La señora de Villeparisis, por lo demás, sólo a medias estaba satisfecha de recibir la visita del señor de Charlus. Este, aunque encontraba grandes defectos a su tía, la quería mucho. Pero a ratos, hostigado por la cólera, por imaginarios motivos de queja, le dirigía, sin resistir a sus impulsos, cartas de extremada violencia, en las que sacaba a relucir cosas insignificantes en las que hasta entonces parecía no haber reparado. Entre otros ejemplos puedo citar este hecho, porque mi estancia en Balbec me puso al corriente de ello: la señora de Villeparisis, con el temor de no haber llevado consigo suficiente dinero para poder prolongar su veraneo en Balbec, y como no le gustaba, porque era avara y temía los gastos superfluos, hacer venir dinero de París, había hecho que le prestase tres mil francos el señor de Charlus. Este, un mes más tarde, disgustado con su tía por una razón insignificante, se los reclamó por giro telegráfico. Recibió dos mil novecientos noventa francos y pico. Al ver a su tía algunos días después, en París, y charlando amistosamente con ella, le hizo observar con mucha suavidad el error cometido por el Banco encargado del envío. «Es que no hay tal error, repuso la señora de Villeparisis; el giro telegráfico cuesta seis francos setenta y cinco céntimos». «¡Ah, si se trata de cosa hecha adrede, está bien! —replicó el señor de Charlus—. Se lo había dicho a usted solamente por si no lo sabía, porque en ese caso, si el Banco hubiera procedido en la misma forma con personas menos allegadas a usted que yo, la cosa hubiera podido ser para usted una contrariedad». «No, no; no hay ningún error». «En el fondo, tiene usted perfecta razón», concluyó jovialmente el señor de Charlus, besando cariñosamente la mano de su tía. En efecto, no le dirigía el menor reproche, y sonreía únicamente ante su cominera tacañería. Pero algún tiempo después, creyendo que su tía, en un asunto de familia, había querido burlarle y «armar toda una conjura contra él», como ella se atrincheraba bastante neciamente detrás de los hombres de negocios con quienes, precisamente, había sospechado él que estaba aliada en contra suya, le había escrito una carta desbordante de furor y de insolencia. «No me contentaré con vengarme —añadía a modo de postdata—; he de ponerla a usted en ridículo. Desde mañana voy a contarle a todo el mundo la historia del giro telegráfico y de los seis francos con setenta y cinco céntimos con que se me ha quedado usted de los tres mil que yo le había prestado. La desacreditaré». En lugar de esto, había ido a la mañana siguiente a pedirle perdón a su tía la de Villeparisis, arrepentido de una carta en que había cosas verdaderamente espantosas. Por lo demás, ¿a quién hubiera podido hacer saber la historia del giro telegráfico? Como lo que quería no era venganza, sino una reconciliación sincera, ahora es cuando hubiese callado la historia del giro. Pero antes la había contado en todas partes, aun estando como estaba muy a bien con su tía; la había contado sin mala intención, por hacer reír y porque era la indiscreción en persona. La había contado, pero sin que la señora de Villeparisis lo supiese. Así es que al enterarse por su carta de que se proponía desacreditarla divulgando una circunstancia en que le había declarado a ella misma que había obrado bien, la señora de Villeparisis había pensado que su sobrino la había engañado entonces y que mentía al fingir quererla. Todo esto se había aplacado, pero ninguno de los dos sabía exactamente la opinión que el otro tenía de él. Evidentemente se trataba aquí de un caso de desavenencias intermitentes un tanto particular. De diferente orden eran las de Bloch con sus amigos. De otro, también, las del señor de Charlus, como se verá, con personas completamente distintas de la señora de Villeparisis. A pesar de ello, es menester recordar que la opinión que tenemos unos de otros, las relaciones de amistad, de familia, no tienen nada de fijo, salvo en apariencia, antes son tan eternamente móviles como el mar. De ahí tantos rumores de divorcio entre esposos que parecían tan perfectamente unidos y que poco después hablan cariñosamente el uno del otro, tantas infamias dichas por un amigo acerca de otro de quien le creíamos inseparable y con el que le encontraremos reconciliado antes de que hayamos tenido tiempo de salir de nuestro asombro; tantas alianzas deshechas en tan poco tiempo entre los pueblos.
—¡Dios mío! ¡Está la cosa que arde entre mi tío y la señora de Swann! —me dijo Saint-Loup—. ¡Y mamá que, en su inocencia, va a estorbarles! ¡Para los seres puros es puro todo!
Miré al señor de Charlus. El copete de sus cabellos grises, su ojo cuya ceja enarcaba el monóculo y que sonreía, el ojal de su solapa decorada con flores rojas, formaban como los tres vértices movibles de un triángulo convulsivo y sorprendente. Yo no me había atrevido a saludarle, en vista de que no me había hecho ninguna seña. Pero el caso es que aunque no estuviese vuelto hacia mi lado, yo estaba convencido de que me había visto; mientras contaba alguna historia a la señora de Swann, cuyo magnífico abrigo color pensamiento flotaba hasta la rodilla del barón, los ojos del señor de Charlus, comparables a los de un vendedor al aire libre que teme la llegada de la Roja, habían explorado evidentemente cada palmo del salón y descubierto a todas las personas que en este se encontraban. El señor de Châtellerault fue a saludarle sin que nada revelase en el semblante del señor de Charlus que este se hubiera dado cuenta de la presencia del joven antes del momento en que lo tuvo ante sí. Así es como en las reuniones un tanto concurridas, como era esta, el señor de Charlus tenía de una manera casi constante una sonrisa sin dirección determinada ni destino particular y que, preexistente respecto de los saludos de los que iban llegando, resultaba, cuando estos entraban en su zona, despojada de toda significación de amabilidad para ellos. Con todo, era menester que yo fuese a saludar a la señora de Swann. Pero como esta no sabía si yo conocía a la señora de Marsantes y al señor de Charlus, estuvo bastante fría conmigo, temiendo, sin duda, que yo le pidiera que me presentase a ellos. Me adelanté entonces al señor de Charlus, e inmediatamente lo lamenté, pues que, aunque debía de verme perfectamente, no daba muestra alguna de que así fuera. En el momento en que me incliné ante él, me encontré, distante de su cuerpo, que me impedía acercarme con toda la longitud de su brazo extendido, con un dedo viudo, hubiérase dicho, de un anillo episcopal cuyo lugar consagrado parecía ofrecer para que se besase, y debió de parecer como si hubiese penetrado contra la voluntad del barón y por obra de una efracción cuya responsabilidad me dejaba en la permanencia, en la dispersión anónima y vacante de su sonrisa. Esta frialdad no fue como para alentar gran cosa a la señora de Swann a desprenderse de la suya.
—¡Qué cansado y qué agitado pareces! —dijo la señora de Marsantes a su hijo, que había venido a saludar al señor de Charlus.
Y, en efecto, las miradas de Roberto parecían alcanzar a ratos una profundidad que abandonaba inmediatamente como un nadador que ha tocado el fondo en su zambullida. Ese fondo, que hacía tanto daño a Roberto, que lo abandonaba en seguida para volver a él un instante más tarde; era la idea de que había roto con su querida.
—No importa —añadió su madre acariciándole la mejilla—, no importa; está bien esto de ver una a su niño chiquito.
Pero estas ternezas parecían irritar a Roberto. La señora de Marsantes se llevó a su hijo al fondo del salón, donde, en un hueco con colgaduras de seda amarilla, algunos sillones de Beauvais apiñaban sus tapicerías violáceas como iris empurpurados en un campo de botones de oro. La señora de Swann, al encontrarse y darse cuenta de que yo tenía amistad con Saint-Loup, me hizo seña de que fuese a su lado. Como hacía tanto tiempo que no la había visto, no sabía de qué hablarle. Yo no perdía de vista mi sombrero entre todos los que se encontraban sobre la alfombra, pero me preguntaba con curiosidad a quién podría pertenecer uno que no era el del duque de Guermantes y en cuya badana había una gran G con la corona ducal encima. Yo sabía quiénes eran todos los visitantes, y no encontraba uno solo de ellos de quien pudiera ser el sombrero.
—¡Qué simpático es el señor de Norpois! —le dije, indicándoselo—. Verdad es que Roberto de Saint-Loup me dice de él que es un mal bicho, pero…
—Tiene razón —repuso la señora de Swann.
Al ver que su mirada hacía referencia a algo que me ocultaba, la asedié a preguntas. Satisfecha acaso por parecer que estaba muy ocupada con alguien en un salón en que a casi nadie conocía, me llevó a un rincón.
—Verá usted lo que de seguro ha querido decirle el señor de Saint-Loup —me respondió—; pero no se lo repita usted a él, porque me tendría por indiscreta, y me importa mucho su estimación; yo, ¿sabe usted?, soy muy «caballero». Últimamente, Charlus ha almorzado en casa de la princesa de Guermantes; no sé cómo, se habló de usted. El señor de Norpois les dijo —es una inepcia, no vaya usted a tomarlo a pecho, nadie le ha concedido importancia, de sobra saben todos de qué labios viene eso— que usted era un adulador medio histérico.
Antes he contado ya mi estupefacción ante el hecho de que un amigo de mi padre como era el señor de Norpois hubiera podido expresarse así hablando de mí. Aún fue mayor la que experimenté al saber que mi emoción de aquel remoto día en que había hablado de la señora de Swann y de Gilberta era conocida de la princesa de Guermantes, de quien me creía ignorado. Cada uno de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestras actitudes, están separados del «mundo», de la gente que no los ha percibido directamente, por un medio cuya permeabilidad varía hasta el infinito y permanece desconocida para nosotros; como la experiencia nos ha enseñado que tal frase importante que habíamos deseado vivamente que fuese propagada (así aquellas tan entusiastas que yo decía en otro tiempo a todo el mundo y en cualquier ocasión a cuenta de la señora de Swann, pensando que entre tantas buenas semillas esparcidas no dejaría de haber alguna que germinase) ha resultado que, a menudo, por causa de nuestro mismo deseo, ha sido escondida bajo el celemín, con cuánta más razón estábamos lejos de creer que un dicho minúsculo, olvidado hasta de nosotros, o que incluso no hemos pronunciado nunca y que se ha formado en el camino por la imperfecta refracción de una frase diferente, habría de ser transportado, sin que jamás se detuviese su marcha, a distancias infinitas —en este caso, hasta la princesa de Guermantes— y fuese a divertir a costa nuestra al festín de los dioses. Lo que recordamos de nuestra conducta permanece ignorado hasta de nuestro vecino más próximo; lo que de ella hemos olvidado haber dicho, o incluso lo que jamás hemos dicho, va a provocar a risa hasta en otro planeta, y la imagen que los demás se forman de nuestros hechos y gestos se parece tan poco a la que de ellos nos formamos nosotros mismos como se parece a un dibujo un calco mal hecho en que unas veces correspondiese al trazo negro un espacio vacío, y a un blanco un contorno inexplicable. Puede ocurrir, por lo demás, que lo que no ha sido transcrito sea algún rasgo ideal que sólo vemos por complacencia, y que, en cambio, lo que nos parece añadido nos pertenezca, pero tan esencialmente que escape a nuestra percepción. De suerte que esta extraña prueba que nos parece tan poco parecida tiene a veces el género de verdad, poco lisonjero, pero desde luego profundo y útil, de una fotografía tomada con los rayos X. No es una razón para que no nos reconozcamos en ella. Un hombre que tiene la costumbre de sonreír en el espejo a su buena planta y a su hermoso torso, si le muestran su radiografía tendrá ante ese rosario de huesos que le presentan como imagen de sí mismo la misma sospecha de un error que siente el visitante de una exposición que ante un retrato de muchacha lee en el catálogo: «Dromedario echado». Más tarde había de darme cuenta yo de esta divergencia entre nuestra imagen según que esté dibujada por nosotros mismos o por los demás, por otros que yo, que vivían beatíficamente en medio de una colección de fotografías que habían tomado de sí mismos mientras que en torno hacían muecas, espantosas imágenes, habitualmente invisibles para ellos mismos, pero que les sumirían en estupor si una casualidad se las mostrase diciéndoles: «Este es usted».
Algunos años antes me hubiera hecho muy dichoso el decirle a la señora de Swann «con qué objeto» me había mostrado yo tan afectuoso con el señor de Norpois, ya que ese «objeto» era el deseo de conocerla a ella. Pero ahora ya no lo sentía, ya no quería a Gilberta. Por otra parte, no acababa de identificar a la señora de Swann con la «Dama de rosa» de mi infancia. Así, hablé de la mujer que me preocupaba en aquel momento.
—¿Ha visto usted hace un momento a la duquesa de Guermantes? —pregunté a la señora de Swann.
Pero como la duquesa no saludaba a la señora de Swann, esta quería aparentar que la consideraba como a una persona sin interés y de cuya presencia ni siquiera se da uno cuenta.
—No sé, no lo he realizado —me respondió con una expresión desagradable, empleando un término traducido del inglés.
Yo, sin embargo, hubiera querido conseguir informes no sólo acerca de la duquesa de Guermantes, sino de todos los seres allegados a ella, y, lo mismo que Bloch, con la falta de tacto de la gente que busca en su conversación, no agradar a los demás, sino elucidar, egoístamente, puntos que le interesan, para tratar de representarme exactamente la vida de la señora de Guermantes, interrogué a la de Villeparisis a cuenta de la señora de Leroi.
—Sí, ya sé —respondió ella con un desdén afectado—, la hija de esos opulentos comerciantes de maderas. Sé que ahora se ve con alguna gente, pero le diré a usted que soy bastante vieja para adquirir nuevos conocimientos. He conocido gentes tan interesantes, tan amables, que realmente creo que la señora de Leroi no habría de añadir nada a lo que yo tengo.
La señora de Marsantes, que hacía de dama de honor de la marquesa, me presentó al príncipe, y no había acabado cuando el señor de Norpois me presentaba también en los términos más calurosos. Quizá encontrase cómodo tener para conmigo una cortesía que en nada empañaba su crédito, puesto que yo acababa, precisamente, de serle presentado; acaso porque pensase que un extranjero, aun ilustre, estaba menos al tanto de los salones franceses y podía creer que le presentaban un joven del gran mundo, acaso por ejercer una de sus prerrogativas, la de añadir el peso de su propia recomendación de embajador, o por gusto del arcaísmo de hacer revivir en honor del príncipe la costumbre, lisonjera para esta Alteza, de que fuesen necesarios dos padrinos si quería uno serle presentado.
La señora de Villeparisis interpeló al señor de Norpois, sintiendo la necesidad de hacer que este me dijera que ella no tenía por qué lamentar no conocer a la señora de Leroi.
—¿Verdad, señor embajador, que la señora de Leroi es una persona sin interés, muy inferior a todas las que frecuentan esta casa, y que he tenido razón en no atraérmela?
Fuese por independencia, fuese por cansancio, el señor de Norpois se contentó con responder con una reverencia llena de respeto pero vacía de significado.
—Caballero —le dijo riéndose la señora de Villeparisis—. Hay gente muy ridícula. ¿Querrá usted creer que hoy he recibido la visita de un señor que ha querido hacerme creer que sentía mayor placer en besar mi mano que la de una joven?
En seguida comprendí que el tal señor era Legrandin. El señor de Norpois sonrió con un ligero guiño, como si se tratase de una concupiscencia tan natural que no podía reprochársele al que la sentía, casi de un comienzo de novela que estaba dispuesto a absolver, a alentar inclusive, con una indulgencia perversa a lo Maintenon o a lo Crebillon hijo.
—Muchas manos de jóvenes serían incapaces de hacer lo que he visto ahí —dijo el príncipe apuntando a las acuarelas empezadas de la señora de Villeparisis.
Y le preguntó si había visto las flores de Fantin-Latour que acababan de ser expuestas.
—Son de primer orden y, como hoy se dice, de un pintor espléndido, de uno de los maestros de la paleta —declaró el señor de Norpois—; sin embargo, me parece que no pueden sostener el parangón con las de la señora de Villeparisis, en las que reconozco mejor el colorido de la flor.
Aun suponiendo que la parcialidad del antiguo amante, la costumbre de adular, las opiniones admitidas en un cotarro dictasen estas palabras al antiguo embajador, demostraban, sin embargo, sobre qué vacío de gusto auténtico reposa el juicio artístico de las gentes de mundo, tan arbitrario que una cosa de nada puede hacerle llegar a los peores absurdos, en cuyo camino no encuentra ninguna impresión verdaderamente sentida que le detenga.
—No tiene ningún mérito que conozca las flores, siempre he vivido en el campo —respondió modestamente la señora de Villeparisis—. Pero —añadió graciosamente dirigiéndose al príncipe— si desde muy joven he tenido nociones un poco más serias que las de los demás niños del campo, se lo debo a un hombre muy distinguido de su nación, el señor de Schlegel. Me encontré con él en Broglie, adonde mi tía Cordelia (la mariscala de Castellane) me había llevado. Recuerdo perfectamente que el señor Lebrum, el señor de Salvandy y el señor Dondan le hadan hablar de las flores. Yo era una chiquilla, no podía comprender bien lo que decía. Pero se divertía en hacerme jugar y, de vuelta en su país, me mandó un hermoso herbario en recuerdo de un paseo que habíamos ido a dar en faetón al valle de Richer y en el que yo me había quedado dormida en sus rodillas. He conservado siempre ese herbario, y él me ha enseñado a observar muchas particularidades de las flores que a no ser por eso no me hubieran llamado la atención. Cuando la señora de Barante publicó algunas cartas de la de Broglie, hermosas y afectadas como esta misma lo era, esperaba yo encontrar en ellas alguna de esas conversaciones del señor de Schlegel. Pero aquella era una mujer que sólo buscaba en la naturaleza argumentos para la religión.
Roberto me llamó al fondo del salón, donde estaba con su madre.
—¡Qué amable has sido! —le dije—. ¿Cómo darte las gracias? ¿Podemos almorzar mañana juntos?
—Mañana, si quieres, pero entonces con Bloch; me lo he encontrado delante de la puerta; después de un instante de frialdad, porque yo, contra mi deseo, había dejado sin respuesta dos cartas suyas (no me ha dicho que era eso lo que le había molestado, pero yo lo he comprendido), ha sido de una amabilidad tal que no puedo mostrarme ingrato con un amigo semejante. Lo que hay entre nosotros, por su parte a lo menos, siento perfectamente que es para toda la vida, hasta la muerte.
No creo que Roberto se engañase absolutamente. La denigración furiosa era a menudo en Bloch efecto de una viva simpatía a que había creído que no le correspondían. Y como se imaginaba escasamente la vida de los demás, como no pensaba que puede uno haber estado enfermo o de viaje, etc., un silencio de ocho días le parecía en seguida que nacía de una frialdad deliberada. Así, nunca he creído que sus peores violencias de amigo, y más tarde de escritor, fuesen muy profundas. Se exasperaba si se respondía a ellas con una dignidad helada, o con una ramplonería que le alentaba a redoblar sus golpes, pero cedía con frecuencia a una cálida simpatía.
—En cuanto a lo de amable —continuó Saint-Loup—, pretendes que lo he sido para contigo, pero no he sido tal ni poco ni mucho; mi tía dice que eres tú quien huye de ella, que no le dices una palabra. Se pregunta si será que tienes algo contra ella.
Afortunadamente para mí, si hubieran llegado a engañarme estas palabras, nuestra inminente partida para Balbec me hubiera impedido intentar volver a ver a la señora de Guermantes, asegurarle que nada tenía contra ella y ponerla así en la necesidad de probarme que era ella quien tenía algo contra mí. Pero no tuve más que acordarme de que ni siquiera me había ofrecido que fuese a ver los Elstir. Esto, por lo demás, no era una decepción; yo no había esperado en modo alguno que me hablase de ello; lo más que había podido yo desear es que, gracias a su bondad, recibiese de ella, puesto que no debía volverla a ver antes de abandonar París, una impresión enteramente dulce que me llevaría conmigo a Balbec indefinidamente prolongada, intacta, en lugar de un recuerdo mixto de amistad y de tristeza.
La señora de Marsantes dejaba a cada momento de hablar con Roberto para decirme con cuánta frecuencia le había hablado este de mí, cuánto me quería; mostraba para conmigo una solicitud que casi me daba pena, porque sentía que estaba dictada por el temor que tenía de hacer enfadarse a aquel hijo a quien aún no había visto hoy, con el que estaba impaciente por encontrarse a solas, y sobre el cual creía, por ende, que el imperio que ejercía no igualaba al mío y debía usar de miramientos para con este. Como me hubiese oído antes que pedía a Bloch noticias del señor Nissim Bernard, su tío, la señora de Marsantes preguntó si era el que había vivido en Niza.
—En ese caso, allí conoció al señor de Marsantes antes de que casase conmigo —había respondido la señora de Marsantes—. Mi marido me ha hablado con frecuencia de él como de un hombre excelente, de corazón delicado y generoso.
—¡Decir que por una vez no había mentido! ¡Es increíble! —hubiera pensado Bloch.
Yo, durante todo este tiempo, hubiera querido decirle a la señora de Marsantes que Roberto la tenía infinitamente más cariño que a mí, y que, aunque ella me hubiera dado muestras de hostilidad, yo no era hombre de tal naturaleza que tratase de prevenirle contra ella, de apartarle de ella. Pero desde que se había retirado la señora de Guermantes me encontraba en mayor libertad para observar a Roberto, y sólo entonces me di cuenta de que parecía haber vuelto a alzarse en él algo que se parecía a la cólera, aflorando a su semblante de rasgos endurecidos y sombríos. Temía yo que con el recuerdo de la escena de por la tarde se sintiese humillado ante mí por haberse dejado tratar tan duramente por su querida sin responderle.
Bruscamente, se separó de su madre, que le había echado un brazo por el cuello, y viniendo hacia mí me arrastró consigo detrás del florido bufetillo de la señora de Villeparisis, ante el cual había vuelto a sentarse esta, y me hizo seña de que le siguiera al saloncito. Me dirigía a él bastante aprisa, cuando el señor de Charlus, que había podido creer que me encaminaba a la salida, dejó bruscamente al señor de Faffenheim, con quien estaba hablando, y dio una rápida vuelta, que le hizo encontrarse cara a cara conmigo. Vi con inquietud que había cogido el sombrero en cuyo fondo había una G y una corona ducal. En el hueco de la puerta del saloncito me dijo, sin mirarme:
—Como veo que frecuenta usted ahora la sociedad, proporcióneme el placer de venir a verme. Pero la cosa es bastante complicada —añadió en un tono de falta de atención, de cálculo, y como si se hubiera tratado de un placer que tuviese miedo de no volver a encontrar una vez que hubiera dejado escapar la ocasión de combinar conmigo los medios de realizarlo—. Suelo parar poco en casa, tendrá usted que escribirme. Pero preferiría explicarle a usted todo esto con más tranquilidad. Voy a salir dentro de un momento. ¿Quiere usted ir un rato conmigo? Sólo le detendré un instante.
—Fíjese usted, caballero —le dije—. Ha cogido usted equivocadamente el sombrero de uno de los visitantes.
—¿Quiere usted impedirme que me lleve mi sombrero?
Supuse, porque el mismo lance me había ocurrido a mí poco antes, que alguien le habría llevado su sombrero, y él había echado mano de uno al azar por no volverse a casa a pelo, y que yo le ponía en un apuro al descubrir su estratagema. Le dije que primero tenía que decirle unas palabras a Saint-Loup. «Está hablando con el idiota ese del duque de Guermantes», añadí.
—¡Es encantador eso que está usted diciendo! Se lo diré a mi hermano.
—¡Ah! ¿Cree usted que eso puede interesarle al señor de Charlus?
Me figuraba yo que, si tenía un hermano, ese hermano debía llamarse también Charlus. Verdad es que Saint-Loup me había dado en Balbec algunas explicaciones, pero las había olvidado. «¿Quién le habla a usted del señor de Charlus? —me dijo el barón con un tono insolente—. Vaya usted con Roberto. Sé que esta mañana ha tomado usted parte en uno de esos almuerzos de orgía que celebra con una mujer que le deshonra. Lo que debía usted hacer es utilizar la influencia que sobre él tiene para hacerle comprender la pena que causa a su pobre madre y a todos nosotros con arrastrar nuestro nombre por el fango».
Yo hubiera querido responder que en el almuerzo envilecedor no se había hablado más que de Emerson, de Ibsen, de Tolstoi, y que la joven había predicado a Roberto para que este no bebiese más que agua.
Con objeto de tratar de proporcionarle algún bálsamo a Roberto, cuyo orgullo creía lastimado, intenté disculpar a su querida. No sabía yo que en aquel momento, a pesar de su cólera contra ella, a quien dirigía reproches era a sí mismo. Aun en las riñas entre un hombre bueno y una mala mujer, y cuando el derecho está por completo de una parte, ocurre siempre que haya una bagatela que puede dar a la pérfida la apariencia de tener razón en un punto. Y como desdeña todos los demás, a poco que el hombre bueno la necesite, a poco que se sienta desmoralizado por la separación, recordará los reproches absurdos que la otra le ha dirigido y se preguntará si no tendrán algún fundamento.
—Creo que no he tenido razón en lo del collar —me dijo Roberto—. Claro está que yo no lo había hecho con mala intención, pero de sobra sé que los demás no se colocan en el mismo punto de vista que uno. Raquel ha pasado una niñez muy dura. Para ella soy, de todas maneras, el ricacho que cree que puede uno llegar a todo con su dinero, y contra el cual no puede luchar el pobre, ya se trate de influir sobre Boucheron o de ganar un proceso ante un tribunal. No cabe duda que ella se ha mostrado muy cruel, ya que jamás he buscado otra cosa que su bien. Pero me doy perfecta cuenta de que cree que he querido hacerle sentir que podía tenerla sujeta por el dinero, y eso no es verdad. ¡Me quiere tanto! ¡Qué debe de decirse! ¡Pobrecilla! ¡Si tú supieras! ¡Tiene tales delicadezas! No puedo decirte… ha hecho por mí con frecuencia cosas adorables. ¡Qué desdichada tiene que sentirse en este momento! De todas maneras, pase lo que pase, no quiero que me tome por un imbécil; ahora mismo voy a casa de Boucheron a buscar el collar. ¿Quién sabe? Puede que al ver que procedo de esa manera reconozca sus equivocaciones. Mira tú, lo que no puedo soportar es la idea de que esté sufriendo en este momento. Lo que uno sufre, ya se sabe, no es nada. Pero ella, eso de decirse que sufre y no poder figurárselo uno, creo que me volvería loco, preferiría no volverla a ver nunca antes que dejarla sufrir. Todo lo que pido es que sea feliz sin mí, si es preciso. Mira, ya sabes que para mí todo lo que a ella se refiere es inmenso, que toma un valor de cosa cósmica; corro a casa del joyero, y después a pedirle perdón. Hasta que esté allí yo, ¿qué podrá pensar de mí? ¡Si a lo menos supiera que voy a ir! En todo caso, podrías ir tú a su casa, ¿quién sabe?, quizá se arreglase todo. Acaso —dijo con una sonrisa, como si no se atreviera a creer en un sueño semejante— vayamos a cenar al campo los tres. Pero aún no se puede saber, ¡sé hacerme con ella tan mal! ¡Pobre pequeña!, a lo mejor voy a ofenderla otra vez. Y, además, quizá sea irrevocable su decisión.
Roberto me arrastró bruscamente hacia su madre.
—Adiós —le dijo—; me veo obligado a irme. No sé cuándo volveré con licencia; de seguro que no ha de ser antes de un mes. Ya le escribiré a usted cuando lo sepa.
Indudablemente, Roberto no era en modo alguno de esos hijos que, cuando se encuentran en sociedad con su madre, creen que una actitud exasperada frente a aquella deba contrapesar las sonrisas y saludos que dirigen a los extraños. No hay cosa más extendida que esa odiosa venganza de los que parecen creer que la grosería para con los suyos complementa de un modo perfectamente natural el tono de la ceremonia. Diga lo que quiera la pobre madre, como si hubiera sido arrastrado a pesar suyo y quisiera hacer pagar caro su presencia, rebate inmediatamente con una contradicción irónica, precisa, cruel, la aserción tímidamente aventurada; la madre se afilia inmediatamente, sin desarmarle con ello, a la opinión de ese ser superior al que seguirá alabando ante todo el mundo en ausencia suya como a una criatura dotada de un carácter delicioso, y que, sin embargo, no le escatima ninguno de sus dardos más acerados. Saint-Loup era completamente distinto, pero la angustia que en él provocaba la ausencia de Raquel hacía que, por razones diferentes, no fuese menos duro para con su madre de lo que esos hijos lo son con la suya. Y ante las palabras que pronunció vi el mismo latido, semejante al de un ala, que la señora de Marsantes no había podido reprimir a la llegada de su hijo, y que volvía a hacerla alzarse de una pieza; pero ahora lo que clavaba en su hijo era un semblante de ansia, unos ojos desolados.
—Pero ¿cómo, Roberto, que te vas? ¿Es en serio? ¡Hijito! ¡El único día que podía tenerte conmigo!
Y casi por lo bajo, en el tono más natural, con una voz de que se esforzaba por desterrar toda tristeza para no inspirar a su hijo una lástima que acaso le hubiera sido cruel, o inútil y buena únicamente para irritarle, como un argumento de simple buen sentido, añadió:
—Demasiado sabes que no está bien lo que haces.
Pero añadía a esta sencillez tanta timidez para demostrarle que no atacaba a su libertad, tanta ternura para que no le reprochase que ponía trabas a sus gustos, que Saint-Loup no pudo menos de entrever en sí mismo como la posibilidad de un rapto de ternura, a su vez; es decir, un obstáculo para pasar el resto de la tarde con su amiga. Así es que montó en cólera:
—Es de lamentar; pero, esté bien o no, así es.
Y dirigió a su madre los reproches que sin duda sentía que merecía él mismo; así es como tienen siempre por suya los egoístas la última palabra; como han empezado por sentar que su resolución es inquebrantable, cuanto más conmovedor es el sentimiento a que se apela en ellos para que renuncien a esa resolución, más condenables encuentran, no a los que se resisten a ella, sino a aquellos que les ponen en la necesidad de resistirse, de modo que su propia dureza puede llegar hasta una crueldad extremada sin que esto haga a sus ojos otra cosa que agravar tanto más la culpabilidad del ser suficientemente indelicado para sufrir, por tener razón, y causarles así cobardemente el dolor de proceder contra su propia piedad. Por lo demás, la señora de Marsantes cesó espontáneamente de insistir, porque se daba cuenta de que ya no conseguiría detenerle.
—Te dejo —me dijo Roberto—, pero no lo entretengas mucho, mamá, porque tiene que ir a hacer una visita en seguida.
Yo me daba perfecta cuenta de que mi presencia no podía proporcionar ningún placer a la señora de Marsantes, pero prefería, al no salir con Roberto, que no creyese ella que yo estaba mezclado en los placeres que la privaban de él. Hubiera querido encontrar alguna excusa al comportamiento de su hijo, no tanto por cariño a él como por piedad hacia ella. Pero fue ella la primera que habló:
—¡Pobrecillo! —me dijo—. Estoy segura de que le he hecho llevarse un disgusto. Ya ve usted, caballero, las madres son muy egoístas. Y, sin embargo, ¡tiene tan pocas distracciones! Como viene tan poco por París… ¡Dios mío, si no se hubiera ido todavía, hubiera querido alcanzarle, no para hacer que se quedase, claro está, sino para decirle que no le reprocho, que me parece que ha tenido razón! ¿No le parecerá a usted que vaya a echar una mirada a la escalera…?
Y fuimos hasta allí:
—¡Roberto, Roberto! —gritó—. No, ya se ha ido; es demasiado tarde ya.
Ahora me hubiera encargado yo de una misión para hacer romper a Roberto y a su querida, de tan buena gana como horas antes para que se fuese a vivir inmediatamente con ella. En un caso, Saint-Loup me hubiera tachado de amigo traidor; en el otro, su familia me hubiera llamado su genio malo. Y, sin embargo, era el mismo hombre, a unas cuantas horas de distancia.
Volvimos al salón. Al ver que no volvía a entrar Saint-Loup, la señora de Villeparisis cambió con el señor de Norpois esa mirada dubitativa, burlona y sin una gran lástima con que se señala a una esposa demasiado celosa o a una madre excesivamente tierna (que ofrecen a los demás la comedia) y que significa: «¡Vaya, ha debido de haber tormenta!».
Roberto se fue a casa de su querida llevándole la espléndida joya que, según sus convenios, no hubiera debido regalarle. Pero, por lo demás, vino a ser lo mismo, ya que ella no la quiso, e incluso más adelante no consiguió nunca Roberto hacérsela aceptar. Algunos amigos de Roberto pensaban que estas pruebas de desinterés que daba ella eran un cálculo para atarlo a sí. Sin embargo, Raquel no tenía apego al dinero, como no fuera para gastarlo sin tasa. Yo la he visto hacer a tontas y a locas, con gentes a quienes creía pobres, caridades descabelladas. «En este momento —decían a Roberto sus amigos, para contrapesar con sus aviesas palabras un acto de desinterés de Raquel—, en este momento debe de estar en el paseo de Folies-Bergères. Esta Raquel es un enigma, una verdadera esfinge». Por lo demás, ¡a cuántas mujeres interesadas, puesto que son sostenidas, no se ve, por una delicadeza que florece en medio de esa existencia, poner espontáneamente mil menudos límites a la generosidad de sus amantes!
Roberto ignoraba casi todas las infidelidades de su querida y hacía trabajar a su espíritu sobre lo que no era más que unas bagatelas insignificantes al lado de la verdadera vida de Raquel, vida que no empezaba cada día hasta que él acababa de dejarla. Ignoraba él casi todas esas infidelidades. Hubiera podido enterársele de ellas sin quebrantar su confianza en Raquel. Porque es una encantadora ley natural que se manifiesta en el seno de las sociedades más complejas la de que se viva en perfecta ignorancia respecto del ser a quien se ama. De un lado del espejo, el enamorado se dice: «Es un ángel, jamás ha de entregárseme, no me queda más remedio que morir, y, sin embargo, me quiere; me quiere tanto, que acaso…, pero no, eso no será posible». Y en la exaltación de su deseo, cuántas joyas pone a los pies de esa mujer, cómo corre a pedir dinero prestado por evitarle una preocupación; y, sin embargo, del otro lado del tabique a través del cual no han de pasar esas conversaciones, como no pasan las que cambian entre sí los paseantes delante de un acuario, el público dice: «¿No la conoce usted? Le felicito. Ha robado, ha arruinado no sé a cuánta gente, no hay nada peor que esa muchacha. Es una verdadera estafadora. ¡Y una tunanta!». Y acaso no esté completamente equivocado en lo que concierne a este último epíteto, porque hasta el hombre escéptico que no está verdaderamente enamorado de esa mujer y a la cual no pasa de agradarle él, dice a sus amigos: «No, no, amigo mío, no es lo que se dice una cocota; no digo que no haya tenido en su vida dos o tres caprichos, pero no es una de esas mujeres que puedan pagarse, a menos que sea demasiado caro. Lo que es con esa, o se gasta uno cincuenta mil francos, o nada». Ahora bien; él se ha gastado cincuenta mil francos por ella, la ha conseguido una vez, pero ella, encontrando por lo demás un cómplice para ello en sí misma, en la persona de su amor propio, ha sabido convencerle de que era uno de los que la habían conseguido de balde. Tal es la sociedad, en que cada ser es doble, y en que el más al desnudo, el peor afamado, jamás será conocido por otro como no sea en el fondo y bajo la protección de una concha, de un suave capullo, de una deliciosa curiosidad natural. Había en París dos hombres de bien a quienes Saint-Loup ya no saludaba y de quienes no hablaba sin que le temblase la voz, llamándoles explotadores de mujeres: es que habían sido arruinados por Raquel.
—No me reprocho más que una cosa —me dijo muy bajito la señora de Marsantes—, y es haberle dicho que no era bueno. ¡A él, a este hijo adorable, único, como no hay otros, haberle dicho que no era bueno! Preferiría haber recibido yo misma un bastonazo, porque estoy segura de que cualquier diversión que tenga esta noche, él que no tiene tantas, se la echará a perder esa frase injusta. Pero no le detengo a usted más, caballero, ya que tiene usted prisa.
La señora de Marsantes se despidió de mí con ansiedad. Estos sentimientos se referían a Roberto, era sincera. Pero dejó de serlo para convertirse de nuevo en gran señora:
—¡Me ha interesado tanto, me ha hecho tan feliz charlar un rato con usted! ¡Gracias, gracias!
Y con humilde expresión clavaba en mí unas miradas reconocidas, embriagadas, como si mi conversación hubiera sido uno de los mayores placeres que hubiese conocido en su vida. Aquellas miradas encantadoras iban muy bien con las flores negras del traje blanco rameado; eran las de una gran señora que sabe su oficio.
—¡Pero si no tengo prisa, señora! —respondí—. Además, estoy esperando al señor de Charlus, con quien voy a irme.
La señora de Villeparisis oyó estas últimas palabras. Pareció contrariada por ellas. Si no se hubiera tratado de una cosa que no podía afectar a un sentimiento de tal naturaleza, me hubiera parecido que lo que en aquel momento se dijera que se alarmaba en la señora de Villeparisis era el pudor. Yo estaba satisfecho de la señora de Guermantes, de Saint-Loup, de la señora de Marsantes, del señor de Charlus, de la señora de Villeparisis; no reflexionaba, y hablaba alegremente, a tontas y a locas.
—¿Va usted a salir con mi sobrino Palamedes? —me dijo.
Pensando que podía producirle una impresión favorabilísima a la señora de Villeparisis el que yo tuviese amistad con un sobrino a quien tenía ella en gran estima:
—Me ha pedido que volviese con él —le respondí lleno de júbilo—. Estoy encantado. Por lo demás, somos más amigos de lo que usted cree, señora, y estoy decidido a todo para que lo seamos aún más.
La señora de Villeparisis pareció pasar de la contrariedad a la inquietud:
—No le espere usted —me dijo con expresión preocupada—, está hablando con el señor de Faffenheim. Ya no piensa en lo que le ha dicho a usted. Ande, váyase, aprovéchese, pronto, ahora que está de espaldas.
Este primer sobresalto de la señora de Villeparisis se hubiera asemejado, de no haber sido por las circunstancias, al del pudor. Su insistencia, su oposición hubiesen podido parecer, si no se hubiera consultado más que a su semblante, dictadas por la virtud. A mí, por mi parte, no me corría mucha prisa por ir al encuentro de Roberto y de su querida. Pero la señora de Villeparisis parecía tener tanto empeño en que me fuese, que, pensando que acaso tuviera que hablar de algún asunto de importancia con su sobrino, me despedí de ella. Al lado suyo, el señor de Guermantes, soberbio y olímpico, estaba sentado pesadamente. Hubiérase dicho que la noción, omnipotente en todos sus miembros, de sus grandes riquezas, le daba una densidad particularmente elevada, como si hubieran sido fundidas en el crisol en un solo lingote humano para hacer aquel hombre que tanto valía. En el momento en que me despedí de él, se levantó cortésmente de su asiento y sentí la masa inerte de treinta millones que la rancia educación francesa hacía moverse, alzaba, y que estaba en pie ante mí. Me parecía ver la estatua de Júpiter olímpico que Fidias, según dicen, había fundido entera en oro. Tal era el poder que la buena educación tenía sobre el señor de Guermantes, sobre el cuerpo del señor de Guermantes por lo menos, ya que no reinaba de igual modo como señora sobre el espíritu del duque. El señor de Guermantes se reía con sus propias frases ingeniosas, pero no sonreía ante las de los demás.
En la escalera oí detrás de mí una voz que me interpelaba:
—¡Así es como me espera usted, caballero!
Era el señor de Charlus.
—¿Le es a usted lo mismo dar unos pasos a pie? —me dijo secamente cuando estuvimos en el patio—. Iremos andando hasta que encuentre un coche de punto que me convenga.
—¿Quería usted hablarme de alguna cosa, caballero?
—¡Ah!, sí, en efecto, tenía algunas cosas que decirle, pero no sé a ciencia cierta si se las diré. En realidad, creo que podrían ser para usted el punto de partida de inapreciables beneficios. Pero también entreveo que traerían a mi existencia, a mi edad, en que empieza uno a tener apego a la tranquilidad, no pocas pérdidas de tiempo, muchos trastornos. Me pregunto si vale usted la pena de que me tome todo este trabajo por usted, y no tengo el gusto de conocerle suficientemente para decidir de ello. También es posible que no tenga usted un deseo bastante grande de lo que por usted puedo hacer para que yo me tome tantas molestias; porque, se lo repito, con toda franqueza; caballero: a mí todo ello no puede traerme más que molestias.
Protesté de que entonces no había que pensar en ello. Esta ruptura de las negociaciones no pareció ser de su agrado.
—Esta cortesía no significa nada —me dijo en tono duro—. No hay cosa más agradable que tomarse trabajo por una persona que merezca la pena de ello. Para los mejores de entre nosotros, el estudio de las artes, la afición a las antiguallas, a las colecciones, a los jardines, no son más que Erzatz[35], sucedáneos, coartadas. En el fondo de nuestro tonel, como Diógenes, pedimos un hombre. Cultivamos begonias, recortamos tejos a falta de otra cosa, porque tejos y begonias se dejan manejar. Pero preferiríamos consagrar nuestro tiempo a un arbusto humano si estuviésemos seguros de que valía la pena de ello. Todo el toque está en eso; usted debe de conocerse un poco. ¿Vale usted la pena, o no?
—Por nada del mundo quisiera, caballero, ser para usted motivo de preocupaciones —le dije—; pero en cuanto a mi gusto, créame que cuanto me venga de usted lo será para mí, y grandísimo. Le agradezco profundamente el que sea usted tan amable que fije su atención en mí de esa manera y trate de serme útil.
Con gran asombro mío, me dio las gracias casi con efusión por estas palabras. Pasando su brazo por debajo del mío con la familiaridad intermitente que ya me había chocado en Balbec y que contrastaba con la dureza de su acento:
—Con la falta de consideración propia de su edad —me dijo—, podría usted tener a veces frases capaces de abrir un abismo infranqueable entre nosotros. Las que acaba de pronunciar, por el contrario, pertenecen al género de ellas, capaz justamente de llegarme a lo vivo y de obligarme a hacer mucho por usted.
Mientras seguía andando llevándome cogido de bracero y diciéndome estas palabras que, aunque entreveradas de desdén, eran tan afectuosas, el señor de Charlus clavaba tan pronto en mí sus miradas con la intensa fijeza, con la dureza penetrante que me había llamado la atención la primera mañana que le había visto delante del casino, en Balbec —e incluso muchos años antes, al pie del espino rosa, junto a la señora de Swann, a quien creía yo entonces su querida, en el parque de Tansonville—, como las hacía errar en torno suyo y examinar los coches que pasaban, bastante numerosos a aquella hora de relevo, con tal insistencia que varios de ellos se detuvieron, porque el cochero había creído que queríamos alquilarle. Pero el señor de Charlus los despedía inmediatamente:
—No me conviene ninguno de ellos —me dijo—; todo es una cuestión de faroles, del barrio a que vuelven. Quisiera, caballero —me dijo—, que no pudiera usted engañarse respecto al carácter puramente desinteresado y caritativo de la proposición que voy a hacerle.
Yo estaba asombrado de hasta qué punto se parecía su dicción a la de Swann, todavía más que en Balbec.
—Supongo que será usted bastante inteligente para no creer que si me dirijo a usted sea por «falta de relaciones», por temor a la soledad y al aburrimiento. No es cosa que me guste mucho hablar de mí mismo, caballero; pero, en fin, acaso se haya enterado usted de ello; un artículo bastante resonante del Times ha hecho alusión al caso: el emperador de Austria, que me ha honrado siempre con su benevolencia y tiene la bondad de sostener conmigo relaciones de parentesco, ha declarado hace poco, en una conversación que se ha hecho pública, que si el señor conde de Chambord hubiese tenido a su lado un hombre que poseyera tan a fondo como yo las interioridades de la política europea, sería hoy rey de Francia. A menudo he pensado, caballero, que había en mí, no por obra de mis pobres dotes, sino de algunas circunstancias que acaso conozca usted un día, algo así como un archivo secreto e inestimable, que no he creído que debiera utilizar yo personalmente, pero que no tendría precio para un hombre al que entregaría en unos meses lo que he tardado más de treinta años en adquirir y que acaso soy el único en poseer. No hablo de los goces intelectuales que encontraría usted al enterarse de ciertos secretos que un Michelet de nuestros días hubiera dado años enteros de vida por conocer, y gracias a los cuales determinados acontecimientos cobrarían a sus ojos un aspecto completamente diferente. Y no hablo sólo de los acontecimientos realizados, sino del encadenamiento de circunstancias —era esta una de las expresiones favoritas del señor de Charlus, y con frecuencia, cuando la pronunciaba, juntaba las manos como cuando quiere uno rezar, pero con los dedos rígidos y como para hacer comprender por medio de este complejo esas circunstancias que no especificaba, y su encadenamiento—. Le daría a usted una explicación desconocida no sólo del pasado, sino del porvenir.
El señor de Charlus se interrumpió para hacerme algunas preguntas a cuenta de Bloch, de quien habían estado hablando sin que pareciera que el barón lo oyese en casa de la señora de Villeparisis. Y con el acento con que sabía alejar tan bien lo que decía que parecía estar pensando en cualquier otra cosa y hablar maquinalmente, por simple cortesía, me preguntó si mi camarada era joven, si era guapo, etc. Bloch, de haberle oído, se hubiera encontrado en mucho mayor apuro aún que con el señor de Norpois, pero por razones harto diferentes, para saber si el señor de Charlus estaba en pro o en contra de Dreyfus.
—No va usted descaminado, si es que quiere instruirse —me dijo el señor de Charlus después de haberme hecho esas preguntas acerca de Bloch—, en tener entre sus amigos a algunos extranjeros.
Respondí que Bloch era francés.
—¡Ah! —dijo el señor de Charlus—. ¡He creído que era judío!
La declaración de esta incompatibilidad me hizo creer que el señor de Charlus era más antidreyfusista que ninguna de cuantas personas había encontrado yo hasta entonces. Lejos de ello, protestó contra la acusación de traición lanzada contra Dreyfus. Pero fue en esta forma: «Creo que los periódicos dicen que Dreyfus ha cometido un crimen contra su patria; creo que lo dicen, no pongo atención en los periódicos, los leo lo mismo que me lavo las manos, sin juzgar que la cosa valga la pena de interesarme. En todo caso, el crimen no existe; el compatriota de su amigo de usted habría cometido un crimen si hubiera traicionado a Judea, pero ¿qué tiene que ver él con Francia?». Le objeté que si alguna vez había una guerra, los judíos serían movilizados ni más ni menos que los demás. «Es posible, y no es muy seguro que no sea una imprudencia. Pero si hacen venir senegaleses y malgaches, no creo que pongan un gran entusiasmo en defender a Francia, y es muy natural que así sea. Su Dreyfus podría más bien ser condenado por infracción de las reglas de la hospitalidad. Pero dejemos esto. Quizá pudiera usted pedirle a su amigo que me hiciese asistir a alguna hermosa fiesta del templo, a una circuncisión, a unos cantos judíos. Acaso pudiera alquilar una sala y proporcionarme algún espectáculo bíblico, del mismo modo que las muchachas de Saint-Cyr representaron escenas sacadas de los Salmos por Racine para distraer a Luis XIV. Tal vez pudiese usted disponer, incluso, algunos trozos para hacer reír. Por ejemplo, una lucha entre su amigo de usted y su padre, en que aquel le hiriera, como David y Goliat. Resultaría una farsa bastante chusca. Su amigo podría, inclusive, mientras está en ello, zurrar a golpes redoblados el pellejo, o, como diría mi criada vieja, a la pelleja de su madre. Ahí tiene usted una cosa que estaría muy bien y que no nos aburriría ni mucho menos, ¿eh, amiguito?, ya que nos gustan los espectáculos exóticos y que el vapulear a esa criatura extraeuropea sería aplicar un merecido correctivo a un camello viejo». Al decir estas palabras terribles y poco menos que de loco, el señor de Charlus me apretaba el brazo hasta hacerme daño. Yo me acordaba de la familia del señor de Charlus, que citaba tantos rasgos de bondad admirables, por parte del barón, para con la misma criada vieja cuya jerga molieresca acababa de recordar, y me decía que sería interesante establecer, por diversas que puedan ser, las diferencias, poco estudiadas hasta aquí, a lo que me parecía, entre la bondad y la perversidad en un mismo corazón.
Le advertí que, en todo caso, la señora de Bloch no existía, y que en cuanto al señor Bloch no estaba yo muy seguro de hasta qué punto le haría gracia un juego que podía muy bien saltarle los ojos. El señor de Charlus pareció enfadarse: «Ahí tiene usted —dijo— una mujer que ha hecho muy mal en morirse. En cuanto a lo de saltar los ojos, justamente la Sinagoga es ciega, no ve las verdades del Evangelio. De todas maneras, figúrese usted, en este momento en que todos esos desdichados judíos tiemblan ante el furor estúpido de los cristianos, qué honra sería para ellos ver que un hombre como yo condescendía hasta divertirse con sus juegos». En ese momento vi al padre de Bloch que pasaba, dirigiéndose sin duda al encuentro de su hijo. No nos veía, pero me ofrecí al señor de Charlus para presentárselo. No podía yo suponer la cólera que iba a desencadenar en mi acompañante: «¡Presentármelo! ¡Pero es que hace falta que tenga usted muy poco sentido de los valores! A mí no me conoce tan fácilmente como todo eso la gente. En el presente caso, la indignidad sería doble, debido a la juventud del presentante y a la indignidad del presentado. A lo sumo, si un día me ofrecen el espectáculo asiático que he apuntado, podré dirigir a ese espantoso hominicaco algunas frases llenas de benevolencia. Pero a condición de que se haya dejado zurrar copiosamente por su hijo. Podría llegar hasta a expresar mi satisfacción». Por lo demás, el señor Bloch no reparaba ni poco ni mucho en nosotros. Estaba dirigiendo a la señora de Sazerat en aquel momento grandes saludos, muy bien recibidos por ella. Yo estaba pasmado ante el caso, ya que en otro tiempo, en Combray, la señora de Sazerat se había mostrado indignada porque mis padres hubiesen recibido al joven Bloch; hasta tal punto era antisemita. Pero el dreyfusismo, como una corriente de aire, había hecho volar hacía algunos días hasta ella al señor Bloch. Al padre de mi amigo le había parecido la señora de Sazerat encantadora y se sentía particularmente halagado por el antisemitismo de aquella dama, que se le antojaba una prueba de la sinceridad de su fe y de la verdad de sus opiniones dreyfusistas, y que daba asimismo más valor a la visita que la de Sazerat le había autorizado a hacerle. Ni siquiera se había sentido ofendido porque ella hubiese dicho atolondradamente delante de él: «El señor Drumont tiene la pretensión de meter a los revisionistas en un mismo saco con los protestantes y los judíos. ¡La promiscuidad es encantadora!». «Bernard —había dicho orgullosamente el señor Bloch, al volver a su casa, al señor Nissim Bernard—, ¿sabes una cosa? ¡Tiene el prejuicio!». Pero el señor Nissim Bernard no había respondido nada, lanzando al cielo una mirada de ángel. Contristado por la desgracia de los judíos, acordándose de sus amistades cristianas, haciéndose amanerado y redicho a medida que pasaban los años, por razones que más tarde se verán, tenía ahora la apariencia de una larva prerrafaelista en que se habían plantado suciamente algunos pelos, como unos cabellos ahogados en un ópalo. «Toda esta cuestión de Dreyfus —continuó el barón, que seguía agarrándome del brazo—, no tiene más que un inconveniente, y es que destruye la sociedad (no digo la buena sociedad; hace ya mucho tiempo que la sociedad no merece ese epíteto encomiástico), gracias a la afluencia de señores y señoras del Camello, de la Camellería, en fin, de gentes desconocidas, con las que me encuentro hasta en casa de mis primos, porque forman parte de la Liga de la Patria Francesa, antijudía y no sé qué más, como si una opinión política diese derecho a una calificación social». Esta frivolidad del señor de Charlus le emparentaba aún más con la duquesa de Guermantes. Le hice notar el parecido. Como parecía creer que yo no conocía a la duquesa, le recordé la tarde de la Opera, en que parecía como si quisiera esconderse de mí. Me dijo con tal fuerza que no me había visto en absoluto, que hubiera acabado por creerle si, poco después, un pequeño incidente no me hubiese dado motivo para pensar que al señor de Charlus, demasiado orgulloso acaso, no le gustaba que le viesen conmigo.
—Volvamos a usted —me dijo el señor de Charlus— y a mis proyectos respecto de usted. Existe entre ciertos hombres, caballero, una francmasonería de que no puedo hablarle, pero que cuenta en sus filas en este momento con cuatro soberanos de Europa. Ahora bien, los allegados a uno de ellos quieren curarle de su quimera. La cosa es muy grave y puede traernos la guerra. Sí, así como suena, caballero. Ya conoce usted la historia del hombre que creía tener encerrada en una botella a la princesa de la China. Era una locura. Le curaron de ella. Pero desde el momento en que dejó de estar loco se volvió tonto. Hay enfermedades de que no hay que tratar de curarse, porque sólo ellas nos protegen contra otras más graves. Un primo mío tenía un padecimiento al estómago, no podía digerir nada. Los especialistas del estómago más sabios le trataron sin resultado. Le llevé a cierto médico (otro ser muy curioso, entre paréntesis, y acerca del cual habría mucho que decir). Este adivinó inmediatamente que la enfermedad era nerviosa. Convenció a su enfermo, le ordenó que comiese sin miedo alguno lo que quisiera y que siempre sería bien tolerado. Pero mi primo tenía también una nefritis. Lo que el estómago digiere perfectamente, el riñón acaba por no poder eliminarlo, y mi primo, en vez de llegar a viejo con una enfermedad imaginaria del estómago que le obligaba a seguir un régimen, se murió a los cuarenta años, curado del estómago, pero con el riñón perdido. Usted, que tiene un formidable anticipo de su propia vida, quién sabe si llegará a ser acaso lo que hubiera podido ser un hombre eminente del pasado si un genio bienhechor le hubiese revelado, en medio de una humanidad que las ignorase, las leyes del vapor y de la electricidad. No sea usted tonto, no se niegue por discreción. Comprenda usted que si yo le presto un gran servicio, no presumo que el que usted haya de prestarme sea menor. Hace mucho tiempo que han dejado de interesarme los hombres de mundo; ya no tengo más que una pasión: la de tratar de redimir los yerros de mi vida haciendo que saque provecho de lo que sé, un alma virgen aún capaz de inflamarse con la virtud. He pasado grandes penas, caballero, que acaso le cuente a usted algún día; he perdido a mi mujer, que era el ser más hermoso, más noble, más perfecto que pudiera soñarse. Tengo parientes jóvenes que no son, no digo ya dignos, pero ni siquiera capaces de recibir la herencia moral de que le estoy hablando a usted. Quién sabe si no será usted el hombre a cuyas manos puede ir esa herencia, el hombre cuya vida podré dirigir yo y elevar a un nivel tan alto. La mía ganaría con ello, de añadidura. Quizá al instruirle en las grandes cuestiones diplomáticas volviese a encontrar el gusto de mí mismo y me pusiera al fin a hacer cosas interesantes en que usted iría a medias. Pero antes de saberlo sería preciso que le viese a usted a menudo, muy a menudo, todos los días.
Yo quería aprovechar estas buenas disposiciones inesperadas del señor de Charlus para preguntarle si no podría hacer que me encontrase con su cuñada; pero en ese momento sentí vivamente movido mi brazo como por una sacudida eléctrica. Era el señor de Charlus que acababa de retirar precipitadamente su brazo de debajo del mío. A pesar de que, sin dejar de hablar, paseaba sus miradas en todas direcciones, hasta aquel mismo instante no había reparado en el señor de Argencourt, que salía de una bocacalle transversal. Al vernos, el señor de Argencourt pareció contrariado, me lanzó una mirada de desconfianza, casi la misma mirada destinada a un ser de otra raza que la señora de Guermantes había tenido para Bloch, y trató de evitarnos. Pero se hubiera dicho que el señor de Charlus tenía empeño en demostrarle que en modo alguno trataba de que no le viese, porque le llamó, y para decirle una cosa insignificante. Y, temiendo acaso que el señor de Argencourt no me reconociese, el de Charlus le dijo que yo era grande amigo de la señora de Villeparisis, de la duquesa de Guermantes, de Roberto de Saint-Loup, y que él mismo, Charlus, era un amigo de antiguo de mi abuela, encantado de trasladar al nieto un poco de la simpatía que sentía hacia aquella. Con todo, observé que el señor de Argencourt, a quien, sin embargo, habían dicho apenas mi nombre en casa de la señora de Villeparisis y al que el señor de Charlus acababa de hablar prolijamente de mi familia, estuvo conmigo más frío de como había estado hacía una hora; lo mismo ocurrió en mucho tiempo cada vez que me encontraba. Me observaba con una curiosidad que no tenía nada de simpática, e incluso pareció como si tuviera que vencer alguna resistencia cuando, al separarse de nosotros, tras una vacilación, me tendió una mano que retiró inmediatamente.
—Lamento este encuentro —me dijo el señor de Charlus—. Este Argencourt, bien nacido, mal educado, diplomático más que mediocre, marido detestable y mediocre, atravesado como un traidor de comedia, es uno de esos hombres incapaces de comprender, pero muy capaz de destruir las cosas verdaderamente grandes. Espero que nuestra amistad lo sea, si ha de cimentarse un día, y espero que usted me haga el honor de mantenerla tanto como yo a cubierto de las coces de uno de estos asnos que, por ociosidad, por torpeza, por maldad, aplastan lo que parecía hecho para durar. Desgraciadamente, por ese patrón están cortadas en su mayor parte las gentes de mundo.
—La duquesa de Guermantes parece muy inteligente. Hace un momento hablábamos de una posible guerra. Parece ser que la duquesa tiene en ese respecto especiales luces.
—No tiene ninguna —me respondió secamente el señor de Charlus—. Las mujeres, y muchos hombres, por lo demás, no entienden nada de las cosas de que quería hablarle. Mi cuñada es una mujer encantadora que se figura que está todavía en la época de las novelas de Balzac, en que las mujeres influían en política. Su trato no podría en la actualidad ejercer sobre usted más que una acción perniciosa como, por otra parte, cualquier trato mundano. Y precisamente es eso una de las primeras cosas que iba a decirle a usted cuando ese majadero me ha interrumpido. El primer sacrificio que tiene usted que hacerme —he de exigir tantos como dones le haga— es el de no frecuentar la sociedad. Hace un rato me ha dolido verle en esa reunión ridícula. Dirá usted que también estaba yo en ella, pero esa, para mí, no es una reunión mundana, es una visita de familia. Más tarde, cuando sea usted un hombre que ha llegado ya, si le divierte descender por un momento a la vida de sociedad, quizá no haya inconveniente en ello. No necesito decirle de qué utilidad puede serle entonces. Quien posee el «Sésamo» del hotel de Guermantes y de todos aquellos que valen la pena de que la puerta se abra de par en par ante usted, soy juez. Yo seré juez y pretendo seguir siendo dueño del momento oportuno.
Quise aprovechar el que el señor de Charlus hablase de esa visita a la casa de la señora de Villeparisis para tratar de saber quién era esta exactamente, pero la pregunta se formuló en mis labios de otro modo que como yo hubiera querido, y pregunté qué era la familia de Villeparisis.
—Es absolutamente lo mismo que si me preguntara usted lo que es la familia, «nada» —me respondió el señor de Charlus—. Mi tía se casó por amor con un señor Thirion, por otra parte excesivamente rico y cuyas hermanas estaban muy bien casadas, y que, a partir de ese momento, tomó el nombre de marqués de Villeparisis. Con eso no hizo mal a nadie, a lo sumo un poco a sí mismo, ¡y bien poco! En cuanto a la razón de eso, no sé, supongo que era, en efecto, un señor de Villeparisi, nacido en Villeparisis; ya sabe usted que es un pueblecillo de cerca de París. Mi tía ha pretendido que su marido tenía ese marquesado en su familia, ha querido hacer las cosas regularmente, no sé por qué. Desde el momento en que se adopta un nombre a que no se tiene derecho, lo mejor es no simular formas regulares.
El que la señora de Villeparisis no fuese más que la señora Thirion remató la caída que aquella había empezado en mi espíritu cuando vi la composición mixta de su salón. Me parecía injusto que una mujer que hasta el título y el nombre tenía casi recientísimos pudiera engañar a sus contemporáneos y hubiese de engañar a la posteridad, gracias a algunas amistades regias. Al restituirse la señora de Villeparisis a lo que me había parecido ser en mi infancia, una persona que no tenía nada de aristocrática, me pareció como si los grandes parentescos que la rodeaban quedasen como ajenos a ella. En lo sucesivo no cesó de ser amable con nosotros. Yo, algunas veces, iba a verla, y a menudo me enviaba recuerdos. Pero por mi parte no sentía ni poco ni mucho la impresión de que aquella señora perteneciese al barrio de Saint-Germain, y de haber tenido que pedir algún informe acerca de este, hubiera sido ella una de las últimas personas a quien me hubiese dirigido.
—Actualmente —continuó el señor de Charlus— con frecuentar la vida de sociedad no haría usted más que perjudicar a su propia situación, deformando su inteligencia y su carácter. Por otra parte, habría que vigilar incluso y sobre todo las compañías con que se junta usted. Tenga usted queridas si su familia no ve inconveniente en ello; eso no es cosa mía, e incluso no puedo menos de alentarle a ello, pilluelo, pilluelo, que bien pronto va a tener necesidad de hacerse afeitar —me dijo tocándome la barbilla—. Pero la elección de amigos tiene distinta importancia. De diez jóvenes, ocho son unos granujillas, unos canallitas capaces de hacerle a usted un daño que no reparará nunca. Ahí tiene usted, mi sobrino Saint-Loup es en realidad un buen camarada para usted. Desde el punto de vista de su porvenir no podrá serle de provecho en nada; pero para eso basto yo. Y, en fin de cuentas, para salir con usted, en los momentos en que esté usted harto de mí, me parece que no ofrece ningún inconveniente serio, según creo. Ese, por lo menos, es un hombre y no uno de esos afeminados como tantos que se encuentran hoy día, que tienen toda la facha de gentes que dan el pego y que acaso lleven el día de mañana al patíbulo a sus inocentes víctimas. —Yo no sabía el sentido de esta expresión, tomada de la jerga: «dar el pego». Cualquiera que la hubiera conocido se hubiera quedado tan sorprendido como yo. Las gentes de mundo gustan de buen grado de hablar en jerga, como aquellos a quienes pueden reprocharse ciertas cosas gustan de hacer ver que no temen ni poco ni mucho hablar de ellas. Prueba de inocencia, a sus ojos. Pero han perdido la escala; ya no se dan cuenta del grado a partir del cual determinada broma pasará a ser demasiado especial, demasiado chocante; será una prueba de corrupción antes que de ingenuidad—. Ese no es como los demás, es muy buen chico, muy serio.
No pude menos de sonreír ante este epíteto de «serio», al que la entonación que le dio el señor de Charlus parecía infundir el sentido de «virtuoso», «de peso», como se dice de una obrerilla que es seria. En ese momento pasó un coche de punto que iba a la diabla; un cochero joven que había desertado de su pescante lo guiaba desde el fondo del coche, donde estaba sentado en los almohadones, con trazas de ir a medios pelos. El señor de Charlus lo detuvo rápidamente. El cochero parlamentó un momento.
—¿Hacia qué sitio va usted?
—Hacia donde usted (me chocaba, porque el señor de Charlus había rechazado ya varios coches de punto que llevaban faroles del mismo color).
—Pero es que yo no quiero volver a subirme al pescante. ¿Le da a usted lo mismo que me quede dentro del coche?
—Sí, sólo que baje usted la capota. Bueno, piense usted en mi proposición —me dijo el señor de Charlus antes de separarse de mí—; le doy algún tiempo para que recapacite sobre ella, escríbame. Se lo repito, será preciso que le vea todos los días y que reciba de usted garantías de lealtad, de discreción, que, por lo demás, debo decirlo, parece usted ofrecer. Pero he sido engañado tan a menudo en el curso de mi vida por las apariencias, que ya no quiero fiarme de ellas. ¡Caramba!, lo menos que puedo pedir antes de abandonar un tesoro es saber en qué manos lo pongo. En fin, tenga usted muy presente lo que le ofrezco; está usted como Hércules, cuya vigorosa musculatura, desgraciadamente para usted, no parece tener, en el cruce de dos caminos. Procure usted no tener que lamentar toda su vida no haber escogido el que llevaba a la virtud. ¿Cómo? —dijo al cochero—, ¿pero aún no ha bajado usted la capota? Voy a doblar yo los resortes. Por lo demás, me parece que voy a tener que guiar también yo, en vista del estado en que me parece que se encuentra usted.
Y saltó al lado del cochero, al fondo del coche, que arrancó al trote largo.
Por mi parte, apenas volví a casa me encontré con la réplica de la conversación que poco antes habían sostenido Bloch y el señor de Norpois, pero en una forma breve, inversa y cruel. Era una disputa entre nuestro mayordomo, que era dreyfusista, y el de los Guermantes, que era antidreyfusista. Las verdades y contraverdades que se oponían recíprocamente, arriba, entre los intelectuales de la Liga de la Patria francesa y la de los Derechos del hombre se propagaban, en efecto, hasta las profundidades del pueblo. El señor Reinach manejaba por medio del sentimiento a gentes que no le habían visto nunca, mientras que para él la cuestión de Dreyfus se planteaba únicamente ante su razón como un teorema irrefutable y que demostró, en efecto, con el más asombroso triunfo de política racional (triunfo contra Francia, dijeron algunos) que jamás se haya visto. A la vuelta de dos años sustituyó un Ministerio Billot con un Ministerio Clemenceau, cambió por completo la opinión pública, sacó de su prisión a Picquart para ponerlo, ingrato, en el Ministerio de la Guerra. Acaso aquel racionalista manejador de muchedumbres fuese a su vez manejado por su ascendencia. Cuando los sistemas filosóficos que contienen más verdades son dictados a sus autores, en último análisis, por una razón de sentimiento, ¿cómo suponer que en una simple cuestión política como la cuestión Dreyfus no haya razones de este género que, sin que el razonador lo sepa, puedan gobernar su razón? Bloch creía haber elegido lógicamente su dreyfusismo, y, sin embargo, sabía que su nariz, su piel y su pelo le habían sido impuestos por su raza. Indudablemente, la razón es más libre; sin embargo, obedece a ciertas leyes que no se ha dado a sí misma. El caso del mayordomo de los Guermantes y del nuestro era particular. Las olas de las dos corrientes de dreyfusismo y de antidreyfusismo que de arriba abajo dividían a Francia eran bastante silenciosas, pero los raros ecos que emitían eran sinceros. Al oír a alguien, en mitad de una charla que se apartaba voluntariamente del affaire, anunciar furtivamente una noticia política, generalmente falsa, pero siempre deseada, podía inducirse del objeto de sus predicciones la orientación de sus deseos. Así se hacían frente en algunos puntos, de una parte, un tímido apostolado; de otra, una santa indignación. Los dos mayordomos a quienes oí al volver a casa constituían una excepción de la regla. El nuestro dio a entender que Dreyfus era culpable; el de los Guermantes, que era inocente. No era por disimular sus convicciones, sino por maldad y avidez en el juego. Nuestro mayordomo, que no estaba seguro de que se llevase a efecto la revisión, quería de antemano, para en caso de que se llegara a fracasar, quitarle al mayordomo de los Guermantes la alegría de creer derrotada una causa justa. El mayordomo de los Guermantes pensaba que, caso de ser denegada la revisión, el nuestro estaría más fastidiado al ver que seguían teniendo en la Isla del Diablo a un inocente.
Subí a casa y encontré peor a mi abuela. Desde hacía algún tiempo, sin que supiera a ciencia cierta lo que tenía, se quejaba de su estado de salud. En las enfermedades es cuando nos damos cuenta de que no vivimos solos, sino encadenados a un ser de un reino diferente, del que nos separan abismos, que no nos conoce y del que es imposible que nos hagamos entender: nuestro cuerpo. Si nos encontramos a un bandido cualquiera en un camino, quizá lleguemos a hacerle sensible a su interés personal, ya que no a nuestra desdicha. Pero pedir clemencia a nuestro cuerpo es discurrir ante un pulpo, para el que nuestras palabras no pueden tener más sentido que el ruido del agua y con el que nos espantaría que nos condenasen a vivir. Los malestares de mi abuela pasaban a menudo inadvertidos para su atención, desviada siempre hacia nosotros. Cuando la hacían sufrir demasiado, para llegar a curarlos se esforzaba en vano por comprenderlos. Si los fenómenos morbosos de que su cuerpo era teatro permanecían oscuros e inaprehensibles para el pensamiento de mi abuela, eran claros e inteligibles para ciertos seres que pertenecían al mismo reino físico que ellos, seres de esos a quienes el espíritu humano ha acabado por dirigirse para comprender lo que le dice su cuerpo, como ante las respuestas de un extranjero va uno a buscar a alguien del mismo país para que sirva de intérprete. Ellos pueden hablar con nuestro cuerpo, decirnos si su cólera es grave o si se aplacará pronto. Cottard, a quien habían llamado para que viese a mi abuela y que nos había irritado al preguntarnos con una fina sonrisa, desde el primer momento en que le habíamos dicho que mi abuela estaba enferma: «¿Enferma? ¿No será por lo menos una enfermedad diplomática?», Cottard ensayó, para calmar la agitación de su enferma, el régimen lácteo. Pero las perpetuas sopas de leche no hicieron efecto, porque mi abuela les echaba mucha sal (aún no había hecho Widal sus descubrimientos), que por aquel entonces se ignoraba que no fuese conveniente. Porque como la medicina es un compendio de los errores sucesivos y contradictorios de los médicos, al llamar uno a los mejores de estos tiene grandes probabilidades de implorar una verdad que será reconocida como falsa algunos años más tarde. De manera que el creer en la medicina sería la suprema locura, si no lo fuera mayor aún el no creer en ella, ya que de ese montón de errores se han desprendido, a la larga, algunas verdades. Cottard había recomendado que se le tomase la temperatura a la enferma. Fueron a buscar un termómetro. El tubo estaba vacío de mercurio en casi toda su longitud. Apenas se distinguía, acurrucada en el fondo de su cubetilla, la salamandra de plata. Parecía muerta. Pusieron la pajuela de vidrio en la boca de mi abuela. No tuvimos necesidad de dejarla mucho tiempo en ella; la minúscula bruja no se había demorado en trazar su horóscopo. La encontramos inmóvil, encaramada a la mitad de la altura dé su torre y sin rebullir ya, mostrándonos con exactitud la cifra que la habíamos pedido y que todas las reflexiones que sobre sí misma hubiese podido hacer el alma de mi abuela hubieran sido incapaces de darle: 38,3°. Por primera vez sentimos alguna inquietud. Sacudimos con fuerza el termómetro para borrar el signo fatídico, como si con ello hubiéramos podido hacer bajar la fiebre al mismo tiempo que la temperatura registrada. ¡Ay!, se vio con toda claridad que la pequeña sibila, desasistida de razón, no había dado arbitrariamente aquella respuesta, ya que a la mañana siguiente, apenas se volvió a poner el termómetro entre los labios de mi abuela, cuando, inmediatamente casi, como de un solo brinco, hermosa de certidumbre y con la intuición de un hecho para nosotros invisible, la diminuta profetisa había acudido a detenerse en el mismo punto, en una inmovilidad implacable, y seguía indicándonos la cifra 38,3° con su chispeante varita. No decía más, pero en vano era que deseásemos, que quisiésemos, que implorásemos: sorda, parecía como que esa fuese su última palabra de advertencia y amenaza. Entonces, para tratar de obligarla y modificar su respuesta, nos dirigimos a otra criatura del mismo reino, pero más poderosa, que no se contenta con interrogar al cuerpo, sino que puede ordenarle —un febrífugo del mismo orden que la aspirina, que todavía no se usaba entonces—. No habíamos hecho que bajase el termómetro más allá de los 37,5°, con la esperanza de que de esa manera no tuviese que volver a subir. Le hicimos tomar el febrífugo a mi abuela, y entonces le pusimos de nuevo el termómetro. Como un guardián implacable al que se muestra la orden de una autoridad superior, cerca de la cual se ha hecho actuar una protección, y que encontrándola en regla responde: «Está bien, nada tengo que decir desde el momento en que es así; pase usted», la vigilante tornera no rebulló de esta vez. Pero parecía decir, morosa: «¿De qué os va a servir eso? Puesto que conocéis a la quinina, esta me dará orden de que no me mueva, una vez, diez veces, veinte veces. Y luego se cansará, la conozco. Bueno. Esto no ha de durar siempre. Así que gran cosa habréis adelantado». Entonces mi abuela sintió en sí la presencia de una criatura que conocía mejor el cuerpo humano que mi propia abuela, la presencia de una contemporánea de las razas desaparecidas, la presencia del primer ocupante —anterior, con mucho, a la creación del hombre que piensa—; sintió a este aliado milenario que le palpaba, un tanto duramente acaso, la cabeza, el corazón, el codo, que reconocía cada sitio, lo organizaba todo para el combate prehistórico que tuvo lugar inmediatamente después. En un momento, Pytón aplastado, la fiebre fue vencida por el poderoso elemento químico, al que mi abuela, a través de los reinos, pasando por encima de todos los animales y vegetales, hubiera querido dar las gracias. Y quedaba conmovida de esta entrevista que acababa de tener, a través de tantos siglos, con un clima anterior a la creación de las plantas inclusive. Por su parte, el termómetro, como una Parca momentáneamente vencida por un dios antiguo, tenía inmóvil su huso de plata. ¡Ay!, otras criaturas inferiores, que el hombre ha adiestrado para la caza de esos animales misteriosos a que no puede perseguir, en el fondo de sí mismo, nos traían cruelmente todos los días una cifra de albúmina, débil, pero suficientemente constante para que también ella pareciese hallarse en relación con algún estado persistente que no percibíamos nosotros. Bergotte había lastimado en mí el instinto escrupuloso que me hacía subordinar mi inteligencia, cuando me había hablado del doctor Du Boulbon como de un médico que no me fastidiaría, que encontraría tratamientos que, aun cuando fuesen en apariencia extraños, se adaptarían a la singularidad de mi inteligencia. Pero las ideas se transforman en nosotros, triunfan de las resistencias que les oponemos en el primer momento y se nutren de ricas reservas intelectuales completamente a punto, que no sabíamos que hubieran sido hechas para ellas. Ahora, como ocurre cada vez que las frases oídas a propósito de alguien que no conocemos han tenido la virtud de despertar en nosotros la idea de un gran talento, de algo parecido al genio, en el fondo de mi espíritu hacía yo sacar partido al doctor Du Boulbon de esa confianza sin límites que nos inspira aquel que con mirada más profunda que otro percibe la verdad. Claro es que yo sabía que era más bien especialista en enfermedades nerviosas, el mismo a quien Charcot, antes de morir, había dicho que reinaría en la neurología y en la psiquiatría. «¡Ah! No sé, es muy posible», dijo Francisca, que estaba presente y oía por vez primera el nombre de Charcot tanto como el de Du Boulbon. Pero eso no le impedía en modo alguno decir: «Es posible». Sus «es posible», sus «acaso», sus «no sé» eran exasperantes en un caso como este. Sentía uno ganas de responderle: «Pues claro está que no sabe usted, ya que no entiende usted nada de lo que estamos tratando. ¿Cómo puede usted decir siquiera que es posible o no, si no sabe usted nada de eso? Así como así, ahora no puede usted decir que no sabe lo que le dijo Charcot a Du Boulbon, etc.; lo sabe usted, puesto que se lo hemos dicho, y sus “acaso”, sus “es posible” no vienen a cuento, toda vez que se trata de una cosa segura».
A pesar de esta competencia más particular en materia cerebral y nerviosa, como yo sabía que Du Boulbon era un gran médico, un hombre superior dotado de una inteligencia inventiva y profunda, supliqué a mi madre que le hiciese venir, y la esperanza de que, gracias a una visión justa del mal, la curaría acaso, acabó por sobreponerse al temor que teníamos de que, si llamábamos a otro médico a consulta, asustásemos a mi abuela. Lo que decidió mi madre fue que, alentada inconscientemente por Cottard, mi abuela había dejado de salir, se levantaba apenas. De nada servía que nos contestase con la carta de madama de Sévigné a propósito de madama de La Fayette: «Decían que estaba loca porque no quería salir. Yo les decía a esas personas tan precipitadas en su juicio: Madama de La Fayette no está loca, y a eso me atenía. Ha sido preciso que haya muerto para hacer ver que tenía razón en no salir». Du Boulbon, cuando le llamamos, quitó la razón, si no a madama de Sévigné, de quien no se le hizo mención, por lo menos sí a mi abuela. En lugar de auscultarla, mientras posaba en ella sus admirables miradas en que acaso hubiera la ilusión de estar escrutando profundamente a la enferma, o el deseo de darle esa ilusión, que parecía espontánea pero que debía ser sostenida con carácter maquinal, o de no dejarle ver que pensaba en otra cosa completamente distinta, o de cobrar imperio sobre ella, el doctor empezó a hablar de Bergotte.
—¡Ah, ya lo creo, señora! Es admirable. ¡Qué razón tiene usted en quererle! Pero ¿cuál de sus libros prefiere usted? ¡Ah, sí! Acaso sea, en efecto, el mejor. En todo caso, es su novela mejor compuesta: en ella, Clara, es realmente encantadora. Y como personaje de hombre, ¿cuál le es a usted más simpático?
Al pronto creí que la hacía hablar así de literatura porque la medicina le aburriese; quizá también por dar muestras de su amplitud de espíritu, e incluso, con una finalidad más terapéutica, por devolver la confianza a la enferma, para hacerle ver que no estaba inquieto, por distraerla de su estado. Pero después he comprendido que, particularmente notable sobre todo como alienista y por sus estudios sobre el cerebro, había querido darse cuenta con sus preguntas de si la memoria de mi abuela se conservaba realmente intacta. Como de mala gana, la interrogó un poco acerca de su vida, con mirada sombría y fría. Después, de repente, como si distinguiera la verdad y estuviese decidido a alcanzarla a toda costa, con un ademán previo al que parecía como si le costara trabajo desnudarse, apartándola de la onda de las últimas vacilaciones que podía tener y de todas las objeciones que hubiéramos podido hacer nosotros, contemplando a mi abuela con una mirada lúcida, libremente y como si al fin pisara terreno firme, puntuando las palabras en un tono dulce y de seducción, cada una de cuyas inflexiones matizaba la inteligencia, habló. (Su voz, por lo demás, durante toda la visita, siguió siendo lo que era naturalmente, acariciadora. Y bajo sus cejas enmarañadas, sus ojos irónicos estaban llenos de bondad).
—Se encontrará usted bien, señora, el día lejano o próximo, y de usted depende que sea hoy mismo, en que se haga usted cargo de que no tiene nada y en que haya reanudado usted la vida ordinaria. Me ha dicho usted que no comía, que no salía.
—¡Pero, caballero, si tengo un poco de fiebre!
Le tocó la mano.
—En este momento no, por lo menos. Además, ¡vaya una disculpa! ¿No sabe usted que dejamos estar al aire libre, que sobrealimentamos a tuberculosos que tienen hasta 39°?
—Pero es que también tengo un poco de albúmina.
—No debiera usted saberlo. Lo que usted tiene es lo que he descrito yo con el nombre de albúmina mental. Todos hemos tenido, en el curso de alguna indisposición, nuestra pequeña crisis de albúmina que nuestro médico se ha apresurado a hacer duradera al hacérnosla notar. Para una afección que los médicos curan con medicamentos (por lo menos aseguran que así ha ocurrido algunas veces), producen diez en sujetos que gozan de buena salud, inoculándoles ese agente patógeno mil veces más virulento que todos los microbios: la idea de que está uno enfermo. Semejante creencia, potente sobre el temperamento de todos, obra con particular eficacia sobre los nerviosos. Si se les dice que una ventana cerrada está abierta a espaldas suyas, empiezan a estornudar; si les hace creer uno que les ha echado magnesia en la sopa, tendrán cólicos, o que su café está más cargado que de costumbre, y no pegarán ojo en toda la noche. ¿Cree usted, señora, que no me ha bastado con verle los ojos, con oír simplemente la forma en que se expresa usted, qué digo, con ver a su señora hija y a su nieto, que tanto se parece a usted, para conocer con quién tenía que habérmelas? «Tu abuela podría ir tal vez a sentarse, si el doctor se lo permite, a alguna avenida tranquila de los Campos Elíseos, junto a ese macizo delante del que jugabas tú en tiempos», me dijo mi madre, consultando así directamente a Du Boulbon, debido a lo cual su voz cobraba un viso de timidez y deferencia, que no hubiera tenido de haberse dirigido a mí sólo. El doctor se volvió hacia mi abuela, y como era no menos culto que sabio: «Vaya usted a los Campos Elíseos, junto al macizo de laureles de que gusta su nieto. El laurel le será saludable. Purifica. Después de haber exterminado a la serpiente Pitón, Apolo hizo su entrada en Delfos con una rama de laurel en la mano. Quería librarse de esa manera de los gérmenes mortíferos de la venenosa bestia. Ya ve usted que el laurel es el más antiguo, el más venerable y añadiré —cosa que tiene su valor en terapéutica, como en profilaxia— el más hermoso de los antisépticos».
Como una gran parte de lo que saben los médicos se lo enseñan los enfermos, propenden fácilmente a creer que ese saber de los «pacientes» es el mismo en todos ellos, y se lisonjean de pasmar a aquel a cuyo lado se encuentran con alguna observación que han aprendido de aquellos a quienes han tratado antes. Así, el doctor Du Boulbon tuvo la aguda sonrisa de un parisiense que, al hablar con un campesino, esperase dejarle atónito al hacer uso de una palabra dialectal, cuando dijo a mi abuela: «Probablemente el tiempo ventoso conseguirá hacerla dormir a usted, mientras que fracasarían los hipnóticos más poderosos». «Todo lo contrario, caballero; el viento me impide en absoluto dormir». —Pero los médicos son susceptibles—: «¡Ah!» —murmuró Du Boulbon frunciendo el ceño, como si le hubieran dado un pisotón y como si los insomnios de mi abuela en las noches de tormenta fuesen para él una injuria personal. Con todo, no tenía demasiado amor propio, y como, en cuanto «espíritu superior», creía deber suyo no conceder fe a la medicina, recobró bien pronto su serenidad filosófica.
Mi madre, por un deseo apasionado de ser tranquilizada por el amigo de Bergotte, añadió en apoyo de sus palabras que una prima hermana de mi abuela, presa de una afección nerviosa, se había pasado siete años enclaustrada en su dormitorio, en Combray, sin levantarse más que una vez o dos por semana.
—Pues ya ve usted, señora, no lo sabía, y hubiera podido decírselo.
—Pero, caballero, yo no soy ni poco ni mucho como ella; a mí, por el contrario, mi médico no consigue hacerme guardar cama —dijo mi abuela, ya porque se sintiese un tanto irritada por las teorías del doctor o que estuviera deseosa de exponerle las objeciones que podían hacerse a aquellas, con la esperanza de que él las refutase y de que, en cuanto se hubiera ido, ya no le quedaría a ella ninguna duda que oponer a su afortunado diagnóstico.
—Naturalmente, señora, no puede uno tener, perdóneme la expresión, todas las vesanias; usted tiene otras, no tiene usted esa. Ayer he visitado una casa de salud para neurasténicos. En el jardín había un hombre de pie en un banco, inmóvil como un faquir, con el cuello inclinado en una postura que debía de ser muy molesta. Al preguntarle yo qué estaba haciendo allí, me respondió sin hacer un movimiento ni volver la cabeza: «Doctor, soy extraordinariamente acatarrante y acatarrable, acabo de hacer demasiado ejercicio, y mientras me estaba acalorando estúpidamente de esa manera tenía el cuello apoyado contra la camiseta. Si ahora lo apartase de la camiseta antes de haber dejado caer el calor que tengo, estoy seguro de que cogería una tortícolis y quizá una bronquitis». Y la hubiera atrapado, en efecto. «Lo que es usted es un completo neurasténico», le dije. ¿Sabe usted qué razón me dio para demostrarme que no lo era? Pues que mientras que todos los enfermos del establecimiento tenían la manía de tomarse el peso, hasta el punto de que había habido que ponerle un candado al peso para que no se pasasen todo el día pesándose, con él se veían obligados a hacerle subir por la fuerza a la báscula, de tan pocos deseos como tenía de pesarse. Hacía alarde de no tener la manía de los demás, sin pensar que también él tenía la suya, y que era esa manía la que le libraba de otra. No se moleste usted por la comparación, señora, porque ese hombre que no se atrevía a volver el cuello por miedo a acatarrarse es el poeta más grande de nuestro tiempo. Ese pobre maniático es la inteligencia más alta que conozco. Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece usted a esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo. Saboreamos las músicas exquisitas, los hermosos cuadros, mil delicadezas, pero nada sabemos de lo que han costado a los que las inventaron, de los insomnios, de las lágrimas, risas espasmódicas, urticarias, asmas, epilepsias, una angustia de morirse que es peor que todo eso y que acaso conozca usted, señora —añadió sonriendo a mi abuela—, porque, confiéselo usted, cuando yo llegué aún no estaba usted muy tranquilizada. Se creía usted enferma, enferma de cuidado, tal vez. Sabe Dios de qué afección creía descubrir síntomas en usted misma. Y no se engañaba usted, los tenía. El nerviosismo es un imitador genial. No hay enfermedad que no remede a maravilla. Imita hasta hacerle a uno equivocarse la dilatación de los dispépticos, las náuseas del embarazo, la arritmia del cardíaco, la febrilidad del tuberculoso. Si es capaz de engañar al médico, ¿cómo no ha de engañar al enfermo? ¡Ah! No se figure usted que me burlo de sus males; si no supiera comprenderlos no intentaría tratarlos. Y, ahí tiene usted, no hay confesión buena como no sea recíproca. Le he dicho a usted que no hay ningún gran artista sin una enfermedad nerviosa; es más —añadió alzando gravemente el dedo índice—, sin ella no hay gran sabio posible. Añadiré que sin padecer uno mismo una enfermedad nerviosa, no se es, no me haga usted decir que buen médico, sino solamente un médico correcto de enfermedades nerviosas. En la patología nerviosa, un médico que no dice demasiadas tonterías es un enfermo semicurado, como un crítico es un poeta que ya no hace versos, o un policía un ladrón que ya no ejerce. Yo, señora, no me creo, como usted, albuminúrico, no tengo el miedo nervioso al alimento, al aire libre; pero no puedo quedarme dormido sin haberme levantado más de veinte veces a ver si está cerrada la puerta de mi cuarto. Y a esa casa de salud en que encontré ayer a un poeta que no volvía el cuello, a esa casa iba yo a tomar una habitación, porque, esto entre nosotros, allí me paso mis vacaciones cuidándome cuando he aumentado mis males fatigándome excesivamente en curar los de los demás.
—Pero, caballero, ¿es que tendría que hacer yo una cura por el estilo? —dijo con espanto mi abuela.
—Es inútil, señora. Las manifestaciones que acusa usted cederán ante mi palabra. Y además, tiene usted a su lado alguien poderosísimo a quien desde ahora constituyo en su médico. Es su mismo mal, su sobreactividad nerviosa. Aunque supiese el modo de curarla a usted de ella, me guardaría muy bien de hacerlo. Me basta con darle órdenes. Veo encima de su mesa una obra de Bergotte. En cuanto estuviese usted curada de su nerviosidad, dejaría de gustarle. Ahora bien, ¿podría sentirme yo con derecho a cambiar los goces que ese libro depara por una integridad nerviosa que sería harto incapaz de dárselos? Pero es que hasta esos goces son un poderoso remedio, el más poderoso de todos, acaso. No, no hago reproches a su energía nerviosa. Le pido únicamente que me escuche; la confío a usted a ella. Que dé marcha atrás. La fuerza que empleaba en impedirle a usted que se pasease, que tomase suficiente alimento, que la emplee en hacerla comer, en hacerla leer, en hacerla salir, en distraerla de todas formas. No me diga usted que está cansada. La fatiga es la realización orgánica de una idea preconcebida. Empiece usted por no pensarla. Y si alguna vez siente usted una pequeña indisposición, cosa que puede ocurrirle a todo el mundo, será como si no la tuviese, porque habrá hecho de usted, según una profunda frase del señor de Talleyrand, una persona sana imaginaria. Ya ve usted, ya ha empezado a curarla, me escucha usted derecha, sin haberse apoyado ni una vez en nada, con la mirada viva, buen semblante, y así lleva ya su buena media hora por el reloj, y no se ha dado cuenta de ello: señora, he tenido mucho gusto en saludarla.
Cuando, después de haber acompañado al doctor Du Boulbon, volví al cuarto donde estaba sola mi madre, la pena que me oprimía desde hacía varias semanas alzó el vuelo; sentí que mi madre iba a dejar estallar su alegría y que iba a ver la mía; experimenté esa impasibilidad de soportar la espera del instante próximo en que una persona va a sentirse conmovida cerca de nosotros; impasibilidad que, en otro orden, viene a ser como el miedo que se siente cuando sabe uno que va a entrar alguien a asustarnos por una puerta que todavía está cerrada. Quise decirle algo a mamá, pero mi voz se quebró, y deshaciéndome en lágrimas me estuve largo rato, con la cabeza sobre su hombro, llorando, saboreando, aceptando, acariciando el dolor, ahora que sabía que había salido de mi vida, del mismo modo que gustamos de exaltarnos con virtuosos proyectos que las circunstancias no nos permiten llevar a ejecución. Francisca me exasperó al no tomar parte en nuestra alegría. Estaba agitadísima porque había estallado una escena terrible entre el lacayo y el portero chismoso. Había habido necesidad de que la duquesa, con su bondad, interviniese, restableciese una apariencia de paz y perdonase al lacayo. Porque era buena, y en su casa se hubiera encontrado la colocación ideal si no hubiera dado oídos a los «chismorreos».
Desde hacía varios días la gente había empezado a saber que mi abuela estaba mala y a preguntar por ella. Saint-Loup me había escrito: «No quiero aprovechar estas horas en que tu querida abuela no se encuentra bien para dirigirte lo que es mucho más que reproches y en lo que ella no entra para nada. Pero mentiría si no te dijera, aunque fuese por omisión, que jamás olvidaré la perfidia de tu comportamiento y que no habrá perdón nunca para tu bellaquería y tu traición». Pero unos amigos que creían que mi abuela no estaba muy enferma (ignoraban incluso que lo estuviese ni poco ni mucho) me habían pedido que fuese a recogerlos a la mañana siguiente a los Campos Elíseos para ir desde allí a hacer una visita y asistir a un almuerzo que me divertiría. Ya no tenía ninguna razón para renunciar a estos dos placeres. Cuando le habían dicho a mi abuela que ahora, para obedecer al doctor Du Boulbon, tendría que pasear mucho, ya se ha visto que había hablado inmediatamente de los Campos Elíseos. Habría de serme fácil llevarla a ellos y, mientras ella estaba sentada leyendo, entenderme con mis amigos tocante al lugar en que debíamos volver a encontrarnos, y aún me quedaría tiempo, si me daba prisa, para tomar con ellos el tren para Ville-d’Avray. En el momento convenido, mi abuela no quiso salir, porque se encontraba cansada. Pero mi madre, aleccionada por Du Boulbon, tuvo la energía necesaria para enfadarse y hacerse obedecer. Lloraba casi ante el pensamiento de que mi abuela iba a recaer en su debilidad nerviosa, y que ya no volvería a levantar cabeza de ella. Nunca se prestaría tan bien para su salida un tiempo tan hermoso y templado. El sol, al cambiar de lugar, intercalaba acá y allá en la solidez cortada del balcón sus inconsistentes muselinas y daba a la piedra tallada una tibia epidermis, un halo de oro impreciso. Como Francisca no había tenido tiempo de mandar un «continental» a su hija, nos dejó después del almuerzo. No fue poco ya que antes de irse entrase un momento en casa de Jupien para hacer que le cogiesen un punto a la manteleta que había de ponerse mi abuela para salir. Yo, que volvía en ese momento de mi paseo matinal, fui con ella a casa del chalequero. «¿Es su señorito el que la trae a usted por aquí —le dijo Jupien a Francisca—, es usted la que lo trae a él, o bien es algún buen viento y la suerte lo que les trae a los dos?». Aunque no fuese hombre de estudios, Jupien respetaba la sintaxis tan naturalmente como el señor de Guermantes, a pesar de no pocos esfuerzos, la violaba. Una vez que se hubo marchado Francisca y que estuvo compuesta la manteleta, tuvo que arreglarse mi abuela. Como se había negado tenazmente a que mamá se quedase con ella, empleó, sola, un tiempo infinito en su tocado, y ahora que yo sabía que no tenía nada, y con esa extraña indiferencia que sentimos respecto de nuestros parientes mientras viven y que hace que los pospongamos a todo el mundo, me parecía el colmo del egoísmo por parte de ella el que tardase tanto, que me expusiese a llegar con retraso, cuando sabía que estaba citado con unos amigos y que tenía que comer en Ville-d’Avray. Con la impaciencia, acabé por bajar antes, después que me dijeron por dos veces que iba a estar en seguida. Por fin apareció, sin pedirme perdón por su retraso, como hacía de costumbre en estos casos, arrebolada y distraída como una persona que tiene prisa y se ha dejado olvidados la mitad de sus avíos, cuando ya llegaba yo cerca de la puerta vidriera entreabierta que, sin caldearlas poco ni mucho por ello, dejaba entrar el aire líquido, gorjeante y tibio de fuera, como si se hubiera abierto un depósito entre las glaciales paredes del hotel.
—Dios mío, ya que vas a ver a unos amigos, hubiera podido ponerme otra manteleta. Con esta no sé qué parezco.
Me chocó lo congestionada que estaba, y comprendí que como se había retrasado había tenido que darse mucha prisa. Cuando acabábamos de dejar el coche de punto a la entrada de la Avenida Gabriel, vi que mi abuela, sin hablarme, se había desviado y se dirigía al viejo quiosco enrejado de verde en que había esperado yo un día a Francisca. El mismo guarda forestal que entonces se encontraba allí seguía al lado de la «marquesa» cuando yo, siguiendo a mi abuela que, sin duda porque sentía náuseas, llevaba la mano puesta delante de la boca, subí los escalones del teatrillo rústico, edificado en medio de los jardines. En la taquilla, como en esos circos de feria en que el clown, dispuesto para salir a escena y completamente enharinado, recibe a la puerta el importe de las localidades, la «marquesa» seguía plantada con su jeta enorme e irregular embadurnada de grosero yeso, y con su gorrito de flores rojas y encaje negro coronando su peluca roja. Pero no creo que me reconociese. El guarda, descuidando la vigilancia de los céspedes, con cuyo color hacía juego su uniforme, charlaba, sentado junto a ella.
—¿Así es que —decía— usted está siempre en eso? ¿No piensa usted en retirarse?
—¿Y a qué he de retirarme, señor? ¿Quiere usted decirme dónde podría estar mejor que aquí, dónde me encontraría más a gusto y con todas las comodidades? Y además, siempre hay movimiento, distracción; esto es lo que yo llamo mi París chico: mis clientes me tienen al corriente de todo lo que pasa. Ahí tiene usted, hoy uno que ha salido no hará ni cinco minutos, es un magistrado de lo más distinguido. Pues bueno —exclamó con ardor, como dispuesta a sostener este aserto por la violencia, si el agente de la autoridad hubiera insinuado un solo gesto de poner en tela de juicio su exactitud—: Desde hace ocho años, ¿me entiende usted?, todos los días que echa Dios al mundo, al dar las tres, está aquí, tan educado siempre, sin una palabra más alta que otra, sin ensuciar nunca nada, se queda más de media hora para leer sus periódicos mientras hace sus necesidades. No ha dejado de venir más que un día. Al pronto no me di cuenta, pero a la noche, de pronto, me dije: «¡Hombre!, pues no ha venido el señor ese; a lo mejor se ha muerto». No dejó de hacerme impresión, porque yo, cuando la gente es como debe ser, le tomo ley. Así es que me puse muy contenta cuando le vi al día siguiente, y le dije: «¿Qué hay, señor? ¿No le habrá pasado nada ayer?». Entonces me dijo que a él no le había pasado nada, que quien se había muerto era su mujer, y que había estado tan trastornado que no había podido venir. Estaba triste, claro es; ¡figúrese usted, llevaban veinticinco años de casados!, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de volver aquí. Se veía que le habían trastornado sus costumbres. Yo traté de darle ánimos, y le dije: «No hay que dejarse amilanar. Venga usted por aquí como antes; estando como está usted apenado, así tendrá usted alguna distracción».
La «marquesa» adoptó un tono más dulce, porque se había dado cuenta de que el protector de los macizos y de los céspedes la escuchaba benévolamente, sin pensar en llevarle la contraria, conservando inofensiva en la vaina una espada que más que otra cosa parecía un instrumento de jardinería o un atributo hortícola.
—Además —dijo—, escojo mis clientes; yo no recibo a todo el mundo en lo que llamo mis salones. Porque ¡a ver si no parece esto un salón con mis flores! Como tengo clientes muy amables, siempre hay uno u otro que quiera traerme un esqueje de lilas preciosas, de jazmín o de rosas, que son la flor que prefiero.
La idea de que acaso nos juzgase mal aquella dama porque nunca la llevábamos lilas ni rosas hermosas me hizo ponerme colorado, y para tratar de sustraerme físicamente —o de no ser juzgado por ella como no fuese por contumacia— a un fallo desfavorable, di un paso hacia la puerta de salida. Pero no son siempre en la vida las personas que traen rosas bonitas aquellas con quienes se es más amable, porque la «marquesa», creyendo que yo me aburría, se dirigió a mí:
—¿No quiere usted que le abra un retrete?
Y, como rechazase su ofrecimiento:
—¿No quiere usted? —añadió con una sonrisa—; se lo ofrecía a usted con gusto, pero bien sé que esas necesidades son de las que no basta con no pagar para tenerlas.
En ese momento entró precipitadamente una mujer mal vestida que precisamente parecía sentirlas. Pero no formaba parte del mundo de la «marquesa», porque esta, con una ferocidad de snob, le dijo secamente:
—No hay ninguno libre, señora.
—¿Tardarán mucho? —preguntó la pobre señora, encendida bajo sus flores amarillas.
—¡Ay, señora! Le aconsejo a usted que vaya a otro sitio, porque ya ve usted que todavía están esperando estos dos caballeros —dijo señalándonos a mí y al guarda—, y no tengo más que un retrete; los demás están en reparación.
—Esa tiene pinta de roñosa —dijo la «marquesa»—. No es ese el género de personal de aquí; esa gente no sabe lo que es limpieza ni respeto; hubiera tenido que pasarme una hora limpiando a cuenta de la señora. ¡Lo que es, no me apuro por sus diez céntimos!
Al fin salió mi abuela, y yo, pensando que no trataría de borrar con una propina la indiscreción de que había dado muestra al estarse tanto tiempo, me batí en retirada para no tener mi parte en el desdén que sin duda le testimoniaría la «marquesa», y eché a andar por una avenida, pero despacio, porque mi abuela pudiera alcanzarme fácilmente y seguir andando conmigo. No tardó en ocurrir así. Pensaba yo que mi abuela iba a decirme: «Te he hecho esperar mucho; de todas maneras, espero que no dejarás de encontrar a tus amigos»; pero no pronunció ni una palabra, hasta el punto de que, un tanto defraudado, no quise ser yo el primero que hablase; por fin, al alzar los ojos a ella, vi que, aun cuando iba andando junto a mí, llevaba la cabeza vuelta hacia otro lado. Temí que siguiera sintiéndose mareada. La miré mejor y me extrañó lo nervioso de su paso. Llevaba el sombrero de medio lado, el abrigo sucio, tenía el aspecto desordenado y como de encontrarse a disgusto, la cara encendida y preocupada de una persona que acaba de ser atropellada por un carruaje o que ha sido extraída de una zanja.
—Temí que te hubiesen dado náuseas, abuela; ¿te sientes mejor? —le dije.
Indudablemente pensó que no podía menos, so pena de asustarme, de no dejar de responder.
—He oído toda la conversación entre la «marquesa» y el guarda —me dijo—. Era cosa de Guermantes y del cotarrillo de Verdurin hasta dejarlo de sobra. ¡Señor! ¡Con qué finura estaba expresado todo ello! —Y aun añadió, aplicadamente, esta frase de su marquesa, de la suya, de madama de Sévigné—: Mientras les escuchaba estaba pensando que me preparaban las delicias de un adiós.
Tales fueron las palabras que me dirigió y en las que había puesto todo su amor a las citas, sus recuerdos de los clásicos, incluso un poco más de lo que hubiera hecho de costumbre y como para demostrar que conservaba perfectamente todo aquello en posesión suya. Pero todas estas frases las adiviné más que las oí, hasta tal punto las pronunció con una voz gangosa y apretando los dientes más de lo que podía explicar el temor al vómito.
—Bueno —le dije con bastante ligereza para que no pareciese que tomaba demasiado en serio su indisposición—, ya que te sientes un poco mareada, si te parece, vamos a volvernos a casa; no quiero pasear por los Campos Elíseos a una abuela que tiene una indigestión.
—No me atrevía a decírtelo por tus amigos —me respondió—. ¡Pobre pequeño! Pero ya que te parece bien, es lo más prudente.
Temí que ella misma se diese cuenta de la forma en que pronunciaba estas palabras.
—Bueno —le dije bruscamente—, no te fatigues hablando; estando como estás mareada, es absurdo. Por lo menos, espera a que hayamos vuelto a casa.
Me sonrió tristemente y me apretó la mano. Había comprendido que no tenía por qué ocultarme lo que yo había adivinado en seguida: que acababa de tener un ataque.