Et s’il n’en reste qu’un, je serai celui-là[52]

Verso que, por lo demás, no conocía. Esta Courvoisier había engullido casi todos los lunes un pastelillo cargado de crema, a unos cuantos pasos de la condesa de G…, pero sin resultado. Y la señora de Villebon confesaba a escondidas que no podía concebir cómo su prima la de Guermantes recibía a una mujer que ni siquiera era de la «buena sociedad de segundo orden» en Chàteudun. «Realmente no vale la pena de que sea tan exigente mi prima en sus amistades; es como para reírse del gran mundo», concluía la señora de Villebon con otra expresión en su semblante, expresión sonriente y zumbona en medio de la desesperación, y sobre la cual hubiera puesto más bien un juego de adivinanzas otro verso que, naturalmente, tampoco conocía la condesa:

Grâce aux Dieux mon malheur passe mon espérance[53].

Por otra parte, adelantémonos a los acontecimientos diciendo que la «perseverancia», rima de «esperanza» en el verso siguiente, que la señora de Villebon tenía de esnobizar a la de G… no fue del todo inútil. A los ojos de la señora de G… dotó a la señora de Villebon de un prestigio tal —por lo demás, puramente imaginario— que cuando la hija de la señora de G…, que era la más bonita y la más rica de los bailes de la época, estuvo para casar, la gente se extrañó de verla rechazar a todos los duques. Es que su madre, acordándose de las ofensas hebdomadarias que había sufrido en la calle de Grenelle en recuerdo de Chàteudun, no deseaba realmente más que un marido para su hija: un chico de los de Villebon.

En el único punto en que los Guermantes y los Courvoisier se encontraban era en el arte, infinitamente variado, por lo demás, de señalar las distancias. Las maneras de los Guermantes no eran completamente uniformes en todos ellos. Por ejemplo, todos los Guermantes, aquellos que lo eran verdaderamente, cuando os presentaban a ellos, procedían a una especie de ceremonia, sobre poco más o menos como si el hecho de que os hubiesen tendido la mano hubiera sido tan considerable como si se tratase de armaros caballeros. En el momento en que un Guermantes, aunque no tuviese arriba de veinte años, pero que ya seguía las huellas de sus mayores, oía vuestro nombre pronunciado por el que os presentaba, dejaba caer sobre vosotros, cual si en modo alguno estuviera dispuesto a saludaros, una mirada generalmente azul, siempre de la frialdad de un acero que parecía dispuesto a hundiros en los más hondos recovecos del corazón. Eso es, por otra parte, lo que los Guermantes creían hacer, en efecto, teniéndose todos ellos por psicólogos de primer orden. Pensaban, además, hacer mayor con esa inspección la amabilidad del saludo que iba a seguir y que no habría de seros entregado sino con entero conocimiento. Todo esto sucedía a una distancia de vosotros que, pequeña si se hubiera tratado de un pase de esgrima, parecía enorme para un apretón de manos y le dejaba helado a uno en el segundo caso como lo hubiera hecho en el primero, de modo que cuando el Guermantes, tras una rápida jira por los últimos escondrijos de vuestra alma y de vuestra honorabilidad, os había juzgado dignos de volver a encontraros desde ese instante con él, su mano, dirigida hacia vosotros al extremo de un brazo extendido en toda su longitud, parecía como si os presentase un florete para un combate singular, y esa mano estaba, en suma, situada tan lejos del Guermantes en ese momento, que cuando inclinaba entonces la cabeza resultaba difícil distinguir si era a vosotros o a su propia mano a quien saludaba. Ciertos Guermantes que no tenían el sentido de la medida, o que eran incapaces de no repetirse incesantemente, exageraban, recomenzando esta ceremonia cada vez que volvían a tropezarse con vosotros. Supuesto que ya no tenían que proceder a la indagación psicológica previa para la que había delegado en ellos el «genio de la familia» sus poderes, y cuyos resultados debían tener presentes, la insistencia de la mirada perforadora que precedía al apretón de manos sólo podía explicarse por el automatismo que había adquirido su mirada o por algún don de fascinación que imaginaban poseer. Los Courvoisier, cuyo físico era diferente, habían intentado en vano asimilarse ese saludo escrutador y se habían rebajado hasta dar en la tiesura altanera o en la indolencia rápida. En desquite, de los Courvoisier era de quien parecían haber tomado el saludo de las señoras algunos rarísimos Guermantes del sexo femenino. En efecto, en el momento en que os presentaban a una de estas, os hacía un gran saludo, en el que acercaba a vosotros, aproximadamente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, la cabeza y el busto, en tanto la parte inferior del cuerpo (que tenía muy larga, hasta la cintura, que hacía de eje) permanecía inmóvil. Pero apenas había proyectado así hacia vosotros la parte superior de su persona, cuando volvía a echarla más allá, hacia atrás, respecto de la vertical, con una brusca retirada de una longitud aproximadamente igual. La subversión consecutiva neutralizaba lo que os parecía que os había sido concedido; el terreno que habíais querido ganar ni siquiera quedaba adquirido; como en términos de desafío, conservábanse las primitivas posiciones. Esta misma anulación de la amabilidad por la repetición de las distancias (que era Courvoisier por su origen y estaba destinada a hacer ver que los anticipos hechos en el primer movimiento no era más que una fiesta de un instante) se manifestaban claramente asimismo, en los Courvoisier como en los Guermantes, en las cartas que uno recibía de ellos, por lo menos durante los primeros tiempos de su trato. El «cuerpo» de la carta podía contener frases que no se escribirían, al parecer, más que a un amigo; pero en vano era que hubieseis creído poder jactaros de serlo de la dama, porque la carta empezaba con un: «Muy señor mío», y acababa con un: «Cuente usted con mi consideración más distinguida». Desde ese momento, entre este frío principio y este fin glacial que cambiaban el sentido de todo lo demás, ya podían sucederse (si era una respuesta a alguna carta de pésame vuestra) las más conmovedoras descripciones de la pena porque la Guermantes había pasado al perder a su hermana, de la intimidad que existía entre ellas, de las bellezas del sitio en que estaba pasando una temporada, de los consuelos que allí encontraba en el encanto de sus hijitos: todo ello no era más que una carta como tantas otras que se encuentran en los epistolarios y cuyo carácter íntimo no llevaba aparejada, sin embargo, más intimidad entre vosotros y la autora de las cartas que si esta hubiera sido Plinio el Joven o madama de Simiane.

Verdad es que algunas Guermantes le escribían a uno desde las primeras veces: «Mi querido amigo», «amigo mío»; no siempre eran las más sencillas de entre ellas, sino antes las que, como sólo vivían entre reyes y, por otra parte, eran «ligeras», tomaban de su orgullo la certidumbre de que cuanto procedía de ellas era agradable, y de su corrupción, la costumbre de no regatear ninguna de las satisfacciones que podía ofrecer. Por lo demás, como bastaba haber tenido una tatarabuela común en tiempos de Luis XIII para que un Guermantes joven dijese, al hablar de la marquesa de Guermantes: «la tía Adán», los Guermantes eran tan numerosos que aun en estos simples ritos, el del saludo de presentación, por ejemplo, existían multitud de variedades. Cada subgrupo un poco refinado tenía el suyo, que se transmitían de padres a hijos como una receta de vulnerario y como una manera particular de preparar las confituras. Así hemos visto el apretón de manos de Saint-Loup precipitarse como a pesar suyo en el momento en que oía el nombre del que le presentaban, sin participación de la mirada, sin llevar adjunto saludo alguno. Cada desventurado plebeyo que por alguna razón especial —cosa que, por lo demás, ocurría con bastante rareza— era presentado a alguien del subgrupo Saint-Loup, se quebraba los cascos ante este mínimo tan brusco de salutación, que revestía voluntariamente las apariencias de la inconsciencia, para saber qué podía tener contra él la Guermantes o el Guermantes. Y no se quedaba poco asombrado al enterarse de que este o aquella habían estimado oportuno escribir especialmente al presentador para decirle cuánto le había agradado uno y que esperaba volverle a ver. Tan particularizados como el ademán mecánico de Saint-Loup eran las morisquetas complicadas y rápidas (que el señor de Charlus juzgaba ridículas) del marqués de Fierbois, los pasos graves y mesurados del príncipe de Guermantes. Pero es imposible describir aquí la riqueza de esta coreografía de los Guermantes por la extensión misma del cuerpo de baile.

Volviendo a la antipatía que animaba a los Courvoisier contra la duquesa de Guermantes, los primeros habrían podido tener el consuelo de compadecerla en tanto estuvo soltera, ya que entonces era poco afortunada. Desgraciadamente, una como emanación fuliginosa y sui generis[54] soterraba, hurtaba siempre a los ojos la riqueza de los Courvoisier que, por grande que fuese, no salía de la sombra. En vano era que una Courvoisier riquísima casase con un buen partido; siempre ocurría que el nuevo matrimonio no tuviese domicilio personal en París, donde «paraba» en casa de los suegros, y el resto del año vivía en provincias en medio de una sociedad sin mezclas, pero sin brillantez. Mientras que Saint-Loup, que apenas tenía ya más que deudas, deslumbraba a Doncières con sus troncos de caballos, un Courvoisier opulentísimo nunca tomaba más que el tranvía en la misma ciudad. Inversamente (y, por otra parte, muchos años antes), la señorita de Guermantes (Oriana), que no tenía gran cosa, hacía hablar de sus trajes más que de los suyos todas las Courvoisier juntas. El mismo escándalo de sus ocurrencias era como si hiciese el reclamo de su manera de vestirse y de peinarse. Se había atrevido a decirle al gran duque de Rusia: «Vaya, ¿conque, por lo visto, monseñor quiere hacer asesinar a Tolstoi?», en una cena a la que no se había invitado a los Courvoisier que, por lo demás, estaban muy poco enterados de quién fuese Tolstoi. No lo estaban mucho más tocante a los autores griegos, si se ha de juzgar de ello por la duquesa viuda de Gallardon (suegra de la princesa de Gallardon, todavía soltera por entonces), que, como no se hubiese visto honrada en cinco años con una sola visita de Oriana, respondió a uno que le preguntaba la razón de su ausencia: «Parece que recita cosas de Aristóteles (quería decir Aristófanes) en las reuniones. ¡Y eso no lo tolero yo en mi casa!».

Ya puede suponerse hasta qué punto la «salida» de la señorita de Guermantes a propósito de Tolstoi, si indignaba a los Courvoisier, dejaba maravillados a los Guermantes y, por añadidura, a todo el que estaba relacionado con ellos no sólo de cerca, sino de lejos. La condesa viuda de Argencourt, Seineport por su familia, que recibía a todo el mundo, como quien dice, porque era literata y a pesar de que su hijo era un terrible snob, contaba la frase en presencia de la gente de pluma diciendo: «Oriana de Guermantes, que es fina como un coral, maliciosa como un mono, que tiene dotes para todo, que hace acuarelas dignas de un gran pintor y versos como pocos grandes poetas los hacen, y ya saben ustedes que, por lo que se refiere a la familia, es de lo más encopetado que hay, su abuela era la señorita de Montpensier, y ella es la decimaoctava Oriana de Guermantes sin un solo entronque desigual, es de la sangre más pura, más antigua de Francia». Así, los falsos hombres de pluma, los semiintelectuales que recibía en su casa la señora de Argencourt, representándose a Oriana de Guermantes, a la que jamás tendrían ocasión de conocer personalmente, como algo más maravilloso y más extraordinario que la princesa Badroul Boudour, no sólo se sentían dispuestos a morir por ella al saber que una persona tan noble glorificaba por encima de todo a Tolstoi, sino que sentían asimismo retoñar en su espíritu una nueva fuerza, su propio amor a Tolstoi, su deseo de resistencia al zarismo. Estas ideas liberales habían podido tornarse anémicas en ellos, que habían podido dudar del prestigio de las mismas, sin atreverse ya a confesarlas, cuando, súbitamente, de la misma señorita de Guermantes, es decir, de una muchacha tan indiscutiblemente refinada y autorizada, que llevaba el pelo pegado a la frente (cosa que jamás hubiera consentido en hacer una Courvoisier), les llegaba una ayuda como aquella. Cierto número de realidades buenas o malas ganan mucho, de esta manera, con recibir la adhesión de personas que tienen autoridad sobre nosotros. Por ejemplo, entre los Courvoisier, los ritos de la amabilidad en la calle se componían de cierto saludo, feísimo y poco amable en sí mismo, pero del que se sabía era la manera distinguida de decir buenos días, de modo que todo el mundo, borrando de sí la sonrisa, el buen acogimiento, se esforzaba por imitar aquella fría gimnasia. Pero los Guermantes, en general, y particularmente Oriana, aun conociendo mejor que nadie esos ritos, no vacilaban, si os veían desde un coche, en saludaros amablemente con la mano, y en un salón, dejando a los Courvoisier hacer sus saludos de prestado y rígidos, esbozaban encantadoras reverencias, os tendían la mano como a un camarada, sonriendo con sus ojos azules, de modo que de repente, gracias a los Guermantes, entraba en la sustancia de la distinción, hasta entonces un tanto huera y seca, todo aquello que naturalmente le hubiera gustado a uno y que uno se había esforzado en proscribir, la bienvenida, la expansión de una amabilidad verdadera, la espontaneidad. De la misma manera, pero por obra de una rehabilitación en este caso poco justificada, las personas que más arraigado llevan en sí el gusto instintivo por la música mala y por las melodías, por triviales que sean, que tienen algo acariciador y fácil, llegan, gracias a la cultura sinfónica, a amortiguar en sí mismas ese gusto. Pero una vez que han llegado a este punto, cuando, maravilladas con razón por el deslumbrador colorido orquestal de Ricardo Strauss, ven a este músico acoger con una indulgencia digna de Auber los motivos más vulgares, lo que les gusta a esas personas encuentra súbitamente en una autoridad tan alta una justificación que las cautiva, y se entusiasman sin escrúpulos y con una doble gratitud, oyendo Salomé, con lo que les estaba prohibido encontrar bien en Los Diamantes de la Corona.

Auténtico o no, el apóstrofe de la señorita de Guermantes al gran duque, propalado de casa en casa, era una ocasión para contar con qué excesiva elegancia estaba arreglada Oriana en aquella cena. Pero si el lujo (que era precisamente lo que lo hacía inaccesible para los Courvoisier) no nace de la riqueza, sino de la prodigalidad, la segunda, sin embargo, dura más tiempo si es sostenida al cabo por la primera, que entonces le permite proyectar todos sus fuegos. Ahora bien, dados los principios que sustentaban francamente no sólo Oriana, sino la señora de Villeparisis, a saber, que la nobleza no cuenta para nada, que es ridículo preocuparse del rango, que la riqueza no constituye la felicidad, que sólo la inteligencia, el corazón, el talento tienen importancia, los Courvoisier podían esperar que, en virtud de esta educación que había recibido de la marquesa, Oriana se casaría con cualquiera que no perteneciese al gran mundo, con un artista, un criminal reincidente, un vagabundo, un librepensador, y que entraría definitivamente en la categoría de lo que los Courvoisier llamaban «los descarriados». Tanto más podían esperarlo cuanto que la señora de Villeparisis, que en aquel momento atravesaba, desde el punto de vista social, una crisis difícil (ninguna de las escasas personas brillantes que encontré yo en su casa había vuelto aún a ella), hacía alarde de sentir un profundo horror respecto de la sociedad que la daba de lado. Hasta cuando hablaba de su sobrino el príncipe de Guermantes, al que veía por su casa, no tenía burlas bastantes para él porque estaba infatuado con su abolengo. Pero en el momento mismo en que se había tratado de encontrar un marido para Oriana, no eran ya los principios sustentados por la tía y por la sobrina los que habían dirigido el sesgo de las cosas; había sido el misterioso «Genio de la familia». Tan infaliblemente como si la señora de Villeparisis y Oriana no hubiesen hablado nunca de otra cosa que de títulos de renta y de genealogías, y no de mérito literario y de cualidades del corazón, y como si la marquesa, por unos días, hubiera estado —como había de estar más tarde— muerta y en el ataúd, en la iglesia de Combray, donde cada miembro de la familia ya no era más que un Guermantes, con una privación de individualidad y de nombres de pila de que daba testimonio en las grandes colgaduras la G… de púrpura, sola, con la corona ducal encima, el genio de la familia había hecho recaer la elección de la intelectual, de la burlona, de la evangélica señora de Villeparisis en el hombre más rico y mejor nacido, en el mejor partido del barrio de Saint-Germain, en el hijo mayor del duque de Guermantes, el príncipe de los Laumes. Y por espacio de dos horas, el día de la boda, tuvo en su casa la señora de Villeparisis a todas las nobles criaturas de quienes se burló incluso con los pocos burgueses de su intimidad que había invitado y a los que el príncipe de los Laumes pasó entonces tarjeta, antes de «cortar las amarras», como hizo al año siguiente. Para llevar al colmo la contrariedad de los Courvoisier, las máximas que erigen la inteligencia y el talento en únicas superioridades sociales empezaron a ser recitadas en casa de la princesa de los Laumes inmediatamente después de la boda. Y a este respecto, dicho sea de paso, el punto de vista que defendía Saint-Loup cuando vivía con Raquel, se trataba con los amigos de Raquel y hubiera querido casarse con Raquel, llevaba aparejado —cualquiera que fuese el horror que en el seno de la familia inspirase— menos mentira que el de las señoritas de Guermantes, en general, cuando situaban por encima de todo la inteligencia, sin admitir apenas que se pusiera en tela de juicio la igualdad de todos los hombres, mientras que todo ello venía a parar, al fin y al cabo, en el mismo resultado que si hubiesen profesado las máximas contrarias: es decir, a casarse con un duque riquísimo. Saint-Loup procedía, por el contrario, conforme a sus teorías, lo cual hacía decir que iba por mal camino. Claro está que, desde el punto de vista moral, Raquel era, en efecto, poco satisfactoria. Pero no es muy seguro que de haber habido otra persona que no valiese mucho más, pero que hubiera sido, en cambio, duquesa o hubiera poseído muchos millones, no se hubiera mostrado favorable al matrimonio la señora de Marsantes. Ahora bien, para volver a la señora de los Laumes (poco después duquesa de Guermantes, a la muerte de su suegro), el que las teorías de la joven princesa, aun manteniéndose así en su lenguaje, no hubiesen dirigido ni poco ni mucho su conducta fue un colmo de desgracia infligido a los Courvoisier, ya que así esa filosofía (si así puede decirse) no perjudicó en modo alguno a la elegancia aristocrática del salón de Guermantes. Indudablemente, todas las personas a quienes no recibía la señora de Guermantes se figuraban que era por no ser ellas suficientemente inteligentes, y alguna opulenta americana que jamás había poseído otro libro que un pequeño ejemplar antiguo, y nunca abierto, de las poesías de Parny, puesto, por ser «de la misma época», sobre un mueble de su saloncito, dejaba ver la importancia que concedía a las cualidades de la inteligencia con las miradas devoradoras que lanzaba a la duquesa de Guermantes cuando esta entraba en la Opera. Claro está que también la señora de Guermantes era sincera cuando elegía a una persona por su inteligencia. Cuando decía de una mujer: «Parece ser que es encantadora», o de un hombre que era lo más inteligente que darse cabe, no creía tener otras razones para consentir en recibirlos que ese encanto o esa inteligencia, sin que el genio de los Guermantes interviniese hasta ese minuto último: más profundo, apostado a la oscura entrada de la región en que los Guermantes juzgaban, ese genio vigilante les impedía encontrar inteligente al hombre o encantadora a la mujer, si uno u otra carecían de valor mundano, actual o futuro. Declarábase al hombre sabio, pero como un diccionario, o, por el contrario, vulgar, con un espíritu de viajante; la mujer bonita pertenecía a una clase de gente terrible, o hablaba demasiado. En cuanto a las personas que carecían de posición, ¡qué horror!, eran unos snobs. El señor de Bréauté, cuyo castillo estaba al lado mismo de Guermantes, sólo se trataba con Altezas. Pero se burlaba de ellas y no pensaba más que en vivir en los museos. Así se indignaba la señora de Guermantes cuando trataban al señor de Bréauté de snob. «¡Snob Babal! ¡Pero está usted loco, mi pobre amigo! ¡Si es todo lo contrario!, detesta a la gente de campanillas; no hay modo de presentarle a nadie. ¡Ni siquiera en mi casa! Si le invito al mismo tiempo que a algún conocido nuevo, viene a duras penas, y quejándose». Con esto no quiere decirse que, aun en la práctica, no hiciesen los Guermantes distinto caso de la inteligencia que los Courvoisier. Positivamente, esta diferencia entre los Guermantes, envuelta, por lo demás, en un misterio ante el que soñaban de lejos tantos poetas, había dado la fiesta de que ya hemos hablado, en la que el rey de Inglaterra se había divertido más que en ninguna otra parte, porque la duquesa había tenido la idea, que jamás se le hubiera pasado por las mientes a ninguno de los Courvoisier, y la osadía, que hubiera hecho retroceder al valor de todos ellos, de invitar, aparte de las personalidades que ya hemos citado, al músico Gaston Lemaire y al autor dramático Grandmougin. Pero donde sobre todo se hacía sentir la intelectualidad es desde el punto de vista negativo. Si el coeficiente necesario de inteligencia y de hechizo iba descendiendo a medida que se elevaba el rango de la persona que deseaba ser invitada a casa de la princesa de Guermantes, hasta acercarse al cero cuando se trataba de las principales testas coronadas, en cambio, cuanto más se descendía por debajo de ese nivel regio, más subía el coeficiente. Por ejemplo, en casa de la princesa de Parma había un sinfín de personas a las que recibía Su Alteza porque las había conocido de niña, o porque estaban emparentadas con tal o cual duquesa, o por ser afectas a la persona de tal o cual soberano, aun cuando esas personas fuesen, por lo demás, feas, aburridas o necias; ahora bien, para un Courvoisier, una razón como la de ser «estimado por la princesa de Parma», «hermano por parte de madre de la duquesa de Arpajon», «pasa todos los años tres meses con la reina de España», hubiera bastado para hacerle admitir en su casa a tales gentes; pero la señora de Guermantes, que recibía cortésmente su saludo, desde hacía diez años en casa de la princesa de Parma, nunca les había dejado trasponer sus umbrales, por estimar que ocurre con los salones, en el sentido social de la palabra, lo que en el sentido material, en el que basta con unos muebles que no encuentra uno bonitos, pero que se deja estar para que ocupen sitio y como muestra de riqueza, para tornar espantoso el salón. Un salón de esa clase se asemeja a una obra en que no ha sabido uno abstenerse de las frases que revelan maestría, brillantez, facilidad. Como un libro, como una casa, la calidad de un «salón», pensaba con razón la señora de Guermantes, tiene por piedra angular el sacrificio.

Muchas amigas de la princesa de Parma, respecto de las cuales se contentaba la duquesa de Guermantes, desde hacía varios años, con el mismo saludo correcto, o con mandarles tarjeta en respuesta a las suyas, sin invitarlas nunca ni acudir a sus fiestas, quejábanse discretamente de ello a Su Alteza, que, los días en que el señor de Guermantes iba a verla solo, le hablaba de ello como quien no quiere la cosa. Pero el solapado gran señor, mal marido para con la duquesa en cuanto que tenía queridas, pero compadre a toda prueba en lo que atañía al buen funcionamiento de su salón (y del ingenio de Oriana, que era su principal atractivo), respondía: «Pero ¿es que la conoce mi mujer? ¡Ah!, entonces hubiera debido invitarla, en efecto. Pero voy a decirle la verdad, señora: a Oriana, en el fondo, no le hace gracia la conversación de las mujeres. Está rodeada de una corte de espíritus superiores —yo no soy su marido, no soy más que su primer ayuda de cámara—. Menos un número reducidísimo de ellas que son muy inteligentes, las mujeres la fastidian. Vamos, señora, Vuestra Alteza, que es tan aguda, no me dirá que la marquesa de Souvré tiene talento. Sí, lo comprendo perfectamente, la princesa la recibe por bondad. Y, además, la conoce. Dice Vuestra Alteza que Oriana la ha visto; es posible, pero muy poco, se lo aseguro. Y, además, he de decirle a la princesa que también hay un poco de culpa por parte mía. Ayer tarde, sin ir más lejos, tenía fiebre Oriana; temía disgustar a la duquesa de Borbón si no iba a su casa. Tuve que enseñar los dientes, prohibí que enganchasen. Bueno, ¿sabe una cosa, Alteza?, la verdad es que me dan ganas de no decirle siquiera a Oriana que me ha hablado Vuestra Alteza de la señora de Souvré. Oriana quiere tanto a Vuestra Alteza, que irá inmediatamente a invitar a la de Souvré; con eso tendremos una visita más, nos obligará a ponernos en relación con la hermana, a cuyo marido conozco perfectamente. Me parece que no voy a decirle nada a Oriana, si la princesa me autoriza a ello. Así le evitaremos mucha fatiga y agitación. Y le aseguro que con eso no privamos de nada a la señora de Souvré. Va a todas partes, a los sitios más brillantes. Nosotros apenas recibimos gente, algunas comidas de nada; la señora de Souvré se aburriría mortalmente». La princesa de Parma, candorosamente persuadida de que el duque de Guermantes no transmitiría su ruego a la duquesa, y desolada por no haber conseguido la invitación que deseaba la señora de Souvré, sentíase tanto más lisonjeada por ser una de las personas que frecuentaban un salón tan poco accesible. Claro está que esta satisfacción no dejaba de tener sus quiebras. Así, cada vez que la princesa de Parma invitaba a la señora de Guermantes, tenía que someter a una verdadera tortura su imaginación para no recibir ese día en su casa a nadie que pudiera desagradar a la duquesa e impedir que volviera.

Los días de costumbre (después de la cena, en que tenía siempre a la mesa desde muy pronto, porque había conservado los antiguos usos, algunos invitados), el salón de la princesa de Parma estaba abierto a los amigos asiduos y, en general, a toda la gran aristocracia francesa y extranjera. La recepción consistía en que, al salir del comedor, la princesa se sentaba en un canapé, delante de una gran mesa redonda, charlaba con dos de las mujeres más importantes que habían cenado en su casa aquella noche, o bien echaba una ojeada a algún magazine, jugaba a las cartas (o fingía jugar, siguiendo una costumbre cortesana alemana), ya haciendo un solitario, ya tomando de compañero verdadero o supuesto a algún personaje de nota. A eso de las nueve, la puerta del gran salón no cesaba ya de abrirse de par en par, de volverse a cerrar, de abrirse de nuevo, para dejar paso a los visitantes que habían cenado a toda prisa (o, si cenaban fuera de sus casas, escamoteaban el café diciendo que iban a volver, contando, en efecto, con «entrar por una puerta y salir por otra») para acomodarse a las horas de la princesa. Esta, mientras tanto, atenta a su juego o a la charla, hacía como si no viese a las que llegaban, y hasta el momento en que estaban a dos pasos de ella no se levantaba graciosamente, sonriendo con bondad a las mujeres. Estas, en tanto, hacían ante Su Alteza en pie una reverencia que llegaba hasta la genuflexión, de modo que sus labios quedasen a la altura de la hermosa mano que pendía muy bajo, y pudieran besarla. Pero en ese momento, la princesa, ni más ni menos que si una vez y otra hubiera sido sorprendida por un protocolo que, sin embargo, conocía muy bien, alzaba a la arrodillada como a viva fuerza, con una gracia y una dulzura sin par, y la besaba en las mejillas. Gracia y dulzura que tenían por condición, se dirá, la humildad con que la que llegaba doblaba la rodilla. Así era, desde luego, y parece que en una sociedad igualitaria desaparecería la urbanidad, no, como se cree, porque faltase la educación, sino porque en los unos desaparecería la deferencia debida al prestigio que debe ser imaginario para ser eficaz, y, sobre todo, en los otros, la amabilidad que se prodiga y afina cuando se siente que tiene para el que la recibe un valor infinito, que en un mundo fundado en la igualdad se reduciría súbitamente a nada, como todo lo que no tuviera más valor que el fiduciario. Pero esta desaparición de la cortesía en una sociedad nueva no es segura, y a veces estamos excesivamente dispuestos a creer que las condiciones actuales de un estado de cosas son las únicas posibles del mismo. Espíritus muy honrados han creído que una República no podría tener diplomacia y alianzas, y que la clase campesina no toleraría la separación de la Iglesia y del Estado. Después de todo, la cortesía en una sociedad no igualitaria no sería un milagro mayor que el buen éxito de los ferrocarriles y que la utilización militar del aeroplano. Además, aun cuando la cortesía desapareciera, nada prueba que eso fuese una desgracia. Al fin y al cabo, ¿no se iría jerarquizando secretamente una sociedad a medida que fuese de hecho más democrática? Es harto posible. El poderío político de los papas ha crecido mucho desde que ya no tienen ni Estados ni ejércitos; las catedrales ejercían un prestigio mucho menor sobre un devoto del siglo XVII que sobre un ateo del XX, y de haber sido la princesa de Parma soberana de un Estado, sin duda hubiera tenido yo la idea de hablar de ella tanto, aproximadamente, como de un presidente de la República; es decir, ni poco ni mucho.

Una vez alzada la impetrante y besada por la princesa, esta volvía a sentarse, poníase de nuevo a su solitario, no sin haber, si la recién llegada era de importancia, charlado un momento con ella haciéndola sentarse en una butaca.

Cuando el salón acababa por estar demasiado lleno, la dama de honor encargada del servicio de orden hacía sitio guiando a los concurrentes asiduos a un inmenso hall a que daba el salón y que estaba colmado de retratos, de curiosidades referentes a la casa de Borbón. Los invitados habituales de la princesa desempeñaban entonces gustosamente el papel de cicerones, y decían cosas interesantes, que no tenían paciencia para escuchar los jóvenes, más atentos a mirar a las Altezas vivas (y, si a mano venía, a hacerse presentar a ellas por la dama y las señoritas de honor) que a examinar las reliquias de las soberanas muertas. Demasiado ocupados con las personas a quienes podrían conocer y con las invitaciones que acaso pescasen, no sabían absolutamente nada, ni siquiera al cabo de años y años, de lo que había en aquel precioso museo de los archivos de la Monarquía, y sólo se acordaban confusamente de que estaba decorado con cactos y palmeras gigantes que hacían asemejarse aquel centro de las elegancias al Palmarium del Jardín de Aclimatación.

Claro está que la duquesa de Guermantes, por mortificación, iba a veces a hacer, esas noches, una visita de digestión a la princesa, que la retenía todo el tiempo a su lado, mientras bromeaba con el duque. Pero cuando la duquesa iba a cenar, la princesa se guardaba muy mucho de tener a sus invitados habituales, y cerraba su puerta al levantarse de la mesa, por temor a que unos visitantes demasiado poco selectos desagradasen a la exigente duquesa. Esas noches, si algunos fieles no advertidos se presentaban a la puerta de Su Alteza, el portero respondía: «Su Alteza real no recibe esta noche», y volvían a marcharse. De antemano, por lo demás, sabían muchos amigos de la princesa que ese día no serían invitados. Era una serie especial, una serie cerrada para tantos que hubieran deseado ser comprendidos en ella. Los excluidos podían, con una casi certeza, señalar por sus nombres a los elegidos, y se decían entre sí en tono lastimero: «Ya sabe usted que Oriana de Guermantes no se mueve nunca sin llevar consigo todo su estado mayor». Con ayuda de este, la princesa de Parma trataba de rodear a la duquesa como con una muralla protectora contra las personas que hubieran encontrado cerca de ella un éxito más dudoso. Pero la princesa de Parma se sentía molesta con muchos de los amigos preferidos de la duquesa, con muchos miembros del brillante «estado mayor», por tener que usar con ellos de amabilidades, en vista de que era muy poca la que para con ella tenían. Claro es que la princesa de Parma admitía perfectamente que pudiera hallarse mayor satisfacción en el trato de la señora de Guermantes que en el suyo. De sobra se veía obligada a reconocer que la gente se apiñaba en los «días» de la duquesa, y que ella misma se encontraba allí a menudo con tres o cuatro Altezas que se contentaban con dejar tarjeta en su casa. Y de nada le servía retener las ocurrencias de Oriana, imitar sus trajes, servir en sus tés las mismas tartas de fresa; había veces que se quedaba sola todo el día con una dama de honor y un consejero de alguna legación extranjera. Así, cuando (como se había dado el caso, por ejemplo, con Swann en otro tiempo) había alguien que nunca acababa el día sin haber ido a pasar dos horas en casa de la duquesa, y hacía una visita una vez cada dos años a la princesa de Parma, esta no tenía muchas ganas, ni aun por divertir a Oriana, de conceder a ese Swann cualquiera los «avances» de invitarlo a cenar. En suma, convidar a la duquesa era para la princesa de Parma ocasión de perplejidades: hasta tal punto la corroía el temor de que Oriana lo encontrase mal todo. Pero en cambio, y por la misma razón, cuando la princesa de Parma iba a cenar a casa de la señora de Guermantes, estaba de antemano segura de que allí todo estaría bien, de que todo sería delicioso; no tenía más que un temor, y era el de no saber comprender, retener, agradar, no saber asimilarse las ideas y la gente. Por eso mi presencia excitaba su atención y su ansia, ni más ni menos que los hubiera excitado una nueva manera de adornar la mesa con guirnaldas de frutas, dudosa como estaba de si era lo uno o lo otro, el adorno de la mesa o mi presencia, lo que constituía más particularmente uno de esos encantos, secreto del éxito de las recepciones de Oriana, y, en la duda, firmemente decidida a tratar de tener en su próxima comida uno y otra. Lo que justificaba, por lo demás, plenamente la curiosidad enhechizada que la princesa de Parma llevaba a casa de la duquesa era el elemento cómico, peligroso, excitante, en que la princesa se sumergía con una especie de temor, de pasmo y de delicias (como, a la orilla del mar, en uno de esos «baños de ola» cuyo peligro señalan los bañeros que hacen de prácticos, sencillamente porque ninguno de ellos sabe nadar), de que salía tonificada, dichosa, rejuvenecida, y que se llamaba el ingenio de los Guermantes. El ingenio de los Guermantes —entidad tan inexistente como la cuadratura del círculo, según la duquesa, que juzgaba ser ella la única Guermantes que lo poseyese— era una reputación, como las salchichas blancas de Tours o los bizcochos de Reims. Sin duda (ya que una particularidad intelectual no emplea para propagarse los mismos modos que el color del pelo o de la tez), ciertos íntimos de la duquesa, y que no eran de su misma sangre, poseían, con todo, ese ingenio, que, en cambio, no había podido invadir a determinados Guermantes excesivamente refractarios a cualquier linaje de inteligencia. Los detentadores, no emparentados con la duquesa, del ingenio de los Guermantes tenían generalmente como característica el haber sido hombres brillantes, dotados para una carrera a la que, ya fuesen las artes, la diplomacia, la elocuencia parlamentaria o las armas, habían preferido la vida de cotarro. Quizá esta preferencia hubiera podido explicarse por cierta falta de originalidad, o de iniciativa, o de decisión, o de salud, o de suerte, o por el esnobismo.

Para algunos de ellos (fuerza es reconocer, por otra parte, que esta era la excepción), si el salón de Guermantes había sido el tropiezo interpuesto en su carrera, era contra su voluntad. Así, un médico, un pintor y un diplomático de gran porvenir no habían conseguido «llegar» en su carrera, para la que, sin embargo, estaban harto más brillantemente dotados que otros muchos, porque la intimidad de que gozaban en casa de los Guermantes hacía que los dos primeros pasasen por gentes del gran mundo, y el tercero por un reaccionario, lo cual había impedido a los tres ser reconocidos por sus pares. La antigua toga y el birrete rojo que visten y con que se cubren todavía los colegios electores de las facultades, no es, o por lo menos no era, aún no hace tanto tiempo, otra cosa que la supervivencia puramente externa de un pasado de ideas estrechas, de un sectarismo cerrado. Bajo el birrete con borlas de oro, como los sumos sacerdotes bajo el gorro cónico de los judíos, los «profesores» estaban todavía, en los años que precedieron a la cuestión de Dreyfus, encerrados en ideas rigurosamente farisaicas. Du Boulbon era, en el fondo, un artista, pero estaba salvado porque no le gustaba la vida de sociedad. Cottard frecuentaba a los Verdurin. Pero la señora de Verdurin era una cliente; Cottard, además, estaba protegido por su vulgaridad, y, en fin, no recibía en su casa más que a la Facultad, en ágapes sobre los que flotaba un olor de ácido fénico. Pero en los cuerpos vigorosamente constituidos, en que, por lo demás, el rigor de los prejuicios no es sino el rescate de la más hermosa integridad, de las más elevadas ideas morales, que flaquean en otros medios más tolerantes, más libres y, bien pronto, licenciosos, un profesor, con su toga roja de raso escarlata con vueltas de armiño como la de un Dogo (es decir, un duque) de Venecia encerrado en el palacio ducal, era tan virtuoso, tan apegado a unos nobles principios, pero tan implacable también para con todo elemento extraño, como el otro duque, excelente, pero terrible, que era el señor de Saint-Simon. El extraño era el médico mundano, que tenía otras maneras, otras relaciones. Por hacer bien las cosas, el desdichado de que aquí hablamos, para no ser acusado por sus colegas de que los desdeñaba (¡qué ideas de hombre de mundo!), si les ocultaba a la duquesa de Guermantes, esperaba desarmarlos dando comidas mixtas en que el elemento médico quedaba ahogado por el elemento mundano. No sabía que así firmaba su perdición, o más bien se enteraba de ello cuando el consejo de los diez (un poco más elevado en número) tenía que proveer la vacante de alguna cátedra, y era siempre el nombre de un médico, más normal, aun cuando fuese más mediocre, el que salía de la urna fatal, y el «veto» resonaba en la antigua Facultad, tan solemne, tan ridículo, tan terrible como el «juro» con que murió Molière. Así también el pintor rotulado para siempre de hombre de mundo, cuando gentes de mundo que se dedicaban al arte habían conseguido hacerse colgar el marchamo de artistas; así el diplomático que tenía demasiados vínculos reaccionarios.

Pero este caso era el más raro. El tipo de los hombres distinguidos que formaban el fondo del salón de Guermantes era el de unas gentes que habían renunciado voluntariamente (o creyéndolo así, por lo menos) a lo demás, a todo lo que era incompatible con el espíritu de los Guermantes, con la cortesía de los Guermantes, con ese encanto indefinible, odioso a todo «cuerpo», por poco centralizado que esté.

Y los que sabían que, en otro tiempo, uno de estos contertulios del salón de la duquesa había ganado la medalla de oro en la Exposición; que el otro, secretario de la Conferencia de los abogados, había tenido unos comienzos resonantes en la Cámara; que el tercero había servido hábilmente a Francia como encargado de negocios, hubieran podido considerar como fracasadas a las gentes que no habían vuelto a hacer nada desde hacía veinte años. Pero esos «informados» eran poco numerosos, y los mismos interesados hubieran sido los últimos en recordarlo, por encontrar esos antiguos títulos de ningún valor, en virtud, precisamente, del espíritu de los Guermantes, ya que este hacía que se tachase de pelmazo, de pasmarote, o bien, por el contrario, de hortera, a determinados ministros eminentes, el uno un tanto solemne, el otro amigo de los juegos de palabras, cuyas alabanzas cantaban los periódicos, pero al lado de los cuales bostezaba la señora de Guermantes y daba muestras de impaciencia si la imprudencia de un ama de casa le había dado al uno o al otro por vecino. Puesto que ser un estadista de primer orden no era, ni mucho menos, una recomendación para con la duquesa, aquellos de sus amigos que habían presentado su dimisión en la «carrera» o pedido su separación del ejército, que no habían vuelto a presentarse al Parlamento, juzgaban, al ir todos los días a almorzar y charlar con su grande amiga, al encontrarse con ella en casa de las Altezas a quienes, por lo demás, tenían en poca estima —eso decían ellos, por lo menos—, que habían escogido para sí la mejor parte, bien que su aspecto melancólico, aun en medio de la animación, contradijese un tanto el fundamento que pudiera tener tal juicio.

Fuerza es reconocer, además, que en la delicadeza de vida social, en la ligereza de las conversaciones entre los Guermantes había, por tenue que fuese, algo real. Ningún título oficial valía en aquel medio lo que el aliciente de ciertos amigos preferidos de la señora de Guermantes, a los que no hubieran podido lograr atraer a su casa los ministros más poderosos. Si en aquel salón habían quedado enterradas para siempre tantas ambiciones intelectuales, e incluso tantos nobles esfuerzos, de sus cenizas, a lo menos, había nacido la más rara floración de mundanidad. Evidentemente, había hombres de talento, como Swann, por ejemplo, que se consideraban superiores a los hombres de valía, a los que desdeñaban; pero es que lo que la duquesa de Guermantes ponía por encima de todo no era la inteligencia; era, según ella, esa forma superior, más exquisita, de la inteligencia elevada hasta una variedad verbal del talento: el ingenio. Y en otro tiempo, en casa de los Verdurin, cuando Swann juzgaba a Brichot y a Elstir, al uno como un pedante, al otro como un mamarracho, no obstante todo el saber del uno y todo el genio del otro, lo que le había hecho clasificarlos así era la infiltración del espíritu de los Guermantes. Jamás se hubiera atrevido a presentar al uno ni al otro a la duquesa, imaginándose de antemano con qué cara hubiera acogido las parrafadas de Brichot, los necios chistes de Elstir, ya que el espíritu de los Guermantes encasillaba las frases prolongadas y pretenciosas del género serio o del género bromista en la más intolerable imbecilidad.

En cuanto a los Guermantes según la carne, según la sangre, si el espíritu de los Guermantes no se había enseñoreado de ellos tan por completo como ocurre, por ejemplo, en los cenáculos literarios, en que todo el mundo tiene la misma manera de pronunciar, de enunciar, y, por vía de consecuencia, de pensar, no es, evidentemente, porque la originalidad sea más vigorosa en los círculos mundanos y ponga en ellos obstáculos a la imitación. Pero la imitación tiene por condiciones no sólo la ausencia de una originalidad irreductible, sino, además, una relativa finura de oído que permita discernir primero lo que se imita luego. Ahora bien, había algunos Guermantes a los que les faltaba este sentido musical casi tanto como a los Courvoisier.

Tomando como ejemplo el ejercicio que se llama, en otra acepción de la palabra imitación, «hacer imitaciones» (lo que se llamaba entre los Guermantes «caricaturizar»), de nada servía que la señora de Guermantes las hiciese admirablemente: los Courvoisier eran tan incapaces de darse cuenta de ello como si hubieran sido una bandada de conejos, en lugar de hombres o mujeres, porque nunca habían sabido observar el defecto o el acento que la duquesa trataba de remedar. Cuando «imitaba» al duque de Limoges, los Courvoisier protestaban: «¡Oh!, no, no habla así, de todos modos; todavía ayer noche cené con él en casa de Bebeth; estuvo hablando conmigo toda la noche; no hablaba así»; mientras que los Guermantes un poco cultos exclamaban: «¡Pero qué gracia tiene esta Oriana! ¡Lo grande es que, mientras le imita, se parece a él! Me parece estarlo oyendo. ¡Oriana, imite otro poco a Limoges!». Ahora bien, estos Guermantes (aun sin llegar a los que eran francamente notables, que, cuando la duquesa imitaba al duque de Limoges, decían con admiración: «¡Ah!, la verdad es que es usted el duque clavado», o «que eres»), por más que careciesen de ingenio según la señora de Guermantes (que en eso estaba en lo cierto), en fuerza de oír y de repetir las ocurrencias de la duquesa habían llegado a imitar, bien que mal, su manera de expresarse, de juzgar, lo que Swann hubiera llamado, como el duque, su manera de «redactar», hasta presentar en su conversación algo que a los Courvoisier les parecía espantosamente similar al ingenio de Oriana, y que era tratado por ellos de ingenio de los Guermantes. Como esos Guermantes eran para ella no sólo parientes, sino admiradores, Oriana (que mantenía rigurosamente aparte al resto de su familia y se vengaba ahora con sus desdenes del malquerer que esa misma familia había tenido para ella cuando estaba soltera) iba a verles a veces, generalmente en compañía del duque, en el buen tiempo, cuando salía con su marido. Estas visitas eran un acontecimiento. A la princesa de Epinay, que recibía en su espacioso salón de la planta baja, le palpitaba un poco más aprisa el corazón cuando distinguía desde lejos, cual los primeros resplandores de un inofensivo incendio a las «señales» de una invasión que no se espera, cruzando lentamente el patio, con paso obligado, a la duquesa, tocada con un sombrero arrebatador e inclinando una sombrilla de que llovía una fragancia estival. «¡Hombre, Oriana!», decía, como un «alerta» que trataba de avisar con prudencia a sus visitantes, y para que tuvieran tiempo de salir en orden, de que evacuasen los salones sin pánico. La mitad de las personas presentes no se atrevían a quedarse, se levantaban. «No, no, pero ¿por qué? Siéntense ustedes; encantada de tenerles conmigo un ratito más», decía la princesa con expresión de naturalidad y desembarazo (por dárselas de gran señora), pero con voz de fingimiento. «A lo mejor tienen ustedes que hablar». «Bueno, si es que tiene usted prisa… Ya iré a verla», respondía la señora de la casa a aquellas que tanto le complacía ver marcharse. El duque y la duquesa saludaban muy cortésmente a unas gentes a las que veían allí desde hacía varios años, sin que por ello las conociesen más, y que apenas les saludaban a ellos, por discreción. No bien se habían retirado, cuando el duque hacía amablemente algunas preguntas a cuenta de ellas, para hacer ver como que se interesaba por la calidad intrínseca de las personas a quienes no recibía en su casa por culpa del destino o por el estado de los nervios de Oriana. «¿Quién era esa señora menudita del sombrero rosa?». «¡Pero, primo, si la ha visto usted muchas veces! Es la vizcondesa de Tours, una Lamarzelle». «¿Pues sabe usted que es bonita? Parece inteligente; si no tuviera un defectillo en el labio superior, sería sencillamente encantadora. Si es que hay un vizconde de Tours, no debe de aburrirse. Oriana, ¿sabe usted en quién me han hecho pensar esas cejas y la disposición del pelo? En su prima Hedwige de Ligne». La duquesa de Guermantes, que se consumía desde el momento en que hablaban de la belleza de otra mujer que no fuera ella, dejaba decaer la conversación. No había contado con el gusto que tenía su marido por hacer ver que estaba perfectamente al tanto de la gente a quien no recibía, con lo que creía mostrarse más serio que su mujer. «Pero —decía de pronto con fuerza— ha pronunciado usted el nombre de Lamarzelle… Recuerdo que cuando estaba yo en el Parlamento pronunció un discurso notabilísimo…». «Era el tío de la joven que acaba usted de ver». «¡Ah, qué talento! No, hijita —decía el duque a la vizcondesa de Egremont, a la que no podía soportar la señora de Guermantes, pero que, como no salía de casa de la princesa de Epinay, donde se rebajaba voluntariamente al papel de doncella (sin perjuicio de pegarle a la suya cuando volvía a casa), se quedaba, confusa, desconsolada, pero se quedaba, cuando la pareja ducal estaba allí, le quitaba los abrigos, trataba de hacerse útil, les ofrecía, por discreción, que pasasen a la habitación inmediata—, no haga usted té para nosotros; charlemos tranquilamente; somos gente sencilla, a la pata la llana. Además —añadía, volviéndose a la señora de Epinay (dejando a la de Egremont sonrojada, humilde, ambiciosa y solícita)—, sólo podemos concederle a usted un cuarto de hora». Ese cuarto de hora estaba ocupado íntegramente por algo así como una exposición de las ocurrencias que había tenido la duquesa durante la semana y que ella, por su cuenta, no hubiera citado seguramente, pero que el duque, con extraordinaria maña, mientras parecía sermonearla a propósito de los incidentes que las habían provocado, la llevaba como involuntariamente a repetir.

La princesa de Epinay, que quería a su prima y sabía que esta tenía debilidad por los requiebros, se extasiaba ante su sombrero, ante su sombrilla, ante su ingenio. «Háblele usted de su traje todo lo que quiera —decía el duque con el tono de malhumor que había adoptado y que atemperaba con una sonrisa maliciosa para que no se tomase en serio su descontento—, pero ¡por los clavos de Cristo!, no de su ingenio; nada se perdería con que no tuviera yo una mujer tan ingeniosa. Probablemente hace usted alusión al endiablado retruécano que ha hecho a costa de mi hermano Palamedes —añadía, sabiendo perfectamente que la princesa y el resto de la familia ignoraban aún el juego de palabras en cuestión, y encantado de hacer valer a su mujer—. Ante todo, encuentro indigno de una persona que ha dicho a veces, lo reconozco, cosas que estaban bastante bien, hacer pésimos juegos de palabras, pero sobre todo a costa de mi hermano, que es muy susceptible, y si la cosa ha de tener como resultado ponerme a mal con él, ¡sí que vale la pena!». «¡Pero si no sabemos nada! ¿Un juego de palabras de Oriana? Tiene que ser delicioso. ¡Oh, díganoslo!». «No, no —repetía el duque, haciéndose todavía el enfadado, aunque más sonriente—; me alegro de que no lo conozca usted. En serio, quiero mucho a mi hermano». «Oiga usted, Basin —decía la duquesa, para quien había llegado el momento de dar la réplica a su marido—: No sé por qué dice usted que puede molestarle eso a Palamedes; sabe usted perfectamente que es todo lo contrario. Palamedes de sobra es inteligente para atufarse por esa broma estúpida que no tiene nada de ofensiva. Va usted a hacer que crean que he dicho algo malo; lo que he hecho ha sido responder una cosa que no tiene ni pizca de gracia, pero es usted el que le da importancia con su indignación. No lo comprendo». «Nos está usted intrigando terriblemente, ¿de qué se trata?». «¡Oh! ¡Evidentemente, de nada grave! —exclamaba el señor de Guermantes—. Quizá haya usted oído decir que mi hermano quería darle Brézé, el castillo de su mujer, a su hermana la de Marsantes». «Sí, pero nos han dicho que ella no deseaba semejante cosa, que no le gustaba el sitio en que está el castillo, que el clima no le convenía». «Pues bueno, no sé quien estaba diciéndole justamente todo eso a mi mujer, y que si mi hermano le regalaba ese castillo a nuestra hermana no era por darle gusto, sino por hacerla rabiar. ¡Es que Charlus es tan cargante, tan amigo de llevar la contraria!» —decía la persona que se lo contaba a mi mujer[55]. Pero es el caso, como usted sabe, que lo de Brézé es regio, puede valer varios millones, es una antigua tierra del rey; allí está una de las más hermosas selvas de Francia. Ya quisieran muchos que les gastasen bromazos de ese género. Así es que al oír la palabra cargante aplicada a Charlus porque regalaba un castillo tan hermoso, Oriana no pudo menos de exclamar, involuntariamente, debo confesarlo; no puso en ello ninguna picardía, porque la cosa fue rápida como una centella: «Cargante, cargante… ¡Vamos, lo que es, es Taquino el Soberbio!». «Como usted comprende, añadía —recobrando su tono de enfado y no sin haber lanzado una mirada circular para juzgar del ingenio de su mujer— el duque que, por otra parte, era bastante escéptico tocante al conocimiento que de la historia antigua tuviese la señora de Epinay, como usted comprende, es por Tarquino el Soberbio, el rey de Roma; la cosa es estúpida, es un pésimo juego de palabras, indigno de Oriana. Y luego, yo, que, si tengo menos talento que mi mujer, soy más circunspecto que ella, pienso en las consecuencias; si da la mala suerte de que le repitan eso a mi hermano, habrá que ver la que se arma. Tanto más —añadió— cuanto que como justamente Palamedes es muy arrogante, está muy en alto y es también muy puntilloso, muy inclinado a los comadreos, aun prescindiendo de la cuestión del castillo, hay que reconocer que lo de Taquino el Soberbio le cae bastante bien. Eso es lo que salva las frases de esta señora, que hasta cuando quiere rebajarse a vulgares aproximaciones sigue siendo ingeniosa a pesar de todo, y pinta bastante bien a la gente».

Así, gracias una vez a lo de Taquino el Soberbio, otra vez a otro dicho, estas visitas del duque y de la duquesa a su familia renovaban la provisión de relatos, y la emoción que habían causado duraba todavía mucho después de la partida de la mujer ingeniosa y de su empresario. Primero era el regalarse, en unión de los privilegiados que habían asistido a la fiesta (las personas que se habían quedado), con las frases que había dicho Oriana: «¿No conocía usted lo de Taquino el Soberbio?», preguntaba la princesa de Epinay. «Sí —respondía sonrojándose— la marquesa de Baveno; la princesa de Sarsina (La Rochefoucauld) me había hablado de ello, aunque no precisamente en esa forma. Pero ha debido de ser mucho más interesante oírlo contar así delante de mi prima», añadía, como hubiera dicho de oírlo acompañar por el autor. «Hablábamos de la última ocurrencia de Oriana, que estaba aquí ahora mismo», decían a una visitante que iba a sentirse desolada por no haber llegado una hora antes. «¿Cómo, que estaba aquí Oriana?». «Sí; con que hubiera venido usted un poco más pronto…» —le respondía la princesa de Epinay, sin reproche, pero dando a entender todo lo que se había perdido por su torpeza. Ella tenía la culpa si no había asistido a la creación del mundo o a la última representación de madama Carvalho—. «¿Qué me dice usted de la última frase de Oriana? Lo que es a mí, confieso que me parece muy bueno lo de Taquino el Soberbio» —y la frase se saboreaba todavía, fiambre, al día siguiente, en el almuerzo, entre los amigos íntimos a quienes se invitaba para eso, y reaparecía con diferentes salsas durante toda la semana—. Incluso la princesa, al hacer esa semana su visita anual a la princesa de Parma, aprovechaba la ocasión para preguntar a Su Alteza si conocía la frase, y se la contaba. «¡Ah, Taquino el Soberbio!», decía la princesa de Parma, desmesuradamente abiertos los ojos por una admiración a priori, pero que imploraba un suplemento de explicaciones a que no se negaba la princesa de Epinay. «Confieso que lo de Taquino el Soberbio me gusta infinitamente como redacción», concluía la princesa. En realidad, la palabra redacción no venía ni poco ni mucho a pelo tratándose de este juego de palabras; pero la princesa de Epinay, que tenía la pretensión de haberse asimilado el ingenio de los Guermantes, había tomado de Oriana las expresiones «redactado, redacción», y las empleaba sin mucho discernimiento. Ahora bien, la princesa de Parma, que no veía con muy buenos ojos a la señora de Epinay, a la que encontraba fea, sabía avara y creía malintencionada, fiándose de los Courvoisier, reconoció la palabra «redacción», que había oído pronunciar por la señora de Guermantes y que ella sola no hubiera sabido aplicar. Tuvo la impresión de que era, en efecto, la redacción lo que constituía el encanto de «Taquino el Soberbio», y sin olvidar del todo su antipatía hacia la dama fea y avara, no pudo defenderse contra un sentimiento tal de admiración respecto de una mujer que hasta ese extremo poseía el talento de los Guermantes, que quiso invitar a la princesa de Epinay a la Opera. Lo único que la detuvo fue el pensamiento de que acaso conviniera consultar primero a la señora de Guermantes. En cuanto a la señora de Epinay, que, harto diferente de los Courvoisier, hacía mil arrumacos a Oriana y la quería, pero estaba celosa de sus amistades y un tanto irritada por las bromas que la duquesa le gastaba delante de todo el mundo a cuenta de su avaricia, contó, al volver a su casa, el trabajo que le había costado a la princesa de Parma comprender lo de Taquino el Soberbio, y que ya hacía falta que fuese snob Oriana para admitir en su intimidad a semejante pava. «Lo que es yo, nunca hubiera podido tratar asiduamente a la princesa de Parma, aunque hubiese querido —dijo a los amigos que tenía a cenar—, porque el señor de Epinay jamás me lo hubiera permitido, por su inmoralidad —haciendo alusión a ciertos desbordamientos puramente imaginarios de la princesa—. Pero aun cuando hubiese tenido un marido menos severo, confieso que no me hubiera sido posible. No sé como hace Oriana para estarla viendo a cada paso. Yo voy allá una vez al año, y mi buen trabajo me cuesta llegar hasta el final de la visita». En cuanto a aquellos de los Courvoisier que se encontraban en casa de Victurniana en el momento de la visita de la señora de Guermantes, la llegada de la duquesa los ponía generalmente en fuga, por la exasperación que les causaban las «zalemas exageradas» que se hacían a Oriana. Sólo uno se quedó el día de Taquino el Soberbio. No comprendió el chiste, aunque sí, de todas maneras, a medias, porque era instruido. Y los Courvoisier se dedicaron a repetir que Oriana había llamado al tío Palamedes «Tarquino el Soberbio», cosa que, según ellos, lo pintaba bastante bien. «Pero ¿a qué armar tanto ruido a cuenta de Oriana? —añadían—. No se hubiera hecho más por una reina. En fin de cuentas, ¿qué es Oriana? No digo que los Guermantes no sean de añeja estirpe, pero en nada les ceden los Courvoisier, ni en cuanto a figuras ilustres, ni en cuanto a antigüedad, ni en cuanto a entronques. No hay que olvidar que en el campo de la Tela de Oro, al preguntarle el rey de Inglaterra a Francisco I cuál era el más noble de los señores allí presentes: “Sire, respondió el rey de Francia, es Courvoisier”». Por lo demás, aunque todos los Courvoisier se hubieran quedado, las ocurrencias de Oriana les habrían dejado tanto más insensibles cuanto que los incidentes que generalmente las hacían nacer hubieran sido considerados por ellos desde un punto de vista por completo diferente. Si, por ejemplo, una Courvoisier se encontraba con que le faltaban sillas en una recepción que daba, o si se equivocaba de apellido al hablar a una visitante a la que no había reconocido, o si uno de sus criados le dirigía una frase ridícula, la Courvoisier, molesta en extremo, sonrojándose, estremeciéndose con la agitación, deploraba semejante contratiempo. Y cuando tenía una visita y Oriana iba a ir a su casa, decía en tono ansioso e imperiosamente interrogante: «¿La conoce usted?», temiendo, si la visita no la conocía, que su presencia causase mala impresión a Oriana. Pero la señora de Guermantes tomaba, por el contrario, de tales incidentes ocasión para relatos que hacían reír a los Guermantes hasta saltárseles las lágrimas, de modo que se veía uno obligado a envidiarla porque le hubiesen faltado sillas, por haber cometido o dejado cometer a su criado una torpeza, por haber tenido en su casa a alguien a quien nadie conocía, como se ve uno obligado a felicitarse de que los grandes escritores hayan sido tenidos aparte por los hombres y traicionados por las mujeres cuando sus humillaciones y sufrimientos han sido, si no el aguijón de su genio, por lo menos la materia de sus obras.

Tampoco eran capaces los Courvoisier de elevarse hasta el espíritu de innovación que la duquesa de Guermantes introducía en la vida mundana y que, al adaptarla con arreglo a un seguro instinto a las necesidades del momento, hacía de ella una cosa artística, allí donde la aplicación puramente razonada de unas reglas rígidas hubiera dado tan pésimo resultado como al que, queriendo triunfar en el amor o en la política, reprodujese al pie de la letra en su propia vida las proezas de Bussy d’Amboise. Si los Courvoisier daban una cena de familia, o una comida en honor de un príncipe, el agregar un hombre de talento, un amigo de sus hijos, parecíales una anomalía capaz de producir el peor efecto. Una Courvoisier cuyo padre había sido ministro del emperador, y que tenía que dar una matinée en honor de la princesa Matilde, dedujo por espíritu de geometría que sólo podía invitar a bonapartistas. Pero el caso era que apenas conocía ninguno. Todas las mujeres elegantes que figuraban entre sus amistades, todos los hombres agradables, fueron implacablemente proscritos, ya que, por ser legitimistas por sus opiniones o por sus relaciones, hubieran, según la lógica de los Courvoisier, podido desagradar a su alteza imperial. Esta, que recibía en su casa a la flor y nata del barrio de Saint-Germain, se quedó bastante extrañada cuando se encontró solamente en casa de la señora de Courvoisier con una gorrona célebre, viuda de un antiguo prefecto del Imperio, la viuda del director de Correos, y unas cuantas personas conocidas por su fidelidad a Napoleón, por su estupidez y por lo aburridas que eran. No por ello dejó de derramar la princesa Matilde el generoso y dulce flujo de su gracia soberana sobre aquellos calamitosos adefesios a los que, por su parte, se libró bien de invitar la duquesa de Guermantes cuando le llegó la vez de recibir a la princesa, y a los que sustituyó, sin razonamientos a priori sobre el bonapartismo, con el más rico ramillete de todas las bellezas, de todos los valores, de todas las celebridades, que un a modo de olfato, de tacto y de digitación le hacía percatarse de que tenían que ser agradables a la sobrina del emperador, aun cuando fuesen de la familia misma del rey. Ni siquiera faltó el duque de Aumale, y cuando la princesa, al retirarse, alzando a la señora de Guermantes, que le hacía la reverencia y quería besarle la mano, la besó en ambas mejillas, pudo asegurar desde el fondo de su corazón a la duquesa que jamás había pasado un día mejor ni asistido a una fiesta que mejor hubiera estado. La princesa de Parma era Courvoisier por la incapacidad de innovar en materia social; pero, a diferencia de los Courvoisier, la sorpresa que continuamente le estaba causando la duquesa de Guermantes no engendraba, como en ellos, antipatía, sino pasmo. Este asombro se hacía aun mayor por obra de la cultura infinitamente atrasada de la princesa. La misma señora de Guermantes estaba mucho menos avanzada en este respecto de lo que ella creía. Pero bastaba que lo estuviese más que la señora de Parma para dejar estupefacta a esta, y del mismo modo que cada generación de críticos se limita a tomar como pie forzado lo contrario de las verdades admitidas por sus predecesores, no tenía la duquesa más que decir que Flaubert, enemigo de los burgueses, era ante todo un burgués, o que había mucho de música italiana en Wagner, para procurar a la princesa, a costa de un agotamiento siempre nuevo, como a una persona que nada en medio de la tormenta, horizontes que le parecían insólitos y que permanecían confusos para ella. Estupefacción, por otra parte, ante las paradojas, proferidas no sólo a propósito de obras de arte, sino incluso de personas conocidas suyas, y también de los actos mundanos. Indudablemente, la incapacidad en que se hallaba la señora de Parma de separar el auténtico talento de los Guermantes de las formas rudimentariamente aprendidas de ere talento (lo cual la hacía creer en el subido valor intelectual de ciertos —y sobre todo de ciertas Guermantes—, con lo que luego quedaba desconcertada cuando oía decir de ellos a la duquesa, sonriendo, que eran simplemente unos zoquetes), era una de las causas del asombro que sentía siempre la princesa al oír a la señora de Guermantes juzgar a las personas. Pero había otra causa, que —conociendo yo como conocía en esa época más libros que gente, y mejor la literatura que el mundo— me expliqué pensando que la duquesa, como vivía esa vida mundana cuya ociosidad y esterilidad son respecto de una actividad social auténtica lo que es en arte la crítica respecto de la creación, extendía a las personas que la rodeaban la inestabilidad de puntos de vista, la sed malsana del razonador que, por refrigerar su espíritu excesivamente seco, va a buscar cualquier paradoja que conserve todavía cierta frescura, y no tendrá empacho en sostener la refrescante opinión de que la Ifigenia más hermosa es la de Piccini y no la de Glück, y, si a mano viene, que la verdadera Fedra es la de Pradon.

Cuando una mujer inteligente, instruida, graciosa, se había casado con algún tímido zopenco al que se veía raras veces y al que nunca se oía, la señora de Guermantes se inventaba un buen día una voluptuosidad espiritual no sólo describiendo a la mujer, sino «descubriendo» al marido. En el matrimonio Cambremer, por ejemplo, la duquesa, de haber vivido entonces en ese medio, hubiera decretado que la señora de Cambremer era estúpida, y, en cambio, que la persona interesante, mal conocida, deliciosa, relegada al silencio por una mujer charlatana, con valer mil veces más que ella, era el marqués, y hubiera sentido al declarar esto la misma índole de aplacamiento refrigerador que el crítico que, al cabo de setenta años que viene admirándose de Hernani, confiesa preferir a esta obra el Lion Amoureux. Debido a la misma necesidad enfermiza de novedades arbitrarías, si desde su juventud se compadecía a una mujer modelo, una verdadera santa, por haberse casado con un pillo, un buen día la señora de Guermantes afirmaba que el tal pillo era un hombre ligero, pero de un corazón excelente, al que la implacable dureza de su mujer había impulsado a verdaderas inconsecuencias. Sabía ya que no sólo entre las obras, en la larga serie de los siglos, sino incluso en el seno de una misma obra, juega la crítica a hundir de nuevo en la sombra lo que era radiante desde hace demasiado tiempo, y a hacer salir de aquella lo que parecía condenado a la oscuridad definitiva. No sólo había visto a Bellini, a Winterhalter, a los arquitectos jesuitas, a un ebanista de la Restauración pasar a ocupar el puesto de unos genios de quienes se decía que estaban cansados ya, simplemente porque los ociosos intelectuales se habían cansado de ellos, como están siempre cansados y son mudadizos los neurasténicos; había visto preferir en Sainte-Beuve sucesivamente al crítico y al poeta, y renegar de Musset en cuanto a sus versos, salvo algunas obrillas harto insignificantes. Indudablemente yerran ciertos ensayistas al poner por encima de las escenas más célebres del Cid o de Polyeucte tal trozo del Menteur, que, como un plano antiguo, nos informa acerca del París de la época; pero su predilección, justificada, ya que no por motivos de belleza, a lo menos por un interés documental, resulta demasiado racional todavía para la crítica loca. Da esta todo Molière por un verso del Etourdi, y, aun encontrando el Tristán de Wagner pesado, salvará de él una «nota de como preciosa», en el momento en que pasa el cortejo de los cazadores. Esta depravación me ayudó a comprender la de que daba pruebas la señora de Guermantes cuando decidía que un hombre de su mundo, reconocido como de gran corazón, pero tonto, era un monstruo de egoísmo, más ladino de lo que se creía; que otro, conocido por su generosidad, podía simbolizar la avaricia; que a una buena madre le traían sin cuidado sus hijos, y que una mujer a la que se creía viciosa tenía los más nobles sentimientos. Como echadas a perder por la nulidad de la vida mundana, la inteligencia y la sensibilidad de la señora de Guermantes eran demasiado vacilantes para que la repulsión no sucediese en ella con bastante rapidez al entusiasmo (sin perjuicio de sentirse de nuevo atraída hacia la clase de talento que sucesivamente había perseguido y abandonado), y para que el encanto que había encontrado a un hombre de valía no sufriese cambio, si la trataba demasiado, buscaba demasiadamente en sí misma direcciones que era incapaz de darle, con una irritación que creía producida por su admirador y que no lo era sino por la impotencia en que se halla uno de encontrar el placer cuando se contenta con buscarlo. Las variaciones de juicio de la duquesa no perdonaban a nadie, excepto a su marido. Sólo él no la había querido nunca; la duquesa había sentido siempre en él un carácter de hierro, indiferente a los caprichos que tenía ella, desdeñador de su belleza, violento, con una de esas voluntades que no cejan nunca y bajo cuya ley, únicamente, saben hallar la tranquilidad los nerviosos. Por otra parte, el señor de Guermantes, que perseguía un mismo tipo de belleza femenina, aunque buscándolo en queridas frecuentemente renovadas, no tenía, una vez que las había dejado, y para burlarse de ellas, más que una compañera duradera, idéntica, que a menudo le irritaba con su cháchara, pero de la cual sabía que todo el mundo la tenía por la más hermosa, la más virtuosa, la más inteligente, la más instruida de la aristocracia, por una mujer que demasiada suerte tenía él, el señor de Guermantes, en poseer, que encubría todos sus desórdenes, recibía a la gente como nadie y conservaba a su salón su categoría de primer salón del barrio de Saint-Germain. Esta opinión de los demás compartíala también él; malhumorado frecuentemente contra su mujer, estaba orgulloso de ella. Si, tan avaro como fastuoso, le negaba el dinero, por poco que fuese, para caridades, para los criados, le importaba mucho que tuviese los trajes más magníficos y los troncos de caballos más hermosos. Cada vez que la señora de Guermantes acababa de inventar, a propósito de los méritos y defectos, bruscamente trastrocados por ella, de alguno de sus amigos, una nueva y exquisita paradoja, ardía en deseos de ensayarla delante de personas capaces de apreciarla, de hacer saborear su originalidad psicológica y brillar su malignidad lapidaria. Evidentemente, estas opiniones nuevas no contenían, de ordinario, más verdad que las antiguas, sino con frecuencia menos; pero precisamente lo que de arbitrarias e inesperadas tenían les daba cierto viso intelectual que hacía conmovedor el comunicarlas. Sólo que el paciente sobre el que acababa de operar la psicología de la duquesa era, por lo general, un íntimo, del que aquellos a quienes deseaba ella transmitir su descubrimiento ignoraban por completo que no estuviese ya en el colmo del favor; asimismo, la fama que tenía la señora de Guermantes de incomparable amiga sentimental, cariñosa y leal, hacía difícil iniciar el ataque; la duquesa podía, a lo sumo, intervenir luego, como molesta y forzada, dando la réplica para aplacar, para contradecir en apariencia, para apoyar, de hecho, a un compañero que se había encargado de provocarla; ese era justamente el papel en que descollaba el señor de Guermantes.

En cuanto a los actos mundanos, era otro placer más, arbitrariamente teatral, el que experimentaba la señora de Guermantes al emitir sobre ellos aquellos juicios imprevistos que fustigaban con sorpresas incesantes y deliciosas a la princesa de Parma. Pero este placer de la duquesa fue menos con ayuda de la crítica literaria que por medio de la vida política y la crónica parlamentaria como intenté comprender cuál podía ser. Como los decretos sucesivos y contradictorios con que la señora de Guermantes subvertía sin cesar el orden de los valores en las personas de su medio no bastaban ya a distraerla, en la manera que tenía de dirigir su propia conducta social, de dar cuenta de sus menores decisiones mundanas, buscaba igualmente saborear esas emociones artificiales, obedecer a esos deberes ficticios que estimulan la sensibilidad de las asambleas y se imponen al espíritu de los políticos. Sabido es que cuando un ministro explica a la Cámara que ha creído obrar bien siguiendo una línea de conducta que le parece, en efecto, sencillísima al hombre de sentido común que a la mañana siguiente lee en su periódico la reseña de la sesión, ese mismo lector de sentido común se siente, sin embargo, súbitamente removido, y empieza a dudar de si habrá tenido razón en aprobar al ministro, al ver que el discurso de este ha sido escuchado en medio de una viva agitación y puntuado por expresiones de censura tales como: «Eso es gravísimo», pronunciadas por un diputado cuyo apellido y títulos son tan largos y van seguidos de movimientos tan acentuados, que, en toda la interrupción, las palabras «Eso es gravísimo» ocupan menos lugar que un hemistiquio en un alejandrino. Por ejemplo, en otro tiempo, cuando el señor de Guermantes, príncipe de los Laumes, se sentaba en la Cámara, leíase a veces en los diarios de París, aun cuando la cosa estuviera destinada principalmente al distrito de Méséglise, y con objeto de demostrar a los electores que no habían dado sus votos a un mandatario inactivo o mudo:

(El señor de Guermantes-Bouillon, príncipe de los Laumes: «¡Eso es grave!». Gritos de «¡Muy bien! ¡Muy bien!», en el centro y en algunos escaños de la derecha, protestas clamorosas en la extrema izquierda).

El lector de sentido común conserva todavía un vislumbre de fidelidad al sensato ministro; pero su corazón es alterado con nuevas palpitaciones por las primeras palabras del nuevo orador, que responde al ministro:

«No exagero si digo que el asombro, el estupor (honda sensación en la derecha del hemiciclo) que me han causado las palabras del que es todavía, supongo, miembro del Gobierno… (una tempestad de aplausos)… Algunos diputados se dirigen presurosos al banco de los ministros; el señor subsecretario de Correos y Telégrafos hace con la cabeza, desde su sitio, una seña afirmativa». La «tormenta de aplausos» se lleva a rastras las últimas resistencias del lector de sentido común, que encuentra ofensiva para la Cámara, monstruosa, una manera de proceder que en sí misma es insignificante; si a mano viene, un hecho normal, por ejemplo: querer hacer pagar a los ricos más que a los pobres, proyectar luz sobre una iniquidad, preferir la paz a la guerra, le parecerá escandaloso y verá en ello una ofensa a ciertos principios en que no había pensado, en efecto, que no están inscritos en el corazón del hombre, pero que impresionan vigorosamente merced a las aclamaciones que desencadenan y a las compactas mayorías que reúnen.

Hay que reconocer, por lo demás, que esta sutileza de los políticos, que me sirvió para explicarme el medio de los Guermantes, y más tarde otros, no es sino la perversión de cierta agudeza de interpretación designada a menudo como «leer entre líneas». Si en las asambleas se da el absurdo por perversión de esa agudeza, por falta de ella peca de estupidez el público que lo toma todo «al pie de la letra», que no sospecha que haya habido una destitución cuando se releva de sus funciones a un alto dignatario «a petición suya», y que se dice: «No lo han destituido, puesto que es él mismo quien lo ha solicitado»; que no recela una derrota cuando los rusos, en un movimiento estratégico, se repliegan ante los japoneses a unas posiciones más fuertes y preparadas de antemano, ni una repulsa cuando a una provincia que ha pedido la independencia al emperador de Alemania le concede este la autonomía religiosa. Es posible, por otra parte, volviendo a las sesiones de la Cámara, que, al abrirse estas, los mismos diputados se asemejen al hombre de sentido común que habrá de leer la reseña de la sesión. Al enterarse de que unos obreros en huelga han enviado sus delegados a un ministro, quizá se pregunten ingenuamente: «¡Ah!, bueno, ¿qué se han dicho? Es de esperar que todo se haya arreglado», en el momento en que el ministro sube a la tribuna en medio de un profundo silencio que excita ya un deseo de emociones artificiales. Las primeras palabras del ministro: «No necesito decir a la Cámara que tengo un sentido demasiado elevado de los deberes de la gobernación para no haber recibido a esa delegación, a la cual no tenía por qué reconocer la autoridad de mi cargo», son un efecto de teatro, ya que esa era la única hipótesis que no se había forjado el sentido común de los diputados. Pero precisamente por ser un efecto de teatro es recibido con tales aplausos, que hasta que han pasado unos minutos no puede hacerse oír el ministro, el ministro que habrá de recibir, al volver a su banco, las felicitaciones de sus colegas. La gente está tan impresionada como el día en que ese ministro se olvidó de invitar al alcalde presidente, que le combatía, a una gran fiesta oficial, y todos declaran que tanto en una como en otra ocasión ha procedido como un verdadero hombre de Estado.

El señor de Guermantes, en esa época de su vida, había formado a menudo, con gran escándalo de los Courvoisier, entre los colegas que iban a felicitar al ministro. Más tarde he oído contar que incluso en un momento en que desempeñó un papel de bastante importancia en la Cámara y en que se pensaba en él para una cartera o una embajada, era, cuando algún amigo iba a pedirle un favor, infinitamente más sencillo, jugaba políticamente mucho menos al personaje político de campanillas que cualquier otro que no hubiera sido el duque de Guermantes. Porque si decía que la nobleza era muy poco, que consideraba a sus colegas como iguales suyos, ni por asomos pensaba semejante cosa. Perseguía la posición política, fingía estimarla, pero la despreciaba, y como seguía siendo para sí mismo el señor de Guermantes, esa posición no ponía en torno a su persona el envaramiento de los altos puestos que hace a otros inabordables. Y con esto, su orgullo protegía contra todo embate no sólo sus maneras, de una familiaridad alardosa, sino cuanto en él podía haber de sencillez auténtica.

Volviendo a esas decisiones artificiales e impresionantes como las de los políticos, la señora de Guermantes no desconcertaba menos a los Guermantes, a los Courvoisier, a todo el barrio, y más que a nadie a la princesa de Parma, con fallos inesperados bajo los cuales adivinábanse unos principios que hacían tanto más efecto cuanto menos advertido de ellos había estado uno. Si el nuevo ministro de Grecia daba un baile de trajes, cada cual escogía su disfraz, y la gente se preguntaba cuál sería el de la duquesa. Uno pensaba que querría ir de Duquesa de Borgoña; otro daba como probable el disfraz de Princesa de Dujabar; un tercero, el de Psique. Por último, una Courvoisier que había preguntado: «¿Y tú, de qué vas a disfrazarte, Oriana?», provocaba la única respuesta en que nadie había pensado: «¡De nada!», y que daba juego de firme a las lenguas como si revelara la opinión de Oriana sobre la verdadera posición mundana del nuevo ministro de Grecia y sobre la conducta que debía seguirse respecto de él; es decir, la opinión que hubiera debido preverse, a saber: que una duquesa «no tenía que» ir al baile de trajes de ese nuevo ministro. «No veo que haya necesidad de ir a casa del ministro de Grecia, al que no conozco; no soy griega, ¿a qué he de ir?, nada se me pierde allí», decía la duquesa. «¡Pero si todo el mundo va!; parece ser que va a estar aquello encantador», exclama la señora de Gallardon. «Pero es que también es encantador quedarse en casa al amor del fuego», replicaba la señora de Guermantes. Los Courvoisier no salían de su asombro; pero los Guermantes, sin imitar, aprobaban: «Naturalmente, no todo el mundo está en situación, como Oriana, de romper con todos los usos. Pero, por una parte, no puede decirse que le falte razón en hacer ver que exageramos al ponernos a gatas ante esos extranjeros que no siempre se sabe de dónde vienen». Naturalmente, sabiendo los comentarios que no dejarían de provocar una u otra actitud, la señora de Guermantes hallaba tanto placer en entrar en una fiesta en que no se atrevían a contar con ella como en quedarse en casa o en pasar la velada con su marido en el teatro la noche de una fiesta a la que «iba todo el mundo», o bien, cuando se pensaba que eclipsaría a los diamantes más hermosos con una diadema histórica, entrar sin una sola joya y con otro traje que el que se creía infundadamente de rigor. Bien que fuese antidreyfusista (sin dejar de creer en la inocencia de Dreyfus, de igual suerte que se pasaba la vida en sociedad, a pesar de no creer más que en las ideas), había producido una enorme sensación en una velada en casa de la princesa de Ligne; primero, quedándose sentada cuando todas las señoras se habían levantado al entrar el general Mercier, y luego levantándose y llamando ostensiblemente a sus criados cuando un orador nacionalista había empezado una conferencia, mostrando con ello que no le parecía que las reuniones mundanas se hubiesen hecho para hablar de política; todas las cabezas se habían vuelto hacia ella en un concierto de Viernes Santo al que, con ser volteriana, no se había quedado por juzgar indecoroso que se sacase a escena a Cristo. Ya se sabe lo que es, aun para los más grandes mundanos, el momento del año en que empiezan las fiestas, hasta el punto de que la marquesa de Amoncourt, que por necesidad de hablar, por manía psicológica, y también por falta de sensibilidad, acababa a menudo por decir tonterías, había podido responder a uno que había ido a darle el pésame por la muerte de su padre, el señor de Montmorency: «Y acaso sea todavía más triste tener que pasar por una pena como esta en el momento en que tiene una en su espejo centenares de tarjetas de invitación». Pues bien; en ese momento del año, cuando la gente invitaba a cenar a la duquesa de Guermantes, apresurándose, no fuese que estuviera ya comprometida, ella declinaba las invitaciones por la única razón en que jamás hubiera pensado un mundano: iba a emprender una excursión por mar para visitar los fiordos de Noruega, que le interesaban. Las gentes del gran mundo se quedaron estupefactas y, sin cuidarse de imitar a la duquesa, experimentaron, sin embargo, por obra de su acción, el género de alivio que se siente al leer a Kant cuando, después de la demostración más rigurosa del determinismo, se descubre que por cima del mundo de la necesidad hay el de la libertad. Toda invención en que no había caído uno nunca excita el espíritu incluso de la gente que no sabe aprovecharse de esa invención. La de la navegación a vapor era poca cosa comparada con hacer uso de la misma en la época sedentaria de la season. La idea de que se podía renunciar voluntariamente a cien cenas o almuerzos fuera de casa, al doble de «tés», al triple de reuniones, a los más brillantes lunes de la Opera y martes de «los Franceses» por ir a visitar los fiordos de Noruega no les pareció a los Courvoisier más explicable que Veinte mil leguas de viaje submarino, pero les comunicó la misma sensación de independencia y de hechizo. Así, no había día que no se oyera decir no sólo: «¿Conoce usted la última ocurrencia de Oriana?», sino: «¿Sabe usted lo último de Oriana?». Y de lo «último de Oriana», como de la «última ocurrencia de Oriana», se repetía: «Es muy de Oriana», «es Oriana clavada». Lo último de Oriana era, por ejemplo, que, teniendo que contestar en nombre de una sociedad patriótica al cardenal X…, obispo de Mâcon (al que de ordinario el señor de Guermantes, cuando hablaba de él, llamaba «el señor de Mascon», por parecerle esto al duque muy «antigua Francia»), cuando todo el mundo andaba tratando de imaginarse cómo había de ir redactada la carta y encontraba sin esfuerzo las primeras palabras: «Eminencia o Monseñor», pero estaba en un aprieto ante el resto, la carta de Oriana, con asombro de todos, empezaba: «Señor cardenal», debido a un añejo uso académico, o: «primo», por usarse este término entre los príncipes de la Iglesia, los Guermantes y los soberanos que pedían a Dios tuviese a unos y otros «en su santa y digna guarda». Para que se hablase de lo «último» de Oriana bastaba con que en una representación en que estaba todo París y en la que ponían una obra muy bonita, cuando se buscaba a la señora de Guermantes en el palco de la princesa de Parma, de la princesa de Guermantes, de tantas otras que la habían invitado, se la encontrara sola, de negro, con un sombrerito, en una butaca a la que había llegado para asistir al momento de alzarse el telón. «Se oye mejor, tratándose de una obra que vale la pena», explicaba ante el escándalo de los Courvoisier y el maravillado asombro de los Guermantes y de la princesa de Parma, que descubrían súbitamente que la «moda» de oír el comienzo de una obra era cosa más nueva, revelaba más originalidad e inteligencia (lo cual no era de extrañar en Oriana) que llegar al último acto después de una gran cena y de haberse dejado ver en una reunión. Tales eran las diferentes clases de asombro a que sabía la princesa de Parma que podía prepararse si dirigía alguna pregunta literaria o mundana a la señora de Guermantes, y que hacían que en estas cenas en casa de la duquesa no se arriesgara Su Alteza a hablar del menor tema como no fuese con la cautela inquieta y arrebatada de la bañista que emerge entre dos «olas».

Entre los elementos que, ausentes de los dos o tres salones aproximadamente equivalentes que estaban a la cabeza del barrio de Saint-Germain, diferenciaban de ellos el salón de la duquesa de Guermantes, como Leibnitz admite que cada mónada, al reflejar todo el universo, le añade algo privativo, uno de los menos simpáticos era aportado habitualmente por una o dos mujeres hermosísimas que no tenían otro título para estar allí que su belleza, el uso que de ella había hecho el señor de Guermantes, y cuya presencia revelaba inmediatamente, como en otros salones ciertos cuadros inesperados, que en este el marido era un ardiente apreciador de las gracias femeninas. Todas ellas se parecían un poco: porque al duque le gustaban las mujeres altas, a un tiempo majestuosas y desenvueltas, de un género intermedio entre la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia, frecuentemente rubias, rara vez morenas, en ocasiones pelirrojas, como la más reciente, que se hallaba en esta cena, aquella vizcondesa de Arpajon a la que tanto había querido el duque, que durante mucho tiempo la obligó a ponerle hasta diez telegramas por día (cosa que irritaba un poco a la duquesa), se carteaba con ella por medio de palomas mensajeras cuando estaba en Guermantes, y sin la que, en fin, había sido por espacio de largo tiempo tan incapaz de vivir, que un invierno que había tenido que pasar en Parma volvía todas las semanas a París, haciendo un viaje de dos días, por verla.

De ordinario, estas hermosas comparsas habían sido sus queridas, pero ya no lo eran (en este caso se encontraba la señora de Arpajon) o estaban a punto de dejar de serlo. Quizá, sin embargo, el prestigio que sobre ellas ejercían la duquesa y la esperanza de ser recibidas en su salón, no obstante pertenecer también ellas a círculos muy aristocráticos, pero de segundo orden, las había decidido, aun más que la belleza y la generosidad del duque, a ceder a los deseos de este. Por otra parte, la duquesa no hubiera opuesto una resistencia absoluta a que penetrasen en su casa; sabía que en más de una de ellas había encontrado una aliada gracias a la cual había conseguido mil cosas de que tenía deseos y que el señor de Guermantes negaba implacablemente a su mujer en tanto no estaba enamorado de otra. Así, lo que explicaba que no fuesen recibidas por la duquesa hasta que su enredo estaba ya muy avanzado debíase más bien, ante todo, a que el duque, cada vez que se había embarcado en un gran amor, había creído solamente en un trapicheo fugaz, a cambio del cual estimaba que era mucho ser invitado a casa de su mujer. Pero se daba el caso de que ofreciera eso mismo por mucho menos, por un primer beso, porque surgían resistencias con las que no había contado, o, por el contrario, porque no había habido resistencia. En amor, la gratitud, el deseo de proporcionar un placer hacen a menudo que demos más de lo que la esperanza y el interés habían prometido. Pero entonces la realización de ese ofrecimiento se veía coartada por otras circunstancias. En primer lugar, todas las mujeres que habían respondido al amor del señor de Guermantes, e incluso, a veces, cuando aún no habían cedido a ese amor, habían sido sucesivamente secuestradas por él. Ya no les permitía ver a nadie, pasaba al lado de ellas casi todas sus horas, se ocupaba de la educación de sus hijos, a los que tales veces, si ha de juzgarse más tarde por palmarios parecidos, le ocurrió dar un hermano o una hermana. Luego, si, en los comienzos de sus relaciones, la presentación a la señora de Guermantes, en la que en modo alguno había pensado el duque, había desempeñado cierto papel en el ánimo de la querida, las mismas relaciones habían transformado los puntos de vista de esa mujer; el duque ya no era únicamente para ella el marido de la mujer más elegante de París, sino un hombre al que su nueva amante quería, un hombre, asimismo, que a menudo le había proporcionado los medios y abierto el apetito de gozar de más lujo y había trastrocado el anterior orden de importancia de las cuestiones de esnobismo y de las cuestiones de interés; a veces, en fin, unos celos de todas clases contra la señora de Guermantes animaban a las queridas del duque. Pero este caso era el más raro; por otra parte, cuando llegaba por fin el día de la presentación (en un momento en que la mujer le era ya, de ordinario, bastante indiferente al duque, cuyos actos, como los de todo el mundo, eran las más de las veces regidos por los actos anteriores, cuyo móvil primero ya no existía), resultaba a menudo que había sido la señora de Guermantes la que había andado buscando modo de recibir a la querida en quien esperaba y tan grande necesidad tenía de encontrar, contra su terrible esposo, una aliada. No es que el señor de Guermantes —salvo en raros momentos, en su casa, o cuando la duquesa hablaba de más, en que dejaba escapar palabras y sobre todo silencios que fulminaban— faltase con su mujer a lo que se llama «las buenas formas». La gente que no los conocía podía engañarse a cuenta de esto. A veces, en el otoño, entre las carreras de Deauville, las aguas y la partida para Guermantes y las cacerías, en las semanas que se pasa en París, como a la duquesa le gustaba el café-concert, allá iba con ella el duque a pasar la velada. El público reparaba inmediatamente, en uno de esos palquitos descubiertos en que no caben más que dos personas, en aquel Hércules de smoking (ya que en Francia se da a todo lo que es más o menos británico el nombre que no lleva en Inglaterra), calado el monóculo, teniendo en la mano, regordeta pero hermosa, en cuyo anular brillaba un zafiro, un grueso cigarro, del que extraía de cuando en cuando una bocanada de humo, con las miradas vueltas habitualmente al escenario, pero cuando las dejaba caer al patio de butacas, donde, por lo demás, no conocía absolutamente a nadie, atenuándolas con una expresión de blandura, de reserva, de cortesía, de consideración. Cuando un cuplé le parecía divertido y no demasiado indecente, el duque se volvía, sonriendo, hacia su mujer, compartía con ella, con una seña de inteligencia y de bondad, la inocente alegría que la nueva canción le procuraba. Y los espectadores podían creer que no había mejor marido que él, ni nadie más envidiable que la duquesa —aquella mujer fuera de la cual estaban para el duque todos los intereses de la vida, aquella mujer a la que no quería, a la que nunca había dejado de engañar—; cuando la duquesa se sentía cansada, los espectadores veían al señor de Guermantes levantarse, ponerle con sus propias manos el abrigo, arreglando sus collares para que no se enganchasen en el forro, y abrirle camino hasta la salida con cuidados solícitos y respetuosos, que ella recibía con la frialdad de la mujer de la buena sociedad que no ve en todo eso más que simple mundología, e incluso a veces, con la amargura un tanto irónica de la esposa desengañada que ya no tiene ninguna ilusión que perder. Pero a despecho de estas apariencias, que eran otra parte de esa cortesía que ha hecho pasar los deberes de las honduras a la superficie, en cierta época ya antigua, pero que todavía dura para sus supervivientes, la vida de la duquesa era difícil. El señor de Guermantes sólo tornaba a ser humano, generoso, gracias a una nueva querida que abrazaba, como ocurría las más de las veces, el partido de la duquesa; esta veía cómo volvían a ser posibles para ella las generosidades para con los inferiores, las caridades para con los pobres, e incluso para sí misma, más tarde, un nuevo y magnífico automóvil. Pero las amantes del duque no eran exceptuadas de la irritación que de costumbre nacía bastante aprisa, para la señora de Guermantes, de las personas que le estaban excesivamente sometidas. Bien pronto se hartaba de ellas la duquesa. Ahora bien; en este momento, las relaciones del duque con la señora de Arpajon tocaban asimismo a su fin. Otra amante apuntaba.

Claro que el amor que había tenido sucesivamente el señor de Guermantes para todas ellas empezaba un día a dejarse sentir de nuevo: en primer lugar, ese amor, al morir, las legaba, como hermosos mármoles —mármoles para el duque, convertido así parcialmente en artista, porque les había tenido amor y era sensible ahora a unas líneas que sin el amor no hubiera apreciado— que yuxtaponían, en el salón de la duquesa, sus formas durante mucho tiempo enemigas, devoradas por los celos y las riñas, y al cabo reconciliadas en la paz de la amistad; además, esa misma amistad era un efecto del amor que había hecho percatarse al señor de Guermantes, en aquellas que eran sus amantes, de virtudes que existen en todos los seres humanos, pero que sólo son perceptibles para la voluptuosidad, hasta el punto de que la ex amante, al convertirse en «un excelente camarada» que haría cualquier cosa por nosotros, es un cliché como el médico o como el padre que no son un médico o un padre, sino un amigo. Pero durante un primer período, la mujer a la que empezaba a abandonar el señor de Guermantes se quejaba, hacía escenas, mostrábase exigente, aparecía como indiscreta, chismosa. El duque empezaba a tomarla entre ojos. Entonces, a la señora de Guermantes se le presentaba coyuntura de sacar a luz los defectos, verdaderos o supuestos, de una persona que la irritaba. Como su bondad era conocida, la señora de Guermantes recibía los telefonazos, las confidencias, las lágrimas de la abandonada, y no se quejaba de ello. Se reía del caso con su marido, con algunos íntimos luego. Y creyendo, con la lástima que mostraba a la desventurada, tener derecho a ponerse cargante con ella en su misma presencia a nada que dijese, con tal que ello pudiera entrar en el marco del carácter ridículo que el duque y la duquesa le habían fabricado recientemente, la señora de Guermantes no se cohibía para cambiar con su marido miradas de irónica inteligencia.

A todo esto, al sentarse a la mesa, la princesa de Parma se acordó de que quería invitar a la Opera a la duquesa de…, y, deseosa de saber si esa invitación no le desagradaría a la señora de Guermantes, trató de sondearla. En ese momento entró el señor de Grouchy, cuyo tren, por culpa de un descarrilamiento, había tenido una parada de una hora. Se disculpó como pudo. Su mujer, si hubiera sido una Courvoisier, se hubiera muerto de vergüenza. Pero la señora de Grouchy no en balde era Guermantes. Mientras su marido se disculpaba del retraso:

—Ya veo —dijo, tomando la palabra— que hasta en las cosas pequeñas es una tradición en su familia de usted llegar con retraso.

—Siéntese, Grouchy, y no haga caso —dijo el duque.

—Aunque no dejo de ir con mi tiempo, me veo obligada a reconocer que algo tuvo de bueno la batalla de Waterloo, puesto que ha permitido la restauración de los Borbones, y, lo que aún está mejor, de una manera que los ha hecho impopulares. ¡Pero veo que es usted un verdadero Nemrod!

—En efecto, he cobrado algunas piezas hermosas. Voy a permitirme mandarle mañana a la duquesa una docena de faisanes.

Una idea pareció pasar por los ojos de la señora de Guermantes. Insistió en que no se tomase el señor de Grouchy la molestia de mandar los faisanes. Y haciendo una seña al lacayo enamorado, con quien había hablado yo al abandonar la sala de los Elstir:

—Poullein —dijo—, irá usted a buscar los faisanes del señor conde y los traerá en seguida; porque usted, Grouchy, me permite, ¿verdad?, que haga algunas finezas. No nos vamos a comer doce faisanes entre Basin y yo.

—Pero pasado mañana habría tiempo —dijo el señor de Grouchy.

—No, prefiero que vaya mañana —insistió la duquesa.

Poullein se había quedado lívido; su cita con su novia se desbarataba. Bastaba con esto para la distracción de la duquesa, que tenía empeño en que todo conservase una apariencia humana. «Ya sé que mañana es el día que le toca de salida —le dijo a Poullein—. No tiene usted más que cambiar con Jorge, que saldrá mañana, y al otro se quedará en casa».

Pero al otro día la novia de Poullein no estaría libre. A él le daba ya lo mismo salir. En cuanto Poullein hubo abandonado el comedor, todo el mundo alabó a la duquesa por su bondad para con su servidumbre. «¡Pero si no hago más que ser con ellos como quisiera que fuesen conmigo!». «¡Precisamente! Ya pueden decir que tienen una buena colocación en su casa». «No tan extraordinaria. Pero creo que me quieren de veras. Este es un poco fastidioso; porque está enamorado, cree que debe poner cara melancólica».

En ese momento volvió a entrar Poullein. «En efecto —dijo el señor de Grouchy—, no parece que tenga el don de la sonrisa. Hay que ser buenos con ellos, pero no demasiado buenos». «Reconozco que no tengo nada de terrible; en todo el día no tendrá más quehacer que ir a buscar los faisanes de usted, estarse aquí sin hacer nada y comerse su ración». «¡Cuántos quisieran estar en su lugar! —dijo el señor de Grouchy—, porque la envidia es ciega».

«Oriana —dijo la princesa de Parma—, el otro día estuve de visita en casa de su prima la de Heudicourt; evidentemente, es una mujer de una inteligencia superior; es una Guermantes, y con esto basta; pero dicen que es murmuradora…». El duque clavó en su mujer una larga mirada de estupefacción deliberada. La señora de Guermantes se echó a reír. La princesa acabó por darse cuenta. «Pero… ¿es que no es usted… de mi opinión?…», preguntó con inquietud. «Vuestra Alteza es demasiado bondadosa en hacer caso de las caras que pone Basin. Vamos, Basin, que no parezca que insinúa usted nada malo acerca de nuestros parientes». «¿Es que le parece demasiado mal intencionada?», preguntó vivamente la princesa. «¡Oh!, en absoluto —replicó la duquesa—. No sé quién le habrá dicho de ella a Vuestra Alteza que es murmuradora. Lejos de eso, es una excelente criatura que jamás ha dicho mal de nadie ni a nadie ha hecho daño». «¡Ah!, —dijo la señora de Parma, quitándosele un peso de encima—. Tampoco yo había notado nada en ese respecto. Pero como sé que suele ser difícil no tener un poco de malicia cuando se tiene mucho ingenio…». «¡Ah!, pues lo que es de eso, aún tiene menos». «¿Menos ingenio?…», preguntó la princesa, estupefacta. «Vamos, Oriana —interrumpió el duque en tono lastimero, lanzando en torno suyo, a derecha e izquierda, regocijadas miradas—; ya está usted oyendo que le dice de ella la princesa que es una mujer superior». «¿No lo es?…». «Por lo menos superiormente gorda». «No le haga caso Vuestra Alteza, que no es sincero; es tan estúpida como una oca», dijo con voz fuerte y ronca la señora de Guermantes, que, mucho más de la vieja escuela francesa aún que el duque cuando no se lo proponía, procuraba a menudo serlo, pero de una manera opuesta al género de chorrera de encajes y delicuescente de su marido, yen realidad mucho más aguda, gracias a una manera de pronunciar casi campesina que tenía un áspero y delicioso sabor al terruño. «Pero es la mujer más buena del mundo. Y además, ni siquiera sé si, en un grado así, puede llamársele a eso estupidez. No creo haber conocido nunca una criatura que se le parezca; es un caso como para un médico; tiene algo patológico, es una especie de inocente, de cretina, de retrasada, como las que salen en los melodramas o en La Arlesiana. Siempre que está aquí me pregunto si no ha llegado el momento en que va a despertar su inteligencia, cosa que siempre da un poco de miedo». La princesa se maravillaba de estas expresiones, aunque el veredicto la dejaba estupefacta. «Ella y la señora de Epinay me han contado la frase de usted sobre Taquino el Soberbio. Es deliciosa», respondió.

El señor de Guermantes me explicó la frase. Yo tenía ganas de decirle que su hermano, que pretendía no conocerme, me esperaba aquella misma noche a las once. Pero no le había preguntado a Roberto si podía hablar de esta cita, y como el hecho de que el señor de Charlus me la hubiera señalado casi estaba en contradicción con lo que él mismo había dicho a la duquesa, juzgué más delicado callarme. «No está mal lo de Taquino el Soberbio —dijo el señor de Guermantes—, pero probablemente no le ha contado a usted la señora de Heudicourt una frase mucho más bonita que le ha dicho el otro día Oriana, en respuesta a una invitación a almorzar». «¡Oh, no! ¡Dígala!». «Bueno, Basin, cállese. En primer lugar, la frasecilla esa es estúpida, y va a hacer que la princesa me juzgue inferior a esa alma de cántaro de mi prima. Además, no sé por qué digo mi prima. Es prima de Basin. Aunque de todos modos es algo parienta mía». «¡Oh!», exclamó la princesa de Parma ante la idea de que pudiera parecerle tonta la señora de Guermantes y protestando con grandes extremos de que nada podía hacer descender a la duquesa del lugar que ocupaba en su admiración. «Además, ya le hemos retirado las cualidades del ingenio; como esta palabra tiende a negarle algunas dotes del corazón, me parece inoportuna». «¡Negar! ¡Inoportuna! ¡Qué bien se expresa!», dijo el duque con una ironía fingida y para hacer admirar a la duquesa. «Vamos, Basin, no se burle usted de su mujer». «Fuerza es decir a Vuestra Alteza real —continuó el duque— que la prima de Oriana es superior, buena, gruesa, todo lo que se quiera, pero no es precisamente, ¿cómo lo diré?…, pródiga». «Sí, ya lo sé; es muy avara», interrumpió la princesa. «Yo no me hubiera permitido la expresión, pero Vuestra Alteza ha dado con la palabra exacta. Eso se traduce en su tren de casa y particularmente en la cocina, que es excelente, pero mesurada». «E incluso da lugar a escenas bastante cómicas —terció el señor de Bréauté—. Así, querido Basin, he ido a Heudicourt a pasar un día, en ocasión en que les esperaban a Oriana y a usted. Habían hecho unos preparativos suntuosos, cuando llega por la tarde un lacayo con un telegrama avisando que no iban ustedes». «¡No me extraña!», dijo la duquesa, que no sólo era difícil de cazar para estas cosas, sino que le gustaba que se supiera. «Su prima lee el telegrama, queda desolada, e inmediatamente, sin perder su aplomo y diciéndose que no era cosa de hacer gastos inútiles por un señor sin importancia como yo, llama al lacayo: “Diga usted al jefe de cocina que retire el pollo”, le grita. Y a la noche la oí que preguntaba al jefe de comedor: “Bueno, ¿y lo que sobró de vaca de ayer, no lo sirve usted?”». «Por lo demás, hay que reconocer que la mesa es, en aquella casa, perfecta —dijo el duque, que creía, con emplear esta expresión, mostrarse antiguo régimen—. No conozco otro sitio en que se coma mejor». «Ni menos», interrumpió la duquesa. «Es muy sano y suficiente para lo que se llama un vulgar catasalsas como yo —prosiguió el duque—; se queda uno con hambre». «¡Ah!, si se toma como cura, evidentemente es más higiénico que fastuoso. Por otra parte, no es una mesa que esté tan bien», añadió la señora de Guermantes, a la que no le hacía mucha gracia que se concediese el título de la mejor mesa de París a otra que a la suya. «Con mi prima ocurre lo mismo que con los autores estreñidos que ponen cada quince años una obra en un acto o un soneto. Es lo que llaman pequeñas obras maestras, bagatelas que son joyas; en una palabra, la cosa a que más horror tengo. La cocina de casa de Zenaida no es mala, pero le encontraría uno más chiste si escatimasen menos en ella. Hay cosas que pone bien su jefe de cocina, y luego hay otras que echa a perder. He tenido que soportar, allí, como en todas partes, almuerzos muy malos, sólo que me han hecho menos daño que en otros sitios, porque el estómago es, en el fondo, más sensible a la cantidad que a la calidad». «En fin, para acabar —concluyó el duque—, Zenaida insistía en que Oriana fuese a almorzar, y como a Oriana no le hace mucha gracia salir de casa, se resistía, procuraba informarse de si, con pretexto de una comida íntima, no la embarcaban deslealmente en un almuerzo de rumbo, y trataba en vano de saber quiénes estaban invitados a almorzar». «Tú, ven; tú, ven —insistía Zenaida, ponderando las cosas ricas que habría para comer—. Tomarás un puré de castañas, no te digo más que eso, y tendremos siete bocaditos a la reina.». «¡Siete bocaditos! —exclamó Oriana—. ¡Entonces es que por lo menos vamos a ser ocho!». Al cabo de unos instantes, la princesa, que al fin había comprendido, dejó estallar su risa como el fragor de un trueno. «¡Ah! ¡Entonces es que vamos a ser ocho! ¡Es admirable! ¡Qué bien redactado está!», dijo, volviendo a encontrar con un supremo esfuerzo la expresión de que se había servido la señora de Epinay, y que esta vez venía más a pelo. «Oriana, es muy amable lo que dice la princesa; dice que está bien redactado». «¡Pero, amigo mío, no me enseña usted nada nuevo!, ya sé yo que la princesa es muy ingeniosa», respondió la señora de Guermantes, que saboreaba fácilmente una frase cuando era a la vez pronunciada por una Alteza y encomiástica para su propio ingenio. «Me siento muy orgullosa de que Su Alteza aprecie mis modestas redacciones. Por lo demás, no me acuerdo de haber dicho eso. Y si lo he dicho, ha sido por halagar a mi prima, porque si tenía siete bocaditos, las bocas, no sé si me atreva a decirlo, habrían pasado de la docena».