Como toda excitación mental comunica un valor predominante, una calidad superior a las costumbres que lleva aparejadas, no hay gusto un poco alerta que no componga así en torno suyo una sociedad que unifica y en la que la consideración de los demás miembros es la que cada cual busca principalmente en la vida. Aquí, aunque sea en un villorrio de provincias, encontraréis apasionados de la música; lo mejor de su tiempo, lo más lucido de su dinero, no van a parar a las sesiones de música de cámara, a las reuniones en que se habla de música, sino al café en que se encuentran unos con otros entre deleitantes y en que se codea uno con los músicos de la orquesta. Otros, entusiastas de la aviación, se afanan porque no deje de verlos el camarero viejo del encristalado bar encaramado en lo alto del aeródromo; al abrigo del viento, como en la jaula de vidrio de un faro, podrá seguir, en compañía de un aviador que no vuela en ese momento, las evoluciones de un piloto que riza el rizo, mientras otro, invisible un minuto antes, acaba de aterrizar bruscamente, de abatirse con el gran estruendo de alas del ave Roc. La reducida peña que se reunía para tratar de perpetuar, de profundizar las emociones fugitivas del proceso de Zola, concedía también gran importancia a este café. Pero era mal mirada en él por los jóvenes aristócratas que formaban la otra parte de la clientela y habían adoptado una segunda sala del café, separada solamente de la otra por un ligero parapeto adornado de vegetación. Consideraban a Dreyfus y a sus partidarios como traidores, bien que veinticinco años más tarde, como las ideas habían tenido tiempo de clasificarse y el dreyfusismo de cobrar en la historia cierta elegancia, los hijos, bolchevizantes y valseadores, de esos mismos jóvenes aristócratas habían declarado a los «intelectuales» que les interrogaban que seguramente, de haber vivido en aquel tiempo, hubiesen estado de parte de Dreyfus, sin saber a ciencia cierta mucho más de lo que había sido el affaire que la condesa Edmond de Pourtalés o la marquesa de Galloffet, otras luminarias ya extinguidas el día en que habían nacido ellos. Porque la noche de la niebla, los nobles del café, que habían de ser más tarde padres de esos jóvenes intelectuales retrospectivamente dreyfusistas, estaban todavía solteros. Verdad es que las familias de todos ellos pensaban en un rico casamiento; pero eso era cosa que ninguno había realizado todavía. Virtual aún, ese opulento matrimonio deseado por varios a la vez (había realmente muchos «buenos partidos» a la vista, pero, al fin, el número de dotes pingües era mucho menor que el de aspirantes) se contentaba con introducir entre aquellos jóvenes cierta rivalidad.

Quiso mi mala suerte que, como Saint-Loup se hubiese rezagado unos minutos para dirigirse al cochero con objeto de que viniese a recogernos después de haber cenado, tuviera yo que entrar solo. Ahora bien, para empezar, una vez que estuve metido en la puerta giratoria, a la que no estaba acostumbrado, creí que no iba a poder lograr salir de ella. (Digamos de pasada, para los que gusten de un vocabulario más preciso, que esta puerta tambor, a despecho de sus apariencias pacíficas, se llama «puerta revólver», del inglés revolwing door). Aquella tarde, el dueño del café, que no se atrevía a mojarse, si salía afuera, ni a abandonar a sus clientes, permanecía, con todo, junto a la entrada para tener el gusto de oír las joviales quejas de los que llegaban iluminados por una satisfacción de gente a quien le había costado trabajo llegar y había pasado miedo de perderse. Sin embargo, la risueña cordialidad de su recibimiento se disipó ante el espectáculo de un desconocido que no sabía desprenderse de las aspas de cristal. Esta muestra flagrante de ignorancia le hizo fruncir el ceño como a un examinador al que se le pasan sus buenas ganas de no pronunciar el dignus est intrare[42]. Para colmo de desdichas, fui a sentarme a la sala reservada a la aristocracia, de donde el dueño del establecimiento vino a sacarme rudamente, indicándome, con una grosería a la que se ajustaron inmediatamente todos los camareros, un sitio en la otra sala. El sitio me gustó tanto menos cuanto que el diván en que se encontraba estaba ya lleno de gente (sobre que tenía frente a mí la puerta reservada a los hebreos, que, como no era giratoria, al abrirse y cerrarse a cada instante me mandaba un frío horrible). Pero el dueño se negó a darme otro, diciéndome: «No, caballero, no puedo molestar a todo el mundo por usted». Pronto se olvidó, por lo demás, del comensal tardío e incordioso que era yo, cautivado como estaba por la entrada de cada recién llegado, que, antes de pedir su bock[43], su alón de pollo fiambre o su grog[44] (la hora de la cena hacía ya mucho que había pasado), debía, como en las antiguas novelas, pagar su escote refiriendo su aventura en el momento en que entraba en este asilo de calor y de seguridad en que el contraste con aquello de que había escapado uno hacía reinar la jovialidad y la camaradería que bromean unidos ante el fuego de un vivaque.

El uno contaba que su coche, creyendo haber llegado al puente de la Concordia, había dado la vuelta por tres veces a los Inválidos; otro, que el suyo, cuando intentaba bajar por la avenida de los Campos Elíseos, se había metido en un macizo de la Glorieta, de donde había tardado tres cuartos de hora en salir. Luego venían las lamentaciones a cuenta de la niebla, del frío, del silencio de muerte de las calles, lamentaciones dichas y escuchadas con la expresión excepcionalmente gozosa que explicaban la benigna atmósfera de la sala, en la que, a no ser en mi sitio, hacía calor, la viva luz que obligaba a hacer guiños a los ojos, habituados ya a no ver, y el barullo de las conversaciones, que devolvía a los oídos su actividad.

A los que llegaban les costaba trabajo guardar silencio. La singularidad, que creían única, de las peripecias les abrasaba la lengua y buscaban con los ojos alguien con quien entablar conversación. Hasta el dueño perdía el sentido de las distancias: «El príncipe de Foix se ha perdido tres veces al venir de la Puerta de San Martín», no temió decir, riéndose, no sin señalar, como en una presentación, al célebre aristócrata a un abogado israelita que otro día cualquiera habría estado separado de aquel por una barrera mucho más difícil de franquear que el hueco adornado de verdor. «¡Tres veces! ¡Hay que ver!», dijo el abogado, llevándose la mano al sombrero. Al príncipe no le hizo gracia la frase de aproximación. Formaba parte de un grupo aristocrático para el que el ejercicio de la impertinencia, incluso respecto de la nobleza cuando esta no era de primera categoría, parecía ser la ocupación única. No responder a un saludo, si el hombre cortés reincidía, reírse burlonamente con expresión socarrona, echar hacia atrás la cabeza con aires furiosos, hacer como que no conocían a un hombre entrado en años que les hubiera prestado algún servicio, reservar su apretón de manos para los duques y los amigos realmente íntimos de los duques que estos les presentaban, tal era la actitud de estos jóvenes, y en particular del príncipe de Foix. Semejante actitud era favorecida por el desorden de la primera mocedad (en que hasta en la burguesía parece uno ingrato y se muestra grosero porque, encima de que nos hemos olvidado durante meses enteros de escribir a un bienhechor que acaba de perder a su mujer, luego ya no le saludamos, por simplificar); pero era inspirada, sobre todo, por un agudísimo esnobismo de casta. Verdad es que, de igual modo que ciertas afecciones nerviosas cuyas manifestaciones se atenúan en la edad madura, ese esnobismo había de cesar generalmente de traducirse de una manera tan hostil en los que tan insoportables habían sido de jóvenes. Una vez pasada la mocedad, es raro que permanezcamos confinados en la insolencia. Habíamos creído que eso era lo único que existía; de pronto se descubre, por príncipe que uno sea, que también existen la música, la literatura, las actas de diputado, inclusive. El orden de los valores humanos aparecerá modificado por ello, y entra uno en conversación con las gentes a quienes fulminaba con la mirada en otro tiempo. Buena ocasión para aquellas de estas gentes que han tenido paciencia para esperar y cuyo carácter está bastante bien hecho —si así debe decirse— para que hallen gusto en recibir hacia los cuarenta años la afabilidad y la acogida que se les había negado secamente a los veinte.

A propósito del príncipe de Foix, conviene decir, puesto que se presenta ocasión de ello, que pertenecía a una peña de doce o quince jóvenes y a un grupo, más restringido, de cuatro. La peña de los doce o quince ofrecía la característica, a la que creo escapaba el príncipe, de que cada uno de aquellos jóvenes presentaba doble aspecto. Podridos de deudas, parecían unos don nadie a los ojos de sus proveedores, a despecho de todo el placer que estos hallaban en decir de ellos: «El señor conde, el señor marqués, el señor duque…». Esperaban salir del atolladero por medio de la famosa «buena boda», llamada también «buen gato», y como las opulentas dotes que codiciaban no eran arriba de cuatro o cinco, muchos de ellos asestaban solapadamente sus baterías contra una misma novia. Y tan bien guardaban el secreto, que cuando uno de ellos, al venir al café, decía: «Chicos, os quiero demasiado para no anunciaros que soy el prometido de la señorita de Ambresac», resonaban diversas exclamaciones, porque muchos de ellos daban ya la cosa por hecha para sí mismos con esa señorita, sin tener la sangre fría necesaria para ahogar en el primer momento el grito de su rabia y de su estupefacción: «Entonces, ¿es que encuentras gusto en casarte, Bibí?», no podía menos de exclamar el príncipe de Châtellerault, que dejaba caer su tenedor, de asombro y desesperación, porque había creído que esos mismos desposorios de la señorita de Ambresac iban a hacerse públicos muy pronto, pero con él, con Châtellerault. Y sin embargo, Dios sabe todo lo que su padre les había contado mañosamente a los Ambresac en contra de la madre de Bibí. «¿Conque te divierte casarte?», no podía menos de preguntar por segunda vez a Bibí, que, mejor preparado, puesto que había tenido todo el tiempo preciso para elegir su actitud desde que la cosa era «casi oficial», respondía sonriendo: «Estoy contento, no por casarme, que de eso pocas ganas tenía, sino porque voy a casarme con Daisy de Ambresac, que me parece deliciosa». En el tiempo que había durado esta respuesta, el señor de Châtellerault se había recobrado, pero pensaba que había que hacer cuanto antes un viraje en dirección a la señorita de la Canourque o de miss Foster, los grandes partidos número 2 y número 3, pedirles que tuvieran paciencia a los acreedores que esperaban la boda con la de Ambresac, y, por último, explicar a la gente, a quien también él había dicho que la señorita de Ambresac era encantadora, que ese matrimonio estaba bien para Bibí, pero que él se hubiera indispuesto con toda su familia de haberse casado con aquella chica. La señora de Soleón había llegado, pretendería, hasta decir que ella no los recibiría en su casa.

Pero si a los ojos de los proveedores, dueños de restaurantes, etc., parecían estos jóvenes gente de tres al cuarto, en desquite, como seres dobles, desde el momento en que se encontraban en el gran mundo ya no eran juzgados con arreglo a los descalabros de su fortuna y a los lamentables oficios a que se entregaban para intentar repararla. Volvían a ser el príncipe, el duque de tal, y sólo se les tasaba por sus blasones. Un duque casi multimillonario y que parecía reunirlo todo en sí, pasaba detrás de ellos porque, como jefes de linaje, habían sido antiguamente príncipes soberanos de un minúsculo país en que tenían el derecho de acuñar moneda, etc… Frecuentemente, en este café, uno de ellos bajaba los ojos cuando entraba otro, de modo que no forzase al que llegaba a saludarle. Es que había, en su imaginativa persecución de la riqueza, invitado a cenar a un banquero. Cada vez que un hombre de mundo se pone en tales condiciones en relación con un banquero, este le hace perder cien mil francos, lo cual no impide que el hombre de mundo vuelva a empezar con otro. Sigue uno encendiendo cirios y consultando a los médicos.

Pero el príncipe de Foix, rico por su casa, pertenecía no sólo a esta elegante peña de una quincena de jóvenes, sino a un grupo, más cerrado e inseparable, de cuatro, del que formaba parte Saint-Loup. Nunca se invitaba a uno de ellos sin los otros; los llamaban los cuatro gigolos; siempre se les veía juntos en los paseos, en los castillos, donde les daban habitaciones con comunicación entre sí, de modo que —tanto más cuanto que todos ellos eran muy guapos— corrían rumores a cuenta de su intimidad. Pude desmentirlos de la manera más formal, por lo que concernía a Saint-Loup. Pero lo curioso es que, si más tarde se supo que esos rumores eran verdaderos tocante a los cuatro, cada uno de ellos, en cambio, lo había ignorado completamente de los otros tres. Y sin embargo, bien había tratado cada uno de ellos de informarse acerca de los demás, ya fuese para saciar un deseo, o más bien un rencor, estorbar un matrimonio o llevar ventaja al amigo descubierto. Un quinto amigo (porque en los grupos de cuatro siempre hay más de cuatro) se había unido a los cuatro platónicos, y aun lo era más que todos los otros. Pero los escrúpulos religiosos le contuvieron hasta mucho después de que el grupo de los cuatro se hubiera desunido y él, padre de familia, estuviese implorando en Lourdes que el próximo hijo fuera chico o chica y, en el intervalo, lanzándose sobre los militares.

No obstante la manera de ser del príncipe, el hecho de que la frase dicha en presencia suya no fuera directamente dirigida a él hizo que su cólera fuese menos fuerte de lo que hubiera sido a no ser por eso. Además, la noche esta tenía algo excepcional. Al fin, el abogado no tenía más probabilidades de entrar en relación con el príncipe de Foix que el cochero que había traído a este noble señor. Así, este último creyó que podía responder con un continente altanero y como de aparte de teatro a aquel interlocutor que, a favor de la niebla, era como un compañero de viaje con el que volvemos a encontrarnos en una playa situada en los confines del mundo, azotada por los vientos o sumida entre las brumas. «No es sólo lo de perderse, sino que no se vuelve a encontrar uno». Lo atinado de este pensamiento impresionó al dueño del café, porque ya lo había oído expresar varias veces aquella noche.

Tenía el hombre, en efecto, la costumbre de comparar siempre lo que oía o leía con un determinado texto ya conocido, y sentía despertarse su admiración si no veía diferencias. Este estado de espíritu no es de desdeñar, puesto que, aplicado a las conversaciones políticas, a la lectura de los periódicos, forma la opinión pública y hace con ello posibles los más grandes acontecimientos. Muchos dueños de café alemanes que sólo admiraban a su consumidor o a su periódico, cuando decían que Francia, Inglaterra y Rusia «buscaban» a Alemania, han hecho posible en el momento de Agadir una guerra que, por lo demás, no ha estallado. Los historiadores, si no han hecho mal en renunciar a explicar los actos de los pueblos por la voluntad de los reyes, deben sustituir esta por la psicología del individuo medio.

En política, el dueño del café a que acababa de llegar yo no aplicaba desde hacía algún tiempo su mentalidad de profesor de declamación más que a cierto número de trozos referentes a la cuestión de Dreyfus. Si no encontraba las expresiones conocidas en las frases de un cliente o en las columnas de un periódico, declaraba el artículo insoportable o que el cliente no era franco. El príncipe de Foix le maravilló, por el contrario, hasta el punto de que apenas dio a su interlocutor tiempo de acabar su frase. «¡Bien dicho, príncipe, bien dicho! (Lo cual quería decir, en fin de cuentas, recitado irreprochablemente). ¡Eso es, eso es!», exclamó, dilatado, como se expresan las Mil y una noches, «hasta el límite de la satisfacción». Pero el príncipe había desaparecido ya en la sala chica. Luego, como la vida se reanuda hasta después de los acontecimientos más singulares, los que salían del mar de niebla encargaban, unos su consumición, otros su cena; y entre estos, algunos jóvenes del Jockey que, por el carácter anormal del día, no vacilaron en instalarse en dos mesas de la sala grande, con lo que vinieron a encontrarse muy cerca de mí. Así, el cataclismo había establecido, incluso de la sala chica a la grande, entre toda aquella gente estimulada por el conforte del restaurante después de su prolongado errar por el océano de bruma, una familiaridad de la que sólo yo estaba excluido, y a la que debía de asemejarse la que reinaba en el arca de Noé. De pronto vi al dueño del café doblarse en morisquetas, a los maîtres d’hôtel acudir en pleno, cosa que hizo volver los ojos a todos los clientes. «¡En seguida!, llamad a Cipriano; una mesa para el señor marqués de Saint-Loup», exclamaba el dueño, para quien Roberto no era sólo un gran señor que gozaba de verdadero prestigio, incluso a los ojos del príncipe de Foix, sino un cliente que llevaba una vida de despilfarro y se gastaba en este restaurante mucho dinero. Los clientes de la sala grande miraban con curiosidad; los de la pequeña chistaban a cual más a su amigo, que estaba acabando de limpiarse los pies. Pero en el momento en que iba a entrar en la sala chica, me vio a mí en la grande. «Pero ¡Dios! —gritó—, ¿qué haces ahí, y con la puerta abierta enfrente?», dijo, no sin lanzar una furiosa mirada al dueño, que corrió a cerrar la puerta, disculpándose con los camareros: «Siempre les digo que la tengan cerrada».

Yo me había visto obligado a apartar mi mesa y otras que estaban delante de la mía para ir hacia Roberto. «¿Por qué te has movido? ¿Prefieres cenar aquí mejor que en la sala pequeña? ¡Pero, pobrecillo, te vas a helar!». «Va usted a hacerme el favor de condenar esa puerta», dijo al dueño. «Al momento, señor marqués; los clientes que vengan desde ahora pasarán por la sala pequeña, sencillamente». Y por mejor mostrar su celo, llamó para esta operación a un maître d’hôtel y varios mozos, mientras hacía resonar muy alto terribles amenazas si no cumplían bien su orden. Me daba muestras de respeto excesivas para que me olvidase de que sus zalemas no habían empezado desde mi llegada, sino únicamente después de la de Saint-Loup; y porque yo no creyera, sin embargo, que se debían a la amistad que me mostraba su rico y aristocrático cliente, me dirigía a hurtadillas sonrisitas en que parecía declararse una simpatía enteramente personal.

Detrás de mí, lo que decía un consumidor me hizo volver por un segundo la cabeza. Había entendido yo, en lugar de las palabras: «Un alón de pollo, eso es; un poco de champaña, pero que no sea demasiado seco», estas: «Yo preferiría glicerina. Sí, caliente, eso es»[45]. Había querido ver quién era el asceta que se infligía un menú semejante. Volví rápidamente la cabeza hacia Saint-Loup para que no me reconociese el extraño gastrónomo. Era, sencillamente, un doctor conocido mío, al que un cliente, aprovechándose de la niebla para acorralarlo en este café, hacía una consulta. Los médicos, como los bolsistas, dicen: «Yo»[46].

Miraba yo, entretanto, a Saint-Loup y pensaba en esto. Había en este café, llevaba yo conocido en la vida, muchos extranjeros, intelectuales, principiantes de toda laya, resignados a la risa que suscitaban su capa pretenciosa, sus corbatas a lo 1830, y mucho más todavía sus movimientos desgarbados, llegando incluso a provocar esa risa para hacer ver que les traía sin cuidado, y que eran gente de un auténtico valor intelectual y moral, de una profunda sensibilidad. Desagradaban —los judíos, principalmente; los judíos no asimilados, claro está; mal podría tratarse de los otros— a las personas que no pueden sufrir una apariencia extraña, estrafalaria (como Bloch a Albertina). Generalmente reconocía uno en seguida que si tenían en contra suya el tener el pelo demasiado largo, la nariz y los ojos demasiado grandes, unos ademanes teatrales y cortados, era pueril juzgarlos por esto, que tenían mucho talento y valor, y eran, al emplearlo, gente a la que se podía querer profundamente Por lo que a los judíos en particular se refiere, pocos había cuyos padres no tuviesen una generosidad de corazón, una amplitud de espíritu, una sinceridad, al lado de las cuales la madre de Saint-Loup y el duque de Guermantes no hicieran un triste papel moral por su sequedad, su religiosidad superficial que sólo censuraba los escándalos, y su apología de un cristiano que conducía infaliblemente (por los caminos imprevistos de la inteligencia estimada únicamente) a un colosal matrimonio de conveniencia. Pero al fin, en Saint-Loup, de cualquier modo que los defectos de sus padres se hubiesen combinado en un nueva creación de cualidades, reinaba el más encantador despejo de inteligencia y de corazón. Y entonces, fuerza es decirlo para gloria inmortal de Francia, cuando estas cualidades se encuentran en un francés puro, sea de la aristocracia o del pueblo, florecen —decir que se expanden sería demasiado, ya que persisten en ellas la mesura y la restricción— con una gracia que el extranjero, por estimable que sea, no nos ofrece. Las cualidades intelectuales y morales las poseen también, desde luego, los demás, y, si es menester primeramente atravesar lo que desagrada y lo que choca y lo que hace sonreír, no son menos preciosas. Pero es, con todo, bonito, y acaso sea cosa exclusivamente francesa, que lo que es hermoso a juicio de la equidad, lo que vale según el espíritu y el corazón, sea primero encantador para los ojos, esté coloreado con gracia, cincelado con justeza, realice también en su materia y en su forma la perfección interior. Miraba yo a Saint-Loup, y me decía que es una hermosura que no haya ninguna desgracia física que sirva de vestíbulo a las gracias interiores, y que las aletas de la nariz sean delicadas y de un dibujo perfecto como las alas de las mariposillas que se posan en las flores de las praderas, en torno a Combray; y que el verdadero opus francigenum[47] cuyo secreto no se ha perdido desde el siglo XIII, y que no perecería con nuestras iglesias, no son tanto los ángeles de piedra de Saint-André-des-Champs como los pequeños franceses, nobles, burgueses o campesinos, de rostro esculpido con esa delicadeza y esa valentía que han seguido siendo tan tradicionales como en el pórtico famoso, pero, además, creadoras.

Después de haberse ausentado un instante para velar personalmente por el cierre de la puerta y el encargo de la cena (insistió mucho en que tomásemos «carne», sin duda porque las aves no eran cosa del otro jueves), el dueño del café volvió para decirnos que el señor príncipe de Foix desearía que el señor marqués le permitiese venir a cenar en una mesa cerca de él. «¡Pero si están tomadas todas!», respondió Roberto, viendo las mesas que bloqueaban la mía. «Si es por eso, no importa; si al señor marqués le agradase, me sería facilísimo rogarles a esos señores que cambien de sitio. Tratándose del señor marqués puede hacerse». «Pero quien tiene que decidir eres tú —me dijo Saint-Loup—; Foix es un buen chico, no sé si te aburrirá, es menos tonto que otros muchos». Respondí a Roberto que desde luego me agradaría, pero que para una vez que cenaba con él y que me sentía tan feliz, me hubiera gustado tanto que estuviésemos solos… «¡Ah!, el príncipe tiene un gabán precioso», dijo el dueño del café durante nuestra deliberación. «Sí, lo conozco», respondió Saint-Loup. Yo quería contarle a Roberto que el señor de Charlus había disimulado delante de su cuñada que me conociese, y preguntarle cuál podía ser la razón de ello; pero me lo impidió la llegada del señor de Foix. Venía a ver si era acogida su petición, cuando le vimos que se había detenido a dos pasos de nosotros. Roberto nos presentó, pero no ocultó a su amigo que, como tenía que hablar conmigo, prefería que nos dejasen en paz. El príncipe se alejó, añadiendo al saludo de adiós que me hizo una sonrisa que apuntaba a Saint-Loup y parecía disculparse con la voluntad de este por la brevedad de una presentación que el príncipe hubiera deseado más larga. Pero en ese momento, Roberto, al que parecía que hubiese asaltado una idea repentina, se fue con su camarada, después de haberme dicho: «Tú siéntate, de todas maneras, y ponte a cenar, que ahora vengo», y desapareció en la sala pequeña. Me fastidió tener que oír a los jóvenes distinguidos, que no conocía, contar los chismes más ridículos y peor intencionados a propósito del joven gran duque heredero del Luxemburgo (antes conde de Nassau), al que había conocido yo en Balbec y que me había dado tan delicadas pruebas de simpatía durante la enfermedad de mi abuela. Uno de ellos pretendía que el gran duque heredero le había dicho a la duquesa de Guermantes: «Exijo que se levante todo el mundo cuando pasa mi mujer», y que la duquesa había respondido (cosa que no sólo hubiera carecido de gracia, sino de exactitud, ya que la abuela de la joven princesa había sido siempre la mujer más honrada del mundo): «Hay que levantarse cuando pasa tu mujer… Entonces ya no pasará lo que con tu abuela, porque con aquella lo que hacían los hombres era acostarse». Luego refirieron que el gran duque, al ir a ver este año a su tía, la princesa de Luxemburgo, a Balbec, y como se hubiese hospedado en el Gran Hotel, se había quejado al director (el amigo mío) de que no hubiera izado el banderín de Luxemburgo en el paseo. Ahora bien, como el tal banderín era menos conocido y se usaba menos que las banderas de Inglaterra o de Italia, se habían necesitado varios días para hacerse con él, con gran descontento del joven duque. No creí una sola palabra de esta historia, pero me prometí, tan pronto como fuera a Balbec, interrogar al director del hotel de modo que me cerciorase de que todo ello era pura invención. Mientras esperaba a Saint-Loup, pedí al dueño del restaurante que hiciera que me trajesen pan. «Ahora mismo, señor barón». «No soy barón», le contesté. «¡Oh, perdón, señor conde!». No tuve tiempo de hacer oír una segunda protesta, después de la cual seguramente me hubiera convertido en «señor marqués»; tan rápidamente como había anunciado, apareció de nuevo Saint-Loup en la entrada, trayendo en la mano el amplio gabán de vicuña del príncipe, al que comprendí que se lo había pedido para que me diese calor. Me hizo señas, desde lejos, de que no me moviera; avanzó; hubiera sido preciso apartar más mi mesa, o que cambiase yo de sitio, para que pudiera sentarse él. Tan pronto como entró en la sala grande, se subió ligeramente al diván de terciopelo rojo que daba la vuelta pegado a la pared y en que, fuera de mí, no había sentados más que tres o cuatro jóvenes del Jockey, conocidos suyos, que no habían podido encontrar sitio en la sala chica. Entre las mesas había unos cordones eléctricos tendidos a cierta altura; sin apurarse por ello, Saint-Loup los saltó airosamente, como un caballo de carreras un obstáculo; confuso al ver que era desplegada únicamente en atención a mí y con objeto de evitarme un movimiento bien sencillo, me tenía al mismo tiempo maravillado la seguridad con que mi amigo ejecutaba aquel ejercicio de volatinero; y no era yo solo: porque aun cuando no les habría hecho, sin duda, mucha gracia si se hubiera tratado de un cliente menos aristocrático y menos rumboso, el dueño y los camareros estaban fascinados, como aficionados a la equitación en la casilla del peso de un hipódromo; un mozo, como paralizado, permanecía inmóvil con una bandeja que esperaban a nuestro lado unos comensales; y, cuando Saint-Loup, como tuviese que pasar por detrás de sus amigos, se encaramó al reborde del respaldo y siguió por él adelante, en equilibrio, unos aplausos discretos estallaron en el fondo de la sala. Por último, al llegar adonde yo estaba, paró en seco su impulso con la precisión de un jefe ante la tribuna de un soberano, e inclinándose, me tendió, con un ademán de cortesía y de sumisión, el gabán de vicuña, que inmediatamente después, en cuanto se hubo sentado junto a mí, sin que yo hubiera tenido que hacer un solo movimiento, extendió, como un chal ligero y caliente, por mis hombros.

—Oye, ahora que me acuerdo —me dijo Roberto—, mi tío Charlus tiene algo que decirte. Le he prometido que te mandaría a su casa mañana por la noche.

—De él iba a hablarte justamente. Pero mañana por la noche ceno en casa de tu tía la de Guermantes.

—Sí, mañana hay comilona por todo lo alto en casa de Oriana. A mí no me han convidado. Pero mi tío Palamedes querría que no fueses allí. ¿No puedes mandar recado de que no vas? De todas maneras, ve luego a casa de tío Palamedes. Creo que tiene empeño en verte. Vamos a ver, bien puedes estar allí a eso de las once. A las once, no vayas a olvidarte; yo me encargo de avisarle. Es muy susceptible. Si no vas, te la guardará. Y en casa de Oriana acaban temprano siempre. Si no haces más que cenar, puedes estar perfectamente a las once en casa de mi tío. Yo, por lo demás, hubiera debido ver a Oriana, a propósito de mi destino en Marruecos, que quisiera cambiar. Oriana es tan servicial para estas cosas, y lo puede todo con el general de Saint-Joseph, de quien eso depende… Pero no le hables de ello. Le he dicho dos palabras a la princesa de Parma; la cosa se arreglará ella sola. ¡Ah!, Marruecos, muy interesante. Habría mucho de que hablarte. Hay hombres muy agudos allá. Siente uno la paridad de la inteligencia.

—¿No crees que los alemanes puedan llegar hasta la guerra a propósito de eso?

—No, eso les fastidia, y en el fondo es muy justo. Pero el emperador es pacífico. Siempre nos están haciendo creer que quieren la guerra para obligarnos a ceder. Cf. Poker. El príncipe de Mónaco, agente de Guillermo II, viene a decirnos confidencialmente que Alemania se lanza sobre nosotros si no cedemos. Entonces cedemos. Pero si no cediésemos, no habría guerra de ninguna clase. No tienes más que pensar en lo cómica que sería una guerra hoy. Sería más catastrófica que el Diluvio y que el Götter Dämmerung[48]. Sólo que duraría menos.

Me habló de amistad, de predilección, de nostalgia, bien que, como todos los viajeros de su género, fuera a marcharse de nuevo a la mañana siguiente por unos meses, que habría de pasar en el campo, y hubiese de volver tan sólo por cuarenta y ocho horas a París antes de regresar a Marruecos (o a otra parte); pero las palabras que lanzó así en el calor cordial que tenía yo aquella noche, encendían en mi corazón un dulce sueño. Nuestras raras entrevistas mano a mano, y esta sobre todo, se han convertido en un episodio, más tarde, en mi memoria. Para él, como para mí, fue aquella la noche de la amistad. Sin embargo, la que yo sentía en aquellos instantes (y, a causa de ello, no sin cierto remordimiento) tenía bien poco, me lo temía, de la que a él le hubiera agradado inspirar. Lleno aún del goce que había tenido al verle avanzar de una carrerilla y llegar graciosamente a la meta, me daba cuenta de que ese goce se debía a que cada uno de los movimientos desarrollados a lo largo de la pared, en el diván, tenía su significación, su causa, en la naturaleza individual de Saint-Loup acaso, pero más aún en la que, por el nacimiento y por la educación, había heredado de su casta.

Un aplomo del gusto, no en el orden de lo bello, sino de los modales, y que en presencia de una circunstancia nueva hacía captar en seguida al hombre elegante —como a un artista al que se le pide que toque un trozo de música que no conoce— el sentimiento, el movimiento que la circunstancia reclama, y adaptar a ella el mecanismo, la técnica que mejor le convienen; luego permitía a ese gusto actuar sin la traba de ninguna otra consideración, que a tantos jóvenes burgueses hubiera paralizado, tanto por el temor de ponerse en ridículo a los ojos de los demás, faltando a las formas, como de parecer solícitos en exceso a los ojos de sus amigos, y que en Roberto era sustituido por un desdén que desde luego no había sentido nunca en su corazón, pero que había recibido por herencia en su cuerpo y que había sometido las maneras de sus antepasados a una familiaridad que, según estos creían, no podía menos de lisonjear y fascinar a aquel a quien se dirigía; por último, una noble liberalidad que, como para nada tenía en cuenta tantas ventajas materiales (los gastos que hacía en profusión en este restaurante habían acabado por hacer de él, aquí como en otros sitios, el cliente más de moda y el favorito máximo, situación que subrayaba la solicitud para con él no sólo de la servidumbre, sino de la juventud más brillante), le hacía pisotearlas, como los divanes de púrpura efectiva y simbólicamente hollados, semejantes a un camino suntuoso en que sólo hallaba agrado mi amigo en cuanto le permitía venir hacia mí con gracia y rapidez; tales eran las cualidades, esenciales todas a la aristocracia, que detrás de aquel cuerpo, no opaco y oscuro como lo hubiera sido el mío, sino significativo y límpido, trasparecían como a través de una obra de arte el poder industrioso, eficiente, que la ha creado, y hacían que los movimientos de la rápida carrera que había desarrollado Roberto a lo largo de la pared fuesen inteligibles y encantadores como los de unos jinetes esculpidos en un friso. «¡Ay! —hubiera pensado Roberto—, ¿vale la pena de que me haya pasado mi juventud despreciando la alcurnia, honrando únicamente la justicia y el talento, escogiendo, fuera de los amigos que como tales me imponían, compañeros torpes y mal vestidos, si tenían elocuencia, para que el único ser que aparezca en mí, del que se conserve un recuerdo precioso, sea, no el que mi voluntad, esforzándose y haciéndose digna de él, ha modelado a mi semejanza, sino un ser que no es obra mía, que ni siquiera soy yo, un ser al que he despreciado siempre y al que he tratado de vencer; vale la pena de que haya querido a mi amigo predilecto como lo he hecho, para que el mayor goce que en mí encuentre sea el de descubrir algo mucho más general que yo mismo, un goce que no es, en absoluto, como él dice y como no puede creer sinceramente, un goce de amistad, sino un goce intelectual y desinteresado, un a modo de deleite de arte?». Esto es lo que hoy temo que haya pensado a veces Saint-Loup. Se ha engañado, en ese caso. Si no hubiera, como había, puesto amor en algo más alto que la flexibilidad innata de su cuerpo, si no hubiera estado tanto tiempo despegado del orgullo nobiliario, habría habido más ahínco y pesadez en su misma agilidad, una vulgaridad considerable en sus maneras. De igual suerte que la señora de Villeparisis había necesitado mucha seriedad para dar en su conversación y en sus memorias la impresión de frivolidad, impresión que es intelectual, así, para que el cuerpo de Saint-Loup estuviese habitado por tanta aristocracia era menester que esta hubiera desertado de su pensamiento, asestado hacia miras más altas, y, reabsorbida en su cuerpo, se hubiese asentado en él en líneas inconscientes y nobles. Por eso su distinción espiritual no se hallaba ausente de una distinción física que, de faltar la primera, no hubiera sido cabal. Un artista no tiene necesidad de expresar directamente su pensamiento en su obra para que esta refleje la calidad de ese pensamiento; incluso ha podido decirse que la más subida alabanza de Dios está en la negación del ateo que encuentra la creación bastante perfecta para pasarse sin creador. Y de sobra sabía yo también que no era sólo una obra de arte lo que admiraba en el juvenil jinete que desarrollaba a lo largo de la pared el friso de su carrera; el joven príncipe (descendiente de Catalina de Foix, reina de Navarra y nieta de Carlos VII) al que acababa de dejar por mí, la situación de alcurnia y de fortuna que ante mí inclinaba, los antepasados desdeñosos y desenvueltos que sobrevivían en el aplomo y en la agilidad, en la cortesía con que acababa de extender en torno a mi cuerpo friolento el gabán de vicuña, todo esto ¿no era como unos amigos más antiguos que yo en su vida, por los que yo hubiese creído que deberíamos estar siempre separados, y que, por el contrario, sacrificaba a mí en virtud de una elección que sólo puede hacerse en las alturas de la inteligencia, con esa libertad soberana de que eran imágenes los movimientos de Roberto y en la que se realiza la perfecta amistad?

De lo que la familiaridad de un Guermantes —en lugar de la distinción que tenía en Roberto, porque el desdén hereditario, en él, no era sino el ropaje, convertido en gracia inconsciente, de una auténtica humildad moral— hubiese encubierto de vulgar altivez, había podido yo adquirir conciencia, no en el señor de Charlus, en el que algunos defectos de carácter que hasta aquí no comprendía yo bien se habían superpuesto a los hábitos aristocráticos, sino en el duque de Guermantes. También él, sin embargo, en el conjunto común que tanto había desagradado a mi madre al encontrarse en otro tiempo con él en casa de la señora de Villeparisis, ofrecía partes de grandeza antigua y que fueron sensibles para mí cuando fui a cenar a su casa el día siguiente a la velada que había pasado con Saint-Loup.

No se me habían aparecido ni en él ni en la duquesa, cuando los había visto primeramente en casa de su tía, como tampoco había visto el primer día las diferencias que separaban a la Berma de sus camaradas, aun cuando en esta las particularidades fuesen infinitamente más aprehensibles que en la gente del gran mundo, puesto que se van haciendo más acusadas a medida que los objetos son más reales, más concebibles para la inteligencia. Pero al fin, por ligeros que sean los matices sociales (y esto, hasta el punto de que cuando un pintor veraz como Sainte-Beuve quiere señalar sucesivamente los matices que hubo entre el salón de madama Geoffrin, el de madama Récamier y el de madama de Boigne, todos ellos aparecen tan semejantes, que la principal verdad que, sin querer el autor, resulta de sus estudios es la inanidad de la vida de salón), sin embargo, en virtud de la misma razón que con la Berma, cuando los Guermantes hubieron llegado a serme indiferentes y la gotita de su originalidad ya no fue vaporizada por mi imaginación, pude recogerla por imponderable que fuese.

Como la duquesa no me había hablado de su marido en la reunión en casa de su tía, me preguntaba yo si, con los rumores de divorcio que corrían, asistiría el duque a la cena. Pero bien pronto supe a qué atenerme, ya que por entre los lacayos que estaban en pie en la antesala y que (toda vez que hasta aquí habían debido de considerarme sobre poco más o menos como a los chicos del ebanista; es decir, acaso con más simpatía que su señor, pero como incapaz de ser recibido en casa de este) debían de preguntarse la causa de tal revolución, vi deslizarse al señor de Guermantes, que acechaba mi llegada para recibirme en el umbral y ser él mismo quien me quitase el gabán.

—Mi señora se va a llevar un alegrón como no cabe más —me dijo en un tono hábilmente persuasivo—. Permítame que le libre de sus avíos (encontraba a la vez campechano y cómico emplear el lenguaje del pueblo). Mi mujer tenía cierto temor de una defección por parte de usted, a pesar de haber señalado usted mismo su día. Desde esta mañana nos decíamos el uno al otro: «Verá usted cómo no viene». Debo decir que mi señora ha estado más en lo cierto que yo. No es muy fácil contar con usted, y yo estaba convencido de que nos iba a hacer rabona.

Y el duque era tan mal marido, tan brutal, inclusive, según decían, que se le agradecía, como se les agradece a las personas malévolas su dulzura, las palabras «mi señora», con las que parecía extender sobre la duquesa un ala protectora para que no formase más que un solo ser con él. A todo esto, cogiéndome familiarmente de la mano, se dispuso a guiarme e introducirme en los salones. Tal o cual expresión corriente puede agradar en boca de un campesino si indica la supervivencia de una tradición local, el rastro de un acontecimiento histórico, ignorados acaso del mismo que hace alusión a ellos; parejamente, esta cortesía del señor de Guermantes, cortesía de que iba a darme muestras durante toda la velada, me encantó como un resto de costumbres multiseculares, de costumbres, en particular, del siglo XVII. Las gentes de los tiempos pasados nos parecen infinitamente lejos de nosotros. No nos atrevemos a suponerles intenciones profundas allende lo que expresan formalmente; nos quedamos pasmados cuando encontramos un sentimiento aproximadamente semejante a los que experimentamos nosotros en un héroe de Homero, o una hábil finta táctica en Aníbal durante la batalla de Cannas, en donde dejó penetrar en su flanco al enemigo para envolverlo por sorpresa; dijérase que nos imaginamos a ese poeta épico y a ese general tan alejados de nosotros como un animal que hemos visto en un parque zoológico. Incluso ciertos personajes de la corte de Luis XIV, cuando encontramos muestras de cortesía escritas por ellos a algún hombre de condición inferior y que para nada puede serles útil, nos dejan sorprendidos porque nos revelan súbitamente en esos grandes señores todo un mundo de creencias que no expresan nunca directamente, pero que los gobiernan, y en particular la creencia de que hay que fingir por cortesía ciertos sentimientos y ejecutar con el mayor escrúpulo ciertas funciones de amabilidad.

Este alejamiento imaginario del pasado es quizá una de las razones que permiten comprender que incluso grandes escritores hayan encontrado una belleza genial en obras de mediocres mixtificadores como Ossián. Tan pasmados nos deja que unos bardos remotos puedan tener ideas modernas, que nos maravillamos si en lo que creemos un añejo canto gaélico hallamos alguna que no hubiéramos pasado de encontrar ingeniosa en un contemporáneo. Un traductor de talento no tiene más que añadir a un autor antiguo, al que restituye más o menos fielmente, algunos trozos que, firmados con un nombre contemporáneo y publicados aparte, no pasarían de parecer simplemente agradables: inmediatamente da una conmovedora grandeza a su poeta, que de ese modo pulsa el teclado de varios siglos. Este traductor sólo sería capaz de un libro mediocre, si ese libro hubiera sido publicado como original suyo. Presentado como traducción, parece la de una obra maestra. El pasado no sólo no es fugaz, sino que no se mueve de un mismo sitio. No es sólo que meses después del comienzo de una guerra puedan actuar eficazmente sobre ella unas leyes votadas sin prisas; no es sólo que quince años después de un crimen que ha quedado sumido en la oscuridad pueda encontrar todavía un magistrado los elementos que habrán de servir para poner en claro ese crimen; al cabo de siglos y siglos, el erudito que estudia en una región apartada la toponimia, las costumbres de los habitantes, podrá captar todavía en ellas tal o cual leyenda anterior, con mucho, al cristianismo, incomprendida ya, si no es que olvidada incluso en tiempos de Heródoto, y que en la denominación dada a una peña, en un rito religioso, perdura en medio del presente como una emanación más densa, inmemorial y estable. Una había también, mucho menos antigua, emanación de la vida cortesana, si no en las maneras, frecuentemente vulgares, del señor de Guermantes, por lo menos en el espíritu que las dirigía. Aún había de gozar yo de ella, como de una antigua fragancia, cuando volví a encontrarla un poco más tarde en el salón. Porque no había ido a este inmediatamente.

Al abandonar el vestíbulo, le había dicho yo al señor de Guermantes que tenía grandes deseos de ver a sus Elstir. «Estoy a sus órdenes. ¿Conque el señor Elstir es amigo suyo? Siento mucho no haberlo sabido, porque lo trato un poco; es hombre amable, lo que nuestros padres llamaban un “hombre de bien”; hubiera podido pedirle que hiciese el favor de venir, y rogarle que se quedara a cenar. Seguramente se habría sentido muy halagado por pasar con usted la velada». Muy poco «antiguo régimen» cuando así se esforzaba por serlo, volvíalo a ser en seguida el duque sin proponérselo. Como me hubiese preguntado si deseaba que me enseñase sus cuadros, me guio, haciéndose graciosamente a un lado ante cada puerta, excusándose cuando, para enseñarme el camino, se veía obligado a pasar delante, pequeña escena en que (desde los tiempos en que Saint-Simon refiere que un antepasado de los Guermantes le hizo los honores de su palacio con los mismos escrúpulos en el cumplimiento de los deberes frívolos del hidalgo) había debido, antes de resbalar hasta nosotros, de ser representada por otros muchos Guermantes para otras muchas visitas. Y como yo le había dicho al duque que me gustaría mucho quedarme un momento a solas ante los cuadros, se había retirado discretamente, diciéndome que no tenía más que ir a encontrarme luego con él en el salón.

Sólo que una vez que me quedé mano a mano con los Elstir, me olvidé por completo de la hora de la cena; de nuevo, como en Balbec, tenía ante mí los fragmentos de este mundo de colores desconocidos, que no era sino la proyección, la manera de ver peculiar de este gran pintor y que en modo alguno traducían sus palabras. Los trechos de pared cubiertos de pinturas suyas, homogéneas todas entre sí, eran como las imágenes luminosas de una linterna mágica, que hubiera sido en el caso presente la cabeza del artista, y cuya rareza no hubiera podido sospecharse mientras no se hubiese hecho más que conocer al hombre; es decir, en tanto no se hubiera hecho más que ver la linterna que encaperuzaba la lámpara, antes de haber puesto todavía ningún cristal coloreado. Entre estos cuadros, algunos de los que más ridículos parecían a la gente de mundo me interesaban más que los otros en cuanto recreaban esas ilusiones de óptica que nos prueban que no identificaríamos los objetos si no hiciésemos intervenir al razonamiento. Cuántas veces, yendo en coche, descubrimos una calle larga y clara que empieza a unos metros de nosotros, cuando lo que tenemos delante no es más que un trozo de tapial violentamente iluminado que nos ha dado el espejismo de la profundidad. Pues entonces, ¿no es lógico, no por artificio de simbolismo, sino por un sincero retorno a la raíz misma de la impresión, representar una cosa por aquella otra que en el relámpago de una ilusión primera hemos tomado por ella? Las superficies y los volúmenes son, en realidad, independientes de los nombres de objetos que nuestra memoria les impone cuando los hemos reconocido. Elstir trataba de arrancar lo que él sabía a lo que acababa de sentir; su esfuerzo había consistido a menudo en disolver el conglomerado de razonamientos que llamamos visión.

Las gentes que detestaban estos «horrores» se extrañaban de que Elstir admirase a Chardin, a Perroneau, a tantos pintores que a ellas, a las gentes de mundo, les gustaban. No se daban cuenta de que Elstir había vuelto a hacer por su cuenta, ante lo real (con el indicio particular de su gusto por ciertas búsquedas), el mismo esfuerzo que un Chardin o que un Perroneau, y que, por consiguiente, cuando dejaba de trabajar para sí mismo, admiraba en ellos tentativas del mismo género, algo como fragmentos anticipados de obras suyas. Pero la gente de mundo no añadía con el pensamiento a la obra de Elstir la perspectiva del Tiempo, que permitía a los demás saborear, o por lo menos contemplar despreocupadamente, la pintura de Chardin. Sin embargo, los más viejos hubieran podido decirse que en el curso de su vida habían visto, a medida que los años les alejaban de ella, que la distancia infranqueable que mediaba entre lo que consideraban una obra maestra de Ingres y lo que creían que había de seguir siendo perdurablemente un horror (por ejemplo, la Olimpia, de Manet) disminuía hasta parecer mellizos los dos lienzos. Pero no hay lección que aproveche, porque no se sabe descender hasta lo general y siempre se figura uno que se encuentra ante una experiencia que no tiene precedentes en el pasado.

Me sentí conmovido al encontrar en dos cuadros (más realistas y de una manera anterior) el mismo caballero; una vez de frac, en su salón; otra de americana y con sombrero de copa, en una fiesta popular a la orilla del agua, donde no tenía evidentemente nada que hacer y que demostraba que para Elstir no era sólo un modelo habitual, sino un amigo, acaso un protector, al que le gustaba, como antaño Carpaccio a determinados señores de nota —y perfectamente parecidos unos a otros— de Venecia, hacer figurar en sus cuadros, de igual suerte, también, que Beethoven tenía gusto en inscribir al frente de una obra preferida el nombre dilecto del archiduque Rodolfo. Esta fiesta a la orilla del agua tenía un no sé qué encantador. El río, los trajes de las mujeres, los velámenes de las barcas, los reflejos innumerables de unos y otras hallábanse en vecindad en medio de este cuadrado de pintura que Elstir había recortado de una siesta maravillosa. Lo que enhechizaba en el vestido de una mujer que cesaba de bailar un momento, por el calor y el sofoco, era asimismo tornasolado, y de idéntica manera, en el lienzo de una vela quieta, en el agua del puertecillo, en el pontón de madera, en las frondas y en el cielo. De igual modo que en uno de los cuadros que había visto yo en Balbec, el hospital, tan hermoso bajo su cielo de lapislázuli como la misma catedral, parecía, más atrevido que Elstir teórico, que Elstir hombre de gusto y enamorado de la Edad Media, cantar: «No hay gótico, no hay obra maestra; el hospital sin estilo vale tanto como la gloriosa fachada», así oía yo: la dama un tanto vulgar a la que un deleitante de paseo evitaría mirar, exceptuaría del cuadro poético que ante él compone la naturaleza, esa mujer es también hermosa, su vestido recibe la misma luz que la vela del barco, y no hay cosas más o menos preciosas, el traje corriente y la vela bonita en sí misma son dos espejos del mismo reflejo; todo el valor está en las miradas del pintor. Ahora bien; este había sabido inmortalmente detener el movimiento de las horas en ese instante luminoso en que la dama había tenido calor y había cesado de bailar, en que el árbol estaba cercado de un ruedo de sombra, en que las velas parecían resbalar sobre un barniz de oro. Pero justamente porque el instante pesaba sobre nosotros con tanta fuerza, este tiempo tan fijo daba la impresión más fugitiva, sentíase que la dama iba a volver a marcharse bien pronto, los barcos a desaparecer, la sombra a cambiar de sitio, la noche a venir; que el placer se acaba, que la vida pasa, y los instantes, mostrados a la vez por tantas luces que en ellos conviven en vecindad, no vuelven a encontrarse. Otro aspecto aún; completamente distinto, en verdad, de lo que es el instante, reconocía yo en algunas acuarelas de asunto mitológico que databan de los comienzos de Elstir y con las que estaba asimismo decorado este salón. Las gentes de mundo «avanzadas» llegaban «hasta» esta manera, pero no más lejos. No era esto, desde luego, lo mejor que había hecho Elstir, pero ya la sinceridad con que había sido pensado el tema lo despojaba de su frialdad. Así, por ejemplo, las musas eran representadas como lo habrían sido unos seres pertenecientes a una especie fósil, pero que no hubiera sido raro, en los tiempos mitológicos, ver pasar a la atardecida, de dos en dos o de tres en tres, a lo largo de algún sendero montañoso. A veces, un poeta, de una raza que tenía también una individualidad particular para un zoólogo (caracterizada por cierta asexualidad), se paseaba con una musa, como, en la naturaleza, criaturas de especies diferentes pero amigas y que van en compañía. En una de estas acuarelas se veía a un poeta agotado por una larga caminata por la montaña, al que un Centauro con quien se ha encontrado, apiadado de su cansancio, se echa a la espalda y vuelve consigo a su morada. En más de otra, el inmenso paisaje (en que la escena mítica, los héroes fabulosos, ocupan un lugar minúsculo y están como perdidos) aparece reproducido desde las cumbres hasta el mar, con una exactitud que indica, más aún que la hora, hasta el minuto que es, merced al grado preciso del declinar del sol, a la fidelidad fugitiva de las sombras. Con ello, el artista da, instantaneizándolo, una a modo de realidad histórica vivida al símbolo de la fábula, lo pinta y lo relata en pretérito perfecto.

Mientras miraba yo los cuadros de Elstir, los campanillazos de los invitados que iban llegando habían sonado, ininterrumpidos, y me habían acunado blandamente. Pero el silencio que sucedió a ellos, y que duraba ya desde hacía mucho rato, acabó —verdad es que menos rápidamente— por despertarme de mi divagar, como el silencio que sucede a la música de Lindoro saca a Bartolo de su sueño. Tuve el temor de que se hubieran olvidado de mí, que estuviesen a la mesa, y me dirigí rápidamente hacia el salón. A la puerta del gabinete de los Elstir me encontré con un criado que esperaba, viejo o empolvado, no sé, con el empaque de un ministro español, pero mostrando para conmigo el mismo respeto que hubiera desplegado a los pies de un rey. Me percaté, por su continente, de que aún me habría esperado una hora más, y pensé con espanto en el retraso que había hecho sufrir a la cena, cuando, sobre todo, había prometido estar a las once en casa del señor de Charlus.

El ministro español (no sin que volviese a encontrar en él, por el camino, al lacayo perseguido por el portero y que, radiante de dicha cuando le pregunté por su novia, me dijo que precisamente mañana les tocaba salir a ella y a él, que podía pasarse todo el día con ella, y ponderó la bondad de la señora duquesa) me condujo al salón donde temía yo encontrarme de mal humor al señor de Guermantes. Me recibió, por el contrario, con una alegría evidentemente ficticia en parte y dictada por la urbanidad, pero por lo demás sincera, inspirada por su estómago, en el que un retraso tal había despertado el hambre, y por la consciencia de una impaciencia igual en todos sus invitados, que llenaban por completo el salón. Supe, en efecto, más tarde que habían estado esperándome cerca de tres cuartos de hora. El duque de Guermantes pensó, sin duda, que con prolongar el suplicio general de dos minutos no lo agravaría, y que, como la cortesía le había movido a retrasar tanto el momento de sentarse a la mesa, esa cortesía sería más completa si, no haciendo que sirviesen inmediatamente la cena, lograba persuadirme de que no llegaba yo con retraso y de que no habían estado aguardando por mí. Así, me preguntó, como si tuviésemos una hora por delante hasta la comida y aún no estuviesen allí ciertos invitados, qué me habían parecido los Elstir. Pero al mismo tiempo, y sin dejar que se delatasen los retortijones de su estómago, para no perder un segundo más, de acuerdo con la duquesa procedía a las presentaciones. Entonces solamente me percaté de que acababa de producirse en torno a mí (a mí, que hasta ese día —salvo la preparación en el salón de la señora de Swann— había estado acostumbrado en casa de mi madre, en Combray y en París, a los modales, protectores o a la defensiva, de hoscas burguesas que me trataban como a un chiquillo) un cambio de decoración comparable al que introduce de repente a Parsifal en medio de las muchachas-flores. Las que me rodeaban, completamente descotadas (su carne aparecía por los dos lados de una sinuosa rama de mimosa o bajo los anchos pétalos de una rosa), no me saludaron de otro modo que haciendo fluir hacia mí largas miradas acariciadoras, como si sólo la timidez les hubiera impedido besarme. Muchas no eran menos honestísimas por ello, desde el punto de vista de las costumbres; muchas, no todas, porque las más virtuosas no tenían para las que eran ligeras la repulsión que hubiera sentido mi madre. Los caprichos de la conducta, negados por algunas amigas santas, a despecho de la evidencia, parecían, en el mundo de los Guermantes, importar mucho menos que las relaciones que se había sabido conservar. Fingíase ignorar que el cuerpo de una señora de su casa era manejado por todo el que quería, con tal que el «salón» hubiese permanecido intacto. Como el duque se cuidaba muy poco de sus invitados (de quienes, desde hacía mucho tiempo, nada tenía que aprender y a los que no tenía nada que enseñar), pero sí mucho de mí, cuyo género de superioridad, por serle desconocido, le causaba un poco de la misma índole de respeto que a los señorones de la corte de Luis XIV los ministros burgueses, estimaba, evidentemente, que el hecho de no conocer a sus invitados no tenía ninguna importancia, si no para ellos, a lo menos para mí, y mientras yo me preocupaba, por él, del efecto que iba a producirles, él sólo se cuidaba del que a mí me hiciesen.

Ante todo, por otra parte, se produjo una pequeña confusión por partida doble. En efecto, en el mismo momento en que había entrado yo en el salón, el señor de Guermantes, sin darme siquiera tiempo a saludar a la duquesa, me había llevado, como para dar una buena sorpresa a aquella persona a la que parecía decir: «Aquí está su amigo; ya ve usted que se lo traigo cogido del pescuezo», hacia una dama menudita. Ahora bien; desde mucho antes de que, empujado por el duque, hubiese llegado yo ante ella, la dama no había cesado de dirigirme con sus anchos y dulces ojos negros las mil sonrisas de inteligencia que dirigimos a un antiguo conocido que quizá no nos reconoce. Como ese era justamente mi caso y no acababa de recordar quién fuese ella, volví a otro lado la cabeza sin dejar de seguir adelante, de modo que no tuviera que responder hasta que la presentación me hubiese sacado del apuro. En todo ese tiempo, la dama seguía teniendo en equilibrio inestable su sonrisa destinada a mí. Parecía como si le corriera prisa desembarazarse de ella y que yo dijese por fin: «¡Ah, señora, ya lo creo! ¡Qué alegría le va a dar a mamá que hayamos vuelto a encontrarnos!». Yo estaba tan impaciente por saber su nombre como ella por haber visto que yo la saludaba al fin con pleno conocimiento de causa y que su sonrisa, indefinidamente prolongada como un «sol» sostenido, podía cesar al cabo. Pero el señor de Guermantes se las arregló tan mal, al menos a mi juicio, que me pareció que no había dicho más nombre que el mío, y yo seguía ignorando quién era la seudodesconocida, que no tuvo el buen sentido de decir cómo se llamaba, hasta tal punto las razones de nuestra intimidad, oscuras para mí, le parecían claras. En efecto; en cuanto estuve junto a ella, no me tendió su mano, sino que cogió familiarmente la mía y me habló en el mismo tono que si yo hubiera estado tan al corriente como ella de los buenos recuerdos a que se refería mentalmente. Me dijo cuánto iba a sentir Alberto, que comprendí era su hijo, no haber podido venir. Busqué entre mis antiguos camaradas cuál se llamaba Alberto: no encontré más que a Bloch; pero no podía ser la señora de Bloch, la madre, la que tenía delante de mí, puesto que aquella había muerto hacía muchos años. Me esforcé vanamente en adivinar el pasado común a ella y a mí a que se refería con el pensamiento. Pero no lo divisaba mejor a través del traslúcido azabache de las anchas y dulces pupilas que sólo dejaban pasar la sonrisa como se distingue un paisaje situado allende un vidrio negro, aunque esté inflamado de sol. La dama me preguntó si no se fatigaba demasiado mi padre, si no quería ir yo un día al teatro con Alberto, si me encontraba más aliviado; y como mis respuestas, titubeando en la oscuridad mental en que me hallaba, no llegaron a hacerse distintas sino para decir que no me encontraba bien aquella noche, ella adelantó con su propia mano una silla para mí, desplegando mil atenciones a que nunca me habían acostumbrado los demás amigos de mis padres. Al fin, el duque me dio la clave del enigma: «Lo encuentra a usted encantador», murmuró a mi oído, que fue herido como si estas palabras no le fuesen desconocidas. Eran las que la señora de Villeparisis nos había dicho a mi abuela y a mí cuando habíamos trabado conocimiento con madama de Luxemburgo; pero por el lenguaje del que me lo servía, discerní la especie del animal. Era una Alteza. Ni por asomos conocía a mi familia ni a mí; pero, vástago de la raza más noble y en posesión de la fortuna más grande del mundo, porque, siendo hija del príncipe de Parma, se había casado con uno de sus primos, príncipe también, deseaba, en su gratitud al Creador, mostrar al prójimo, por pobre, por humilde que su origen fuese, que no lo despreciaba. A decir verdad, las sonrisas hubieran podido hacérmelo adivinar; yo había visto a la princesa de Luxemburgo comprar bollitos de centeno en la playa para darle de ellos a mi abuela, como a una corza del Jardín de Aclimatación. Pero aún no era más que la segunda princesa a quien me presentaban, y podía disculpárseme por no haber discernido los rasgos generales de la amabilidad de los grandes. Por lo demás, ¿no se habían tomado ellos mismos el trabajo de advertirme para que no contase demasiado con esa amabilidad, ya que la duquesa de Guermantes, que tantos saludos me había hecho con la mano en la Opera Cómica, parecía haberse puesto furiosa porque yo la saludase en la calle, como esas gentes que, por haber dado una vez una moneda de oro a alguien, piensan que con eso ya quedan en paz para siempre? En cuanto al señor de Charlus, sus altibajos ofrecían mayores contrastes todavía. Por último, he conocido, como se verá, Altezas y Majestades de otra índole, reinas que juegan a la reina y que hablan, no conforme a los usos de sus congéneres, sino como las reinas del teatro de Sardou.

Si el señor de Guermantes se había dado tanta prisa a presentarme, es porque el hecho de que haya en una reunión alguien desconocido por una Alteza Real es intolerable y no puede prolongarse un segundo. Esta misma prisa era la que Saint-Loup había puesto en hacerse presentar a mi abuela. Por otra parte, en virtud de un resto heredado de la vida de las cortes, que se llama la urbanidad mundana y que no es superficial, sino que en él, por obra de una conversión de lo externo e interno, es la superficie lo que pasa a ser esencial y profundo, el duque y la duquesa de Guermantes consideraban como un deber más esencial que los —descuidados bastante a menudo, cuando menos por uno de ellos— de la caridad, de la castidad, de la piedad y de la justicia el, más inflexible, de no hablar apenas a la princesa de Parma como no fuese en tercera persona.

A falta de haber ido nunca aún en mi vida a Parma (cosa que deseaba desde unas remotas vacaciones de Pascuas), conocer a su princesa, de quien sabía yo que poseía el palacio más hermoso de esa ciudad única en que todo, por lo demás, debía de ser homogéneo, aislada como estaba del resto del mundo, entre los muros bruñidos, en la atmósfera, sofocante como un atardecer de estío sin aire en la plaza de una pequeña ciudad italiana, de su nombre compacto y demasiado dulce, hubiera debido sustituir de repente lo que yo trataba de figurarme por lo que existía realmente en Parma, en una a modo de llegada fragmentaria y sin haberse movido uno del sitio; era, en el álgebra del viaje a la ciudad de Giorgione, como una primera ecuación de esta incógnita. Pero si yo, desde hacía años —como un perfumista a un bloque unido de materia grasa—, había hecho absorber a ese nombre de «princesa de Parma» el perfume de millares de violetas, en cambio, desde que vi a la princesa, que hasta entonces habría estado convencido de que era por lo menos la Sanseverina, comenzó una segunda operación, que en realidad no estuvo acabada hasta algunos meses más tarde, y que consistió en expulsar, con ayuda de nuevos amasamientos químicos, todo aceite esencial de violetas y todo perfume stendhaliano del nombre de la princesa, e incorporar a él, en su lugar, la imagen de una mujercita morena, ocupada en obras de caridad, de una amabilidad tan humilde que en seguida se echaba de ver en qué altanero orgullo tenía su origen. Por lo demás, semejante, salvo algunas diferencias, a las demás grandes damas, era tan poco stendhaliana como, por ejemplo, en París, en el barrio de Europa, la calle de Parma, que se parece mucho menos al nombre de Parma que a todas las calles vecinas y hace pensar no tanto en la Cartuja en que muere Fabricio como en la sala de espera de la estación de Saint-Lazare.

Su amabilidad se debía a dos causas. Una, general, era la educación que esta hija de soberanos había recibido. Su madre (no sólo entroncada con todas las familias reales de Europa, sino, sobre eso —en contraste con la casa ducal de Parma—, más rica que ninguna princesa reinante) le había, desde su edad más tierna, inculcado los preceptos orgullosamente humildes de un esnobismo evangélico; y ahora, cada rasgo del rostro de la hija, la curva de sus hombros, los movimientos de sus brazos parecían repetir: «Acuérdate de que si Dios te ha hecho nacer en las gradas de un trono, no debes aprovecharte de ello para despreciar a aquellos a quienes la divina Providencia ha querido (¡alabada sea por ello!), que fueses superior por el nacimiento y las riquezas. Por el contrario, sé buena para con los pequeños. Tus abuelos eran príncipes de Clèves y de Juliers desde el año 647; Dios ha querido en su bondad que poseyeses tú sola casi todas las acciones del Canal de Suez y tres veces tanto de la Royal Dutch como Edmundo de Rothschild; tu linaje por línea directa ha sido trazado por los genealogistas desde el año 63 de la Era Cristiana; tienes por cuñadas dos emperatrices. Así, no parezca nunca, cuando hables, que te acuerdas de tan grandes privilegios, no porque sean precarios (pues nada puede cambiarse de la antigüedad de la casta, y siempre habrá necesidad de petróleo), sino porque es inútil alardear de que eres mejor nacida que cualquier otra persona, y que la colocación que has dado a tu dinero es de primer orden, puesto que todo el mundo lo sabe. Sé caritativa con los desdichados. Da a todos aquellos que la bondad celestial te ha otorgado la gracia de poner por debajo de ti lo que puedes darles sin descender de tu condición: es decir, socorros en dinero, cuidados de enfermera, inclusive, pero nunca, ni que decir tiene, invitaciones a tus veladas, cosa que ningún bien les haría, pero que, con disminuir tu prestigio, quitaría su eficacia a tu acción benéfica».

Así, aun en los momentos en que no podía obrar el bien, la princesa trataba de demostrar, o, mejor dicho, de hacer creer por todos los signos exteriores del lenguaje mudo, que no se tenía por superior a las personas en medio de las cuales se hallaba. Tenía para cada una esa encantadora cortesía que tienen para con las inferiores les gentes bien educadas, y a cada momento, por hacerse útil, corría su silla con objeto de dejar más sitio, me tenía los guantes, me ofrecía todos esos servicios, indignos de las orgullosas burguesas y que prestan de muy buen grado las soberanas, o, instintivamente y por hábito profesional, los criados viejos.

Ya, en efecto, el duque, que parecía tener prisa por acabar las presentaciones, me había arrastrado hacia otra de las muchachas-flores. Al oír su nombre, le dije que había pasado por delante de su castillo, no lejos de Balbec. «¡Oh, cómo me hubiera gustado enseñárselo!», dijo, casi en voz baja, como para mostrarse más modesta, pero en un tono sentido, penetrado por entero del pesar por la ocasión perdida de un placer especialísimo, y añadió con una mirada insinuante: «Espero que no todo se ha perdido. Y debe decir que lo que más le habría interesado a usted es el castillo de mi tía la de Brancas; fue construido por Mansard; es la perla de la provincia». No era sólo ella la que se hubiese puesto contenta con enseñarme su castillo, sino su tía la de Brancas, quien no hubiera estado menos encantada de hacerme los honores del suyo, según me aseguró esta dama que pensaba evidentemente que, sobre todo en un tiempo en que la tierra tiende a pasar a manos de financieros que no saben vivir, importa que los grandes mantengan las altas tradiciones de la hospitalidad señorial, con palabras que no comprometen a nada. Era, también, porque procuraba, como todas las personas de su medio, decir las cosas que mayor placer podían causar al interlocutor, darle la más alta idea de sí mismo, que creyese que halagaba a aquellos a quienes escribía, que honraba a sus huéspedes, que la gente ardía en deseos de conocerle. Querer dar a los demás esta idea agradable de sí mismos es cosa que existe a veces, a decir verdad, incluso entre la misma burguesía. Encuéntrase, en ella, esta disposición benéfica, a título de cualidad individual compensadora de un defecto, no, ¡ay!, en los amigos más seguros, pero sí, por lo menos, en los compañeros más agradables. Florece, en todos los casos, completamente aislada. En una parte importante de la aristocracia, por el contrario, este rasgo de carácter ha dejado de ser individual; cultivado por la educación, sostenido por la idea de una grandeza propia que no puede temer humillarse, que no conoce rivales y sabe que por diversión puede hacer dichosos a algunos y se complace en hacerlos tales, ese rasgo ha pasado a ser el carácter genérico de una clase. Y aun aquellos a quienes defectos personales demasiado opuestos impiden conservarlo en su corazón, llevan la huella inconsciente de él en su vocabulario o en su gesticulación.

—Es una mujer muy buena —me dijo el señor de Guermantes de la princesa de Parma— y que sabe ser «gran señora» como nadie.

Mientras me presentaban a las mujeres, había un caballero que daba numerosas muestras de agitación: era el conde Aníbal de Bréauté-Consalvi. Por haber llegado tarde, no había tenido tiempo de informarse acerca de los comensales, y al entrar yo en el salón, viendo en mí un invitado que no formaba parte de la sociedad de la duquesa y que debía, por consiguiente, de tener títulos realmente extraordinarios para penetrar en aquel círculo, instaló su monóculo bajo el arco cimbrado de su ceja, pensando que eso le ayudaría mucho a discernir qué clase de hombre era yo. Sabía que la señora de Guermantes tenía, patrimonio precioso de las mujeres verdaderamente superiores, un «salón»; es decir, que agregaba a veces a las gentes de su mundo alguna notabilidad que acababa de destacarse con el descubrimiento de un remedio o con la producción de una obra maestra. El barrio de Saint-Germain estaba todavía bajo la impresión de haberse enterado de que la duquesa no había tenido reparo en invitar a la recepción en honor del rey y la reina de Inglaterra al señor Detaille. Las mujeres inteligentes del barrio se consolaban difícilmente de no haber sido invitadas, con lo deliciosamente interesadas que hubieran estado en acercarse a aquel extraño genio. La señora de Courvoisier pretendía que también había asistido el señor Ribot, pero eso era una invención destinada a hacer creer que Oriana trataba de hacer nombrar embajador a su marido. En fin, para colmo de escándalo, el señor de Guermantes, con una galantería digna del mariscal de Sajonia, se había presentado en el foyer[49] de la Comedia Francesa y había rogado a la señorita Reichemberg que fuese a recitar versos delante del rey, lo cual se había llevado a cabo y constituido un hecho sin precedentes en los anales del gran mundo. Al recuerdo de tantos eventos imprevistos, que aprobaba, por lo demás, plenamente, por ser también él tanto como un ornamento y, de la misma manera que la duquesa de Guermantes, pero en el sexo masculino, una consagración para un salón, el señor de Bréauté, al preguntarse quién podría ser yo, venteaba un campo vastísimo abierto a sus investigaciones. Por un instante, el nombre del señor Widor pasó ante su espíritu; pero juzgó que era yo muy joven para ser organista, y el señor Widor demasiado poco notable para ser «recibido». Le pareció más verosímil ver sencillamente en mí al nuevo agregado de la Legación de Suecia, del que le habían hablado; y se disponía a preguntarme noticias del rey Oscar, por quien había sido muy bien recibido en diversas ocasiones; pero cuando el duque, para presentarme, le hubo dicho mi apellido al señor de Bréauté, este, al ver que el tal apellido le era absolutamente desconocido, ya no dudó desde ese momento de que, pues me encontraba allí, no fuese yo alguna celebridad. Oriana, decididamente, no hacía lo que otras, y sabía el arte de atraer a su salón a los hombres que estaban en candelero, en la proporción del 1 por 100, naturalmente, sin lo cual lo hubiera depreciado. El señor de Bréauté empezó, pues, a relamerse de gusto y a husmear con las golosas ventanillas de su nariz, despertado su apetito no sólo por la buena comida de que estaba seguro que iba a gozar, sino por el carácter de la reunión, que mi presencia no podía menos de hacer interesante, y que le proporcionaría a él un sabroso tema de conversación para el día siguiente, en el almuerzo del duque de Chartres. Todavía no estaba seguro hasta el punto de saber si era yo el hombre de cuyo suero contra el cáncer se acababan de hacer experiencias, o el autor cuyo próximo estreno habían ensayado recientemente en el Teatro Francés; pero a fuer de gran intelectual, gran aficionado a las «narraciones de viajes», no cesaba de multiplicar delante de mí las reverencias, los gestos de inteligencia, las sonrisas filtradas por su monóculo, ya fuese con la idea falsa de que un hombre de valor le estimaría más si llegaba a inculcarle la ilusión de que para él, para el conde de Bréauté-Consalvi, los privilegios del pensamiento no eran menos dignos de respeto que los de la alcurnia, o sencillamente por necesidad y dificultad de expresar su satisfacción, ignorante del lenguaje en que debía hablarme, en suma, como si se hubiera encontrado en presencia de alguno de los «naturales» de una tierra desconocida a que hubiera atracado su almadía y con los que, por esperanza del provecho, intentara, sin dejar de observar curiosamente sus costumbres y sin interrumpir las demostraciones de amistad ni lanzar como ellos grandes alaridos, trocar huevos de avestruz y especias por brujerías. Después de haber respondido lo mejor que pude a su alborozo, estreché la mano del duque de Châtellerault, con el que ya me había encontrado en casa de la señora de Villeparisis, de la cual me dijo que era una buena pieza. Era extremadamente Guermantes por lo rubio del pelo, lo corvo del perfil, los puntos en que la piel de la mejilla se altera, todo lo que se ve ya en los retratos que de esta familia nos han dejado los siglos XVI y XVII. Mas como yo no estaba ya enamorado de la duquesa, su reencarnación en un joven carecía de atractivo para mí. Leía el gancho que formaba la nariz del duque de Châtellerault como la firma de un pintor al que hubiera estado estudiando durante mucho tiempo, pero que ya no me interesaba ni poco ni mucho. Luego saludé también al príncipe de Foix, y, para desdicha de mis falanges, que no salieron del trance sino magulladas, las dejé entrar en el torno que era un apretón de manos a la alemana, acompañado de una sonrisa irónica o bonachona, del príncipe de Faffenheim, el amigo del señor de Norpois, y al que, por la manía de los remoquetes propia de este medio, llamaban tan universalmente el príncipe Von, que hasta él firmaba príncipe Von, o, cuando escribía a sus íntimos, Von. Todavía esta abreviatura se comprendía, en rigor, por lo largo del nombre compuesto. Menos cuenta se daba uno de las razones que hacían sustituir «Isabel» (Elisabeth) unas veces por Lilí, otras por Bebeth, lo mismo que en otro mundo pululaban las Kikim. Se explica uno que hubiera hombres, bastante ociosos y frívolos en general, sin embargo, que hubiesen adoptado «Quiou» por no perder tiempo diciendo Montesquiou. Pero no se ve tan claro el tiempo que ganaban con llamar a uno de sus primos Dinand en lugar de Ferdinand. No hay que creer, por lo demás, que los Guermantes, para poner nombres, se atuviesen invariablemente a la repetición de una sílaba. Así, dos hermanas, la condesa de Montpeyroux y la vizcondesa de Vélude, dotadas ambas de una enorme corpulencia, nunca se oían llamar, sin que se molestasen ni poco ni mucho y sin que nadie pensara en sonreír por ello, tan antigua era la costumbre, de otro modo que Pequeña y Nena. La señora de Guermantes, que adoraba a la de Montpeyroux, hubiera, de haberse encontrado esta enferma de gravedad, preguntado con lágrimas a su hermana: «Me han dicho que está muy mal la Pequeña». A la señora de l’Enclin, que llevaba el pelo peinado en bandós que le cubrían por completo las orejas, nunca le llamaban más que tripa hambrienta; a veces se contentaban con agregar una a al apellido o al nombre del marido para designar a la mujer. Como el hombre más avaro, más sórdido, más inhumano del barrio se llamaba Rafael, su encantadora, su flor, al salir así también del peñasco, firmaba siempre Rafaela; pero estas son solamente simples muestras de reglas innumerables, algunas de las cuales podemos explicar siempre, si se presenta ocasión de ello. Luego pedí al duque que me presentase al príncipe de Agrigento. «¡Cómo!, ¿pero no conoce usted a este excelente Grigri?», exclamó el señor de Guermantes, y dijo mi apellido al de Agrigento. El de este último, tantas veces citado por Francisca, se me había aparecido siempre como una cristalería transparente, bajo la que veía, heridos a la orilla del mar violeta por los rayos oblicuos de un sol de oro, los cubos sonrosados de una ciudad antigua, de que no dudaba yo fuese el mismo príncipe —de paso en París por un breve milagro—, tan luminosamente siciliano y gloriosamente entonado de pátina, soberano efectivo. ¡Ay!, el vulgar abejorro a quien me presentaron y que pirueteó para saludarme con una pesada desenvoltura que creía elegante, era tan independiente de su nombre como de una obra de arte que hubiera poseído, sin llevar sobre sí reflejo alguno dé ella, acaso sin haberle echado nunca una mirada. El príncipe de Agrigento estaba tan por completo desasistido de cosa alguna que fuese principesca y que pudiera hacer pensar en Agrigento, que era cosa de suponer que su nombre, enteramente distinto de él, no ligado por nada a su persona, había tenido la facultad de atraer a sí cuanto de vaga poesía hubiera podido haber en aquel hombre como en cualquier otro, y de encerrarlo, después de esta operación, en las sílabas encantadas. Si la operación se había efectuado, había sido, de todos modos, bien hecha, puesto que ya no quedaba ni un átomo de encanto que extraer de este pariente de los Guermantes. De suerte que resultaba ser al mismo tiempo el único hombre del mundo que fuese príncipe de Agrigento, y acaso el hombre que menos lo era del mundo. Sentíase, por lo demás, muy dichoso de serlo, pero como un banquero es feliz por tener numerosas acciones de una mina, sin cuidarse, por otra parte, de si esa mina responde al bonito nombre de «mina Ivanhoe», o de «mina Malvarrosa», o si se llama solamente la mina «Primero». A todo esto, mientras acababan las presentaciones —tan largas de relatar, pero que, comenzadas desde mi entrada en el salón, no habían durado más que unos instantes— y la señora de Guermantes, en un tono casi de súplica, me decía: «Estoy segura de que Basin le fatiga a usted con llevarle así de una en otra; queremos que conozca usted a nuestros amigos, pero lo que queremos sobre todo es no cansarle, para que vuelva por aquí con frecuencia», el duque, con un ademán bastante torpe y timorato, dio (cosa que bien hubiera querido hacer desde hacía una hora, colmada para mí por la contemplación de los Elstir) la señal de que se podía servir la cena.

Hay que añadir que faltaba uno de los invitados, el señor de Grouchy, cuya mujer, Guermantes por su cuna, había venido sola por su parte, porque el marido debía llegar directamente de la cacería en que había pasado el día entero. Este señor de Grouchy, descendiente de aquel que vivió en tiempos del Primer Imperio y del que se ha dicho falsamente que su ausencia al comienzo de Waterloo había sido la causa principal de la derrota de Napoleón, pertenecía a una excelente familia, insuficiente, sin embargo, a los ojos de algunos que tenían la chifladura de la nobleza. Así, el príncipe de Guermantes, que había de ser muchos años más tarde menos exigente para consigo mismo, tenía costumbre de decir a sus sobrinas: «¡Qué mala suerte la de esa pobre señora de Guermantes (la vizcondesa de Guermantes, madre de la señora de Grouchy), no haber podido casar nunca a sus hijas!». «Pero, tío, la mayor se ha casado con el señor de Grouchy». «¡A eso no le llamo yo un marido! En fin, dicen que el tío Francisco ha pedido la mano de la más pequeña; con eso no se quedarán todas solteras». Tan pronto como fue dada la orden de servir la cena, con un vasto brinco de resorte, giratorio, múltiple y simultáneo, las puertas del comedor se abrieron de par en par; un jefe de comedor, que tenía la apariencia de un maestro de ceremonias, se inclinó ante la princesa de Parma y anunció la noticia: «La señora está servida», en un tono parecido al que hubiera empleado para decir: «La señora se muere», pero que no proyectó ninguna tristeza sobre la reunión, ya que las parejas avanzaron con aire jubiloso y como en el verano, en Robinson, una tras otra, hacia el comedor, separándose cuando habían llegado a su sitio, donde los criados, a su espalda, les acercaban las sillas; la señora de Guermantes avanzó, la última, hacia mí para que la llevase a la mesa y sin que sintiera yo ni sombra de la timidez que hubiera podido temer, ya que, como cazadora a la que una gran destreza muscular ha hecho fácil la gracia, viendo, sin duda, que yo me había puesto del lado a que no debía estar, la duquesa giró con tal exactitud en torno a mí, que me encontré con su brazo cogido al mío y encuadrado con la mayor naturalidad en un ritmo de movimientos precisos y nobles. Obedecí a ellos con tanta mayor desenvoltura cuanto que los Guermantes no concedían a eso más importancia que al saber un verdadero sabio, en cuya casa está uno menos intimidado que en la de un ignorante; abriéronse otras puertas, por donde entró la sopa humeante, como si la comida se celebrara en un teatro de pupazzi[50] hábilmente montado y en el que la tardía llegada del joven invitado ponía, a una seña del amo de la casa, todos los rodajes en acción.

Tímida y no majestuosamente soberana había sido esta seña del duque, a la que había respondido el ponerse en marcha aquel vasto, ingenioso, obediente y fastuoso aparato de relojería, mecánico y humano. La indecisión del ademán no perjudicó, para mí, al efecto del espectáculo que a él estaba subordinado. Porque me daba cuenta de que lo que había hecho que fuese vacilante y cohibido era el temor a dejarme ver que sólo se aguardaba por mí para cenar y que habían estado esperándome mucho rato, lo mismo que la señora de Guermantes tenía miedo de que, después de haber estado mirando tantos cuadros, me cansasen y no me dejaran ponerme a mis anchas con presentarme de carrerilla a todo el mundo, sin concederme respiro. De modo que era la falta de grandeza en el ademán lo que exhalaba la grandeza verdadera. Y lo mismo esta indiferencia del duque respecto de su propio lujo, y sus consideraciones, por el contrario, para con un huésped, insignificante en sí mismo, pero al que quería honrar. Lo cual no quiere decir que el señor de Guermantes no fuese en ciertos respectos muy ordinario, y no tuviera, inclusive, ridiculeces de hombre demasiado rico, el orgullo de un advenedizo, cosa que no era.

Pero así como un funcionario o un sacerdote ven su mediocre talento multiplicado hasta el infinito (como una ola por todo el mar que se agolpa detrás de ella) por las fuerzas en que se apoyan —la administración francesa y la iglesia católica—, del mismo modo el señor de Guermantes era transportado por otra fuerza: la cortesía aristocrática más auténtica. Esta cortesía excluye a mucha gente. La señora de Guermantes no hubiera recibido a la de Cambremer ni al señor de Forcheville. Pero desde el momento en que alguien, como ocurría en mi caso, parecía susceptible de ser agregado al medio de los Guermantes, esa cortesía descubría tesoros de sencillez hospitalaria, más magníficos aún, si cabe, que estos viejos salones, que estos maravillosos muebles que allí se conservaban.

Cuando quería dar gusto a alguien, el señor de Guermantes tenía, así, para hacer de él ese día el personaje principal, un arte que sabía sacar partido de las circunstancias y del lugar. Claro está que en Guermantes sus «distinciones» y sus «gracias» hubieran asumido otra forma. Habría hecho enganchar para llevarme a dar un paseo con él, solo, antes de comer. Tal como eran, sentíase uno impresionado por sus maneras como nos sentimos, al leer unas memorias de aquel tiempo, impresionados por las maneras de Luis XIV cuando este responde bondadosamente, con expresión risueña y una semirreverencia, a uno que va a solicitar algo de él. Así y todo, es menester percatarse, en ambos casos, de que esa cortesía no iba más allá de lo que esta palabra significa.

Luis XIV (al cual los maniáticos de la nobleza de su tiempo reprochaban, sin embargo, lo poco que se les daba de la etiqueta, tanto, dice Saint-Simon, que no ha sido más que un rey harto chico, por lo que hace al rango, en comparación de Felipe de Valois, Carlos V, etc.) hace redactar las instrucciones más minuciosas para que los príncipes de la sangre y los embajadores sepan a qué soberanos deben ceder el paso. En ciertos casos, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, se prefiere convenir en que el hijo de Luis XIV, Monseñor, no recibirá en sus aposentos a tal o cual soberano extranjero, sino fuera, al aire libre, porque no se diga que al entrar en el castillo ha precedido uno de ellos al otro; y el elector palatino, al recibir al duque de Chevreuse para almorzar, finge, por no cederle el paso, estar enfermo, y come con él, pero acostado, expediente que zanja la dificultad. Como el señor duque evita las ocasiones de prestar el servicio debido a «Monsieur»[51], este, por consejo del rey su hermano, que, además, le quiere tiernamente, busca un pretexto para hacer que su primo suba a sus habitaciones a la hora en que se levanta de la cama, y obligarle a que le presente la camisa. Pero desde el momento en que se trata de un sentimiento hondo, de cosas del corazón, el deber, tan inflexible mientras se trata de urbanidad, cambia por completo. Horas después de la muerte de ese hermano, una de las personas a que más amor ha tenido, cuando «Monsieur», según la expresión del duque de Monfort, está «caliente aún», Luis XIV canta trozos de ópera, se asombra de que la duquesa de Borgoña, a la que le cuesta trabajo disimular su dolor, parezca tan melancólica, y deseoso de que vuelva a empezar inmediatamente el buen humor, para que los cortesanos se decidan a ponerse de nuevo a jugar, ordena al duque de Borgoña que comience una partida de berlanga. Ahora bien; no sólo en los actos mundanos y concentrados, sino en el lenguaje más involuntario, en las preocupaciones, en el empleo que de su tiempo hacía el señor de Guermantes, se encontraba el mismo contraste: los Guermantes no sentían mayor pena que los demás mortales, incluso puede decirse que su verdadera sensibilidad era menor; en cambio, todos los días se veía su nombre en las notas de sociedad del Gaulois, debido al prodigioso número de entierros en que hubieran considerado culpable no hacerse apuntar. Del mismo modo que el viajero vuelve a encontrar, casi iguales, las casas cubiertas de tierra, las terrazas que pudieron conocer Jenofonte o San Pablo, así, en las maneras del señor de Guermantes, hombre que conmovía por su amabilidad y sublevaba por su dureza, esclavo de las obligaciones más insignificantes y que se zafaba de los pactos más sagrados, volvía a encontrar yo, intacta aún al cabo de más de dos siglos transcurridos, esa desviación peculiar de la vida de corte en tiempos de Luis XIV y que transporta los escrúpulos de conciencia del terreno de los afectos y de la moralidad a las cuestiones de pura forma.

La otra razón de la amabilidad de que dio muestras para conmigo la princesa de Parma era más particular. Es que estaba de antemano persuadida de que cuanto veía en casa de la duquesa de Guermantes, cosas y gentes, era de calidad superior a todo lo que tenía ella en su propia casa. En la de todas las demás personas procedía, en rigor, como si así hubiera sido; ante el plato más sencillo, ante las flores más ordinarias, no se contentaba con extasiarse, pedía permiso para mandar a buscar la receta al día siguiente, o para que fueran a ver la especie su cocinero o su jardinero mayor, personajes con grandes sueldos que tenían coche propio y, sobre todo, sus pretensiones profesionales, y se sentían muy humillados por ir a informarse acerca de un plato desdeñado o a tomar de modelo una variedad de claveles que no era ni la mitad de hermosa, de «empenachada» de «mezclillas», de grande en cuanto a las dimensiones de las flores, que las que ellos habían conseguido desde hacía mucho en casa de la misma princesa. Pero si por parte de esta, en casa de todo el mundo, ese pasmo ante las menores cosas era ficticio y estaba destinado a hacer ver que no tomaba de la superioridad de su condición y de sus riquezas un orgullo prohibido por sus antiguos preceptores, disimulado por su madre e insoportable para Dios, tenía, en cambio, con absoluta sinceridad el salón de la duquesa de Guermantes por un lugar privilegiado en el que sólo podía ir de sorpresas en delicias. De una manera general, por lo demás, pero que sería harto insuficiente para explicar este estado de espíritu, los Guermantes se diferenciaban bastante del resto de la sociedad aristocrática; eran más refinados y más raros. A mí, a primera vista, me habían producido la impresión contraria; los había encontrado vulgares, parecidos a todos los hombres y a todas las mujeres, pero era porque previamente había visto en ellos, como en Balbec, en Florencia, en Parma, unos nombres. Evidentemente, en este salón, todas las mujeres que me había imaginado como estatuillas de Sajonia se parecían más, sin embargo, a la inmensa mayoría de las mujeres. Pero al igual que Balbec o Florencia, los Guermantes, después de haber defraudado a la imaginación porque se asemejaban más a sus semejantes que a su propio nombre, podían a seguida, aun cuando en menor grado, ofrecer a la inteligencia ciertas particularidades que les distinguían. Su mismo físico, el color de un rosa especial, que llegaba a veces hasta el violeta, de su carne; cierto rubio, casi luminoso, hasta en los hombres, de los delicados cabellos, apiñados en mechones dorados y suaves, por mitad líquenes parietales y pelaje felino (fulgor lumínico a que correspondía cierta brillantez de la inteligencia, porque si se hablaba de la tez y el pelo de los Guermantes, hablábase asimismo del ingenio de los Guermantes, como del ingenio de los Mortemart, cierta cualidad social más fina ya desde antes de Luis XIV y tanto más reconocida por todos cuanto que ellos mismos la promulgaban), todo esto hacía que en la materia misma, por preciosa que fuera, de la sociedad aristocrática en que se les encontraba enfusados acá y acullá, los Guermantes siguieran siendo reconocibles, fáciles de distinguir y de seguir, como los filones cuya rubiez vetean el jaspe y el ónice, o, mejor todavía, como el ágil ondular de esa cabellera de claridad cuyas despeinadas crines corren como flexibles rayos por las caras de ciertas variedades de ágata.

Los Guermantes —por lo menos los que eran dignos del apellido— no sólo eran de una calidad de carnación, de pelo, de transparente mirada, exquisita, sino que tenían una apostura, una manera de andar, de saludar, de mirar antes de estrechar la mano, de dar la mano, por la que eran tan diferentes en todo ello de un hombre de mundo cualquiera como este de un patán de blusa. Y a pesar de su amabilidad, se decía uno: ¿no tienen verdaderamente derecho, aunque lo disimulen, cuando nos ven andar, saludar, salir, hacer todas esas cosas que, llevadas a cabo por ellos, tornábanse tan graciosas como el vuelo de la golondrina o la inclinación de la rosa, a pensar: son de otra raza que nosotros, y nosotros somos los príncipes de la tierra? Más tarde comprendí que los Guermantes me creían, en efecto, de otra raza, pero que excitaba su envidia, porque yo poseía méritos que ignoraba y que ellos hacían profesión de considerar como los únicos importantes. Más tarde aún me di cuenta de que esta profesión de fe sólo a medias era sincera, y que en ellos el desdén o el asombro coexistían con la admiración y la envidia. La flexibilidad física esencial a los Guermantes era doble: gracias a la una, siempre en acción, y si, por ejemplo, un Guermantes macho iba a saludar a una dama, obtenía una silueta de sí mismo hecha del equilibrio inestable de unos movimientos asimétricos y nerviosamente compensados, una pierna que se arrastraba un poco, ya fuese adrede, ya porque, como se había partido a menudo en cacerías, imprimía al torso, para alcanzar a la otra pierna, una desviación a que hacía contrapeso un hombro más alto que el otro, mientras que el monóculo se instalaba en el ojo, peraltaba una ceja en el mismo momento en que el tupé del peinado se inclinaba para el saludo; la otra flexibilidad, como la forma de la onda, del viento o del surco que guarda para siempre la concha o el barco, se había, por decirlo así, estilizado en una a modo de movilidad fijada, encorvando la nariz ganchuda que, por bajo de los ojos azules y saltones, por cima de unos labios excesivamente delgados, de que salía, en las mujeres, una voz ronca, recordaba el origen fabuloso enseñado en el siglo XVI por la buena voluntad de unos genealogistas parásitos y helenizantes a este linaje antiguo sin duda, pero no hasta el punto que pretendían aquellos cuando le atribuían como origen la fecundación mitológica de una ninfa por un divino Pájaro.

Los Guermantes eran no menos especiales desde el punto de vista intelectual que desde el punto de vista físico. Salvo el príncipe Gilberto (el esposo, de ideas rancias, de «María Gilberto», que hacía sentarse a su mujer a la izquierda, cuando se paseaban en coche, por no ser ella de tan buena sangre —con ser esta, sin embargo, real— como él), pero ese era una excepción y servía, ausente, de objeto a las burlas de la familia y a anécdotas siempre nuevas, los Guermantes, sin dejar de vivir en la «crema» misma de la aristocracia, afectaban no hacer ningún caso de la nobleza. Las teorías de la duquesa de Guermantes, que, a decir verdad, en fuerza de ser Guermantes acababa por convertirse en cierta medida en algo diferente y más agradable, ponían hasta tal punto por encima de todo la inteligencia y eran en política tan socialistas, que uno se preguntaba dónde se escondía en su palacio el genio encargado de asegurar la conservación de la vida aristocrática y que, siempre invisible, pero evidentemente agazapado tan pronto en la antesala como en el salón o en el tocador, recordaba a los criados de esta mujer que no creía en los títulos que la llamasen «señora duquesa», y a esta persona que sólo tenía amor a la lectura y no sabía de respetos humanos, que fuese a cenar a casa de su cuñada cuando sonaban las ocho y que se descotase para ello.

El mismo genio de la familia presentaba a la señora de Guermantes la posición de las duquesas, por lo menos de las primeras de entre estas, y como ella multimillonarias, el sacrificio, hecho a unos tés aburridos, a unas cenas fuera de casa, a unas reuniones, de unas horas en que hubiera podido leer cosas interesantes, como necesidades desagradables análogas a la lluvia, y que la señora de Guermantes aceptaba ejercitando a cuenta de ellas su gracejo criticón, pero sin llegar hasta buscar las razones de su aceptación. El curioso efecto de la casualidad de que el mayordomo de la señora de Guermantes dijera siempre: «la señora duquesa» a esta mujer que sólo creía en la inteligencia no parecía chocarle a ella, sin embargo. Nunca había pensado en rogarle que la llamase «señora» simplemente. Llevando la buena voluntad hasta sus límites extremos, hubiera podido creerse que, distraída, oía tan sólo el «señora», y que el apéndice verbal que se añadía a esto no era percibido. Sólo que, si se hacía la sorda, no era muda. Y es el caso que cada vez que tenía algún encargo que dar a su marido, decía al mayordomo: «le recordará usted al señor duque…».

El genio de la familia tenía, por lo demás, otras ocupaciones; por ejemplo, hacer hablar de moral. Desde luego, había Guermantes más particularmente inteligentes, Guermantes más particularmente morales, y no eran de ordinario los mismos. Pero los primeros —hasta un Guermantes que había cometido falsificaciones y hacía trampas en el juego y que era el más delicioso de todos, abierto a todas las ideas nuevas y justas— trataban mejor aún de moral que los segundos, y del mismo modo que la señora de Villeparisis en los momentos en que el genio de la familia se expresaba por boca de la anciana dama. En momentos idénticos se veía de repente a los Guermantes adoptar un tono casi tan anticuado, casi tan bonachón y, debido al hechizo que les era peculiar, más grande, más enternecedor que el de la marquesa, para decir de una sirvienta: «Se ve que tiene buen fondo, es una chica nada vulgar; debe de ser hija de gente bien; indudablemente ha seguido siempre el buen camino». En esos momentos, el genio de la familia se convertía en entonación. Pero a veces era también giro, expresión fisonómica, la misma en la duquesa que en su abuelo el mariscal, una como inaprehensible convulsión (análoga a la de la Serpiente, genio cartaginés de la familia Barca), que varias veces había hecho que el corazón me diese un vuelco, en mis paseos matinales, cuando, antes de haber reconocido a la señora de Guermantes, sentía que me estaba mirando desde el fondo de una lechería. Este genio había intervenido en una circunstancia que había estado lejos de ser indiferente no sólo a los Guermantes, sino a los Courvoisier, parte adversa de la familia y, aunque de tan buena sangre como los Guermantes, el polo opuesto a ellos (los Guermantes explicaban incluso por su abuela Courvoisier el empeño del príncipe de Guermantes de estar siempre hablando de alcurnia y de nobleza como si eso fuera la única cosa que importara). Los Courvoisier no sólo no asignaban a la inteligencia el mismo rango que los Guermantes, sino que ni aun poseían la misma idea de ella. Para un Guermantes (por necio que fuese), ser inteligente era tener una lengua afilada, ser capaz de decir cosas tremendas, de levantar ronchas; era, también, mostrarse a la altura de cualquiera, así a propósito de pintura como de música o de arquitectura, hablar inglés. Los Courvoisier se forman una idea menos favorable de la inteligencia, y a poco que no se perteneciese a su mundo, ser inteligente no andaba lejos de significar: «haber asesinado probablemente a su padre y a su madre». Para ellos, la inteligencia era como la ganzúa gracias a la cual unas gentes a las que no se conocía ni por Eva ni por Adán forzaban las puertas de los salones más respetados, y en casa de los Courvoisier sabían que acababa siempre por costarle a uno caro haber recibido a semejantes «gentecillas». A los insignificantes asertos de las personas inteligentes que no pertenecían al gran mundo oponían los Courvoisier una desconfianza sistemática. Como alguien hubiese dicho una vez: «Pero Swann es más joven que Palamedes». «Por lo menos, eso dice él, y si él lo dice, esté usted seguro de que su interés lleva en ello», había respondido la señora de Gallardon. Es más: decíase a propósito de dos extranjeras elegantísimas a las que recibían los Guermantes, que se había hecho pasar primero a tal de ellas por ser la mayor: «Pero ¿es siquiera la mayor?», había preguntado la señora de Gallardon, no, positivamente, como si esa clase de personas no tuviese edad, sino como si, verosímilmente privadas de estado civil y religioso, de tradiciones seguras, fuesen más o menos jóvenes, como las gatitas de una misma cesta, entre las que sólo podría orientarse en este respecto un veterinario. Los Courvoisier, mejor que los Guermantes, mantenían, por lo demás, en un sentido la integridad de la nobleza, gracias, a la vez, a la pobreza de su espíritu y a la ruindad de su corazón. Así como los Guermantes (para quienes, de las familias reales y de algunas otras como los Ligne, los La Trémoille, etc., para abajo, todo lo demás se confundía en una vaga morralla) eran insolentes con gentes de rancio abolengo que vivían en torno a Guermantes, precisamente porque no paraban atención en esos méritos de segundo orden de que se preocupaban enormemente los Courvoisier, la falta de esos méritos les importaba poco. Ciertas mujeres que no disfrutaban de una condición muy elevada en su provincia, pero que se habían casado brillantemente, ricas, bonitas, estimadas de las duquesas, eran, para París, donde se está poco al corriente de quiénes son «los papás», un excelente y elegante artículo de importación. Podía ocurrir, bien que raras veces, que semejantes mujeres fueran, por conducto de la princesa de Parma o en virtud de su propio aliciente, recibidas en casa de algunos Guermantes. Pero la indignación de los Courvoisier con respecto a ellas no cedía nunca. Encontrarse, de cinco a seis, en casa de su prima a unas gentes con cuyos padres no les gustaba rozarse a los suyos en el Perche, se convertía para ellos en un motivo de rabia creciente y en tema de inagotables declamaciones. Desde el momento, por ejemplo, en que la encantadora condesa de G… entraba en casa de los Guermantes, el semblante de la señora de Villebon cobraba exactamente la expresión que hubiera debido tomar de haber tenido que recitar el verso: