Desgraciadamente, fue ese fantasma lo que vi cuando, habiendo entrado en el salón sin que mi abuela estuviese advertida de mi vuelta, la encontré leyendo. Allí estaba yo, o, mejor dicho, aún no estaba allí, puesto que ella no lo sabía, y como una mujer a quien se sorprende cuando está haciendo una labor que esconderá si alguien entra, se había entregado a pensamientos que jamás había mostrado delante de mí. De mí —por ese privilegio que no dura y en que tenemos durante el breve instante del regreso la facultad de asistir bruscamente a nuestra propia ausencia— no había allí más que el testigo, el observador, con sombrero y gabán de viaje; el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar un clisé de unos lugares que no volverán a verse. Lo que, mecánicamente, se produjo en aquel momento en mis ojos cuando vi a mi abuela, fue realmente una fotografía. Nunca vemos a los seres queridos como no sea en el sistema animado, en el movimiento perpetuo de nuestra incesante ternura, que, antes de dejar que las imágenes que su rostro nos presenta lleguen hasta nosotros, arrebata en su torbellino a esos seres, los lanza sobre la idea que de ellos nos formamos desde siempre, hace que se adhieran a ella, que coincidan con ella. Atribuyendo como atribuía yo a la frente, a las mejillas de mi abuela la significación de lo más delicado y más permanente que había en su espíritu, puesto que toda mirada habitual es una nigromancia y que todo rostro a que tenemos amor es espejo del pasado, ¿cómo no había de haber omitido yo en su semblante lo que en mi abuela había podido envejecer y cambiar, cuando, aun en los espectáculos más indiferentes de la vida, nuestro ojo, cargado de pensamiento, desdeña, como pudiera hacer una tragedia clásica, todas las imágenes que no concurren a la acción y retiene exclusivamente aquellas que pueden hacer inteligible el fin de la misma? Simplemente con que, en lugar de nuestro ojo, sea un objetivo puramente material, una placa fotográfica, lo que haya mirado, entonces lo que veremos en el patio del Instituto, por ejemplo, será, en lugar de la salida de un académico que quiere llamar un coche de punto, sus titubeos, sus precauciones para no quedarse atrás, la parábola de su caída, como si estuviese ebrio o el suelo estuviera cubierto de escarcha. Lo mismo ocurre cuando alguna cruel astucia del azar impide que nuestra inteligente y piadosa ternura acuda a tiempo de ocultar a nuestras miradas lo que jamás deben contemplar, cuando esas miradas la dejan atrás, llegan antes que ella y, abandonadas a sí mismas, funcionan mecánicamente, a la manera de una película, y en lugar del ser querido que ya no existe desde hace mucho, pero cuya muerte nunca había deseado esa ternura nuestra que nos fuese revelada, nos muestran al ser nuevo que cien veces cada día vestía aquella de un amado y engañoso parecido. Y así como un enfermo que desde hace mucho tiempo no se había visto a sí mismo y venía componiendo a cada momento el semblante que no ve, ajustándolo a la imagen ideal que de sí mismo lleva en su pensamiento, retrocede al percibir en un espejo, en medio de un rostro árido y desierto, la prominencia oblicua y sonrosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, así yo, para quien mi abuela era todavía yo mismo, yo, que jamás la había visto fuera de mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente, en nuestro salón, que formaba parte de un mundo nuevo, el del tiempo, el mundo en que viven los extraños de quienes se dice «lleva bien su vejez», por vez primera y sólo por un instante, porque desapareció bien pronto, distinguí en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, enferma, soñando, paseando por un libro unos ojos un poco extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí.
Al pedirle que fuésemos a ver los Elstir de la señora de Guermantes, Saint-Loup me había dicho: «Yo respondo de ella». Y, desgraciadamente, en efecto, sólo él había respondido. Respondemos fácilmente de los demás cuando, al disponer en nuestro pensamiento las figurillas que los representan, las hacemos moverse a nuestro antojo. Claro está que hasta en ese momento tenemos en cuenta que las dificultades provienen de la naturaleza de cada uno, diferente de la nuestra, y no dejamos de recurrir a tal o cual medio de acción asistido de poder sobre esa naturaleza, interés, persuasión, emoción, que neutralice las inclinaciones contrarias. Pero esas diferencias respecto de nuestra naturaleza es nuestra propia naturaleza la que las imagina, somos nosotros quienes ponemos esas diferencias; somos nosotros quienes dosificamos esos móviles eficaces. Y cuando los movimientos que hemos hecho repetir en nuestro espíritu a la otra persona y que la hacen obrar a nuestro antojo queremos hacérselos ejecutar en la vida, todo cambia, chocamos con resistencias no previstas, que pueden ser invencibles. Una de las más poderosas es, sin duda, la que puede desarrollar, en una mujer que no ama, la repulsión que le inspira, insuperable y fétida, el hombre que la ama: durante las largas semanas que estuvo aún Saint-Loup sin volver a París, su tía, a quien no dudaba yo que habría escrito él para rogarle que lo hiciera, ni una sola vez me instó a que fuese a su casa a ver los cuadros de Elstir.
Recibí muestras de frialdad por parte de otra persona de la casa. Fue de Jupien. ¿Le parecería que debía haber entrado a saludarle, a mi regreso de Doncières, antes de haber subido siquiera a mi casa? Mi madre me dijo que no, que no había por qué extrañarse. Francisca le había dicho que era así, que le acometían bruscos arrechuchos de mal humor, irrazonado. Al cabo de poco tiempo se le pasaban.
A todo esto, acababa el invierno. Una mañana, después de algunas semanas de aguaceros y tormentas, oí en mi chimenea —en lugar del viento informe, elástico y sombrío que me removía con el deseo de irme a orillas del mar— el zurear de los pichones que anidaban en la medianería: irisado, imprevisto como un primer jacinto, desgarrando dulcemente su corazón nutricio para que de él brotase, malva y satinada, su flor sonora, haciendo entrar, como una ventana abierta, en mi alcoba, cerrada y en tinieblas aún, la tibieza, el deslumbramiento, la cansera de un primer día bueno. Aquella mañana me sorprendí canturreando una cancioncilla de café-concert que había olvidado desde el año en que debía haber ido a Florencia y a Venecia. Tan profundamente obra la atmósfera, al azar de los días, sobre nuestro organismo, y extrae de las oscuras reservas en que las habíamos olvidado las melodías inscritas que nuestra memoria no ha descifrado. Un soñador más consciente acompañó bien pronto al músico que escuchaba yo en mí sin haber reconocido siquiera, al pronto, lo que canturreaba.
Me daba perfecta cuenta de que no pertenecían particularmente a Balbec las razones en virtud de las cuales, al llegar allí, no había encontrado ya en su iglesia el encanto que tenía para mí antes de que la conociese; que en Florencia, en Parma o en Venecia tampoco podría mi imaginación sustituir a mis ojos para mirar. Lo sentía. Del mismo modo, una tarde de primero de año, casi de noche ya, había descubierto, ante una cartelera, la ilusión que hay en creer que ciertos días de fiesta difieren esencialmente de los demás. Y, sin embargo, no podía impedir que el recuerdo del tiempo durante el cual había creído pasar en Florencia la Semana Santa siguiese haciendo de esta como la atmósfera de la ciudad de las Flores, dando al mismo tiempo al día de Pascua algo de florentino, y a Florencia algo de pascual. La semana de Pascuas estaba lejos aún; pero en la hilera de días que se extendía ante mí, los días santos se recortaban más claros al final de los días que caían en medio. Tocados por un rayo luminoso, como ciertas casas de un pueblo que divisamos a lo lejos en un efecto de luz y sombra, retenían sobre sí todo el sol.
El tiempo se había vuelto más templado. Y hasta mis padres, al aconsejarme que pasease, me deparaban un pretexto para continuar mis salidas por la mañana. Había querido yo suspenderlas, porque en ellas me encontraba con la señora de Guermantes. Pero justamente por eso me pasaba todo el tiempo pensando en esas salidas, lo cual me hacía encontrar a cada instante una nueva razón para salir, que no tenía relación ninguna con la señora de Guermantes y me persuadía fácilmente de que, aun cuando esta no hubiera existido, no por ello hubiera dejado yo de pasearme a esa misma hora.
¡Ay!, si el encontrarme con cualquier otra persona que ella hubiera sido indiferente para mí, sentía que, para ella, encontrarse con otro cualquiera que yo hubiera sido tolerable. En sus paseos matinales le ocurría recibir el saludo de muchos necios y que por tales tenía ella. Pero consideraba su aparición, si no como una promesa de goce, por lo menos como efecto de la casualidad. Y los paraba, a veces, porque hay momentos en que necesita uno salir de sí, aceptar la hospitalidad del alma de los demás, a condición de que ese alma, por modesta y fea que pueda ser, sea un alma ajena, al paso que sentía con exasperación que lo que hubiera encontrado en el corazón mío era a ella misma. Así, hasta cuando tenía para tomar el mismo camino otra razón que la de verla, temblaba yo como un culpable en el momento en que pasaba ella, y a veces, por neutralizar lo que de excesivo pudiera haber en mi adelantarme, respondía apenas a su saludo o clavaba en ella los ojos sin saludarla ni conseguir otra cosa que irritarla todavía más y hacer que encima empezase a parecerle insolente y mal educado.
Ahora llevaba trajes más ligeros, o por lo menos más claros, y bajaba por la calle en que ya, como si estuviéramos en primavera, ante las estrechas tiendas intercaladas entre las vastas fachadas de los rancios hoteles aristocráticos, sobre la muestra de la tendera de manteca, de frutas, de legumbres, estaban echados los toldos contra el sol. Me decía yo que la mujer a quien veía desde lejos andar, abrir la sombrilla, cruzar la calle, era, a juicio de los entendidos, la artista actual más grande en el arte de realizar esos movimientos y hacer de ellos una cosa deliciosa. Ella, mientras tanto, avanzaba, ignorante de esa reputación difusa; su cuerpo cenceño, refractario, y que nada de aquella había absorbido, se acercaba oblicuamente, bajo un chal de surá violeta; sus ojos desabridos y claros miraban distraídamente ante sí, y tal vez me habían visto; se mordía la comisura de los labios; la veía arreglarse el manguito, dar limosna a un pobre, comprar un ramillete de violetas a una florista, con la misma curiosidad que hubiera sentido al ver a un gran pintor dar pinceladas. Y cuando, al llegar junto a mí, me hacía un saludo al cual se agregaba a veces una ligera sonrisa, era como si hubiese hecho para mí, añadiéndole una dedicatoria, un dibujo a la aguada, que era una obra maestra. Cada uno de sus vestidos se me aparecía como un ambiente natural, necesario, como proyección de un aspecto particular de su alma. Una de las mañanas de cuaresma en que iba ella a almorzar fuera de casa, me la encontré con un traje de terciopelo rojo claro, ligeramente descotado en el cuello. El semblante de la señora de Guermantes parecía pensativo bajo sus cabellos rubios. Yo estaba menos triste que de costumbre porque la melancolía de su expresión, la manera de claustración que la violencia del color ponía en torno a ella y el resto del mundo, le daban un viso de desventura y de soledad que me tranquilizaba. Aquel traje me parecía la materialización, en torno a ella, de los rayos escarlata de un corazón que no le conocía y que acaso hubiera podido consolar yo; refugiada en la luz mística de la tela de suavizadas ondas, me hacía pensar en alguna santa de los primeros tiempos cristianos. Entonces me daba vergüenza de afligir con mi vista a aquella mártir: «Pero al fin y al cabo la calle es de todo el mundo».
La calle es de todo el mundo, proseguía, dando a estas palabras un sentido diferente, y admirándome de que, en efecto, en la populosa calle, a menudo húmeda de lluvia, y que se ponía preciosa, como lo es a veces la calle en las viejas ciudades de Italia, la duquesa de Guermantes mezclase a la vida pública momentos de su vida secreta, mostrándose así a cada uno, misteriosa, codeada por todos, con la espléndida gratitud de las grandes obras maestras. Como yo salía por la mañana, después de haberme pasado toda la noche despierto, a la hora de la siesta me decían mis padres que me echara un poco y cogiese el sueño. No hace falta para saber encontrarlo mucha reflexión; pero la costumbre e incluso la ausencia de la reflexión son muy útiles para ello. El caso es que una y otra me faltaban a esas horas. Antes de dormirme pensaba tanto tiempo que no iba a poder dormir que, aun adormecido, me quedaba todavía un poco de pensamiento. No era más que un fulgor en la oscuridad, casi completa, pero bastaba para hacer reflejarse en mi sueño, primero, la idea de que no iba a poder dormir; luego, reflejo de ese reflejo, la idea de que era durmiendo como me había venido la idea de que no dormía; después, por una nueva refracción, mi despertar… en un nuevo sopor en el que quería contar a unos amigos que habían entrado en mi habitación que un momento antes, mientras dormía, había creído que no dormía. Estas sombras eran apenas distintas; hubiera hecho falta una grande y harto vana delicadeza de percepción para apresarlas. Así, más tarde, en Venecia, mucho después de la puesta del sol, cuando parece que es completamente de noche, he visto, gracias al eco, invisible sin embargo, de una última nota de luz indefinidamente sostenida sobre los canales como por efecto de un pedal óptico, los reflejos de los palacios desplegados como para siempre en terciopelo más negro sobre el gris crepuscular de las aguas. Uno de mis sueños era la síntesis de lo que mi imaginación había tratado a menudo de representarse, durante la vigilia, de un determinado paisaje marino y de su pasado medieval. En mi sueño veía una ciudad gótica en medio de un mar de olas inmovilizadas como en un vitral. Un brazo de mar dividía en dos la ciudad; el agua verde se extendía a mis pies; bañaba en la orilla opuesta una iglesia oriental, luego unas casas que existían aún en el siglo XIV, hasta el punto de que ir hacia ellas hubiera sido remontar el curso de los tiempos. Este sueño, en que la naturaleza había aprendido del arte, en que el mar se había hecho gótico, este sueño, en que yo deseaba, en que creía abordar lo imposible, me parecía haberlo tenido ya a menudo. Mas como es propio de lo que uno se imagina mientras duerme multiplicarse en el pasado y aparecer, sin dejar de ser nuevo, como familiar, creí haberme engañado. Me di cuenta, por el contrario, de que, en efecto, tenía con frecuencia este sueño.
Hasta las disminuciones que caracterizan el sueño se reflejaban en el mío, pero de una manera simbólica: yo no podía distinguir en la oscuridad el rostro de los amigos que estaban allí, porque se duerme con los ojos cerrados; yo, que me dirigía a mí mismo razonamientos verbales sin fin mientras soñaba, en el momento en que quería dirigirme a mis amigos sentía que el sonido se detenía en mi garganta, porque no se habla distintamente en el sueño; quería ir hacia ellos y no podía cambiar de lugar mis piernas, porque tampoco se anda en el sueño; y, de repente, me daba vergüenza de aparecer delante de ellos, porque se duerme desvestido. Así, con los ojos ciegos, los labios sellados, las piernas atadas, el cuerpo desnudo, el bulto del sueño que proyectaba mi sueño mismo parecía una de esas grandes figuras alegóricas en que Giotto ha representado a la Envidia con una serpiente en la boca y que Swann me había dado.
Saint-Loup vino a París por unas horas solamente. Asegurándome que no había tenido ocasión de hablar de mí a su prima.
—No es nada amable Oriana —me dijo, traicionándose ingenuamente—, ya no es mi Oriana de antaño, me la han cambiado. Te aseguro que no vale la pena de que te ocupes de ella. Le haces demasiado honor. ¿No quieres que te presente a mi prima la de Poictiers? —añadió, sin darse cuenta de que eso no podría proporcionarme ningún placer—. Esa sí que es una joven inteligente y que te gustaría. Se ha casado con mi primo el duque de Poictiers, que es un buen chico, pero un poco simple para ella. La he hablado de ti. Me ha pedido que te lleve a su casa. Es mucho más bonita que Oriana, y más joven. Es lo que se dice una mujer amable, ¿sabes?, es una mujer bien.
Eran expresiones estas recién —y tanto más ardientemente— adoptadas por Roberto, y que significaban que su prima tenía una naturaleza delicada.
—No te diré que sea dreyfusista; también hay que tener en cuenta el medio en que vive, pero, en fin, dice: «Si fuese inocente, ¡qué horror que estuviera en la Isla del Diablo!». Comprendes, ¿verdad? Y luego, en fin, es una persona que hace mucho por sus antiguas institutrices: ha prohibido que las hagan subir por la escalera de servicio. Te aseguro que es una criatura muy bien. En el fondo, Oriana no la quiere porque se da cuenta de que es más inteligente.
Aunque absorbida por la lástima que le inspiraba un lacayo de los Guermantes —que no podía ir a ver a su novia, ni siquiera cuando la duquesa había salido, porque inmediatamente le habrían ido con el cuento de la portería—, Francisca se sintió desolada por no haber estado en casa en el momento de la visita de Saint-Loup; pero es que ahora también ella hacía visitas. Salía infaliblemente los días en que yo tenía necesidad de ella. Era siempre para ir a ver a su hermano, a su sobrina, y sobre todo a su propia hija, que había llegado hacía poco a París. Ya la naturaleza familiar de estas visitas que hacía Francisca, aumentaba mi irritación de verme privado de sus servicios, porque preveía que había de hablar de cada una de ellas como de una de esas cosas de que no es posible dispensarse, según las leyes enseñadas en Saint-André-des-Champs. Así, jamás escuchaba sus excusas sin un malhumor harto injusto, al cual venía a poner colmo la manera que tenía Francisca de decir, no: «he ido a ver a mi hermano, he ido a ver a mi sobrina», sino: «he estado a ver al hermano, he entrado corriendo a saludar a la sobrina (o a mi sobrina la carnicera)». En cuanto a su hija, Francisca hubiera querido verla volver a Combray. Pero la nueva parisiense, usando como una elegante de abreviaturas, sólo que vulgares, decía que la semana que tuviera que pasar en Combray le parecería muy larga, sin tener siquiera l’Intran[13]. Menos aún quería irse a casa de la hermana de Francisca, cuya tierra era montañosa, porque «las montañas —decía la hija de Francisca, dando a la palabra interesante un sentido espantoso y nuevo— no son una cosa muy interesante». No podía decidirse a volver a Méséglise, donde «la gente es tan bruta», donde en el mercado las comadres, las «paletas», descubrirían que tenían parentesco con ella, y dirían: «¡Toma!, pero ¿no es la hija del finado Bazireau?». Mejor querría morir que volver para quedarse allá, «ahora que le había tomado el gusto a la vida de París», y Francisca, tradicionalista, sonreía, sin embargo, con complacencia ante el espíritu de innovación que encarnaba la nueva parisiense cuando decía: «Pues bueno, madre, el día que no te toque salir no tienes más que ponerme un continental».
El tiempo había vuelto a ponerse frío. «¿Salir? ¿Para qué? ¿Para pillar la muerte?», decía Francisca, que prefería quedarse en casa durante la semana que su hija, el hermano y la carnicera se habían ido a pasar a Combray. Por otra parte, como última sectaria en quien sobrevivía oscuramente la doctrina de mi tía Leonia, Francisca, que sabía de física, añadía, hablando de este tiempo fuera de sazón: «¡Es el resto de la cólera de Dios!». Pero yo no respondía a sus lamentaciones más que con una sonrisa llena de indolencia, tanto más indiferente a semejantes predicciones cuanto que de todas maneras había de hacer buen tiempo para mí; ya veía brillar el sol de la mañana sobre la colina de Frésole, me calentaba con sus rayos; su fuerza me obligaba a abrir y entornar los párpados sonriendo, y estos, como lamparillas de alabastro, se colmaban de una claridad sonrosada. No eran sólo las campanas las que volvían de Italia; Italia había venido con esa luz. Mis manos fieles no carecían de flores para honrar el aniversario del viaje que debía haber hecho yo en otro tiempo, porque desde que en París habían vuelto a enfriarse los días, como otro año, en el momento en que hacíamos nuestros preparativos de viajes a fines de la cuaresma, en el aire líquido y glacial que bañaba los castaños, los plátanos de los bulevares, el árbol del patio de nuestra casa, entreabrían ya sus hojas como en una copa de agua pura los narcisos, los junquillos, las anémonas del Ponte-Vecchio.
Mi padre nos había contado que ahora sabía por A. J. a dónde iba el señor de Norpois cuando él se lo encontraba en la casa.
—Va a casa de la señora de Villeparisis, la conoce mucho, yo no sabía nada. Parece que es una persona deliciosa, una mujer superior. Debías ir a verla tú —me dijo—. Por otra parte, me he quedado asombradísimo. Me ha hablado del señor de Guermantes como de un hombre de lo más distinguido; yo lo había tomado siempre por un bestia. Parece que sabe una infinidad de cosas, que tiene un gusto perfecto, únicamente que está muy orgulloso de su nombre y de su parentela. Pero por lo demás, según dice Norpois, su situación es enorme, no sólo aquí, sino en toda Europa. Parece que el emperador de Austria, el emperador de Rusia, le tratan lo que se dice como a un amigo. El bueno de Norpois me ha dicho que la señora de Villeparisis te quería mucho, y que en su salón conocerías gente interesante. Me ha hecho un gran elogio de ti; en casa de ella te lo encontrarás, e incluso podría aconsejarte bien si has de escribir. Porque estoy viendo que no vas a hacer otra cosa. Eso podrá parecerles a algunos una buena carrera; yo no es la que hubiera preferido para ti, pero pronto serás un hombre, no vamos a estar siempre a tu lado y no debemos impedirte que sigas tu vocación.
¡Si al menos hubiera podido yo empezar a escribir! Pero cualesquiera que fuesen las condiciones en que abordase este proyecto (lo mismo, ¡ay!, que el de no volver a tomar alcohol, acostarme temprano, dormir, estar bien), fuese con arrebato, con método, con gusto, privándome de un paseo, aplazándolo y reservándolo como recompensa, aprovechando una hora de encontrarme bien, utilizando la inacción forzada de un día de enfermedad, lo que acababa siempre por resultar de mis esfuerzos era una página en blanco, virgen de toda escritura, ineluctable, como esa carta forzosa que en ciertos juegos se acaba por echar fatalmente, de cualquier manera que se hayan barajado antes las cartas. Yo no era más que el instrumento de unos hábitos de no trabajar, de no acostarme, de no dormir, que tenían que realizarse a toda costa; si no me resistía a ellos, si me contentaba con el pretexto que tomaban de la primera circunstancia que les ofreciese aquel día para dejarles obrar a su antojo, salía del paso sin demasiado perjuicio, descansaba unas cuantas horas; de todas maneras, al final de la noche, leía un poco, no hacía demasiados excesos; pero si quería contrariarlos, si pretendía meterme en cama temprano, no beber más que agua, trabajar, se irritaban, acudían a los grandes recursos, me ponían materialmente enfermo, me veía obligado a duplicar la dosis de alcohol, no me metía en la cama en dos días, ni siquiera podía leer ya, y me prometía para otra vez ser más prudente, es decir, ser menos sensato, como una víctima que se deja robar por miedo a que, si se resiste, la asesinen.
Mi padre, entretanto, se había encontrado una o dos veces con el señor de Guermantes, y ahora que el señor de Norpois le había dicho que el duque era un hombre notable, ponía más atención a sus palabras. Precisamente hablaron en el patio de la señora de Villeparisis. «Me ha dicho que era su tía; él pronuncia Villeparis. Me ha dicho de ella que era extraordinariamente inteligente. Ha añadido, incluso, que tenía abierta tienda de ingenio», añadió mi padre, impresionado por la vaguedad de esta expresión que había leído una o dos veces en algunas memorias, pero a la que no vinculaba un sentido preciso. Pero mi madre sentía tanto respeto hacia él que, al ver que no le era indiferente que la señora de Villeparisis tuviese abierta tienda de ingenio, juzgó que el hecho era de alguna trascendencia. A pesar de saber de toda la vida por mi abuela lo que valía exactamente la marquesa, se formó inmediatamente una idea de ella más ventajosa. Mi abuela, que estaba un poco indispuesta, no se mostró muy favorable en el primer momento a la visita; después se desinteresó de ella. Desde que vivíamos en nuestro nuevo piso, la señora de Villeparisis la había instado varias veces a que fuese a verla. Y mi abuela había respondido siempre que no salía en aquellos momentos, con una de aquellas cartas que, por una costumbre nueva y que no comprendíamos, ya no sellaba por su propia mano, dejando a Francisca el cuidado de cerrarlas. En cuanto a mí, sin acabar de representarme la «tienda de ingenio», no me hubiera extrañado gran cosa encontrarme a la anciana dama de Balbec instalada delante de un buró[14], como por lo demás llegó a ocurrir.
Mi padre hubiera querido saber de buena gana, por añadidura, si el apoyo del embajador le valdría muchos votos en el Instituto, al cual contaba con presentarse como supernumerario. A decir verdad, bien que no se atreviese a dudar del apoyo del señor de Norpois, no lo tenía por muy seguro, sin embargo. Había creído que serían murmuraciones de malas lenguas cuando le habían dicho en el Ministerio que el señor de Norpois deseaba ser el único que representase allí al Instituto y que opondría todos los obstáculos posibles a su candidatura, que, por lo demás, le molestaría sobremanera desde el momento en que justamente apoyaba otra. A pesar de todo, mi padre, cuando el señor Leroy-Beaulieu le había aconsejado que se presentase y había calculado sus probabilidades de triunfo, se había sentido impresionado al ver que entre los colegas con quienes podía contar en tal circunstancia no había citado el eminente economista al señor de Norpois. Mi padre no se atrevía a plantearle directamente la cuestión al antiguo embajador, pero esperaba que yo volvería de casa de la señora de Villeparisis con su elección hecha. La visita era inminente. La propaganda del señor de Norpois, capaz, en efecto, de asegurar a mi padre las dos terceras partes de la Academia, le parecía, por otra parte, tanto más probable cuanto que la complacencia del embajador era proverbial, ya que hasta la gente que le tenía menos simpatías reconocía que no había nadie que fuese tan amigo como él de prestar servicios. Y, por lo demás, en el Ministerio, su protección se extendía sobre mi padre de manera mucho más señalada que sobre ningún otro funcionario.
Mi padre tuvo otro encuentro, sólo que este le causó un asombro, luego una indignación, extremados. Pasó, en la calle por junto a la señora de Sazerat, cuya relativa pobreza la obligaba a reducir su vida de París a raras temporadas que pasaba en casa de alguna amiga. No había nadie que tanto encocorase a mi padre como la señora de Sazerat, hasta el punto de que mamá se veía obligada una vez al año a decirle con voz dulce y suplicante: «Hijito, creo que debería invitar alguna vez a la señora de Sazerat; no se quedará hasta muy tarde», e incluso: «Oye, hijito, voy a pedirte un gran sacrificio: que vayas a hacer una visita a la señora de Sazerat. Bien sabes que no me gusta molestarte, pero serías tan bueno si lo hicieras…». Mi padre se reía, se enfurruñaba un poco e iba a hacer la visita. Así, a pesar de que la señora de Sazerat no le hacía ninguna gracia, mi padre, al encontrarla, se fue hacia ella, descubriéndose; pero, con profunda sorpresa suya, la señora de Sazerat se contentó con un saludo glacial impuesto por la cortesía para con quien es culpable de alguna mala acción o está condenado a vivir en lo sucesivo en diferente hemisferio que uno. Mi padre había vuelto a casa ofendido, estupefacto. Al día siguiente mi madre se encontró en un salón a la señora de Sazerat. Esta no le tendió la mano y le sonrió con una expresión vaga y triste, como a una persona con quien se ha jugado en la infancia, pero con la que se ha roto luego todo género de relaciones porque se ha entregado a una vida de disipación, se ha casado con un licenciado de presidio o, peor aún, con un hombre divorciado. El caso era que mis padres habían concedido e inspirado siempre a la señora de Sazerat la más profunda estima. Pero (cosa que mi madre ignoraba) la señora de Sazerat, única de su género en Combray, era dreyfusista. Mi padre, amigo del señor Méline, estaba convencido de la culpabilidad de Dreyfus. Había mandado a paseo, malhumorado, a unos colegas que le habían pedido que pusiera su firma en una lista revisionista. No volvió a hablarme en ocho días cuando supo que yo había seguido una línea de conducta diferente. Sus opiniones eran conocidas de sobra. La gente no andaba muy lejos de tacharle de nacionalista. En cuanto a mi abuela, la única de la familia a quien parecía que debiera inflamar una duda generosa, cada vez que le hablaban de la posible inocencia de Dreyfus hacía con la cabeza un movimiento cuyo sentido no comprendíamos entonces, y que era semejante al de una persona a quien se va a distraer de pensamientos más serios. Mi madre, dividida entre su amor a mi padre y la esperanza de que yo fuese inteligente, se mantenía en una indecisión que traducía en el silencio. Por último, mi abuelo, que adoraba el ejército (aun cuando sus obligaciones de guardia nacional hubieran sido la pesadilla de su edad madura), nunca veía desfilar un regimiento por delante de su verja, en Combray, que no se descubriese cuando pasaban el coronel y la bandera. Todo esto era suficiente para que la señora de Sazerat, que conocía a fondo la vida de desinterés y honorabilidad de mi padre y de mi abuelo, los considerase como secuaces de la injusticia. Se perdonan los crímenes individuales, pero no la participación en un crimen colectivo. Desde el punto en que supo que mi padre era antidreyfusista, puso entre ella y él continentes y siglos enteros. Así se explica que, a val distancia en el tiempo y en el espacio, su saludo le hubiera parecido imperceptible a mi padre y que ella no hubiese pensado en un apretón de manos y en unas palabras que no hubieran podido atravesar los mundos que los separaban.
Saint-Loup, que tenía que venir a París, me había prometido llevarme a casa de la señora de Villeparisis, donde yo esperaba, sin habérselo dicho, que encontraríamos a la señora de Guermantes. Roberto me pidió que almorzase en un restaurante con su querida, a la que llevaríamos luego a un ensayo de teatro. Debíamos ir a buscarla, por la mañana, a los alrededores de París, donde vivía.
Yo le había pedido a Saint-Loup que el restaurante donde almorzásemos (en la vida de los jóvenes nobles que se gastan el dinero, el restaurante desempeña un papel de tanta importancia como el de los cofres de telas en los cuentos árabes) fuese de preferencia aquel en que Amado me había anunciado que iba a entrar de maître d’hôtel mientras no empezaba la temporada de Balbec. Era un gran encanto para mí, que soñaba con tantos viajes y que tan pocos hacía, volver a ver a alguien que formaba parte, más aún que de mis recuerdos de Balbec, del mismo Balbec, que iba allí todos los años, que, cuando el cansancio o mis estudios me obligaban a quedarme en París, no por eso dejaba de contemplar durante los largos finales de las siestas de julio, esperando a que viniesen a cenar los clientes, el sol que descendía y se ponía en el mar a través de las cristaleras del amplio comedor, tras de las cuales, a la hora en que el sol se extinguía, las alas inmóviles de los barcos remotos y azuleantes parecían mariposas exóticas y nocturnas en una vitrina. Magnetizado también él por su contacto con el poderoso imán de Balbec, aquel maître d’hôtel se convertía a su vez en imán para mí. Esperaba yo, al hablar con él, estar ya en comunicación con Balbec, haber realizado, sin moverme del mismo sitio, un poco del encanto del viaje.
Salí desde por la mañana de casa, donde dejé a Francisca gimiendo porque el novio lacayo no había podido, una vez más, la víspera de noche ir a ver a su prometida. Francisca se lo había encontrado deshecho en lágrimas; había estado a punto de ir a darle de bofetadas al portero, pero se había contenido porque tenía apego a su colocación.
Antes de llegar a casa de Saint-Loup, que debía esperarme delante de su puerta, me encontré a Legrandin, a quien habíamos perdido de vista desde Combray y que, completamente cano ahora, había conservado su aspecto juvenil y candoroso. Se detuvo.
—¡Hola —me dijo—, elegante! ¡Y encima, de levita! Ahí tiene usted una librea a que no se avendría mi independencia. Verdad es que usted debe de ser un hombre de mundo, que tiene que hacer visitas. Para ir a divagar como yo lo hago ante alguna tumba medio en ruinas, mi chalina y mi chaqueta no están fuera de lugar. Ya sabe usted que aprecio la hermosa calidad de su alma; con esto quiero decirle cuánto siento que vaya a renegar de ella entre los gentiles. Al ser capaz de permanecer un instante en la atmósfera nauseabunda, para mí irrespirable, de los salones, lanza usted contra su propio porvenir la sentencia, la condenación del Profeta. Desde aquí veo que se trata usted con los corazones ligeros, que frecuenta la sociedad de los castillos; ese es el vicio de la burguesía contemporánea. ¡Ah, los aristócratas! ¡Cuánta culpa ha tenido el Terror en no cortarles el pescuezo a todos ellos! No son más que unos siniestros juerguistas, cuando no simplemente unos tétricos idiotas. ¡En fin, pobre hijo mío, si eso le divierte! Mientras usted va a un five o’clock cualquiera, su viejo amigo será más dichoso que usted, porque, solo en un arrabal, contemplará cómo sube por el cielo violeta la luna rosa. La verdad es que apenas pertenezco ya a esta Tierra en que me siento tan expatriado; hace falta toda la fuerza de la ley de la gravitación para mantenerme en ella y que no me evada a otra esfera. Yo soy de otro planeta. Adiós, no tome usted a mala parte la rancia franqueza del aldeano del Vivona que ha seguido siendo al mismo tiempo el aldeano del Danubio. Para demostrarle que hago caso de usted, voy a mandarle mi última novela. Pero no le ha de gustar; no es bastante delicuescente, bastante fin de siglo para usted; es una cosa demasiado franca, demasiado honrada; usted necesita cosas de Bergotte, usted mismo lo ha confesado, golosinas manidas para paladares estragados de refinados catadores. En el grupo de usted deben de considerarme como una antigualla; cometo el error de poner el corazón en lo que escribo, eso ya no se lleva, y, además, la vida del pueblo no es bastante distinguida para interesar a sus esnobinetas[15]. Bueno, procure usted recordar las palabras de Cristo: «Haced esto y viviréis». Adiós, amigo mío.
No me separé de Legrandin poseído de demasiado mal humor contra él. Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones; tendido en medio de los campos sembrados de botones de oro en que se amontonaban las ruinas feudales, el puentecillo de madera nos unía a Legrandin y a mí como a las dos márgenes del Vivona.
Después de haber dejado París, donde, a pesar de la primavera que apuntaba ya, los árboles del bulevar estaban apenas provistos de sus primeras hojas, cuando el tren de circunvalación nos dejó a Saint-Loup y a mí en el pueblecito de los arrabales en que vivía su querida, fue cosa de pasmo ver cada jardinillo empavesado por los inmensos altares blancos de los árboles frutales en flor. Era como una de esas singulares fiestas poéticas, efímeras y locales que viene uno de muy lejos a contemplar en épocas fijas, con la diferencia de que esta era la naturaleza quien la daba. Las flores de los cerezos están tan pegadas a las ramas como una envoltura blanca que de lejos, por entre los árboles que casi no estaban aún florecidos ni cubiertos de hoja, hubiera podido creerse, en aquel día de sol tan frío aún, que era la nieve, derretida en otros sitios, que había quedado sin deshacerse al pie de los arbolillos. Pero los altos perales envolvían cada casa, cada patio modesto en una blancura más vasta, más deslumbradora, como si todas las viviendas, todos los cercados del pueblo estuviesen a punto de hacer en la misma fecha su primera comunión.
Estos pueblecitos de los alrededores de París conservan todavía a sus puertas parques de los siglos XVII y XVIII, que fueron las locuras de los intendentes y de las favoritas. Un horticultor había utilizado uno de ellos, situado al pie mismo de la carretera, para el cultivo de árboles frutales (o acaso habría conservado simplemente el trazado de un inmenso jardín de aquel tiempo). Plantados a tresbolillo, estos perales, más espaciados, menos precoces que los que yo había visto, formaban grandes cuadriláteros —separados por muros bajos— de flores blancas, en cada uno de cuyos lados iba a pintarse diferentemente la luz, tanto que todas aquellas alcobas sin techo y al aire libre tenían la traza de ser las del Palacio del Sol, tal como hubieran podido descubrirse en alguna Creta, y hacían pensar también en los compartimientos de un depósito o en ciertas parcelas de mar que el hombre subdivide para algún género de pesca o de ostricultura, cuando se veía la luz ir desde las ramas, según la exposición, a jugar en las espalderas como sobre las aguas primaverales y hacer romperse acá y allá, centelleando por entre el enrejado de celosía y lleno de azul de la enramada, la albeante espuma de una flor soleada y vaporosa.
Era un pueblecito antiguo, con su vetusta alcaldía retostada y dorada, ante la cual, a guisa de palos de cucaña y de oriflamas, tres grandes perales estaban, como para una fiesta cívica y local, galanamente empavesados de raso blanco. Nunca me habló Roberto más tiernamente de su amiga que durante este trayecto.
Sólo ella tenía raíces en su corazón; el porvenir que esperaba a Roberto en el ejército, su situación mundana, su familia, nada de eso le era indiferente, por supuesto, pero todo ello no pesaba nada en comparación de las menores cosas que concernían a su querida. Era la única cosa que tuviese para él prestigio, un prestigio infinitamente mayor que el de los Guermantes y el de todos los reyes de la tierra juntos. No sé si se formulaba a sí mismo su convicción de que aquella mujer era de una esencia superior a todo, pero lo que sé es que no tenía consideración ni cuidado más que para lo que a ella se refería. Por ella era capaz de sufrir, de ser dichoso, acaso de matarse. Para él no había nada que fuese realmente interesante, apasionante, fuera de lo que quisiera, de lo que haría su amante, de lo que pasaba, discernible a lo sumo por expresiones fugitivas, en el angosto espacio de su rostro y bajo su frente privilegiada. Tan delicado para todo lo demás, hacía cara a la perspectiva de un matrimonio brillante sólo por poder seguir sosteniéndola, por conservarla. Si uno se hubiera preguntado en qué precio la estimaba, creo que jamás hubiera podido imaginarse un precio bastante subido. Si no se casaba con ella era porque un instinto práctico le hacía sentir que en el momento en que ella ya no tuviese nada que esperar de él le dejaría o, por lo menos, viviría a su antojo, y que tenía que tenerla sujeta con la espera del mañana. Porque Roberto suponía que tal vez no le quisiera ella. Claro está que la pasión genérica llamada amor debía obligarle —como hace con todos los hombres— a creer a ratos que su querida le amaba. Pero prácticamente sentía que ese amor que ella le tenía no era óbice para que si seguía con él fuese por su dinero, y que el día en que ya no tuviese que esperar nada más de él se apresuraría (víctima de las teorías de sus amigos literatos, y aun queriéndole, pensaba él) a dejarlo.
—Hoy voy a hacerle, como sea buena —me dijo— un regalo que le ha de gustar. Es un collar que he visto en casa de Boucheron. Un poco caro resultan para mí en estos momentos treinta mil francos. Pero mi pobre lobita no tiene tantos goces en su vida. Se va a poner la mar de contenta. Me había hablado de ello y me había dicho que conocía a alguien que acaso se lo diera. No creo que sea cierto, pero por si acaso me he entendido con Boucheron, que es el proveedor de mi familia, para que me lo reserve. Soy feliz sólo de pensar que vas a verla; de cara no es ninguna cosa extraordinaria, ¿sabes?, (vi perfectamente que pensaba todo lo contrario y que lo decía tan sólo porque mi admiración fuese mayor), lo que tiene, sobre todo, es una inteligencia maravillosa; acaso no se atreva a hablar mucho delante de ti, pero me regodeo de antemano con lo que me va a decir de ti luego, porque, ¡si vieras!, dice unas cosas que pueden profundizarse hasta el infinito, realmente tiene algo de pítica.
Para llegar a la casa en que vivía pasábamos por delante de unos jardinillos, y yo no podía menos de detenerme, porque estaban cuajados de cerezos y de perales en flor; seguramente vacíos y deshabitados aún ayer como una propiedad por alquilar, estaban súbitamente poblados y embellecidos por aquellas recién venidas de la víspera, cuyos hermosos ropajes blancos se divisaban a través de las rejas en el ángulo de las avenidas.
—Oye, como veo que quieres contemplar todo esto, poético ser —me dijo Roberto—, espérame aquí; mi amiga vive muy cerca, voy a ir a buscarla.
Mientras le esperaba di unos cuantos pasos, yendo y viniendo por delante de algunos jardines modestos. Si levantaba la cabeza veía a veces muchachas en las ventanas, pero en pleno aire libre y a la altura de un primer piso, acá y allá, esbeltos y ligeros, con sus frescas galas malva, colgados del follaje, tiernos manojos de lilas se dejaban columpiar por la brisa sin cuidarse del transeúnte que alzaba los ojos hasta su entresuelo de verdura. Reconocía yo en ellas los ovillos violeta dispuestos a la entrada del parque de Swann, pasaba la pequeña cancela blanca, en las cálidas siestas de primavera, para una encantadora tapicería provinciana. Eché a andar por un sendero que iba a dar a una pradera. Soplaba en esta un aire frío, vivo, lo mismo que en Combray; pero en medio de la tierra grasa, húmeda y aldeana que hubiera podido estar a orillas del Vivona, no había dejado de surgir, puntual a la cita como toda la bandada de sus compañeros, un gran peral blanco que agitaba sonriendo y oponía al sol, como una cortina de luz materializada y palpable, sus flores convulsas por la brisa, pero bruñidas y barnizadas de plata por los rayos solares.
De repente apareció Saint-Loup, acompañado de su querida, y entonces, en aquella mujer que era para él todo el amor, todas las dulzuras posibles de la vida, cuya personalidad misteriosamente encerrada en un cuerpo como en un Tabernáculo era, además, el objeto sobre que laboraba incesantemente la imaginación de mi amigo, que sentía que no conocería nunca y ante el cual se preguntaba perpetuamente lo que era ella en sí misma, tras el velo de las miradas y de la carne, reconocí al instante en aquella mujer a Rachel quand du Seigneur, la misma que hacía unos años —¡las mujeres cambian tan aprisa de situación en este mundo, cuando cambian!— decía a la alcahueta:
—Entonces, mañana a la tarde, si precisa de mí para alguno, me manda usted a buscar.
Y cuando habían «ido a buscarla» efectivamente y se encontraba a solas en la alcoba con alguno, sabía tan bien lo que querían de ella, que, después de haber echado la llave, por precaución de mujer prudente o por ademán ritual, empezaba a quitarse todas sus prendas, como hace uno delante del doctor que va a auscultarle, y no se detenía como no fuese que el alguno, por no gustar de la desnudez, le dijera que podía quedarse en camisa, como ciertos prácticos que, dotados de un oído muy fino y por temor a hacer resfriarse a su enfermo, se contentan con escuchar la respiración y el latir del corazón a través de un lienzo. Ante aquella mujer cuya vida entera, cuyos pensamientos todos, como todo su pasado, los hombres por quien había podido ser poseída, eran para mí cosa tan indiferente que, si me lo hubiese contado, la hubiera escuchado meramente por cortesía y sin oírla apenas, sentí que la inquietud, el tormento, el amor de Saint-Loup se habían afanado hasta hacer, de lo que para mí era un juguete mecánico, un objeto de sufrimientos infinitos, el valor mismo de la existencia. Al ver estos dos elementos disociados (porque yo había conocido a Rachel quand du Seigneur en una casa de compromiso) comparaba yo para mis adentros cuántas otras mujeres por las que viven, sufren y se matan los hombres, pueden ser en sí mismas o para otros lo que Raquel era para mí. La idea de que pudiera sentir nadie una curiosidad dolorosa respecto de su vida me dejaba estupefacto. Yo hubiera podido enterar a Roberto de no pocas dormidas de ella, que a mí me parecían la cosa más indiferente del mundo. A él, en cambio, ¡cómo le habrían apenado! ¡Y qué no habría dado por conocerlas, sin conseguirlo!
Me hacía yo cargo de todo lo que una imaginación humana puede poner tras un pedacito de cara como era la de aquella mujer, con tal que sea la imaginación la que primero la ha conocido, e inversamente en qué míseros elementos materiales y desprovistos de todo valor, inestimables, podía descomponerse lo que era el fin de tantos ensueños si, por el contrario, hubiera sido conocido eso mismo de una manera opuesta, con el conocimiento más trivial. Comprendía que lo que me había parecido que no valía veinte francos cuando me lo habían ofrecido por veinte francos en la casa de compromiso, donde no era para mí más que una mujer deseosa de ganarse esos veinte francos, puede valer más de un millón, más que la familia, más que todas las situaciones codiciadas, si se ha empezado por imaginar en ello un ser desconocido, curioso de conocer, difícil de apresar, de conservar. Sin duda era la misma cara fina y menuda la que veíamos Roberto y yo. Pero habíamos llegado a ella por los dos caminos opuestos que no se comunicarán nunca, y jamás veríamos la misma luz de esa cara. Aquel rostro, con sus miradas, con sus sonrisas, con los mohines de su boca, lo había conocido yo por fuera, como el rostro de una forma cualquiera que por veinte francos haría cuanto yo quisiese. Así, las miradas, las sonrisas, los mohines me habían parecido únicamente expresivos de actos genéricos, sin nada individual, y no hubiera tenido la curiosidad de buscar bajo ellos una persona. Pero lo que había sido en cierto modo ofrecido en el punto de partida, aquel rostro consentidor, había sido para Roberto un punto de llegada hacia el cual se había dirigido a través de cuántas esperanzas, dudas, sospechas, ensueños. Daba más de un millón por tener, porque no fuese ofrecido a otros, lo que a mí se me había ofrecido, como a cualquier otro, por veinte francos. Por qué, motivo no había tenido él eso mismo a ese precio, es cosa que puede deberse a la casualidad de un instante, de un instante durante el cual aquella que parecía dispuesta a darse se niega, quizá porque tenga una cita o alguna otra razón que la haga más difícil ese día. Si tropieza con un sentimental, aun cuando ella no se percate del caso, y sobre todo si se percata de ello, comienza un juego terrible. Incapaz de sobreponerse a su decepción, de pasarse sin esa mujer, él la acosa, ella le huye, hasta el extremo de que una sonrisa, que él ya no se atrevía a esperar, es pagada mil veces más de lo que hubieran debido serlo los últimos favores. Ocurre inclusive a veces, en ese caso, cuando se ha cometido, por una mezcla de candorosidad en el juicio y de cobardía ante el sufrimiento, la locura de convertir a una pelandusca en un ídolo inaccesible, que esos mismos favores últimos, o el primer beso que sea, jamás los conseguirá uno ni se atreve ya siquiera a solicitarlos, por no desmentir seguridades de amor platónico. Y es un gran sufrimiento entonces dejar la vida sin haber sabido nunca lo que podía ser el beso de la mujer que más se ha querido. Saint-Loup, sin embargo, había conseguido, por suerte, poseer todos los favores de Raquel. Desde luego que si ahora hubiese sabido que esos favores habían sido ofrecidos a todo el mundo por un luis, habría sufrido terriblemente, sin duda, mas no por ello hubiera dejado de dar un millón por conservarlos, puesto que todo lo que hubiese llegado a saber no habría podido hacerle apartarse —ya que eso está por encima de las fuerzas del hombre y no puede ocurrir como no sea a despecho suyo, merced a la acción de alguna gran ley natural— del camino en que se encontraba y desde el que ese rostro no podía aparecérsele sino a través de los sueños que había forjado él mismo, desde el que aquellas miradas, aquellas sonrisas, aquel mohín de la boca eran para él la única revelación de una persona cuya verdadera naturaleza hubiera querido conocer y poseer él solo sus deseos. La inmovilidad de aquel fino rostro, como la de una hoja de papel sometida a las colosales presiones de dos atmósferas, me parecía equilibrada por dos infinitos que venían a dar en ella sin encontrarse, porque ella los separaba. Y, en efecto, al mirarla los dos, ni Roberto ni yo la veíamos por el mismo lado del misterio.
No era Rachel quand du Seigneur lo que me parecía poca cosa: era el poder de la imaginación humana, la ilusión en que descansaban los dolores del amor, que me parecían grandes. Roberto vio que yo parecía impresionado. Desvié los ojos hacia los perales y cerezos del jardín de enfrente, porque creyese que era la belleza de aquellos lo que me impresionaba. Y sí que me conmovía un poco; de la misma manera ponía también cerca de mí cosas de esas que no ve uno como no sea con sus propios ojos, pero que cuando las ve le llegan al fondo del corazón. Al tomar por dioses extraños los arbolillos que había visto en el jardín, no me había engañado como la Magdalena cuando, en otro jardín, un día cuyo aniversario iba a llegar bien pronto, vio una forma humana y «creyó que era el jardinero». Custodios de los recuerdos de la edad de oro, fiadores de la promesa de que la realidad no es lo que se cree, de que el esplendor de la poesía, el maravilloso fulgor de la inocencia pueden resplandecer en aquella y podrán ser la recompensa que nos afanemos por merecer, las grandes criaturas blancas maravillosamente inclinadas sobre la sombra propicia a la siesta, a la pesca, a la lectura, ¿no eran más bien ángeles? Cambié algunas palabras con la querida de Saint-Loup. Cortamos por el pueblo. Las casas de este eran sórdidas. Pero junto a las más miserables, a aquellas que tenían facha de haber sido abrasadas por una lluvia de salitre, un misterioso viajero, detenido por un día en la ciudad maldita, un ángel resplandeciente, se erguía en pie, extendiendo ampliamente sobre aquella la protección deslumbradora de sus alas de inocencia en flor: era un peral. Saint-Loup se adelantó unos pasos conmigo:
—Me hubiera gustado que pudiéramos esperar tú y yo juntos; me habría satisfecho más, incluso, almorzar solo contigo, y que hubiéramos estado los dos solos hasta el momento de ir a casa de mi tía. Pero a mi pobre chiquilla le gusta tanto eso y es tan buena para conmigo, ¿comprendes?, que no he podido negárselo. Por lo demás, te ha de gustar, es una criatura literaria, vibrante, y luego que está tan bien eso de almorzar con ella en el restaurante, es tan agradable, tan sencilla, se muestra siempre tan satisfecha de todo…
Creo, sin embargo, que precisamente aquella mañana, y probablemente por única vez, Roberto se evadió un instante fuera de la mujer que, ternura tras ternura, había compuesto lentamente él mismo, y descubrió de pronto a alguna distancia de sí otra Raquel, un doble de ella, pero absolutamente diferente y que figuraba una simple pirujilla. Saliendo del hermoso jardín íbamos a tomar el tren para volver a París, cuando, en la estación, Raquel, que iba a unos cuantos pasos de nosotros, fue reconocida y llamada por unas vulgares niñas como ella que en el primer momento, creyéndola sola, le gritaron: «¡Eh, Raquel, vente con nosotros! ¡Luciana y Germana están en el vagón, y precisamente queda sitio aún! Anda, iremos juntas al skating[16]», y se disponían a presentarle a dos horteras, sus amantes, que las acompañaban, cuando, ante la expresión ligeramente cohibida de Raquel, alzaron curiosamente los ojos un poco más lejos, nos vieron, y, disculpándose, le dijeron adiós, recibiendo de ella un adiós también un tanto cortado, pero amistoso. Eran dos pobres pirujas, con cuellos de falsa nutria, con la misma facha, sobre poco más o menos, que tenía Raquel la primera vez que la había encontrado Saint-Loup. Este no las conocía ni sabía su nombre, y al ver que parecían estar muy unidas a su amiga le asaltó la idea de que acaso esta había tenido su lugar, lo tenía tal vez aún, en una vida insospechada de él, muy diferente de la que vivía con ella, una vida en que tenía uno mujeres por un luis, mientras que él le daba más de cien mil francos al año a Raquel. No hizo más que entrever esa vida, pero también, en medio de ella, una Raquel por completo distinta de la que conocía él, una Raquel parecida a aquellas dos pirujillas, una Raquel de a veinte francos. Raquel, en suma, se había desdoblado por un instante para él, que había visto a cierta distancia de su Raquel la Raquel pirujilla, la Raquel real, suponiendo que la Raquel piruja fuese más real que la otra. Acaso tuvo entonces Roberto la idea de que quizá hubiera podido librarse fácilmente del infierno en que vivía con la perspectiva y la necesidad de una boda rica, de una venta de su nombre para poder seguir dándole cien mil francos al año a Raquel, y gozar de los favores de su querida, como aquellos horteras de los favores de sus chicas, por poca cosa. Pero ¿qué hacer? Raquel no había desmerecido en nada. Menos agasajada, sería menos amable; ya no le diría, ya no le escribiría aquellas cosas que tanto le conmovían y que citaba con un poco de ostentación a sus camaradas, teniendo buen cuidado de hacer notar qué amable era todo aquello por parte de ella, pero omitiendo que la sostenía fastuosamente, e incluso que le daba nada, que las dedicatorias puestas en una fotografía o que tal fórmula para acabar una esquela eran la transmutación, en su forma más reducida y preciosa, de cien mil francos. Si se guardaba de decir que esas raras atenciones de Raquel las pagaba él, sería falso —y, sin embargo, como razonamiento simplista, se echa absurdamente mano de ello para todos los amantes que aflojan la mosca, para tantos maridos— decir que lo hiciese por amor propio, por vanidad. Saint-Loup era bastante inteligente para darse cuenta de que todos los goces de la vanidad los hubiera encontrado él fácil y gratuitamente en su mundo, gracias a su ilustre nombre, a su linda cara, y que sus relaciones con Raquel eran, por el contrario, lo que le había puesto un poco aparte de ese mundo, haciendo que fuese menos cotizado en él. No, ese amor propio de querer hacer ver que se consiguen gratuitamente las muestras aparentes de predilección de aquella a quien se quiere es simplemente una derivación del amor, la necesidad de representarse ante uno mismo y a los ojos de los demás como amado por aquello a quien tanto se ama. Raquel se acercó a nosotros, dejando a las dos pelanduscas subir a su departamento, pero, no menos que la falsa nutria de aquellas y que la vitola envarada de los horteras, los nombres de Luciana y Germana sostuvieron por un instante a la nueva Raquel. Por un momento imaginó Roberto una vida de la plaza Pigalle, con amigos desconocidos, sórdidas rachas de buena suerte, siestas de ingenuas diversiones, paseo o jira por ese París en que lo soleado de las calles desde el bulevar de Clichy no le pareció lo mismo que la claridad solar en que se paseaba con su querida, sino que debía ser diferente, porque el amor y el sufrimiento que forma una sola cosa con él tienen, como la embriaguez, el poder de diferenciar para nosotros las cosas. Fue casi como un París desconocido en medio del mismo París el que sospechó; sus relaciones se le aparecieron como la exploración de una vida ajena, porque si con él era Raquel un poco semejante a él mismo, sin embargo, era efectivamente una parte de su vida real la que con él vivía, la parte más preciosa, inclusive, merced a las locas cantidades que le daba él, la parte que la hacía ser tan envidiada por las amigas y que le permitiría algún día retirarse al campo o lanzarse a los grandes teatros, después de haber hecho su pellita. Roberto hubiera querido preguntar a su amiga quiénes eran Luciana y Germana, las cosas que le habrían dicho de haber subido ella a su departamento; por qué hubieran ido juntas ella y sus compañeras a pasar un día que acaso habría acabado, como suprema diversión, tras los placeres del skating, en el bar del Olympia de no haber estado presentes Roberto y yo. Por un instante, los contactos con el Olympia, que hasta entonces le habían parecido insoportables, excitaron su curiosidad; su sufrimiento y el sol de este día primaveral que daba en la calle Caumartin, adonde, acaso, si no hubiera conocido a Roberto, habría ido Raquel un poco más tarde y donde hubiera ganado un luis, le comunicaron una vaga nostalgia. Mas ¿para qué hacer preguntas a Raquel si de antemano sabía que la respuesta sería un simple silencio, o un embuste, o algo dolorosísimo para él, sin que, a pesar de eso, le dijese nada? Los empleados cerraban las portezuelas; subimos aprisa a un coche de primera; las perlas admirables de Raquel hicieron saber de nuevo a Roberto que era una mujer de gran mérito; la acarició, la hizo volver a entrar en su corazón, donde la contempló, entrañada, como había hecho siempre hasta aquí —salvo en lo que duró el breve instante en que la había visto en una plaza Pigalle de pintor impresionista—, y el tren arrancó.
Era, por lo demás, cierto que se trataba de una criatura literaria. No cesó de hablarme de libros, de arte nuevo, de tolstoísmo, como no fuera para reprochar a Roberto el que bebiese demasiado vino.
—¡Ay!, si pudieras vivir un año conmigo, ya veríamos, te haría beber agua y estarías mucho mejor.
—Conformes, ¡hala!
—Bien sabes que tengo que trabajar mucho (porque tomaba en serio el arte dramático). Además, ¿qué diría tu familia?
Y se puso a exponerme, a cuenta de la familia de él, reproches que me parecieron, por lo demás, muy justos, y a los que Saint-Loup, bien que desobedeciese a Raquel en el capítulo del champaña, se adhirió por entero. Yo, que tanto temía al vino por Saint-Loup y que me daba cuenta de la buena intención de su querida, estaba completamente dispuesto a aconsejarle que mandase a paseo a su familia. Las lágrimas acudieron a los ojos de la joven porque cometí la imprudencia de nombrar a Dreyfus.
—¡Pobre mártir! —dijo, conteniendo un sollozo—; lo van a hacer morir allá, tan lejos.
—Tranquilízate, Zézette, volverá, lo absolverán, se reconocerá el error.
—¡Pero antes de eso habrá muerto! En fin, por lo menos sus hijos llevarán un nombre sin mancha. ¡Pero lo que me mata es pensar lo que debe de sufrir! Y ¿querrá usted creer que la madre de Roberto, una mujer piadosa, dice que es preciso que siga en la isla del Diablo, aun cuando sea inocente? ¿No es un horror?
—Sí; es absolutamente cierto, lo ha dicho —afirmó Roberto—. Es mi madre, nada tengo que objetar; pero es bien cierto que no tiene la sensibilidad que Zézette.
En realidad, aquellos almuerzos tan encantadores transcurrían muy mal siempre. Porque desde el momento en que Saint-Loup se encontraba con su querida en un sitio público, imaginaba que ella miraba a todos los hombres presentes, tornábase receloso; ella se daba cuenta de su mal humor, que se divertía tal vez en atizar, pero que, más probablemente, por estúpido amor propio, no quería, ofendida por su tono, parecer como que quería desarmar; fingía no quitar ojo a tal o cual hombre, y, por otra parte, no siempre era por puro juego. En efecto, con que el caballero que en el café o en el teatro les tocaba de vecino, simplemente con que el cochero del coche de punto que habían tomado tuviese algo agradable, Roberto, advertido en seguida por sus celos, lo había notado antes que su querida; veía inmediatamente en él uno de esos seres inmundos de que me había hablado en Balbec, que pervierten y deshonran a las mujeres por divertirse; suplicaba a su querida que apartase de él sus miradas, y precisamente con eso se lo señalaba. El caso es que a ella le parecía algunas veces que Roberto había tenido tan buen gusto en sus suspicacias, que acababa incluso por dejar de hacerle rabiar para que se tranquilizase y consintiera en ir a hacer algún recado, con objeto de que le diese tiempo de trabar conversación con el desconocido, a menudo de concertar una cita, e incluso, tales veces, de satisfacer un capricho. Desde nuestra entrada en el restaurante vi bien claro que Roberto parecía preocupado. Es que Roberto había observado inmediatamente, cosa que se nos había escapado en Balbec, que, en medio de sus camaradas vulgares, Amado, con modesto brillo, irradiaba, harto involuntariamente, el aura novelesca que trasciende durante cierto número de años de una fina cabellera y de una nariz griega merced a lo cual se distinguía en medio de la muchedumbre de los demás sirvientes. Estos, casi todos de bastante edad, ofrecían tipos extraordinariamente feos y acusados de curas hipócritas, de confesores mojigatos, con más frecuencia de viejos actores cómicos, cuya frente de pilón de azúcar apenas se encuentra ya más que en las colecciones de retratos expuestos en el foyer[17] humildemente histórico de los teatrillos pasados de moda, en que aparecen representados desempeñando papeles de ayuda de cámara o de sumos pontífices y cuyo tipo solemne parecía conservar este restaurante, gracias a un reclutamiento seleccionado y acaso a una forma de nombramiento hereditario, en un a modo de colegio augural. Desgraciadamente, como Amado nos había reconocido, fue él quien vino a tomar nota de lo que queríamos para almorzar, mientras fluía hacia otras mesas el cortejo de los sumos sacerdotes de opereta. Amado se informó de la salud de mi abuela; yo le pedí noticias de su mujer y de sus hijos. Me las dio conmovido, porque era hombre casero. Tenía una expresión inteligente, enérgica, pero respetuosa. La querida de Roberto se puso a mirarle con extraña atención. Pero los ojos hundidos de Amado, a los que cierta ligera miopía daba como una profundidad disimulada, no traicionaron impresión alguna, en medio de su inmóvil semblante. En el hotel de provincias, donde había servido muchos años antes de ir a Balbec, el dibujo gracioso, un poco avejentado y cansado ahora, de su cara, que durante tantos años, como tal grabado que representaba al príncipe Eugenio, se había visto siempre en el mismo sitio, al fondo del comedor, casi siempre vacío, no había debido de atraer miradas muy curiosas. Así es que Amado había permanecido largo tiempo, sin duda por falta de entendidos, ignorante del valor artístico de su propio rostro, y, por lo demás, poco dispuesto a hacerlo notar, pues era hombre de temperamento frío. A lo sumo, alguna parisiense de paso que se hubiese detenido una vez en la ciudad había puesto en él los ojos, le había pedido acaso que fuera a servirle la comida a su habitación antes de volver a tomar el tren, y en el vacío translúcido, monótono y profundo de aquella existencia de buen marido y de criado de provincias, había enterrado el secreto de un capricho sin consecuencias, que jamás llegaría a descubrir nadie. Sin embargo, Amado debió de darse cuenta de la insistencia con que los ojos de la joven artista permanecían clavados en él. En todo caso, para quien no pasó desapercibida fue para Roberto, bajo cuya fisonomía veía yo irse acumulando una rubicundez, no viva como la que le arrebolaría de sentir una emoción brusca, sino débil, difusa.
—¿Es muy interesante ese maître d’hôtel, Zézette? —preguntó a su querida, después de haber despachado a Amado con bastante brusquedad—. ¡Cualquiera diría que quieres hacer un estudio de él!
—¡Ya empezamos! ¡Estaba segura!
—¿Qué es lo que empieza, hijita? Si me he equivocado, no he dicho nada; perfectamente. Pero de todas maneras tengo derecho a ponerte en guardia contra ese lacayuelo, a quien conozco de Balbec (si así no fuera, valiente cuidado me daría), y que es uno de los randas más grandes que hayan venido al mundo.
Raquel pareció como si quisiera obedecer a Roberto, y entabló conmigo una conversación literaria, en la que terció él. Yo no me aburría hablando con ella, porque conocía muy bien las obras que yo admiraba y estaba sobre poco más o menos de acuerdo conmigo en sus juicios; pero como había oído decir de ella a la señora de Villeparisis que no tenía talento, no concedía gran importancia a esa cultura. Raquel bromeaba agudamente a cuenta de mil cosas, y hubiera sido realmente agradable si no hubiera usado afectadamente, de una manera irritante, la jerga de los cenáculos y de los estudios de pintor. La aplicaba, por otra parte, a todo, y así, por ejemplo, como había tomado la costumbre de decir de un cuadro, si era impresionista, o de una ópera, si era wagneriana: «¡Ah, qué bien!», cierto día que un joven la había besado en la oreja y, halagado al ver que ella simulaba un escalofrío, se hacía el modesto, dijo ella: «Sí, como sensación me parece una sensación bien». Pero lo que sobre todo me chocaba era que las expresiones peculiares de Roberto (y que, por lo demás, acaso le habían venido a este de literatos conocidos por medio de ella), las empleasen ella delante de él, él delante de ella, como si hubiera sido un lenguaje necesario, y sin darse cuenta de lo vano de una originalidad que es de todos.
Mientras comía, las manos de ella eran de una torpeza de movimientos tal que permitía suponer que cuando estuviere representando en escena tenía que mostrarse desmañadísima. Sólo volvía a encontrar la destreza en el amor, gracias a esa enternecedora presciencia de las mujeres que tanto amor tienen al cuerpo del hombre, que adivinan desde el primer momento qué es lo que proporcionará más placer a ese cuerpo, tan diferente, sin embargo, del suyo.
Dejé de tomar parte en la conversación en cuanto se habló de teatro, porque en ese capítulo Raquel era demasiado malévola. Verdad es que hizo, en un tono de conmiseración —en contra de Saint-Loup, lo cual probaba que a menudo la atacaba delante de él—, la defensa de la Berma, diciendo: «¡Oh, no! Es una mujer notable. Evidentemente, lo que ella hace ya no nos causa impresión, no corresponde ya por completo a lo que nosotros buscamos, pero hay que situarla en el momento en que surgió; se le debe mucho. Ha hecho algunas cosas bien, ¡vaya! Y, además, es una mujer tan buena, tiene un corazón tan grande; naturalmente, no le gustan las cosas que a nosotros nos interesan; pero además de una fisonomía bastante impresionante, ha tenido cierta graciosa calidad de inteligencia». (Los dedos no acompañan de igual manera todos los juicios estéticos. Sí se trata de pintura, para demostrar que es un hermoso trozo, bien empastado, nos contentamos con hacer resaltar el pulgar. Pero la «graciosa calidad de espíritu» es más exigente. Necesita dos dedos, o más bien dos uñas, como si se tratase de hacer saltar una mota de polvo). Pero —hecha esta excepción— la querida de Saint-Loup hablaba de los artistas más conocidos en un tono de ironía y de superioridad que me irritaba, porque creía —incurriendo con ello en un error— que era ella la que era inferior a aquellos. Se dio cuenta perfectamente de que yo debía de tenerla por una artista mediocre y que, en cambio, sentía una gran estima por aquellos a quienes ella desdeñaba. Pero no se molestó por eso, porque hay en el gran talento no reconocido aún, como era el suyo, por seguro que pueda estar de sí mismo, cierta humildad, y también porque adecuamos los miramientos que exigimos, no a nuestros dones ocultos, sino a nuestra situación adquirida. (Una hora más tarde había de ver yo en el teatro a la querida de Saint-Loup dando muestras de una gran deferencia respecto de aquellos mismos artistas acerca de quienes formulaba un juicio tan severo). Así, por pocas dudas que mi silencio hubiera debido de dejarle, no por ello insistió menos en que cenásemos juntos aquella noche, afirmando que jamás le había agradado tanto como la mía la conversación de nadie. Si no estábamos aún en el teatro a donde debíamos ir después del almuerzo, parecía como si nos encontrásemos en un foyer que ilustraban antiguos retratos de la compañía, hasta tal punto tenían los maîtres d’hôtel fisonomías de esas que parecen haberse perdido con toda una generación de artistas excepcionales del Palais-Royal; tenían facha de académicos también: parado ante un trinchero, uno de ellos examinaba unas peras con la cara y la curiosidad desinteresada que hubiera podido mostrar el señor de Jussieu; otros, junto a él, lanzaban sobre la sala esas miradas troqueladas de curiosidad y de frialdad que los miembros del Instituto que han llegado ya lanzan sobre el público mientras cambian entre sí algunas palabras que no se les oyen. Eran caras célebres entre los clientes. Estos, sin embargo, se señalaban unos a otros a un camarero nuevo de nariz tortuosa, de jeta pacata, que tenía aires de iglesia y entraba en funciones por vez primera, y todos miraban con interés al novel elegido. Pero bien pronto, acaso para hacer salir a Roberto para encontrarse a solas con Amado, Raquel empezó a lanzar miradas a un joven becario que almorzaba con un amigo en una mesa próxima.
—Zézette, te suplico que ño mires así al joven ese —dijo Saint-Loup, en cuyo rostro los vacilantes rubores de hacía un instante se habían concentrado en un nubarrón sangriento que dilataba y sombreaba los distendidos rasgos de mi amigo—; si es que has de ponernos en evidencia, prefiero almorzar yo solo e ir a esperarte al teatro.
En este momento vinieron a decir a Amado que un caballero le rogaba que saliera a hablar con él a la portezuela de su coche. Saint-Loup, inquieto siempre y temiendo que se tratase de alguna comisión amorosa que transmitir a su querida, miró por el cristal y vio en el fondo de su cupé, enfundadas las manos en unos guantes blancos rayados de negro, con una flor en el ojal de la solapa, al señor de Charlus.
—Ya lo ves —me dijo en voz baja—, mi familia me hace acosar hasta aquí. Hazme el favor, yo no puedo, pero tú que conoces bien al maître d’hôtel, que seguramente va a vendernos, pídele que no salga al coche. Por lo menos, que sea un camarero que no me conozca. Si le dicen a mi tío que no me conocen, sé como es, no entrará al café a mirar, detesta estos sitios. De todas maneras, ¿no es irritante que un mujeriego corrido como él, que todavía no se ha retirado ni mucho menos, me esté dando lecciones continuamente y venga a espiarme?
Amado, después que hubo recibido mis instrucciones, mandó a uno de sus ayudantes con encargo de decir que el maître d’hôtel no podía salir y, si le preguntaban por el marqués de Saint-Loup, que dijese que no lo conocían. El coche se fue en seguida. Pero la querida de Saint-Loup, que no había entendido nuestras frases, susurradas en voz baja, y se había figurado que se trataba del joven a quien Roberto le reprochaba que mirase, se desató en improperios.
—¡Bueno! ¿Ahora es el joven ese? Haces bien en advertirme; ¡oh, es delicioso almorzar en estas condiciones! No haga usted caso de lo que dice, está un poco picado, y, sobre todo —añadió, volviéndose a mí—, dice todo eso porque cree que es elegante, que da tono de señorón dárselas de celoso.
Y empezó a dar muestras de nerviosidad con los pies y con las manos.
—Pero Zézette, ¡si para quién es desagradable es para mí! Nos pones en ridículo a los ojos de ese señor, que va a quedar convencido de que te estás insinuando con él, y que me parece que tiene una pinta de lo peor.
—Pues a mí, en cambio, me gusta mucho; en primer lugar, tiene unos ojos arrebatadores y una manera de mirar a las mujeres…; se ve que deben de gustarle.
—¡Cállate, por lo menos hasta que yo me haya marchado, si es que estás loca! —clamó Roberto—. Mozo, mi cuenta.
Yo no sabía si debía seguirle.
—No, necesito estar solo, me dijo en el mismo tono con que acababa de hablar a su querida y como si estuviese muy irritado contra mí. Su cólera era como una misma frase musical sobre la que, en una ópera, se cantan varias, réplicas, enteramente diferentes entre sí, en el libreto, de sentido y de carácter, pero que aquella reúne por medio de un mismo sentimiento. Cuando Roberto hubo salido, su querida llamó a Amado y le pidió diferentes informes. Después quería saber qué me parecía a mí de él.
—Tiene una mirada graciosa, ¿no es verdad? Como usted comprende, lo que a mí me divertiría sería saber lo que puede pensar ese hombre, que me sirviera a menudo, llevármelo de viaje. Pero nada más que eso. Si estuviésemos obligados a querer a toda la gente que nos gusta, sería, en el fondo, bastante terrible. No tiene razón Roberto para hacerse figuraciones. Todo esto son cosas que se me pasan por la cabeza. Roberto debería estar muy tranquilo —seguía sin dejar de mirar a Amado—. Mire usted, fíjese qué ojos negros tiene, me gustaría saber qué hay debajo de ellos.
No tardaron en venir a decirle que Roberto la llamaba para que fuese a un gabinete reservado, a donde, entrando por otra puerta, había ido a acabar de almorzar, sin pasar otra vez por la sala del restaurante. Resultó con ello que me quedé solo; después me mandó llamar a mí Roberto. Encontré a su querida tendida en un sofá, riendo bajo los besos y las caricias que le prodigaba él. Bebían champaña. «Buenos días, usted», le dijo ella, porque había aprendido recientemente esta fórmula, que le parecía la última palabra del mimo y del ingenio. Yo había almorzado mal, me sentía a disgusto, y sin que las frases de Legrandin entrasen para nada en ello, lamentaba pensar que empezaba en un reservado de restaurante e iba a acabar entre unos bastidores de teatro aquella primera tarde de primavera. Después de haber mirado la hora, por ver si no se retrasaría, Raquel me ofreció champaña, me tendió uno de sus cigarrillos de Oriente, y se quitó para mí una rosa del pecho. Entonces me dije: estas horas que paso al lado de esta muchacha no son para mí horas perdidas, ya que merced a ella tengo —don gracioso y que a ningún precio es demasiado caro— una rosa, un cigarrillo, una copa de champaña. Me lo decía a mí mismo porque me parecía que era tanto como dotar de un carácter estético, y por ende justificar, salvar estas horas de aburrimiento. Acaso hubiera debido pensar que la necesidad misma que sentía yo de una razón que me consolase de mi aburrimiento bastaba para probar que no sentía nada estético. En cuanto a Roberto y su querida, parecía que no guardasen ningún recuerdo de la riña que habían tenido momentos antes, ni de que yo hubiera asistido a ella. No hicieron ninguna alusión a lo ocurrido, no le buscaron ninguna disculpa, como tampoco al contraste que con la pasada discusión hacían sus maneras de ahora. A fuerza de beber champaña con ellos empecé a sentir un poco de la embriaguez que experimentaba en Rivebelle, probablemente no del todo la misma. No sólo cada género de embriaguez, desde la que da el sol o el viaje hasta la que producen la fatiga o el vino; sino cada grado de embriaguez que debería llevar una cota diferente como las que indican los fondos en el mar, pone al desnudo en nosotros, exactamente a la profundidad en que se encuentra, un hombre especial. El reservado en que se hallaba Saint-Loup era pequeño, pero el único espejo de luna que lo decoraba era de tal suerte que parecía reflejar otros treinta a lo largo de una perspectiva infinita; y la bombilla eléctrica puesta en lo alto del marco, debía, de atardecida, cuando la encendían, seguida de la procesión de una treintena de reflejos semejantes a sí misma, dar al bebedor, aun solitario, la idea de que el espacio en derredor suyo se multiplicaba al mismo tiempo que sus sensaciones exaltadas por la embriaguez, y que, encerrado a solas en aquel exiguo recinto, reinaba empero sobre algo mucho más extenso, en su curva indefinida y luminosa, que una avenida del «Jardín de París». Ahora bien, como en aquel momento era yo ese bebedor, de repente, al buscarlo en el espejo lo descubrí, repulsivo, desconocido, que me miraba. La alegría de la embriaguez era más fuerte que la repulsión; por broma o por baladronada le sonreí y al mismo tiempo me sonreía él. Y yo me sentía hasta tal punto bajo el imperio efímero y poderoso del minuto en que las sensaciones son tan fuertes, que no sé si mi única tristeza no fue pensar que para el yo espantoso que acababa de percibir acaso fuese este su último día, y que jamás volvería a encontrar a aquel extraño en el curso de mi vida.
Roberto estaba enfadado únicamente porque yo no quisiera brillar más a los ojos de su querida.
—Vamos a ver, el señor ese que te encontraste esta mañana y que mezcla el esnobismo con la astronomía, cuéntaselo, yo no lo recuerdo bien, y la miraba con el rabillo del ojo.
—¡Pero, hijo mío, si no tiene nada más que contar que lo que acabas de decir tú!
—Eres insoportable. Entonces cuenta las cosas de Francisca en los Campos Elíseos, eso le ha de gustar mucho.
—¡Oh, sí! ¡Bobbey me ha hablado tanto de Francisca!
Y cogiendo a Saint-Loup por la barbilla, repitió, por falta de invención, atrayendo aquella barbilla hacia la luz: «¡Buenos días, usted!».
Desde que los actores ya no eran exclusivamente, para mí, depositarios, en su dicción y en su manera de accionar, de una verdad artística, me interesaban en sí mismos, me divertía, creyendo tener delante de mí los personajes de una vieja novela cómica, en ver cómo, ante la fisonomía nueva de un caballero joven que acababa de entrar en la sala, la ingenua escuchaba distraídamente la declaración que le hacía el galán en la obra, mientras que este, en el fuego graneado de su tirada amorosa, no dejaba por ello de dirigir una ojeada inflamada hacia una vieja dama sentada en un palco próximo, y cuyas magníficas perlas le habían deslumbrado; y así, gracias sobre todo a los informes que Saint-Loup me daba acerca de la vida privada de los artistas, veía yo otra representación muda y expresiva por debajo de la representación hablada que, por otra parte, aunque mediocre, me interesaba, porque sentía germinar en ella y florecer por una hora a la luz de la batería, hechas del aglutinamiento en el rostro de un actor de otra fisonomía de colorete y de cartón, las palabras de un papel sobre su alma personal.
Esas individualidades efímeras y vivaces que son los personajes, de una obra seductora también, a que cobramos amor, que admiramos, que compadecemos, que quisiéramos volver a encontrar, una vez que hemos abandonado el teatro, pero que ya se han desagregado en un comediante que no tiene ya la condición que tenía en la obra, en un texto que deja de mostrar el rostro del comediante, en unos polvos coloreados que borra el pañuelo, que se han resuelto, en una palabra, en elementos que ya no tienen nada de ellas debido a su disolución, consumada inmediatamente después del final del espectáculo, hacen, como la de un ser querido, dudar de la realidad del yo y meditar sobre el misterio de la muerte.
Un número del programa que me resultó extremadamente molesto: una joven, a la que detestaban Raquel y varias de sus amigas, debía hacer en él, con unas canciones antiguas, una primera aparición en que había fundado todas sus esperanzas sobre su porvenir y las de los suyos. Tenía esta joven una grupa demasiado prominente, ridícula casi, y una voz bonita, pero demasiado delgada, debilitada, además, por la emoción, y que contrastaba con aquella poderosa musculatura. Raquel había apostado en la sala cierto número de amigos y amigas, cuyo papel consistía en desconcertar con sus sarcasmos a la debutante, a quien sabían tímida, hacerle perder la cabeza de manera que tuviese un fracaso completo, después del cual el director no cerraría el contrato. Desde las primeras notas de la desventurada, algunos espectadores, reclutados con ese fin, empezaron a indicarse unos a otros la espalda de aquella, riéndose; algunas mujeres que entraban en la conjura se rieron alto; cada nota aflautada aumentaba la deliberada hilaridad, que derivaba hacia el escándalo. La desdichada, que sudaba de dolor bajo su colorete, trató por un instante de luchar, después lanzó en derredor suyo, sobre la concurrencia, miradas desoladas, indignadas, que no hicieron más que redoblar los abucheos. El instinto de imitación, el deseo de mostrarse ingeniosas y atrevidas, hicieron entrar en el juego a algunas lindas actrices que no habían sido avisadas, pero que lanzaban a las otras miradas de complicidad maligna; se retorcían de risa, con violentas carcajadas, tanto que al final de la segunda canción, y a pesar de que el programa anunciaba cinco más, el director de escena hizo bajar el telón. Yo me esforcé por no pensar en este incidente más que en la aflicción de mi abuela cuando mi tío-abuelo, por verla rabiar, hacía tomar coñac a mi abuelo, ya que la idea de la perversidad era demasiado dolorosa para mí. Y sin embargo, de igual suerte que la compasión ante la desgracia no es muy exacta, acaso porque con la imaginación recreamos todo un dolor ante el que el desgraciado obligado a luchar contra él no piensa en enternecerse, así la perversidad no tiene probablemente en el alma del malvado la pura y voluptuosa crueldad que tanto daño nos hace al imaginárnosla. El odio la inspira; la cólera le da un ardor, una actividad que no tienen precisamente nada de gozosos; haría falta el sadismo para extraer de ella placer, y el malvado cree que es un malvado aquel a quien él hace sufrir. Raquel se figuraba, desde luego, que la actriz a la que hacía sufrir estaba lejos de ser interesante, en todo caso, que al hacerla abuchear vengaba al buen gusto burlándose de lo grotesco y dando una lección a una pésima compañera. Con todo, preferí no hablar de este incidente; ya que no había tenido valor ni poder para impedirlo, me hubiera dolido demasiado, si hablaba bien de la víctima, hacer que se asemejasen a las satisfacciones de la crueldad los sentimientos que animaban a los verdugos de la debutante.
Pero el comienzo de la representación me interesó además de otra manera. Me hizo comprender en parte la naturaleza de la ilusión de que era víctima Saint-Loup con respecto a Raquel, y que había abierto un abismo entre las imágenes que teníamos Roberto y yo de su querida cuando la veíamos aquella misma mañana bajo los perales en flor. Raquel desempeñaba un papel poco menos que de comparsa en la obrilla. Pero vista así era otra mujer. Tenía una de esas fisonomías que el alejamiento —y no necesariamente el que media entre la sala y el escenario, ya que en ese respecto el mundo no es sino un teatro más grande— dibuja y que, vistas de cerca, vuelven a caer convertidas en polvo. Cuando se estaba cerca de ella no se veía más que una nebulosa, una vía láctea de pecas, de granitos, nada más. A una distancia prudente todo ello dejaba de ser visible, y de las mejillas borradas, reabsorbidas, se alzaba como una luna en creciente una nariz tan fina, tan pura, que hubiera querido uno ser objeto de la atención de Raquel, volverla a ver siempre que a uno le apeteciera, tenerla junto a sí, si es que nunca la había visto de otra manera y de cerca. No era ese mi caso, pero sí el de Saint-Loup cuando la había visto trabajar por vez primera. Entonces se había preguntado cómo se acercaría a ella, cómo haría para conocerla; se había abierto en él todo un orbe maravilloso —aquel en que ella vivía—, de que emanaban deliciosas irradiaciones, pero en el que no podría penetrar él. Salió del teatro diciéndose que sería una locura escribirle, que no le contestaría, dispuesto a dar su fortuna y su nombre por la criatura que vivía en él en un mundo tan superior a esas realidades demasiado conocidas, un mundo embellecido por el deseo y por el ensueño, cuando vio que del teatro, un edificio vetusto y chiquito que parecía una decoración más, a la salida de las artistas desembocaba por una puerta el tropel alegre y graciosamente ensombrerado de las artistas que habían estado representando. Algunos jóvenes que las conocían estaban esperándolas. Como el número de peones humanos es menor que el de combinaciones que pueden formar, en una sala en que faltan todas las personas que podría uno conocer se encuentra a una a la que no se creía tener nunca ocasión de volver a ver, y que llega tan a punto que la casualidad parece providencial casi, a pesar de que otra cualquiera hubiese podido sustituirla de habernos hallado no en ese lugar, sino en otro diferente en el que habrían nacido otros deseos y hubiéramos encontrado algún otro antiguo conocido que secundase la obra de la casualidad. Las puertas de oro del mundo de los sueños habían vuelto a cerrarse tras Raquel antes de que Saint-Loup la hubiese visto salir del teatro, con lo que las pecas y los granitos tuvieron escasa importancia. Le desagradaron, sin embargo, en cuanto, al cesar de estar solo, no tuvo ya el mismo poder de ensoñar que en el teatro. Pero ese poder, bien que ya no pudiera darse cuenta de él, seguía rigiendo sus actos como esos astros que nos gobiernan merced a su atracción, incluso durante las horas en que no son visibles a nuestros ojos. Así, el deseo de la comedianta de finos rasgos, que ni siquiera estaban presentes en el recuerdo de Roberto, determinó que este, abalanzándose al antiguo camarada que por casualidad estaba allí, se hiciese presentar a la persona sin rasgos y con pecas, puesto que era la misma, y diciéndose que ya más tarde trataría de saber cuál de las dos eran en realidad esa misma persona. Ella tenía prisa, ni siquiera dirigió de esa vez la palabra a Saint-Loup, y sólo varios días después había podido él por fin, consiguiendo que dejase a sus compañeras, volver con ella. La quería ya. La necesidad de ensueño, el deseo de ser dichoso merced a aquello con que se ha soñado hacen que no sea menester mucho tiempo para que uno confíe todas sus probabilidades de felicidad a la que pocos días antes no era más que una aparición fortuita, desconocida, indiferente, en las tablas del escenario.
Cuando, bajado el telón, pasamos al escenario, intimidado al pasearme por el escenario, quise hablar con vivacidad a Saint-Loup; de esa manera, mi actitud, como yo no sabía cuál debía adoptarse en aquellos lugares nuevos para mí, sería enteramente acaparada por nuestra conversación y los demás pensarían que yo estaba tan enfrascado en ella, tan distraído, que encontrarían natural que no tuviese las expresiones de fisonomía que hubiera debido tener en un sitio en que, entregado por completo a lo que estaba diciendo, sabía apenas que me encontraba; y cogiendo al vuelo, para ir más aprisa, el primer tema de conversación:
—¿Sabes —le dije a Roberto— que he estado a decirte adiós el día de mi marcha? Nunca he tenido ocasión de hablar de ello. Te he saludado en la calle.
—No me hables de eso —me respondió—, me ha tenido desolado; nos hemos encontrado junto al cuartel, pero no pude detenerme porque iba ya muy retrasado. Te aseguro que estaba consternado.
¡Así es que me había reconocido! Volvía a ver yo el saludo completamente impersonal que me había dirigido alzando la mano hasta el quepis, sin una mirada reveladora de que me conociese, sin un gesto que manifestase que sentía no poder pararse. Evidentemente, la ficción que en aquel momento había adoptado de no reconocerme había debido de simplificarle mucho las cosas. Pero a mí me dejaba estupefacto eso de que hubiera sabido detenerse tan rápidamente en ella y antes de que un reflejo hubiera revelado su primera impresión. Ya había observado yo en Balbec que, al lado de aquella ingenua sinceridad de su rostro, cuya piel dejaba ver por transparencia el brusco afluir de determinadas emociones, su cuerpo había sido admirablemente adiestrado por la educación en cierto número de disimulos de urbanidad, y, como un perfecto comediante podía, en su vida de regimiento, en su vida mundana, desempeñar uno tras otro diferentes papeles. En uno de sus papeles me quería profundamente, se portaba conmigo como si fuera hermano mío; había sido mi hermano, había vuelto a serlo; pero por un instante había sido otro personaje que no me conocía y que, alzando las bridas, encajado el monóculo en el ojo, sin una mirada ni una sonrisa, se había llevado la mano a la visera del quepis para devolverme correctamente el saludo militar.
Las decoraciones, armadas aún, por entre las que pasaba yo, vistas así de cerca y despojadas de todo lo que les añaden la lejanía y la iluminación que el gran pintor que las había hecho a brochazos había calculado, eran miserables, y Raquel, cuando me acerqué a ella, no sufrió de un menor poder de destrucción. Las aletas de su nariz encantadora se habían quedado en la perspectiva, entre la sala y el escenario, lo mismo que el relieve de las decoraciones. Ya no era ella; sólo la reconocía gracias a sus ojos, en que su identidad se había refugiado. La forma, el fulgor de aquel astro joven, tan brillante momentos antes, habían desaparecido. En cambio, como si nos acercásemos a la luna y dejase de parecemos de rosa y de oro, en aquel rostro tan terso hacía un instante no distinguía yo más que protuberancias, manchas, hoyos. A pesar de la incoherencia en que se resolvían de cerca, no sólo el rostro femenino, sino las telas pintadas, yo me sentía feliz de estar allí, andando por entre las decoraciones, en medio de todo aquel marco que en otro tiempo mi amor a la naturaleza me hubiera hecho encontrar aburrido y artificioso, pero al que su pintura, hecha por Goethe en el Wilhem Meister, había dado para mí cierta belleza, y ya estaba encantado al descubrir en el medio de periodistas o gentes de la buena sociedad, amigos de las artistas que saludaban, charlaban, fumaban como si estuvieran en la calle, a un joven con gorro de terciopelo negro, con faldas color hortensia, coloreadas de rojo las mejillas como una página de álbum de Watteau, el cual, con la boca sonriente, vueltos al cielo los ojos, esbozando graciosos ademanes con las palmas de las manos, botando ligeramente, parecía tan de otra especie que la gente sesuda de chaqueta y de levita en medio de la cual perseguía como un loco su ensueño extasiado, tan ajeno a las preocupaciones de su vida, tan anterior a las costumbres de su civilización, tan emancipado de las leyes de la naturaleza, que resultaba tan confortante y tan fresco como ver a una mariposa extraviada entre una muchedumbre seguir con los ojos por entre las bambalinas bajas los arabescos naturales que en ellas trazaban sus jugueteos alados, caprichosos y pintados. Pero en el mismo instante Saint-Loup se imaginó que su querida ponía atención en aquel danzarín que estaba ensayando por última vez una figura del intermedio en que iba a aparecer, y se le anubló el semblante.
—Podías mirar para otro lado —le dijo con expresión recelosa—. Ya sabes que esos danzantes no valen lo que la cuerda a que harían bien en subir para partirse la crisma, y son gente capaz de ir después jactándose de que has puesto en ellos los ojos. Además, ya oyes que te están diciendo que vayas a tu cuarto de vestir. Todavía vas a llegar con retraso.
Tres caballeros —tres periodistas—, al ver la expresión furibunda de Saint-Loup, se acercaron alborozados a oír lo que se decía. Y como del otro lado estaban armando una decoración, nos vimos apretados contra ellos.
—¡Oh, pero si lo conozco, es amigo mío! —exclamó la querida de Saint-Loup mirando al danzarín—. ¡Qué bien lo hace! ¡Mire usted esas manitas que danzan lo mismo que todo el resto de su cuerpo!
El bailarín volvió la cabeza hacia ella, y al aparecer su persona humana bajo el silfo que se adiestraba en ser, la escarcha recta y gris de sus ojos brilló entre sus pestañas tiesas y pintadas, y una sonrisa prolongó a un lado y otro su boca, en su faz pintada de rojo al pastel; después, por divertir a la joven, como una cantante que por complacencia nos canturrea el aire en que le hemos dicho que la admirábamos, empezó a hacer de nuevo el mismo movimiento con las palmas de las manos, remedándose a sí mismo con un primor de pastichista y un buen humor de niño.
—¡Oh! ¡No puede ser más encantadora la ocurrencia de remedarse a sí mismo! —exclamó ella batiendo palmas.
—Hijita, te lo suplico —le dijo Saint-Loup con voz desolada—, no te des en espectáculo de esa manera, me matas; te juro que como digas una palabra más no te acompaño a tu camarín y me voy; vamos, no seas mala.
—No te quedes así en medio del humo del cigarro, te va a hacer daño —me dijo Saint-Loup con la solicitud que tenía para conmigo desde Balbec.
—¡Oh, qué suerte, si te vas!
—Te advierto que no volveré más.
—No me atrevo a esperarlo.
—Mira, ya sabes que te he prometido el collar como fueses buena, pero ya que me tratas de esa manera…
—¡Ah! Ahí tienes una cosa que no me extraña en ti. Me habías hecho una promesa, hubiera debido pensar de sobra que no la cumplirías. Quieres hacer ver que tienes dinero, pero yo no soy interesada como tú. Me trae completamente sin cuidado tu collar. Tengo quien me lo dé.
—Nadie más que yo podrá dártelo, porque lo he dejado apartado en casa de Boucheron y me ha dado palabra de que sólo me lo venderá a mí.
—Está bien, has querido cogerme en el lazo, has tomado de antemano todas tus precauciones. Es realmente lo que se dice Marsantes, Mater Semita, huele a la casta —respondió Raquel repitiendo una etimología que descansaba en un grosero contrasentido, ya que Semita significaba sendero y no semita, pero que los nacionalistas aplicaban a Saint-Loup por sus opiniones dreyfusistas, que debía, sin embargo, a la actriz. Esta se hallaba menos indicada que nadie para motejar de judía a la señora de Marsantes, a quien los etnógrafos de la buena sociedad no podían llegar a encontrar nada de judío fuera de su parentesco con los Lévy-Mirepoix—. Pero no han de quedar así las cosas, tenlo por seguro. Una palabra dada en esas condiciones no tiene ningún valor. Has obrado conmigo a traición. Boucheron ha de saberlo y se le dará el doble de lo que vale su collar. No has de tardar en tener noticias mías, estáte tranquilo. Roberto tenía razón cien veces. Pero las circunstancias son siempre tan complejas que el que tiene razón cien veces puede no tenerla una. Y no pude menos de acordarme de la frase desagradable y sin embargo tan inocente que le había oído en Balbec: «De esa manera la tengo metida en un puño».
—Has entendido mal lo que te he dicho respecto al collar. No te lo había prometido de una manera formal. Desde el momento en que haces todo lo necesario para que yo te deje, es muy natural, me parece, que no te lo dé, no comprendo dónde ves la traición en eso, ni que yo sea interesado. No puede decirse que yo haga sonar mi dinero, siempre te digo que soy un pobre diablo que no tiene sobre qué caerse muerto. Haces mal en tomarlo de esa manera, hijita. ¿Qué tengo yo de interesado? Bien sabes que mi único interés es el tuyo.
—¡Sí, sí!, puedes seguir —le dijo ella, irónicamente, esbozando el gesto del que le está tomando a uno el pelo.
Y volviéndose al bailarín:
—Verdaderamente tiene unas manos pasmosas. Yo, con ser una mujer, no podría hacer lo que está haciendo él.
Y volviéndose hacia él y señalándole los rasgos convulsos de Roberto:
—Mira, sufre —le dijo por lo bajo, con el momentáneo impulso de una crueldad sádica que por lo demás no guardaba ninguna relación con sus verdaderos sentimientos de cariño respecto a Roberto.
—Oye: por última vez te juro que ya puedes hacer lo que quieras; así tengas de aquí a ocho días todos los remordimientos del mundo, no volveré; la copa está llena, ten cuidado, es irrevocable; algún día has de sentirlo, será demasiado tarde.
Quizá fuese sincero, y el tormento de dejar a su querida le parecía menos cruel que el de seguir a su lado en ciertas condiciones.
—Pero, hijo —añadió, dirigiéndose a mí—, ya te he dicho que no sigas ahí, vas a empezar a toser.
Le indiqué la decoración que me impedía cambiar de sitio. Se llevó ligeramente la mano al sombrero y dijo al periodista:
—Caballero, ¿tendría usted la bondad de tirar su cigarro? A mi amigo le hace daño el humo.
Su querida, que no esperaba por él, se iba hacia su camarín, y, volviéndose:
—¿Hacen lo mismo con las mujeres esas manitas? —lanzó al bailarín desde el fondo del teatro, con una voz artificiosamente melodiosa e inocente de ingenua—. Pareces una mujer, creo que podría una entenderse muy bien contigo y con una de mis amigas.
—No está prohibido fumar, que yo sepa; cuando se está enfermo, no hay más que quedarse en casa —dijo el periodista.
El bailarín sonrió misteriosamente a la artista.
—¡Oh, cállate, que me vuelves loca! —le gritó ella—; ¡ya verás qué juegos hacemos!
—En todo caso, caballero, no es usted muy amable —dijo Saint-Loup al periodista, siempre en tono cortés y suave, con el aire de comprobación del que acaba de juzgar retrospectivamente un incidente liquidado.
En ese momento vi a Saint-Loup que levantaba el brazo verticalmente por encima de su cabeza como si hubiera hecho señas a alguien a quien yo no veía, o como un director de orquesta, y, en efecto —sin más transición que como, a un simple ademán hecho con el arco, en una sinfonía o en un ballet, unos ritmos violentos suceden a un gracioso andante—, tras las palabras corteses que acababa de decir, dejó caer su mano, en una bofetada resonante, sobre la mejilla del periodista.
Ahora que a las conversaciones acompasadas de los diplomáticos, a las risueñas artes de la paz, había sucedido el ímpetu furioso de la guerra, como los golpes llaman a los golpes, no me hubiera extrañado demasiado ver a los adversarios bañándose en su sangre. Pero lo que yo no podía comprender (como las personas que encuentran que no está dentro de las reglas del juego el que surja una guerra entre dos países cuando aún no ha habido más que una rectificación de fronteras, o la muerte de un enfermo cuando sólo se trataba de un tumor del hígado) era cómo Saint-Loup había podido hacer seguir a aquellas palabras, que apreciaban un matiz de amabilidad, de un ademán que en modo alguno salía de ellas, que ellas no anunciaban, el ademán de aquel brazo alzado no sólo con desprecio del derecho de gentes, sino del principio de causalidad, en una generación espontánea de cólera, ademán creado ex nihilo[18]. Afortunadamente, el periodista, que, tambaleándose con la violencia del golpe, había palidecido y vacilado un instante, no respondió. En cuanto a sus amigos, el uno había vuelto en seguida la cabeza, mirando atentamente del lado de las bambalinas hacia alguien que evidentemente no se encontraba allí; el segundo hizo como que se le había metido en el ojo una mota de polvo y empezó a pellizcarse el párpado haciendo muecas de dolor; en cuanto al tercero, había echado a correr, gritando:
—¡Ay, Dios!, me parece que van a levantar el telón; nos vamos a quedar sin nuestros asientos.
Yo hubiera querido hablar con Saint-Loup, pero estaba tan lleno de su indignación contra el bailarín, que esa indignación acudía a adherirse exactamente a la superficie de sus pupilas; como una armazón interior, distendía sus mejillas, de modo que como su agitación interna se traducía en una total inamovilidad exterior, ni siquiera tenía la elasticidad, el juego necesario para recibir unas palabras mías y responder a ellas. Los amigos del periodista, al ver que todo había terminado, volvieron al lado suyo, trémulos aún. Pero avergonzados de haberle abandonado, estaban absolutamente empeñados en que creyese que no se habían dado cuenta de nada. Así no acababan, el uno a cuenta de su mota de polvo en un ojo, el otro acerca de la falsa alarma que había tenido al figurarse que alzaban el telón, el tercero sobre la extraordinaria semejanza de una persona que había pasado con su hermano. E incluso le dejaron ver cierto mal humor porque no había compartido sus emociones.
—¡Cómo! ¿No te lo ha parecido a ti? ¿Es que no ves?
—Lo que os digo es que sois todos unos capones —rezongó el periodista abofeteado.
Inconsecuentes con la ficción que habían adoptado y en virtud de la cual hubieran debido —pero no pensaron en ello— hacer como que no comprendían lo que quería decir, profirieron una frase que es tradicional en tales circunstancias: «Ya te estás sulfurando, no te amosques, ¡parece que te has desbocado!».
Aun cuando yo había comprendido por la mañana, ante los perales en flor, la ilusión en que descansaba su amor hacia Rachel quand du Seigneur, no por ello me daba menos cuenta de lo que tenían de real, en cambio, los sufrimientos que nacían de ese amor. Poco a poco, el dolor que desde hacía una hora venía sintiendo, sin cesar, se retrajo, volvió a entrar en sí, una zozobra disponible y elástica apareció en sus ojos. Salimos los dos del teatro y anduvimos un poco, primeramente. Yo me había rezagado un instante en la esquina de la avenida Gabriel, desde donde veía llegar a menudo en otro tiempo a Gilberta. Probé durante algunos segundos a recordar aquellas impresiones lejanas, e iba a reunirme de nuevo con Saint-Loup a paso gimnástico, cuando vi que un señor bastante mal trajeado parecía estar hablándole bastante cerca. Concluí de ello que sería algún amigo personal de Roberto; a todo esto, parecían aproximarse todavía más el uno al otro; de pronto, como aparece en el cielo un fenómeno astral, vi unos cuerpos ovoideos que adoptaban con vertiginosa rapidez todas las posiciones que les permitían componer, delante de Saint-Loup, una inestable constelación. Lanzados como con honda, me pareció que eran lo menos siete. Sin embargo, no eran más que los dos puños de Saint-Loup, multiplicados por su rapidez en cambiar de lugar en aquel conjunto en apariencia ideal y decorativo. Pero esa obra de artificio no era sino una tunda que administraba Saint-Loup, y cuyo carácter agresivo en vez de estético me fue revelado primeramente por el aspecto del señor mediocremente trajeado, que pareció perder a un tiempo el aplomo, una mandíbula y mucha sangre. Dio explicaciones mentirosas a las personas que se acercaban a interrogarle, volvió la cabeza, y al ver que Saint-Loup se alejaba definitivamente para reunirse conmigo, se quedó mirándole con expresión de rencor y de abatimiento, pero en modo alguno furioso. Saint-Loup, en cambio, lo estaba, a pesar de no haber recibido ningún golpe, y sus ojos chispeaban todavía de cólera cuando llegó junto a mí. El incidente no se refería en nada, como yo había creído, a las bofetadas del teatro. Era un paseante apasionado que, al ver al apuesto militar que era Saint-Loup, le había hecho ciertas proposiciones. Mi amigo no salía de su asombro ante la audacia de aquel mangante, que ni siquiera esperaba las sombras nocturnas para arriesgarse, y hablaba de las proposiciones que le había hecho con la misma indignación con que los periódicos hablan de un robo a mano armada cometido osadamente en pleno día en un barrio céntrico de París. Sin embargo, el caballero apaleado era disculpable en cuanto que un plano inclinado acerca el deseo al goce lo suficientemente aprisa para que la simple belleza aparezca ya como un consentimiento. Ahora bien, no cabía discutir que Saint-Loup fuese guapo. Unos puñetazos como los que acababa de dar tienen, para los hombres del género del que un momento antes le había abordado, la utilidad de darles que pensar seriamente, si bien, con todo, durante un tiempo suficientemente escaso para que puedan corregirse y escapar así a los castigos de la justicia. Así, bien que Saint-Loup hubiese dado su vapuleo sin meditarlo mucho, todas las palizas de este género, aun cuando vayan en ayuda de las leyes, no llegan a homogeneizar las costumbres.