima hermana de la madre de Oriana». «Pero en lo que se refiere al señor Elstir —añadió el príncipe—, me permitiré decir que, sin que yo tenga formada opinión de sus obras, que no conozco, el odio con que le persigue el emperador no me parece que deba ser recogido en contra suya. El emperador es hombre de una inteligencia maravillosa». «Sí, he cenado dos veces con él; una en casa de mi tía la de Sagan, y otra en casa de mi tía la de Radziwill, y debo decir que me ha parecido curioso. No lo he encontrado nada sencillo. Pero tiene un no sé qué divertido, ‘logrado’ —dijo la duquesa, destacando la palabra como un clavel verde—, es decir, una cosa que me choca y que no acaba de hacerme mucha gracia, una cosa que es asombroso que se haya podido hacer, pero que encuentro que hubiera estado igualmente bien que no pudiera hacerse. Espero que no le ‘chocará’ a usted esto». «El emperador es de una inteligencia inaudita —continuó el príncipe—; tiene un amor apasionado por las artes; tiene, respecto de las obras de arte, un gusto en cierto modo infalible, nunca se equivoca; si una cosa es hermosa, lo reconoce inmediatamente, le toma aborrecimiento. Si detesta algo, no cabe la menor duda, es que es excelente». Todo el mundo sonrió. «Me tranquiliza usted», dijo la duquesa. «De buena gana compararía al emperador —prosiguió el príncipe, que, como no sabía pronunciar la palabra arqueólogo[62] (es decir, como si estuviera escrita “arkeólogo”), no perdía nunca ocasión de servirse de ella— a un viejo arqueólogo (y el príncipe dijo “arseólogo”) que tenemos en Berlín. Ante los antiguos monumentos asirios, el viejo arseólogo llora. Pero si es una falsificación moderna, no llora. Así que cuando se quiere saber si una pieza arseológica es verdaderamente antigua, se la llevan al viejo arseólogo. Si llora, se compra la pieza para el museo. Si sus ojos permanecen secos, se le devuelve al marchante y se persigue a este por falsario. Pues bueno, cada vez que ceno en Postdam, todas aquellas obras de que me dice el emperador: “Príncipe, tiene usted que ir a ver eso, está lleno de genialidad», tomo nota de ellas para guardarme de ir a verlas, y cuando le oigo tronar contra una exposición, en cuanto me es posible corro a ella». «¿No está Norpois por una aproximación anglofrancesa?», dijo el señor de Guermantes. «¿De qué iba a servirles eso a ustedes? —preguntó con expresión a la vez irritada y socarrona el príncipe Von, que no podía soportar a los ingleses—. ¡Son tan calamitosos! Bien sé que no sería en cuanto militares como les ayudarían a ustedes. Pero de todas maneras, puede juzgárseles por la estupidez de sus generales. Un amigo mío ha hablado recientemente con Botha, ya saben ustedes, el jefe boer. Este le decía: “Es espantoso un ejército así. Yo, por lo demás, les tengo más ley que otra cosa a los, ingleses; pero, al fin y al cabo, figúrese usted que yo, que no soy más que un aldeano, los he zurrado en todas las batallas. ¡Y en la última, cuando sucumbía ante un número de enemigos veinte veces superior, mientras me rendía porque no me quedaba más remedio, aún encontré modo de hacer dos mil prisioneros! La cosa salió bien porque yo no era más que un cabecilla de aldeanos; ¡pero como esos imbéciles tuvieran que medirse alguna vez con un verdadero ejército europeo, tiembla uno por ellos de pensar en lo que ocurriría! Por otra parte, no tiene usted más que ver que su rey, al que usted conoce tan bien como a mí, pasa por ser un grande hombre en Inglaterra”». Yo escuchaba apenas estas historias, del género de las que el señor de Norpois le contaba a mi padre; no daban ningún pábulo a los ensueños que eran de mi gusto, y, por otra parte, aun cuando hubieran poseído el aliciente de que estaban desprovistas, les hubiera hecho falta una calidad harto excitante para que mi vida interior pudiera despertarse durante esas horas en que habitaba yo mi epidermis, mi pelo bien peinado, la almidonada pechera de mi camisa; es decir, en que no podía sentir nada de lo que era para mí el placer en la vida. «¡Ah!, no soy de su opinión —dijo la señora de Guermantes, que estimaba que el príncipe alemán carecía de tacto—; encuentro al rey Eduardo encantador, tan sencillo, y mucho más agudo de lo que se cree. Y la reina es, aun ahora, lo más hermoso que conozco en el mundo». «Pero, señora duquesa —dijo el príncipe, irritado y sin darse cuenta de que estaba siendo desagradable—, sin embargo, si el príncipe de Gales hubiera sido un simple particular, no hay círculo que no lo hubiese borrado de sus listas ni habría consentido nadie en estrecharle la mano. La reina es maravillosa, excesivamente dulce y limitada. Pero, al fin y al cabo, hay un no sé qué chocante en esa pareja real que es literalmente mantenida por sus súbditos, que se hace pagar por los grandes financieros judíos todos los gastos que debería hacer ella, y a cambio de eso los nombra baronnets. Es como el príncipe de Bulgaria…». «Es primo nuestro —dijo la duquesa—, tiene talento». «También es primo mío —dijo el príncipe—; pero no vamos a pensar por eso que sea una excelente persona. No, a quien deberían ustedes aproximarse es a nosotros; es el mayor deseo del emperador, pero quiere que nazca del corazón; dice: “¡Lo que yo pienso es un apretón de manos, no un sombrerazo!”. De esa manera serían ustedes invencibles. Eso sería más práctico que la aproximación anglofrancesa que predica el señor de Norpois». «Sé que usted lo conoce», me dijo la duquesa de Guermantes para no dejarme fuera de la conversación. Yo, recordando que el señor de Norpois había dicho de mí que había parecido que quería besarle la mano, pensando que sin duda le habría contado la historia a la señora de Guermantes y que, en todo caso, no había podido hablarle de mí como no fuese mal, ya que, no obstante su amistad con mi padre, no había vacilado en ponerme hasta tal punto en ridículo, no hice lo que hubiese hecho un hombre de mundo. Este hubiera dicho que detestaba al señor de Norpois y que así se lo había hecho ver; lo hubiera dicho para aparecer como una causa voluntaria de los chismorreos del embajador, que ya no habrían sido más que represalias mendaces e interesadas. Yo, por el contrario, dije que, con gran sentimiento mío, creía que el señor de Norpois no me veía con buenos ojos. «Está usted muy equivocado —me respondió la señora de Guermantes—. Le quiere a usted mucho. Puede preguntárselo a Basin, si es que a mí me echan fama de ser demasiado amable. Él le dirá que nunca le hemos oído hablar a Norpois de nadie tan bien como de usted. Y últimamente ha querido hacer que le diesen un puesto magnífico en el ministerio. Como supo que estaba usted delicado y que no podría aceptarlo, ha tenido la delicadeza de no hablar de su buena intención a su padre de usted, al que aprecia infinitamente». El señor de Norpois era realmente la última persona en cuyos buenos oficios hubiese esperado yo. La verdad es que, por su condición burlona e incluso bastante malévola, los que como yo se habían dejado engañar por sus apariencias de San Luis administrando justicia al pie de una encina, por los tonos de voz fácilmente compasivos que salían de su boca un tanto excesivamente armoniosa, creían en una verdadera perfidia cuando se enteraban de algún chisme referente a ellos y procedente de un hombre que parecía haber puesto su corazón en sus palabras. Estos chismes eran harto frecuentes en él. Pero eso no le impedía tener simpatías, alabar a aquellos a quienes quería y tener gusto en mostrarse servicial para con ellos. No me extraña, por otra parte, que le aprecie a usted —me dijo la señora de Guermantes—: Es inteligente. Y comprendo muy bien —añadió para los demás y haciendo alusión a un proyecto de matrimonio que yo ignoraba— que mi tía, que ya no le divierte mucho como antigua amante, le parezca inútil como nueva esposa. Tanto más, cuanto que creo que ni amante siquiera es ya desde hace mucho tiempo; está más dada a la devoción. Booz-Norpois puede decir como en los versos de Víctor Hugo:

Voilà longtemps que celle avec qui j’ai dormi

O Seigneur, a quitté ma couche pour la vôtre![63]

Verdaderamente mi pobre tía es como esos artistas de vanguardia que se han pasado la vida vapuleando a la Academia, y que a última hora fundan su academia chiquita, o como los que han colgado los hábitos y se fabrican de nuevo una religión personal. Para eso, tanto valía conservar los hábitos o no armar tanto trepe. Y quién sabe —añadió la duquesa, con expresión cavilosa—, acaso sea en previsión de enviudar. «No hay nada más triste que los lutos que no puede llevar uno». «¡Ah!, si la señora de Villeparisis llegara a ser la señora de Norpois, creo que a nuestro primo Gilberto le costaría una enfermedad», dijo el general de Saint-Joseph. «El príncipe de Guermantes es encantador, pero está, en efecto, muy apegado a las cuestiones de alcurnia y de etiqueta —dijo la princesa de Parma—. He ido a pasar dos días en su casa en ocasión en que, por desgracia, estaba enferma la princesa. Iba yo acompañada de la Pequeña (era un mote que le habían puesto a la señora de Hunolsteins porque era enorme). El príncipe salió a esperarme al pie de la escalinata, me ofreció el brazo e hizo como si no viese a la Pequeña. Subimos hasta el primer piso, a la entrada de los salones, y entonces, ya allí, al hacerse a un lado para dejarme pasar, dijo: «¡Ah!, ¡buenos días, señora de Hunolsteins!» (nunca la llama de otra manera desde que se separó de su marido), fingiendo no haber reparado hasta entonces en la Pequeña, para hacer ver que no tenía por qué salir a saludarla abajo». «No me extraña ni poco ni mucho. No necesito decir —dijo el duque, que creía ser moderno en extremo, desdeñar más que nadie el abolengo, y se tenía incluso por republicano— que no tengo muchas ideas comunes con mi primo. Ya puede suponer Vuestra Alteza que nos entendemos aproximadamente en todo como el día y la noche. Pero debo decir que si mi tía se casase con Norpois, por una vez sería yo de la opinión de Gilberto. Ser hija de Florimundo de Guisa y hacer una boda como esa sería, como suele decirse, cosa de hacer reír hasta a las gallinas, ¿qué quieren ustedes que les diga?». Estas últimas palabras, que el duque pronunciaba generalmente en mitad de una frase, eran completamente inútiles aquí. Pero tenía una perpetua necesidad de decirlas, necesidad que le obligaba a relegarlas al final de un período si no habían encontrado sitio en otra parte. Era para él, entre otras cosas, como una cuestión de métrica. «Tengan ustedes en cuenta —añadió— que los Norpois son unos excelentes hidalgos de buena casa, de buena cepa».

«Oiga usted, Basin, no vale la pena de burlarse de Gilberto para hablar como él», dijo la señora de Guermantes, para quien la «bondad» de un linaje, ni más ni menos que la de un vino, consistía exactamente, como para el príncipe y para el duque de Guermantes, en su antigüedad. Pero, menos franca que su primo y más aguda que su marido, tenía empeño en no desmentir, al hablar, el espíritu de los Guermantes, y desdeñaba el rango en sus palabras, sin perjuicio de honrarlo con sus actos. «Pero ¿no son ustedes algo primos, incluso? —preguntó el general de Saint-Joseph—. Me parece que Norpois estuvo casado con una La Rochefoucauld». «No es eso exactamente; ella era de la rama de los duques de La Rochefoucauld; mi abuela venía de los duques de Doudeauville. Es la mismísima abuela de Eduardo Coco, el hombre más sensato de la familia —respondió el duque, que tocante a la sensatez tenía puntos de vista un tanto superficiales—, y las dos ramas no han vuelto a unirse desde Luis XIV, de modo que el parentesco sería un tanto lejano». «¡Hombre!, es interesante, no sabía yo eso», dijo el general. «Por otra parte —prosiguió el señor de Guermantes—, creo que su madre era hermana del duque de Montmorency, y había estado casada primeramente con un La Tour d’Auvergne. Pero como esos Montmorency apenas son Montmorency, y como esos La Tour d’Auvergne no tienen nada de La Tour d’Auvergne, no veo que eso le dé una gran posición. El dice, y eso sería lo más importante, que desciende de Saintrailles, y como nosotros venimos de este en línea recta…».

Había en Combray una calle de Saintrailles en que yo no había vuelto a pensar nunca. Iba de la calle de la Bretonería a la del Pájaro. Y como Saintrailles, el compañero de Juana de Arco, había, al casarse con una Guermantes, hecho entrar en esta familia el condado de Combray, sus armas partían el blasón de los Guermantes al pie de una vidriera de Saint-Hilaire. Volví a ver unas gradas de asperón negruzco mientras una modulación restituía el nombre de Guermantes al tono olvidado en que yo lo oía en otro tiempo, tan diferente de aquel en que significaba los amables huéspedes en cuya casa cenaba yo esta noche. Si el nombre de duquesa de Guermantes era para mí un nombre colectivo, no era sólo en la Historia, por la suma de todas las mujeres que lo habían llevado, sino también a lo largo de mi corta juventud, que había visto ya en esta sola duquesa de Guermantes superponerse tantas mujeres diferentes, desapareciendo cada una de ellas cuando la siguiente había cobrado suficiente consistencia. Las palabras no cambian de significación, durante siglos, tanto como cambian para nosotros los nombres en el espacio de unos años. Nuestra memoria y nuestro corazón no son bastante grandes para poder ser fieles. No tenemos suficiente sitio, en nuestro pensamiento actual, para guardar los muertos al lado de los vivos. Nos vemos obligados a construir sobre lo que ha precedido y que sólo volvemos a encontrar al azar de una excavación del género que la que acababa de llevar a cabo el nombre de Saintrailles. Me pareció inútil explicar todo esto, e incluso, poco antes, había mentido implícitamente al dejar de responder cuando el señor de Guermantes me había dicho: «¿No conoce usted nuestro solar?». Quizá supiera que lo conocía, y si no insistió fue por educación.

La señora de Guermantes me sacó de mis cavilaciones. «A mí todo eso me parece abrumador. Mire usted, no siempre está tan aburrida mi casa. Espero que volverá usted pronto a cenar con nosotros, para tener una compensación, de esa vez sin genealogías», me dijo a media voz la duquesa, incapaz de comprender la clase de encanto que podía encontrar yo en su casa y de tener la humildad de no agradarme sino como un herbario lleno de plantas pasadas de moda.

Lo que la señora de Guermantes creía que defraudaba mis esperanzas era, por el contrario, lo que a la postre —porque el duque y el general ya no cesaron de hablar de genealogías— salvaba a mi velada de una decepción completa. ¿Cómo no había de haberla sentido yo hasta ese momento? Cada uno de los comensales de la cena, al disfrazar el nombre misterioso bajo el que solamente le había conocido y soñado yo a distancia, de un cuerpo y de una inteligencia semejantes o inferiores a los de todas las personas a quienes conocía yo, me había dado la impresión de vulgaridad ramplona que puede dar la entrada en el puerto danés de Elsinor a todo lector apasionado de Hamlet. Claro está que todas las regiones geográficas y el rancio pasado que ponían bosques y campanarios góticos en el nombre de esas gentes habían formado, en cierta medida, su semblante, su espíritu y sus prejuicios, pero no subsistían en ellas sino como la causa en el efecto; es decir, posibles acaso de discernir para la inteligencia, pero en modo alguno sensibles a la imaginación.

Y esos prejuicios de antaño devolvieron súbitamente a los amigos del señor y de la señora de Guermantes su poesía perdida. Verdad es que las nociones poseídas por los nobles y que hacen de ellos los eruditos, los etimologistas de la lengua, no de las palabras, sino de los nombres (y aun eso únicamente con relación al término medio ignorante de la burguesía, ya que si, en igualdad de mediocridad, un devoto será más capaz de responderos acerca de la liturgia que un librepensador, un arqueólogo anticlerical, en cambio, podrá a menudo dar lecciones al cura de su parroquia acerca de todo lo que concierne a la iglesia de este, inclusive), esas nociones, si no queremos salir del terreno de la verdad, es decir, del espíritu, ni siquiera tenían para aquellos grandes señores el encanto que hubieran tenido para un burgués. Sabían mejor que yo, acaso, que la duquesa de Guisa era princesa de Clèves, de Orleáns y de Porcien, etc., pero habían conocido, aun antes que todos esos nombres, el rostro de la duquesa de Guisa, que desde entonces reflejaba para ellos ese nombre. Yo había empezado por el hada, aunque bien pronto hubiese de perecer esta; ellos, por la mujer.

En las familias burguesas se ve a las veces nacer celillos si la hermana más pequeña se casa antes que la mayor. Parejamente, el mundo aristocrático, sobre todo el de los Courvoisier, pero también el de los Guermantes, reducía su grandeza nobiliaria a simples superioridades domésticas, en virtud de una puerilidad que había conocido yo primeramente (ese era para mí su único encanto) en los libros. No parece sino que Tallemant des Réaux habla de los Guermantes, en lugar de referirse a los Rohan, cuando refiere con evidente satisfacción que el señor de Guéménée le gritaba a su hermano: «¡Puedes entrar aquí, que esto no es el Louvre!», y decía del caballero de Rohan (porque era hijo natural del duque de Clermont): «¡Ese, al menos, es príncipe!». Lo único que me dolió en esta conversación fue ver que las absurdas historias a cuenta del encantador gran duque heredero del Luxemburgo hallaban tanto crédito en este salón como entre camaradas de Saint-Loup. Decididamente, era una epidemia que acaso no durara arriba de dos años, pero que se extendía a todos. Repitiéronse los mismos sucedidos falsos, o se les añadieron otros. Comprendí que la misma princesa de Luxemburgo, mientras hacía como si defendiese a su sobrino, daba armas para atacarle. «Hace usted mal en defenderle —me dijo el señor de Guermantes, como había hecho Saint-Loup—. Mire usted, dejemos a un lado, incluso, la opinión de nuestros parientes, que es unánime; hábleles de él a sus criados, que son, en el fondo, la gente que mejor nos conoce. El señor de Luxemburgo le había dado su negrito a su sobrino. El negro volvió llorando: “Gran duque pegó a mí, yo canalla no, gran duque malo”. ¡Es estupendo! Y yo puedo hablar de él con conocimiento de causa; es primo de Oriana». Por lo demás, no puedo decir cuántas veces oí en aquella velada las palabras «primo» y «prima». Por una parte, el señor de Guermantes, a cada nombre, casi, que se pronunciaba, exclamaba: «¡Pero si es primo de Oriana!», con la misma alegría de un hombre que, perdido en una selva, lee al final de dos flechas dispuestas en sentido contrario, en una placa indicadora, y seguidas de una cifra muy pequeña de kilómetros: «Glorieta de Casimiro Périer» y «Cruce del Montero Mayor», y gracias a ello comprende que está en el buen camino. Por otra parte, esas palabras, «primo» y «prima», eran empleadas con una intención completamente distinta (que constituía aquí la excepción) por la embajadora de Turquía, que había llegado después de la cena. Devorada por la ambición mundana y dotada de una real inteligencia asimiladora, se enteraba con la misma facilidad de la historia de la retirada de los Diez mil, o de la perversión sexual en los pájaros. Hubiera sido difícil cogerla en falta a propósito de los trabajos alemanes más recientes, ya tratasen de economía política, de las vesanias, de las diversas formas del onanismo o de la filosofía de Epicuro. Era, por lo demás, una mujer a la que resultaba peligroso escuchar, porque, como estaba continuamente equivocada, señalaba como mujeres ultraligeras a impecables virtudes, le ponía a uno en guardia contra un señor animado de las más puras intenciones y contaba historias de esas que parecen salir de un libro, no por su seriedad, sino por su inverosimilitud.

Por esa época la recibían en pocos sitios. Frecuentaba algunas semanas las reuniones de ciertas mujeres que ocupaban una posición francamente brillante, como la duquesa de Guermantes, pero en general había tenido que conformarse, a la fuerza, en lo que hacía a familias muy nobles, con algunas ramas oscuras a las que ya no trataban los Guermantes. Se figuraba tener aires perfectamente mundanos porque citaba los nombres más imponentes de gentes raras veces admitidas en sociedad y que eran amigas suyas. Inmediatamente, el señor de Guermantes, creyendo que se trataba de personas que cenaban a menudo en su casa, se estremecía jubilosamente al encontrarse en terreno conocido y lanzaba un grito de llamada: «¡Pero si es primo de Oriana! Lo conozco como al traje que llevo puesto. Vive en la calle de Vaneau. Su madre era la señorita de Uzés». La embajadora se veía obligada a confesar que su ejemplo estaba tomado de animales más pequeños. Trataba de relacionar a sus amigos con los del señor de Guermantes, agarrándose a este al sesgo: «Sé muy bien quién quiere usted decir. No, no son esos, son primos». Pero esta frase de reflujo lanzada por la pobre embajadora expiraba harto aprisa. Porque el señor de Guermantes, chasqueado, respondía: «¡Ah!, entonces no veo quién quiere usted decir». La embajadora no replicaba nada, porque si no conocía nunca más que a «los primos» de aquellos que hubiera hecho falta que conociese, no pocas veces ocurría que esos primos ni siquiera fuesen parientes. Luego, por parte del señor de Guermantes, venía un nuevo chorro de «¡Pero si es prima de Oriana!», palabras que parecían tener para el señor de Guermantes, en cada una de sus frases, la misma utilidad que ciertos epítetos cómodos para los poetas latinos, porque les deparaban un dáctilo o un espondeo para sus hexámetros. Al menos, la explosión de «¡Pero si es prima de Oriana!», me pareció naturalísima aplicada a la princesa de Guermantes, que era, en efecto, pariente muy cercana de la duquesa. No parecía que le cayese muy en gracia esta princesa a la embajadora. Me dijo por lo bajo: «Es estúpida. No, no, no es tan hermosa. Es una fama usurpada. Por lo demás —añadió con expresión a la vez reflexiva, repelente y decidida—, me es profundamente antipática». Pero la consideración de primos se extendía a menudo mucho más lejos, ya que la señora de Guermantes consideraba un deber tratar de «mi tía» a personas con las que no hubiera habido modo de encontrarle un antepasado común sin remontarse por lo menos hasta Luis XIV, ni más ni menos que, cada vez que lo calamitoso de los tiempos hacía que una multimillonaria americana se casase con algún príncipe cuyo tatarabuelo había tomado por mujer, como el de la señora de Guermantes, a una hija de Louvois, una de las alegrías de la americana era poder, a partir de una primera visita al palacio de los Guermantes —donde, por otra parte, era más o menos mal recibida y más o menos bien examinada—, llamar «tía» a la señora de Guermantes, que la dejaba hacer con una sonrisa maternal. Pero a mí me importaba poco lo que fuese el «abolengo» para el señor de Guermantes y para el de Beauserfeuil; lo único que yo buscaba en las conversaciones que sobre este punto sostenían era un placer poético. Sin que ellos lo supiesen, me lo procuraban como lo hubieran hecho unos labriegos o unos marineros que hablasen de cultivos y de mareas, realidades demasiado poco desgajadas de ellos para que pudiesen saborear la belleza que yo, personalmente, me encargaba de extraer de tales temas.

A veces, más que de un linaje, era de un hecho particular, de una fecha, de lo que le hacía a uno acordarse un nombre. Al oír recordar al señor de Guermantes que la madre del señor de Bréauté era Choiseul y su abuela Lucinge, creí ver, bajo la trivial camisa con su sencilla abotonadura de perlas, sangrar en dos globos de cristal estas augustas reliquias: el corazón de madama de Praslin y el del duque de Berri; otras eran más voluptuosas, como los finos y largos cabellos de madama Tallien o de madama de Sabran.

Más enterado que su mujer de lo que habían sido sus antepasados, el señor de Guermantes resultaba poseedor de recuerdos que daban a su conversación un hermoso empaque de antigua mansión desprovista de verdaderas obras maestras, pero llena de cuadros auténticos, mediocres y majestuosos, cuyo conjunto tiene un gran tono. Como el príncipe de Agrigento preguntase por qué había dicho el príncipe de X…, al hablar del duque de Aumale, «mi tío», el señor de Guermantes respondió: «Porque el hermano de su madre, el duque de Wurtemberg, estuvo casado con una hija de Luis Felipe». Entonces contemplé toda una arqueta de reliquias, semejante a las que pintaban Carpaccio o Memling, desde el primer compartimiento, en que la princesa, en las fiestas por las bodas de su hermano el duque de Orleáns, aparecía vestida con un simple traje como para andar por los jardines, para mostrar su malhumor por haber visto rechazar a sus embajadores que habían ido a pedir para ella la mano del duque de Siracusa, hasta el último, en que acaba de dar a luz un muchacho —el duque de Wurtemberg (el mismísimo tío del príncipe con quien yo acababa de cenar)—, en el castillo de Fantaisie, uno de esos lugares tan aristocráticos como ciertas familias. Como también ellos duran más allá de una generación, ven ligarse a sí más de una personalidad histórica. En este, en particular, viven mano a mano los recuerdos de la margravesa de Bayreuth, de aquella otra princesa un tanto fantástica (la hermana del duque de Orleáns), a la que, según se decía, le agradaba el nombre del castillo de su esposo, y, en fin, del príncipe de X…, cuya era precisamente la dirección, a la que acababa de pedir al duque de Guermantes que le escribiese, porque había heredado el castillo y no lo alquilaba más que durante las representaciones de Wagner al príncipe de Polignac, otro «fantasista» delicioso. Cuando el señor de Guermantes, para explicar su parentesco con la señora de Arpajon, se veía obligado, tan lejos y tan simplemente, a remontarse por la cadena y por las manos unidas de tres o de cinco abuelas hasta María Luisa o hasta Colbert, ocurría también lo mismo en todos esos casos: al aparecer, de pasada, un gran acontecimiento histórico, no era sino enmascarado, desnaturalizado, restringido, en el nombre de una propiedad, en los nombres de pila de una mujer, que fueron elegidos porque esa mujer es nieta de Luis Felipe y de María Amelia, considerados no ya como rey y reina de Francia, sino solamente en la medida en que, en cuanto abuelos, dejaron una herencia. (Por otras razones, en un diccionario de la obra de Balzac, en que los personajes más ilustres figuran únicamente con arreglo a sus relaciones con la Comedia humana, se ve a Napoleón ocupar un lugar mucho menor que Rastignac, y ocuparlo solamente porque ha hablado a las señoritas de Cinq-Cygne). De este modo, la aristocracia, en su construcción pesada, calada por raras ventanas que dejan pasar escasa luz, mostrando la misma falta de vuelos, pero también el mismo poderío macizo y cegado de la arquitectura románica, encierra toda la Historia, la cerca de muros, la reduce de volumen.

Así, los espacios de mi memoria iban cubriéndose poco a poco de nombres que, al ordenarse, al componerse unos con relación a otros, al anudar entre sí vínculos cada vez más numerosos, imitaban a esas obras de arte acabadas en que no hay un solo toque que esté aislado, en que cada parte recibe sucesivamente de las demás su razón de ser, de igual suerte que les impone la suya.

Como el nombre del señor de Luxemburgo volviera a aparecer sobre el tapete, la embajadora de Turquía contó que el abuelo de la joven gran duquesa heredera (el mismo que tenía la inmensa fortuna de marras, ganada con las harinas y las pastas) había invitado al de Luxemburgo a comer, y que este había rechazado el convite, haciendo poner en el sobre: «Al señor de ***, molinero», a lo que había respondido el abuelo: «Lamento tanto más que no haya podido venir usted, mi querido amigo, cuanto que hubiera podido gozar de su presencia en la intimidad, ya que estábamos en la intimidad, formábamos una reunión íntima, y no habría asistido a la comida nadie más que el molinero, su hijo y usted». Esta historia no sólo era odiosa para mí, que sabía la imposibilidad moral de que mi buen amigo el señor de Nassau escribiese al abuelo de su mujer (al que, por otra parte, sabía que habría de heredar) calificándolo de «molinero», sino que, además, la estupidez saltaba a la vista desde las primeras palabras, ya que la denominación de molinero estaba colocada con demasiada evidencia para recordar el título de la fábula de La Fontaine[64]. Pero hay en el barrio de Saint-Germain una necedad tal, cuando la malevolencia la agrava, que cuantos oyeron el caso lo tomaron por auténtico, juzgando que el abuelo, a propósito del cual declaró inmediatamente todo el mundo con absoluta seguridad que era un hombre notable, había dado muestra de tener más talento que el marido de su nieta. El duque de Châtellerault quiso aprovechar esta historia para contar la que había oído yo en el café: «Todo el mundo se acostaba»; pero a las primeras palabras, y cuando hubo dicho la pretensión del señor de Luxemburgo de que, delante de su mujer, se pusiese en pie el señor de Guermantes, la duquesa le atajó, protestando: «No; es muy ridículo, pero no, de todas maneras, hasta ese punto». Yo estaba íntimamente persuadido de que todas las historias referentes al señor de Luxemburgo eran igualmente falsas, y que cada vez que me hallase en presencia de uno de los actores o de los testigos habría de oír el mismo mentís. Me pregunté, sin embargo, si el de la señora de Guermantes se debía a la preocupación por la verdad o al amor propio. Como quiera que fuese, este último cedió ante la malignidad, ya que la duquesa añadió riendo: Por lo demás, también yo he recibido mi grosería, porque me ha invitado a merendar, con el deseo de hacerme conocer a la gran duquesa de Luxemburgo, que así es como tiene el buen gusto de hacer llamar a su mujer, escribiendo a su tía. Yo le respondí que sentía no poder ir, y añadí: «En cuanto a la “gran duquesa de Luxemburgo”, entre comillas, dile que si viene a verme estoy en casa, después de las cinco, todos los jueves». Incluso he recibido una segunda ofensa. Cuando estaba en Luxemburgo le telefoneé que acudiese a hablarme al aparato. Su Alteza iba a almorzar, acababa de almorzar; pasaron dos horas sin ningún resultado, y entonces utilicé otro medio: «¿Quiere usted decirle al conde de Nassau que venga a hablarme? Herido en lo vivo, acudió al minuto». Todo el mundo se rio con el relato de la duquesa y con otros análogos; es decir —estoy convencido de ello—, mentiras, porque jamás he encontrado hombre más inteligente, mejor, más fino, digámoslo sin rodeos, más exquisito que este Luxemburgo-Nassau. Más adelante se verá que era yo quien tenía razón. Debo reconocer que en medio de todos estos «varapalos» la señora de Guermantes tuvo, sin embargo, una frase amable. «No siempre ha sido así», dijo. «Antes de perder la razón, de ser, como en los libros, el hombre que cree haberse vuelto rey, no tenía nada de tonto, e incluso en los primeros tiempos de su noviazgo hablaba de este de una manera bastante simpática, como de una suerte inesperada. “Es un verdadero cuento de hadas, voy a tener que hacer mi entrada en el Luxemburgo en una carroza de comedia de magia”, le decía a su tío el de Ornessan, que le respondió, porque, como ustedes saben, el Luxemburgo no es muy grande: “¿Una carroza de comedia de magia? Me temo que no vas a poder entrar. Mejor te aconsejo un cochecito tirado por cabras”. La cosa no sólo no le molestó a Nassau, sino que él mismo fue el primero en contarnos la ocurrencia y en reírla». «Ornessan es hombre de mucho ingenio, tiene a quién salir, su madre es una Montjeu. Anda muy mal el pobre Ornessan». Este nombre tuvo la virtud de interrumpir las insustanciales picoterías que se hubieran prolongado hasta el infinito. El señor de Guermantes explicó, en efecto, que la bisabuela del señor de Ornessan era hermana de María de Castille Montjeu, mujer de Timoleón de Lorena, y por consiguiente tía de Oriana. De modo que la conversación volvió a las genealogías, mientras la imbécil embajadora de Turquía me susurraba al oído: «Parece que está usted muy a bien con el duque de Guermantes; ándese con cuidado», y como yo le pidiese que se explicara: «Quiero decir, me comprenderá usted con media palabra, que es un hombre al que podría confiarle una sin peligro su hija, pero no su hijo». Ahora bien, si jamás hombre alguno, por el contrario, amó apasionada y exclusivamente a las mujeres, fue realmente el duque de Guermantes. Pero el error, la contraverdad ingenuamente creída eran para la embajadora como un medio vital fuera del que no podía moverse. «Su hermano Memé, que me es, por lo demás, por otras razones (no la saludaba) fundamentalmente antipático, está verdaderamente apenado por las costumbres del duque. Y lo mismo su tía la de Villeparisis. ¡Ah!, a esa la adoro. Esa sí que es una santa, el verdadero tipo de las grandes damas de antaño. No sólo es la virtud misma, sino la misma circunspección. Todavía le llama “caballero” al embajador Norpois, al que ve todos los días y que, entre paréntesis, ha dejado un excelente recuerdo en Turquía».