Aun cuando fuese simplemente un domingo de otoño, yo acababa de renacer, la existencia estaba intacta ante mí, porque a la mañana, después de una serie de días templados, habíamos tenido una fría neblina que no se había despejado hasta eso de mediodía. Ahora bien, un cambio de tiempo basta para recrear el mundo y a nosotros mismos. Antes, cuando el viento soplaba en mi chimenea, escuchaba yo los golpes que daba contra la trampilla con tanta emoción como si, al igual que los famosos toques de arco con que empieza la Sinfonía en do menor, hubieran sido las llamadas irresistibles de un misterioso destino. Todo cambio de la naturaleza a la vista nos ofrece una transformación análoga, adaptando al nuevo modo de las cosas nuestros deseos armonizados. La niebla, desde el despertar, había hecho de mí, en lugar del ser centrífugo que es uno en los días buenos, un hombre metido en sí, deseoso del rincón junto al fuego y del lecho compartido, Adán friolero en busca de una Eva sedentaria, en ese mundo diferente.
Entre el color gris y apagado de una campiña matinal y el sabor de una taza de chocolate, hacía yo insertarse toda la originalidad de la vida física, intelectual y moral que había aportado alrededor de un año antes a Doncières, y que, blasonada por la forma oblonga de una colina pelada —presente siempre, hasta cuando era invisible—, formaba en mí una sucesión de placeres enteramente distinta de cualesquiera otros, indecibles para los amigos en el sentido de que las impresiones ricamente entretejidas unas en otras que los orquestaban los caracterizaban mucho más para mí, y sin yo saberlo, que los hechos que hubiera podido contar. Desde este punto de vista, el mundo nuevo en que la neblina de aquella mañana me había sumido era un mundo ya conocido para mí (lo cual no hacía sino darle más verdad) y olvidado desde hacía algún tiempo (lo cual le devolvía todo su frescor). Y pude echar una ojeada a algunos de los cuadros de bruma que mi memoria había adquirido, particularmente varios «Mañana en Doncières», ya el primer día, en el cuartel, ya en un castillo vecino, al que me había llevado Saint-Loup a pasar veinticuatro horas: desde la ventana cuyos visillos había alzado yo al alba, antes de volver a acostarme, en el primero un jinete, en el segundo (en la estrecha linde de un estanque y un bosque, el resto del cual estaba totalmente hundido en la blandura uniforme y líquida de la bruma), un cochero ocupado en sacar brillo a un correaje, se me habían aparecido como esos raros personajes, apenas distintos para el ojo obligado a adaptarse a la vaguedad misteriosa de las penumbras, que emergen de un fresco desvaído.
Desde mi cama miraba yo hoy estos recuerdos, porque había vuelto a acostarme para esperar el momento en que, aprovechando la ausencia de mis padres, que habían salido por unos días para Combray, contaba con ir aquella misma noche a oír una obrilla que representaban en casa de la señora de Villeparisis. Si hubieran vuelto ellos, acaso no me hubiese atrevido a hacerlo; mi madre, con los escrúpulos de su respeto al recuerdo de mi abuela, quería que las muestras de respeto que se le daban fuesen hechas libremente, sinceramente; no me hubiera prohibido que saliese, lo habría desaprobado. Desde Combray, en cambio, de haberla consultado, no me habría respondido con un triste: «Haz lo que quieras; ya eres bastante crecido para saber lo que debes hacer», sino que, reprochándose el haberme dejado solo en París, y juzgando de mi pena por la suya, hubiera deseado para esa pena distracciones que a sí misma se hubiera negado, y que se persuadía de que mi abuela, cuidadosa ante todo de mi salud y de mi equilibrio nervioso, me habría aconsejado.
Desde por la mañana habían encendido el nuevo calorífero de agua. Su desagradable ruido, que lanzaba de cuando en cuando un a modo de hipo, no tenía ninguna relación con mis recuerdos de Doncières. Pero su prolongado encuentro con ellos en mí, esta tarde, iba a hacerle contraer una afinidad tal respecto de ellos, que cada vez que (un poco) desacostumbrado de él oyese de nuevo la calefacción central, me los recordaría.
No había en casa nadie más que Francisca. La claridad gris que caía como una lluvia fina tejía sin tregua transparentes redes en que los paseantes dominicales parecían argentarse. Yo había tirado a mis pies el Fígaro, que todos los días hacía comprar concienzudamente desde que había enviado al periódico un artículo que no había aparecido en él; a pesar de la ausencia de sol, la intensidad de la luz me indicaba que aún no estábamos más que a mitad de la tarde. Los visillos de tul de la ventana, vaporosos y deleznables como no lo hubieran sido con buen tiempo, tenían la misma mezcla de blandura y fragilidad que tienen las alas de las libélulas y los vidrios de Venecia. Me pesaba tanto más estar solo este domingo, cuanto que por la mañana había hecho que llevasen una carta a la señorita de Stermaria. Roberto de Saint-Loup, al que su madre había conseguido hacer romper, tras dolorosas tentativas abortadas, con su querida, y que desde ese momento había sido enviado a Marruecos para que olvidase a aquella a quien ya no quería desde hacía algún tiempo, me había escrito unas letras, recibidas por mí la víspera, en que me anunciaba su próxima llegada a Francia con una licencia muy corta. Como no haría más que pisar París (donde su familia temía, sin duda, verle volver a arreglarse con Raquel) y volverse a marchar, me advertía, para demostrarme que había pensado en mí, que se había encontrado en Tánger con la señorita, o, mejor dicho, con la señora de Stermaria, ya que se había divorciado al cabo de tres meses de matrimonio. Y Roberto, acordándose de lo que yo le había dicho en Balbec, había pedido de parte mía una entrevista a la joven. Esta le había respondido que con mucho gusto cenaría conmigo uno de los días que, antes de volverse a Bretaña, pasaría en París. Roberto me decía que me apresurase a escribir a la señora de Stermaria, porque seguramente habría llegado ya. La carta de Saint-Loup no me había extrañado, bien que no hubiese recibido noticias suyas desde que en los momentos de la enfermedad de mi abuela me había acusado de perfidia y de traición. Había comprendido yo entonces muy bien lo que había pasado. Raquel, a la que le gustaba excitar sus celos —tenía asimismo razones accesorias para estar contra mí—, había convencido a su amante de que yo había hecho tentativas solapadas para tener, durante la ausencia de Roberto, relaciones con ella. Es probable que Roberto siguiese creyendo que era verdad, pero había cesado de estar enamorado de ella, de modo que, cierta o no, la cosa había llegado a serle perfectamente igual, y lo único que subsistía era la amistad nuestra. Cuando, una vez que hube vuelto a verle, quise tratar de hablarle de sus reproches, tuvo solamente una bondadosa y tierna sonrisa con la que parecía como que se disculpase, y luego cambió de conversación. No es que no hubiera, poco más tarde, en París, de volver a verse alguna vez con Raquel. Las criaturas que han desempeñado un gran papel en nuestra vida es raro que salgan de ella súbitamente de una manera definitiva. Vuelven a posarse en esa vida unos momentos (hasta el punto de que algunos creen en un nuevo comienzo del amor) antes de abandonarla para siempre. La ruptura de Saint-Loup con Raquel se había hecho rapidísimamente menos dolorosa para él gracias al goce aquietador que le deparaban las incesantes peticiones de dinero de su amiga. Los celos, que prolongan el amor, no pueden contener muchas más cosas que las otras formas de la imaginación. Si se lleva uno consigo, cuando sale de viaje, tres o cuatro imágenes que, por lo demás, han de perderse por el camino (las azucenas y las anémonas del Ponte Vecchio, la iglesia persa entre las brumas, etc.), ya está bien llena la maleta. Cuando se deja a una querida, quisiera realmente uno, hasta tanto que la haya olvidado un poco, que no pasara a ser posesión de tres o cuatro protectores posibles y que uno se figura, es decir, de los que está celoso: todos aquellos que no se figura uno, no son nada. Ahora bien, las frecuentes peticiones de dinero de una querida a la que se ha dejado no nos dan una idea más completa de su vida que la que nos darían de su enfermedad unos gráficos de temperaturas altas. Pero las segundas serían, con todo, señal de que está enferma, y las primeras deparan una presunción, verdad es que harto vaga, de que la abandonada o abandonadora no ha debido de encontrar gran cosa en cuanto a protectores ricos. Así, cada petición es recibida con el júbilo que produce un intervalo de calma en el sufrimiento del celoso, y seguida inmediatamente de envíos de dinero, porque lo que se quiere es que no le falte nada a ella, salvo amantes (uno de los tres amantes que nos figuramos), en tanto tiene uno tiempo de reponerse un poco y poder enterarse sin flaquear del nombre del sucesor. Algunas veces, Raquel volvió, bastante entrada la noche, a pedirle a su antiguo amante permiso para dormir a su lado hasta la mañana. Era esto de gran dulzura para Roberto, ya que se daba cuenta de que, a pesar de todo, habían vivido íntimamente juntos, nada más que al ver que, aun cuando él tomase para sí la mayor parte del lecho, en nada la estorbaba a ella para dormir. Comprendía que Raquel estaba junto a su cuerpo más cómodamente que hubiera estado en cualquier otra parte, que volvía a encontrarse al lado suyo —aunque fuese en el hotel— como en una alcoba conocida de antiguo, en la que tiene uno sus costumbres, en la que se duerme mejor. Sentía que sus hombros, sus piernas, todo él, eran para ella, incluso cuando Roberto se movía demasiado por estar insomne o porque tuviese algún trabajo que hacer, cosas de esas tan perfectamente usuales que no pueden molestar y cuya percepción hace mayor aún la sensación de reposo.
Volviendo ahora atrás: la carta de Roberto me había trastornado tanto más cuanto que leía entre líneas lo que él no se había atrevido a escribir más explícitamente. «Puedes muy bien invitarla a un reservado, me decía. Es una joven encantadora, de un carácter encantador; os entenderéis perfectamente, y estoy seguro de antemano de que pasarás una buena velada». Como mis padres no volverían hasta fines de semana, el sábado o el domingo, y después me vería obligado a cenar todas las noches en casa, había escrito inmediatamente a la señora de Stermaria para proponerle el día que ella quisiera, hasta el viernes. Habían respondido que recibiría yo carta hacia eso de las ocho de aquella misma noche. Hubiera llegado bastante aprisa a esa hora si hubiese tenido durante la tarde que me separaba de ella la ayuda de una visita. Cuando las horas se envuelven en charlas ya no es posible medirlas, ni siquiera verlas; se desvanecen, y de pronto, muy lejos del punto en que se os había escapado, reaparece ante vuestra atención el tiempo ágil y escamoteado. Pero si estamos solos, la preocupación, volviendo a traer ante nosotros el momento aún alejado y sin cesar esperado, con la frecuencia y la uniformidad de un tictac, divide o más bien multiplica las horas por todos los minutos que entre amigos no hubiéramos contado. Y confrontada, por el retorno incesante de mi deseo, con el ardiente placer que saborearía solamente, ¡ay!, de aquí a unos días con la señora de Stermaria, esta tarde que iba a acabar yo solo me parecía harto vacía y melancólica.
A ratos oía el ruido del ascensor que subía, pero iba seguido de un segundo ruido, no el que esperaba yo, la parada, en mi piso, sino otro muy diferente que el ascensor hacía para continuar su marcha disparada hacia los pisos superiores y que, por haber significado tan a menudo la deserción del mío cuando esperaba yo una visita, ha quedado para mí más tarde, incluso cuando ya no deseaba ninguna, como un ruido por sí mismo doloroso, en que resonaba como una sentencia de abandono. Cansado, resignado, ocupado por espacio de varias horas aún en su trabajo inmemorial, el día gris hilaba su pasamanería de nácar, y yo me entristecía al pensar que iba a quedarme solo mano a mano con él, que no me conocía, ni más ni menos que una obrera que, instalada junto a la ventana para ver mejor mientras hace su tarea, no se ocupa ni poco ni mucho de la persona presente en la estancia. De pronto, sin que yo hubiese oído llamar, vino Francisca a abrir la puerta, introduciendo a Albertina, que entró sonriente, silenciosa, repleta, conteniendo en la plenitud de su cuerpo, preparados para que yo continuase viviéndolos, ahora que venían hacia mí, los días transcurridos en aquel Balbec al que no había vuelto nunca. Indudablemente, cada vez que volvemos a ver a una persona con quien nuestras relaciones —por insignificantes que sean— han sufrido un cambio, es como una confrontación de dos épocas. No hace falta para ello que una antigua querida venga a vernos como amiga: basta con la visita a París de alguien a quien hemos conocido en la cotidianidad de cierto género de vida, y que esa vida haya cesado, aunque sólo sea desde hace una semana. En cada rasgo risueño, interrogante y cohibido de la fisonomía de Albertina podía yo deletrear estas preguntas: «¿Y la señora de Villeparisis? ¿Y el profesor de baile? ¿Y el pastelero?». Cuando se sentó retrepándose, pareció como si dijera: «¡Caramba!, aquí no hay acantilado; ¿me permite usted, de todas maneras, que me siente a su lado como hubiera hecho en Balbec?». Parecía una maga que me presentase un espejo del tiempo. Asemejábase en esto a todos aquellos a quienes volvemos a ver raras veces, pero que en otro tiempo vivieron más íntimamente con nosotros. Pero con Albertina no sólo había esto. En rigor, aun en Balbec, en nuestros encuentros de cada día, siempre me dejaba sorprendido al verla, de tan cotidiana como era. Pero ahora costaba trabajo reconocerla. Desprendidas del vapor sonrosado que las bañaba, sus facciones habían surgido como una estatua. Tenía otra cara, o más bien tenía al fin una cara; su cuerpo había crecido. Casi nada quedaba ya de la vaina en que había estado envuelta y en cuya superficie se dibujaba apenas en Balbec su forma futura.
Albertina, de esta vez, volvía a París más pronto que de costumbre. De ordinario no llegaba hasta la primavera, de modo que yo, alterado ya desde algunas semanas antes por las tormentas sobre las primeras flores, no separaba, en el placer que sentía, la vuelta de Albertina y la del buen tiempo. Bastaba que me dijeran que ella estaba en París y que había pasado por mi casa, para que volviese a verla como una rosa a la orilla del mar. No sé bien si era el deseo de Balbec o el de ella lo que se apoderaba de mí entonces, ya que el mismo desearla a ella era acaso una forma perezosa, cobarde e incompleta de poseer a Balbec, como si poseer materialmente una cosa, hacer nuestra residencia de una ciudad, equivaliese a poseerla espiritualmente. Y por otra parte, aun materialmente, cuando estaba no ya balanceada por mi imaginación ante el horizonte marino, sino inmóvil junto a mí, me parecía a menudo una rosa harto pobre ante la que hubiera cerrado de buena gana los ojos por no ver tal o cual defecto de los pétalos y para creer de mí mismo que estaba respirando en la playa.
Puedo decirlo aquí, bien que no supiese entonces lo que no había de ocurrir hasta más tarde. Evidentemente, es más sensato sacrificar uno su vida a las mujeres que a los sellos de Correos, a las tabaqueras antiguas, a los cuadros y a las estatuas inclusive. Sólo que el ejemplo de las demás colecciones debiera advertirnos para que cambiásemos, para que no tuviésemos una sola mujer, sino muchas. Esas encantadoras mezcolanzas que una muchacha hace con una playa, con la cabellera trenzada de una estatua de iglesia, con una estampa, con todo aquello por lo que amamos en una de ellas, cada vez que entra, un cuadro encantador, esas mezcolanzas no son muy estables. Vivid de veras con la mujer y ya no veréis nada de lo que os ha hecho tomarle amor; claro está que los celos pueden juntar de nuevo los dos elementos desunidos. Si al cabo de una larga temporada de vida en común había de acabar yo por no ver ya en Albertina más que una mujer ordinaria, alguna intriga suya con un ser al que hubiese querido habría bastado acaso para reincorporar en ella y amalgamar la playa y el romper de la ola. Sólo que, como estas mezclas secundarias ya no enhechizan nuestros ojos, es para nuestro corazón para quien son sensibles y funestas. No se puede, en una forma tan peligrosa, hallar deseable la renovación del milagro. Pero estoy anticipando los años. Y únicamente debo lamentar aquí no haber seguido siendo suficientemente sensato para haber tenido simplemente mi colección de mujeres como quien tiene anteojos antiguos, nunca suficientemente numerosos, tras una vitrina en que un lugar vacío espera siempre unos anteojos nuevos y más raros.
Contrariamente al orden habitual de sus vacaciones, este año Albertina venía directamente de Balbec, donde, aun así, se había quedado hasta mucho menos tarde que de costumbre. Hacía tiempo que no la había visto yo. Y como no conocía, ni siquiera de nombre, a las personas con quienes se trataba en París Albertina, nada sabía de ella durante los períodos que se pasaba sin venir a verme. Estos eran a menudo bastante largos. Luego, un buen día, surgía bruscamente Albertina, cuyas sonrosadas apariciones y silenciosas visitas me informaban harto escasamente acerca de lo que había podido hacer en el intervalo de las mismas, que permanecía sumido en la oscuridad de su vida que mis ojos se cuidaban apenas de penetrar.
Esta vez, sin embargo, ciertos signos parecían indicar que algunas cosas nuevas habían debido de pasar en esa vida. Pero acaso hubiera que inducir sencillamente de ellos que se cambia muy pronto a la edad que tenía Albertina. Por ejemplo, su inteligencia se mostraba mejor, y cuando volví a hablarle del día en que había puesto tanto ardor en imponer su idea de hacer escribir a Sófocles: «Mi querido Racine», fue la primera en reírse con todas sus ganas. «Era Andrea la que tenía razón, yo era una estúpida —dijo—»; Sófocles tenía que escribir: «Señor». Le respondí que el «señor» y el «querido señor» de Andrea no eran menos cómicos que el «mi querido Racine» de ella y el «mi querido amigo» de Gisela; pero que los únicos estúpidos eran, en el fondo, unos profesores que aún hacían que Sófocles dirigiese una carta a Racine. En esto ya no me siguió Albertina. No veía que hubiera nada de necio en semejante cosa; su inteligencia se entreabría, pero no estaba desarrollada. Otras novedades más atrayentes había en ella; percibía yo, en la misma muchacha bonita que acababa de sentarse junto a mi cama, algo diferente, y en esas líneas que en la mirada y en los rasgos del rostro expresan la voluntad habitual, un cambio de frente, una semiconversión, como si hubieran sido destruidas las resistencias contra las que me había estrellado yo en Balbec, una atardecida ya remota en que formábamos una pareja simétrica, pero inversa a la de la tarde actual, ya que entonces era ella la que estaba acostada y yo a par de su lecho. Queriendo y sin osar cerciorarme de si ahora se dejaría besar, cada vez que se levantaba para irse le pedía que se quedase otro poco. No era muy fácil de conseguir, porque aunque Albertina no tuviese nada que hacer (de no ser así, hubiese brincado afuera), era puntual y, por otra parte, poco amable para conmigo, que apenas parecía que hallase gusto en mi compañía. Sin embargo, una vez y otra, después de haber mirado su reloj, volvía a sentarse a ruego mío, de modo que había pasado varias horas conmigo y sin que yo le hubiese pedido nada; las frases que le decía enlazaban con las que le había dicho en las horas precedentes, y ni poco ni mucho con lo que yo pensaba, con lo que deseaba, sino que se mantenían indefinidamente paralelas a ello. No hay nada como el deseo para impedir que las cosas que uno dice ofrezcan ninguna semejanza con lo que se tiene en el pensamiento. El tiempo apremia, y, sin embargo, parece como que queramos ganar tiempo hablando de temas absolutamente ajenos al que nos preocupa. Se habla, cuando la frase que uno quisiera pronunciar iría ya acompañada de un ademán, suponiendo incluso que para concederse el placer de lo inmediato y saciar la curiosidad que se siente respecto de las reacciones que traerá consigo sin decir palabra, sin pedir ningún permiso, no se haya hecho ese ademán. Verdad es que yo no sentía amor, ni poco ni mucho, por Albertina: hija de la bruma de fuera, podía contentar únicamente al deseo imaginativo que el tiempo nuevo había despertado en mí y que era intermedio entre los deseos que pueden satisfacer de una parte las artes de la cocina y las de la escultura monumental, ya que me hacía soñar a la vez con mezclar a mi carne una materia diferente y cálida, y ligar por algún punto a mi cuerpo tendido un cuerpo divergente, como el cuerpo de Eva se unía apenas por los pies a la cadera de Adán, a cuyo cuerpo es casi perpendicular en esos bajorrelieves románicos de la catedral de Balbec que figuran de una manera tan noble y apacible, casi todavía como un friso antiguo, la creación de la mujer; en ellos, Dios va seguido a todas partes, como por dos ministros, de dos angelitos, en los que se reconoce —cual esas criaturas aladas y turbulentas del estío que el invierno ha sorprendido y perdonado— unos amorcillos de Herculano vivos aún en pleno siglo XIII y arrastrando su vuelo postrero, cansados, pero sin faltar a la gracia que de ellos puede esperarse, por toda la fachada del pórtico.
Ahora bien, el deleite que al cumplir mi deseo me hubiese librado de este desvarío, y que habría buscado igualmente gustoso en cualquier otra mujer bonita, si me hubieran preguntado en qué —en el curso de esta charla interminable en que callaba a Albertina la única cosa en que estaba pensando— fundaba mi hipótesis optimista acerca de las complacencias posibles, acaso hubiera respondido yo que esa hipótesis se debía (mientras los rasgos olvidados de la voz de Albertina volvían a dibujar para mí el contorno de su personalidad) a la aparición de ciertas palabras que no formaban parte de su vocabulario, a lo menos en la acepción que les daba ahora. Como me dijese que Elstir era tonto y yo protestara:
—No me comprende usted —replicó sonriendo—; quiero decir que ha sido tonto en esta ocasión, pero sé perfectamente que es un hombre verdaderamente distinguido.
Del mismo modo, para decir del golf de Fontainebleau que era elegante, declaró:
—Es lo que se dice una selección.
A propósito de un desafío que yo había tenido, me dijo de mis testigos: «Son unos testigos selectos». Y mirándome a la cara confesó que le gustaría verme «gastar bigote». Llegó incluso, y mis probabilidades me parecieron entonces grandísimas, hasta pronunciar, expresión que, lo hubiera jurado, ignoraba el año antes, que desde que había visto a Gisela había pasado cierto «lapso de tiempo». No es que Albertina no poseyera ya cuando yo estaba en Balbec un lote muy decoroso de esas expresiones que revelan inmediatamente que ha salido uno de una familia acomodada, y que de año en año cede una madre a su hija como va dándole, a medida que crece, en las ocasiones importantes, sus propias joyas. Nos habíamos dado cuenta de que Albertina había dejado de ser una chiquilla cuando un día, para dar las gracias por un regalo que le había hecho una extranjera, había respondido: «Me deja usted confusa». La señora de Bontemps no había podido menos de mirar a su marido, que había respondido: «¡Caramba!, ya anda por los catorce años». La nubilidad más acentuada se había señalado cuando Albertina, hablando de una muchacha que tenía mala facha, había dicho: «Ni siquiera se puede distinguir si es bonita; lleva un palmo de colorete en la cara». En fin, aunque todavía era una muchachita, sacaba ya modales de mujer de su medio y de su clase al decir, si alguien hacía muecas: «No puedo verlo, porque me dan ganas de hacerlo yo también», o, sí alguno se divertía en remedar a otra persona: «Lo más gracioso cuando la imita usted es que se parece a ella». Todo esto está tomado del tesoro social. Pero precisamente el medio a que pertenecía Albertina no me parecía que pudiera darle el «distinguido» en el sentido en que mi padre decía de tal o cual de su colegas al que aún no conocía y cuya gran inteligencia le alababan: «Parece que es un hombre realmente distinguido». «Selección», aun aplicado al golf, me pareció tan incompatible con la familia Simonet como lo sería, acompañado del adjetivo «natural», con un texto anterior en varios siglos a los trabajos de Darwin. «Lapso de tiempo» me pareció de mejor augurio aún. Por último se me apareció la evidencia de unos trastornos que yo no conocía, pero que eran como autorizar, en lo que a mí se refería, todas las esperanzas, cuando Albertina me dijo, con la satisfacción de una persona cuya opinión no es indiferente:
—Eso es, en mi sentir, lo mejor que podía suceder… Estimo que esa es la mejor solución, la solución elegante.
Era tan nuevo esto, se trataba tan visiblemente de un aluvión que permitía sospechar tan caprichosas revueltas a través de terrenos antaño desconocidos para ella, que desde las palabras «en mi sentir» atraje hacia mí a Albertina, y al «estimo» la senté en mi cama.
Sin duda ocurre que algunas mujeres poco cultas, al casarse con un hombre de gran cultura, reciben en su común aportación dotal expresiones de estas. Y poco después de la metamorfosis que sigue a la noche de bodas, cuando hacen sus visitas y se muestran reservadas con sus antiguas amigas, se echa de ver con asombro que se han hecho mujeres si, al fallar que una persona es inteligente, le ponen dos eles a la palabra «inteligente[36]»; pero eso es justamente señal de un cambio, y me parecía que entre el vocabulario de la Albertina que yo había conocido, aquel en que las audacias gordas consistían en decir de una persona extravagante: «Es un tipo», o, si se le proponía a Albertina que jugase: «No tengo dinero que perder», o bien, si alguna de sus amigas le hacía un reproche que Albertina no encontraba justificado: «¡Ah! ¡La verdad es que me resultas magnífica!», frase dictada en estos casos por una a modo de tradición burguesa casi tan antigua como el mismo Magnificat y que una muchacha un poco encolerizada y segura de su derecho emplea, como suele decirse, «naturalmente», esto es, porque las ha aprendido de su madre como ha aprendido a rezar sus oraciones o a saludar. Todas estas se las había hecho aprender la señora de Bontemps al mismo tiempo que a odiar a los judíos y a tener en estima a los negros, cosas en las que se es siempre correcto y como es debido, aun sin que la señora de Bontemps se lo hubiera enseñado formalmente, sino como se modela por el gorjeo de los jilgueros padres el de las crías recién salidas del cascarón, de modo que estas llegan a ser también auténticos jilgueros. A pesar de todo, «selección» me pareció alógeno, y lo de «yo estimo», alentador. Albertina ya no era la misma; por consiguiente, acaso no procedería, no reaccionaría del mismo modo.
No sólo no tenía yo ya amor hacia ella, sino que ni siquiera tenía ya que temer, como hubiera podido en Balbec, quebrantar en ella una amistad hacia mí que ya no existía. No cabía la menor duda de que desde hacía mucho tiempo había llegado a serle yo harto indiferente. Me daba cuenta de que ya no formaba, en absoluto, para ella, parte de la «pandilla» por ser agregado a la cual tanto había hecho en otro tiempo y tan feliz había sido, luego, al conseguirlo. Además, como Albertina ni siquiera tenía ya como en Balbec una expresión de franqueza y de bondad, no sentía yo grandes escrúpulos; sin embargo, creo que lo que me decidió fue un último descubrimiento filológico. Como si siguiera añadiendo un nuevo eslabón a la cadena exterior de frases bajo la que ocultaba mi deseo íntimo, hablé, mientras tenía ahora a Albertina en la esquina de mi cama, de una de las chicas de la pandilla, más menuda que las otras, pero que, con todo, me parecía bastante bonita. «Sí, me respondió Albertina, parece una musmé pequeñita». Evidentemente, cuando yo había conocido a Albertina, la palabra «musmé» era desconocida para ella. Es verosímil que, si las cosas hubieran seguido su curso normal, no la hubiese aprendido nunca, y yo no hubiera visto en ello, por mi parte, ningún inconveniente, porque no hay otra palabra más horripilante. Al oírla siente uno el mismo dolor de muelas que si se hubiera metido en la boca un pedazo de hielo demasiado grande. Pero en Albertina, con lo bonita que era, ni aun «musmé» podía serme desagradable. En cambio, me pareció reveladora, si no de una iniciación exterior, por lo menos de una evolución interna. Por desgracia, era la hora en que hubiera debido decirle adiós si quería que volviese a tiempo a su casa para la cena, así como para que yo me levantase con tiempo suficiente para la mía. Era Francisca quien la preparaba; no le gustaba que la hiciera estarme esperando, y ya debía de parecerle contrario a uno de los artículos de su código que Albertina, en ausencia de mis padres, me hubiera hecho una visita tan prolongada y que iba a retrasarlo todo. Pero ante lo de «musmé», estas razones cayeron por tierra y me apresuré a decir:
—¿Querrá usted creer que no tengo cosquillas, en absoluto? Podría usted estármelas buscando por espacio de una hora sin que lo sintiese siquiera.
—¿De verdad?
—Se lo aseguro.
Comprendió, sin duda, que era esto la expresión torpe de un deseo, porque como quien os ofrece una recomendación que no os atrevéis a solicitar, pero que vuestras palabras le han hecho ver que podía seros útil:
—¿Quiere usted que pruebe yo? —dijo con la humildad de la mujer.
—Si quiere usted; pero entonces sería más cómodo que se echase usted del todo en mi cama.
—¿Así?
—No, póngase más adentro.
—Pero ¿no peso demasiado?
Cuando acababa esta frase, se abrió la puerta y entró Francisca trayendo una lámpara. Albertina sólo tuvo tiempo de volver a sentarse en la silla. Acaso Francisca había escogido este instante para humillarnos, porque estuviera escuchando a la puerta o incluso mirando por el agujero de la cerradura. Pero no tenía yo necesidad de hacer semejante suposición; Francisca podía haber desdeñado cerciorarse por sus propios ojos de lo que su instinto había debido de rastrear suficientemente, ya que, en fuerza de vivir conmigo y con mis padres, el temor, la prudencia, la atención y la astucia habían acabado por darle respecto de nosotros ese linaje de conocimiento instintivo y casi adivinatorio que tiene del mar el marinero, del cazador la caza, y de la enfermedad, si no el médico, por lo menos, frecuentemente, el enfermo. Todo lo que llegaba a saber hubiera podido ser motivo de pasmo con tanta razón como el avanzado estado de ciertos conocimientos entre los antiguos, habida cuenta de los medios casi nulos de información que poseían (los de Francisca no eran más numerosos. Algunas frases que formaban apenas la vigésima parte de nuestra conversación a la mesa, recogidas al vuelo por el mayordomo e inexactamente transmitidas al cuarto de servicio). Sus mismos errores se debían antes, como los de los antiguos, como los de las fábulas en que Platón creía, a una falsa concepción del mundo y a ciertas ideas preconcebidas, que no a la insuficiencia de los recursos materiales. Así es como aún en nuestros días los mayores descubrimientos en cuanto a las costumbres de los insectos ha podido hacerlos un sabio que no disponía de ningún laboratorio, de ningún aparato. Pero si las molestias que resultaban de su posición de doméstica no le habían impedido adquirir una ciencia indispensable para el arte que era término de la misma —y que consistía en humillarnos comunicándonos sus resultados—, la restricción había hecho más; aquí, la traba no se había contentado con no paralizar el impulso: lo había ayudado poderosamente. Desde luego, Francisca no descuidaba ningún coadyuvante, el de la dicción y el de la actitud, por ejemplo. Como (si no creía nunca lo que le decíamos nosotros y deseábamos que creyera) admitía sin sombra de duda lo más absurdo y que podía, al mismo tiempo, ir contra nuestras ideas, que le contara cualquier persona de su clase, de igual suerte que la manera que tenía de escuchar nuestros asertos daba testimonio de su incredulidad, así el acento con que refería (porque el discurso indirecto le permitía dirigirnos las peores injurias con impunidad) la historia de una cocinera que le había contado que había amenazado a sus amos y conseguido de ellos, tratándolos delante de todo el mundo de «basura», mil favores, dejaba ver que lo que decía era para ella un texto del Evangelio. Francisca añadía inclusive: «Yo, si hubiera sido la señora, me habría sentido ofendida». De nada servía que, a pesar de nuestra escasa simpatía original hacia la señora del cuarto piso, nos encogiésemos de hombros, como si oyéramos una fábula inverosímil, ante este relato de tan mal ejemplo: al contárnoslo, la narradora sabía adoptar la dureza, el tono cortante de la más indiscutible y exasperante afirmación.
Pero, sobre todo, de igual suerte que los escritores llegan a menudo a un poder de concentración de que les hubiera dispensado el régimen de libertad política o de anarquía literaria, cuando están atados de pies y manos por la tiranía de un monarca o de una poética, por los rigores de las reglas prosódicas o de una religión de Estado, así Francisca, como no podía replicarnos de una manera explícita, hablaba como Tiresias y hubiera escrito como Tácito. Sabía hacer caber todo lo que no podía expresar directamente en una frase que no podíamos incriminar sin acusarnos en menos que una frase, incluso en un silencio, en la manera que tenía de colocar un objeto.
Así, cuando me ocurría dejar, por descuido, sobre mi mesa, entre otras cartas, una determinada que no hubiera debido ver Francisca, por ejemplo porque en la carta se la aludía con una malevolencia que suponía una tan grande respecto de ella en el destinatario como en el que enviaba la epístola, a la noche, si yo volvía inquieto y me iba derecho a mi cuarto, sobre mis cartas dispuestas muy ordenadas en un rimero perfecto, el documento comprometedor saltaba antes que nada a mis ojos como no había podido menos de saltar a los de Francisca, puesto por ella encima de todo, casi aparte, en una evidencia que era un lenguaje, que tenía su elocuencia, y desde la puerta me hacía estremecerme como un grito. Descollaba en disponer estas escenografías destinadas a instruir tan bien al espectador, en ausencia de Francisca, que aquel sabía ya que ella lo sabía todo, cuando la propia Francisca hacía luego su entrada. Tenía, para hacer hablar así a un objeto inanimado, el arte a la vez genial y paciente de Irving y de Federico Lemaître. En aquel momento, sosteniendo por encima de Albertina y de mí la lámpara encendida que no dejaba en la sombra ninguna de las depresiones, aún visibles, que el cuerpo de la muchacha había excavado en el edredón, Francisca tenía la apariencia de la «Justicia descubriendo el crimen». La cara de Albertina no salía perdiendo con esta iluminación. Descubría en las mejillas el mismo barniz soleado que me había hechizado en Balbec. Este rostro de Albertina, cuyo conjunto tenía a veces, fuera de casa, como una palidez lívida, mostraba, por el contrario, a medida que la lámpara iba iluminándolas, superficies tan brillantemente, tan uniformemente coloreadas, tan resistentes y tan tersas, que hubiera podido comparárselas a las carnaciones sostenidas de ciertas flores. Sorprendido, con todo, por la inesperada irrupción de Francisca, exclamé:
—¿Cómo, ya la lámpara? ¡Dios mío, qué luz más viva!
Mi objeto era, desde luego, con la segunda de estas frases, disimular mi confusión, y con la primera disculpar mi retraso. Francisca respondió con una ambigüedad cruel:
—¿Querían que apagara?
—¿… Gase? —me susurró al oído Albertina, dejándome enhechizado por la vivacidad familiar con que, tomándome a la vez de maestro y de cómplice, insinuó esta afirmación psicológica, en el tono interrogativo de una pregunta gramatical.
Cuando Francisca hubo salido de la habitación y Albertina estuvo sentada de nuevo en mi cama:
—¿Sabe usted de qué tengo miedo? —le dije—. Pues de que, como sigamos así, no voy a poder menos de besarla.
—¡Sí que sería una pena!
No obedecí en seguida a esta invitación; otro hubiera podido incluso encontrarla superflua, ya que Albertina tenía una pronunciación tan carnal y tan dulce que nada más que con hablaros parecía como que os estuviera besando. Una palabra suya era un favor, y su conversación os cubría de besos. Y sin embargo, aquella invitación era para mí muy agradable. Lo hubiera sido aun procediendo de otra chica bonita de la misma edad; pero el que Albertina me fuese ahora tan fácil, me deparaba, aún más que placer, una confrontación de imágenes teñidas de belleza. Me acordaba de Albertina, primero, delante de la playa, pintada casi sobre el fondo que ponía el mar, sin tener para mí una existencia más real que esas visiones de teatro en que no se sabe si tiene uno que vérselas con la actriz que se supone aparece, con una figuranta que hace de doble suyo en ese momento, o con una simple proyección. Luego, la verdadera mujer se había desgajado del haz luminoso, había venido a mí, pero simplemente para que yo pudiera percatarme de que en modo alguno tenía, en el mundo real, la facilidad amorosa que se le suponía infusa en el cuadro mágico. Yo había aprendido que no era posible tocarla, besarla, que sólo se podía hablar con ella, que no era para mí una mujer, ni más ni menos que unas uvas de jade, decoración incomestible de las mesas de antaño, no son tales uvas. Y he aquí que en un tercer plano se me aparecía real como en el segundo conocimiento que de ella había tenido yo, pero fácil como en el primero; fácil, y tanto más deliciosamente cuanto que yo había creído por espacio de tanto tiempo que no lo era. Mi exceso de sabiduría tocante a la vida (a la vida menos unida, menos simple de lo que en un principio había creído yo) iba a dar provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué puede uno afirmar, toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso a seguida y resulta en tercer lugar verdadero? Y yo, ¡ay!, no me hallaba al cabo de mis descubrimientos con Albertina. En todo caso, aun cuando no hubiera habido el atractivo novelesco de esta enseñanza de una mayor riqueza de planos descubiertos uno tras otro por la vida (atractivo inverso del que Saint-Loup saboreaba, durante las cenas de Rivebelle, al volver a encontrar entre las mascarillas que la existencia había superpuesto, en un semblante sereno, rasgos que en otro tiempo había tenido él bajo sus labios), saber que era una cosa posible besar las mejillas de Albertina era un placer acaso mayor aún que el de besarlas. ¡Qué diferencia entre poseer a una mujer por la que sólo nuestro cuerpo se afana, porque no es más que un pedazo de carne, o poseer a la muchachita que uno veía en la playa con sus amigas, ciertos días, sin saber siquiera por qué esos días y no tales otros, lo cual hacía que temblásemos temiendo no volverla a ver! La vida os había revelado en toda su longitud la novela de esa muchachita, os había prestado para verla un instrumento de óptica, luego otro, y añadido al deseo carnal un acompañamiento que lo centuplica y hace diverso de esos deseos más espirituales y menos saciables que no salen de su entorpecimiento y lo dejan irse solo cuando no aspira más que a la captura de un pedazo de carne, pero que, por la posesión de toda una zona de remembranzas de que se sentían nostálgicamente desterrados, se alzan procelosos junto a él, lo abultan, no pueden seguirlo hasta la realización, hasta la asimilación, imposible en la forma en que es apetecida, de una realidad inmaterial, pero esperan a ese deseo a mitad de camino, y en el momento del recuerdo, del regreso, vuelven a darle escolta; besar, en lugar de las mejillas de la primera que se presente, por frescas que sean, pero anónimas, sin secreto, sin prestigio, aquellas con que tanto tiempo había soñado, sería conocer el gusto, el sabor de un color con harta frecuencia contemplado. Hemos visto una mujer, simple imagen en la decoración de la vida, como Albertina, perfilada contra el mar, y luego esa imagen podemos desgajarla, ponerla junto a nosotros y ver poco a poco su volumen, sus colores, como si la hubiéramos hecho pasar por detrás de los cristales de un estereoscopio. Por eso las mujeres un poco difíciles, que no posee uno en seguida, que ni siquiera sabe en seguida que podrá nunca poseerlas, son las únicas interesantes. Porque conocerlas, acercarse a ellas, conquistarlas, es hacer variar de forma, de magnitud, de relieve la imagen humana; es una lección de relativismo en la apreciación, que resulta hermoso percibir de nuevo cuando ha recobrado su parvedad de silueta en la decoración de la vida. Las mujeres a quienes conocemos primero en casa de la alcahueta no nos interesan, porque permanecen invariables.