Por otra parte, Albertina tenía, ligadas en torno a sí, todas las impresiones de una serie marítima que me era particularmente cara. Me parecía que hubiera podido, en las dos mejillas de la muchacha, besar toda la playa de Balbec.
—Si me permite usted de veras que la bese, preferiría dejarlo para más tarde y elegir bien el momento. Sólo que lo que hace falta es que no olvide usted entonces que me ha dado permiso. Necesito «un vale por un beso».
—¿Tengo que firmarlo?
—Pero ¿y si me lo tomase en seguida, tendría otro, de todas maneras, más tarde?
—Me hace usted gracia con sus vales; ya le extenderé otros de cuando en cuando.
—Dígame, otra cosa: ¿sabe usted?, en Balbec, cuando aún no la conocía yo, tenía usted a menudo una mirada dura, maliciosa; ¿no puede decirme en qué pensaba en aquellos momentos?
—¡Ah!, no tengo ningún recuerdo.
—Verá usted, para ayudarla: un día, su amiga Gisela saltó a pies juntos por encima de la silla en que estaba sentado un señor viejo. Trate de recordar lo que pensó usted en ese momento.
—Gisela era con la que menos andábamos; era de la pandilla, si usted quiere, pero no del todo. He debido pensar que estaba muy mal educada y que era muy ordinaria.
—¡Ah!, ¿nada más?
Bien hubiera querido, antes de besarla, llenarla de nuevo del misterio que tenía para mí en la playa antes de que la conociese yo, volver a encontrar en ella el país en que anteriormente había vivido; en su lugar, por lo menos, si no lo conocía, podía insinuar todos los recuerdos de nuestra vida en Balbec, el ruido de la ola al romper bajo mi ventana, los gritos de los niños. Pero al dejar resbalar mi mirada por el hermoso globo sonrosado de sus mejillas, cuyas superficies suavemente combadas iban a morir al pie de los primeros repliegues de sus hermosos cabellos negros que corrían en quebradas cordilleras, alzaban sus contrafuertes escarpados y modulaban las ondulaciones de sus valles, tuve que decirme: «Al fin, ya que no lo he conseguido en Balbec, voy a saber el gusto de la rosa desconocida que son las mejillas de Albertina. Y puesto que los círculos porque podemos hacer cruzar a las cosas y a los seres durante el curso de nuestra existencia no son muy numerosos, acaso pueda yo considerar la mía como en cierto modo realizada, cuando, después de haber hecho salir de su remoto marco el florido rostro que había elegido entre todos, lo haya traído a este nuevo plano en que tendré por fin conocimiento de él por medio de los labios». Me decía esto porque creía que existe un conocimiento por medio de los labios; me decía que iba a conocer el sabor de aquella rosa carnal, porque no había pensado que el hombre, criatura evidentemente menos rudimentaria que el erizo de mar y aun que la ballena, carece todavía, sin embargo, de cierto número de órganos esenciales, y especialmente no posee ninguno que sirva para el beso. Ese órgano ausente lo suple con los labios, y con ello llega acaso a un resultado un poco más satisfactorio que si estuviera reducido a acariciar a la amada con una defensa córnea. Pero los labios, hechos para llevar al paladar el sabor de aquello que les tienta, han de contentarse, sin comprender su error y sin confesar su decepción, con vagar por la superficie y tropezarse con el cercado de la mejilla impenetrable y deseada. Por lo demás, en ese momento, al contacto mismo de la carne, los labios, aun en la hipótesis de que llegaran a ser más expertos y a estar mejor dotados, no podrían sin duda gustar en mayor medida el sabor que la naturaleza les impide actualmente aprehender, porque en esa zona desolada en que no pueden hallar su alimento, están solos, ya que la mirada, y luego el olfato, los han abandonado desde hace mucho. Primero, a medida que mi boca empezó a acercarse a las mejillas que mis miradas le habían propuesto que besase, esas miradas, al desplazarse, vieron unas mejillas nuevas; el cuello, visto más de cerca y como con lupa, mostró en el grosor de su grano una robustez que modificó el carácter del rostro.
Las últimas aplicaciones de la fotografía —que tienden a los pies de una catedral todas las casas que nos parecieron tan a menudo, de cerca, casi tan altas como las torres, hacen sucesivamente maniobrar como un regimiento, en filas, en un orden disperso, en masas apiñadas, los mismos monumentos, acercan una contra otra las dos columnas de la Pizzeta, hace un momento tan distantes, alejan la vecina Salute, y en un fondo pálido y rebajado logran hacer caber un horizonte inmenso bajo el arco de un puente, en el recuadro de una ventana, entre las hojas de un árbol situado en primer plano y de un tono más vigoroso, dan sucesivamente por marco a una misma iglesia las arcadas de todas las demás—, no veo nada más que pueda, en la misma medida que el beso, hacer surgir de lo que creemos una cosa de aspecto definido las otras cien cosas que son asimismo, ya que cada una de ellas dice relación a una perspectiva no menos legítima. En suma: así como, en Balbec, Albertina me había parecido a menudo diferente, ahora, cual si al acelerar prodigiosamente la rapidez de los cambios de perspectiva y de las mudanzas de coloración que nos ofrece una persona en nuestros diversos encuentros con ella hubiera querido yo hacerlos caber todos en unos cuantos segundos para crear experimentalmente de nuevo el fenómeno que diversifica la individualidad de un ser y sacar las unas de las otras como de un estuche todas las posibilidades que encierra, en este breve trayecto de mis labios hacia su mejilla, fueron diez Albertinas las que vi; como quiera que esta muchacha sola era cual una diosa de múltiples cabezas, la que yo había visto la última, si intentaba acercarme a ella, dejaba el sitio a otra. En tanto no la había tocado, al menos, veía yo esa cabeza; un ligero perfume venía de ella hasta mí. Pero ¡ay! —porque para el beso, las ventanillas de nuestra nariz y nuestros ojos están tan mal situados como mal hechos nuestros labios—, de pronto, mis ojos cesaron de ver; mi nariz, a su vez, al aplastarse, no percibió ya ningún olor, y sin conocer más, por eso, el gusto del rosa deseado, supe, por estos detestables signos, que al fin estaba besando la mejilla de Albertina.
¿Era porque representábamos (figurada por la revolución de un cuerpo sólido) la escena inversa de la de Balbec, porque yo estaba acostado y levantada ella, capaz de esquivar un ataque brutal y de dirigir el deleite a su guisa, por lo que me dejó coger con tanta facilidad ahora lo que antes había denegado con un gesto tan severo? (Sin duda, respecto de ese gesto de antaño, la expresión voluptuosa que cobraba hoy su semblante al acercársele mis labios se diferenciaba tan sólo por una desviación de líneas infinitesimal, pero en las que puede caber toda la distancia que hay entre el ademán de un hombre que remata a un herido y el de uno que auxilia a ese mismo herido, entre un retrato sublime o espantoso). Sin saber si tenía que atribuir el honor y estar agradecido de su cambio de actitud a algún bienhechor involuntario que, uno de estos meses últimos, en París o en Balbec, hubiera trabajado para mí, pensé que la forma en que estábamos colocados era la causa principal de ese cambio. Fue, sin embargo, otra la que me facilitó Albertina; exactamente esta: «¡Ah!, es que en ese momento, en Balbec, yo no le conocía; podía creer que llevaba usted malas intenciones». Esta razón me dejó perplejo. Albertina me la dio sin duda sinceramente. Tanto trabajo le cuesta a una mujer reconocer en los movimientos de sus miembros, en las sensaciones experimentadas por su cuerpo, en el curso de una entrevista mano a mano con un camarada, la culpa desconocida en que temblaba de pensar que un extraño premeditase hacerla caer.
En todo caso, cualesquiera que fuesen las modificaciones acaecidas desde hacía algún tiempo en su vida, y que acaso habrían explicado que hubiera concedido fácilmente a mi deseo momentáneo y puramente físico lo que había denegado con horror en Balbec a mi amor, otra mucho más asombrosa se produjo en Albertina esa misma tarde, tan pronto como sus caricias hubieron producido en mí la satisfacción de que debió darse cuenta de sobra, y que yo había incluso temido que la causase el ligero movimiento de repulsión y de pudor ofendido que había tenido Gilberta en un momento análogo detrás del macizo de laureles, en los Campos Elíseos.
Fue todo lo contrario. Ya en el momento en que la había tendido en mi cama y en que había empezado a acariciarla, Albertina había cobrado una expresión, que yo no le conocía, de buena voluntad dócil, de sencillez casi pueril. Borrando en ella todas las preocupaciones, todas las pretensiones habituales, el momento que precede al goce, semejante en esto al que sigue a la muerte, había devuelto a sus facciones rejuvenecidas algo así como la inocencia de los primeros años. Y, sin duda, todo ser cuyo talento es súbitamente puesto en juego se torna modesto, aplicado y encantador; sobre todo, si con ese talento sabe proporcionarnos un gran placer, él mismo es feliz con ello, quiere dárnoslo completo. Pero en esta nueva expresión del rostro de Albertina había algo más que desinterés y conciencia, generosidad profesionales, una a modo de dedicación convencional y súbita; y adonde había vuelto era más allá de su propia infancia, a la juventud de su raza. Harto diferente de mí, que no había deseado nada más que un aplacamiento físico, Albertina parecía encontrar como que hubiera habido por su parte cierta grosería en creer que ese placer material no fuese acompañado de un sentimiento moral y que rematase algo. Ella, que tanta prisa tenía un momento antes, ahora, sin duda porque juzgaba que los besos implican amor y que el amor está por encima de cualquier otro deber, decía, cuando yo le recordaba su cena:
—Pero ¡vamos, si eso no importa!, tengo todo el tiempo por mío.
Parecía como si le molestara levantarse inmediatamente después de lo que acababa de hacer, molesta por urbanidad, lo mismo que Francisca, cuando había creído, sin tener sed, que debía aceptar con una jovialidad decente el vaso de vino que Jupien le ofrecía, no se hubiera atrevido a marcharse inmediatamente después de haber bebido el último sorbo, aunque un deber imperioso cualquiera la hubiese llamado. Albertina —y esta era acaso, con otra que más tarde se verá, una de las razones que sin que yo lo supiera me habían hecho desearla— era una de las encarnaciones de la aldeanita francesa cuyo modelo está, en piedra, en Saint-André-des-Champs. De Francisca, que había, sin embargo, de llegar a ser bien pronto su enemiga mortal, reconocí en ella la cortesía para con el huésped y el extraño, el decoro, el respeto al lecho.
Francisca, que, desde la muerte de mi tía, creía que sólo podía hablar en tono compungido, en los meses que precedieron a la boda de su hija hubiera encontrado chocante, cuando esta se paseaba con su novio, que no lo cogiese del brazo. Albertina, inmovilizada junto a mí, me decía:
—Tiene usted el pelo muy bonito, tiene usted unos ojos hermosos, es usted encantador.
Como, habiéndole hecho notar que era tarde, añadiese yo: «¿No me cree usted?», me respondió —cosa que acaso fuese verdad, pero solamente desde hacía dos minutos y por algunas horas—:
—Yo le creo a usted siempre.
Me habló de mí, de mi familia, de mi medio social. Me dijo: «¡Oh!, ya sé que sus padres conocen gente muy distinguida. Usted es amigo de Roberto Forestier y de Susana Delage». Al pronto, estos nombres no me dijeron absolutamente nada. Pero de repente recordé que, en efecto, había jugado en los Campos Elíseos con Roberto Forestier, al que no había vuelto a ver nunca. En cuanto a Susana Delage, era la sobrinita de la señora de Blandais, y una vez había tenido que ir yo a una lección de baile, e incluso representar un papel de nada en una comedia de salón, en casa de sus padres. Pero el temor a que me acometiera una risa loca, y unas hemorragias nasales, me lo habían impedido, de modo que no la había visto nunca. A lo sumo había creído entender en tiempos que la institutriz, aquella de los Swann, la de las plumas, había estado en casa de sus padres; pero acaso no fuera ella, sino una hermana de esa institutriz o alguna amiga. Hice a Albertina protestas de que Roberto Forestier y Susana Delage ocupaban poco lugar en mi vida. «Es posible, su madre de usted y las de ellos están muy unidas; eso permite situarle a usted. A menudo me cruzo con Susana Delage en la Avenida de Messina: tiene chic». Nuestras madres no se conocían como no fuese en la imaginación de la señora de Bontemps que, habiendo sabido que yo había jugado en otro tiempo con Roberto Forestier, al que parece ser que recitaba versos, había concluido de ello que estábamos unidos por relaciones de familia. No dejaba nunca, según me han contado, pasar el nombre de mamá sin decir: «¡Ah, sí!, es del mundo de los Delage, de los Forestier, etcétera», dando a mis padres una buena nota que no se merecían.
Por lo demás, las nociones sociales de Albertina eran de una estupidez extremada. Creía a los Simonnet, con dos nn, inferiores no sólo a los Simonet, con una sola n, sino a todas las demás personas posibles. El que alguien lleve el mismo apellido que usted sin ser de su familia es una gran razón para desdeñarle. Hay, desde luego, excepciones. Puede ocurrir que dos Simonnet (presentados el uno al otro en una de esas reuniones en que se experimenta la necesidad de hablar de cualquier cosa y en que se siente uno, por otra parte, lleno de disposiciones optimistas; por ejemplo, en el acompañamiento de un entierro que se dirige al cementerio), al ver que se llaman lo mismo, busquen, con una benevolencia recíproca, y sin ningún resultado, si tienen algún lazo común de parentesco. Pero esto no es más que una excepción. Hay muchos hombres que son poco honorables, pero lo ignoramos o no nos cuidamos de ello. Mas si la homonimia hace que nos entreguen cartas destinadas a ellos, o viceversa, empezamos por una desconfianza, a menudo justificada, tocante a lo que valen. Tememos confusiones, las prevenimos con una mueca de disgusto si se nos habla de ellos. Al leer nuestro apellido, ostentado por ellos, en el periódico, nos parece como que lo han usurpado. Los pecados de los demás miembros del cuerpo social nos son indiferentes. Cargamos más pesadamente con ellos a nuestros homónimos. El odio que tenemos a los otros Simonnet es tanto más fuerte cuanto que no es individual, sino que se transmite hereditariamente. Al cabo de dos generaciones sólo se recuerda el mohín insultante que los abuelos tenían para los otros Simonnet; se ignora la causa; no nos chocaría enterarnos de que la cosa ha empezado por un asesinato. Hasta el día, frecuente, en que, entre una Simonnet y un Simonnet que no tienen nada de parientes, todo elfo acaba en boda.
No sólo me habló Albertina de Roberto Forestier y de Susana Delage, sino que espontáneamente, por un deber de confidencia que la aproximación de los cuerpos crea, al comienzo cuando menos, antes que esa aproximación haya engendrado una duplicidad especial y el secreto para con el mismo ser, me contó acerca de su familia y de un tío de Andrea una historia de que se había, en Balbec, negado a decirme una sola palabra; pero no pensaba que debiera parecer aún que tenía secretos para conmigo. Ahora, si su mejor amiga le hubiera contado algo que fuese contra mí, hubiera considerado deber suyo referírmelo. Insistí para que se volviera a su casa; acabó por marcharse, pero tan confusa, por mí, de mi grosería, que se reía casi por disculparme, como la señora de una casa a la que vamos de chaqueta, que nos admite así, pero sin que eso le sea indiferente.
—¿Se ríe usted? —le dije.
—No me río, le sonrío a usted —me respondió tiernamente—. ¿Cuándo le vuelvo a ver? —añadió, como si no admitiera que lo que acabamos de hacer, ya que es de costumbre su coronación, no fuese por lo menos el preludio de una gran amistad, de una amistad preexistente y que nos debíamos descubrir, confesar, y que era lo único que podía explicar aquello a que nos habíamos entregado.
—Puesto que me autoriza usted a ello, en cuanto pueda la mandaré a buscar.
No me atreví a decirle que quería subordinarlo todo a la posibilidad de ver a la señora Stermaria.
—¡Ay!, será de improviso, nunca sé por anticipado… —le dije—. ¿Sería posible mandarla a buscar entre dos luces, cuando yo esté libre?
—Será muy posible bien pronto, porque tendré entrada independiente de la de mi tía. Pero en este momento es irrealizable. De todas maneras, yo vendré, por si acaso, mañana o pasado mañana en las primeras horas de la tarde. Usted me recibe solamente si puede.
Al llegar a la puerta, pasmada de que yo no me hubiese adelantado a ella, me tendió su mejilla, juzgando que no había ninguna necesidad de un grosero deseo físico para que nos besásemos ahora. Como las breves relaciones que un momento antes habíamos tenido juntos eran de esas a que conducen a veces una intimidad absoluta y una elección del corazón, Albertina había creído que debía improvisar y añadir momentáneamente a los besos que habíamos cambiado en mi cama el sentimiento de que esos besos hubieran sido signo para un caballero y su dama tales como podía concebirlos un juglar gótico.
Cuando me hubo dejado la moza picarda, que hubiera podido esculpir en su pórtico el imaginero de Saint-André-des-Champs, me trajo Francisca una carta que me colmó de alegría, ya que era la de la señora de Stermaria, que aceptaba mi invitación a cenar. De la señora de Stermaria; es decir, para mí, más que de la señora Stermaria real, de aquella en que había estado pensando todo el día antes de la llegada de Albertina. En la terrible añagaza del amor, que empieza por hacernos jugar no con una mujer del mundo exterior, sino con una muñeca interior de nuestro cerebro, la única, por otra parte, que tenemos siempre a nuestra disposición, la única que poseeremos, que la arbitrariedad del recuerdo, casi tan absoluta como la de la imaginación, puede haber hecho tan diferente de la mujer real como del Balbec real lo había sido para mí el Balbec soñado; creación ficticia a la que poco a poco, para sufrimiento nuestro, forzaremos a la mujer real a asemejarse.
Albertina me había hecho retrasarme tanto, que la comedia había acabado hacía un instante cuando llegué a casa de la señora de Villeparisis; y como tenía pocas ganas de remontar contra corriente el oleaje de los invitados, que fluía comentando la gran noticia, la separación que se decía llevada ya a cabo entre el duque y la duquesa de Guermantes, me había, a la espera de poder saludar a la señora de la casa, sentado en una bergère[37] desocupada del segundo salón, cuando del primero, donde seguramente había estado sentada en la mismísima primera fila de sillas, vi salir, majestuosa, amplia y alta, con un largo traje de raso amarillo que tenía aplicadas en relieve unas enormes adormideras negras, a la duquesa. Ya no me causaba ninguna inquietud verla. Cierto día, poniéndome las manos en la frente (como acostumbraba cuando tenía miedo de apenarme), diciéndome: «No sigas saliendo para encontrarte con la señora de Guermantes; eres la comidilla de la casa. Además, ya ves lo mala que está tu abuela; realmente tienes cosas más serias que hacer que apostarte al paso de una mujer que se burla de ti», de golpe y porrazo, como un hipnotizador que os hace tornar del remoto país en que os imagináis estar y os vuelve a abrir los ojos, o como el médico que, devolviéndoos al sentido del deber y de la realidad, os cura de un mal imaginario en que os complacíais, mi madre me había despertado de un sueño demasiado largo. El día que había seguido a aquel había sido consagrado a decir un último adiós a la enfermedad a que renunciaba; había cantado varias horas seguidas, llorando, el «Adiós» de Schubert.
… Adieu, des voix étranges
T’appellent loin de moi, céleste soeur des Anges[38].
Y luego se había acabado. Había dejado de salir por las mañanas, y tan fácilmente, que hice entonces el pronóstico —que ya veremos cómo resultó falso más tarde— de que me acostumbraría sin trabajo, en el curso de mi vida, a no volver a ver a una mujer. Y cuando después me contó Francisca que Jupien, que tenía ganas de instalarse más en grande, buscaba una tienda en el barrio, yo, deseoso de encontrarle una (encantado, asimismo, de vagar por la calle que ya desde mi lecho oía gritar luminosamente como una playa; de ver, bajo el levantado telón de hierro de las vaquerías, las lecheritas con manguitos blancos), había podido volver a empezar mis salidas. Libérrimamente, por lo demás, puesto que tenía conciencia de que ya no lo hacía con objeto de ver a la señora de Guermantes, ni más ni menos que como una mujer que adopta precauciones infinitas mientras tiene un amante, desde el día en que ha roto con él deja a la vista por todas partes sus cartas, con riesgo de descubrir a su marido una culpa de que ella misma ha acabado de espantarse al mismo tiempo que de cometerla. A menudo era con el señor de Norpois con quien me tropezaba. Lo que me daba pena era enterarme de que casi todas las casas estaban habitadas por gentes desventuradas. Aquí la mujer lloraba sin cesar porque su marido la engañaba. Allá era a la inversa. Acullá, una madre trabajadora, molida a palos por un hijo borracho, trataba de ocultar su sufrimiento a los ojos de los vecinos. Toda una mitad de la humanidad lloraba. Y cuando la conocí, vi que era tan exasperante, que me pregunté si no eran el marido o la mujer adúlteros, que lo eran solamente porque la felicidad legítima les había sido negada y se mostraban encantadores y leales para con cualquier otro que no fuese su mujer o su marido, quienes tenían razón. Bien pronto no tenía ya ni el móvil de ser útil a Jupien para proseguir mis peregrinaciones matinales. Porque se supo que al ebanista de nuestro patio, cuyos talleres sólo estaban separados del obrador de Jupien por un tabique muy delgado, iba a ponerlo en la calle el administrador porque daba unos golpes demasiado ruidosos. No podía esperar cosa mejor Jupien: los talleres tenían un sótano para guardar leña, que comunicaba con nuestras bodegas. Allí metería Jupien su carbón, haría echar abajo el tabique y tendría un solo y vasto obrador. Pero yo, aun sin la distracción de tener que buscar alojamiento para él, había seguido saliendo antes de comer. Además, como Jupien, que encontraba elevadísima la renta que pedía el señor de Guermantes, dejaba que la gente visitase el local para que, perdida la esperanza de encontrar inquilino, el duque se resignase a hacerle una rebaja, Francisca, que había observado que, hasta después de la hora en que ya no venía nadie, el portero dejaba entornada la puerta de la tienda por alquilar, venteó una trampa armada por el portero para atraer a la novia del lacayo de los Guermantes (allí encontrarían un rincón para el amor), y luego sorprenderlos.
De todas maneras, aunque ya no tenía que buscar local para Jupien, seguí saliendo antes de almorzar. A menudo, en estas salidas, me encontraba con el señor de Norpois. Solía ocurrir que este, mientras hablaba con algún colega suyo, lanzaba sobre mí unas miradas que, después de haberme examinado íntegramente, se desviaban hacia su interlocutor sin haberme sonreído ni saludado más que si no me hubiera conocido en absoluto. Porque en estos importantes diplomáticos, el mirar de cierta manera no tiene por objeto haceros saber que os han visto, sino que no os han visto y que tienen que hablar con su colega de alguna cuestión seria. Una mujer alta con la que me cruzaba frecuentemente cerca de casa era menos discreta conmigo. Porque, aun cuando yo no la conociese, se volvía hacia mí, me esperaba —inútilmente— delante de los escaparates de los tenderos, me sonreía, como si fuese a besarme, hacía el ademán de entregarse. Si encontraba alguien a quien conociese, recobraba un continente glacial para conmigo. Desde hacía ya mucho tiempo, en estas paseatas de por la mañana, según lo que tuviera que hacer, aunque fuese comprar el periódico más insignificante, elegía yo el camino más directo, sin sentir pesar si ese camino quedaba fuera del recorrido habitual que seguían los paseos de la duquesa, y si, por el contrario, formaba parte de él, sin escrúpulos ni disimulo, porque ya no me parecía el camino prohibido en que arrancaba a una ingrata el favor de verla a pesar suyo. Pero no había pensado en que mi curación, al darme con respecto a la señora de Guermantes una actitud normal, habría de llevar paralelamente a cabo la misma obra por lo que a ella hacía, y tornaba posibles una amabilidad, una amistad que ya no me importaban. Hasta aquí, los esfuerzos del mundo entero, coaligados para acercarme a ella, hubieran expirado ante la mala suerte que proyecta un amor desgraciado. Hadas más poderosas que los hombres han decretado que, en esos casos, nada podrá servir hasta el día en que hayamos dicho sinceramente en nuestro corazón las palabras: «Ya no amo». Yo le había tomado a mal a Saint-Loup que no me hubiese llevado a casa de su tía. Pero ni él ni nadie era capaz de romper un encantamiento. Mientras quería a la señora de Guermantes, las muestras de amabilidad que de los demás recibía yo, los cumplidos, me dolían no sólo porque eran cosa que no venía de ella, sino porque no llegaban a noticia suya. Pero es el caso que aunque se hubiese enterado de todo ello, de nada hubiera servido. Hasta en los detalles de un cariño, una ausencia, el rechazar un almuerzo, un rigor involuntario, inconsciente, sirven de más que todas las cosméticas y que los trajes más hermosos. No faltarían advenedizos si se enseñase en este sentido el arte de hacer fortuna.
En el momento en que cruzaba el salón donde estaba yo sentado, lleno el pensamiento del recuerdo de unos amigos a quienes no conocía yo y con los que acaso fuese ella a encontrarse de nuevo, ahora mismo, en otra reunión, la señora de Guermantes me vio en mi bergère como un verdadero indiferente que sólo trataba de ser amable, al paso que, cuando estaba enamorado, tantos intentos había hecho por adoptar, sin conseguirlo, aires de indiferencia: la duquesa torció el paso, vino hacia mí, y, volviendo a encontrar aquella sonrisa de la tarde de la Opera Cómica, sonrisa que el penoso sentimiento de ser querida por alguien a quien ella no quería no borraba ya:
—No, no se moleste, ¿me permite que me siente un instante a su lado? —me dijo, recogiendo graciosamente su inmensa falda que, a no ser por eso, hubiera ocupado totalmente la bergère.
Más alta que yo, y aumentada además por todo el volumen de su traje, casi me rozaban su admirable brazo desnudo —en torno al cual un vello imperceptible e innumerable hacía humear perpetuamente como un vapor dorado— y la rubia franja de sus cabellos que mandaban hasta mí su fragancia. Como apenas le quedaba sitio, no podía volver fácilmente hacia mí, y obligada a mirar ante sí más que hacia mi lado, cobraba una expresión soñadora y dulce, como en un retrato.
—¿Tiene usted noticias de Roberto? —me dijo.
La señora de Villeparisis pasó en ese momento.
—¡Vamos! ¡Bonita hora tiene usted de llegar, caballero, para una vez que se le ve!
Y advirtiendo que yo hablaba con su sobrina, suponiendo acaso que estábamos más unidos de lo que ella sabía:
—Pero no quiero interrumpir su conversación con Oriana —añadió (porque los buenos oficios de la tercera forman parte de los deberes de una señora de su casa)—. ¿No quiere usted venir a cenar el miércoles con ella?
Era el día en que tenía yo que cenar con la señora de Stermaria; no acepté.
—¿Y el sábado?
Como mi madre volvía el sábado o el domingo, hubiera sido poco delicado no quedarme todas las noches a cenar con ella; así es que tampoco acepté.
—¡Ah!, no es fácil poder contar con usted.
—¿Por qué no va usted nunca a verme? —me dijo la señora de Guermantes cuando la de Villeparisis se hubo alejado para felicitar a los artistas y entregar a la diva un ramo de rosas, cuyo único valor era el que le daba la mano que lo ofrecía, ya que el ramo no había costado arriba de veinte francos. (Era, por otra parte, el premio máximo de la señora de Villeparisis para los que sólo habían cantado una vez en su casa. Los artistas que prestaban su concurso a todas sus matinées y recepciones recibían rosas pintadas por la marquesa).
—Es un fastidio esto de no verse nunca como no sea en casa ajena. Ya que no quiere usted cenar conmigo en casa de mi tía, ¿por qué no viene a cenar a mi casa?
Algunos que se habían quedado en la reunión el mayor tiempo posible con cualesquiera pretextos, pero que por fin se retiraban, al ver a la duquesa sentada, para hablar con un joven, en un mueble tan estrecho que no podían estar en él más que dos personas, pensaron que les habían informado mal, que era la duquesa, no el duque, quien pedía la separación por causa mía. Luego se apresuraron a difundir la noticia. Yo estaba en mejores condiciones que nadie de conocer su falsedad. Pero me sorprendía que en esos períodos tan difíciles en que se efectúa una separación aún no consumada, la duquesa, en lugar de aislarse, invitara justamente a una persona a quien conocía tan poco. Tuve la sospecha de que había sido únicamente el duque quien no quería que ella me invitase, y que ahora que él la abandonaba, la duquesa no veía ya ningún obstáculo que le impidiera rodearse de la gente que le agradase.
Dos minutos antes me habrían dejado estupefacto, de haberme dicho que la señora de Guermantes me iba a pedir que fuese a verla, más aún, a cenar con ella. De nada me servía saber que el salón de Guermantes no podía presentar las particularidades que había extraído yo de este nombre: el hecho de que me hubiera estado prohibido entrar en él, obligándome a comunicarle la misma índole de existencia que a los salones cuya descripción leemos en una novela o cuya imagen hemos visto en un sueño, hacía que, aun cuando estuviera seguro de que era semejante a todos los demás, me lo imaginase por completo distinto; entre él y yo estaba la barrera en que acaba lo real. Cenar en casa de los Guermantes era como emprender un viaje durante mucho tiempo deseado, hacer pasar ante mis ojos un deseo de mi cabeza y trabar conocimiento con un sueño. Lo menos que hubiera podido creer es que se trataba de una de esas comidas a que los dueños de una casa le invitan a uno diciéndole: «Venga usted, no habrá absolutamente nadie más que nosotros», haciendo como que atribuyen al paria el temor que ellos mismos sienten de verlo mezclado a sus demás amigos, y tratando incluso de transformar en un envidiable privilegio, reservado exclusivamente a los íntimos, la cuarentena del excluido, a pesar suyo huraño y favorecido. Lejos de ello, me percaté de que la señora de Guermantes tenía el deseo de hacerme saborear lo más agradable que tenía, cuando me dijo, exponiendo, de añadidura, ante mis ojos la belleza violácea de una llegada a casa de la tía de Fabricio, y el milagro de una presentación al conde Mosca:
—¿No tendría usted libre el viernes para que nos reuniésemos en la intimidad? ¡Qué bien estaría! Irá la princesa de Parma, que es encantadora; ante todo, no le invitaría a usted de no ser para que se encontrase con gente agradable.
Abandonada en los círculos mundanos intermedios que están entregados a un perpetuo movimiento de ascensión, la familia desempeña, por el contrario, importante papel en los círculos inmóviles como la pequeña burguesía y como la aristocracia principesca que no puede aspirar a elevarse ya que, por encima de ella, desde su especial punto de vista, no hay nada. La amistad de que me daban pruebas «la tía Villeparisis» y Roberto me habían hecho acaso, para la señora de Guermantes y sus amigos, que vivían siempre sobre sí y en un mismo corrillo, objeto de una atención curiosa que yo no sospechaba.
La duquesa tenía de esos parientes un conocimiento familiar, cotidiano, vulgar, muy diferente de lo que nos imaginarnos nosotros, y en el que, si nos encontramos comprendidos, lejos de que nuestros actos sean por ello expulsados como la mota de polvo del ojo o la gota de agua de la traquearteria, pueden quedar grabados, ser comentados, referidos todavía años después de que nosotros mismos los hemos olvidado, en el palacio en que estamos asombrados de encontrarlos como una carta nuestra en una preciosa colección de autógrafos.
Unos elegantes que no son más que eso, pueden vedar el acceso a su puerta, excesivamente invadida. Pero la de los Guermantes no lo estaba. Un extraño casi nunca tenía ocasión de pasar por delante de ella. Para una vez que la duquesa se encontraba con que le indicaban a alguien, no pensaba en preocuparse del valor mundano que pudiera traer consigo ese alguien, ya que ese valor era cosa que ella confería y no podía recibir. No pensaba más que en las cualidades reales del nuevo conocido. La señora de Villeparisis y Saint-Loup le habían dicho que yo las poseía. Y sin duda no les hubiera dado crédito de no haber observado que ni la de Villeparisis ni Saint-Loup conseguían nunca hacerme ir a su casa cuando ellos querían, cosa que se le antojaba a la duquesa señal de que un extraño formaba parte de la «gente agradable».
Había que ver, cuando hablaba de mujeres que no le hacían mucha gracia, cómo cambiaba de fisonomía si se nombraba a propósito de alguna, por ejemplo, a su cuñada. «¡Oh!, es encantadora», decía con expresión de agudeza y de certidumbre. La única razón que de ello daba era que la dama en cuestión se había negado a ser presentada a la marquesa de Chaussegros y a la princesa de Silistria. No añadía que la misma dama se había negado a dejarse presentar a ella, a la duquesa de Guermantes. El caso se había dado, con todo, y desde ese día el espíritu de la duquesa daba vueltas en torno a lo que realmente podría pasar en casa de la dama tan difícil de conocer. Se moría de ganas de ser recibida en aquella casa. Las gentes de mundo tienen hasta tal punto la costumbre de que se las asedie, que aquel que huye de ellas les parece un fénix y acapara su atención.
El verdadero motivo de que me invitara, ¿era el ánimo de la señora de Guermantes (desde que ya no estaba yo enamorado de ella) el que yo no anduviese detrás de sus parientes a pesar de andar ellos detrás de mí? No lo sé. De todas maneras, ya que se había decidido a invitarme, quería hacerme los honores de lo mejor que tenía en su casa, y alejar a aquellos de sus amigos que hubieran podido impedirme volver, aquellos de quienes sabía ella que eran fastidiosos. Yo no había sabido a qué atribuir el cambio de rumbo de la duquesa cuando la había visto desviarse de su curso estelar, venir a sentarse a mi lado e invitarme a cenar, efecto de causas ignoradas, por falta de un sentido especial que nos informe en este respecto. Nos figuramos a las gentes que conocemos apenas —cual yo a la duquesa— como si sólo pensaran en nosotros en los raros momentos en que nos ven. Pero es el caso que este olvido ideal en que nos figuramos que nos tienen es absolutamente arbitrario. De modo que mientras en el silencio de la soledad, semejante al de una hermosa noche, nos imaginamos a las diferentes reinas de la sociedad siguiendo su camino por el cielo a una distancia infinita, no podemos defendernos contra un sobresalto de malestar o de placer si nos cae de lo alto, como un aerolito que trae grabado nuestro nombre, que creíamos desconocido en Venus o en Casiopea, una invitación a cenar o un avieso chismorreo.
Quizá a veces, cuando a imitación de los príncipes persas que, al decir del Libro de Ester, se hacían leer los registros en que estaban inscritos los nombres de aquellos de sus súbditos que habían dado muestras de celo para con ellos, la señora de Guermantes consultaba la lista de las personas bien intencionadas, se había dicho de mí: «Uno al que le diremos que venga a cenar». Pero otros pensamientos la habían distraído…
(De soins tumultueux un prince environné
Vers de nouveaux objets est sans cesse entraîné)[39].
… hasta el momento en que me había visto solo como a Mardoqueo a la puerta del palacio; y como el verme había refrescado su memoria, quería, cual Asuero, colmarme de sus dones.
Sin embargo, debo decir que una sorpresa de opuesto género iba a seguir a la que me había llevado en el momento en que me había invitado la señora de Guermantes. Como me había parecido más modesto por parte mía, y más agradecido, no disimular esa sorpresa, y expresar, por el contrario, con exageración lo que de gozoso tenía, la señora de Guermantes, que se disponía a salir para una última reunión, acababa de decirme, casi como una justificación, y por temor a que yo no supiera bien quién era ella, ya que tan asombrado parecía de ser invitado a su casa: «Ya sabe usted que soy la tía de Roberto de Saint-Loup, que le quiere a usted mucho, y, además, ya nos hemos visto aquí». Al responder que ya lo sabía, añadí que también conocía al señor de Charlus, que «había sido muy amable conmigo en Balbec y en París». La señora de Guermantes dio muestras de extrañeza, y sus miradas parecieron referirse, como para una verificación, a una página ya más antigua del libro íntimo. «¡Cómo!, pero ¿conoce usted a Palamedes?». Este nombre cobraba en los labios de la señora de Guermantes una gran dulzura por la sencillez involuntaria con que la duquesa hablaba de un hombre tan brillante, pero que para ella era nada más que su cuñado y el primo con quien se había criado. Y en la confusa grisura que era para mí la vida de la duquesa de Guermantes, este nombre de Palamedes ponía como la claridad de los largos días estivales en que había jugado con él la duquesa, de niña, en Guermantes, en el jardín. Además, en esa parte, desde hacía mucho transcurrida, de su existencia, Oriana de Guermantes y su primo Palamedes habían sido muy diferentes de lo que habían llegado a ser después: particularmente el señor de Charlus, entregado por entero a unos gustos artísticos que más tarde había refrenado tan bien que me quedé estupefacto al saber que era él quien había pintado el inmenso abanico de iris amarillos y negros que desplegaba en aquel momento la duquesa. También hubiera podido enseñarme esta una sonatina que en otro tiempo había compuesto para ella su primo. Ignoraba yo en absoluto que el barón tuviese todos estos talentos de que jamás hablaba. Digamos de paso que al señor de Charlus no le hacía mucha gracia que su familia le llamase Palamedes. Por lo que hace a «Memé», todavía hubiera podido comprenderse que no le agradase. Estas estúpidas abreviaturas son un signo de la incomprensión que la aristocracia tiene de su propia poesía (el judaísmo posee, por lo demás, la misma incomprensión, ya que a un sobrino de lady Rufus Israël que se llamaba Moisés le llamaban corrientemente entre la buena sociedad: «Momó»), al mismo tiempo que de su preocupación por no parecer que concede importancia a lo que es aristocrático. Ahora bien, el señor de Charlus tenía en este respecto más imaginación poética y más orgullo, del que hacía alarde. Pero la razón que le movía a encontrar muy poco de su gusto el «Memé» no era esa, toda vez que se extendía igualmente al hermoso nombre de Palamedes. La verdad es que, juzgándose, sabiéndose de familia principesca, hubiera querido que su hermano y su cuñada dijesen, al referirse a él: «Charlus», como la reina María Amelia o el duque de Orleáns podían decir de sus hijos, nietos, sobrinos y hermanos: «Joinville, Nemours, Chartres, París».
—¡Qué amigo de tapujos es este Memé! —exclamó la duquesa—. Le hemos hablado mucho de usted, nos ha dicho que quedaría encantadísimo de conocerle, absolutamente como si no le hubiera visto nunca. Confiese usted que tiene gracia y, cosa que no es muy amable, por mi parte, decir de un cuñado al que adoro y cuyo raro valor admiro: a ratos, un tanto de loco.
Me sorprendió mucho esta palabra aplicada al señor de Charlus, y me dije que acaso esa semilocura explicase ciertas cosas; por ejemplo, que el señor de Charlus hubiera parecido tan encantado con el proyecto de pedirle a Bloch que apalease a su propia madre. Me di cuenta de que no sólo por las cosas que decía, sino por la forma en que las decía, el señor de Charlus estaba algo loco. La primera vez que se oye a un abogado o a un actor queda uno sorprendido por su tono, tan diferente de la conversación. Pero como nos damos cuenta de que todo el mundo lo encuentra perfectamente natural, no dice uno nada a los demás, no se dice nada a sí mismo, nos contentamos con apreciar el grado de talento. A lo sumo, se piensa de un actor del Teatro Francés: ¿por qué, en lugar de dejar volver a caer el brazo que tenía en alto, lo ha hecho descender con pequeñas sacudidas, entreveradas de descansos, durante diez minutos lo menos?, o, de un Labori: ¿por qué, desde que ha abierto la boca, ha emitido esos sonidos trágicos, inesperados, para decir la cosa más sencilla? Pero como todo el mundo admite esto a priori, no choca. Del mismo modo, al reflexionar sobre ello, decíase uno que el señor de Charlus habla de sí mismo con énfasis, en un tono que no tenía nada del ordinario. Parecía como que hubiera habido que decirle a cada minuto: «Pero ¿por qué grita usted tan fuerte? ¿Por qué es usted tan insolente?». Sólo que todo el mundo parecía haber admitido tácitamente que así estaba bien. Y entraba uno en el corro que lo jaleaba mientras estaba perorando. Pero, en realidad, un extraño, en ciertos momentos, hubiera creído oír gritar a un demente.
—Pero ¿está usted seguro de que no lo confunde, de que habla realmente de mi cuñado Palamedes? —añadió la duquesa con una ligera impertinencia que en ella se injertaba en la sencillez.
Repuse que estaba absolutamente seguro, y que el señor de Charlus tenía por fuerza que haber oído mal mi nombre.
—Bueno, le dejo a usted —me dijo, como lamentándolo, la señora de Guermantes—. Tengo que ir un momento a casa de la princesa de Ligne. ¿No va usted por allí? ¿No? ¿No le gusta la vida de sociedad? Tiene usted mucha razón, es insoportable. ¡Si yo no me viese obligada! Pero es mi prima; no sería delicado. Lo siento egoístamente, por mí, porque hubiera podido llevarle a usted conmigo, e incluso volverle a su casa. Entonces, me despido de usted y me felicito por lo del miércoles.
Que el señor de Charlus se hubiera avergonzado de mí delante del señor de Argencourt, pase aún. Pero que delante de su misma cuñada, que tan alta idea tenía de él, negase conocerme —hecho tan natural, puesto que yo conocía a la vez a su tía y a su sobrino— es lo que no me era posible comprender.
Para acabar con esto, diré que, desde cierto punto de vista, había en la señora de Guermantes una verdadera grandeza, que consistía en borrar por entero todo lo que otras no hubieran olvidado sino incompletamente. Aunque nunca me hubiese encontrado acosándola, siguiéndola, rastreando su pista en sus paseos matinales, aunque jamás hubiera respondido a mi saludo cotidiano con una impaciencia agobiada, aunque nunca hubiese mandado a paseo a Saint-Loup cuando este le había suplicado que me invitase, no hubiera podido tener para conmigo unos modales más nobles ni más naturalmente amables. No sólo no se extendía en disculpas retrospectivas, en medias palabras, en sonrisas ambiguas, en tácitas inteligencias; no sólo tenía en su afabilidad actual, sin retrocesos, sin reticencias, algo tan orgullosamente rectilíneo como su majestuosa estatura, sino que los motivos de queja que había podido sentir contra alguien en el pasado estaban tan por entero reducidos a cenizas, esas mismas cenizas habían sido arrojadas tan lejos de su memoria o, por lo menos, de su manera de ser, que al ver su rostro, cada vez que tenía que tratar con la más hermosa sencillez de lo que en tantos otros hubiera servido de pretexto a restos de frialdad, a recriminaciones, la impresión que tenía uno era de algo así como una purificación.
Pero si yo estaba sorprendido de la modificación que con respecto a mí se había operado en ella, cuánto más lo estaba al encontrar en mí un cambio muchísimo mayor respecto de ella. ¿No había habido un momento en que no recobraba yo vida y fuerza si no había buscado, echando de continuo los cimientos de nuevos proyectos, alguien que hiciera que ella me recibiese y, después de esta primera ventura, procurase otras muchas a mi corazón, cada vez más exigente? La imposibilidad de encontrar nada era lo que me había hecho salir para Doncières a ver a Roberto de Saint-Loup. Y ahora eran realmente las consecuencias derivadas de una carta de este lo que me tenía agitado, sólo que a cuenta de la señora de Stermaria y no de la de Guermantes.
Agreguemos, para acabar con esta recepción, que ocurrió en ella un hecho, rectificado algunos días después, que no dejó de extrañarme, me indispuso por algún tiempo con Bloch y constituye en sí una de esas curiosas contradicciones cuya explicación habrá de encontrarse al final de este volumen (Sodoma, I)[40]. Bloch, en casa de la señora de Villeparisis, no cesó de alabarme las muestras de amabilidad del señor de Charlus, que, cuando se encontraba con él en la calle, le miraba a los ojos como si le conociese, tenía ganas de conocerle, sabía muy bien quién era. Yo me sonreí, al pronto, ya que con tanta violencia se había expresado Bloch en Balbec a propósito del mismo señor de Charlus. Y pensé simplemente que Bloch, al igual que le ocurría a su padre con Bergotte, conocía al barón «sin conocerle». Y que lo que tomaba por una mirada amable era una mirada distraída. Pero Bloch acabó por llegar a tantas precisiones, pareció tan seguro de que en dos o tres ocasiones el señor de Charlus había querido abordarle, que, acordándome de haber hablado de mi camarada al barón, el cual, justamente al volver de una visita a casa de la señora de Villeparisis, me había hecho varias preguntas acerca de él, formé la suposición de que Bloch no mentía, que el señor de Charlus se había enterado de su nombre, de que era amigo mío, etc… Así, algún tiempo después, en el teatro, pedí al señor de Charlus permiso para presentarle a mi amigo, y ante su aquiescencia fui a buscarlo. Pero desde el momento en que el señor de Charlus lo vio, una extrañeza inmediatamente reprimida se pintó en su rostro, en el que fue sustituida por un centelleante furor. No sólo no tendió la mano a Bloch, sino que cada vez que este le dirigió la palabra le respondió con el talante más insolente, con una voz irritada y ofensiva. De modo que Bloch, que, según decía, no había recibido hasta entonces del barón más que sonrisas, creyó que yo, en lugar de hablarle en favor suyo, le había hecho un mal tercio durante el breve diálogo en que, sabiendo el gusto del señor de Charlus por los protocolos, le había hablado de mi camarada antes de presentárselo. Bloch nos dejó, desmazalado como una persona que ha querido montar un caballo dispuesto a cada paso a desbocarse, o nadar contra unas olas que sin cesar lo arrojan a uno contra los guijarros de la orilla, y no volvió a hablarme en seis meses.
Los días que precedieron a mi cena con la señora de Stermaria fueron para mí no deliciosos, sino insoportables. Es que, en general, cuanto más corto es el tiempo que nos separa de lo que nos proponemos, más largo nos parece, porque le aplicamos medidas más breves, o simplemente porque pensamos en medirlo. El papado, dicen, cuenta por siglos, y acaso ni siquiera piensa en contar, porque su objetivo está en el infinito. Yo, como el mío estaba solamente a la distancia de tres días, contaba por segundos, me entregaba a esos fantaseos que son comienzos de caricias, de caricias que rabia uno al no poderlas hacer acabar por la mujer misma (esas caricias precisamente, con exclusión de cualesquiera otras). Y en suma, si es verdad que, en general, la dificultad de alcanzar el objeto de un deseo aumenta este (la dificultad, no la imposibilidad, pues esta última lo suprime), sin embargo, para un deseo enteramente físico, la certeza de que ha de ser realizado en un momento próximo y determinado es apenas menos exaltante que la incertidumbre; casi tanto como la duda ansiosa, la ausencia de duda torna intolerable la espera del placer infalible, ya que hace de esa espera una realización innumerable y, merced a la frecuencia de las representaciones anticipadas, divide el tiempo en cortes tan menudos como lo haría la angustia.
Lo que yo necesitaba era poseer a la señora de Stermaria, porque desde hacía varios días, con una actividad incesante, mis deseos habían preparado en mi imaginación ese placer, y sólo ese; otro (el placer con otra) no hubiera estado en sazón, ya que el placer no es más que el realizarse una apetencia previa y que no es siempre la misma, que cambia según las mil combinaciones de la ilusión, los azares del recuerdo, el estado del temperamento, el orden de disponibilidad de los deseos, de que los últimos atendidos descansen hasta que haya sido olvidada un tanto la decepción de su realizarse; yo no hubiera estado dispuesto, había dejado ya el camino real de los deseos generales y me había enveredado por el sendero de un deseo particular: hubiera sido preciso, para desear otra cita, volver de demasiado lejos para alcanzar de nuevo el camino real y tomar otro sendero. Poseer a la señora de Stermaria en la isla del Bosque de Bolonia, donde la había invitado a cenar, era el placer que me imaginaba a cada minuto. Este placer hubiera quedado naturalmente destruido si yo hubiese cenado en esa isla sin la señora de Stermaria; pero quizá también harto disminuido, de cenar, aun con ella, en otro sitio. Por otra parte, las actitudes conforme a las que nos figuramos un placer son previas a la mujer, al género de mujeres que para él conviene. Son esas actitudes las que lo gobiernan, de igual suerte que imponen el lugar y a causa de ello hacen que vuelvan a nuestro caprichoso pensamiento tal mujer, tal paraje, tal alcoba que en otras semanas hubiésemos desdeñado. Hijas de la costumbre, ciertas mujeres no van bien sin el vasto lecho en que encuentra uno la paz al lado de ellas, y otras, para ser acariciadas con una intención más secreta, requieren las hojas al viento, las aguas en la noche, son ligeras y huidizas tanto como unas y otras.
Claro que mucho antes ya de haber recibido la carta de Saint-Loup, y cuando aún no se trataba de la señora de Stermaria, la isla del Bosque me había parecido como hecha adrede para el placer, porque me había ocurrido ir allí a saborear la tristeza de no tener ningún goce a que dar abrigo en aquellos lugares. Por las orillas del lago que conducen a esa isla y a lo largo de las que, en las últimas semanas del estío, van a pasearse las parisienses que aún no han salido de veraneo, es por donde, sin saber ya en qué lugar encontrarla, ni siquiera si no habrá abandonado ya París, vaga uno con la esperanza de ver pasar a la muchachita de quien se ha enamorado en el último baile del año, a la que ya no podrá uno volver a encontrar en ninguna reunión de la primavera siguiente. Sintiéndose en vísperas, o acaso al día siguiente de la partida del ser querido, sigue uño, por la orilla del agua trémula, esas hermosas avenidas en que ya una primera hoja roja florece como una última rosa, escruta el horizonte en que, merced a un artificio inverso al de esos panoramas bajo cuya rotonda los personajes de cera del primer plano comunican a la tela pintada del fondo la ilusoria apariencia de la profundidad y del volumen, nuestros ojos, al pasar sin transición del parque cultivado a las alturas naturales de Meudon y del monte Valérien, no saben dónde poner una frontera, y hacen entrar la verdadera campiña en la obra de jardinería, cuyo goce artificial proyectan mucho más allá de ella, al igual que esos pájaros raros criados en libertad en un jardín botánico, y que cada día, según el capricho de sus paseos alados, van a posar en los bosques limítrofes una nota exótica. Entre la postrera fiesta del verano y el destierro del invierno, recorre uno ansiosamente ese reino novelesco de los encuentros inciertos y de las melancolías amorosas, y no nos sorprendería más que estuviera situado fuera del universo geográfico, que si en Versalles, en lo alto de la terraza, observatorio en torno al cual las nubes se acumulan contra el cielo azul en el estilo de Van der Meulen, después de habernos elevado así fuera de la Naturaleza, supiéramos que allí donde esta comienza de nuevo, al extremo del gran canal, los pueblos que no podemos distinguir, en el horizonte deslumbrador como el mar, se llaman Fleurus o Nimega.
Y pasado el último coche, cuando sentimos con dolor que ya no vendrá ella, nos vamos a cenar a la isla; por cima de los álamos temblones que recuerdan sin fin los misterios de la atardecida más que responden a ellos, una nube sonrosada pone un postrero color de vida en el cielo aserenado. Algunas gotas de lluvia caen sin ruido en el agua, antigua, pero en su divina infancia, que sigue siendo siempre del color del tiempo y que olvida en todo momento las imágenes de las nubes y de las flores. Y después que los geranios, intensificando la iluminación de sus colores, han luchado inútilmente contra el crepúsculo ensombrecido, una bruma viene a envolver la isla que se aduerme; se pasea uno por la húmeda oscuridad, a la orilla del agua en que a lo sumo el paso silencioso de un cisne os pasma como en un lecho nocturno los ojos abiertos de par en par un instante y la sonrisa de un niño al que no creíamos despierto. Entonces quisiéramos tanto más tener con nosotros una enamorada, cuanto más solos nos sentimos y más lejos podemos creernos.
Pero en esta isla, en la que hasta en verano había frecuentemente bruma, cuánto más feliz sería yo trayendo a la señora de Stermaria, ahora que los días malos, que el fin del otoño había llegado. Si el tiempo que hacía desde el domingo no había, por sí solo, tornado grisáceos y marítimos los países en que mi imaginación vivía —como en otras estaciones los tornaba embalsamados, luminosos, italianos—, la esperanza de poseer a la vuelta de unos días a la señora de Stermaria hubiera bastado para hacer que se alzara veinte veces por hora un telón de bruma en mi imaginación monótonamente nostálgica. De todos modos, la niebla que desde la víspera se había alzado en el mismo París no sólo me hacía pensar sin tregua en la tierra natal de la muchacha a quien acababa de invitar, sino que, como era probable que, mucho más densa aún que en la ciudad, habría de invadir a la atardecida el Bosque, sobre todo a la orilla del lago, pensaba yo que convertiría un poco para mí la isla de los Cisnes en la isla de Bretaña, cuya atmósfera marítima y brumosa había rodeado siempre a mis ojos como una vestidura la pálida silueta de la señora de Stermaria. Realmente, cuando es uno joven, a la edad que tenía yo cuando mis paseos del lado de Méséglise, nuestro deseo, nuestra creencia confieren al vestido de una mujer una particularidad individual, una irreductible esencia. Persigue uno la realidad. Pero, a fuerza de dejarla escapar, acaba por observarse que a través de todas esas vanas tentativas en que hemos encontrado la inanidad subsiste algo sólido, y es lo que se buscaba. Empieza uno a despejar, a conocer aquello que ama; trata de procurárselo, aunque sea a costa de un artificio. Entonces, a falta de la creencia desaparecida, la costumbre significa un suplir esa creencia mediante una ilusión voluntaria. De sobra sabía yo que no iba a encontrar a media hora de casa la Bretaña. Pero al pasearme de bracete con la señora de Stermaria por las tinieblas de la isla, a la orilla del agua, haría como otros que, ya que no pueden entrar en un convento, por lo menos, antes de poseer a una mujer, la visten de religiosa.
Podía incluso esperar que oiría en compañía de la joven algún chapoteo de olas, toda vez que la víspera de la cena se desencadenó una tormenta. Empezaba a afeitarme para ir a la isla a encargar que me guardasen el reservado (bien que en esta época del año estuviese vacía la isla y el restaurante desierto) y preparar la carta para el almuerzo del día siguiente, cuando Francisca me anunció a Albertina. La hice pasar en seguida, indiferente a que me viese afeado por una barbita negra la misma mujer para quien, en Balbec, nunca me encontraba bastante guapo, y que me había costado entonces tanta agitación y trabajo como ahora la señora de Stermaria. Me importaba que esta recibiese la mejor impresión posible de la velada del día siguiente. Así rogué a Albertina que me acompañase inmediatamente a la isla para ayudarme a componer la carta. Aquella a quien se da todo es sustituida tan aprisa por otra, que se queda uno pasmado de dar lo que tiene de nuevo, a cada hora, sin esperanza de porvenir. Ante mi proposición, el rostro sonriente y rosa de Albertina, bajo un gorrito liso que descendía muy bajo, hasta los ojos, pareció vacilar. Debía de tener otros proyectos; de todos modos, me los sacrificó fácilmente, con gran satisfacción mía, ya que concedía mucha importancia a tener a mi lado una joven de su casa que sabría disponer la cena mucho mejor que yo.
Verdad es que Albertina había representado muy otra cosa para mí en Balbec. Pero nuestra intimidad —aun cuando entonces no la juzguemos suficientemente estrecha— con una mujer de quien estamos prendados, crea entre nosotros y ella, a pesar de las insuficiencias que nos hacen sufrir entonces, vínculos sociales que sobreviven a nuestro amor e incluso al recuerdo del mismo. Entonces, en lo que ya no es para nosotros más que un medio, y un camino hacia otras, nos hallamos tan sorprendidos y divertidos al enterarnos por nuestra memoria de lo que su nombre significó de original para el otro ser que hemos sido antaño, como si, después de haber dado a un cochero unas señas, el «Boulevard des Capucines» o la «Rue du Bac», pensando únicamente en la persona a quien vamos a ver allí, nos diésemos cuenta de que esos nombres fueron en otro tiempo el de las monjas capuchinas cuyo convento se encontraba en ese lugar, y el de la balsa[41] que cruzaba el Sena.
Verdad es que mis deseos de Balbec habían madurado tan bien el cuerpo de Albertina, habían acumulado en él sabores tan frescos y tan dulces que, durante nuestra caminata por el bosque, mientras el viento, como un jardinero cuidadoso, sacudía los árboles, hacía caer los frutos, barría las hojas muertas, me decía yo que, si hubiera habido algún riesgo de que Saint-Loup se hubiese engañado, o de que yo hubiese entendido mal su carta y de que mi cena con la señora de Stermaria no me condujese a nada, habría citado para aquella misma atardecida, muy tarde, a Albertina, con objeto de olvidar durante una hora puramente voluptuosa, teniendo en mis brazos el cuerpo en que mi curiosidad había calculado, sopesado todos los encantos en que ahora sobreabundaba, las emociones y acaso las tristezas de este comienzo de amor respecto de la señora de Stermaria. Y realmente, si yo hubiera podido suponer que la señora de Stermaria no había de concederme ningún favor la primera tarde, me habría representado por modo harto falaz el rato que había de pasar con ella. De sobra sabía yo por experiencia cómo las dos etapas que se suceden en nosotros, en esos comienzos de amor hacia una mujer a la que hemos deseado sin conocerla, amando en ella, antes que a ella misma —casi desconocida aún—, la vida particular en que se baña, cómo esas dos etapas se reflejan extrañamente en el orden de los hechos; es decir, no ya en nosotros mismos, sino en nuestras citas con ella. Hemos vacilado, sin haber hablado nunca con ella, tentados por la poesía que para nosotros representa. ¿Será ella o será otra? Y he aquí que los sueños plasman en torno a ella, ya no componen más que una misma cosa con ella. La primera cita con ella, que seguirá bien pronto, debería reflejar este amor naciente. No hay nada de eso. Como si fuera necesario que la vida material tuviese también su primera etapa, queriéndola ya, le hablamos de la manera más insignificante: «Le he pedido a usted que viniese a cenar a esta isla porque he pensado que le gustaría este escenario. Por lo demás, no tengo nada de particular que decirle. Pero me da miedo de que haya aquí mucha humedad y tenga usted frío. —No, no—. Lo dice usted por amabilidad. Le permito luchar, señora, un cuarto de hora más contra el frío, por no importunarla, pero dentro de un cuarto de hora me la llevaré de aquí a la fuerza. No quiero hacerle pillar un catarro». Y sin haberle dicho nada nos la llevamos de allí, sin recordar nada de ella; a lo sumo, cierta manera de mirar, pero sin pensar más que en volverla a ver. Ahora bien, a la segunda vez (sin volver a encontrar siquiera la mirada, único recuerdo, pero sin pensar ya, a pesar de ello, en otra cosa que en verla de nuevo), la primera etapa ha quedado atrás. Nada ha ocurrido en el intervalo. Y sin embargo, en lugar de hablar de las comodidades del restaurante, decimos, sin que ello extrañe a la nueva persona, a la que encontramos fea, pero a la que querríamos que estuvieran hablándole de nosotros todos los minutos de su vida: «Mucho vamos a tener que hacer para vencer todos los obstáculos acumulados entre nuestros corazones. ¿Cree usted que lo conseguiremos? ¿Se figura usted que podremos dar cuenta de nuestros enemigos, esperar un porvenir dichoso?». Pero estas conversaciones, primeramente insignificantes y que luego hacen alusión al amor, no llegaríamos a tenerlas nosotros dos; podía dar crédito a la carta de Saint-Loup. La señora de Stermaria se entregaría desde el primer día; así es que ya no tendría yo que citar a Albertina en mi casa, poniéndome en lo peor, para el final de la tarde. Era inútil; Roberto no exageraba nunca, y su carta ¡estaba tan clara!
Albertina me hablaba poco porque se daba cuenta de que yo estaba preocupado. Dimos unos cuantos pasos a pie, bajo la gruta verdosa, casi submarina, de una espesa arboleda sobre cuya cúpula oíamos romperse el viento y salpicar la lluvia. Yo aplastaba contra la tierra las hojas muertas que se hundían en el suelo como conchas, y hacía rodar, empujándolas con el bastón, las castañas, punzantes como erizos de mar.
En las ramas, las últimas hojas convulsas sólo seguían al viento en la longitud de su pedúnculo, pero a veces, al romperse este, caían a tierra y alcanzaban al viento corriendo. Yo pensaba con alegría cuánto más lejana aún estaría mañana la isla si seguía este tiempo, y, de todos modos, enteramente desierta. Subimos de nuevo al coche, y, como la borrasca había amainado, Albertina me pidió que siguiéramos hasta Saint-Cloud. Lo mismo que abajo las hojas muertas, las nubes, arriba, seguían al viento. Y migratorios atardeceres cuya superposición rosa, azul y verde dejaba ver una a modo de sección cónica practicada en el cielo, estaban preparados ya con destino a otros climas más benignos. Por ver más de cerca una diosa de mármol que se alzaba de su zócalo y, completamente sola en un gran bosque que parecía estar consagrado a ella, lo colmaba del terror mitológico, medio animal, medio sagrado, de sus brincos furiosos, Albertina subió a un teso, mientras yo la aguardaba en el camino. Hasta ella, vista así desde abajo, no ya abultada y rolliza como el día aquel en mi cama, en que el grano de la piel en su cuello se aparecía a la lupa de mis ojos arrimados a ella, sino cincelada y fina, parecía una estatuilla por la que los minutos venturosos de Balbec habían pasado su pátina. Cuando volví a encontrarme solo en casa, acordándome de que había ido a hacer una excursión a prima tarde con Albertina, de que cenaba pasado mañana en casa de la señora de Guermantes y de que tenía que contestar a una carta de Gilberta, tres mujeres a las que había querido, me dije que nuestra vida social está llena, como el estudio de un artista, de esbozos abandonados en los que por un momento habíamos creído poder plasmar nuestra necesidad de un gran amor, pero no pensé en que a veces, si el bosquejo no es demasiado antiguo, puede ocurrir que volvamos a tomarlo y que hagamos de él una obra completamente diferente, y quizá más importante, inclusive, que la que primeramente habíamos proyectado.
A la mañana siguiente hizo un tiempo frío y hermoso: sentíase el invierno (en rigor, la estación estaba tan avanzada que era un milagro que hubiéramos podido encontrar en el Bosque, expoliado ya, algunas cúpulas de oro verde). Al despertar vi, como por la ventana del cuartel de Doncières, la bruma mate, compacta y blanca que pendía gozosamente al sol, consistente y blanda como almíbar hilado. Luego el sol se ocultó, y la niebla se tornó aún más espesa en las horas de la tarde. Se hizo de noche muy pronto, me arreglé, pero era demasiado temprano aún para salir; decidí mandar un coche a la señora de Stermaria. No me atreví a montar en él por no obligarla a hacer el camino conmigo; pero le entregué al cochero unas letras para ella, en que le preguntaba si me permitía pasar a recogerla. Mientras esperaba, me eché en la cama, cerré los ojos un instante, luego los volví a abrir. Más arriba de los visillos ya no había más que un estrecho viso de claridad que iba oscureciéndose. Reconocía yo esta hora inútil, vestíbulo profundo del goce, cuyo vacío sombrío y delicioso había aprendido a conocer en Balbec cuando, solo en mi cuarto como ahora, mientras todos los demás estaban cenando, veía sin tristeza morir el día más arriba de los visillos, sabiendo que poco después, tras una noche tan corta como las noches del polo, iba a resucitar, más refulgente, en el flamear de Rivebelle. Me echaba fuera de la cama, me ponía mi corbata negra, me pasaba el cepillo por el pelo, últimos ademanes de un tardío poner las cosas en orden, ejecutados en Balbec pensando no en mí, sino en las mujeres que vería en Rivebelle, mientras les sonreía de antemano en el espejo oblicuo de mi cuarto, y que por ello habían quedado como signos precursores de una diversión entreverada de luces y música. Como signos mágicos la evocaban, más aún, la realizaban ya; gracias a ellos tenía yo una noción tan cierta de su verdad, una fruición tan acabada de su hechizo embriagador y frívolo, como las que tenía en Combray en el mes de julio, cuando oía los martillazos del embajador y gozaba, en el frescor de mi alcoba a oscuras, del calor y del sol.
Parejamente, ya no era en realidad a la señora de Stermaria a quien hubiera deseado ver. Obligado ahora a pasarme con ella la noche, hubiera preferido, como era para mí esta la última antes de que volviesen mis padres, que me quedase libre y poder tratar de volver a ver mujeres de las de Rivebelle. Volví a lavarme por última vez las manos y, en el paseo que el placer me hacía dar por todo el piso, me las sequé en el oscuro comedor. Me pareció que estaba abierto este a la antesala iluminada; pero lo que había tomado por la iluminada rendija de la puerta que, por el contrario, estaba cerrada, no era sino el blanco reflejo de mi servilleta en la luna de un espejo puesto de pie contra la pared en espera de que lo colocasen cuando volviera mamá. Volví a pensar en todos los espejismos que había descubierto de esta manera en nuestro piso, y que no sólo eran tópicos, ya que los primeros días había creído que la vecina tenía un perro, a cuenta del aullido prolongado, humano casi, que había dado en emitir cierto tubo de la cocina cada vez que abrían el grifo. Y la puerta que daba al descansillo sólo se cerraba lentísimamente, con las corrientes de aire de la escalera, ejecutando los cortes de frases, voluptuosos y gemebundos, que se superponen al coro de los Peregrinos, hacia el final de la obertura de Tanhäuser. Por otra parte, cuando acababa de dejar mi servilleta en su sitio, tuve ocasión de volver a gozar una nueva audición de este asombroso trozo sinfónico, porque, como hubiera sonado un campanillazo, corrí a abrir la puerta del recibimiento al cochero que me traía la respuesta. Pensé que sería: «Esa señora está abajo», o «La señora esa le espera». Pero el hombre tenía en la mano una carta. Dudé un instante si enterarme de lo que la señora de Stermaria había escrito, que mientras ella tenía la pluma en la mano hubiera podido ser otra cosa, pero que ahora era, separado de ella, un destino que seguía su camino solo, y en el que ya nada podía cambiar ella. Dije al cochero que bajara y esperase un instante, aunque rezongaba a cuenta de la niebla. En cuanto se fue, abrí el sobre. En el tarjetón: La Vizcondesa Alix de Stermaria. Mi invitada había escrito: «Estoy desolada, un contratiempo me impide cenar esta noche con usted en la isla del Bosque. Era para mí una fiesta. Le escribiré más extensamente desde Stermaria. Siento lo ocurrido. Saludos». Me quedé inmóvil, aturdido por el choque que había recibido. A mis pies habían caído el tarjetón y el sobre, como el taco de un arma de fuego cuando ha salido el tiro. Los recogí, analicé la frase: «Me dice que no puede cenar conmigo en la isla del Bosque. Pudiera deducirse de ello que podría cenar conmigo en otra parte. No cometeré la indiscreción de ir a buscarla, pero, en fin, así podría entenderse esto». Y esa isla del Bosque, como desde hacía cuatro días se había instalado de antemano en ella mi pensamiento con la señora de Stermaria, no podía acabar de hacerlo volver de allí. Mi deseo se acogía de nuevo a la pendiente que seguía desde hacía tantas horas, y a pesar de esta misiva, demasiado reciente para que pudiera prevalecer contra él, aún me preparaba instintivamente a salir, del mismo modo que un alumno reprobado en un examen querría contestar a una pregunta más. Acabé por decidirme a ir a decirle a Francisca que bajase a pagar al cochero. Crucé el pasillo sin encontrarla, pasé al comedor; de pronto, mis pasos cesaron de resonar sobre el entarimado como habían hecho hasta allí, y se asordaron en un silencio que aun antes de que conociese su causa me dio una sensación de ahogo y de claustración. Eran las alfombras que, para cuando volvieran mis padres, habían empezado a clavar, esas alfombras que tan hermosas son en las mañanas felices, cuando en medio de su desorden os espera el sol como un amigo que ha venido para llevarnos a comer al campo, y posa en ellos la mirada de la selva, pero que ahora, por el contrario, eran el primer arreglo de la prisión invernal, de donde, obligado como iba a estar a vivir, a hacer mis comidas en familia, ya no iba a poder salir libremente.
—Tenga cuidado el señorito, no se vaya a caer, que aún no están clavadas —me gritó Francisca—. Hubiera debido encender la luz. Ya estamos a fines de sectiembre; se acabaron los días buenos.
Bien pronto, el invierno; en el rincón de la ventana, como en un vidrio de Gallé, una veta de nieve endurecida; e incluso en los Campos Elíseos, en lugar de las muchachas que uno espera, nada más que los gorriones completamente solos.
Lo que acababa de hacer mayor mi desesperación por no ver a la señora de Stermaria era que su respuesta me hacía suponer que mientras yo, hora por hora, desde el domingo, no vivía más que para esta cena, ella no había pensado en semejante cosa, indudablemente, ni una sola vez. Más tarde supe de un absurdo casamiento por amor que hizo con un joven con el que debía de estarse viendo en ese momento y que le había hecho sin duda olvidar mi invitación. Porque si se hubiese acordado de ella, no habría, indudablemente, esperado al coche, que yo no debía, por lo demás, según lo convenido, enviarle, para avisarme que no estaba libre. Mis ensueños de tierna virgen feudal en una isla brumosa habían despejado el camino a un amor todavía inexistente. Ahora mi decepción, mi cólera, mi desesperado deseo de recobrar a la que acababa de negárseme, podían, haciendo entrar en la danza mi sensibilidad, fijar el amor posible que hasta aquí sólo me había, aunque más débilmente, ofrecido mi imaginación.
¡Cuántos hay en nuestros recuerdos, cuántos más en nuestro olvido, de estos rostros de muchachitas y de jóvenes completamente diferentes, y a los que no hemos añadido un encanto y un furioso deseo de volverlos a ver sino porque se habían esquivado en el último momento! Por lo que hacía a la señora de Stermaria, era mucho más y me bastaba ahora, para quererla, volverla a ver para que fuesen renovadas estas impresiones tan vivas, pero demasiado breves, y que la memoria, de no ser así, no hubiera tenido suficiente fuerza para conservar en la ausencia. Las circunstancias decidieron que fuese de otra manera: no la volví a ver. No fue a ella a quien quise, pero hubiera podido serlo. Y una de las cosas que hicieron acaso para mí el más cruel del grande amor que iba a tener bien pronto, fue, al acordarme de esa tarde, decirme que ese amor hubiera podido, de haber sido modificadas algunas circunstancias sencillísimas, dirigirse a otra parte, a la señora de Stermaria; aplicado a la que me lo inspiró tan poco tiempo después, no era, por ende —como yo, sin embargo, hubiera tenido tantas ganas, tanta necesidad de creer—, absolutamente necesario y predestinado.
Francisca me había dejado solo en el comedor, diciéndome que hacía mal en quedarme allí antes de que hubiese encendido el fuego. Iba a hacer la cena, porque aun antes de la llegada de mis padres, y desde esa noche, comenzaba mi reclusión. Reparé en un enorme lío de alfombras, todavía enrolladas, que habían arrimado contra el rincón del aparador, y escondiendo en ellas la cabeza, tragando su polvo y mis lágrimas, como los judíos que se cubrían de ceniza la cabeza en el duelo, rompí a sollozar. Tiritaba no sólo porque la habitación estaba fría, sino por un notable descenso térmico (contra cuyo peligro y, fuerza es decirlo, contra cuyo ligero deleite no intenta uno reaccionar) causado por ciertas lágrimas que lloran nuestros ojos, gota a gota, como una lluvia fina, penetrante, glacial, que parece que no ha de acabar nunca. De repente oí una voz:
—¿Se puede pasar? Me ha dicho Francisca que debías de estar en el comedor. Venía a ver si no querrías que fuésemos a cenar juntos a cualquier sitio, si no te hace daño, porque hay una niebla que se puede cortar con cuchillo.
Era Roberto de Saint-Loup, que había llegado por la mañana, cuando yo le creía aún en Marruecos o en el mar.
Ya he dicho (y precisamente era, en Balbec, Roberto de Saint-Loup quien me había, bien a pesar suyo, ayudado a adquirir conciencia de ello) lo que pienso de la amistad: a saber, que es tan poca cosa, que me cuesta trabajo comprender que hombres de algún genio, como, por ejemplo, un Nietzsche, hayan tenido el candor de atribuirle cierto valor intelectual y en consecuencia esquivarse a amistades a que la estimación intelectual no fuese unida. Sí, siempre ha sido para mí un asombro ver que un hombre que extremaba la sinceridad para consigo mismo hasta apartarse, por escrúpulo de conciencia, de la música de Wagner, se haya imaginado que la verdad puede realizarse en el modo de expresión, por naturaleza confuso e inadecuado, que son, en general, unos actos, y en particular las amistades, y que pueda haber una significación cualquiera en dejar uno su trabajo por ir a ver a un amigo y llorar con él al saber la falsa noticia del incendio del Louvre. Yo había llegado, en Balbec, a encontrar el placer de jugar con las chicas menos funesto para la vida espiritual, a la que por lo menos permanece ajeno, que la amistad, cuyo esfuerzo todo es un hacernos sacrificar la única parte real e incomunicable (como no sea por medio del arte) de nosotros mismos a un yo superficial, que no encuentra, como el otro, alegría en sí mismo, sino que halla un enternecimiento confuso en sentirse sostenido por puntales externos, hospitalizado en una individualidad ajena, a la que, feliz con la protección que le dan, hace irradiar su bienestar en aprobación y se maravilla con cualidades que llamaría defectos y trataría de corregir en sí mismo. Por lo demás, los que denigran la amistad pueden, sin ilusiones y no sin remordimientos, ser los mejores amigos del mundo, de igual suerte que un artista que lleva en sí una obra maestra y se da cuenta de que su deber sería vivir para trabajar, a pesar de ello, por no parecer egoísta o no correr el riesgo de serlo, da su vida por una causa inútil, y la da tanto más denodadamente cuanto que las razones porque hubiera preferido no darla eran razones desinteresadas. Pero cualquiera que fuese mi opinión acerca de la amistad, aun sin hablar más que del goce que me procuraba, de una calidad tan mediocre que se parecía a algo intermedio entre el cansancio y el hastío, no hay brebaje tan funesto que no pueda a determinadas horas llegar a ser precioso y reconfortante, aportándonos el latigazo que nos era necesario, el calor que no podemos encontrar en nosotros mismos.
Estaba yo muy lejos, por cierto, de querer pedirle a Saint-Loup, como deseaba hacía una hora, que me hiciera volver a ver mujeres de las de Rivebelle: el surco que dejaba en mí la añoranza de la señora de Stermaria no quería ser borrado tan aprisa; pero en el momento en que va no sentía en mi corazón ningún motivo de felicidad, la entrada de Saint-Loup fue como un arribo de bondad, de alegría, de vida, que estaban fuera de mí, desde luego, pero que se me ofrecían, que no pedían más que ser mías. Ni él mismo comprendió mi grito de agradecimiento y mis lágrimas de ternura. ¿Qué cosa hay más paradójicamente afectuosa, por otra parte, que uno de esos amigos —diplomático, explorador, aviador o militar— como era Saint-Loup, y que, como vuelven a salir a la mañana siguiente para el campo, y de allí para Dios sabe dónde, parece como si hicieran alojarse para sí mismos, en la tarde que nos consagran, una impresión que se extraña uno de que pueda, de tan rara y breve como es, serles tan dulce, y, desde el momento en que tanto les agrada, de no verles prolongarla más o renovarla más a menudo? Una comida con nosotros, cosa tan natural, depara a estos viajeros el mismo deleite extraño y delicioso que nuestros bulevares a un asiático. Salimos juntos para ir a cenar, y mientras bajaba la escalera me acordé de Doncières, donde todas las noches iba a buscar a Roberto al restaurante, y de los comedorcitos olvidados. Me acordé de uno en el que no había vuelto a pensar nunca y que no estaba en el hotel en que cenaba Saint-Loup, sino en otro mucho más modesto, entre fonda y casa de huéspedes, y en que le servían a uno la patrona y una de sus criadas. La nieve me había detenido allí. Por otra parte, Roberto no iba a cenar aquella noche al hotel, y yo no había querido ir más lejos. Me llevaron los platos arriba, a un cuartito revestido todo él de madera. La lámpara se apagó durante la comida; la criada me encendió dos velas. Yo, fingiendo no ver muy claro al tenderle mi plato, mientras ella ponía en este unas patatas, cogí en mi mano su antebrazo desnudo, como para guiarla. Al ver que no lo retiraba, la acaricié; luego, sin pronunciar palabra, la atraje del todo hacia mí, apagué las velas, y entonces le dije que me cachease si quería ganarse algún dinero. Durante los días que siguieron, el placer físico me pareció que exigía, para ser saboreado, no sólo aquella criada, sino el comedor de madera, tan aislado. Fui, con todo, hacia el lugar en que cenaban Roberto y sus amigos, adonde volví todas las noches, por costumbre, por amistad, hasta mi partida de Doncières. Y, sin embargo, ni aun en aquel hotel en que se hospedaba Saint-Loup con sus amigos pensaba yo ya desde hacía mucho tiempo. Apenas nos aprovechamos de nuestra vida, dejamos inacabadas en los crepúsculos de estío o en las noches precoces de invierno las horas en que nos había parecido que hubiera podido, sin embargo, estar encerrado un poco de paz o de goce. Pero esas horas no están absolutamente perdidas. Cuando cantan a su vez nuevos momentos de placer que pasarían del mismo modo, tan endebles y lineales, vienen ellas a traerles el basamento, la consistencia de una rica orquestación. Se extienden así hasta una de esas felicidades tipo, que sólo se encuentran de tarde en tarde, pero que siguen existiendo; en el ejemplo presente, era el abandono de todo lo demás para cenar en un marco confortable que, por la virtud de los recuerdos, encierra en un cuadro de naturaleza promesas de viaje, con un amigo que va a remover nuestra vida durmiente con toda su energía, con todo su afecto, a comunicarnos un goce conmovido, harto diferente del que podríamos deber a nuestro propio esfuerzo o a las distracciones mundanas; vamos a ser nada más que de él, a hacerle juramentos de amistad que, nacidos entre los tabiques de esa hora, permaneciendo encerrados en ella, acaso no serían cumplidos al día siguiente, pero que yo podía hacerle sin escrúpulos a Saint-Loup, ya que este, con un valor en que entraba mucha cordura y el presentimiento de que no se puede zahondar en la amistad, a la mañana siguiente habría partido de nuevo.
Si al bajar la escalera revivía yo las atardecidas de Doncières, cuando hubimos llegado a la calle bruscamente, la noche casi completa en que la niebla parecía haber apagado los faroles, que no se distinguían, harto débiles, como no fuese desde muy cerca, me devolvió a no sé qué llegada, de atardecida, a Combray, cuando la ciudad aún no estaba alumbrada más que de trecho en trecho, y andaba uno en ella a tientas en una oscuridad húmeda, tibia y sagrada, de pesebre, estrellada apenas acá y allá por una lucecilla que no brillaba más que un cirio. Entre ese año, por lo demás incierto, de Combray, y los atardeceres de Rivebelle, que momentos antes había vuelto a ver por cima de los visillos, ¡qué diferencias! Sentía yo al percibirlas un entusiasmo que hubiera podido ser fecundo si me hubiese quedado solo, y me habría evitado así el rodeo de muchos años inútiles por los que aún había de pasar antes de que se declarase la vocación invisible de que esta obra es la historia. Si tal hubiera ocurrido aquella tarde, el coche en que íbamos hubiera merecido quedar como más perdurable para mí que el del doctor Percepied, sentado en cuyo asiento había compuesto yo la breve descripción —vuelta a encontrar precisamente hacía poco tiempo, arreglada y vanamente enviada al Fígaro— de las campanas de Martinville. ¿Es porque no revivimos nuestros años en su sucesión continua, día por día, sino en el recuerdo fijado en el frescor o en la insolación de una mañana o de una tarde, recibiendo la sombra de tal lugar aislado, cercado, inmóvil, parado y perdido, lejos de todo lo demás, y que así, al resultar suprimidos los cambios graduados no sólo en el exterior, sino en nuestros sueños y en nuestro carácter en evolución, cambios que nos han conducido insensiblemente por la vida de un tiempo a tal otro muy diferente, si revivimos otro recuerdo tomado de un año diferente, encontramos entre ellos, gracias a lagunas, a inmensos lienzos de olvido, algo así como el abismo de una diferencia de altura, como la incompatibilidad de dos calidades incomparables de atmósfera respirada y de coloraciones ambientes? Pero entre los recuerdos que acababa de tener, sucesivamente, de Combray, de Doncières y de Rivebelle sentía yo en este momento mucho más que una distancia en el tiempo: la distancia que habría entre universos diferentes en que la materia no fuese la misma. De haber querido imitar en una obra aquella en que se me aparecían cincelados mis más insignificantes recuerdos de Rivebelle, hubiera tenido que vetear de rosa, hacer de repente traslúcida, refrescante y sonora, la sustancia hasta allí análoga al barro oscuro y tosco de Combray. Pero Roberto, que había acabado de dar sus explicaciones al cochero, vino a sentarse a mi lado en el coche. Las ideas que se me habían aparecido huyeron. Son diosas que a veces se dignan hacerse visibles a un mortal solitario, a la vuelta de un camino, incluso en su alcoba mientras duerme y en tanto ellas, de pie en el vano de la puerta, le traen su anunciación. Pero desde el momento en que hay dos personas juntas, desaparecen; los hombres en sociedad no las distinguen nunca. Y me encontré arrojado a la amistad. Roberto, al llegar, me había advertido ya que había mucha niebla; pero esta, mientras charlábamos, no había cesado de hacerse más espesa. Ya no era sólo la ligera bruma que había deseado yo ver alzarse de la isla y envolvernos a la señora de Stermaria y a mí. A dos pasos, los faroles se apagaban, y entonces venía la noche, tan profunda como en medio de los campos, en una selva, o más bien en una blanda isla de Bretaña hacia la que hubiera querido yo ir; me sentí perdido como en la costa de un mar septentrional donde se expone uno veinte veces a la muerte antes de llegar al albergue solitario; dejando de ser un espejismo que buscamos, la niebla se convertía en uno de esos peligros contra los que lucha uno, de modo que tuvimos, para encontrar nuestro camino y llegar a buen puerto, la inquietud y, por fin, el júbilo que da la seguridad —tan insensible para el que no está amenazado de perderla— al viajero perplejo y extraviado. Sólo una cosa estuvo a punto de comprometer mi goce durante nuestra aventurada correría, debido al irritado asombro en que me precipitó por un instante. «¿Sabes?, le he contado a Bloch —me dijo Saint-Loup— que no le querías ni tanto así, que le encontrabas ciertas vulgaridades. Ahí tienes, yo soy así, me gustan las situaciones claras», concluyó, con una expresión satisfecha y en un tono que no admitía réplica. Yo estaba estupefacto. No sólo tenía la más absoluta confianza en Saint-Loup, en la lealtad de su amistad, y él la había traicionado con lo que había dicho a Bloch, sino que además me parecía que hubieran debido impedirle hacer semejante cosa tanto sus defectos como sus cualidades, aquella extraordinaria dosis de educación adquirida que podía llevar la cortesía hasta cierta falta de franqueza. Su expresión triunfante, ¿era la que adoptamos para disimular cierto embarazo al confesar una cosa que sabemos que no hubiéramos debido hacer, traducía una inconsciencia, una estupidez que erigía en virtud un defecto que yo no le conocía, un acceso de malhumor pasajero contra mí, que le impulsaba a abandonarme, o el acuse de un acceso de malhumor pasajero respecto de Bloch, al que había querido decir algo desagradable, aun comprometiéndome? Por otra parte, su rostro estaba estigmatizado, mientras me decía estas palabras vulgares, por una horrible sinuosidad que no le he visto más que una o dos veces en la vida, y que, siguiendo primero aproximadamente el centro de la cara, una vez que había llegado a los labios los torcía, les daba una horrorosa expresión de bajeza, casi de bestialidad puramente pasajera y sin duda ancestral. Debía de haber en estos momentos, que indudablemente no volvían a darse más que una vez cada tres años, un eclipse parcial de su propio yo, porque pasase sobre él la personalidad de un antepasado que en ese yo se reflejaba. Tanto como el aspecto de satisfacción de Roberto, sus palabras: «Me gustan las situaciones claras», se prestaban a la misma duda y hubieran debido merecer el mismo reproche. Quería yo decirle que, si le gustan a uno las situaciones claras, hay que tener esos raptos de franqueza en lo que a uno mismo atañe y no hacer gala de una virtud demasiado fácil a costa de los demás. Pero ya se había detenido el coche delante del restaurante cuya vasta fachada encristalada y llameante era lo único que conseguía traspasar la oscuridad. La misma niebla, merced a las confortables claridades del interior, parecía ya, desde la acera, indicar la entrada con el júbilo de esos criados que reflejan la disposición de ánimo del señor; irisábase con los matices más delicados y apuntaba a la entrada como la columna luminosa que guio a los hebreos. Había, por otra parte, muchos de estos entre la clientela. Porque era a este restaurante adonde Bloch y sus amigos habían venido por espacio de mucho tiempo —ebrios de un ayuno tan espoleador del hambre como el ayuno ritual (que, a lo menos, no se celebra más que una vez al año), de café y de curiosidad política— a encontrarse a la caída de la tarde.