Estos incidentes, y sin duda aquel en que pensaba más, comunicaron indudablemente a Roberto el deseo de encontrarse solo por un rato. Al cabo de un momento me pidió que nos separásemos y que yo, por mi parte, fuese a casa de la señora de Villeparisis, adonde iría él a encontrarme; pero prefería que no entrásemos juntos, para que pareciese que acababa de llegar solamente a París, mejor que hacer pensar que habíamos pasado ya parte de la tarde juntos.

Como había supuesto yo antes de conocer a la señora de Villeparisis en Balbec, había una gran diferencia entre el medio en que aquella vivía y el de la señora de Guermantes. La señora de Villeparisis era una de esas mujeres que, habiendo nacido en una casa gloriosa y entrado, por su matrimonio, en otra que no lo era menos, no gozan, sin embargo, de una gran situación mundana, y, fuera de algunas duquesas que son sobrinas o cuñadas suyas, e incluso de una o dos testas coronadas, antiguas relaciones de familia, sólo tienen en su salón un público de tercer orden, burguesía, nobleza de provincias o venida a menos, cuya presencia ha alejado hace mucho tiempo a la gente elegante y a los snobs que no están obligados a frecuentar ese salón por deberes de parentesco o de una intimidad demasiado añeja. No me costó ningún trabajo, desde luego, al cabo de unos instantes, comprender por qué parecía estar la señora de Villeparisis, en Balbec, tan bien informada —mejor que nosotros mismos— de los menores detalles del viaje que hacía entonces mi padre por España con el señor de Norpois. Mas a pesar de eso no era posible detenerse en la idea de que las relaciones, desde hacía más de veinte años, de la señora de Villeparisis con el embajador pudieran ser causa del cambio de situación de la marquesa en un mundo en que las mujeres más brillantes hacían ostentación de amantes menos respetables que aquel, que probablemente ya no era para la marquesa, desde hacía tiempo, otra cosa que un antiguo amigo. ¿Había tenido en otro tiempo la señora de Villeparisis otras aventuras? Por ser entonces de un carácter más apasionado que ahora, en una vejez aquietada y piadosa que debía acaso, empero, un poco de su color a aquellos años ardientes y consumidos, ¿no había sabido, en provincias, donde había vivido mucho tiempo, evitar ciertos escándalos desconocidos para las nuevas generaciones, que verificaban solamente el efecto de los mismos en la composición mezclada y defectuosa de un salón que, de no ser por eso, estaba llamado a ser uno de los más puros de toda aleación mediocre? ¿Le había creado enemigos, en aquellos tiempos, la mala lengua que su sobrino le atribuía? ¿La habría impulsado a aprovecharse de ciertos éxitos con los hombres para ejercer venganzas contra las mujeres? Todo ello era posible; y la manera exquisita, sensible —matizando tan delicadamente no sólo las expresiones, sino las entonaciones— con que la señora de Villeparisis hablaba del pudor, de la bondad, no podía quitar fuerza a esa suposición; porque los que no sólo hablan bien de ciertas virtudes, sino que sienten, inclusive, su hechizo y las comprenden a maravilla; los que sabrán pintar en sus Memorias una digna imagen de ellas, han salido a menudo de la generación muda, torpe y sin arte, que las practicó, pero no forman parte de ella. Esta se refleja pero no se continúa en ellos. En lugar del carácter que esa generación tenía, se encuentra una sensibilidad, una inteligencia, que no sirven para la acción. Y, hubiese habido o no en la vida de la señora de Villeparisis escándalos de esos, que habría borrado el brillo de su nombre, esa inteligencia, una inteligencia casi de escritor de segundo orden mucho más que de mujer de mundo, era evidentemente la causa de su decadencia mundana.

Desde luego eran cualidades bastante poco exaltantes, como la ponderación y la mesura, las que ensalzaba sobre todo la señora de Villeparisis; mas para hablar de la mesura de una manera enteramente adecuada no es suficiente la mesura a secas, y son menester ciertos méritos de escritor que suponen una exaltación poco mesurada; yo había observado en Balbec que el genio de ciertos grandes artistas permanecía incomprendido para la señora de Villeparisis, y que esta sólo sabía burlarse agudamente de ellos y dar a su incomprensión una forma ingeniosa y graciosa. Pero ese ingenio y esa gracia, en el grado a que eran llevados por ella, se convertían a su vez —en otro plano, y aunque fuesen desplegados por estimar mal las obras más eminentes— en verdaderas cualidades artísticas. Ahora bien, esas cualidades ejercen en toda situación mundana una acción morbosa electiva, como dicen los médicos, y tan disgregadora, que las situaciones más sólidamente cimentadas resisten difícilmente a ella algunos años. Lo que los artistas llaman inteligencia se aparece como pura pretensión a la sociedad elegante, que, incapaz de situarse en el punto de vista único desde el que los artistas lo juzgan todo, sin comprender nunca el particular atractivo a que ceden al elegir una expresión o al acercar entre sí dos cosas, siente respecto de ellos una fatiga, una irritación, de que nace muy aprisa la antipatía. En su conversación, sin embargo, y lo mismo ocurre con las Memorias suyas que después se han publicado, la señora de Villeparisis no mostraba sino un género de gracia completamente mundana. Como había pasado al lado de grandes cosas sin profundizar en ellas, sin distinguirlas a veces, apenas había conservado de los años en que había vivido y que, por lo demás, describía con mucha justeza y ángel, otra cosa que lo más frívolo que esos años habían ofrecido. Pero una obra, aun cuando se aplique solamente a temas que no son intelectuales, sigue siendo obra de inteligencia, y para dar en un libro, o en una charla que difiere poco de un libro, la impresión acabada de la frivolidad, hace falta una dosis de seriedad de que sería incapaz una persona puramente frívola. En ciertas Memorias escritas por una mujer y consideradas como una obra maestra, tal frase que se cita como modelo de gracia ligera me ha hecho suponer siempre que, para llegar a una ligereza semejante, la autora había tenido que poseer en otro tiempo un saber un tanto pesado, una cultura repelente, y que, de muchacha, parecía probablemente a sus amigas una insoportable literata. Y es tan necesaria la conexión entre ciertas cualidades literarias y la falta de éxito mundano, que al leer hoy las Memorias de la señora de Villeparisis, tal epíteto justo, tales metáforas que se siguen, bastarán al lector para que con su ayuda reconstituya el saludo profundo, pero glacial, que debía dirigir a la vieja marquesa, en la escalera de una Embajada, una snob como la señora Leroi, que tal vez le dejaba un tarjetón doblado de paso que iba a casa de los Guermantes, pero que nunca ponía los pies en su salón por miedo a rebajarse en medio de todas aquellas mujeres de médicos o de notarios. La señora de Villeparisis había sido acaso una literata en su juventud, y embriagada entonces de su saber, quizá no hubiera sabido contener, contra gentes de su mundo menos inteligentes y menos instruidas que ella, aceradas ocurrencias de esas que el lastimado no olvida.

Además, el talento no es un apéndice postizo que se añada artificialmente a esas cualidades diferenciadas que hacen triunfar en sociedad con objeto de hacer con el total lo que las gentes de mundo llaman una mujer completa. El talento es el producto vivo de cierta complexión moral en la que faltan generalmente muchas cualidades y en que predomina una sensibilidad, algunas de cuyas otras manifestaciones que no percibimos en un libro pueden hacerse sentir con bastante fuerza en el curso de la existencia, por ejemplo tales curiosidades, tales fantasías, el deseo de ir aquí o allá por gusto, y no con miras al acrecentamiento, al sostenimiento, o para el simple funcionamiento de las relaciones mundanas. Yo había visto en Balbec a la señora de Villeparisis encerrada entre su gente y sin lanzar una ojeada a las personas sentadas en el hall del hotel. Pero había tenido el presentimiento de que esa abstención no era indiferencia, y parece que no siempre se había amurallado en ella. Se le antojaba conocer a tal o cual individuo que no tenía ningún título para ser recibido en su casa, a veces porque le había parecido guapo, o simplemente porque le habían dicho que era divertido, o porque le había parecido diferente de las gentes que conocía, que, en esa época en que no las apreciaba aún porque creía que no la abandonarían nunca, pertenecían todas al más puro Faubourg Saint-Germain[19]. Frente al bohemio, al pequeño burgués a quien había distinguido, se veía obligada a dirigirle sus invitaciones, cuyo valor no podía apreciar él, con una insistencia que la depreciaba poco a poco a los ojos de los snobs, acostumbrados a clasificar un salón por aquella gente a quien la señora de la casa excluye más bien que por aquellos a quien recibe. Evidentemente, la señora de Villeparisis, si en un momento dado de su juventud, hastiada de la satisfacción de pertenecer a la flor y nata de la aristocracia, se había divertido en cierto modo en escandalizar a la gente entre que vivía, en deshacer deliberadamente su situación, había empezado a conceder importancia a esa misma situación después que la hubo perdido. Había querido demostrar a las duquesas que era más que ellas, diciendo, haciendo todo lo que aquellas no se atrevían a decir, no osaban hacer. Pero ahora que ellas, salvo sus parientes próximas, no iban ya a su casa, la marquesa se sentía disminuida y deseaba todavía reinar, pero de otra manera que por el ingenio. Hubiera querido atraer a todas aquellas que tanto cuidado había puesto en alejar. ¡Cuántas vidas de mujeres, vidas por lo demás poco conocidas (porque cada uno, según su edad, tiene como un mundo diferente, y la discreción de los viejos impide a los jóvenes formarse una idea del pasado y abarcar todo el ciclo), han estado divididas así en períodos opuestos en contraste, el último de ellos empleado por entero en reconquistar lo que en el segundo había sido lanzado tan alegremente al viento! Lanzado al viento, ¿de qué manera? Los jóvenes se lo figuran tanto menos cuanto que tienen ante los ojos una anciana y respetable marquesa de Villeparisis y no tienen idea de que la grave autora de Memorias de hoy, tan digna bajo su peluca blanca, haya podido ser antaño una alegre trasnochadora que hizo acaso entonces las delicias, se comió acaso la fortuna de hombres tendidos después en la tumba; que se hubiera aplicado asimismo a deshacer, con una industria perseverante y natural, la situación que debía a su ilustre nacimiento, en modo alguno significa, por otra parte, que ni aun en esa época remota dejara de conceder la señora de Villeparisis un gran valor a su posición. Del mismo modo, el aislamiento, la inacción en que vive un neurasténico pueden ser urdidos por él de la mañana a la noche, sin que por eso le parezcan soportables, y mientras se afana en añadir una nueva malla a la red que le tiene preso, es posible que no piense más que en bailes, cacerías y viajes. Trabajamos en todos los momentos en dar su forma a nuestra vida, pero copiando a pesar nuestro, como un dibujo, los rasgos de la persona que somos y no los de aquella que nos resultaría agradable ser. Los saludos desdeñosos de la señora Leroi, si podían expresar en cierto modo la verdadera naturaleza de la señora de Villeparisis, de ningún modo respondían a sus deseos.

Sin duda que, en el mismo momento en que la señora Leroi, según una expresión cara a la señora de Swann, paraba a la marquesa, esta podía tratar de consolarse recordando que un día la reina María Amelia le había dicho: «La quiero a usted como una hija». Pero estas amabilidades regias, secretas e ignoradas, sólo existían para la marquesa polvorientas como el diploma de un antiguo primer premio del Conservatorio. Las únicas ventajas mundanas auténticas son aquellas que crean vida, aquellas que pueden desaparecer sin que aquel a quien han beneficiado tenga que tratar de retenerlas o de divulgarlas, porque otras cien les suceden en el mismo día. Al recordar tales palabras de la reina, la señora de Villeparisis las hubiera trocado de buena gana, sin embargo, por el poder permanente de ser invitada que poseía la señora Leroi como en un restaurante un gran artista desconocido y cuyo genio no está escrito ni en los rasgos de su tímido semblante, ni en el corte pasado de moda de su traspillada chaqueta, quisiera ser hasta el joven zurupeto del último peldaño de la sociedad, pero que almuerza en una mesa próxima con dos actrices y hacia el que en carrera obsequiosa e incesante se muestran solícitos el patrón, el maître d’hôtel, los camareros, los botones y hasta los pinches que desfilan para saludarle como en las comedias de magia, mientras se adelanta el repostero, tan polvoriento como sus botellas, patizambo y deslumbrado, cual si al subir de la bodega se hubiera torcido un pie, antes de volver a salir a la luz del día.

Preciso es decir, sin embargo, que en el salón de la señora de Villeparisis la ausencia de la señora Leroi, si desolaba al ama de la casa, pasaba inadvertida a los ojos de un gran número de sus invitados, que ignoraban totalmente la particular situación de la señora Leroi, conocida tan sólo del mundo elegante, y no dudaban de que las recepciones de la señora de Villeparisis fuesen, como hoy están convencidos de ello los lectores de sus Memorias, las más brillantes de París.

En esa primera visita que, al dejar a Saint-Loup, fui a hacer a la señora de Villeparisis, siguiendo el consejo que el señor de Norpois había dado a mi padre, la encontré en su salón tapizado de seda amarilla, sobre la cual los canapés y las admirables butacas de tapicería de Beauvais se destacaban con un color rosa, casi violeta, de frambuesas maduras. Al lado de los retratos de los Guermantes, de los Villeparisis, se veían otros —ofrecidos por el propio modelo— de la reina María Amelia, de la reina de los belgas, del príncipe de Joinville, de la emperatriz de Austria. La señora de Villeparisis, tocada con un gorro de encajes negros de la antigua época (que conservaba con el mismo sagaz instinto del color local o histórico de un fondista bretón que, por parisiense que haya llegado a ser su clientela, cree más hábil hacer conservar a sus criadas la cofia y las amplias mangas), estaba sentada ante un bufetillo, en el que, delante de sí, junto a sus pinceles, a su paleta y a una acuarela de flores empezada, había en vasos, en platillos, en tazas, rosas vaporosas, zinnias, cabellos de Venus que, por la afluencia de visitas en aquel momento, había dejado de pintar, y que parecían atraer parroquianos al mostrador de una florista en alguna estampa del siglo XVIII. En aquel salón, ligeramente caldeado adrede porque la marquesa se había acatarrado al volver de su castillo, había entre las personas presentes cuando yo llegué un archivero con quien la señora de Villeparisis había estado clasificando por la mañana las cartas autógrafas que le habían dirigido personajes históricos, y que estaban destinadas a figurar en facsímiles como documentos justificativos en las Memorias que estaba redactando, y un historiador solemne e intimidado que, al saber que la marquesa poseía por herencia un retrato de la duquesa de Montmorency, había venido a pedirle permiso para reproducir ese retrato en una plancha de su obra sobre la Fronda, visitantes a los cuales vino a agregarse mi antiguo camarada Bloch, ahora joven autor dramático, con el que contaba la marquesa para que le facilitase gratuitamente artistas que trabajasen en sus próximas matinées. Verdad es que el caleidoscopio social estaba a punto de dar vuelta y que la cuestión Dreyfus iba a precipitar a los judíos al último peldaño de la escala social. Pero por una parte, de nada servía que el ciclón dreyfusista hiciese estragos; no es al comienzo de una tempestad cuando las olas alcanzan su rigor máximo. Además, la señora de Villeparisis, dejando a todo un sector de su familia tronar contra los judíos, había permanecido hasta aquí completamente ajena al affaire y no se preocupaba de él. Por último, un joven como Bloch, a quien nadie conocía, podía pasar inadvertido, al paso que algunos grandes judíos representativos de su partido se hallaban ya amenazados. Bloch llevaba ahora la barbilla puntuada por una perilla de chivo, gastaba anteojos, una levita larga, llevaba un guante, como un rollo de papiro, en la mano. Los rumanos, los egipcios y los turcos pueden detestar a los judíos. Pero en un salón francés, las diferencias entre esos pueblos no son tan perceptibles, y un israelita que hace su entrada como si saliera del fondo del desierto con el cuerpo inclinado como una hiena, la nuca oblicuamente humillada y deshaciéndose en grandes zalemas, satisface perfectamente un gusto de orientalismo. Sólo que para ello es preciso que el judío no pertenezca al «gran mundo», ya que en ese caso adopta fácilmente las trazas de un lord, y sus modales son hasta tal punto afrancesados que en él una nariz rebelde, que crece, como las capuchinas, en direcciones imprevistas, hace pensar en la nariz de Mascarille antes que en la de Salomón. Pero como Bloch no había sido flexibilizado por la gimnasia del faubourg[20], ni ennoblecido por un cruzamiento con Inglaterra o con España, seguía siendo para un deleitante de exotismo tan extraño y sabroso de ver, a despecho de su traje europeo, como un judío de Decamp. ¡Admirable poder de la raza que desde el fondo de los siglos crece y empuja en el moderno París, inclusive en los pasillos de nuestros teatros, tras las ventanillas de nuestras oficinas, en un entierro, en la calle, a una falange intacta que estilizando el tocado moderno, absorbiendo, haciendo olvidar, disciplinando la levita, permanece, en suma, idéntica a la de los escribas asirios que, pintados en traje de ceremonia en el friso de un monumento de Susa, defienden las puertas del palacio de Darío! (Una hora más tarde, Bloch había de figurarse que era por malignidad antisemítica por lo que el señor de Charlus se informaba de si llevaba un nombre judío, cuando era sencillamente por curiosidad estética y por amor al color local). Pero por lo demás, hablar de permanencia de razas traduce inexactamente la impresión que recibimos de los judíos, de los griegos, de los persas, de todos esos pueblos a los que vale más dejarles su variedad. Conocemos por las pinturas antiguas el rostro de los antiguos griegos; hemos visto asirios en el frontón de un palacio de Susa. Ahora bien, cuando nos encontramos en sociedad con orientales que pertenecen a tal o cual grupo, nos parece hallarnos en presencia de unas criaturas que el poder del espiritismo hubiera hecho aparecer. No conocíamos más que una imagen superficial; resulta que esa imagen ha cobrado profundidad, que se extiende en las tres dimensiones, que se mueve. La damisela griega, hija de un rico banquero y de moda en este momento, tiene las trazas de una de esas figurantas que en un ballet histórico y estético a la vez simbolizan en carne y hueso el arte helénico, y aun en el teatro la escenografía trivializa esas imágenes; en cambio, el espectáculo a que nos hace asistir la entrada de una turca, de un judío en un salón, al animar las figuras las torna más extrañas, como si en efecto se tratase de seres evocados por un esfuerzo mediumnímico. Es el alma (o más bien la poca cosa a que se reduce, hasta aquí a lo menos, el alma en ese linaje de materializaciones), es el alma entrevista antes por nosotros exclusivamente en los museos, el alma de los antiguos griegos, de los antiguos judíos, arrancada a una vida a la vez insignificante y trascendental, la que parece ejecutar ante nosotros esa mímica desconcertante. En la damisela griega que se esquiva, lo que quisiéramos vanamente estrechar es un figura admirada antaño en las paredes de un vaso. Me parecía que si hubiera sacado unos clisés de Bloch a la luz del salón de la señora de Villeparisis, hubieran dado esa misma imagen de Israel, tan turbadora porque no parece emanar de la humanidad, tan decepcionante porque así y todo se parece demasiado a la humanidad que nos muestran las fotografías espiritistas. De una manera más general, hasta la nulidad de las frases emitidas por aquellas personas entre las cuales vivimos, nos da la impresión de lo sobrenatural en nuestro pobre mundo de todos los días, en que hasta un hombre de genio, de quien esperamos apiñados como en torno a una mesa giratoria el secreto del infinito, pronuncia solamente estas palabras —las mismas que acababan de salir de labios de Bloch—: «Que tengan cuidado con mi sombrero de copa».

—Dios mío, a los ministros, caballero —estaba diciendo la señora de Villeparisis, dirigiéndose más particularmente a mi antiguo camarada y reanudando el hilo de una conversación que mi entrada había interrumpido—, nadie podía verlos. Con ser yo muy niña, todavía me acuerdo del rey rogándole a mi abuelo que invitase al señor Decaze a un baile de trajes en que mi padre había de bailar con la duquesa de Berry. «Me proporcionará usted un placer, Florimundo», decía el rey. Mi abuelo, que era sordo, como había entendido «señor de Castries», encontraba la petición completamente natural. Cuando comprendió que se trataba de Decaze tuvo un momento de rebeldía, pero bajó la cabeza y escribió aquella misma noche a Decaze suplicándole que le concediera la gracia y el honor de asistir a su baile, que se celebraba a la semana siguiente. Porque la gente, caballero, era cortés en aquel tiempo, y una señora de su casa no hubiera sabido contentarse con mandar su tarjeta, añadiendo a mano: «una caza de té», o «té danzante», o «té musical». Mas si se conocía la urbanidad, tampoco se ignoraba la impertinencia. El señor Decaze aceptó; pero la víspera del baile se sabía que mi abuelo, por encontrarse mal, había suspendido la fiesta. Había obedecido al rey, pero no había recibido al señor Decaze en su baile… Sí, señor, me acuerdo muy bien del señor Molé, era hombre de talento, lo demostró cuando recibió al señor de Vigny en la Academia; pero era muy solemne, y todavía lo veo bajando a cenar en su casa con su sombrero de copa en la mano.

—¡Ah!, ¡qué bien evoca eso un tiempo bastante perniciosamente filisteo!, porque sin duda era una costumbre universal la de llevar uno el sombrero en la mano en su propia casa —dijo Bloch, deseoso de aprovechar esta ocasión tan rara de instruirse, por un testigo ocular, de las particularidades de la vida aristocrática de antaño, mientras el archivero, a modo de secretario intermitente de la marquesa, lanzaba sobre ella miradas enternecidas y parecía decirnos: «Ahí tienen ustedes cómo es, lo sabe todo, ha conocido a todo el mundo, pueden interrogarla sobre lo que quieran, es extraordinaria».

—¡Nada de eso! —respondió la señora de Villeparisis, poniendo más cerca de sí el vaso en que se humedecían los cabellos de Venus que dentro de un rato comenzaría a pintar otra vez—, era una costumbre del señor Molé, sencillamente. Jamás he visto a mi padre con sombrero en casa, salvo, claro está, cuando venía el rey, ya que como el rey está en su casa en todas partes, el amo de la casa no es más que un visitante en su propio salón.

—Aristóteles nos dejó dicho en el capítulo II… —aventuró el señor Pierre, el historiador de la Fronda, pero tan tímidamente que nadie puso atención en él. Atacado desde hacía algunas semanas de un insomnio nervioso que resistía a todos los tratamientos, ya no se acostaba y, rendido de fatiga, no salía de casa más que cuando sus trabajos hacían necesario que se moviese. Incapaz de volver a empezar a menudo esas expediciones tan sencillas para otros, pero que a él le costaban tanto como si para hacerlas bajase de la luna, estaba sorprendido de encontrarse con frecuencia con que la vida de los demás no estaba organizada de una manera permanente para dar su máximo de utilidad a los bruscos impulsos de la suya. A veces encontraba cerrada una biblioteca, que sólo había ido a ver plantándose artificialmente en pie y dentro de una levita, como un hombre de Wells. Afortunadamente había encontrado en casa a la señora de Villeparisis e iba a ver el retrato.

Bloch le cortó la palabra.

—Verdaderamente —dijo, respondiendo a lo que acababa de decir la señora de Villeparisis a propósito del protocolo que regía para las visitas reales— no sabía absolutamente nada de eso, como si fuera extraño que no lo supiese él.

—A propósito de ese género de visitas, ¿sabe usted la estúpida broma que me ha gastado ayer mañana mi sobrino Basin? —preguntó la señora de Villeparisis al archivero—. En lugar de anunciarse, hizo que me dijesen que quería verme la reina de Suecia.

—¡Ah, hizo que le dijesen a usted eso! ¡Así, sin más ni más! —exclamó Bloch, desternillándose de risa, mientras el historiador sonreía con majestuosa timidez.

—A mí me extrañó bastante, porque no hacía más que unos días que había vuelto del campo; había pedido, para estar un poco tranquila, que no dijesen a nadie que estaba en París, y me preguntaba cómo lo sabía ya la reina de Suecia —continuó la señora de Villeparisis, dejando a sus visitantes pasmados de que una visita de la reina de Suecia no fuese en sí nada anormal para su huéspeda.

Evidentemente, si la señora de Villeparisis había compulsado por la mañana con el archivero la documentación de sus Memorias, en aquel momento ensayaba sin querer su mecanismo y su sortilegio sobre un público medio, representativo de aquel entre que habrían de reclutarse un día sus lectores. El salón de la señora de Villeparisis podía diferenciarse de un salón verdaderamente elegante, del que hubieran estado ausentes muchas burguesas a quienes recibía ella, y en el que se habrían visto, en desquite, algunas de las brillantes damas que la señora Leroi había acabado por atraerse; pero este matiz no es perceptible en sus Memorias, en que ciertas relaciones mediocres que el autor tenía desaparecen porque no tienen ocasión de ser citadas; y no faltan en ellas visitantes que no había, porque en el espacio forzosamente restringido que esas Memorias ofrecen pueden figurar pocas personas, y si esas personas son personajes principescos, personalidades históricas, la máxima impresión de elegancia que pueden dar al público unas Memorias se encuentra conseguida. A juicio de la señora Leroi, el salón de la señora de Villeparisis era un salón de tercer orden; y a la señora de Villeparisis le dolía el juicio de la señora Leroi. Pero apenas sabe ya hoy nadie quién era la señora Leroi, su juicio se ha desvanecido, y es el salón de la señora de Villeparisis, que frecuentaba la reina de Suecia, que habían frecuentado el duque de Aumale, el duque de Broglie, Thiers, Montalembert, monseñor Dupanloup, el que será considerado como uno de los más brillantes del siglo XIX por esa posteridad que no ha cambiado desde los tiempos de Homero y de Píndaro, y para la que el rango envidiable es la encumbrada cuna, regia o casi regia, la amistad de los reyes, de los jefes del pueblo, de los hombres ilustres.

Ahora bien, la señora de Villeparisis tenía un poco de todo eso en su salón actual y en los recuerdos, a veces retocados ligeramente, con ayuda de los cuales lo prolongaba en el pasado. Además, el señor de Norpois, que no era capaz de reconstruir para su amiga una situación sólida, le llevaba en desquite aquellos hombres de Estado, extranjeros o franceses, que tenían necesidad de él y sabían que la única manera eficaz de hacerle la corte era frecuentar la casa de la señora de Villeparisis. Quizá la señora Leroi conociese también a esas mismas eminentes personalidades europeas. Pero como mujer agradable y que huye del tono de las marisabidillas, se libraba muy bien de hablarles de la cuestión de Oriente a los primeros ministros, así como de la esencia del amor a los novelistas o a los filósofos. «¿El amor?», había respondido una vez a una dama pretenciosa que le había preguntado: «¿Qué piensa usted del amor?». «¿El amor? Lo hago a menudo, pero jamas hablo de él». Cuando tenía en su casa algunas de esas celebridades de la literatura y de la política se contentaba, como la duquesa de Guermantes, con hacerlas jugar al poker. Con frecuencia lo preferirían a las grandes conversaciones sobre ideas generales a que es forzaba la señora de Villeparisis. Pero esas conversaciones, ridículas acaso en sociedad, bar dado a los Recuerdos de la señora de Villeparisis algunos de esos trozos excelentes de esas disertaciones políticas que hacen tan bien en unas Memorias, como en las tragedias a lo Corneille. Por lo demás, los salones de las señoras de Villeparisis son los únicos que pueden pasar a la posteridad, porque las señoras Leroi no saben escribir, y aunque supiesen hacerlo no tendrían tiempo para ello. Y si las disposiciones literarias de las señoras de Villeparisis son causa del desdén de las señoras de Leroi, a su vez el desdén de las señoras Leroi sirve singularmente a las disposiciones literarias de las señoras de Villeparisis, concediendo a las damas literatas el ocio que reclama la carrera de las letras. Dios, que quiere que haya algunos libros bien escritos, atiza para ello esos desdenes en el corazón de las señoras Leroi, porque sabe que si invitasen a almorzar a las señoras de Villeparisis, estas dejarían inmediatamente su escritorio y harían enganchar para las ocho.

Al cabo de un instante entró con paso lento y solemne una vieja dama muy alta, que bajo su sombrero de paja de alas levantadas dejaba ver un monumental peinado blanco a lo María Antonieta. No sabía yo entonces que era una de las tres mujeres que podían observarse todavía en la buena sociedad parisiense y que, como la señora de Villeparisis, con ser de encumbrada cuna, se habían visto reducidas, por razones que se perdían en la noche de los tiempos y que sólo hubiera podido decirnos algún viejo currutaco de aquella época, a no recibir más que a una hez de gente con quien no querían nada en otros sitios. Cada una de estas damas tenía su «duquesa de Guermantes», su sobrina brillante que iba a devolverle la visita, pero no hubiera conseguido atraer a su casa a la «duquesa de Guermantes» de ninguna de las otras dos. La señora de Villeparisis estaba muy unida con las tres damas, pero no las quería. Quizá su situación, bastante análoga a la suya propia, le presentaba una imagen de esta que no le resultaba nada agradable. Además, agriadas, sabihondas, tratando, con el número de comedias caseras que hacían representar en sus recepciones, de darse la ilusión de un salón, tenían entre sí rivalidades a las que una fortuna bastante mermada en el curso de una existencia poco tranquila obligaba a tomar en cuenta, a aprovechar el concurso gracioso de una artista, en una especie de lucha por la vida. Además, la dama del peinado a lo María Antonieta, cada vez que veía a la señora de Villeparisis, no podía menos de pensar que la duquesa de Guermantes no iba a sus viernes. El consuelo que tenía era que nunca faltaba a esos mismos viernes, a fuer de buena parienta, la princesa de Poix, que era su Guermantes y que nunca iba a casa de la señora de Villeparisis, a pesar de que la de Poix era amiga íntima de la duquesa.

Con todo, del hotel del Quai Malaquais a los salones de la calle de Tournon, de la calle de la Chaise y del faubourg Saint-Honoré, un lazo tan fuerte como aborrecido unía a las tres divinidades venidas a menos, acerca de las cuales hubiera querido yo de buena gana llegar a saber, hojeando algún diccionario mitológico de la buena sociedad, qué aventura galante, qué sacrílega jactancia habían traído su castigo. El mismo origen brillante, la misma decadencia actual entraban acaso por mucho en la necesidad que las movía, al mismo tiempo que a aborrecerse, a frecuentarse. Además, cada una de ellas encontraba en las otras un cómodo medio de hacer finezas a sus visitantes. ¿Cómo no habían de creer estos que penetraban en lo más cerrado del faubourg cuando se les presentaba a una dama muy encopetada, cuya hermana se había casado con un duque de Sagan o con un príncipe de Ligne? Tanto más cuanto que en los periódicos se hablaba infinitamente más de esos supuestos salones que de los verdaderos. Hasta los sobrinos gomosos[21] a quienes pedía algún camarada que lo presentasen en sociedad (Saint-Loup el primero) decían: «Le llevaré a usted a casa de mi tía la de Villeparisis o a casa de mi tía la de X…, es un salón interesante». Sabían, sobre todo, que eso les costaría menos trabajo que hacer entrar a los susodichos amigos en casa de las sobrinas o de las cuñadas elegantes de aquellas damas. Los hombres entrados en años, las jóvenes que lo habían sabido por ellos, me dijeron que si no se recibía a estas ancianas damas era por la extraordinaria relajación de su conducta, cuyo desenfreno, cuando objeté yo que eso no es un impedimento para la elegancia, me representaron como algo que había excedido de todas las proporciones hoy conocidas. Los extravíos de aquellas solemnes damas que adoptaban al sentarse una rigurosa tiesura cobraban en labios de los que hablaban de ellos un no sé qué imposible de imaginar para mí, algo proporcionado a la magnitud de las épocas antehistóricas, a la edad del mamut. En resumen: aquellas tres Parcas de cabellos blancos, azules o rojos, habían dado al traste con la hacienda de un número incalculable de caballeros. Pensaba yo que los hombres de hoy exageraban los vicios de esos tiempos fabulosos, como los griegos que compusieron a Icaro, a Teseo, a Hércules con hombres que habían sido poco diferentes de aquellos que mucho tiempo después los divinizaban. Pero no se hace la suma de los vicios de un ser más que cuando apenas está ya en condiciones de ejercerlos, y cuando por la magnitud del castigo social que empieza a cumplirse y que es lo único que se echa de ver, medimos, nos imaginamos, exageramos la del crimen que ha sido cometido. En la galería de figuras simbólicas que es el gran mundo, las mujeres verdaderamente livianas, las Mesalinas acabadas, presentan siempre el aspecto solemne de una dama de setenta años, por lo menos, altanera, que recibe a tantos como puede, pero no a quienes quiere, a cuya casa no consienten en ir las mujeres cuya conducta se presta un tanto a la murmuración, y a la que el papa da siempre su «rosa de oro», y que algunas veces ha escrito, sobre la juventud de Lamartine, una obra laureada por la Academia Francesa. Buenas tardes, Alix —dijo la señora de Villeparisis a la dama del peinado blanco a lo María Antonieta, que lanzaba una mirada penetrante sobre la concurrencia con el fin de ver si no habría en el salón algún elemento que pudiera ser útil para el suyo, y que, en ese caso, tendría que descubrir por sí misma, ya que la señora de Villeparisis, no le cabía duda, sería suficientemente astuta para tratar de ocultárselo—. Así, la señora de Villeparisis tuvo buen cuidado de no presentar a Bloch a la vieja dama, por temor a que hiciese representar la misma obra que en su casa en el hotel del Quai Malaquais[22]. Con ello, por otra parte, no hacía más que pagarle en la misma moneda. Porque la vetusta dama había tenido el día antes en su casa a la señora Ristori, que había recitado versos, y había tenido buen cuidado de que la señora de Villeparisis, a quien había birlado la artista italiana, ignorase el acontecimiento antes de que estuviese consumado. Para que no se enterase de ello por los periódicos y no se encontrase molesta a cuenta del caso, venía a contárselo, como sí no se sintiera culpable. La señora de Villeparisis, juzgando que mi presentación no tenía los mismos inconvenientes que la de Bloch, dijo mi nombre a la María Antonieta del quai. Esta, buscando en su senectud aquella línea de diosa de Coysevox que había, hace muchos años, enhechizado a la juventud elegante y que celebraban ahora en versos de pie forzado algunos falsos hombres de letras, además, había tomado la costumbre de la tiesura altanera y compensadora, común a todas las personas a las que una desgracia particular obliga a ser ellas perpetuamente quienes tomen la iniciativa, —inclinó ligeramente la cabeza con una majestad glacial y, volviéndola a otra parte, no se ocupó más de mí, como si yo no hubiera existido. Su actitud de doble fin parecía decir a la señora de Villeparisis—: «Ya ve usted que no concedo importancia a una relación más o menos, y que los jovencitos —desde ningún punto de vista, mala lengua— no me interesan». Pero cuando un cuarto de hora después se retiró, aprovechándose del barullo, me deslizó al oído que fuese a su choza el viernes siguiente, con una de las tres cuyo nombre deslumbrador —por lo demás, ella era Choiseul de nacimiento— me produjo un efecto prodigioso.

—Creo que quiere usted escribir algo sobre la duquesa de Montmorency, caballero —dijo la señora de Villeparisis al historiador de la Fronda, con aquella expresión malhumorada que, a pesar suyo, tornaba ceñuda su extraordinaria amabilidad, por las arrugas de enfado, el despecho fisiológico de la vejez, tanto como por la afectación de imitar el tono casi aldeano de la antigua aristocracia—. Voy a enseñarle a usted su retrato, el original de la copia que está en el Louvre.

Se levantó, dejando sus pinceles junto a las flores, y el delantalito que apareció entonces en su cintura y que llevaba para no ensuciarse con los colores aumentaba aún la impresión casi de campesina que daban su gorro y sus gruesas gafas y que contrastaba con el lujo de su servidumbre, del maestresala que había traído el té y los pastelillos, del mozo de librea a quien llamó para que alumbrase el retrato de la duquesa de Montmorency, abadesa de uno de los capítulos más célebres del Este. Todo el mundo se había puesto de pie.

—Lo que no deja de ser gracioso —dijo ella— es que en esos capítulos en que a menudo eran abadesas nuestras tías-abuelas no hubiesen sido admitidas las hijas del rey de Francia. Eran unos cabildos muy cerrados.

—No admitir a las hijas del rey… ¿Por qué? —preguntó Bloch estupefacto.

—Pues porque la Casa de Francia ya no tenía suficientes cuarteles de nobleza desde que había contraído un enlace desigual.

El pasmo de Bloch iba siendo cada vez mayor.

—¿Contraer un matrimonio desigual la Casa de Francia? ¿Cómo así?

—Al entroncar con los Médicis —respondió la señora de Villeparisis en el tono más natural—. El retrato es bonito, ¿verdad?, y está en un estado de conservación perfecto —añadió.

—Recordará usted, mi querida amiga —dijo la dama peinada a lo María Antonieta—, que cuando le traje a Liszt le dijo a usted que el que era copia era este.

—Me inclinaré ante una opinión de Liszt en música, pero no en pintura. Aparte de que ya estaba chocho y que no recuerdo que haya dicho nunca semejante cosa. Pero no fue usted quien me lo trajo. Ya había cenado yo con él veinte veces en casa de la princesa de Sayn-Wittgenstein.

El golpe de Alix había marrado, se calló, siguió en pie e inmóvil. Con las capas de polvos que adobaban su rostro, este semejaba un rostro de piedra. Y como el perfil era noble, parecía, sobre un zócalo triangular y vaporoso oculto por la manteleta, la descascarillada diosa de un parque.

—¡Ah! Otro hermoso retrato —dijo el historiador.

Se abrió la puerta y entró la duquesa de Guermantes.

—Hola, buenas tardes —le dijo, sin hacer siquiera un movimiento con la cabeza, la señora de Villeparisis, sacando de un bolsillo de su delantal una mano que tendió a la recién llegada, y, dejando inmediatamente de ocuparse de ella para volverse hacia el historiador—: Es el retrato de la duquesa de La Rochefoucauld…

Un criado joven, de apuesta planta y fisonomía encantadora (pero arrogante, lo justo para seguir siendo perfecta, lo mismo que la nariz un poco encarnada y la piel ligeramente encendida como si guardasen alguna huella de la reciente y escultural incisión), entró, trayendo una tarjeta en una salvilla.

—Es el señor que ha venido ya varias veces a ver a la señora marquesa.

—¿Es que le ha dicho usted que recibo?

—Ha oído hablar.

—Bueno, sea, hágale pasar. Es un señor que me han presentado —dijo la señora de Villeparisis—. Me ha dicho que deseaba mucho ser recibido aquí. Yo nunca le he autorizado a que viniese. Pero, en fin, ya va de cinco veces que se toma esa molestia, no hay que irritar a la gente. Caballero —me dijo a mí—, y usted, señor —añadió, apuntando al historiador de la Fronda—: Les presento a ustedes a mi sobrina la duquesa de Guermantes.

El historiador se inclinó profundamente, lo mismo que yo, y, pareciendo suponer que a ese saludo debía seguir alguna reflexión cordial, sus ojos se animaron y se disponía a abrir la boca cuando le dejó helado el aspecto de la señora de Guermantes, que había aprovechado la independencia de su torso para lanzarlo hacia delante con una cortesía exagerada y retraerlo con justeza sin que su semblante ni su mirada pareciesen haber notado que hubiera alguien ante ellos; después de haber lanzado un ligero suspiro se contentó con manifestar la nulidad de la impresión que le producían la vista del historiador y la mía ejecutando ciertos movimientos con las aletas de la nariz, con una precisión que daba testimonio de la absoluta inercia de su desocupada atención.

El visitante importuno entró, yéndose derecho a la señora de Villeparisis con una expresión ingenua y ferviente; era Legrandin.

—Le agradezco mucho que me haya recibido, señora —dijo, insistiendo en la palabra mucho—; es un placer de una calidad enteramente rara y sutil el que concede usted a un viejo solitario; le aseguro que su repercusión…

Se detuvo en seco al verme.

—Estaba enseñándole a este señor el hermoso retrato de la duquesa de La Rochefoucauld, la mujer del autor de las Máximas; me viene de familia.

La señora de Guermantes saludó a Alix, disculpándose por no haber podido, este año como los otros, ir a verla.

—He tenido noticias de usted por Magdalena —añadió.

—Esta mañana ha almorzado en mi casa —dijo la marquesa del quai Malaquais con la satisfacción de pensar que nunca podría decir otro tanto la señora de Villeparisis.

Yo, mientras tanto, charlaba con Bloch, y temiendo, por lo que me habían dicho del cambio de actitud de su padre respecto de él, que envidiase mi vida, le dije que la suya debía de ser más dichosa. Estas palabras eran, por parte mía, simple efecto de la amabilidad. Pero esta persuade fácilmente de su buena suerte a aquellos que tienen mucho amor propio, o les da el deseo de persuadir de ello a los demás. «Sí, en efecto, llevo una vida deliciosa —me dijo Bloch, con expresión de beatitud—. Tengo tres grandes amigos, no quisiera uno más, una querida adorable, soy infinitamente dichoso. Raro es el mortal a quien el padre Zeus concede tantas venturas». Creo que trataba sobre todo de jactarse y de darme envidia. Acaso hubiera también algún deseo de originalidad en su optimismo. Se vio a las claras que no quería responder las mismas trivialidades que todo el mundo: «¡Oh!, no valió nada, etc.», cuando a mi pregunta: «¿Estuvo bonito aquello?», formulada a propósito de una matinée con baile dada en su casa y a la que yo no había podido asistir, me respondió en su tono igual, indiferente, como si se hubiese tratado de otro: «Sí, estuvo muy bonito, no cabía nada mejor. Resultó arrebatador, realmente».

—Eso que nos cuenta usted me interesa extraordinariamente —dijo Legrandin a la señora de Villeparisis—, porque precisamente me decía yo el otro día que usted tenía mucho de él en la claridad alerta de los giros, en un no sé qué que llamaré con dos términos contradictorios, rapidez lapidaria y espontaneidad inmortal. Hubiera querido tomar nota esta tarde de todas las cosas que dice usted; pero las retendré. Son, con una frase que creo es de Joubert, amigas de la memoria. ¿No ha leído usted nunca a Joubert? ¡Le habría gustado tanto! Esta misma noche me permitiré enviarle a usted sus obras, orgullosísimo de presentarle a usted su talento. No tenía la fuerza que usted. Pero también tenía gracia, y mucha.

Yo había querido ir a saludar en seguida a Legrandin, pero este se mantenía constantemente tan lejos de mí como podía, sin duda con la esperanza de que yo no oyese las lisonjas que, con un gran refinamiento de expresión, no cesaba de prodigar, con cualquier motivo, a la señora de Villeparisis.

Esta se encogió de hombros, sonriendo, como si hubiera querido burlarse, y se volvió al historiador.

—Y esta es la famosa María de Rohan, duquesa de Chevreuse, que estuvo casada en primeras nupcias con el señor de Luynes.

—Querida, la señora de Luynes me hace pensar en Yolanda; ha estado ayer en casa; si llego a saber que no tenía usted la tarde comprometida con nadie, la hubiera mandado a buscar. La señora Ristori, que llegó de improviso, dijo delante del mismo autor unos versos de la reina Carmen Sylva: ¡era una hermosura!

—¡Qué perfidia! —pensó la señora de Villeparisis—. Seguramente de eso es de lo que le hablaba en voz baja el otro día a la señora de Beaulaincourt y a la de Chaponay. Estaba libre, pero no hubiera ido —respondió—. He oído a la Ristori en sus buenos tiempos, ahora ya no es más que una ruina. Y, además, detesto los versos de Carmen Sylva. La Ristori ha venido aquí una vez, la trajo la duquesa de Aosta para que dijese un canto del Infierno, del Dante. Ahí sí que es incomparable.

Alix soportó el golpe sin desfallecer. Su mirada era penetrante y vacía, su nariz noblemente arqueada. Pero una mejilla se desconchaba. Ligeras vegetaciones extrañas, verdes y sonrosadas, invadían la barbilla. Quizá un invierno más la echase abajo.

—Mire usted, caballero, si le gusta a usted la pintura, vea el retrato de la señora de Montmorency —dijo la señora de Villeparisis a Legrandin para atajar los cumplidos que volvían a empezar.

Aprovechándose de que Legrandin se había alejado, la señora de Guermantes se lo señaló a su tía con una mirada irónica e interrogadora.

—Es el señor Legrandin —dijo a media voz la señora de Villeparisis—; tiene una hermana que se llama la señora de Cambremer, cosa que, por otra parte, no debe de decirte más que a mí.

—¡Cómo! ¡Pero si la conozco perfectamente! —exclamó poniéndose la mano ante la boca la señora de Guermantes—. Por mejor decir, no la conozco; pero no sé qué ventolera le ha dado a Basin, que encuentra Dios sabe dónde al marido, de decirle a esa mujerota que fuese a verme. No puedo decirle a usted lo que ha sido su visita. Me ha contado que ha estado en Londres; me ha enumerado todos los cuadros del British. Aquí donde usted me ve, en cuanto salga de su casa voy a dejar tarjeta en casa de ese monstruo. Y no crea usted que sea de las más fáciles, porque, con el pretexto de que está agonizando, siempre se la encuentra en casa, y, vaya una a las siete de la tarde o a las nueve de la mañana, está dispuesta a ofrecerle tartas de fresa.

—¡Pues claro que sí; vamos, es un monstruo! —dijo la señora de Guermantes respondiendo a una mirada interrogativa de su tía—. Es una persona imposible: dice plumífero; en fin, cosas por ese estilo.

—¿Qué quiere decir eso de plumífero? —preguntó la señora de Villeparisis a su sobrina.

—¡Yo qué sé! —exclamó la duquesa con fingida indignación—. No quiero saberlo. Yo no hablo ese francés. —Y al ver que su tía no sabía realmente qué quería decir plumífero, por darse la satisfacción de demostrar que era tan sabia como purista y por burlarse de su tía después de haberse burlado de la señora de Cambremer:

—¡Sí! —dijo con una risita que reprimían los restos del mal humor afectado—; todo el mundo lo sabe, un plumífero es un escritor, cualquiera que tiene una pluma. Pero es una palabra horrorosa. Es como para que se le caigan a una las muelas del juicio. Lo que es a mí jamás me harían decir semejante cosa.

—¡Cómo, es el hermano! Aún no me he enterado. Pero en el fondo no es inverosímil. Ella tiene la misma humildad de salto de cama y los mismos recursos de biblioteca circulante. Es tan aduladora como él, y tan insoportable. Empiezo a hacerme bastante bien a la idea de ese parentesco.

—Siéntate, vamos a tomar un poco de té —dijo la señora de Villeparisis a la de Guermantes—; sírvete tú misma, tú no necesitas ver los retratos de tus tatarabuelas, los conoces tan bien como yo.

La señora de Villeparisis volvió bien pronto a sentarse y se puso a pintar. Todo el mundo se acercó a ella, circunstancia que aproveché para ir hacia Legrandin, y como no encontraba nada culpable en su presencia en casa de la señora de Villeparisis, le dije, sin pensar hasta qué punto iba a la vez a ofenderle y a hacerle creer en la intención de ofenderle:

—¡Vaya, caballero!, casi estoy disculpado por estar en un salón, ya que le encuentro a usted en él.

El señor Legrandin dedujo de estas palabras (tal fue, al menos, el juicio que formuló respecto a mí días más tarde) que yo era una criatura fundamentalmente atravesada, que sólo me complacía en el mal.

—Ya podía usted tener la cortesía de empezar por saludarme —me respondió sin darme la mano y con una voz irritada y vulgar que yo no sospechaba en él y que, sin guardar la menor relación racional con lo que decía de costumbre, tenía otra más inmediata y palmaria con algo que sentía en aquel momento. Y es que aquello que sentimos, como estamos decididos a ocultarlo siempre, no hemos pensado nunca en la forma en que lo expresaríamos. Y de repente lo que se deja oír en nosotros es una bestia inmunda y desconocida cuyo acento, a veces, puede llegar a dar a aquel que recibe esa confidencia involuntaria, elíptica y casi irresistible de vuestro defecto o de vuestro vicio tanto miedo como el que produciría la confesión subitánea, indirecta y extrañamente proferida por un criminal que no pudiese menos de confesar un crimen de que no le sabíais culpable. Yo, naturalmente, sabía muy bien que el idealismo, aun subjetivo, no impide a grandes filósofos seguir siendo unos glotones o presentarse con tenacidad a la Academia. Pero en rigor, Legrandin no tenía por qué recordar tan a menudo que pertenecía a otro planeta cuando todos sus movimientos convulsivos de cólera o de amabilidad estaban regidos por el deseo de lograr una buena posición en este.

—¡Naturalmente, cuando me persiguen veinte veces seguidas para hacerme ir a algún sitio —continuó en voz baja—, aunque yo tenga perfecto derecho a mi libertad, no puedo, de todas maneras, proceder como un patán!

La señora de Guermantes se había sentado. Su nombre, como estaba acompañado de su título, añadía a su persona física su ducado, que se proyectaba en tomo suyo y hacía reinar el frescor umbrío y dorado de los bosques de los Guermantes en medio del salón, en derredor del taburete en que estaba sentada ella. A mí lo único que me extrañaba era que la semejanza no fuese más legible en el rostro de la duquesa, que nada tenía de vegetal, y en el que a lo sumo las pecas de las mejillas —que parecía que hubieran debido estar blasonadas con el nombre de los Guermantes— eran efecto, pero no imagen, de largas galopadas al aire libre. Más tarde, cuando hubo llegado a serme indiferente, conocí muchas particularidades de la duquesa, y especialmente (para atenerme de momento a aquella cuyo hechizo sufría yo ya entonces sin saber distinguirla) sus ojos, en que estaba cautivo como en un cuadro el cielo azul de una tarde de Francia, ampliamente despejado, bañado en luz hasta cuando esta no brillaba; y una voz que se hubiera creído, por los primeros sonidos roncos, canallesca casi, en la que se arrastraba, como en las gradas de la iglesia de Combray o en la pastelería de la plaza, el oro perezoso y craso de un sol de provincias. Pero ese primer día no distinguí nada; mi ardiente atención volatilizaba inmediatamente lo poco que hubiese podido recoger y en que hubiera podido volver a encontrar algo del nombre de Guermantes. En todo caso me decía que era realmente ella lo que designaba para todo el mundo el nombre de duquesa de Guermantes: la vida inconcebible que ese nombre significaba la contenía realmente aquel cuerpo; acababa de introducirla en medio de unos seres indiferentes, en este salón que la cercaba por todas partes y sobre el cual ejercía una reacción tan viva que me parecía ver, allí donde esa vida dejaba de extenderse, que una orla de efervescencia delimitaba sus fronteras: en la circunferencia que recortaba sobre el tapiz el globo de la falda de pequín azul, y en las claras pupilas de la duquesa, en la intersección de las preocupaciones, de los recuerdos, del pensamiento incomprensible, desdeñoso, divertido y curioso que las llenaban, y de las imágenes extrañas que en ellas se reflejaban. Quizá me hubiera impresionado un poco menos de haberla encontrado en casa de la señora de Villeparisis una tarde cualquiera, en lugar de verla así en uno de estos días de la marquesa, en uno de esos tés que no son para las mujeres más que un breve alto en medio de su salida y en los que, al conservar puesto el sombrero con que acaban de hacer sus compras, traen a la hilera de salones la calidad del aire de afuera y dan más luz a París al final de la tarde que los altos ventanales abiertos en que se oye el rodar de las victorias: la señora de Guermantes estaba tocada con un sombrero de paja florido de acianos, y lo que estos me evocaban no eran los soles de los años remotos, sobre los surcos de Combray, en que tantas veces había cogido yo esas flores en la pendiente inmediata al seto de Tansonville; era el olor y el polvo del crepúsculo, tales como eran hacía un instante, en el momento en que la señora de Guermantes acababa de atravesarlos en la calle de la Paix. Con expresión sonriente, desdeñosa y vaga, sin dejar de hacer un mohín con sus labios apretados, con la punta de su sombrilla, como con la extrema antena de su vida misteriosa, dibujaba redondeles en la alfombra; luego, con esa atención indiferente que empieza por quitar todo punto de contacto con lo que considera uno mismo, su mirada se posaba sucesivamente en cada uno de nosotros; después inspeccionaba los canapés y las butacas, pero suavizándose entonces con la simpatía humana que despierta la presencia, por insignificante que sea, de una cosa que se conoce, de una cosa que es casi una persona; aquellos muebles no eran como nosotros, pertenecían vagamente a su mismo mundo, estaban ligados a la vida de su tía; después, del mueble de Beauvais la mirada volvía a la persona que en él estaba sentada y entonces recobraba la misma expresión de perspicacia y de la misma desaprobación que el respeto de la señora de Guermantes a su tía le hubiera impedido expresar, pero que, al fin y al cabo, hubiera sentido de haber advertido en las butacas, en lugar de nuestra presencia, la de una mancha de grasa o de una capa de polvo.

Entró el excelente escritor G…; venía a hacer a la señora de Villeparisis una visita que consideraba como una carga engorrosa. La duquesa, encantada de volver a encontrarlo, no le hizo, sin embargo, la menor seña; pero él, con la mayor naturalidad, fue al lado de ella, ya que el hechizo que poseía, su tacto, su simplicidad, hacían que la considerase como una mujer de talento. Por lo demás, la cortesía hacía que fuese para él un deber ir a su lado, porque como era un hombre agradable y célebre, la señora de Guermantes le invitaba a menudo a almorzar en la intimidad con ella y su marido, o bien por el otoño, en Guermantes, aprovechaba esa intimidad para invitarle a cenar, ciertas noches, con altezas que sentían curiosidad por encontrarse con él. Porque a la duquesa le gustaba recibir a ciertos hombres selectos, a condición, sin embargo, de que fuesen solteros, condición que aun de casados llenaban siempre para ella, ya que, como quiera que sus mujeres, más o menos vulgares siempre, hubieran hecho mal papel en un salón a que sólo iban las bellezas más elegantes de París, se les invitaba siempre sin ellas; y el duque, para salir al paso de cualquier susceptibilidad, explicaba a aquellos viudos por fuerza que la duquesa no recibía mujeres, que no soportaba la sociedad de las mujeres, casi como si fuese por prescripción del médico y como hubiera dicho que no podía estar en una habitación en que hubiese olores fuertes, comer manjares demasiado salados, viajar en un vagón de cola o gastar corsé. Verdad es que aquellos grandes hombres veían en casa de los Guermantes a la princesa de Parma, a la princesa de Sagan (a la que Francisca, que siempre estaba oyendo hablar de ella, acabó por llamar, creyendo exigido por la gramática ese femenino, la Saganta) y otras muchas; pero se justificaba su presencia diciendo que eran de la familia o amigas de la infancia a las que no se podía eliminar. Persuadidos o no por las explicaciones que el duque de Guermantes les había dado acerca de la singular enfermedad de la duquesa de no poder tratarse con mujeres, los grandes hombres las transmitían a sus esposas. Algunas pensaban que la enfermedad no era más que un pretexto para ocultar los celos, porque la duquesa quería ser la única que reinase sobre una corte de adoradores. Otras, aun más ingenuas, pensaban que tal vez fuese la duquesa de un género especial, que acaso tuviera, inclusive, un pasado escandaloso, que las mujeres no querrían ir a su casa y que daba el nombre de su fantasía a la necesidad. Las mejores, al oír decir a su marido montes y montañas del talento de la duquesa, estimaban que esta era tan superior al resto de las mujeres que se aburría en la sociedad de ellas porque no saben hablar de nada. Y es verdad que la duquesa se aburría con las mujeres si su condición principesca no les comunicaba un interés particular. Pero las esposas eliminadas se engañaban al imaginarse que no quisiera recibir más que a hombres para poder hablar de literatura, de ciencia y de filosofía. Porque jamás hablaba de tales cosas, al menos con los grandes intelectuales. Si en virtud de la misma tradición de familia que hace que las hijas de grandes militares conserven en medio de sus preocupaciones más vanidosas el respeto a las cosas del ejército, la duquesa, nieta de mujeres que habían estado relacionadas con Thiers, Mérimée y Augier, pensaba que, ante todo, debe uno reservar en su salón un lugar a la gente de talento, por otra parte le había quedado de la manera, a la vez condescendiente e íntima, con que esos hombres célebres eran recibidos en Guermantes, el hábito de considerar a las gentes dotadas de ingenio como relaciones familiares, cuyo talento no le deslumbra a uno, a quienes no se les habla de sus obras, cosa que, por lo demás, no les interesaría. Además, el género de ingenio a lo Mérimée, a lo Meilhac, a lo Halévy, que era el suyo, la llevaba, por contraste con el sentimentalismo verbal de una época anterior, a un género de conversación que rechaza todo lo que sea grandes frases y expresión de sentimientos elevados, y hacía que pusiera cierta clase de elegancia, cuando estaba con un poeta o con un músico, en no hablar más que de los platos que estaban comiendo o de la partida de naipes que iban a jugar. Esa abstención tenía para un tercero que estuviese poco al corriente no poco de desconcertante, que llegaba hasta el misterio. Si la señora de Guermantes le preguntaba si le agradaría ser invitado en unión de tal o cual poeta célebre, llegaba a la hora señalada devorado por la curiosidad. La duquesa le hablaba al poeta del tiempo que hacía. Pasaban a la mesa. «¿Le gusta a usted esta manera de poner los huevos?» —preguntaba al poeta—. Ante su asentimiento, que compartía, porque todo lo que era de su propia casa le parecía exquisito, hasta una sidra espantosa que hacía traer de Guermantes: «Sírvale más huevos al señor», ordenaba al maestresala, mientras el tercero, ansioso, seguía esperando lo que seguramente había sido la intención, puesto que habían dispuesto las cosas para verse, a pesar de mil dificultades, antes de que saliese de viaje el poeta, de este y de la duquesa. Pero seguía el almuerzo, retiraban los platos unos tras otros, no sin deparar a la señora de Guermantes ocasión para ingeniosas bromas o agudas anécdotas. El poeta, a todo esto, seguía comiendo, sin que ni el duque ni la duquesa pareciesen acordarse de que fuese poeta. Y poco después había terminado el almuerzo y se decían adiós sin haber hablado una palabra de poesía, que a todos les gustaba, sin embargo, pero de la que, en virtud de una reserva análoga a la que Swann me había hecho conocer por anticipado, nadie hablaba. Esa reserva era sencillamente de buen tono. Mas para el extraño, a poco que reflexionase sobre ella, tenía algo sobremanera melancólico, y las comidas del medio de Guermantes hacían pensar entonces en esas horas que los enamorados tímidos pasan juntos a menudo hablando de trivialidades hasta el momento de dejarse y sin que, sea por timidez, por pudor o por torpeza, el gran secreto que serían más dichosos en confesar haya podido pasar nunca de su corazón a sus labios. Por otra parte, hay que añadir que ese silencio respecto de las cosas profundas que esperaba uno siempre en vano que llegase el momento de abordar, si podía pasar por característico de la duquesa, no era absoluto en ella. La señora de Guermantes había pasado su juventud en un medio un tanto diferente, tan aristocrático, pero menos brillante y, sobre todo, menos fútil que el ambiente en que vivía hoy, y de una gran cultura. Había dejado en su frivolidad actual una a modo de capa más sólida, invisiblemente nutricia y a la que incluso iba a buscar la duquesa (rarísimas veces, porque detestaba la pedantería) alguna cita de Víctor Hugo o de Lamartine, que, muy bien traída, dicha con una sentida mirada de sus hermosos ojos, no dejaba de sorprender y de encantar. A veces, incluso, sin pretensiones, con pertinencia y sencillez, daba a un autor dramático académico algún consejo sagaz, le hacía atenuar una situación o cambiar un desenlace.

Si en el salón de la señora de Villeparisis, lo mismo que en la iglesia de Combray, en la boda de la señorita de Percepied, me costaba trabajo encontrar en el hermoso rostro, demasiado humano, de la señora de Guermantes la incógnita de su nombre, pensaba por lo menos que cuando hablaba, su charla, profunda, misteriosa, tendría una extraña calidad de tapicería medieval, de vidriera gótica. Mas para que no me hubiera sentido defraudado por las palabras que oyese pronunciar a una persona que se llamaba señora de Guermantes, aun cuando yo no la hubiese querido, tampoco hubiera bastado con que sus frases fuesen agudas, hermosas y profundas; hubiera sido preciso que reflejasen el color amaranto de la última sílaba de su nombre, aquel color que desde el primer día me había chocado no encontrar en su persona y que había hecho refugiarse en su pensamiento. Naturalmente que ya había oído a la señora de Villeparisis, a Saint-Loup, a gentes cuya inteligencia no tenía nada de extraordinario, pronunciar sin preocupación alguna ese nombre de Guermantes, sencillamente como si fuese una persona que iba a venir de visita o con la cual hubiese uno de almorzar, sin que parecieran percibir en ese nombre aspectos de bosques amarillentos y todo un misterioso rincón de provincias. Pero eso debía de ser una afectación suya, como cuando los poetas clásicos no nos advierten respecto a las profundas intenciones que sin embargo han tenido; afectación que también yo me esforzaba en imitar diciendo en el tono más natural «la duquesa de Guermantes», como un nombre que se hubiera parecido a cualesquiera otros. Por lo demás, todo el mundo aseguraba de ella que era una mujer muy inteligente, de una conversación ingeniosa, que vivía en un reducido círculo de los más interesantes; palabras que se hacían cómplices de mi ensueño. Porque cuando decían círculo inteligente, conversación ingeniosa, lo que yo me imaginaba no era de ningún modo la inteligencia tal como ya la conocía, aunque fuese la de los más grandes ingenios, de ningún modo componía de gentes como Bergotte ese círculo. No; lo que yo entendía por inteligencia era una facultad inefable, dorada, impregnada de un frescor silvestre. Aun pronunciando las frases más inteligentes (en el sentido de que tomaba yo la palabra inteligente cuando se trataba de un filósofo o de un crítico), la señora de Guermantes habría defraudado acaso mi espera de una facultad tan particular, todavía más que si en una conversación insignificante se hubiera contentado con hablar de recetas de cocina o del mobiliario de un castillo, con citar nombres de vecinos o de parientes suyos que me hubiesen evocado su vida.

—Creí que encontraría aquí a Basin, pensaba venir a verla a usted —dijo la señora de Guermantes a su tía.

—Hace varios días que no he visto a tu marido —respondió en tono susceptible y molesto la señora de Villeparisis—. No le he visto, o a lo sumo una vez, acaso desde la encantadora broma de hacerse anunciar como la reina de Suecia.

La señora de Guermantes, para sonreír, plegó las comisuras de los labios como si hubiera mordido su velillo.

—Hemos almorzado ayer con ella en casa de Blanca Leroi; no la conocería usted, se ha puesto enorme, estoy segura de que está enferma.

—Precisamente estaba diciéndoles a estos señores que tú le encontrabas parecido con una rana.

La señora de Guermantes dejó oír cierto ruidillo ronco que significaba que se reía zumbonamente, por cumplido.

—No sabía que hubiese hecho yo esa linda comparación; pero en ese caso ahora es la rana que ha conseguido ponerse tan abultada como el buey. O mejor dicho, no es precisamente eso, porque toda la gordura se le ha amontonado en el vientre; es más bien una rana en estado interesante.

—¡Ah!, la comparación tiene muchísima gracia —dijo la señora de Villeparisis, que en el fondo se sentía bastante orgullosa ante sus visitantes del ingenio de su sobrina.

—Sobre todo es arbitraria —respondió la señora de Guermantes, recalcando irónicamente este epíteto selecto, como hubiera hecho Swann—, porque confieso que nunca he visto una rana de parto. En todo caso, esa rana, que por lo demás no clama por rey, ya que nunca la he visto más desatada que desde la muerte de su esposo, ha de ir a almorzar a casa un día de la semana que viene. He dicho que la avisaría a usted de todas formas.

La señora de Villeparisis dejó oír una especie de mormojeo indistinto.

—Ya sé que ha almorzado anteayer en casa de la señora de Mecklembourg —añadió—. Estaba allí Aníbal de Bréauté. Ha venido a contármelo con bastante gracia, debo confesarlo.

—Había en ese almuerzo alguien más ingenioso aún que Babal —dijo la señora de Guermantes, que, con ser tan íntima del señor de Bréauté-Consalvi, trataba de demostrarlo llamándole por el diminutivo—. Es el señor Bergotte.

Yo no había pensado que Bergotte pudiera ser considerado como ingenioso; además se me aparecía como mezclado a la humanidad inteligente, es decir, infinitamente distante del reino misterioso que yo había divisado bajo las colgaduras de púrpura de una platea, y en el que el señor de Bréauté, haciendo reír a la duquesa, sostenía con ella en la lengua de los Dioses esta cosa inimaginable: una conversación entre gente del barrio de Saint-Germain. Quedé consternado al ver que el equilibrio se rompía y que Bergotte pasaba por encima del señor de Bréauté. Pero lo que sobre todo me sumió en la desesperación fue el haber evitado a Bergotte la tarde de Fedra, no haber ido a su encuentro cuando oí a la señora de Guermantes decir a la de Villeparisis:

—Es la única persona a quien tengo ganas de conocer —añadió la duquesa, en quien podía siempre como en el momento de una marea espiritual verse el flujo de una curiosidad respecto de los intelectuales célebres cruzándose en el camino con el reflujo del esnobismo aristocrático—. ¡Cómo me gustaría!

La presencia de Bergotte a mi lado, presencia que me hubiera sido tan fácil conseguir, pero que yo hubiera creído que podía dar mala idea de mí a la señora de Guermantes, hubiese tenido sin duda como resultado, por el contrario, que la duquesa me hubiera hecho seña para que fuese a su platea y me pidiese que le llevara a almorzar un día al gran escritor.

—Parece que no ha estado muy amable; se lo han presentado al señor de Coburgo y no le ha dicho una palabra —agregó la señora de Guermantes señalando este rasgo curioso como hubiera contado que un chino se sonaba las narices con un papel—. Ni una sola vez le llamó «monseñor» —añadió aparentemente divertida por este detalle tan importante para ella como la negativa de un protestante, en el curso de una audiencia con el Papa, a hincarse de rodillas ante Su Santidad.

Interesada por estas particularidades de Bergotte, no parecía, por lo demás, que las hallase censurables, y más bien se dijera que las consideraba en él como un mérito, sin que ella misma supiera exactamente de qué género. No obstante esta extraña manera de comprender la originalidad de Bergotte, me ocurrió más tarde descubrir que no era completamente de desdeñar el que la señora de Guermantes, con gran extrañeza de muchos, hallase a Bergotte más ingenioso que al señor de Bréauté. Estos juicios subversivos, aislados, y sin embargo justísimos, son formulados así en el gran mundo por algunas raras personas superiores a las demás. Y en ellos dibujan los primeros trazos de la jerarquía de los valores tal como habrá de establecerla la generación siguiente en lugar de atenerse eternamente a la antigua.

El conde de Argencourt, encargado de Negocios de Bélgica, y primo en tercer grado, por afinidad, de la señora de Villeparisis, entró cojeando, seguido poco después por dos jóvenes, el barón de Guermantes y S. A., el duque de Châtellerault, al cual dijo la señora de Guermantes: «¡Hola, Châtellerault chico!», con expresión distraída y sin moverse de su taburete, porque era grande amiga de la madre del joven duque, el cual, debido a esto y desde su infancia, tenía un extremado respeto para ella. Altos, cenceños, con la piel y el cabello dorados, completamente del tipo Guermantes, los dos jóvenes parecían una condensación de la luz primaveral y vesperal que inundaba el vasto salón. Siguiendo una costumbre que estaba de moda por aquel entonces, dejaron sus sombreros de copa en el suelo, cerca de sí. El historiador de la Fronda pensó que debían de estar molestos como un aldeano que entra en la alcaldía y no sabe qué hacer con el sombrero. Creyendo que debía acudir caritativamente en auxilio de la torpeza y la timidez que les suponía:

—No, no —les dijo—; no los dejen ustedes en el suelo, van ustedes a aplastarlos.

Una mirada del barón de Guermantes, poniendo oblicuo el plano de sus pupilas, hizo pasar por estas de pronto un color de un azul duro y cortante que dejó helado al bondadoso historiador.

—¿Cómo se llama ese caballero? —me preguntó el barón, que acababa de serme presentado por la señora de Villeparisis.

—El señor Pierre —respondí a media voz.

—¿Pierre… qué?

—Pierre es su apellido, es un historiador de gran valía.

—¡Ah, si lo dice usted!

—No, es una costumbre nueva que tienen estos señores de dejar los sombreros en el suelo —explicó la señora de Villeparisis—; a mí me pasa lo que a usted, que no acabo de hacerme a ella. Pero prefiero eso a lo que hace mi sobrino Roberto, que siempre deja el sombrero en la antesala. Le digo cuando le veo entrar así que parece el relojero, y le pregunto si viene a dar cuerda a los relojes.

—Hace un momento hablaba usted, señora marquesa, del sombrero del señor Molé; no tardaremos en llegar a hacer lo que Aristóteles en el capítulo de los sombreros —dijo el historiador de la Fronda, algo más tranquilo gracias a la intervención de la señora de Villeparisis; pero así y todo, con una voz tan débil aún, que salvo yo, no le oyó nadie.

—La verdad es que es pasmosa la duquesita —dijo el señor de Argencourt, señalando a la señora de Guermantes, que hablaba con G…—. En el momento en que hay en un salón algún hombre que esté de moda, se le encuentra siempre al lado de ella. Evidentemente, no puede ser nadie más que el sumo pontífice el que esté con ella. No pueden ser todos los días Borelli, Schlumberger o d’Avenel. Pero entonces serán Pierre Loti o Edmond Rostand. Ayer tarde, en casa de los Doudeauville, donde, entre paréntesis, estaba espléndida con su diadema de esmeraldas, con un magnífico traje rosa de cola, tenía a un lado al señor Deschanel, al otro al embajador de Alemania; se las tenía tiesas a propósito de la China; el gran público, que estaba a una distancia respetuosa y no oía lo que se decían, se preguntaba si no iba a estallar una guerra. La verdad es que parecía una reina que sostenía un asedio.

Todos se habían acercado a la señora de Villeparisis para verla pintar.

—Esas flores son de un rosa verdaderamente celeste —decía Legrandin—; quiero decir, color de cielo rosa. Porque hay un rosa celeste como hay un azul celeste. Pero —murmuró, tratando de que sólo le oyese la marquesa— creo que aún me inclino más a lo sedoso, al encarnado vivo de la copia que hace usted de ellas. ¡Oh!, deja usted muy atrás a Pisanello y a Van Huysun y su herbario minucioso y muerto.

Un artista, por modesto que sea, acepta siempre verse preferido a sus rivales y se limita a tratar de hacerles justicia.

—Lo que a usted le produce ese efecto es que ellos pintaban flores de aquel tiempo, que ya no conocemos; pero tenían una gran maestría.

—¡Ah! ¡Flores de aquel tiempo! ¡Qué ingenioso! —exclamó Legrandin.

—Pinta usted, en efecto, flores de cerezo… o rosas de mayo muy hermosas —dijo el historiador de la Fronda, no sin alguna vacilación en cuanto a la flor, pero con aplomo en la voz, porque empezaba a olvidar el incidente de los sombreros.

—No, son flores de manzano —dijo la duquesa de Guermantes dirigiéndose a su tía.

—¡Ah!, ya veo que eres buena campesina; sabes distinguir las flores lo mismo que yo.

—¡Ah, sí! ¡Es verdad! Pero yo creía que había pasado ya el tiempo de los manzanos —dijo al buen tuntún el historiador de la Fronda, para disculparse.

—No, al contrario, aún no han echado flor; no estarán en flor hasta dentro de quince días, de tres semanas acaso —dijo el archivero, que, como administraba hasta cierto punto las propiedades de la señora de Villeparisis, estaba más al corriente de las cosas del campo.

—Sí, y aun eso en los alrededores de París, donde están muy adelantados. En Normandía, por ejemplo, en casa del padre de este —dijo señalando al duque de Châtellerault—, que tiene unos pomares magníficos a orillas del mar, como en un biombo japonés, no se ponen realmente de color rosa hasta después del 20 de mayo.

—Yo no los veo nunca —dijo el joven duque—, porque me dan la fiebre del heno. ¡Mire usted que es grande eso!

—La fiebre del heno… Nunca he oído hablar de ella —dijo el historiador.

—Es la enfermedad de moda —dijo el archivero.

—Eso, según; quizá no le diese a usted si fuese un año en que hubiera manzana. Ya sabe usted el dicho del normando: «¡Para un año que hay manzanas…!» —dijo el señor de Argencourt, que, sin ser francés del todo, trataba de dárselas de parisiense.

—Tienes razón —respondió a su sobrina la señora de Villeparisis—, son flores de manzano del mediodía. Una florista me ha mandado estas ramas, rogándome que las aceptase. Le chocará a usted, señor Valmère —dijo volviéndose al archivero—, que una florista me mande ramas de manzano. Pero, a pesar de ser una vieja, conozco gente, tengo algunos amigos —añadió sonriendo por sencillez, según creyó la mayor parte de los presentes, o más bien, a lo que me pareció, porque encontraba divertido envanecerse de la amistad de una florista cuando se tenían relaciones tan encopetadas.

Bloch se levantó para ir a admirar a su vez las flores que pintaba la señora de Villeparisis.

—Así como así, marquesa —dijo el historiador volviendo a su asiento—, aun cuando volviese una de esas revoluciones que tan a menudo han ensangrentado la historia de Francia, y en estos tiempos en que vivimos, ¡Dios mío!, no puede uno saber… —añadió lanzando una mirada circular y circunspecta como para ver si había alguno «de la cáscara amarga» en el salón, aunque no lo esperase—, con un talento como ese y con sus cinco lenguas, siempre estaría usted segura de salir adelante.

El historiador de la Fronda paladeaba cierto descanso, porque se había olvidado de sus insomnios. Pero de pronto recordó que hacía seis días que no había dormido, y entonces una ruda fatiga, nacida de su mente, se apoderó de sus piernas, le hizo encorvar la espalda, y su rostro desolado colgaba semejante al de un viejo.

Bloch quiso hacer un ademán para expresar su admiración, pero de un codazo tiró el vaso en que estaba la rama, y todo el agua se vertió sobre el tapiz.

—Tiene usted verdaderamente dedos de hada —dijo a la marquesa el historiador, que, como estaba vuelto de espaldas a mí en aquel momento, no se había dado cuenta de la torpeza de Bloch.

Pero este creyó que la frase se aplicaba a él, y para ocultar bajo una insolencia la vergüenza de su desmaño:

—No tiene ninguna importancia —dijo—, porque no me he mojado.

La señora de Villeparisis llamó, y un lacayo vino a secar el tapiz y a recoger los pedazos de cristal. La señora invitó a su matinée a los dos jóvenes, así como a la duquesa de Guermantes, a la que advirtió:

—No te olvides de decirles a Gisela y a Berta (las duquesas de Auberjon y de Portefin) que estén aquí un poco antes de las dos para ayudarme —como hubiera dicho a unos maestresalas contratados para la fiesta que viniesen antes de la hora para preparar las compoteras.

No tenía con sus parientes principescos, como tampoco con el señor de Norpois, ninguna de las amabilidades que tenía para con el historiador, para con Cottard, para con Bloch, para conmigo, y parecía que aquellos no tuviesen para ella otro interés que el de ofrecerlos como pasto a nuestra curiosidad. Es que sabía que no tenía por qué molestarse por unas gentes para quienes no era una mujer más o menos brillante, sino la hermana susceptible, y tratada con miramientos, de su padre o de su tío. De nada le hubiera servido tratar de brillar ante ellos, a quienes no podía engañar con eso en cuanto a lo sólido o lo endeble de su situación, aparte de que conocían mejor que nadie su historia y respetaban la ilustre casta de que había nacido. Pero, sobre todo, no eran para ella más que un residuo muerto que ya no fructificaría; no habían de hacerle conocer a sus nuevos amigos ni compartir sus placeres. Sólo podía conseguir su presencia o la posibilidad de hablar con ellos, en su recepción de las cinco, lo mismo que más tarde en sus Memorias, de que esa recepción no era sino a manera de un ensayo, de una primera lectura en alta voz ante un pequeño círculo. Y en la compañía que todos esos nobles parientes le servían para interesar, para deslumbrar, para encadenar; en la compañía de los Cottard, de los Bloch, de los autores dramáticos de nota, historiadores de la Fronda de todas clases, estaban para la señora de Villeparisis —a falta de la parte del mundo elegante que no iba a su casa— el movimiento, la novedad, las diversiones y la vida; de toda esa gente era de quien podía obtener ventajas sociales (que bien valían la pena de que les hiciese encontrarse a veces, sin que la conociesen nunca, con la duquesa de Guermantes), almuerzos con hombres notables cuyos trabajos le habían interesado, una ópera cómica o una pantomima que el autor en persona dirigía, ponía y bacía representar en su casa; palcos para espectáculos curiosos. Bloch se puso en pie para marcharse. Había dicho en voz alta que el incidente del vaso con flores volcado no tenía ninguna importancia, pero lo que decía por lo bajo era diferente, más diferente aún lo que pensaba: «Cuando no se tienen criados suficientemente bien enseñados para saber colocar un vaso sin peligro de empapar y aun herir a los visitantes, no se mete uno en estos lujos», rezongaba por lo bajo Era uno de esos hombres susceptibles y nerviosos que no pueden soportar el haber cometido una torpeza que sin embargo, no se confiesan a sí mismos, porque les echa a perder todo el día. Furioso, se sentía lleno de pensamientos negros, no quería volver a frecuentar más el gran mundo. Era ese momento en que hace falta un poco de distracción. Afortunadamente, la señora de Villeparisis iba a hacerle quedarse un segundo después. Fuera porque conociese las opiniones de sus amigos y la ola de antisemitismo que empezaba a alzarse, o bien fuera por distracción, no lo había presentado a las personas que se encontraban allí. Él, sin embargo, como tenía poco mundo, creyó que al marcharse debía saludarlas, para demostrar su trato social, pero sin ninguna habilidad; inclinó varias veces la frente, hundió el barbudo mentón en el cuello postizo, mirando sucesivamente a cada uno a través de sus lentes con expresión fría y descontenta. Pero la señora de Villeparisis le detuvo; aún tenía que hablarle de la comedieta en un acto que había de representarse en su casa, y, por otra parte, no hubiera querido que se fuese sin haber tenido la satisfacción de conocer al señor de Norpois (al que le extrañaba no ver entrar), y aun cuando esta presentación fuese superflua, puesto que Bloch estaba ya resuelto a convencer a las dos artistas de quienes había hablado para que viniesen a cantar gratis a casa de la marquesa, en interés de su propia gloria, en una de aquellas recepciones que frecuentaba la flor y nata de Europa. Incluso había propuesto, además, una trágica «de ojos puros, bella como Hera», que declamaría unas prosas líricas con el sentido de la belleza plástica. Pero al oír su nombre, la señora de Villeparisis la había rechazado, porque era la amiga de Saint-Loup.

—Tengo mejores noticias —me dijo al oído—; creo que eso ya no se sostiene más que con un ala y que no tardarán en estar separados, a pesar de un oficial que ha desempeñado un papel abominable en toda esa historia —añadió. Porque la familia de Roberto empezaba a aborrecer de muerte al señor de Borodino, que había dado la licencia para Brujas a instancias del peluquero, y le acusaba de favorecer unas relaciones infames—. ¡Está muy mal! —me dijo la señora de Villeparisis con el acento virtuoso de los Guermantes, incluso los más depravados—. ¡Pero muy, muy mal! —repitió, poniendo tres emes al muy—. Se veía que no dudaba que el de Borodino hiciese de tercero en todas las orgías. Pero como la amabilidad era en la marquesa el hábito predominante, su expresión de ceñuda severidad respecto del horrible capitán cuyo nombre dijo con un énfasis irónico: «El príncipe de Borodino», como mujer para quien el Imperio no cuenta, acabó en un tierna sonrisa dirigida a mí con un mecánico guiño de vaga connivencia conmigo.

—Le tengo mucho afecto a De Saint-Loup-en-Bray —dijo Bloch—, aunque sea un pájaro de cuenta, porque está extraordinariamente bien educado. Tengo predilección, no por él, sino por las personas extraordinariamente bien educadas. ¡Son tan raras! —continuó, sin darse cuenta, porque empezaba por ser él mismo muy mal educado, de hasta qué punto desagradaban sus palabras—. Voy a citarles a ustedes una prueba que a mí me parece evidentísima de su perfecta educación. Una vez me lo encontré con un joven, cuando iba a subir a su carro de hermosas llantas, después de haber puesto con sus propias manos las espléndidas correas a dos caballos nutridos con avena y cebada y a los que no hace falta excitar con el centelleante látigo. Nos presentó, pero yo no entendí el nombre del joven, pues nunca se entiende el nombre de las personas que le presentan a uno —añadió riéndose, porque esta era una gracia de su padre—. De Saint-Loup-en-Bray no abandonó su sencillez, no alardeó exageradamente del joven, no pareció cohibido ni poco ni mucho. Y lo bueno del caso es que algunos días después me enteré, por casualidad, de que el joven era hijo de sir Rufus Israels.

El final de la historia pareció menos chocante que su comienzo, porque resultó incomprensible para los presentes. En efecto, sir Rufus Israels, que a Bloch y a su padre les parecía un personaje casi regio, ante el cual debería temblar Saint-Loup, era, por el contrario, a los ojos del círculo de los Guermantes, un extranjero advenedizo, tolerado por la buena sociedad, pero de cuya amistad no se le hubiera ocurrido a nadie enorgullecerse ni mucho menos.

—Lo he sabido —dijo Bloch— por el apoderado de sir Rufus Israels, que es amigo de mi padre y un hombre lo que se dice extraordinario. ¡Ah!, un individuo absolutamente curioso —añadió con la energía afirmativa, con el acento de entusiasmo que sólo se ponen en aquellas convicciones que uno no se ha formado por sí mismo.

Bloch se había mostrado encantado ante la idea de conocer al señor de Norpois.

—Le hubiera gustado —decía— hacerle hablar de la cuestión Dreyfus. Hay una mentalidad en eso que no conozco bien, y no dejaría de ser sabroso hacerle una interviú a este eminente diplomático —dijo en tono sarcástico, porque no pareciera que se consideraba inferior al embajador.

—Dime —continuó hablándome muy bajito—, ¿como qué capital podrá tener Saint-Loup? Ya comprenderás que, si te hago esta pregunta, la cosa me tiene tan sin cuidado como el año de la Nanita, pero es desde el punto de vista balzaciano, ¿comprendes? ¿Ni siquiera sabes en qué lo tiene puesto, si tiene valores franceses, extranjeros, tierras?

No pude facilitarle ningún informe. Dejando de hablar a media voz, Bloch pidió, en alto, permiso para abrir las ventanas, y, sin aguardar respuesta, se dirigió hacia ellas. La señora de Villeparisis dijo que no era posible abrirlas, que estaba acatarrada.

—¡Ah! ¡Si ha de sentarle a usted mal!… —respondió Bloch, contrariado—. Pero la verdad es que hace calor de veras.

Y echándose a reír, obligó a hacer a sus miradas, que giraron en torno a la concurrencia, una colecta que reclamaba un apoyo contra la señora de Villeparisis. No lo encontró entre toda aquella gente bien educada. Sus encendidos ojos, que no habían podido sobornar a nadie, recobraron resignadamente su expresión seria; declaró, a modo de derrota:

—Lo menos hace 22,25°. No me extraña. Yo estoy poco menos que sudando. Y no poseo, como el sabio Antenor, hijo del río Alfeios, la facultad de sumirme en la paterna onda, para restañar mi sudor antes de entrar en una bañera bruñida y ungirme de un óleo perfumado. —Y con esa necesidad que tenemos de esbozar para uso de los demás teorías médicas cuya aplicación sería favorable a nuestro propio bienestar—: ¡Ya que usted cree que eso es bueno para usted!… Yo creo todo lo contrario. Eso es precisamente lo que la acatarra.

La señora de Villeparisis sintió que hubiera dicho todo esto tan alto, pero no le concedió gran importancia cuando vio que el archivero, cuyas opiniones nacionalistas la tenían, por decirlo así, en un brete, se encontraba demasiado lejos para que hubiera podido oír nada. Más le molestó oír que Bloch, arrastrado por el demonio de su mala educación, que le había dejado ciego previamente, le preguntase, riéndose de la chuscada paterna:

—¿No he leído yo un erudito estudio suyo en que demostraba por qué razones irrefutables la guerra rusojaponesa tenía que acabar con la victoria de los rusos y la derrota de los japoneses? Además, ¿no está un poco chocho? Me parece que es él uno que he visto mirando a su silla, antes de ir a sentarse en ella, deslizándose como sobre ruedas…

—¡Nunca! Espere usted un instante —añadió la marquesa—; no sé qué puede estar haciendo.

Llamó, y cuando entró el criado, como no disimulaba ni poco ni mucho e incluso le gustaba hacer ver que su antiguo amigo se pasaba la mayor parte del tiempo, en casa de ella:

—Vaya usted a decir al señor de Norpois que venga; está clasificando unos papeles en mi despacho; dijo que tardaría veinte minutos en venir y hace ya una hora y tres cuartos que le espero. Le hablará a usted del asunto Dreyfus, de todo lo que usted quiera —dijo en tono de enfado a Bloch—; no está muy de acuerdo con lo que está pasando.

Porque el señor de Norpois estaba a mal con el ministerio actual, y la señora de Villeparisis, aunque su amigo no se hubiera permitido llevar personas del gobierno a casa de ella (que de todas maneras conservaba su altivez de dama de la aristocracia más encopetada y permanecía aparte y por encima de las relaciones que él se veía obligado a cultivar), estaba de todas formas al corriente, por mediación suya, de cuanto pasaba. Tampoco los políticos del régimen se hubieran atrevido a pedir al señor de Norpois que les presentase a la señora de Villeparisis. Pero algunos de ellos habían ido a buscarle a casa de esta, en el campo, cuando habían tenido necesidad de su concurso en circunstancias graves. Sabían la dirección. Iban al castillo. No conocían a la castellana. Pero esta, a la hora del almuerzo, decía:

—Sé que han venido a molestarle a usted. ¿Van mejor las cosas?

—¿Tiene usted mucha prisa? —preguntó la señora de Villeparisis a Bloch.

—No, no; quería marcharme porque no estoy muy bien; es más, andamos a ver si voy a tomar aguas a Vichy para reponerme de la vesícula biliar —dijo, articulando estas palabras con una ironía satánica.

—¡Hombre! Pues precisamente mi sobrino Châtellerault tiene que ir allí; debían ustedes arreglar las cosas de modo que fuesen juntos. ¿Está todavía ahí? Es muy amable, ¿sabe usted? —dijo la señora de Villeparisis, acaso de buena fe y pensando que dos personas a las que ella conocía no tenían ninguna razón para no trabar amistad entre sí.

—¡Oh!, no sé si a él le haría gracia; no le conozco… casi; ahí está, más allá —dijo Bloch, confuso y encantado.

El maestresala no había debido de cumplir del todo el encargo que acababan de darle para el señor de Norpois, porque este, para hacer creer que llegaba de fuera y que aún no había visto a la señora de la casa, cogió un sombrero, al azar, en la antesala, y vino a besar ceremoniosamente la mano de la señora de Villeparisis, preguntándole cómo se encontraba, con el mismo interés que se manifiesta tras una larga ausencia. Ignoraba que la marquesa de Villeparisis había quitado de antemano toda verosimilitud a aquella comedia, a la que, por lo demás, puso fin llevándose al señor de Norpois y a Bloch a un salón vecino. Bloch, que había visto todos los cumplidos que los demás dirigían al que aún no sabía que fuese el señor de Norpois, así como los saludos acompasados, graciosos y profundos con que el embajador respondía a aquellos, se sentía inferior a todo aquel ceremonial, y, molesto al pensar que jamás se dirigiría a él, me había dicho, por alardear de desenvoltura: «¿Quién es ese pedazo de imbécil?». Quizá, por lo demás, como todos los saludos del señor de Norpois herían lo mejor que había en Bloch —la franqueza más directa de un ambiente moderno—, los encontraba en parte sinceramente ridículos. Como quiera que fuese, dejaron de parecerle tales, e incluso le encantaron desde el instante en que fue él mismo, Bloch, quien se encontró convertido en objeto de ellos.

—Señor embajador —dijo la señora de Villeparisis—, quisiera presentarle a usted a este caballero. El señor Bloch, el señor marqués de Norpois. A pesar de la manera que tenía de tratar al señor de Norpois con aspereza, mostraba particular empeño en llamarle «señor embajador», por urbanidad, por exagerada consideración al rango de embajador, consideración que le había inculcado el marqués, y, en fin, por aplicar esas maneras menos familiares, más ceremoniosas para con un determinado hombre, que, en el salón de una mujer distinguida, al contrastar con la libertad de que esta usa con sus demás asiduos, indican inmediatamente a su amante.

El señor de Norpois ahogó su mirada azul en su barba blanca, dobló profundamente su elevada estatura como si se inclinase ante todo lo que de notorio e imponente representaba para él el nombre de Bloch, murmuró: «¡Encantado!», mientras su joven interlocutor, lisonjeado, pero juzgando que el célebre diplomático iba demasiado lejos, rectificó presuroso y dijo: «¡Nada de eso! ¡Al contrario, el que está encantado soy yo!». Pero esta ceremonia que el señor de Norpois, por amistad a la señora de Villeparisis, renovaba con cada desconocido que su antigua amiga le presentaba, aún no le pareció a esta suficiente cortesía para con Bloch, al que dijo:

—¡Pero pregúntele usted todo lo que desea saber! Lléveselo ahí al lado, si le resulta más cómodo; le encantará charlar con usted; me parece que quería usted hablarle de la cuestión Dreyfus —añadió, sin preocuparse de si le haría gracia o no al señor de Norpois, ni más ni menos que no se le hubiera ocurrido solicitar su venia al retrato de la duquesa de Montmorency antes de hacer que lo alumbrasen para que lo viese el historiador, o consultar el parecer del té antes de servir una taza de él.

—Háblele usted alto —le dijo a Bloch—, es un poco sordo; pero le dirá todo lo que usted desee saber; ha conocido muy bien a Bismarck, a Cavour. ¿No es verdad —dijo con fuerza— que ha conocido usted mucho a Bismarck?

—¿Tiene usted alguna cosa en preparación? —me preguntó el señor de Norpois, haciéndome una seña de inteligencia mientras me estrechaba la mano cordialmente. Me aproveché de ello para descargarle cortésmente del sombrero, que había creído que debía traer consigo en señal de ceremonia, porque acababa de darme cuenta de que era el mío el que había cogido por casualidad—. Me había enseñado usted una obrilla un tanto taraceada, en que se dedicaba a cortar pelos en cuatro. Le di francamente mi opinión; lo que había hecho usted no valía la pena de que lo trasladase al papel. ¿Prepara usted algo? Le tiene a usted muy sorbido el seso Bergotte, si mal no recuerdo.

—¡Ah, no hable usted mal de Bergotte! —exclamó la duquesa.

—No discuto su talento de pintor, a nadie se le ocurriría semejante cosa, duquesa. Sabe grabar con el buril o al aguafuerte, ya que no pintar a brochazos, como Cherbuliez, una vasta composición. Pero me parece que nuestro tiempo incurre en una confusión de géneros, y que lo que es propio del novelista es urdir una intriga y levantar los corazones más bien que esmerarse en dibujar a la punta seca un frontispicio o una viñeta. Tengo que ver a su padre de usted el domingo, en casa del bueno de A. J. —Añadió, volviéndose hacia mí.

Por un instante esperé, al verle hablar con la señora de Guermantes, que acaso me prestase para ir a casa de esta la ayuda que me había negado para ir a la del señor Swann.

—Otra de mis grandes admiraciones —le dije— es Elstir. Parece ser que la duquesa de Guermantes tiene algunos cuadros suyos maravillosos, especialmente el admirable manojo de rábanos que vi de pasada en la Exposición y que tanto me gustaría volver a ver; ¡qué obra maestra es ese cuadro!

Y, en efecto, de haber sido yo un hombre destacado y si me hubieran preguntado qué obra pictórica prefería, habría citado aquel manojo de rábanos.

—¿Una obra maestra? —exclamó el señor de Norpois con expresión de extrañeza y de censura—. Ni siquiera tiene la pretensión de ser un cuadro, sino un simple boceto (tenía razón). Si le llama usted obra maestra a ese esbozo, ¿qué deja usted para la Virgen de Hébert o de Dagnan-Bouveret?

—Ya he oído que rechazaba usted a la amiga de Roberto —dijo la señora de Guermantes a su tía después que Bloch se hubo llevado aparte al embajador—; creo que nada tiene que lamentar con ello, ya sabe usted que es una calamidad, no tiene ni chispa de talento, y encima es grotesca.

—Pero ¿cómo la conoce usted, duquesa? —dijo el señor de Argencourt.

—¡Pero, cómo! ¿No sabe usted que ha representado en mi casa antes que en ningún otro sitio? No por ello estoy más orgullosa —dijo, riéndose, la señora de Guermantes, feliz, sin embargo, ya que se hablaba de aquella actriz, de hacer saber que había sido ella quien había gozado las primicias de sus ridiculeces—. Bueno, ya no me queda más que marcharme —añadió, sin moverse.

Acababa de ver entrar a su marido, y con las palabras que pronunciaba hacía alusión a lo cómico que resultaba que pareciesen hacer al mismo tiempo una visita de bodas, y no en modo alguno a las relaciones frecuentemente difíciles que existían entre ella y aquel enorme mocetón que se iba volviendo viejo, pero que seguía haciendo siempre vida de joven. Paseando sobre el gran número de personas que rodeaban la mesa de té las miradas afables, maliciosas y ligeramente deslumbradas por los rayos del sol poniente, de sus pequeñas pupilas redondas y exactamente incrustadas en el ojo como las dianas a que sabía apuntar y dar tan perfectamente, como excelente tirador que era, el duque avanzaba con una lentitud asombrada y prudente, cual si, intimidado por una reunión tan brillante, hubiera tenido miedo de pisar los trajes e interrumpir las conversaciones. Una sonrisa permanente de buen rey de Yvetot ligeramente chispo, una mano semiextendida, flotando, como la aleta de un tiburón, a la altura del pecho, y que dejaba estrechar indistintamente por sus viejos amigos y por los desconocidos que le presentaban, le permitían, sin que tuviera que hacer un solo gesto ni interrumpir su trayectoria apacible, apática y regia, satisfacer la solicitud de todos, murmurando solamente: «Hola, buenas tardes; buenas, mi querido amigo; encantado, señor Bloch; buenas tardes, Argencourt», y al llegar a mí, que fui el más favorecido, cuando hubo oído mi nombre: «Buenas tardes, vecinillo, ¿cómo está su padre? ¡Hombre excelente!». Sólo hizo grandes demostraciones ante la señora de Villeparisis, que le saludó con un movimiento de cabeza, sacando una mano de su delantalillo.

Formidablemente rico en un mundo en que la gente lo es cada vez menos, como había asimilado a su persona por modo permanente la noción de esa enorme fortuna, la vanidad del gran señor, en él, estaba redoblada por la del hombre acaudalado, consiguiendo a duras penas la educación refinada del primero refrenar la suficiencia del segundo. Por lo demás, se comprendía que sus éxitos; con las mujeres, que eran la desgracia de la suya, no se debieran excesivamente a su nombre y a su fortuna, ya que todavía resultaba de una gran hermosura con aquel perfil que tenía la pureza, la decisión de contorno de un dios griego.

—Pero ¿de veras ha representado en casa de usted? —preguntó el señor d’Argencourt a la duquesa.

—Verá usted, fue a casa a recitar, con un ramo de lirios en la mano y lirios en el vestido (la señora de Guermantes ponía, como la de Villeparisis, cierta afectación en pronunciar determinadas palabras de una manera muy aldeana, aunque no arrastrase las rr, como hacía su tía)[23].

Antes de que el señor de Norpois, cohibido y forzado, se llevase a Bloch al hueco de la ventana donde podrían charlar juntos, volví un instante hacia el viejo diplomático y le insinué media palabra respecto al sillón académico de mi padre. Quiso dejar, primero, la conversación para más tarde. Pero le objeté que tenía que irme a Balbec. «¡Cómo! ¿Se va usted otra vez a Balbec? ¡Pero es usted un verdadero globe-trotter[24]!». Después me escuchó. Al oír el nombre de Leroy-Beaulieu, el señor de Norpois me miró con expresión recelosa. Me figuré que acaso hubiese dicho a Leroy-Beaulieu algo molesto para mi padre, y temía que el economista hubiera repetido sus palabras. Inmediatamente pareció animado de verdadero cariño respecto de mi padre. Y tras una de esas pausas de la conversación en que de repente estalla una palabra como a pesar del que habla, en quien lo irresistible de la convicción se impone a los esfuerzos balbuceantes que hacía por callarse: «No, no —me dijo con emoción—, su padre de usted no debe presentarse. No debe hacerlo por su propio interés, por él mismo, por respeto a su valor, que es grande y que comprometería en una aventura como esa. Vale él más que todo eso. Aunque resultase elegido, tendría mucho que perder y nada que ganar. Él, a Dios gracias, no es orador. Y eso es lo único que tiene importancia para mis queridos colegas, aunque lo que se diga no sean más que tonterías. Su padre de usted tiene un fin importante en la vida; debe ir derecho a él, sin dejarse distraer en recorrer los matorrales, aun cuando sean los matorrales, por otra parte más espinosos que floridos, del jardín de Academos. Por lo demás, sólo conseguiría unos cuantos votos, pocos. A la Academia le gusta obligar a hacer antesala al postulante antes de admitirle en su seno. Por hoy no hay manera de hacer nada. Más adelante, no digo que no. Pero es preciso que sea la misma Compañía quien vaya a buscarle. La Academia practica con más fetichismo que acierto el Fara da se de nuestros vecinos de allende los Alpes. Leroy-Beaulieu me ha hablado de todo eso en una forma que no me ha gustado nada. Me ha parecido, por lo demás, que está a partir un piñón con su padre de usted. Quizá le he hecho sentir con demasiada viveza que, acostumbrado a ocuparse de colonos y de metales, desconocía el papel de los imponderables, como decía Bismarck. Lo que ante todo hay que evitar es que su padre de usted se presente: Principis obstat[25]. Sus amigos se encontrarían en una situación delicada si les pusiera en presencia del hecho consumado». «Mire usted —dijo bruscamente con expresión de franqueza, clavando en mí su ojos azules—, voy a decirle una cosa que ha de extrañarle en mí, que tanto quiero a su padre. Y es que, precisamente porque le quiero, precisamente (somos los dos inseparables Arcades ambo)[26] porque sé los servicios que puede prestar a su país, los escollos que puede evitarle si sigue en el timón, por afecto, por elevada estimación, por patriotismo, no votaré a favor suyo. Por lo demás, creo habérselo dado a entender. —Y me pareció ver asomar a sus ojos el perfil asirio y severo de Leroy-Beaulieu—. Por consiguiente, concederle mi voto sería, por mi parte, algo así como una palinodia». El señor de Norpois trató reiteradamente de fósiles a sus colegas. Prescindiendo de otras razones, todo miembro de un club o de una Academia gusta de investir a sus colegas del género de carácter más contrario al suyo, no tanto por la utilidad de poder decir: «¡Ah, si no dependiese más que de mí…!», cuanto por la satisfacción de presentar el título que ha conseguido para sí como más difícil y halagüeño. «Debo decirle a usted —concluyó— que, en interés de todos ustedes, prefiero para su padre una elección triunfal de aquí a diez o quince años». Palabras que yo juzgué como dictadas, si no por la envidia, al menos por una falta absoluta de serviciabilidad y que resultó que más tarde recibieron de los hechos mismos un sentido diferente.

—¿No piensa usted hablar en el Instituto del precio del pan durante la Fronda? —preguntó tímidamente el historiador de la Fronda al señor de Norpois—. Podría encontrar usted en ello un éxito considerable (lo cual quería decir un reclamo monstruoso) —añadió, sonriendo al embajador con una pusilanimidad, pero también con una ternura que le hizo alzar los párpados y descubrir los ojos, grandes como un cielo.

Me parecía haber visto aquella mirada, y, sin embargo, sólo de hoy conocía al historiador. De pronto recordé que esa misma mirada la había visto yo en los ojos de un médico brasileño que pretendía curar los ahogos como los que yo padecía con absurdas inhalaciones de esencias de plantas. Como, porque se tomase más cuidado de mí, le había dicho yo que conocía al profesor Cottard, me había respondido, como si fuera en interés de Cottard: «Pues ahí tiene usted un tratamiento que si le hablase usted de él le daría tema para una comunicación resonante a la Academia de Medicina». No se había atrevido a insistir, pero me había mirado con la misma expresión de interrogación tímida, interesada y suplicante que acababa yo de admirar en el historiador. Verdad es que los dos hombres no se conocían y que apenas se asemejaban, pero las leyes psicológicas poseen, como las leyes físicas, cierta generalidad. Y las condiciones necesarias son las mismas, una misma mirada ilumina a animales humanos diferentes, como un mismo cielo matinal alumbra lugares de la tierra situados muy lejos uno de otro y que jamás se han visto entre sí. No oí la respuesta del embajador, porque todo el mundo, con un poco de barullo, se había acercado a la señora de Villeparisis para verla pintar.

—¿Sabe usted de quién estamos hablando, Basin? —dijo la duquesa a su marido.

—Naturalmente, lo adivino —contestó el duque.

—¡Ah! No es precisamente lo que se dice una comedianta de pura cepa.

—¡De ningún modo! —continuó la señora de Guermantes dirigiéndose al señor de Argencourt—. No puede usted haberse imaginado nunca nada más risible.

—Era drolática[27], inclusive —interrumpió el señor de Guermantes, cuyo extraño vocabulario permitía a un mismo tiempo a la gente de mundo decir de él que no era ningún tonto y a la gente de letras tenerle por el peor de los imbéciles.

—No puedo comprender —prosiguió la duquesa— cómo ha podido quererla nunca Roberto. ¡Oh! Bien sé que nunca se deben discutir esas cosas —añadió con un gracioso mohín de filósofa y de sentimental desencantada—. Sé que cualquier hombre puede enamorarse de una cualquier cosa. Y —añadió, porque si se burlaba todavía de la literatura nueva, esta, quizá gracias a la vulgarización de los periódicos o a través de ciertas conversaciones, se había infiltrado un tanto en ella— precisamente es eso lo que tiene de hermoso el amor, porque es precisamente lo que lo hace misterioso.

—¡Misterioso! ¡Ah! Confieso que eso es un poco fuerte para mí, prima —dijo el conde de Argencourt.

—Pues sí, el amor es muy misterioso —contestó la duquesa con una dulce sonrisa de mujer de mundo amable, pero también con la intransigente convicción de una wagneriana que afirma a un hombre de su círculo que no sólo hay meros ruidos en la Walkyria—. Por lo demás, en el fondo, no se sabe por qué una persona quiere a otra; quizá no sea ni poco ni mucho por lo que nos figuramos —añadió sonriendo, rechazando así de golpe y porrazo, con su interpretación, la idea que acababa de emitir—. Por otra parte, en el fondo, nunca se sabe nada —concluyó con expresión escéptica y fatigada—. Por tanto, ya ve usted, es más inteligente: no hay que discutir nunca la elección de los amantes.

Pero después de haber sentado este principio faltó inmediatamente a él criticando la elección de Saint-Loup.

—De todas maneras, mire usted, por mi parte, encuentro asombroso que pueda encontrarse ninguna seducción en una persona ridícula.

Bloch, al oír que hablábamos de Saint-Loup y comprendiendo que este se hallaba en París, empezó a decir a cuenta de él una calumnia tan espantosa que sublevó a todo el mundo. Empezaba a tener odios, y se veía que no retrocedía ante nada con tal de saciarlos. Como había sentado por principio, respecto de sí mismo, que poseía un alto valor moral y que la calaña de gentes que frecuentaba la Boulie (círculo deportivo que a él se le antojaba elegante) merecía ir a presidio, todos los golpes que podía asestarles le parecían meritorios. En una ocasión llegó incluso a hablar del proceso que pensaba entablar contra uno de sus amigos de la Boulie. En el curso de ese proceso se proponía declarar de una manera mendaz, cuya falsedad, sin embargo, no podría demostrar el acusado. De este modo, Bloch, que por lo demás no llegó a poner en ejecución su proyecto, contaba con acabar de desesperarle y volverle loco. ¿Qué mal había en ello, puesto que aquel a quien quería aplastar así era un hombre que no pensaba más que en la elegancia, un hombre de la Boulie, y que cuando se trata de gente de ese jaez son lícitas todas las armas, sobre todo para un santo como era él, el propio Bloch?

—Sin embargo, ahí tiene usted a Swann —objetó el señor de Argencourt, que por fin acababa de comprender el sentido de las palabras que acababa de pronunciar su prima; estaba asombrado de su justeza y rebuscaba en su memoria ejemplos de gente que hubiese estado enamorada de personas que a él no le hubiesen gustado.

—¡Ah! Swann no es el mismo caso, precisamente —protestó la duquesa—. Es muy extraño, de todas maneras, ya que ella es una idiota de una pieza, pero no era ridícula y ha sido bonita.

—¡Oh! ¡Oh! —rezongó la señora de Villeparisis.

—¡Ah! ¿A usted no le parecía bonita? Pues sí, tenía algunas cosas encantadoras, unos ojos muy lindos, un pelo hermoso, se vestía y se viste aún maravillosamente. Ahora reconozco que está inmunda, pero ha sido una mujer admirable. No por eso ha dejado de darme pena que se casase con ella Carlos, ya que era completamente inútil.

La duquesa no creía haber dicho nada que valiese la pena de ser notado; pero como el señor de Argencourt se echó a reír, repitió la frase, fuera porque ella misma la encontrase graciosa, o simplemente porque le pareciese amable el que le reía la gracia, al cual se puso a mirar con expresión de mimo, para añadir el encanto de la dulzura al del ingenio. Continuó:

—Sí, no valía la pena, ¿verdad?; pero, al fin y al cabo, ella no dejaba de tener ángel, y comprendo perfectamente que se enamoraran de ella, mientras que la señorita esa de Roberto les aseguro a ustedes que es como para morirse de risa. Bien sé que se me objetará la vieja muletilla de Augier: «¡Qué importa el frasco, con tal que se emborrache uno!». Puede que Roberto haya conseguido la borrachera, pero la verdad es que no ha dado prueba de buen gusto al escoger el frasco. En primer lugar, figúrense ustedes que la señorita esa tuvo la pretensión de que yo hiciese poner una escalera en mitad de mi salón. Ahí es nada, ¿verdad?, y me había anunciado que se estaría tendida boca abajo en los escalones. Por lo demás, si hubieran oído ustedes lo que decía; no conozco más que una escena, pero no creo que sea posible imaginarse nada por el estilo: es de una cosa que se llama Las siete princesas.

Las siete princesas, ¡oh!, ¡huy!, ¡huy!, ¡qué snobismo! —exclamó el señor de Argencourt—. ¡Ah! Pero espere usted: yo conozco toda la obra. Es de un compatriota mío. Se la envió al rey, que no entendió una palabra de ella y me pidió que se la explicase.

—¿No será, por casualidad, del Sar Peladan? —preguntó el historiador de la Fronda con una intención de agudeza y de actualidad, pero tan bajo que su pregunta pasó inadvertida.

—¡Ah! ¿Conoce usted Las siete princesas? —respondió la duquesa al señor de Argencourt—. ¡Enhorabuena! Lo que es yo no conozco más que una de ellas, pero con eso se me ha quitado la curiosidad por conocer a las otras seis. ¡Como sean todas parecidas a la que he visto!

«¡Qué cernícalo!», pensé yo, irritado ante la glacial acogida que me había hecho. Hallaba algo así como una áspera satisfacción al comprobar su completa incomprensión de Maeterlink. «¡Y por una mujer como esta ando yo tantos kilómetros todas las mañanas! La verdad es que tengo buena pasta. Ahora soy yo el que no querría nada con ella». Tales eran las palabras que me decía; eran lo contrario de mi pensamiento; eran puras frases de conversación, como las que nos decimos en esos momentos en que, demasiado agitados para permanecer a solas con nosotros mismos, sentimos la necesidad, a falta de otro interlocutor, de hablar con nosotros, sin sinceridad, como con un extraño.

—No puedo darles a ustedes una idea de aquello —continuó la duquesa—; era como para retorcerse de risa. La gente no dejó de hacerlo, con exceso, inclusive, porque a la criatura no le hizo ninguna gracia, y Roberto, en el fondo, me la ha guardado siempre. Cosa que no siento, por lo demás, ya que si aquello llega a salir bien acaso hubiera vuelto la señorita y no sé hasta qué punto le hubiera encantado eso a María-Aynard.

Llamaban así en familia a la madre de Roberto, la señora de Marsantes, viuda de Aynard de Saint-Loup, para distinguirla de su prima la princesa de Guermantes-Baviera, otra María, a cuyo nombre sus sobrinos, primos y cuñados añadían, para evitar la confusión, o bien el nombre del marido, o bien otro de sus propios nombres, con lo que resultaba unas veces María-Gilberto y otras María-Hedwigia.

—La víspera, en primer lugar, hubo una especie de ensayo que fue una cosa preciosísima —prosiguió irónicamente la señora de Guermantes—. Figúrense ustedes que decía una frase, ni siquiera un cuarto de frase, y luego se paraba; ya no decía nada más, no exagero, en cinco minutos.

—¡Huy!, ¡huy!, ¡huy! —exclamó el señor de Argencourt—. Con toda la cortesía del mundo, me permití insinuar que aquello quizá chocase un poco. Y me contestó textualmente: «Hay que decir siempre las cosas como si uno mismo estuviera componiendo». ¡A poco que se fijen ustedes en ella, la respuesta es monumental!

—Pero yo creía que no decía mal los versos —dijo uno de los dos jóvenes.

—Ni siquiera sabe lo que es eso —respondió la señora de Guermantes—. Por lo demás, no tuve necesidad de oírla. Me bastó verla llegar con los lirios. En seguida me di cuenta de que no tenía talento, ¡en cuanto vi los lirios!

Todo el mundo se echó a reír.

—Tía, no me habrá usted guardado rencor por mi broma del otro día a cuenta de la reina de Suecia; vengo a pedirle a usted el amán[28].

—No, no te guardo rencor; te concedo derecho a merendar, inclusive, si traes hambre.

—Vamos, señor Vallenères, haga usted de señorita —dijo la señora de Villeparisis al archivero, siguiendo una broma ya consagrada.

El señor de Guermantes se irguió en la butaca en que se había dejado caer, con su sombrero al lado, en la alfombra, y examinó con cara de satisfacción los platos de pastelillos que le presentaban.

—Con mucho gusto, ahora que empiezo a estar familiarizado con este noble concurso, aceptaré un bizcocho borracho; parecen excelentes.

—Este caballero desempeña a maravilla su papel de señorita de la casa —dijo el señor de Argencourt, que, por espíritu de imitación, repitió la broma de la señora de Villeparisis.

El archivero presentó el plato de pastelillos al historiador de la Fronda.

—Cumple usted a la perfección sus funciones —dijo este por timidez y por tratar de conquistarse la simpatía general.

Así, lanzó a hurtadillas una mirada de connivencia a los que habían hecho ya lo mismo que él.

—Diga usted, tiíta —preguntó el señor de Guermantes a la señora de Villeparisis—, ¿quién es ese señor bastante bien portado que salía cuando entraba yo? Debo de conocerlo, porque me ha hecho un gran saludo; pero no se lo he devuelto, ya sabe usted que estoy peleado con los apellidos, cosa que es muy desagradable —dijo en tono de satisfacción.

—El señor Legrandin.

—¡Ah, pero si Oriana tiene una prima cuya madre, si no me engaño, se llamaba Grandin de soltera! Lo sé perfectamente, son unos Grandin de l’Eprevier.

—No —respondió la señora de Villeparisis—, no tienen nada que ver. Estos son Grandin sencillamente, Grandin a secas. Pero no desean otra cosa que ser Grandin de todo lo que tú quieras. La hermana de este se llama la señora de Cambremer.

—Pero, Basin, sabe usted perfectamente quién quiere decir mi tía —exclamó la duquesa con indignación—; ¡pero si es el hermano de ese enorme herbívoro a quien tuvo usted la extraña ocurrencia de mandar que fuese a verme el otro día! Estuvo una hora, pensé que iba a volverme loca. Pero empecé por creer que quien lo estaba era ella al ver entrar en mi casa a una persona a quien yo no conocía y que tenía toda la facha de una vaca.

—Mire usted, Oriana, me había preguntado qué día recibía usted; yo, al fin y al cabo, no podía hacerle un desaire, y además, vamos, exagera usted, no parece una vaca —añadió él en tono lastimero, pero no sin lanzar a hurtadillas una mirada sonriente a la concurrencia.

Sabía que el gracejo de su mujer necesitaba ser estimulado por la contradicción, la contradicción del sentido común que protesta, por ejemplo, de que no se puede tomar a una mujer por una vaca (así es como la señora de Guermantes, insistiendo sobre una primera imagen, había llegado a menudo a producir sus frases más bonitas). Y el duque se presentaba ingenuamente a ayudarla, sin que lo pareciese, a sacar adelante su juego, ni más ni menos que en un vagón el compadre inconfesado de un jugador de manos tramposo.

—Reconozco que no parece una vaca, porque parece varias —exclamó la señora de Guermantes—. Le juro a usted que yo estaba perplejísima al ver aquel rebaño de vacas con sombrero que entraba en mi salón y que me preguntaba cómo estaba. Por una parte me daban ganas de decirle: «Pero, rebaño de vacas, te confundes; tú no puedes estar en relación conmigo, puesto que eres un rebaño de vacas», y, por otra parte, rebuscando en mi memoria, acabé por creer que su Cambremer era la infanta Dorotea, que había dicho que iría alguna vez y que también es bastante bovina, de modo que estuve a punto de llamar Su Alteza Real y hablar en tercera persona a un rebaño de vacas. Tiene también el tipo de buche de la reina de Suecia. Por lo demás, ese ataque a viva fuerza había sido preparado por un tiroteo a distancia, con todas las reglas del arte. Desde hacía no sé cuánto tiempo me tenía bombardeada con sus cartas, me las encontraba por todas partes, encima de todos los muebles, como si fueran prospectos. Yo ignoraba la finalidad de aquel reclamo. No se veía en mi casa más que «Marqués y Marquesa de Cambremer», con una dirección que no recuerdo y de que, por lo demás, estoy resuelta a no servirme nunca.

—¡Pero es muy halagüeño eso de parecerse a una reina! —dijo el historiador de la Fronda.

—¡Oh, por Dios, caballero, los reyes y las reinas no son ninguna gran cosa en nuestra época! —dijo el señor de Guermantes, porque tenía la pretensión de ser un espíritu libre y moderno, y también porque no pareciese que hacía caso de las relaciones regias, que tenía en gran estima.

Bloch y el señor de Norpois, que se habían puesto en pie, se encontraron más cerca de nosotros.

—¿Le ha hablado usted de la cuestión Dreyfus, caballero? —dijo la señora de Villeparisis.

El señor de Norpois alzó los ojos al cielo, pero sonriendo, como para ponerle por testigo de la enormidad de los caprichos a que su Dulcinea le imponía el deber de obedecer. Con todo, habló a Bloch, con mucha afabilidad, de los años espantosos, mortales acaso, porque pasaba Francia. Como esto significaba probablemente que el señor de Norpois (al cual, sin embargo, había dicho Bloch que creía en la inocencia de Dreyfus) era ardientemente antidreyfusista, la amabilidad del embajador, la apariencia que tenía de dar la razón a su interlocutor, de no dudar que fuesen del mismo parecer, de ligarse a él en complicidad para abrumar al Gobierno, halagaban la vanidad de Bloch y excitaban su curiosidad. ¿Cuáles eran los puntos importantes que el señor de Norpois no especificaba, pero en los que parecía implícitamente admitir que se hallaban de acuerdo él y Bloch, qué opinión era, por ende, la que tenía de la cuestión que pudiese unirles? Bloch estaba tanto más asombrado del maravilloso acuerdo que parecía existir entre él y el señor de Norpois cuanto que ese acuerdo se refería exclusivamente a la política, ya que la señora de Villeparisis le había hablado con bastante extensión al señor de Norpois de los trabajos literarios de Bloch.

—Usted no es de su tiempo —dijo a este el antiguo embajador—, y le felicito por ello; no es usted de este tiempo en que ya no existen los estudios desinteresados, en que ya no se vende al público más que obscenidades o inepcias. Esfuerzos como los de usted debían ser alentados si tuviésemos un gobierno.

Bloch se sentía lisonjeado por ser el único que sobrenadase en el naufragio universal. Pero también en este punto hubiera deseado precisión, saber de qué inepcias quería hablar el señor de Norpois. Bloch tenía la sensación de estar trabajando en el mismo sentido que otros muchos, no se había creído tan excepcional. Volvió a la cuestión de Dreyfus, pero no pudo llegar a poner en claro la opinión del señor de Norpois. Trató de hacerle hablar de los oficiales cuyos nombres, traídos y llevados por los periódicos en aquel momento, excitaban la curiosidad más que los políticos barajados en el mismo asunto, porque no eran ya conocidos como estos, y con un traje especial, desde el fondo de una vida diferente y de un silencio religiosamente observado, acababan únicamente de surgir y de hablar, como Lohengrin al bajar de una barquilla tirada por un cisne. Bloch había podido, gracias a un abogado nacionalista a quien conocía, entrar a varias audiencias del proceso Zola. Llegaba por la mañana, para no salir de allí hasta la anochecida, con una provisión de sandwichs y una botella de café, como si fuera al concurso general o a los ejercicios de composición del bachillerato, y como este cambio de costumbres despertaba el eretismo nervioso que el café y las emociones del proceso llevaban al colmo, salía de allí tan enamorado de todo lo que había pasado, que al atardecer, de vuelta a su casa, quería volver a sumergirse en el hermoso sueño y corría a encontrarse de nuevo en un café frecuentado por los dos partidos, con camaradas con quienes volvía a hablar sin fin de lo que había pasado durante el día, y reparaba con una cena que pedía en un tono imperioso que le daba la ilusión del poder, el ayuno y las fatigas de una jornada comenzada tan temprano y en la que no había almorzado. El hombre que se mueve perpetuamente entre los dos planos de la experiencia y de la imaginación quisiera profundizar en la vida ideal de la gente a quien conoce y conocer a los seres cuya vida ha tenido que imaginarse. A las preguntas de Bloch, el señor de Norpois respondió:

—Hay dos oficiales complicados en el asunto en curso, de los cuales he oído hablar en otro tiempo a un hombre cuyo juicio me inspiraba gran confianza y que los tenía en mucha estima (el señor de Miribel): son el teniente coronel Henry y el teniente coronel Picquart.

—Pero —exclamó Bloch— la divina Atenea, hija de Zeus, ha puesto en el espíritu de cada uno de ellos lo contrario de lo que yace en el espíritu del otro. Y luchan el uno contra el otro cual dos leones. El coronel Picquart tenía una magnífica posición en el ejercicio, mas su Moira le ha llevado a la parte que no era la suya. La espada de los nacionalistas desgarrará su delicado cuerpo, y servirá de pasto a los animales carniceros y a las aves que se alimentan de la grasa de los muertos.

El señor de Norpois no respondió nada.

—¿De qué están picoteando esos ahí aparte, metidos en un rincón? —preguntó el señor de Guermantes a la señora de Villeparisis, señalando al señor de Norpois y a Bloch.

—De la cuestión Dreyfus.

—¡Ah, diablo! A propósito, ¿sabía usted quién es partidario rabioso de Dreyfus? A ver si lo adivina. ¡Mi sobrino Roberto! Le diré incluso que en el Jockey, cuando se supieron esas proezas suyas, hubo un motín, un verdadero tole tole. Como le presentan dentro de ocho días…

—Evidentemente —interrumpió la duquesa—, si son todos como Gilberto, que ha sostenido siempre que había que reexpedir todos los judíos a Jerusalén…

—¡Ah! Entonces el príncipe de Guermantes está completamente de acuerdo con mis ideas —terció el señor de Argencourt.

El duque se pavoneaba con su mujer, pero no le tenía ninguna simpatía. Muy suficiente, aborrecía verse interrumpido; además, en su vida conyugal tenía la costumbre de mostrarse desabrido con ella. Agitado por una doble cólera de mal marido a quien se habla y de buen conversador a quien no se escucha, se paró en seco y lanzó a la duquesa una mirada que dejó cortado a todo el mundo.

—¿A qué viene hablarnos de Gilberto y de Jerusalén? —dijo por fin—. No se trata de eso. Pero —añadió en tono más moderado— confesará usted que si rechazasen a uno de los nuestros en el Jockey, y sobre todo a Roberto, cuyo padre ha sido por espacio de diez años presidente de aquello, sería el colmo. Qué quiere usted, eso les ha hecho aguantarse al tiro, toda aquella gente ha abierto unos ojos como platos. No puedo negar que tienen razón; personalmente, bien sabe usted que no tengo ningún prejuicio de razas, me parece que eso no es propio de nuestra época y yo tengo la pretensión de ir con mi tiempo, pero al fin y al cabo, ¡qué diablo! ¡Qué quiere usted que le diga!, cuando uno se llama el marqués de Saint-Loup, no se es dreyfusista.

El señor de Guermantes pronunció las palabras «cuando se llama uno el marqués de Saint-Loup» enfáticamente. Sabía perfectamente, sin embargo, que era mucho más aún llamarse «el duque de Guermantes». Pero si su amor propio tenía tendencia a exagerar más bien la superioridad del título de duque de Guermantes sobre todos los demás, quizá no fuese tanto las reglas del buen gusto como las leyes de la imaginación lo que le movía a disimularlo. Todo el mundo ve más hermoseado aquello que ve a distancia, lo que ve en los demás. Porque las leyes generales que regulan la perspectiva en la imaginación se aplican tanto a los duques como al resto de los hombres. No sólo las leyes de la imaginación, sino las del lenguaje. Ahora bien; aquí podía aplicarse una u otra de las dos leyes del lenguaje: una exige que se exprese uno como las gentes de su clase mental y no de su casta originaria. Debido a esto, el señor de Guermantes podía ser en sus expresiones, incluso cuando quería hablar de la nobleza, tributario de ínfimos burgueses que habrían dicho: «Cuando uno se llama el duque de Guermantes», mientras que un hombre culto, un Swann, un Legrandin, no lo hubieran dicho. Un duque puede escribir novelas de tendero, incluso sobre costumbres del gran mundo, porque los pergaminos no sirven de nada en ese terreno, y los escritos de un plebeyo pueden merecer el epíteto de aristocráticos. Cuál fuese en ese caso el burgués a quien había oído decir el señor de Guermantes: «Cuando uno se llama» era cosa de que, sin duda, no sabía nada. Pero otra ley del lenguaje es que de tiempo en tiempo, de igual modo que hacen su aparición y se alejan ciertas enfermedades de que ya no se vuelve a oír hablar luego, nacen, no se sabe bien cómo, sea espontáneamente, sea por obra de una casualidad como la que hizo germinar en Francia una mala hierba de América cuya semilla, prendida al pelo de una manta de viaje, había caído en el terraplén de una vía férrea, mundos de expresiones que oye uno en la misma década dichas por gentes que no se han puesto de acuerdo para ello. Ahora bien; de la misma manera que cierto año oí decir a Bloch, hablando de sí mismo: «Como la gente más encantadora, más brillante, mejor situada, más difícil, se había dado cuenta de que no había más que un solo ser a quien todos encontrasen inteligente, agradable, sin el cual no podían pasarse, ese ser era Bloch», y la misma frase en boca de otros muchos jóvenes que no lo conocían y que únicamente sustituían el de Bloch por su propio nombre, así había de oír con frecuencia el «cuando uno se llama».

—Qué quiere usted —continuó el duque—; si se tiene en cuenta el espíritu que allí reina, la cosa es bastante comprensible.

—Sobre todo es cómico —respondió la duquesa—, dadas las ideas de su madre, que nos aburre con la patria francesa desde por la mañana hasta la noche.

—Sí, pero es que hay alguien más que su madre, a nosotros no hay que venirnos con músicas. Hay una pájara, una moza ligera de cascos, de la peor calaña, que tiene más influencia sobre él y que precisamente es compatriota del señor Dreyfus. Esa le ha transmitido a Roberto su estado de espíritu.

—Quizá no sepa usted, señor duque, que hay una palabra nueva para expresar esa clase de espíritu —dijo el archivero, que era secretario de algunos comités antirrevisionistas—. Se dice mentalidad. Significa exactamente lo mismo, pero por lo menos nadie sabe lo que uno quiere decir. —A todo esto, como había oído el nombre de Bloch, le veía dirigir preguntas al señor de Norpois con una inquietud que despertó otra diferente, pero tan fuerte como la suya, en la marquesa. Como quiera que esta temblaba ante el archivero y se las daba de antidreyfusista delante de él, temía sus reproches si se daba cuenta de que había recibido a un judío más o menos afiliado al sindicato.

—¡Ah, mentalidad!, tomo nota de ella, la colocaré —dijo el duque. (No era una figura; el duque tenía un cuadernito lleno de citas y lo releía antes de las grandes comidas)—. Me gusta eso de mentalidad. Hay palabras nuevas de estas, que lanza la gente, pero que no duran. Últimamente he leído acerca de un escritor, nada menos que era talentoso. Que lo entienda quien pueda. Después, nunca más he vuelto a verlo.

—Pero mentalidad se usa más que talentoso —dijo el historiador de la Fronda, por meter baza en la conversación—. Yo soy miembro de una comisión del ministerio de Instrucción Pública, donde he oído emplear esa palabra varias veces, y lo mismo en mi círculo, el círculo Volney, e incluso almorzando en casa del señor Ollivier, Emilio Ollivier.

—Yo, que no tengo el honor de formar parte del ministerio de Instrucción Pública —respondió el duque con fingida humildad, pero con una vanidad tan profunda que su boca no podía por menos de sonreír y sus ojos de lanzar a la concurrencia miradas chispeantes de júbilo, bajo cuya ironía se sonrojó el pobre historiador—; yo, que no tengo el honor de formar parte del ministerio de Instrucción pública —repitió, escuchándose—, ni del círculo Volney (no soy más que de la Unión y del Jockey. ¿No es usted del Jockey, caballero?) —preguntó al historiador, que, poniéndose más colorado aún, venteando una insolencia y sin comprenderla, empezó a temblar de pies a cabeza—. Yo, que ni siquiera almuerzo en casa del señor Ollivier, confieso que no conocía su mentalidad. Estoy seguro de que usted está en el mismo caso que yo, Argencourt.

—¿Sabe usted por qué no pueden presentarse las pruebas de la traición de Dreyfus? Parece que es porque Dreyfus es el amante de la mujer del ministro de la Guerra; eso dicen bajo capa.

—¡Ah, yo creía que era de la mujer del presidente del Consejo! —dijo el señor de Argencourt.

—Me resultan todos ustedes tan aburridos unos como otros con esa cuestión —dijo la duquesa de Guermantes, que, desde el punto de vista mundano, tenía empeño siempre en demostrar que ella no se dejaba llevar por nadie—. Para mí todo eso no puede tener consecuencias desde el punto de vista de los judíos, por la sencilla razón de que no tengo ninguno de ellos entre mis relaciones y cuento con que seguiré siempre en esa feliz ignorancia. Pero, por otra parte, encuentro insoportable eso de que, con el pretexto de que piensan como es debido, que no compran nada a los comerciantes judíos o que llevan escrito «¡Mueran los judíos!», en su sombrilla, una cantidad de señoras Durand o Dubois, a las que jamás hubiéramos conocido, nos las impongan María-Aynard o Victurniana. Anteayer fui a casa de María-Aynard. Antes, aquello era encantador. Ahora se encuentra una allí con todas las personas que se ha pasado una la vida evitando, so pretexto de que están en contra de Dreyfus, y otras que no tiene una ni idea de quién son.

—No, es la mujer del ministro de la Guerra. Por lo menos, es un rumor que anda por las callejuelas —continuó el duque, que empleaba así en la conversación ciertas expresiones que creía del viejo régimen—. En fin, en todo caso, personalmente, ya es sabido que pienso todo lo contrario que mi primo Gilberto. Yo no soy un espíritu feudal como él; me pasearía con un negro si este fuese amigo mío, y me traería tan sin cuidado la opinión del tercer estado o la del cuarto como lo que pasó en el año de la Nana; pero, en fin, de todas maneras convendrá usted conmigo en que cuando uno se llama Saint-Loup no se divierte en llevar la contraria a las ideas de todo el mundo, que tiene más talento que Voltaire e incluso que mi sobrino. Y, sobre todo, no se entrega uno a lo que llamaré esas acrobacias de sensibilidad ocho días antes de presentarse en el círculo. ¡La cosa es un poco fuerte! Probablemente ha sido su pirujilla quien le ha calentado los cascos. Le habrá convencido de que así se clasificaría entre los intelectuales. Los intelectuales vienen a ser la tarta de crema de esos señores. Por otra parte, eso ha dado lugar a que se hiciera un juego de palabras que está bastante bien, pero que tiene muy mala intención.

Y el duque citó por lo bajo, para la duquesa y para el señor de Argencourt, el Mater Semita, que, en efecto, se decía ya en el Jockey, porque de todas las semillas viajeras, la que lleva atadas alas más sólidas, que le permiten ser diseminada a mayor distancia del lugar en que ha florecido, es siempre una burla.

—Podíamos pedir explicaciones a ese señor que tiene trazas de ser un erudito —dijo, indicando al historiador—. Pero es preferible no hablar de ello, tanto más cuanto que la cosa es perfectamente falsa. No soy tan ambicioso como mi prima la de Mirepois, que pretende que puede seguir la filiación de su casa antes de Jesucristo hasta la tribu de Leví, y me jacto de demostrar que jamás ha habido una gota de sangre judía en nuestra familia. Pero de todas maneras no hay que hacerse ilusiones, es evidente que las encantadoras opiniones de mi señor sobrino pueden meter bastante ruido en Landernau. Y más si se tiene en cuenta que, como Fezensac está enfermo, será Duras quien se encargue de todo, y ya se sabe cómo le gusta prevalerse —dijo el duque, que no había llegado nunca a comprender el sentido preciso de ciertas frases y creía que prevalerse quería decir no sacar partido de una situación imponiéndose a alguien gracias a ella, sino crear complicaciones.

Bloch trataba de empujar al señor de Norpois a que hablase del coronel Picquart.

—Está fuera de discusión —respondió el señor de Norpois— que su declaración era necesaria. Bien sé que al sostener esta opinión he hecho lanzar a más de uno de mis colegas gritos de quebrantahuesos; pero, a mi ver, el Gobierno tenía el deber de dejar hablar al coronel. No se sale de un callejón sin salida como ese con una simple pirueta, o, en ese caso, se corre el peligro de meterse en un atolladero. Por lo que hace al oficial, esa declaración produjo en la primera audiencia una impresión de las más favorables. Cuando se le vio, empaquetado en el precioso uniforme de cazadores, salir, con un tono perfectamente sencillo y franco, a contar lo que había visto, lo que había creído decir: «Por mi honor de soldado (y aquí la voz del señor de Norpois vibró con un ligero trémolo patriótico), esa es mi convicción», no cabe negar que la impresión fue profunda.

«Ya está, es dreyfusista, no hay ni la menor sombra de duda», pensó Bloch.

—Pero lo que le ha enajenado por completo las simpatías que había podido captarse al principio ha sido su careo con el archivero Gribelin, cuando se oyó a ese veterano servidor, a ese hombre que no tiene más que una palabra (y el señor de Norpois acentuó con la energía de las convicciones sinceras las frases que siguieron), cuando se le oyó, cuando se le vio mirar a los ojos a su superior, sin temor a tenérselas tiesas y decir en tono que no admitía réplica: «Mi coronel, bien sabe usted que jamás he mentido, bien sabe usted que en este momento, como siempre, digo la verdad», el viento cambió. De nada le sirvió a Picquart remover el cielo y la tierra en las audiencias siguientes; fracasó rotundamente.

«No, decididamente es antidreyfusista, está visto —se dijo Bloch—. Pero si cree que Picquart es un traidor que miente, ¿cómo puede tomar en cuenta sus revelaciones y evocarlas como si encontrase en ellas algún encanto y las creyese sinceras? Y si, por el contrario, ve en él a un justo que descarga su conciencia, ¿cómo puede suponer que mienta en su careo con Gribelin?». «En todo caso, si el Dreyfus ese es inocente —interrumpió la duquesa—, poco lo demuestra. ¡Qué cartas más idiotas, más enfáticas, escribe desde su isla! No sé si Esterhazy vale más que él, pero tiene otra distinción en la manera de redondear las frases, otro colorido. Eso no debe de hacerles mucha gracia a los partidarios de Dreyfus. ¡Qué lástima, para ellos, que no puedan cambiar de inocente!». Todo el mundo soltó la carcajada. «¿Ha oído usted la frase de Oriana?» —preguntó ávidamente el duque de Guermantes a la señora de Villeparisis—. «Sí, la encuentro muy graciosa». Al duque no le bastaba con eso: «Pues yo no le encuentro chiste; mejor dicho, me es completamente igual que tenga gracia o no. No hago ningún caso del ingenio». El señor de Argencourt protestaba. «No piensa ni una palabra de lo que dice» —murmuró la duquesa—. «Sin duda es porque he formado parte de las Cámaras, donde he oído discursos brillantes que no querían decir nada. He aprendido a apreciar en ellos la lógica sobre todo. A eso es, sin duda, a lo que debo el no haber sido reelegido, Las cosas graciosas me resultan indiferentes». «Basin, no se las dé usted de Joseph Prudhomme, hijo mío; bien sabe usted que nadie se perece por el ingenio tanto como usted». «Déjeme usted acabar. Precisamente porque soy insensible a cierto género de chistes, aprecio a menudo en mucho el ingenio de mi mujer. Porque generalmente parte de una observación justa. Discurre como un hombre, formula su pensamiento como un escritor».

Quizá la razón de que el señor de Norpois hablase así a Bloch, como si los dos hubiesen estado de acuerdo, nacía de que era tan antidreyfusista que, estimando que el Gobierno no lo era suficientemente, era enemigo de este tanto como lo fuesen los dreyfusistas. Acaso porque lo que él perseguía en política era algo más profundo, situado en otro plano, desde el que el dreyfusismo aparecía como una modalidad sin importancia que no merecía la pena de retener la atención de un patriota preocupado por las grandes cuestiones exteriores. Acaso, más bien, porque como las máximas de su cautela política no se aplicaban sino a cuestiones de forma, de procedimiento, de oportunidad, eran tan impotentes para resolver las cuestiones de fondo como lo es en filosofía la pura lógica para zanjar las cuestiones de existencia o ya fuese que esa misma cautela le hizo hallar peligroso el tratar de esos temas y, por prudencia, no quiso hablar más que de circunstancias secundarias. Pero en lo que Bloch se engañaba es cuando creía que el señor de Norpois, aun cuando hubiera sido menos prudente de carácter y de espíritu menos exclusivamente formal, habría, de haber querido, podido decirle la verdad sobre el papel de Henry, de Picquart, de Du Paty de Clam, acerca de todos los puntos de la cuestión. Bloch no podía dudar, en efecto, de que el señor de Norpois conociese la verdad en lo referente a todas esas cosas. ¿Cómo había de ignorarla, puesto que conocía a los ministros? Bloch pensaba que, desde luego, la verdad política puede ser reconstituida aproximadamente por los cerebros más lúcidos; pero se figuraba, como el grueso del público, que esa verdad habita siempre, indiscutible y material, en el archivo secreto del presidente de la República y del presidente del Consejo, que dan conocimiento de ella a los ministros. Ahora bien, hasta cuando la verdad política lleva consigo documentos, es raro que estos tengan más valor que el de un clisé radioscópico en que el vulgo cree que la enfermedad del paciente se inscribe con todas sus letras, mientras que, en realidad, ese clisé proporciona un nuevo elemento de apreciación que habrá de unirse a otros muchos a que se aplicará el razonamiento del médico, que extraerá de ellos su diagnóstico. También la verdad política, cuando se acerca uno a hombres informados y cree alcanzarla, se esquiva. Más tarde, inclusive, y para seguir ateniéndonos a la cuestión Dreyfus, cuando se produjo un hecho tan escandaloso como la confesión de Henry, seguida de su suicidio, ese hecho fue interpretado luego de opuesta manera por algunos ministros dreyfusistas y por Cavaignac y Cuignet, que habían descubierto por sí mismos la falsedad y habían dirigido el interrogatorio; más aún: entre los ministros dreyfusistas y del mismo matiz, que juzgaban no sólo basándose en las mismas piezas de convicción, sino con el mismo espíritu, el papel de Henry se explicó de manera enteramente opuesta, viendo los unos en él un cómplice de Esterhazy, asignando los otros, por el contrario, ese papel a Du Paty de Clam, adhiriéndose así a una tesis de su adversario Cuignet y encontrándose en completa oposición con su partidario Reinach. Todo lo que Bloch pudo sacar del señor de Norpois fue que si era cierto que el jefe de Estado Mayor, el señor de Boisdeffre, había hecho enviar una comunicación secreta al señor de Rochefort, había en ello evidentemente algo singularmente deplorable.

—Tenga usted por seguro que el ministro de la Guerra ha debido, in petto[29], a lo menos, de dar a su jefe de Estado Mayor a los dioses infernales. Un mentís oficial no hubiera sido, a mi parecer, ninguna extralimitación. Pero el ministro de la Guerra se expresa en términos muy duros sobre el particular ínter pocula[30]. Por lo demás, hay ciertos temas en torno a los que es sobremanera imprudente crear una agitación que luego no se pueda dominar.

—Pero esos documentos son manifiestamente falsos —dijo Bloch.

El señor de Norpois no respondió, pero declaró que no aprobaba las manifestaciones del príncipe Enrique de Orleáns:

—Por otra parte, lo único que pueden hacer es turbar la serenidad del pretorio y alentar agitaciones que tanto en un sentido como en otro serían de deplorar. Desde luego que hay que salir al paso a los manejos antimilitaristas, pero tampoco podemos dejar pasar el barullo alentado por aquellos elementos de la derecha que, en lugar de servir a la idea patriótica, piensan en servirse de ella. Francia, a Dios gracias, no es una república suramericana, y no se deja sentir en ella la necesidad de un general de pronunciamiento.

Bloch no pudo llegar a hacerle hablar de la cuestión de la culpabilidad de Dreyfus, ni a que diese un pronóstico respecto al fallo que resultaría del proceso civil actualmente en curso. En desquite, el señor de Norpois pareció complacerse en dar detalles acerca de las consecuencias de ese fallo.

—Si es una condena —dijo—, será probablemente casada, porque es raro que en un proceso en que las declaraciones de los testigos son tan numerosas no haya vicios de forma que puedan invocar los abogados.

Por lo que hace a la algarada del príncipe Enrique de Orleáns, dudo mucho que haya sido del gusto de su padre.

—¿Cree usted que Chartres esté de parte de Dreyfus? —preguntó la duquesa, sonriendo, abriendo mucho los ojos, encendidas las mejillas, hundida la nariz en su plato de hojaldres, con expresión escandalizada.

—Nada de eso; únicamente quería decir que hay en toda la familia, por ese lado, un sentido político cuyo nec plus ultra[31] ha podido verse en la admirable princesa Clementina, y que su hijo el príncipe Fernando ha conservado como una preciosa herencia. No hubiera sido el príncipe de Bulgaria quien estrechase entre sus brazos al comandante Esterhazy.

—Hubiera preferido un simple soldado —murmuró la señora de Guermantes, que cenaba a menudo con el búlgaro en casa del príncipe, y que le había respondido una vez, al preguntarle aquel si no era envidiosa: «Sí, monseñor, de vuestras pulseras».

—¿No va usted esta noche al baile de la señora de Sagan? —dijo el señor de Norpois a la señora de Villeparisis para cortar en seco la conversación con Bloch. Este no le desagradaba al embajador, que nos dijo más tarde, no sin ingenio y sin duda a causa de las huellas que subsistían en el lenguaje de Bloch de la moda neohomérica, que había abandonado, empero: «Es bastante entretenido, con esa manera de hablar que tiene, un poco anticuada, un tanto solemne». A poco más diría: «las Doctas Hermanas», como Lamartine o como Juan Bautista Rousseau. «Es una cosa que ha llegado a ser bastante rara en la juventud actual y lo era, incluso, en la que la ha precedido. Nosotros éramos un tanto románticos». Pero por curioso que le pareciese su interlocutor, el señor de Norpois estimaba que demasiado había durado el diálogo.

—No, señor, ya no voy al baile —respondió ella con una graciosa sonrisa de mujer que ha llegado a la vejez—. ¿Y ustedes, van a ir? Es propio de sus años —añadió, englobando en una misma mirada al señor de Châtellerault, a su amigo y a Bloch—. También a mí me han invitado —dijo, afectando por broma envanecerse de ello—. Han ha venido a invitarme, inclusive. (Han: era la princesa de Sagan).

—Yo no tengo tarjeta de invitación —dijo Bloch, pensando que la señora de Villeparisis iba a ofrecerle una y que la señora de Sagan se consideraría dichosa por recibir al amigo de una mujer a quien ella misma había ido a invitar en persona.

La marquesa no respondió nada, y Bloch no insistió, porque tenía un asunto más serio de que tratar con ella, para el que acababa de pedirle una entrevista para dos días más tarde. Como había oído decir a los dos jóvenes que habían presentado su dimisión en el círculo de la calle Royale, donde se entraba como en un molino, quería pedir a la señora de Villeparisis que le hiciera ser admitido en dicho círculo.

—¿Es que esos Sagan no son suficientemente distinguidos, no es suficientemente snob su círculo? —dijo en tono sarcástico.

—Nada de eso; son lo mejor que hacemos en ese género —respondió el señor de Argencourt, que había adoptado todos los chistes parisienses.

—¡Entonces —dijo Bloch medio irónicamente— es lo que se dice una de las solemnidades, de las grandes sesiones mundanas de la temporada!

La señora de Villeparisis dijo en aire de broma a la de Guermantes:

—Vamos a ver, ¿es una gran solemnidad mundana el baile de la señora de Sagan?

—Eso no es a mí a quien hay que preguntarlo —le respondió irónicamente la duquesa; aún no he llegado a saber lo que era una solemnidad mundana. Por lo demás, las cosas mundanas no son mí fuerte.

—¡Ah!, yo creía lo contrario —dijo Bloch, que se figuraba que la señora de Guermantes había hablado sinceramente.

Siguió, con gran desesperación del señor de Norpois, haciéndole un sin fin de preguntas acerca de los oficiales cuyo nombre salía a colación con más frecuencia a propósito de la cuestión Dreyfus. El señor de Norpois declaró que «a simple vista» el coronel Du Paty de Clam le hacía el efecto de un cerebro un tanto confuso y que acaso no había estado muy acertado elegirle para que llevase adelante una cosa tan delicada, que tanta sangre fría y discernimiento requería, como era un sumario.

—Sé que el partido socialista pide a gritos su cabeza, así como la liberación inmediata del preso de la isla del Diablo. Pero creo que aún no estamos reducidos a pasar así por las horcas caudinas de los señores Gérault-Richard y consocios. Hasta aquí, esta cuestión es la botella de tinta. No digo que, tanto de una parte como de otra, no haya que ocultar bajezas bastante feas. Que ciertos protectores más o menos desinteresados de su cliente de usted puedan incluso tener buenas intenciones… no pretendo lo contrario, pero ya sabe usted que el infierno está empedrado de ellas —añadió con una aguda mirada—. Es esencial que el Gobierno dé la impresión de que no está en manos de las facciones de la izquierda y de que no le queda más que rendirse, atado de pies y manos, a las intimaciones de no sé qué ejército pretoriano que, créame usted, no es el ejército. Ni que decir tiene que, si se adujese un hecho nuevo, se incoaría un proceso de revisión. La consecuencia salta a la vista. Pedir eso es empujar una puerta abierta. Ese día el Gobierno sabrá hablar alto y claro, o abdicaría de lo que constituye su prerrogativa esencial. Ya no bastarán las patochadas. Habrá que designar jueces para Dreyfus. Y será fácil, porque, aunque se haya hecho costumbre en nuestra dulce Francia, donde gustamos de calumniarnos a nosotros mismos, creer o dejar que se crea que para hacer oír las palabras de verdad y de justicia es indispensable atravesar el canal de la Mancha —lo cual no es a menudo más que un medio disfrazado de llegar al Sprée—, no sólo en Berlín hay jueces. Pero una vez puesta en marcha la acción gubernamental, ¿sabrán ustedes escuchar al Gobierno? Cuando les invite a cumplir con su deber, ¿se pondrán ustedes en torno suyo? ¿Sabrán ustedes no permanecer sordos a su patriótico llamamiento y responder: «¡Presente!»?

El señor de Norpois hacía estas preguntas a Bloch con una vehemencia que, al mismo tiempo que intimidaba a mi camarada, le lisonjeaba; porque el embajador parecía como si se dirigiese en él a todo un partido, como si interrogara a Bloch, ni más ni menos que si este hubiese recibido las confidencias de ese partido y pudiera asumir la responsabilidad de las decisiones que se adoptasen.

—Si no cejasen ustedes —continuó el señor de Norpois sin aguardar a la respuesta colectiva de Bloch—; si antes, inclusive, de que estuviera seca la tinta del decreto que dispusiese el incoamiento del proceso de revisión, ustedes, obedeciendo a no sé qué insidiosa consigna, no cejaran, sino que se confinasen en una oposición estéril que parece ser para algunos la ultima ratio[32] de la política; si se retirasen ustedes a su tienda y quemasen sus naves, sería con grande perjuicio para ustedes mismos. ¿Son ustedes prisioneros de los fautores de desorden? ¿Les han dado ustedes rehenes?

Bloch se veía perplejo para responder. El señor de Norpois no le dio tiempo.

—Si la negativa es veraz, como quiero creerlo, y si tiene usted un poco de lo que me parece que, desgraciadamente, les falta a algunos de sus jefes y de sus amigos, cierto espíritu político, el mismo día en que esté segura la Sala de lo Criminal, si no se dejan ustedes alistar por los que pescan en río revuelto, tendrán ustedes ganada la partida. No respondo de que todo el Estado Mayor pueda salir muy airoso del trance, pero no es poco ya que parte de él, por lo menos, pueda sacar alta la cara sin plantar fuego al polvorín ni armar gresca.

Por lo demás, se cae de su peso que es al Gobierno a quien incumbe hacer hablar al derecho y cerrar la lista, demasiado larga, de los crímenes impunes, no, ciertamente, obedeciendo a las incitaciones socialistas ni a las de no sé qué soldadesca —añadió, mirando a Bloch a los ojos y acaso con el instinto que tienen todos los conservadores para buscarse apoyos en el campo contrario—. La acción gubernamental debe ejercerse sin hacer caso de pujas, vengan estas de donde vinieren. El Gobierno no está, a Dios gracias, a las órdenes del coronel Driaut ni, en el otro polo, a las del señor Clemenceau. Hay que meter en cintura a los agitadores de profesión e impedir que vuelvan a levantar cabeza. ¡Francia, en su inmensa mayoría, desea el trabajo dentro del orden! En este respecto, tengo formada mi religión. Pero no hay que tener miedo de ilustrar a la opinión; y si algunos borregos, de los que tan bien conoció nuestro Rabelais, se lanzasen al agua de cabeza, convendría hacerles ver que ese agua está turbia, que ha sido turbada adrede por una ralea que no es de casa, para disimular sus peligrosos fondos. Y el Gobierno no debe aparecer como que sale a la fuerza de su pasividad cuando ejerza el derecho que es esencialmente su derecho; quiero decir, poner en movimiento a la Señora Justicia. El Gobierno aceptará todas las indicaciones de ustedes. Si se demuestra que ha habido un error judicial, el Gobierno estará apoyado por una mayoría aplastante que le permitiría obrar con entera libertad.

—Usted, caballero —dijo Bloch, volviéndose hacia el señor de Argencourt, a quien había sido presentado al mismo tiempo que a los demás—, de seguro que es dreyfusista: en el extranjero lo es todo el mundo.

—Esa es una cuestión que sólo atañe a los franceses entre sí, ¿verdad? —respondió el señor de Argencourt con esa particular insolencia que consiste en atribuir al interlocutor una opinión que se sabe manifiestamente que no comparte, puesto que acaba de emitir una opinión opuesta.

Bloch se sonrojó; el señor de Argencourt sonrió, mirando en torno suyo, y si la sonrisa, mientras la dirigió a los demás visitantes, fue malévola para Bloch, se atemperó de cordialidad al detenerla finalmente en mi amigo, con objeto de privar a este de pretexto para molestarse de las palabras que acababa de oír y que no por ello dejaban de ser menos crueles. La señora de Guermantes dijo al oído al señor de Argencourt algo que no oí, pero que debía de referirse a la religión de Bloch, porque en ese momento pasó por el semblante de la duquesa esa expresión a que el temor que tiene uno de ser observado por la persona de quien habla comunica un viso vacilante y falso, y a la que se mezcla el regocijo curioso y malévolo que inspira un grupo humano a que nos sentimos radicalmente extraños. Bloch, por desquitarse, se dirigió al duque de Châtellerault:

—Usted, caballero, que es francés, sabe de seguro que en el extranjero son dreyfusistas, aunque se pretenda que en Francia no se sabe nunca lo que pasa en el extranjero. Además, yo sé que se puede hablar con usted; me lo ha dicho Saint-Loup.

Pero el joven duque, que sentía que todo el mundo se ponía en contra de Bloch, y que era cobarde como a menudo se es en sociedad, usando de un ingenio preciosista y mordaz que, por atavismo, parecía heredar del señor de Charlus:

—Perdóneme, caballero, que no discuta acerca de Dreyfus con usted, pero es una cuestión que tengo por principio no hablar de ella como no sea entre jaféticos.

Todo el mundo sonrió, excepto Bloch, no porque este no tuviese costumbre de pronunciar frases irónicas a cuenta de sus orígenes judíos, a propósito de su ascendencia, que venía un tanto del Sinaí. Pero en lugar de una de esas frases, que sin duda no estaban a punto, el resorte de la máquina interior hizo subir otra a la boca de Bloch. Y sólo se pudo recoger esto:

—Pero ¿cómo ha podido usted saber?… ¿Quién le ha dicho a usted?… —como si hubiera sido hijo de un presidiario. Por otra parte, dados su apellido, que no pasa precisamente por cristiano, y su cara, su extrañeza denotaba cierta ingenuidad.

Como lo que le había dicho el señor de Norpois no le hubiera satisfecho completamente, se acercó al archivero y le preguntó si no se veía algunas veces en casa de la señora de Villeparisis al señor Du Paty de Clam o a José Reinach. El archivero no respondió nada; era nacionalista y no cesaba de predicar a la marquesa que bien pronto habría una guerra social y que ella debiera ser más prudente en la elección de sus relaciones. Se preguntó si no sería Bloch un emisario secreto del Sindicato que hubiera venido con objeto de informar a este, y se fue a repetir inmediatamente a la señora de Villeparisis las preguntas que Bloch acababa de hacerle. La marquesa juzgó que Bloch estaba, por lo menos, mal educado, que acaso fuera peligroso para la posición del señor de Norpois. Por último, quería dar gusto al archivero, la única persona que le inspiraba algún temor y por quien era adoctrinada, sin gran resultado (todas las mañanas le leía el artículo del señor Judet en el Petit Journal). Quiso, por tanto, dar a entender a Bloch que no se empeñase en volver, y encontró con mayor naturalidad en su repertorio mundano la escena con que una gran dama pone a alguien a la puerta de su casa, escena que en modo alguno comporta el dedo en alto y los ojos llameantes que la gente se figura. En el momento en que Bloch se acercaba a ella para despedirse, hundida en su butacón, pareció extraída a medias de una vaga somnolencia. Sus ahogadas miradas tuvieron tan sólo el fulgor apagado y encantador de una perla. Los adioses de Bloch, desplegando apenas en el rostro de la marquesa una lánguida sonrisa, no le arrancaron una palabra, y no le tendió la mano. Esta escena puso a Bloch en el colmo del asombro, pero como era testigo de ella un círculo de personas en torno suyo, no pensó que pudiera prolongarse sin inconveniente para él y, por obligar a la marquesa, la mano que no venían a tomarle se la tendió él mismo. La señora de Villeparisis se molestó. Pero sin duda, con importarle dar una satisfacción inmediata al archivero y al clan antidreyfusista, quería, sin embargo, guardar miramientos al porvenir; se contentó con bajar los párpados y entornar los ojos.

—Me parece que está dormida —dijo Bloch al archivero, que, sintiéndose sostenido por la marquesa, adoptó una expresión indignada—. ¡Adiós, señora! —gritó.

La marquesa hizo el ligero movimiento de labios de una moribunda que quisiera abrir la boca, pero cuya mirada ya no reconoce a nadie. Después se volvió, desbordante de una vida que vuelve a encontrarse, al marqués de Argencourt, mientras Bloch se alejaba persuadido de que estaba «chocha». Lleno de curiosidad y con el propósito de poner en claro un incidente tan extraño, volvió a verla algunos días después. Ella le recibió muy bien porque era buena, porque no estaba allí el archivero, porque le importaba el sainete que había de hacer representar en su casa Bloch, y, en fin, porque había hecho la comedia de gran dama que deseaba, que fue universalmente admirada y comentada aquella misma noche en diversos salones, pero conforme a una versión que ya no tenía ninguna relación con la verdad.

—Hablaba usted de las Siete Princesas, duquesa; ¿sabe usted (no estoy más orgulloso de ello por eso) que el autor de ese… cómo diré, de ese memorial, es un compatriota mío? —dijo el señor de Argencourt con una ironía matizada por la satisfacción de conocer mejor que los demás al autor de una obra de que se acababa de hablar—. Sí, es belga de nación —añadió.

—¿De veras? No, no le acusamos a usted de entrar para nada en las Siete Princesas. Afortunadamente para usted y para sus compatriotas, no se parece usted al autor de esa inepcia. Conozco belgas muy amables, usted, su rey, que es un poco tímido, pero lleno de ingenio, mis primos los de Ligne y otros muchos; pero, afortunadamente, ustedes no hablan la misma lengua que el autor de las Siete Princesas. Por lo demás, si quiere usted que le diga la verdad, es demasiado hablar de ello, sobre todo porque eso no es nada. Son gente que trata de parecer oscura y que si es preciso se las arregla para ser ridícula, para ocultar que no tiene ideas. Si debajo de eso hubiera algo, yo le diría a usted que no les temo a ciertas audacias —añadió en un tono serio— desde el momento en que haya en ellas algún pensamiento. No sé si ha visto usted la obra de Borelli. Hay gente a quien le ha molestado; a mí, aun cuando hubiera de hacerme lapidar —añadió sin darse cuenta de que no corría grandes riesgos—, confieso que me ha parecido infinitamente curiosa. ¡Pero las Siete Princesas! De nada sirve que una de ellas tenga mimos para su sobrino; no puedo soportar los sentimientos familiares…

La duquesa se detuvo en seco, porque entraba una señora que era la vizcondesa de Marsantes, madre de Roberto. La señora de Marsantes era considerada en el faubourg de Saint-Germain como un ser superior, de una bondad, de una resignación angelicales. Me lo habían dicho, y yo no tenía ninguna razón particular para estar sorprendido de ello, ya que en ese momento no sabía que fuese la mismísima hermana del duque de Guermantes. Más tarde me he extrañado cada vez que he sabido, en esta sociedad, que mujeres melancólicas, puras, sacrificadas, veneradas como ideales santas de vidriera, habían florecido en la misma capa genealógica que unos hermanos brutales, estragados y viles. Hermanos y hermanas, cuando son tan enteramente iguales de cara como lo eran el duque de Guermantes y la señora de Marsantes, me pareció que debían tener en común una sola inteligencia, un mismo corazón, como los tendría una persona que podrá tener momentos buenos o malos, pero de quien no cabe esperar, con todo, amplitud de miras si es de espíritu limitado, o una abnegación sublime si es dura de corazón.

La señora de Marsantes asistía a los cursos de Brunetière. Entusiasmaba al faubourg Saint-Germain, y, con su vida de santa, lo edificaba asimismo. Pero la conexión morfológica de la bonita nariz y de la mirada penetrante incitaba, sin embargo, a clasificar a la señora de Marsantes en la misma familia intelectual y moral que su hermano el duque. Yo no podía creer que el simple hecho de ser mujer y acaso de haber sido desgraciada y tener la opinión de todos a su favor, pudiera hacer que una persona fuese tan diferente de los suyos, como en las canciones de gesta en que todas las virtudes y las gracias están reunidas en la hermana de unos hermanos feroces. Me parecía que la naturaleza, menos libre que los antiguos poetas, tenía que servirse casi exclusivamente de los elementos comunes a la familia, y no podía atribuirle tal poder de innovación que hiciese, con materiales análogos a los que componían un tonto o un patán, un gran espíritu sin tara alguna de necedad, una santa sin ninguna mácula de brutalidad. La señora de Marsantes llevaba un traje de surá blanco con grandes palmas, sobre las que se destacaban unas flores de tela que eran negras. Es que había perdido, hacía tres semanas, a su primo el señor de Montmorency, lo cual no le impedía hacer visitas, asistir a comidas íntimas, pero de luto. Era una gran dama. Por atavismo, su alma estaba llena de la frivolidad de las existencias de corte, con todo lo que hay en ella de superficial y de riguroso. La señora de Marsantes no había tenido fuerzas para lamentar mucho tiempo la pérdida de su padre y de su madre, pero por nada del mundo hubiera vestido de color en el mes siguiente a la muerte de su primo. Estuvo más que amable conmigo, porque yo era amigo de Roberto y porque no era del mismo mundo que Roberto. Esta bondad iba acompañada de una timidez fingida, de la especie de movimiento de retirada intermitente de la voz, de la mirada, del pensamiento que se recoge como una falda indiscreta, para no ocupar demasiado sitio, para permanecer bien erguida, inclusive en la flexibilidad, como requiere la buena educación. Buena educación que no hay que tomar demasiado al pie de la letra, por lo demás, ya que muchas de esas damas caen en seguida en la licencia de costumbres sin perder nunca la corrección casi infantil de los modales. La señora de Marsantes irritaba un poco en la conversación porque, cada vez que se trataba de un plebeyo (por ejemplo, de Bergotte, de Elstir), decía, recalcando la palabra, haciéndola valer y salmodiándola en dos tonos diferentes con una modulación que era peculiar de los Guermantes: «He tenido el honor, el gran ho-nor de encontrarme con el señor Bergotte, de conocer al señor Elstir», fuese por hacer admirar su humildad, fuese por el mismo gusto que tenía el señor de Guermantes de volver a las formas desusadas para protestar contra los usos de la mala educación actual en que no se dice suficientemente «honrado». Cualquiera de estas dos razones que fuese la verdadera, de todas maneras se sentía que cuando la señora de Marsantes decía: «He tenido el honor, el gran ho-nor», creía desempeñar un gran papel y demostrar que sabía acoger los nombres de los hombres de valía como hubiera recibido a estos en persona en su castillo, si se hubieran encontrado en sus inmediaciones. Por otra parte, como su familia era numerosa, como la quería mucho; como, lenta de palabra y amiga de explicaciones, quería hacer comprender los parentescos, se encontraba (sin ningún deseo de deslumbrar y aun sin que, sinceramente, le gustase hablar más que de campesinos conmovedores y de guardas de caza sublimes) citando a cada instante a todas las familias ennoblecidas de Europa, cosa que no le perdonaban las gentes menos brillantes, y, si eran un tanto intelectuales, se burlaban de ello como de una estupidez.

En el campo, la señora de Marsantes era adorada por el bien que hacía, pero sobre todo porque la pureza de una sangre en que desde muchas generaciones atrás no se encontraba sino cuanto hay de más grande en la historia de Francia, había quitado a su manera de ser todo lo que la gente del pueblo llama «ínfulas» y le había dado una sencillez perfecta. No temía abrazar a una pobre mujer que era desgraciada y decirle que fuese a buscar un carro de leña al castillo. Era, se decía, la perfecta cristiana. Estaba empeñada en hacer contraer un matrimonio colosalmente rico a Roberto. Ser gran señora es jugar a la gran señora; es decir, por una parte, jugar a la sencillez. Es un juego que sale extremadamente caro, tanto más cuanto que la sencillez no encanta sino a condición de que los demás sepan que podríais no ser sencillos; es decir, que sois riquísimos. Más tarde me dijeron, cuando conté que la había visto: «Debe usted de haberse dado cuenta de que ha sido encantadora». Pero la verdadera belleza es tan particular, tan nueva, que no se la reconoce como tal belleza. Ese día me dije solamente que tenía una nariz chiquitina, los ojos muy azules, el cuello largo y la expresión triste.

—Oye —dijo la señora de Villeparisis a la duquesa de Guermantes—, creo que voy a recibir dentro de un momento la visita de una mujer a quien no quieres conocer; prefiero avisártelo para que no te moleste. Por lo demás, puedes estar tranquila; no volveré nunca a recibirla en mi casa en lo sucesivo, pero tiene que venir por una sola vez hoy. Es la mujer de Swann.

La señora de Swann, al ver las proporciones que tomaba la cuestión Dreyfus, y temiendo que el origen de su marido se volviese contra ella, le había suplicado que no hablase nunca de la inocencia del condenado. Cuando no estaba él delante, iba aún más lejos, y hacía profesión del más ardiente nacionalismo; no hacía más que seguir en esto, por lo demás, a la señora de Verdurin, en quien se había despertado un antisemitismo burgués y latente, y había llegado a una verdadera exasperación. La señora de Swann había conseguido, gracias a esta actitud, entrar en algunas de las Ligas de mujeres del mundo antisemita que empezaba a formarse, y había trabado relaciones con muchas personas de la aristocracia. Puede parecer extraño que, lejos de imitarlas, la duquesa de Guermantes, tan amiga de Swann, se hubiese resistido siempre, por el contrario, al deseo, que él no le había ocultado, de presentarla a su mujer. Pero más tarde se verá que esto era un reflejo del carácter particular de la duquesa, que juzgaba que «no tenía» que hacer tal o cual cosa e imponía con despotismo lo que había decidido su «libre arbitrio» mundano, muy arbitrario.

—Le agradezco que me haya avisado —dijo la duquesa—. Me sería muy desagradable, en efecto. Pero como la conozco de vista, me levantaré a tiempo.

—Te aseguro, Oriana, que es muy agradable; es una mujer excelente.

—No lo dudo, pero no siento ninguna necesidad de cerciorarme de ello por mí misma.

—¿Estás invitada en casa de lady Israël? —preguntó la señora de Villeparisis a la duquesa, por cambiar de conversación.

—¡Pero si, a Dios gracias, no la conozco! —respondió la señora de Guermantes—. A quien hay que preguntarle eso es a María-Aynard. Ella la conoce, y siempre me he preguntado por qué.

—La he conocido, en efecto —respondió la señora de Marsantes—; confieso mis errores. Pero estoy decidida a no volver a tratarla. Parece que es una de las peores, y que no se recata. Por lo demás, hemos sido todos demasiado confiados, demasiado hospitalarios. No volveré a tratar a nadie de ese pueblo. Mientras teníamos antiguos primos de provincias, de nuestra misma sangre, a los que cerrábamos nuestra puerta, se la abríamos a los judíos. Ahora vemos su agradecimiento. ¡Ay!, yo nada tengo que decir: tengo un hijo adorable, y que, como un chiquillo loco que es, suelta todas las insensateces posibles —añadió al oír que el señor de Argencourt había hecho alusión a Roberto—. Pero, a propósito de Roberto, ¿no lo ha visto usted? —preguntó a la señora de Villeparisis—; como hoy es sábado, pensé que habría podido pasar veinticuatro horas en París, y en ese caso habría venido seguramente a verla a usted.

En realidad, la señora de Marsantes pensaba que su hijo no tendría licencia; pero como, en todo caso, sabía que, de tenerla, no habría venido a casa de la señora de Villeparisis, esperaba, aparentando creer que lo hubiese encontrado aquí, hacerle perdonar por su susceptible tía todas las visitas que no le había hecho.

—¡Roberto aquí! ¡Pero si ni siquiera me ha puesto dos líneas! Creo que no le he visto desde Balbec.

—¡Está tan ocupado, tiene tanto que hacer! —dijo la señora de Marsantes.

Una imperceptible sonrisa hizo ondular las pestañas de la señora de Guermantes, que miró al círculo que con la punta de su sombrilla trazaba en la alfombra. Cada vez que el duque había abandonado demasiado abiertamente a su mujer, la señora de Marsantes había abrazado ostensiblemente, en contra de su propio hermano, la causa de su cuñada. Esta guardaba de esa protección un recuerdo reconocido y rencoroso, y sólo a medias le molestaban las calaveradas de Roberto. En ese momento, abriéndose de nuevo la puerta, entró este.

—¡Hombre, en hablando del Saint-Loup!… —dijo la señora de Guermantes[33].

La señora de Marsantes, que estaba de espaldas a la puerta, no había visto entrar a su hijo. Cuando se dio cuenta de su llegada, la alegría batió en aquella madre, verdaderamente, como un aletazo; el cuerpo de la señora de Marsantes se irguió a medias, su semblante palpitó y ponía en Roberto unos ojos maravillados:

—¡Cómo, has venido! ¡Qué felicidad! ¡Qué sorpresa!

—¡Ah!, en hablando del Saint-Loup, ¡ya comprendo! —dijo el diplomático belga riéndose a carcajadas.

—Es delicioso —replicó secamente la señora de Guermantes, que detestaba los juegos de palabras y si había arriesgado este era solamente como burlándose de sí misma.

—¡Hola, Roberto! —dijo—. ¡Así se olvida a la tía!

Charlaron juntos un instante, sin duda acerca de mí, porque mientras Saint-Loup se acercaba a su madre, la señora de Guermantes se volvió hacia mí.

—Buenas tardes, ¿cómo está usted? —me dijo.

Dejó de llover sobre mí la luz de su mirada azul, vaciló un instante, desplegó y tendió el tallo de su brazo, inclinó hacia delante su cuerpo, que volvió a erguirse rápidamente hacia atrás como un arbusto que se ha tendido y que, al dejarlo libre, vuelve a su posición natural. Así operaba bajo el fuego de las miradas de Saint-Loup, que la observaba y hacía a distancia esfuerzos desesperados por conseguir un poco más aún de su tía. Temiendo que la conversación decayese, vino a alimentarla y respondió por mí:

—No se encuentra muy bien, está un poco cansado; por lo demás, acaso se encontrase mejor si te viese más a menudo, porque no te he de ocultar que le gusta mucho verte.

—¡Ah!, es muy amable —dijo la señora de Guermantes en un tono voluntariamente trivial, como si yo le hubiese llevado su abrigo—. Me siento muy halagada.

—Mira, me voy un poco junto a mi madre; te dejo mi silla —me dijo Saint-Loup, obligándome así a sentarme al lado de su tía.

Callamos los dos.

—Le veo a usted algunas veces por la mañana —me dijo ella como si fuese una novedad que me hubiese hecho saber y como si yo no la viese a ella—. Eso sienta muy bien a la salud.

—Oriana —dijo a media voz la señora de Marsantes—, decía usted que iba a ver a la señora de Saint-Ferréol. ¿Sería usted tan amable que le dijese que no me espere a cenar? Me quedaré en casa, ya que tengo aquí a Roberto. Incluso, si me atreviera, le pediría a usted que dijese, al pasar por casa, que compren en seguida de esos cigarros que le gustan a Roberto; se llaman «Coronas»; no hay otros.

Roberto se acercó; había oído únicamente el nombre de la señora de Saint-Ferréol.

—¿Quién es esa señora de Saint-Ferréol? —preguntó en tono de extrañeza y de decisión, porque afectaba ignorar todo lo que concernía al gran mundo.

—Pero, bueno, querido; sabes perfectamente —dijo su madre— que es la hermana de Vermandois; fue la que te regaló aquel juego de billar tan bonito y que tanto te gustaba.

—¡Cómo!, ¿es la hermana de Vermandois? No tenía la menor idea de ello. ¡Ah, mi familia es estupenda! —dijo volviéndose a medias hacia mí y adoptando, sin darse cuenta de ello, las entonaciones de Bloch, del mismo modo que se apropiaba sus ideas—; conoce una gente inaudita, una gente que se llama sobre poco más o menos Saint-Ferréol —recalcando la última consonante de cada palabra—, va a los bailes, se pasea en victoria, lleva una existencia fabulosa. ¡Es prodigioso!

La señora de Guermantes hizo con la garganta ese ruido ligero, breve y fuerte, como de una sonrisa que uno se traga y que estaba destinado a demostrar que tomaba parte, en la medida en que el parentesco la obligaba a ello, en el ingenio de su sobrino. En esto anunciaron que el príncipe de Faffenheim-Munsterburg-Weinigen enviaba a decir al señor de Norpois que acababa de llegar.

—Vaya usted a buscarlo, caballero —dijo la señora de Villeparisis al viejo embajador, que se precipitó al encuentro del primer ministro alemán.

Pero la marquesa volvió a llamarle:

—Espere usted, caballero; ¿debo enseñarle la miniatura de la emperatriz Carlota?

—¡Ah! Me figuro que le encantará —dijo el embajador en tono convencido y como si envidiase al afortunado ministro por el favor que le esperaba.

—¡Ah! Ya sé que es muy sensato —dijo la señora de Marsantes—, y eso es tan raro en los extranjeros… Pero estoy bien informada. Es el antisemitismo en persona.

El nombre del príncipe conservaba en la franqueza con que sus primeras sílabas eran —como se dice en música— atacadas, y en la tartajeante repetición que las escandía, el impulso, la ingenuidad amanerada, las pesadas «delicadezas» germánicas proyectadas como ramajes verdeantes sobre el «Hein» de esmalte azul oscuro que desplegaba el misticismo de una vidriera renana, tras los dorados pálidos y finamente cincelados del siglo XVIII alemán. Este nombre contenía, entre los diversos de que estaba formado, el de una pequeña ciudad-balneario alemana adonde, de muy niño, había ido yo con mi abuela, al pie de una montaña honrada por los paseos de Goethe, y de unos viñedos cuyos caldos ilustres —de un nombre compuesto y resonante como los epítetos que Homero da a sus héroes— bebíamos en el Kurhof. Así, apenas hube oído pronunciar el nombre del príncipe, cuando, antes de haberme acordado de la estación termal, me pareció que disminuía, que se impregnaba de humanidad, que encontraba suficientemente grande para él un pequeño lugar en mi memoria, a la que se adhirió, familiar, vulgar, pintoresco, sabroso, ligero, con no sé qué de autorizado, de prescrito. Más aún, al explicar el señor de Guermantes quién era el príncipe, citó algunos de sus títulos, y reconocí el nombre de una ciudad atravesada por el río, por donde todas las tardes, acabada la cura, me paseaba en barca, hendiendo nubes de mosquitos; y el de un bosque suficientemente lejano para que el médico no me hubiera permitido ir hasta él de paseo. Y, en efecto, era comprensible que el poder feudal del señor se extendiese hasta los lugares circunvecinos y asociase de nuevo en la enumeración de sus títulos los nombres que podían leerse unos al lado de otros en un mapa. Así, bajo la visera del príncipe del Sacro Imperio y del escudero de Franconia, lo que vi fue la faz de una tierra querida en que se habían detenido a menudo para mí los rayos del sol de las seis, por lo menos antes de que el príncipe, ringrave y elector palatino, hubiese entrado. Porque a los pocos instantes supe que los espectros que sacaba de la selva y del río, poblados de gnomos y de ondinas, de la montaña encantada en que se alza el viejo burgo que guarda el recuerdo de Lutero y de Luis el Germánico, los utilizaba él para tener cinco automóviles Charron, un hotel en París y otro en Londres, un palco los lunes, en la Opera y otro en los «martes» de los «Franceses». No me parecía, y él mismo no parecía creerlo, que se diferenciase de otros hombres de la misma posición y de la misma edad dotados de un origen menos poético. Tenía su misma cultura, su mismo ideal; se alegraba de su rango, pero solamente por las ventajas que le confería, y no tenía más que una ambición en la vida: la de ser elegido miembro correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, por cuya razón había venido a casa de la señora de Villeparisis. Si él, cuya mujer estaba al frente del cotarro más cerrado de Berlín, había solicitado ser presentado en casa de la marquesa, no era porque en el primer momento hubiera sentido deseos de semejante cosa. Roído desde hacía años por esa ambición de entrar en el Instituto, nunca había podido, desgraciadamente, ver subir a más de cinco el número de los académicos que estaban dispuestos a votarle. Sabía que el señor de Norpois disponía él solo de una decena de votos, por lo menos, a los que era capaz, gracias a hábiles transacciones, de añadir otros. Así, el príncipe, que le había conocido cuando los dos eran embajadores en Rusia, había ido a verle y había hecho cuanto había podido por conciliárselo. Pero en vano había multiplicado las amabilidades, en vano había hecho obtener al marqués condecoraciones rusas y que le citasen en artículos de política extranjera; se había encontrado frente a un ingrato, un hombre para quien todas estas atenciones parecía como si no constasen, que no había hecho avanzar ni un paso su candidatura, que ni siquiera le había prometido su voto. Claro está que el señor de Norpois le recibía con extremada urbanidad, que ni aun quería que se molestase y «se tomara el trabajo de ir hasta su puerta», que iba en persona al hotel del príncipe y cuando el caballero teutónico había lanzado: «Me gustaría mucho ser colega de usted», respondía en tono convencido: «¡Ah, sería muy feliz con ello!». Y sin duda que un ingenuo, un doctor Cottard, se hubiera dicho: «Vamos a ver: está aquí, en mi casa, ha sido él quien se ha empeñado en venir, porque me considera como un personaje más importante que él, me dice que sería feliz con que yo fuese de la Academia; así como así, las palabras tienen un sentido, ¡qué diablo!; indudablemente, si no me propone que votará por mí es porque no piensa en ello. Habla demasiado de mi gran poder, debe de creer que las alondras me caen asadas del cielo, que tengo tantos votos como quiero, y por eso no me ofrece el suyo, pero no tengo más que ponerle entre la espada y la pared, aquí, entre los dos, y decirle: “Bueno, vote usted por mí”, y se verá obligado a hacerlo».

Pero el príncipe de Faffenheim no era ningún ingenuo; era lo que el doctor Cottard hubiera llamado «un agudo diplomático», y sabía que el señor de Norpois no lo era menos, ni hombre que no hubiera caído por sí mismo en la cuenta de que podría hacerse agradable a un candidato con votarle. El príncipe, en sus embajadas y como ministro de Negocios Extranjeros, había celebrado, por su país, en lugar de ser como ahora por cuenta propia, conversaciones de esas en que se sabe de antemano hasta dónde se quiere llegar y lo que no le harán decir a uno. No ignoraba que, en lenguaje diplomático, charlar quiere decir ofrecer. Y por eso había hecho que el señor de Norpois recibiese el cordón de San Andrés. Pero si hubiera tenido que dar cuenta a su Gobierno de la conversación que había sostenido después de esto con el señor de Norpois, hubiera tenido que enunciar en su despacho: «He comprendido que había ido por mal camino». Porque desde el momento en que había empezado a hablar de nuevo del Instituto, el señor de Norpois le había repetido:

—Me gustaría mucho, mucho, por mis colegas. Creo que deben de sentirse realmente honrados con que usted haya pensado en ellos. Es una candidatura interesantísima, un poco fuera de nuestros usos. Como usted sabe, la Academia es muy rutinaria, se asusta de todo lo que suena un poco a nuevo. Personalmente, la censuro por ello. ¡Cuántas veces me ha ocurrido dejárselo entender a mis colegas! No sé, incluso, Dios me lo perdone, si no ha salido alguna vez de mis labios el calificativo de rancios —había añadido con una sonrisa escandalizada, a media voz, casi en un aparte, como en un efecto de teatro, lanzando al príncipe una mirada rápida y oblicua de sus ojos azules, como un actor veterano que quiere juzgar de su efecto—. Como usted comprende, príncipe, yo no quisiera dejar que una personalidad tan eminente como la suya se embarcase en una partida perdida de antemano. Mientras las ideas de mis colegas sigan siendo tan atrasadas, estimo que lo sensato es abstenerse. Créame usted, por lo demás, que si yo viese alguna vez un espíritu un poco más nuevo, un poco más vivo dibujarse en ese colegio que tiende a convertirse en una necrópolis; si diese por descontada alguna coyuntura posible para usted, sería el primero en advertirle de ello.

El cordón de San Andrés es un error —pensó el príncipe—; las negociaciones no han adelantado ni un paso; no es eso lo que él quería. No he puesto la mano en la llave que hacía falta.

Era una forma de razonamiento de que el señor de Norpois, formado en la misma escuela que el príncipe, hubiera sido capaz. Puede uno burlarse de la pedantesca simpleza con que los diplomáticos a lo Norpois se extasían ante una frase oficial punto menos que insignificante. Pero su puerilidad tiene su contrapartida: los diplomáticos saben que en la balanza que asegura ese equilibrio europeo o cualquier otro que se llama la paz, los buenos sentimientos, los discursos hermosos, las súplicas, pesan muy poco, y que el peso decisivo, el verdadero, las determinaciones, consiste en otra cosa, en la posibilidad que el adversario tiene, si es bastante fuerte, o que no tiene, de satisfacer, por medio de un trueque, un deseo. El señor de Norpois, el príncipe Von ***, habían tenido que vérselas a menudo con este orden de verdades que una persona enteramente desinteresada como mi abuela, por ejemplo, no hubiera comprendido. Encargado de negocios en los países con que habíamos estado a dos dedos de estar en guerra, el señor de Norpois, ansioso por el sesgo que iban a tomar los acontecimientos, sabía perfectamente que no se los indicarían con la palabra «paz» o con la palabra «guerra», sino con otra, trivial en apariencia, terrible o bendita, y que el diplomático, con ayuda de su clave, sabría leer inmediatamente y a la que, para poner a salvo la dignidad de Francia, respondería con otra palabra igualmente trivial, pero bajo la cual vería en seguida el ministro de la nación enemiga: guerra. E incluso, conforme a una costumbre antigua, análoga a la que daba a la primera aproximación de dos seres prometidos el uno al otro la forma de una entrevista fortuita en una representación del teatro del Gimnasio, el diálogo en que el destino dictase la palabra Guerra o la palabra Paz no se había celebrado generalmente en el despacho del ministro, sino en el banco de un «Kurgarten» a que iban, tanto el ministro como el señor de Norpois, a unas fuentes termales, a beber en el manantial unos vasitos de algún agua curativa. Obedeciendo a una a modo de convención tácita, se encontraban a la hora de la cura, daban juntos primeramente algunos pasos de un paseo que, bajo su apariencia benigna, sabían los dos interlocutores tan trágico como una orden de movilización. Ahora bien; en un asunto privado como era esta presentación al Instituto, el príncipe había utilizado el mismo sistema de inducción de que había hecho uso en su carrera, el mismo método de lectura a través de los símbolos superpuestos.

Y evidentemente no puede pretenderse que mi abuela y sus raros semejantes hubiesen sido los únicos que ignorasen este linaje de cálculos. En parte, el tipo medio de la humanidad que ejerce profesiones señaladas de antemano llega por su falta de intuición a la misma ignorancia que mi abuela debía a su elevado desinterés. A menudo hay que descender hasta los seres, hombres o mujeres, sostenidos por otros, para tener que buscar el móvil de la acción o de las palabras en apariencia más inocentes en el interés, en la necesidad de vivir. Qué hombre hay que no sepa que cuando una mujer a quien va a pagar le dice: «No hablemos de dinero», esta frase debe ser estimada, como se dice en música, como «una medida de silencio», y que si ella, más tarde, le declara: «Me has hecho sufrir demasiado, me has ocultado a menudo la verdad, estoy harta», debe interpretarlo: «otro protector le ofrece más». Y aun esto no es más que el lenguaje de una cocota bastante próxima a las mujeres de mundo. Los apaches nos proporcionan ejemplos más palmarios. Pero el señor de Norpois y el príncipe alemán, si los apaches les eran desconocidos, se habían avezado a vivir en el mismo plano que las naciones, que son también, a despecho de su grandeza, seres de egoísmo y de astucia, que sólo es posible domar con la fuerza, con la consideración de su interés, que puede llevarles hasta al asesinato, un asesinato simbólico también a menudo, ya que la simple vacilación en batirse o la negativa a batirse pueden significar para una nación: «perecer». Pero como todo esto no se dice en los Libros Amarillos y demás, el pueblo es por su gusto pacifista; si es guerrero, es instintivamente por odio, por rencor, no por las razones que han decidido a los jefes de Estado advertidos por los Norpois.

Al invierno siguiente, el príncipe estuvo muy enfermo; se curó, pero su corazón quedó irremediablemente herido.

—¡Diablo! —se dijo—, no hay tiempo que perder en lo del Instituto, porque como me demore mucho me expongo a morirme antes de que me nombren. Sería realmente desagradable.

Hizo un estudio sobre la política de estos últimos veinte años para la Revue des Deux Mondes, y se expresó en él, en varios pasajes, en los términos más halagüeños respecto del señor de Norpois. Este fue a verle y le dio las gracias. Añadió que no sabía cómo expresarle su gratitud. El príncipe se dijo, como quien acaba de probar otra llave en una cerradura: «Tampoco es esta», y sintiendo un ligero ahogo al acompañar al señor de Norpois hasta la puerta, pensó: «¡Demontre! Estos mozos van a dejarme reventar antes de hacerme entrar. Apresurémonos».

Aquella misma tarde encontró al señor de Norpois en la Opera:

—Mi querido embajador —le dijo—, esta mañana me decía usted que no sabía cómo demostrarme su agradecimiento; es exagerar mucho, porque no tiene usted nada que agradecerme, pero voy a tener la indelicadeza de tomarle la palabra.

El señor de Norpois no estimaba el tacto del príncipe menos que este el suyo. Comprendió inmediatamente que no era una petición lo que iba a dirigirle el príncipe de Faffenheim, sino una oferta, y con una afabilidad sonriente se dispuso a escucharle.

—Verá usted, le voy a parecer indiscretísimo. Hay dos personas a las que estoy muy unido y de manera completamente diferente, como va usted a comprender, y que desde hace algún tiempo se han instalado en París, donde piensan vivir desde ahora: mi mujer y la gran duquesa Jean. Van a dar algunas comidas, especialmente en honor del rey y de la reina de Inglaterra, y hubiera sido su sueño poder ofrecer a sus invitados la presencia de una persona por quien, sin conocerla, sienten ambas una gran admiración. Confieso que no sabía cómo arreglármelas para satisfacer su deseo cuando supe, hace un momento, gracias a la mayor de las casualidades, que usted conocía a esa persona; sé que hace una vida muy retirada, que sólo quiere ver a muy poca gente, happy few[34]; pero si usted me da su apoyo, con la benevolencia que usted me muestra, seguro estoy de que ella consentiría en que usted me presentase en su casa y que yo le transmitiese el deseo de la gran duquesa y de la princesa. Quizá consintiera en ir a almorzar con la reina de Inglaterra y, quién sabe, si no le aburrimos demasiado, en pasar con nosotros las vacaciones de Pascuas, en Beaulieu, en casa de la gran duquesa Jean. Esa persona se llama la marquesa de Villeparisis. Confieso que la esperanza de llegar a ser uno de los que frecuenten un centro de espiritualidad como ese me consolaría, haría que afrontase sin pesadumbre la perspectiva de tener que renunciar a presentarme al Instituto. También en su casa hay comercio de inteligencia y de sutiles conversaciones.

El príncipe se dio cuenta, con un sentimiento de placer inefable, que la cerradura ya no se resistía y que por fin entraba en ella esta llave.

—La opción es harto inútil, querido príncipe —respondió el señor de Norpois—; nada hay que esté más de acuerdo con el Instituto que el salón de que habla usted, y que es un verdadero plantel de académicos. Transmitiré su petición a la señora marquesa de Villeparisis; se sentirá seguramente halagada por ella. En cuanto a ir a almorzar a casa de ustedes, sale muy poco, y acaso sea más difícil. Pero yo le presentaré, y usted mismo defenderá su causa. Sobre todo, no hay que renunciar a la Academia; almuerzo precisamente, de mañana en quince días, para ir luego con él a una sesión importante, en casa de Leroy-Beaulieu, sin el cual no puede hacerse ninguna elección; yo había dejado caer ya en presencia suya el nombre de usted, que, naturalmente, conoce a maravilla. Había formulado ciertas objeciones. Pero ocurre que necesita del apoyo de mi grupo para la elección próxima, y tengo la intención de volver a la carga; le diré con toda franqueza los lazos realmente cordiales que nos unen; no le ocultaré que, si usted se presentase, yo pediría a todos mis amigos que le votaran (el príncipe lanzó un profundo suspiro de alivio), y ya sabe él que a mí no me faltan amigos. Creo que si llegase a asegurarme su concurso, las probabilidades con que usted podría contar llegarían a ser muy serias. Vaya usted esa tarde a casa de la señora de Villeparisis, yo haré de introductor y podré darle a usted cuenta de mi conversación de por la mañana.

Así había sido traído el príncipe de Faffenheim a venir a ver a la señora de Villeparisis. Mi profunda desilusión fue cuando habló. Yo no había pensado en que si una época tiene rasgos particulares y generales más acusados que una nacionalidad, de suerte que en un diccionario ilustrado en que se da hasta el retrato auténtico de Minerva, Leibnitz con su peluca y su gorguera se diferencia poco de Marivaux o de Samuel Bernard, una nacionalidad tiene rasgos peculiares más vigorosos que los de una casta. Ahora bien; tales rasgos se tradujeron en presencia mía, no en un discurso en que creía yo de antemano que oiría el roce de los elfos y la danza de los kobalts, sino en una transposición que no certificaba menos este poético origen: el hecho de que al inclinarse, menudo, rubicundo y panzudo, ante la señora de Villeparisis, el ringrave le dijo: «Puenos tías, senorra marrquesa», con el mismo acento que un portero alsaciano.

—¿No quiere usted que le traiga una taza de té o un poco de tarta? Está muy buena —me dijo la señora de Guermantes, deseosa de haber tenido para conmigo toda la amabilidad posible—. Hago los honores de esta casa como si fuera la mía —añadió en un tono irónico que daba un viso un tanto gutural a su voz, como si hubiera ahogado una risa ronca.

—Caballero —dijo la señora de Villeparisis al señor de Norpois—, ¿cree usted que tendrá pronto algo que decirle al príncipe a propósito de la Academia?

La señora de Guermantes bajó los ojos, hizo describir un cuarto de círculo a su muñeca para mirar la hora.

—¡Oh, Dios mío!; ya es tiempo de que diga adiós a mi tía, si he de pasarme por casa de la señora de Saint-Ferréol, y ceno en la de la señora de Leroi.

Y se levantó sin decirme adiós. Acababa de ver a la señora de Swann, que pareció bastante cortada al encontrarse conmigo. Recordaba, sin duda, que ella antes que nadie me había dicho que estaba convencida de la inocencia de Dreyfus.

—No quiero que me presente mi madre a la señora de Swann —me dijo Saint-Loup—. Es una pécora vieja. Su marido es judío y ella se nos viene con su nacionalismo. ¡Hombre, aquí está mi tío Palamedes!

La presencia de la señora de Swann tenía por mí un interés particular, debido a un hecho que se había producido días antes y que es necesario relatar a causa de las consecuencias que había de tener mucho más tarde, y que se seguirán en sus detalles cuando haya llegado el momento. Días antes, pues, de esta visita había recibido yo una que no esperaba ni por asomos: la de Carlos Morel, hijo, desconocido para mí, del antiguo ayuda de cámara de mi tío abuelo. Este tío abuelo (aquel en cuya casa había visto yo a la dama de rosa) había muerto el año antes. Su ayuda de cámara había manifestado en varias ocasiones su intención de venir a verme; yo no sabía el objeto de su visita, pero le hubiera recibido gustoso, porque había sabido por Francisca que había conservado un verdadero culto a la memoria de mi tío y emprendía a cada paso la peregrinación al cementerio. Pero, obligado a irse a cuidar a su tierra, y contando con que tendría que pasar en ella mucho tiempo, delegaba cerca de mí en su hijo. Quedé sorprendido al ver entrar a un guapo mozo de dieciocho años, vestido con más riqueza que gusto, pero que, sin embargo, parecía cualquier cosa menos ayuda de cámara. Por lo demás, desde el primer momento se afanó en cortar las amarras con la domesticidad de que salía, haciéndome saber, con una sonrisa satisfecha, que era primer premio del Conservatorio. El objeto de su visita era este: su padre, entre los recuerdos de mi tío Adolfo, había puesto a un lado algunos que había considerado inconveniente enviar a mis padres, pero que, a lo que pensaba, eran como para interesar a un joven de mis años. Eran fotografías de las actrices célebres, de las grandes cocotas que mi tío había conocido, las últimas imágenes de aquella vida de viejo verde que le separaba, por medio de un compartimento estanco, de su vida familiar. Mientras que Morel el mozo me las enseñaba, me di cuenta de que se esforzaba por hablarme como a un igual. Cuidaba de tratarme de «usted», y me llamaba «señor» las menos veces que podía; era el suyo el placer de un hombre cuyo padre no empleaba nunca, al dirigirse a mis parientes, más que la «tercera persona». Casi todas las fotografías ostentaban una dedicatoria como: «A mi mejor amigo». Una actriz más ingrata y más avisada había escrito: «Al mejor de los amigos», lo cual le permitía, según me han asegurado, decir que mi tío no era, ni mucho menos, su mejor amigo, sino el que le había prestado más servicios de escasa cuantía, el amigo de quien se servía ella, un hombre excelente, poco menos que un viejo estúpido. En vano había tratado Morel el joven de evadirse de sus orígenes; se daba uno cuenta de que la sombra de mi tío Adolfo, venerable y desmesurada a los ojos del antiguo ayuda de cámara, no había dejado de cernerse, sagrada casi, sobre la infancia y la juventud del hijo. Mientras yo miraba las fotografías, Carlos Morel examinaba mi habitación. Y como yo buscase dónde podría guardarlas: «Pero ¿cómo es, me dijo (con un tono en que no tenía necesidad de expresarse el reproche, hasta tal punto estaba en las palabras mismas), que no veo ni una sola de su tío en su cuarto?». Sentí que el rubor me subía a la cara, y balbuceé: «Es que… me parece que no tengo ninguna». «¡Cómo! ¡No tiene usted ninguna fotografía de su tío Adolfo, que le quería tanto! Yo le mandaré una, que tomaré del montón de ellas de mi padre, y espero que la ponga usted en el sitio de honor, encima de esa cómoda que ha heredado usted de su tío». La verdad es que, como yo no tenía ni siquiera una fotografía de mi padre ni de mi madre en mi cuarto, nada tenía de extraño que no se encontrase en él ninguna de mi tío Adolfo. Pero no era difícil adivinar que para Morel, que había enseñado esta manera de ver a su hijo, mi tío era el personaje importante de la familia, del cual recibían mis padres no más que un brillo aminorado. Yo gozaba de mayor favor, porque mi tío decía todos los días que yo había de ser algo así como un Racine, como un Vaulabelle, y Morel me consideraba punto menos que como un hijo adoptivo, como una criatura de elección de mi tío. Pronto me di cuenta de que el hijo de Morel era muy «arrivista». Así, ese día me preguntó, porque tenía un poco de compositor y era capaz de poner música a unos versos, si no conocería yo algún poeta que ocupase una posición importante en el mundo aristocrático. Le cité uno. No conocía las obras del tal poeta ni había oído nunca su nombre, de que tomó nota. Pero el caso es que poco después supe que había escrito a ese mismo poeta para decirle que, siendo admirador fanático de sus obras, había puesto música a uno de sus sonetos, y se tendría por dichoso si el libretista hacía dar una audición del mismo en casa de la condesa de ***. Era ir un tanto aprisa y desenmascarar sus planes. El poeta, ofendido, no contestó.

Por lo demás, Carlos Morel parecía tener, al lado de la ambición, una viva inclinación hacia realidades más completas. Se había fijado, en el patio, en la sobrina de Jupien mientras esta cosía un chaleco, y aunque no me dijo sino que necesitaba un chaleco «de fantasía», me di cuenta de que la muchacha le había producido honda impresión. No vaciló en pedirme que bajase con él y lo presentase, «pero no como si estuviese en relación con su familia, ya me entiende usted; cuento con su discreción por lo que se refiere a mi padre; diga usted tan sólo que soy un gran artista amigo suyo; como usted comprende, hay que hacer buena impresión a los comerciantes». Aunque me hubiese insinuado que, como no le conocía suficientemente para llamarle, cosa que él comprendía, mi querido amigo, podía decirle delante de la muchacha algo así como «no querido maestro, evidentemente, aunque… pero, en fin, si le parece a usted: mi querido gran artista», evité, en el chiscón, «calificarle», como hubiera dicho Saint-Simon, y me contenté con responder a sus «usted» con otros «usted». Descubrió entre unas cuantas piezas de terciopelo una del rojo más vivo, y tan chillón, que, a pesar del mal gusto que tenía, nunca pudo, más adelante, ponerse aquel chaleco. La muchacha volvió a ponerse a trabajar con dos de sus «aprendizas», pero a mí me pareció que la impresión había sido recíproca y que Carlos Morel, a quien ella creyó «de su mundo» (más elegante, sencillamente, y más rico) le había gustado singularmente. Como me había extrañado mucho encontrar entre las fotografías que me enviaba su padre una del retrato de miss Sacripant (es decir, de Odette) pintado por Elstir, le dije a Carlos Morel, mientras le acompañaba hasta la puerta cochera: «Me temo que no va a poder usted informarme. ¿Es que conocía mucho mi tío a esa señora? No veo en qué época de la vida de mi tío puedo situarla; y es cosa que me interesa mucho por el señor Swann…». «Precisamente se me olvidaba decirle a usted que mi padre me había recomendado que le llamase la atención acerca de esa señora. En efecto, esa demi-mondaine almorzaba en casa de su tío la última vez que usted la vio. Mi padre no sabía a ciencia cierta si podía hacerle pasar a usted. Parece ser que usted le había gustado mucho a aquella mujer ligera, y que esperaba volver a verle. Pero, precisamente, en ese momento surgió el enfado entre la familia, por lo que me ha dicho mi padre, y ya no volvió usted a ver nunca a su tío». En ese instante sonrió, para decirle adiós desde lejos a la sobrina de Jupien. Esta tenía puesta en él la mirada y admiraba sin duda su rostro enjuto, de trazo regular, sus finos cabellos, sus ojos alegres. Yo, al estrecharle la mano, pensaba en la señora de Swann y me decía con asombro, tan separadas se aparecían en mi recuerdo, que desde ahora en adelante tendría que identificarla con la «Dama de rosa».

El señor de Charlus estuvo sentado bien pronto al lado de la señora de Swann. En todas las reuniones en que se encontraba, desdeñoso para con los hombres, cortejado por las mujeres, no tardaba en ir a agregarse a la más elegante, por cuya toaleta se sentía como empenachado. La levita o el frac del barón le hacían asemejarse a esos retratos, restaurados por un gran colorista, de un hombre de negro, pero que tiene cerca de sí, en una silla, una capa deslumbrante que va a vestirse para un baile de trajes. Este diálogo íntimo, generalmente con alguna alteza, procuraba al señor de Charlus distinciones de las que a él le gustaban. Tenía, por ejemplo, como consecuencia, que las amas de casa dejasen, en una fiesta, al barón ser el único que tuviera una silla ante sí, en una fila de señoras, mientras los demás hombres se apretujaban al fondo. Además, muy enfrascado, a lo que parecía, en contar, y en voz muy alta, historias divertidas a la enhechizada dama, el señor de Charlus se hallaba dispensado de ir a saludar a las demás, y, por ende, de tener deberes que cumplir. Tras la barrera perfumada que formaba para él la belleza escogida, estaba aislado en medio de un salón como en medio de una sala de espectáculos en un palco, y cuando alguien venía a saludarle, a través, por decirlo así, de la belleza de su acompañante, era disculpable que respondiera brevísimamente, y sin dejar de hablar a una mujer. Claro está que la señora de Swann no pertenecía precisamente a la categoría de las personas con quienes gustaba de lucirse en esta forma. Pero el señor de Charlus hacía profesión de admiración hacia ella, de amistad respecto de Swann; sabía que a ella le halagaría su solicitud, y a su vez se sentía lisonjeado por haberse comprometido por la criatura más bonita de cuantas se encontraban en el salón.