El viento arreciaba. Venía erizado y granado de una proximidad de nieve; yo llegaba a la calle mayor y subía al diminuto tranvía desde cuya plataforma un oficial que parecía no verlos respondía a los saludos de los soldados abobados que pasaban por la acera con la cara pintarrajeada por el frío, y esa cara hacía pensar —en esta ciudad a la que el brusco salto del otoño a este comienzo del invierno parecía haber arrastrado más hacia el norte— en la rubicunda faz que Breughel da a sus campesinos alegres, tragones y helados.
Y precisamente en el hotel en que yo estaba citado con Saint-Loup y con sus amigos, y al que las fiestas que empezaban atraían mucha gente de las cercanías y extranjeros, mientras yo atravesaba directamente el patio que daba a unas cocinas al rojo en que giraban los pollos espetados en asadores, en que se asaban cerdos sobre parrillas, en que langostas vivas aún eran arrojadas al que el fondista llamaba «el fuego eterno», había una afluencia (digna de un Empadronamiento a las puertas de Belén como los que pintaban los viejos maestros flamencos) de gente que llegaba y se apiñaba en los patios, preguntando al patrón o a alguno de sus ayudantes (que les indicaba de preferencia un alojamiento en la ciudad cuando no le parecían de bastante buena pinta) si podrían ser servidos y alojados, mientras un muchacho pasaba llevando cogida del pescuezo un ave que se debatía. Y en el vasto comedor que atravesé el primer día, antes de llegar a la reducida habitación en que me esperaba mi amigo, también hacía pensar en una comida del evangelio, figurada con la ingenuidad del tiempo antiguo y la exageración de Flandes, el número de pescados, de pollos cebados, de gallos silvestres, de chochas, de pichones que llegaban emperifollados y humeando, traídos por mozos jadeantes que se deslizaban por el suelo encerado para ir más a prisa y los depositaban en la inmensa consola en que eran trinchados inmediatamente, pero en la que —muchos almuerzos tocaban a su fin cuando yo llegaba— se amontonaban sin utilizar, como si su profusión y la precipitación de quienes los traían respondiesen, mucho más que a los pedidos de los comensales, al respeto al texto sagrado, escrupulosamente seguido en lo que se refería a la letra, pero ingenuamente ilustrado con detalles tomados de la vida local, y al cuidado estético y religioso de mostrar a los ojos la magnificencia de la fiesta mediante la profusión de las vituallas y la solicitud de los sirvientes. Uno de estos, al final de la sala, soñaba, inmóvil, al lado de un aparador, y para preguntar a este, único que parecía suficientemente sereno para responderme, en qué habitación habían dispuesto nuestra mesa, avanzando por entre los infernillos encendidos aquí y allá para impedir que se enfriasen tos platos de los retrasados (lo que no impedía que los postres, en el centro de la sala, estuvieran sostenidos por la mano de un enorme muñeco a que servían de soporte, a veces, las alas de un pato de cristal, a lo que parecía, en realidad de hielo labrado todos los días con un hierro al rojo por un cocinero escultor en un gusto de pura cepa flamenca), me fui derecho, con riesgo de ser derribado por los demás, hacia aquel servidor en quien creí reconocer a un personaje que es tradicional en estos temas sagrados y cuyo semblante estupefacto, ingenuo y mal dibujado, cuya expresión soñadora, semipresciente ya del milagro de una presencia divina que los demás no han sospechado aún, reproducía escrupulosamente. Añadamos que, en atención, sin duda, a las fiestas próximas, se agregó a esta figuración un suplemento celeste reclutado por entero entre un personal de querubines y serafines. Un juvenil ángel músico de rubios cabellos que encuadraban un rostro de catorce años, no tañía, a decir verdad, instrumento alguno, sino que soñaba ante un gongo o un rimero de platos, mientras que otros ángeles menos infantiles se azacaneaban por los desmesurados ámbitos de la sala, agitando en ellos el aire con la incesante ráfaga de las servilletas que bajaban a lo largo de su cuerpo en forma de alas de primitivos, de puntas agudas. Huyendo de estas regiones mal definidas, veladas por una cortina de palmas, por donde los celestes servidores parecía, de lejos, que viniesen del empíreo, me abrí camino hasta la salita en que estaba la mesa de Saint-Loup. En ella encontré a algunos de sus amigos que almorzaban siempre con él, nobles, salvo uno o dos plebeyos en quienes los nobles, sin embargo, desde el colegio, habían venteado amigos y a los que se habían unido gustosos, probando así que no eran, en principio, hostiles a los burgueses, aun cuando fueran republicanos, con tal que tuviesen las manos limpias y fuesen a misa. Desde el primer momento, antes de sentarnos a la mesa, me llevé a Saint-Loup a un rincón del comedor, y delante de todos los demás, que, sin embargo, no nos oían, le dije:
—Roberto, el momento y el sitio están mal escogidos para decirle a usted una cosa, pero va a ser solamente un segundo. Siempre me olvido de preguntárselo en el cuartel: ¿no es de la señora de Guermantes la fotografía que tiene usted encima de la mesa?
—Claro que sí; es tía mía.
—¡Pues es verdad! ¡Estoy tonto! ¡Si lo sabía! ¡Por Dios! No había pensado nunca en ello. Sus amigos de usted deben de estar impacientes, hablemos a prisa, que nos miran, o ya hablaremos de ello otra vez, no tiene ninguna importancia.
—Nada de eso, siga usted; no tienen cosa mejor que hacer que esperar.
—De ningún modo. Me importa mostrarme cortés con ellos, ¡son tan amables! Por lo demás, ya le digo que no es cosa que me interese demasiado.
—¿Conoce usted a la gran Oriana?
Este «gran Oriana», como hubiera podido decir «la buena de Oriana», no quería decir que Saint-Loup considerase a la señora de Guermantes como particularmente buena. En este caso, buena, excelente, grande, son simples refuerzos del esa que designa a una persona a quien ambos interlocutores conocen, y de la cual no acabamos de saber qué decir a quien no es de nuestra intimidad. Buena sirve como de entremés y permite esperar un instante a que se haya encontrado el: «¿La ve usted a menudo?», o «Hace varios meses que no la he visto», o «La veré el martes», o «Ya no debe de ser ninguna niña».
—No puedo decirle qué alegrón me da que sea su fotografía, porque ahora vivimos en su misma casa, y me han contado de ella cosas inauditas (me hubiera visto perplejo para decir cuáles) que hacen que me interese mucho desde un punto de vista literario, ¿comprende usted?, desde un punto de vista, ¿cómo diría yo?, balzaciano; usted, que es tan inteligente, lo comprenderá con media palabra; pero acabemos pronto, ¡qué estarán pensando de mi educación sus amigos!
—¡Qué han de pensar! Les he dicho que es usted sublime, y están mucho más intimidados que usted.
—Es usted demasiado amable. Pero, ahora que caigo en ello, la señora de Guermantes no supone que yo le conozco a usted, ¿verdad?
—No lo sé; no he vuelto a verla desde el verano pasado, porque desde su regreso no me han concedido ningún permiso.
—Es que, vera usted, me han asegurado que me cree rematadamente idiota.
—Eso no lo creo: Oriana no es un águila; pero, así y todo, no es ninguna estúpida.
—Ya sabe usted que no me hace ninguna gracia, en general, que publique usted los buenos sentimientos que respecto de mí le animan, porque carezco de amor propio. Así, siento que haya dicho usted cosas amables a cuenta mía a sus amigos (a cuyo lado vamos a volver dentro de dos segundos). Pero por lo que toca a la señora de Guermantes, si pudiera usted hacerle saber, aunque fuera con un poco de exageración, lo que piensa usted de mí, me causaría un gran placer.
—Lo haré con muchísimo gusto; si no es más que eso lo que tiene usted que pedirme, la cosa no es muy difícil. Pero ¿qué importancia puede tener lo que ella pueda pensar de usted? Supongo que a usted le traerá sin cuidado; de todas formas, si no es más que eso, podemos hablar de ello delante de todo el mundo, porque temo que se fatigue usted hablando de pie y de una manera tan incómoda, cuando tantas ocasiones tenemos de estar juntos.
Era precisamente esa incomodidad lo que me había dado ánimos para hablar a Roberto: la presencia de los demás era para mí un pretexto que me autorizaba a dar a mis frases un sesgo corto y deshilvanado, a favor del cual podía disimular más fácilmente la mentira en que incurría al decir a mi amigo que había olvidado su parentesco con la duquesa y para no dejarle tiempo a que me hiciese preguntas sobre los motivos que tenía para desear que la señora de Guermantes supiese que yo era amigo suyo, inteligente, etc., preguntas que me hubieran desconcertado tanto más cuanto que no hubiera podido responder a ellas.
—Me extraña, Roberto, que siendo usted como es tan inteligente no comprenda que no debemos discutir lo que proporciona un placer a nuestros amigos, sino hacerlo. Yo, si usted me pidiera algo —y, es más, tendría un verdadero gusto en que me pidiera usted alguna cosa—, le aseguro que no le pediría explicaciones. Voy más allá de lo que deseo; no tengo ningún empeño en conocer a la señora de Guermantes, pero aunque no fuese más que por probarle, debía haberle dicho que deseaba almorzar en casa de la señora de Guermantes, y estoy seguro de que usted no lo hubiera hecho.
—No sólo lo hubiera hecho, sino que lo haré.
—¿Cuándo?
—En cuanto vuelva a París, de aquí a tres semanas, sin duda.
—Ya lo veremos; aparte de que no querrá ella. No puedo decirle a usted cuánto se lo agradezco.
—¡Pero si no vale la pena!
—No me diga usted eso; es absurdo, porque ahora veo qué amigo es usted para mí. Sea o no importante lo que pido, desagradable o no, que en realidad tenga valor para mí o que sea tan sólo por ponerle a usted a prueba, importa poco; usted me dice que lo hará, y me demuestra con ello la delicadeza de su inteligencia y de su corazón. Un amigo estúpido hubiera discutido.
Eso era justamente lo que acababa de hacer él; pero tal vez quisiera yo cazarle por el lado del amor propio: quizá, también, fuese sincero, pareciéndome que la única piedra de toque del mérito era la utilidad de que podía serme la gente con respecto a la única cosa que apareciese como importante, y que era mi amor. Después añadí, fuese por duplicidad, fuese por un auténtica crecida de ternura producida por el agradecimiento, por el interés y por cuanto de los rasgos de la señora de Guermantes había puesto en su sobrino Roberto la naturaleza:
—Pero tenemos que volver al lado de los demás: y aún no le he pedido a usted más que una de las dos cosas, la menos importante; la otra lo es más para mí, pero temo que me la niegue usted: ¿le molestaría que nos tuteásemos?
—¡Molestarme! ¡Por Dios! ¡Alegría! ¡Lágrimas de alegría! ¡Felicidad insólita!
—¡Si viera usted cómo se lo agradezco… te lo agradezco! Bueno, cuando usted haya empezado. Es para mí un goce tan grande que, si le parece, puede usted no hacer nada en lo que se refiere a la señora de Guermantes; con el tuteo me basta.
—Se harán las dos cosas.
—¡Ah!, Roberto, oiga usted —volví a decir a Saint-Loup durante la comida—. ¡Oh, es tan cómica esta conversación a retazos! Y, por otra parte, no sé por qué, ¿sabe usted?, la señora de que acabo de hablarle…
—Sí.
—Ya sabe usted a quién me refiero.
—Pero, bueno, me está usted tomando por un cretino de Valais, por un retrasado…
—¿No querría usted darme su fotografía?
Pensaba pedirle solamente que me la prestase. Pero en el momento de hablar me sentí acometido de timidez, encontré indiscreta mi petición, y, por no dejarlo ver, la formulé más brutalmente, la abulté todavía más, como si hubiera sido absolutamente natural.
—No; antes tendría que pedirle permiso a ella —me respondió.
Inmediatamente se sonrojó. Comprendí que le quedaba un pensamiento oculto, que me atribuía a mí otro, que sólo a medias serviría a mi amor bajo la reserva de ciertos principios de moralidad, y le aborrecí.
Y, sin embargo, me sentía conmovido al ver cuán diferente se mostraba Saint-Loup para conmigo desde el momento en que ya no estaba a solas con él y que sus amigos hacían de terceros. Su mayor amabilidad me hubiera dejado indiferente si hubiese creído que fuera afectada; pero la sentía involuntaria y hecha solamente de todo lo que debía decir acerca de mí cuando yo estaba ausente y que callaba cuando me encontraba a solas con él. En nuestros coloquios íntimos sospechaba yo, desde luego, el placer que encontraba él en charlar conmigo, pero ese placer seguía siendo casi siempre inesperado. Ahora, ante las mismas frases mías que de ordinario saboreaba sin percatarse de ello, espiaba con el rabillo del ojo si producían en sus amigos el efecto con que había contado él y que debía responder a lo que él les había anunciado. La madre de una debutante no tiene más pendiente su atención del papel de su hija y de la actitud del público. Si yo había dicho alguna frase ante la cual, a solas conmigo, hubiera sonreído simplemente, temía que no la hubiesen comprendido los demás, me decía: «¿Cómo?, ¿cómo?», para hacérmela repetir con objeto de hacer que prestasen atención, y en seguida, volviéndose hacia los demás y convirtiéndose, sin querer, al mirarlos con expresión risueña, en entrenador de su risa, me presentaba por vez primera la idea que tenía de mí y que a menudo debía de haberles expresado. De suerte que yo me percibía súbitamente a mí mismo desde fuera, como quien lee su propio nombre en el periódico o se ve en un espejo.
Una de esas noches me ocurrió que quise contar una historia bastante cómica a propósito de la señora de Blandais, pero me detuve inmediatamente, recordando que Saint-Loup conocía ya la anécdota y que, al querer decírsela al día siguiente de mi llegada, me había atajado diciéndome: «Ya me la ha contado usted en Balbec». Así es que me quedé estupefacto cuando vi que Saint-Loup me exhortaba a que continuase, asegurándome que no conocía aquella historia, y que le divertiría mucho. Le dije: «No se acuerda usted en este momento, pero la reconocerá en seguida». «No, te juro que te engañas. No me la has contado nunca. Anda». Y en lo que duró la historia, clavaba febrilmente sus miradas, encantado, tan pronto en mí como en sus compañeros. Sólo cuando hube acabado entre las risas de todos, comprendí que Saint-Loup había pensado que la historia daría una elevada idea de mi ingenio a sus camaradas, y que por eso había fingido no conocerla. Así es la amistad.
A la tercera noche, uno de sus amigos con quien no había tenido ocasión de hablar los dos primeras veces, habló largamente conmigo, y le oí decir a media voz a Saint-Loup el gusto que le daba nuestra charla. Y, en efecto, pasamos juntos casi toda la velada hablando ante nuestros vasos de sauternes[10] que no vaciábamos, separados, protegidos de los demás por los velos magníficos de una de esas simpatías entre hombres que, cuando no tienen por base un atractivo físico, son las únicas que sean completamente misteriosas. Así, dotado de esa naturaleza enigmática, me había parecido en Balbec el sentimiento que Saint-Loup experimentaba respecto de mí, sentimiento que no se confundía con el interés de nuestras conversaciones, desligado de todo vínculo material, invisible, intangible, y cuya presencia, empero, sentía en sí como una especie de flogístico, de gas, suficiente para hablar de ello riéndose. Y tal vez había algo más sorprendente aún en esta simpatía nacida aquí en una sola velada, como una flor que se hubiera abierto en unos minutos al calor de esta reducida habitación. No pude menos de preguntarle a Saint-Loup, a tiempo que estaba hablándome de Balbec, si era cosa verdaderamente decidida que se casaba con la señorita de Ambresac. Me declaró que no sólo no era cosa decidida, sino que nunca se había tratado de ello, que jamás había visto a tal señorita, que no sabía quién era. Si yo hubiese visto en aquel momento a algunas de las personas de la buena sociedad que habían anunciado esa boda, me hubiesen dado parte de la de la señorita de Ambresac con otro que no fuera Saint-Loup, y de la de Saint-Loup con una señorita diferente de la de Ambresac. Yo les hubiera dejado sobremanera estupefactas al recordarles sus predicciones contrarias y tan recientes aún. Para que este pequeño juego pueda continuar y multiplicar las noticias falsas, acumulando sucesivamente el mayor número de ellas, la naturaleza ha dotado a ese género de jugadores de una memoria tanto más exigua cuanto mayor es su credulidad.
Saint-Loup me había hablado de otro de sus camaradas que también se encontraba allí, con el cual se entendía particularmente bien, ya que ambos eran en aquel medio los dos únicos partidarios de la revisión del proceso Dreyfus.
—¡Oh!, lo que es ese no es como Saint-Loup; es un energúmeno —me dijo mi nuevo amigo—; ni siquiera va de buena fe. Al principio decía: «No hay más que esperar; tenemos un hombre a quien conozco bien: agudo y bueno, el general de Boisdeffre; a cierraojos podremos admitir su parecer». Pero cuando supo que Boisdeffre proclamaba la culpabilidad de Dreyfus, ya no valía nada Boisdeffre; el clericalismo, los prejuicios del Estado Mayor le impedían juzgar sinceramente, aun cuando nadie sea, o fuese, por lo menos, tan clerical como nuestro amigo antes de su Dreyfus. Entonces nos dijo que de todas maneras se sabría la verdad, porque el asunto iba a ir a manos de Saussier, y que este, soldado republicano (nuestro amigo pertenece a una familia ultramonárquica), era un hombre de bronce, una conciencia inflexible. Pero cuando Saussier ha proclamado la inocencia de Esterhazy, nuestro amigo encontró nuevas explicaciones de ese veredicto, desfavorables, no para Dreyfus, sino para el general Saussier. Lo que cegaba a Saussier era el espíritu militarista (y observe usted que nuestro amigo es tan militarista como clerical, o, por lo menos, lo era, porque ya no sé qué pensar de él). Su familia está desolada de verle dominado por esas ideas.
—Mire usted —dije, volviéndome a medias hacia Saint-Loup porque no pareciese que me aislaba, al mismo tiempo que me volvía a su compañero para hacerle participar de la conversación—: Es que la influencia que se atribuye al ambiente es particularmente cierta en lo que se refiere al ambiente intelectual. Cada uno es el hombre de su idea; hay muchas menos ideas que hombres, y así, todos los hombres aferrados a la misma idea se parecen. Como una idea no tiene nada de material, los hombres que sólo materialmente están en torno al hombre de una idea no modifican a esta ni poco ni mucho.
Saint-Loup no se contentó con esta comparación. En un delirio de alegría, que sin duda redoblaba la que sentía al hacerme brillar ante sus amigos, con extremada volubilidad, me repetía, palmoteándome como a un caballo que ha llegado el primero a la meta:
—¿Sabes que eres el hombre más inteligente que conozco?
Se corrigió, y añadió:
—Tú y Elstir. ¿No te molesta, verdad? ¿Comprendes? Es un escrúpulo. Comparación: te lo digo como pudiera decirse a Balzac: es usted el novelista más grande del siglo, con Stendhal. Exceso de escrúpulo, ¿comprendes?; en el fondo, una admiración inmensa. ¿No? No le regateas méritos a Stendhal, ¿verdad? —añadía con una ingenua confianza en mi juicio, confianza que traducía en una encantadora interrogación sonriente, casi infantil, de sus ojos verdes.
—Bueno, veo que eres de mi opinión. Bloch detesta a Stendhal; en él me parece estúpido. De todas maneras, La Cartuja es enorme, ¿no? Me alegra que seas de mi parecer. ¿Qué es lo que más te gusta de La Cartuja?, contesta —me decía con juvenil impetuosidad. Y su fuerza física, amenazadora, daba casi algo espantoso a su pregunta—. ¿Mosca? ¿Fabricio?
Yo respondía tímidamente que Mosca tenía algo del señor de Norpois. Afirmación que desencadenaba una tempestad de risa en el joven Sigfredo Saint-Loup. No había acabado de añadir:
—Pero Mosca es mucho más inteligente, menos pedantesco —cuando oí a Roberto gritar «¡bravo!», aplaudiendo realmente, riendo hasta ahogarse, y gritando: «¡Exacto! ¡Excelente! Eres único».
En este momento me interrumpió Saint-Loup porque uno de los militares jóvenes acababa, sonriendo, de señalarme, diciéndole: «Duroc, es Duroc calcado». Yo no sabía qué quería decir con eso, pero sentía que la expresión del rostro intimidado era más que benévola. Cuando yo hablaba, hasta la aprobación de los demás le parecía a Saint-Loup excesiva, y exigía silencio. Y como un director de orquesta que interrumpe a sus músicos dando un golpe con la batuta porque alguien ha hecho ruido, riñó al perturbador:
—Gibergue —dijo—, debe usted callar cuando está hablando alguien. Ya dirá usted luego lo que tenga que decir. Vamos, siga usted —me dijo.
Respiré, porque temía que me hiciese volver a empezar.
—Y como una idea —empecé— es algo que no puede participar de los intereses humanos ni podría gozar de sus beneficios, los hombres de una idea no son influidos por el interés.
—¡Me parece que ha dicho algo, chicos! —exclamó, después que yo hube acabado de hablar, Saint-Loup, que me había seguido con los ojos con la misma solicitud ansiosa que si hubiera estado andando por la cuerda floja—. ¿Qué es lo que quería usted decir, Gibergue?
—Decía que el señor me recordaba al comandante Duroc. Me parecía estar oyéndole.
—También yo he pensado en ello más de una vez —respondió Saint-Loup—; hay muchos puntos de contacto entre los dos, pero ya verán ustedes cómo este tiene miles de cosas que no tiene Duroc.
Así como un hermano de este amigo de Saint-Loup, alumno de la Schola Cantorum, pensaba de toda obra musical nueva, en modo alguno como su padre, su madre, sus primos, sus camaradas de club, sino exactamente como todos los demás alumnos de la Schola, así este alférez noble (del cual se formó Bloch una idea extraordinaria cuando le hablé de él, porque, conmovido al enterarse de que era de su mismo partido, se lo imaginaba, sin embargo, por sus orígenes aristocráticos y su educación religiosa y militar, que no podía ser más diferente de la suya, adornado del mismo encanto que un natural de una comarca remota) tenía una mentalidad, como empezaba a decirse entonces, análoga a la de todos los dreyfusistas, en general, y a la de Bloch en particular, y sobre la cual no podían tener el menor influjo las tradiciones de su familia ni los intereses de su carrera. Así se había casado un primo de Saint-Loup con una princesa de Oriente que, según decían, hacía versos tan hermosos como los de Víctor Hugo o de Alfredo de Vigny, y a la cual, a pesar de ello, se le suponía un espíritu diferente del que pudiera concebirse, un espíritu de princesa de Oriente recluida en un palacio de Las mil y una noches. Los escritores que tuvieron privilegio de acercarse a ella se encontraron con la decepción, o más bien con la alegría de oír una conversación que daba la idea, no de una Sherazada, sino de un ser genial del linaje de Alfredo de Vigny o de Víctor Hugo.
Lo que más me gustaba era hablar con este joven, como con los restantes amigos de Roberto, por lo demás, y con el propio Roberto, del cuartel, de los oficiales de la guarnición, del ejército en general. Gracias a esa escala, inmensamente ampliada, en que vemos las cosas, por pequeñas que sean, en cuyo círculo comemos, charlamos, vivimos nuestra vida real; gracias a ese formidable aumento que sufren y que hace que el resto ausente del mundo no pueda luchar con ellas y adquiera, a su lado, la inconsistencia de un sueño, había empezado a interesarme por las diversas personalidades del cuartel, por los oficiales que encontraba en el patio cuando iba a ver a Saint-Loup, o, si estaba despierto, cuando el regimiento pasaba por debajo de mis ventanas. Hubiera querido saber detalles acerca del comandante a quien tanto admiraba Saint-Loup, y sobre el curso de historia militar, que me habría encantado estéticamente inclusive. Sabía que, en Roberto, cierto verbalismo solía ser con demasiada frecuencia un tanto huero; pero otras veces significaba la asimilación de ideas profundas que era muy capaz de comprender. Desgraciadamente, desde el punto de vista del ejército, Roberto estaba preocupado, sobre todo en aquel momento, por el asunto Dreyfus. Hablaba poco de ello, porque era el único dreyfusista de su mesa; los demás eran violentamente hostiles a la revisión, salvo mi vecino de mesa, mi nuevo amigo, cuyas opiniones parecían bastante flotantes. Admirador convencido del coronel, que pasaba por ser un oficial notable y que había censurado la agitación contra el ejército en diversas órdenes del día, que le hacían pasar por antidreyfusista, mi vecino había sabido que su jefe había dejado escapar algunas afirmaciones que habían permitido creer que tenía dudas en cuanto a la culpabilidad de Dreyfus y que conservaba su estimación a Picard. Respecto a este último punto, en todo caso, el rumor del relativo dreyfusismo del coronel estaba mal fundado, como todos los rumores que, sin que nadie sepa de dónde vienen, se producen en torno a toda cuestión de importancia. Porque, poco después, como este coronel fuese encargado de interrogar al antiguo jefe de la oficina de informes, lo trató con una brutalidad y un desprecio que jamás habían sido igualados hasta entonces. Fuese de ello lo que fuese, y aun cuando no se hubiera permitido informarse directamente del coronel, mi vecino había tenido para con Saint-Loup la cortesía —en el tono con que una dama católica anuncia a una dama judía que su cura reprueba las matanzas de judíos en Rusia y admira la generosidad de ciertos israelitas— de decirle que el coronel no era para el dreyfusismo —para cierto dreyfusismo, cuando menos— el adversario fanático, limitado, que se había imaginado la gente.
—No me extraña —dijo Saint-Loup—, porque es un hombre inteligente. Pero, a pesar de todo, los prejuicios de nacimiento, y sobre todo el clericalismo le ciegan. ¡Ah! —me dijo—, el comandante Duroc, el profesor de Historia militar de que te he hablado, ese sí que, a lo que parece, comparte por completo nuestras ideas. Por lo demás, me hubiera chocado lo contrario, porque no sólo es de una inteligencia sublime, sino radical socialista y francmasón.
Tanto por cortesía para con sus amigos, a quienes las profesiones de fe dreyfusistas de Saint-Loup les resultaban desagradables, como porque el resto me interesaba más, pregunté a mi vecino si era exacto que aquel comandante hacía una demostración de la historia militar de verdadera belleza estética. «Es absolutamente cierto».
—Pero ¿qué entiende usted por eso?
—Verá usted: todo lo que usted lee, supongamos que en la relación de un narrador militar, los hechos más menudos, los acontecimientos más pequeños no son más que signos de una idea que hay que poner al desnudo, y que con frecuencia encubre otras, como un palimpsesto. De manera que tiene usted un conjunto tan intelectual como el que puedan ofrecer una ciencia o un arte cualesquiera, y que es satisfactorio para el espíritu.
—Por medio de ejemplos, si no me engaño.
—Es difícil decirte cómo —interrumpió Saint-Loup—. Tú lees, pongo por caso, que tal cuerpo ha intentado… Aun antes de pasar más adelante, el nombre del cuerpo, su composición, no carecen de significado. Si no es la primera vez que se ensaya la operación, y si para la misma operación vemos que aparece otro cuerpo, esto puede ser señal de que los cuerpos precedentes han sido aniquilados o muy maltratados por esa operación, que ya no están en estado de llevarla a término. Ahora bien; es preciso informarse de qué cuerpo era el que hoy ha sido aniquilado, si eran tropas de combate, dejadas en reserva para ataques de importancia, ya que un nuevo cuerpo de calidad inferior tiene pocas probabilidades de salir airoso allí donde ellas han fracasado. Además, si no se está en los comienzos de una campaña, ese mismo cuerpo nuevo puede estar compuesto de elementos tomados de acá y de allá, lo cual, en lo que se refiere a las fuerzas de que todavía dispone el beligerante, a la proximidad del momento en que esas fuerzas serán inferiores a las del adversario, puede facilitar indicaciones que darán a la misma operación que ese cuerpo va a intentar una significación diferente, porque, si ya no se halla en estado de reparar sus pérdidas, sus mismos triunfos no harán más que encaminarlo, aritméticamente, hacia el aniquilamiento final. Por otra parte, el número que designa al cuerpo que se le opone no tiene menos significación. Si, por ejemplo, es una unidad mucho más débil y que ha consumido ya varias unidades importantes del adversario, la misma operación cambia de carácter, porque, aun cuando hubiese de acabar con la pérdida de la posición que el defensor ocupaba, el haberla ocupado durante algún tiempo puede ser un gran triunfo, si con fuerzas mínimas ha bastado para destruir otras muy importantes del adversario. Como puedes comprender, si en el análisis de los cuerpos comprometidos se encuentran cosas de tal importancia, el estudio de la posición misma, de las vías férreas, de las carreteras que esa posición domina, de los avituallamientos que protege, tienen mayores consecuencias aún. Hay que estudiar lo que llamaré todo el contexto militar —añadió, riéndose. (Y, en efecto, quedó tan satisfecho de esta expresión, que, más adelante, cada vez que la empleaba, incluso meses después, tenía siempre la misma risa)—. Mientras que uno de los beligerantes prepara la acción, si lees que una de sus patrullas es destruida en las inmediaciones de la posición por el otro beligerante, una de las conclusiones que puedes sacar es que el primero trataba de percatarse de los trabajos defensivos con que el segundo tiene intención de hacer fracasar su ataque. Una acción particularmente violenta en un punto dado puede significar el deseo de conquistar ese punto, pero también el deseo de detener en él al adversario, de no responder a su ataque allí donde ha atacado o no ser más que una finta, inclusive, y ocultar, bajo esa intensificación de la violencia, disminuciones de tropas en ese lugar (finta clásica en las guerras de Napoleón). Por otra parte, para comprender el significado de una maniobra, su objetivo probable y, por consiguiente, de qué otras irá acompañada o seguida, no es indiferente consultar no tanto lo que sobre ese particular anuncie el mando —lo cual puede estar destinado a engañar al adversario, a disfrazar un posible fracaso— como las ordenanzas militares del país. Siempre es de suponer que la maniobra que ha querido intentar un ejército es la que prescribía la ordenanza en vigor en circunstancias análogas. Si, por ejemplo, la ordenanza prescribe que un ataque de frente vaya acompañado de un ataque por el flanco; si, al fracasar este segundo ataque, el mando pretende que este último no tenía ninguna conexión con el primero y que sólo era una diversión, hay probabilidades de que la verdad deba buscarse en la ordenanza y no en lo que diga el mando. Y no sólo hay las ordenanzas de cada ejército, sino sus tradiciones, sus costumbres, sus doctrinas. El estudio de la acción diplomática en perpetuo estado de acción o de reacción sobre la acción militar tampoco debe ser desatendido. Incidentes en apariencia insignificantes, mal comprendidos en su tiempo, te explicarán que el enemigo, contando con un auxilio de que esos incidentes explican que se ha visto privado, no ha ejecutado en realidad sino una parte de su acción estratégica. De suerte que, si sabes leer la historia militar, lo que es narración confusa para el común de los lectores será para ti un encadenamiento tan racional como un cuadro lo es para el aficionado que sabe mirar lo que el personaje lleva sobre sí y tiene en las manos, en tanto que el visitante atolondrado de los museos se deja atontar y poner la cabeza hecha un bombo por unos vagos colores. Pero, como ocurre con determinados cuadros, que no basta observar que el personaje sostiene un cáliz, sino que hay que saber por qué le ha puesto el pintor un cáliz en las manos, lo que simboliza con eso, esas operaciones militares, aun fuera de su fin inmediato, están de ordinario, en el espíritu del general que dirige la campaña, calcadas de campañas más antiguas que son, si quieres, como el pasado, como la biblioteca, como la erudición, como la etimología, como la aristocracia de las nuevas batallas. Repara que no hablo en este momento de la identidad local, como yo diría, espacial de las batallas. También existe. Un campo de batalla no ha sido, o no será a través de los siglos, más que el campo de una sola batalla. Si ha sido campo de batalla es porque reunía determinadas condiciones de situación geográfica, de naturaleza geológica, defectos, inclusive, propios para estorbar al adversario (porque un río lo cortase en dos) y que han hecho de ese lugar un buen campo de batalla. Por consiguiente, lo ha sido, lo será. No se hace un estudio de pintor de una habitación cualquiera; no se hace un campo de batalla de cualquier lugar. Hay lugares predestinados. Pero, una vez más, no es de esto de lo que hablaba, sino del tipo de batalla que se imita, de una especie de calco estratégico, de remedo táctico, si quieres: la batalla de Ulm, de Lodi, de Leipzig, de Cannas. No sé si habrá guerras aún, ni entre qué pueblos; pero si las hay, ten por seguro que habrá (y conscientemente por parte del jefe) un Cannas, un Austerlitz, un Rosbach, un Waterloo, sin hablar de las demás; algunos no se muerden la lengua para decirlo. El mariscal von Schieffer y el general de Falkenhausen han preparado de antemano contra Francia una batalla de Cannas, del género Aníbal, con fijación del adversario en todo el frente y avance por las dos alas, sobre todo por la derecha, en Bélgica, mientras que Bernhadi prefiere el orden oblicuo de Federico el Grande, Lenthen más bien que Cannas. Otros exponen con menos crudeza sus miras, pero te garantizo, querido, que Beauconseil, el comandante de caballería ese a quien te he presentado el otro día y que es un oficial de mucho porvenir, ha madurado su pequeño ataque al Pratzen, se lo sabe palmo a palmo, lo guarda de reserva, y, como alguna vez tenga ocasión de ejecutarlo, no le fallará el golpe y nos servirá su plan en gran escala. El rompimiento del centro en Rívoli, ¡bueno!, eso volverá a hacerse como haya nuevas guerras. Está tan poco mandado recoger como la Ilíada. Añado que estamos casi condenados a los ataques de frente, porque no se quiere volver a caer en el error del 70, sino hacer la ofensiva, nada más que la ofensiva. Lo único que me desconcierta es que si sólo a espíritus retardatarios veo oponerse a esta magnífica doctrina, con todo, uno de mis maestros más jóvenes, que es un hombre de genio, Mangin, quisiera que se dejase su puesto, puesto provisional, naturalmente, a la defensiva. No se sabe qué responderle cuando cita como ejemplo a Austerlitz, donde la defensiva no es más que el preludio del ataque y de la victoria.
Estas teorías de Saint-Loup me hacían feliz. Me permitían esperar que acaso no me engañase en mi vida de Doncières respecto de estos oficiales de quienes oía hablar bebiendo el sauternes, que proyectaba sobre ellos su reflejo de hechizo, con el mismo fenómeno de aumento que había hecho que me pareciesen enormes, mientras estaba en Balbec, el rey y la reina de Oceanía, la minúscula sociedad de los cuatro sibaritas, el joven jugador, el cuñado de Legrandin, disminuidos ahora a mis ojos hasta parecerme inexistentes. Lo que hoy me agradaba tal vez no llegase a serme indiferente mañana, como me había ocurrido siempre hasta aquí; el ser que todavía era yo en este momento acaso no estuviese llamado a una destrucción próxima, ya que a la pasión ardiente y fugitiva que ponía yo en estos escasos días en todo lo concerniente a la vida militar, Saint-Loup, con lo que acababa de decirme tocante al arte de la guerra, añadía un fundamento intelectual de naturaleza permanente, capaz de sujetarme con bastante fuerza para que pudiese creer, sin tratar de engañarme a mí mismo, que, una vez fuera de allí, seguiría interesándome por los trabajos de mis amigos de Doncières, y que no tardaría en volver a su lado. A fin de estar más seguro, sin embargo, de que ese arte de la guerra fuese propiamente un arte en el sentido espiritual de la palabra:
—Me interesa usted, perdón, me interesas mucho —le dije a Saint-Loup—; pero, mira, hay un punto que me preocupa. Siento que podría apasionarme por el arte militar, mas para ello sería preciso que no lo creyese hasta tal extremo diferente de las demás artes, que en él no lo fuese todo la regla aprendida. Me dices que las batallas se calcan. Encuentro estético, en efecto, como decías tú, ver bajo una batalla moderna otra más antigua; no puedo decirte cómo me gusta esta idea. Pero entonces, ¿es que el genio del jefe no es nada? ¿No hace realmente más que aplicar reglas? ¿O bien, en igualdad de saber, hay grandes generales, como hay grandes cirujanos que, con ser los mismos desde un punto de vista material los elementos dados por dos estados morbosos, sienten, sin embargo, por un detalle ínfimo, debido tal vez a su experiencia, pero sometido luego a interpretación, que en el caso tal deben hacer de preferencia tal cosa, que en el caso cuál deben hacer más bien lo otro, que en tal otro caso es preferible operar y que en el caso de más allá conviene abstenerse?
—¡Pues ya lo creo! Verás que Napoleón no atacaba cuando todas las reglas exigían que atacase, sino que una oscura adivinación le disuadía de hacerlo. Por ejemplo, fíjate en Austerlitz, o bien, en 1806, en sus instrucciones de Lannes. Pero verás que algunos generales imitan escolásticamente tal maniobra de Napoleón y llegan al resultado diametralmente opuesto. Diez ejemplos de ellos tenemos en 1870. Pero aun en lo que se refiere a la interpretación de lo que puede hacer el adversario, lo que hace no es más que un síntoma que puede significar muchas cosas diferentes. Cada una de esas cosas posee iguales probabilidades de ser la verdadera, si nos atenemos al razonamiento y a la ciencia, del mismo modo que en ciertos casos complejos toda la ciencia médica del mundo no bastará para decidir si el tumor invisible es fibroso o no, si debe hacerse o no la operación. Es el olfato, la adivinación del género de madame de Thèbes (ya me entiendes) lo que decide, en el general como en el gran médico. Así he dicho, para ponerte un ejemplo, lo que podía significar un reconocimiento al principio de una batalla. Pero eso mismo puede significar otras diez cosas; por ejemplo: hacer creer al enemigo que se va a atacar por un punto, mientras que se quiere atacar por otro; tender una cortina que le impida ver los preparativos de la operación real; obligarle a reunir tropas, a fijarlas, a inmovilizarlas en otro sitio que allí donde son necesarias; percatarse de las fuerzas de que dispone, tantearlo, forzarle a que descubra su juego. Incluso, a veces, el hecho de que se comprometan en una operación tropas enormes no prueba que esa operación sea la verdadera; porque puede ejecutarse seriamente, bien que sea sólo una finta, para que esa finta tenga más probabilidades de engañar. Si tuviera tiempo de relatarte desde este punto de vista las guerras de Napoleón, te aseguro que los simples movimientos clásicos que estudiamos y que nos verás hacer cuando estemos de servicio en el campo, por simple gusto de pasear, bergante… no, bien sé que estás enfermo, ¡perdón!; bueno, pues en una guerra, cuando se siente tras esos movimientos la vigilancia, el razonamiento y las profundas investigaciones del alto mando, se siente uno conmovido ante ellos como ante los simples fuegos de un faro, luz material, pero emanación del espíritu, que hurga el espacio para señalar el peligro a los barcos. Acaso haga mal, incluso, en hablarte solamente de la literatura de la guerra. En realidad, así como la constitución del suelo, la dirección del viento y de la luz indican de qué lado ha de crecer un árbol, así las condiciones en que se lleva a cabo una campaña, las características del terreno en que se maniobra, dirigen en cierto modo y limitan los planes en que puede escoger el general. De manera que siguiendo las montañas, en un sistema de valles, en determinadas llanuras, puedes, casi con el carácter de necesidad y de grandiosa belleza de las avalanchas, predecir la marcha de los ejércitos.
—Niegas ahora la libertad del jefe, la adivinación del adversario que quiere leer en sus planes, cuando hace un instante la admitías.
¡Nada de eso! ¿Recuerdas aquel libro de filosofía que leíamos juntos en Balbec, la riqueza del mundo de las posibilidades respecto del mundo real? Pues, bueno, lo mismo ocurre en arte militar. En una situación dada habrá cuatro planes que se impongan, y entre los cuales ha podido escoger el general, como una enfermedad puede seguir diversas evoluciones con las que el médico debe contar. Y también en esto son nuevas causas de incertidumbre la debilidad y la grandeza humanas. Porque, entre esos cuatro planes, pongamos que razones contingentes (como son fines accesorios que hay que conseguir, o el tiempo, que apremia, o el escaso número y el mal avituallamiento de sus hombres en efectivo) hagan que el general prefiera el primer plan, que es menos perfecto, pero de ejecución menos costosa, más rápida, y que tiene por terreno una comarca más rica para alimentar a su ejército. Es posible que, habiendo empezado por ese primer plan que el enemigo, inseguro al principio, leerá de corrido bien pronto, al no poder salir adelante con él, debido a obstáculos demasiado grandes —es lo que llamo yo el albur nato de la debilidad humana—, el general tenga que abandonarlo y acometer el segundo, el tercero o el cuarto. Mas puede ocurrir asimismo que sólo haya intentado el primero —y es lo que yo llamo la grandeza humana— por finta, para inmovilizar al adversario de modo que lo sorprenda allí por donde no creía que hubiera de ser atacado. Así fue como en Ulm, Mack, que esperaba al enemigo por el oeste, se vio envuelto por el norte, donde se creía sobradamente tranquilo. Mi ejemplo, por lo demás, no es muy bueno. Y Ulm es uno de los mejores tipos de batalla de movimientos envolventes que el porvenir verá reproducirse, porque no sólo es un ejemplo clásico en que habrán de inspirarse los generales, sino una forma en cierto modo necesaria (necesaria entre otras, lo cual deja margen a la opción, a la variedad), como un tipo de cristalización. Pero todo esto no quiere decir nada, ya que estos cuadros son, a pesar de todo, ficticios. Vuelvo a nuestro libro de filosofía; es lo mismo que los principios racionales, o que las leyes científicas: la realidad se ajusta, sobre poco más o menos, a esto; pero acuérdate del gran matemático Poincaré: no es seguro que las matemáticas sean rigurosamente exactas. En cuanto a las ordenanzas de que te he hablado, tienen, en suma, una importancia secundaria, y, por otra parte, cambian de tiempo en tiempo. Así, nosotros, los de caballería, vivimos con arreglo al Servicio de campaña de 1895, del cual puede decirse que está mandado recoger, ya que descansa en la añeja y anticuada doctrina que considera que el combate de caballería tiene poco más que un efecto moral, por el terror que la carga produce en el adversario. Ahora bien, los más inteligentes de nuestros maestros, lo mejor de la caballería, y especialmente el comandante de que antes te hablaba, consideran, por el contrario, que la decisión se conseguirá gracias a una verdadera refriega en que se esgriman el sable y la lanza, y en la que el más tenaz saldrá vencedor, no sólo moralmente y por la impresión de terror, sino materialmente.
—Tiene razón Saint-Loup, y es probable que el próximo Servicio de campaña presente la huella de esa evolución —dijo mi vecino.
—No me desagrada tu aprobación, porque tus opiniones parece que hacen más impresión que las mías en mi amigo —dijo, riendo, Saint-Loup, bien porque esta simpatía naciente entre su camarada y yo le irritase un tanto, bien porque le pareciese delicado consagrarla reconociéndola tan oficialmente—. Y, por otra parte, acaso he disminuido la importancia de las ordenanzas. Verdad es que cambian. Pero mientras no son alteradas, dirigen la situación militar, los planes de campaña y de concentración. Si reflejan una falsa concepción estratégica, pueden ser el principio inicial de la derrota. Todo esto es un poco técnico para ti —me dijo—. En el fondo, di que lo que más precipita la evolución del arte de la guerra son las mismas guerras. En el curso de una campaña, si es un poco larga, se ve cómo cada beligerante aprovecha las lecciones que le dan los triunfos y las equivocaciones del adversario, y cómo perfecciona los métodos de este, que a su vez, compite con él en el mismo juego. Pero esto pertenece al pasado. Con los tremendos progresos de la artillería, las guerras futuras, si es que llega a haberlas aún, serán tan cortas que, antes de que se haya podido pensar en sacar partido de la lección, se habrá hecho la paz.
—No seas tan susceptible —le dije a Saint-Loup, respondiendo a lo que había dicho antes de estas últimas palabras—. ¡Con bastante avidez te he estado escuchando!
—Si consientes en no volver a amoscarte, y me lo permites —terció el amigo de Saint-Loup—, añadiré a lo que acabas de decir que si las batallas se imitan y superponen no es sólo por el talento del jefe. Puede ocurrir que un error del jefe (por ejemplo, su apreciación insuficiente del valor del adversario) le lleve a exigir de sus tropas sacrificios exagerados, sacrificios que ciertas unidades llevarán a cabo con una abnegación tan sublime que su papel será, por ello, análogo al de tal otra unidad en tal otra batalla, y ambas serán citadas en la historia como ejemplos intercambiables: para atenernos a 1870, la Guardia prusiana en Saint-Privat; los turcos en Froeschviller y en Wissembourg.
—¡Oh! ¡Intercambiables! ¡Exactísimo! ¡Excelente! ¡Qué inteligente eres! —dijo Saint-Loup.
Estos últimos ejemplos, como me ocurría cuantas veces alguien me mostraba lo general bajo lo particular, no me dejaban indiferente. Pero, así y todo, lo que me interesaba era el genio del jefe; hubiera querido darme cuenta de en qué consistía, de cómo, en una circunstancia dada en que un jefe falto de genio no podría resistir al adversario, se las arreglaría el jefe genial para restablecer la batalla comprometida, cosa que, al decir de Saint-Loup, era muy posible y había sido realizada numerosas veces por Napoleón. Y para comprender lo que era el valor militar, solicitaba comparaciones entre aquellos generales cuyos nombres me eran conocidos, cuál poseía en mayor medida naturaleza de jefe, dotes de táctico, con riesgo de aburrir a mis nuevos amigos, que por lo menos no lo dejaban ver y me respondían con infatigable bondad.
Me sentía separado, no sólo de la vasta noche glacial que se extendía a lo lejos, y en la que oíamos de cuando en cuando el pitido de un tren, que no hacía más que intensificar el placer de estar allí, o las campanadas de una hora que afortunadamente estaba lejos aún de aquella en que estos jóvenes tendrían que coger de nuevo sus sables y volverse a casa, sino también de todas las preocupaciones externas, casi del recuerdo de la señora de Guermantes, gracias a la bondad de Saint-Loup, a la que la de sus amigos, que se añadía a ella, daba como más espesor; gracias al calor, también, de esta reducida habitación donde comíamos, al sabor de los exquisitos platos que en ella nos servían, y que daban tanto gusto a mi imaginación como a mi gula; a veces, la parcela de naturaleza de que habían sido extraídos, rugosa pila de agua bendita de la ostra en que quedan algunas gotas de agua salada, o sarmiento nudoso, pámpanos amarillentos de un racimo de uva, los rodeaba aún, incomestible, poética y remota como un paisaje, haciendo que se sucediesen en el curso del almuerzo las evocaciones de una siesta bajo una viña y de un paseo por mar; otras noches era el cocinero tan sólo quien ponía de relieve esta particularidad original de los manjares, que presentaba en su cuadro natural como una obra de arte, y nos traían un pescado cocido en media salsa en una besuguera de barro, en la que, como se destacaba en relieve sobre puñados de hierbas azuladas, infrangible, pero retorcido aún de haber sido arrojado con vida al agua hirviendo, rodeado de un círculo de animalillos satélites, cangrejos, quisquillas y almejas, era como si apareciese en una cerámica de Bernardo Palissy.
—Tengo celos, estoy furioso —me dijo Saint-Loup, medio en broma, medio en serio, haciendo alusión a las interminables conversaciones que yo sostenía aparte con su amigo—. ¿Lo encuentra usted más inteligente que yo? ¿Lo prefiere a mí? Vamos, ¿es que ya nadie más que él existe para usted? —Los hombres que quieren desaforadamente a una mujer, que viven en una sociedad de mujeriegos, se permiten bromas a que no se atreverían otros que verían en ellas menos inocencia.
En cuanto la conversación se generalizaba, evitábase hablar de Dreyfus, por temor de molestar a Saint-Loup. Sin embargo, una semana más tarde, dos de sus camaradas hicieron notar lo curioso que era que, viviendo en un ambiente tan militar, fuese hasta tal punto dreyfusista, antimilitarista casi.
—Es —dije yo, sin querer entrar en detalles— que la influencia del medio no tiene la influencia que se cree…
En realidad, contaba con detenerme en este punto y no repetir las reflexiones que días antes había expuesto a Saint-Loup. Sin embargo, como estas palabras, por lo menos, se las había dicho casi textualmente, iba a disculparme diciendo: «Eso es, precisamente, lo que el otro día…». Pero no había contado con el reverso que tenía la delicada admiración de Roberto respecto a mí y a algunas otras personas. Esta admiración se completaba con una tan completa admiración por sus ideas, que al cabo de cuarenta y ocho horas se había olvidado de que esas ideas no eran de él. Así, en lo que concernía a mi modesta tesis, Saint-Loup, absolutamente como si esta hubiese habitado siempre su cerebro y yo no hiciera otra cosa que cazar en su coto, se creyó en el deber de darme calurosamente la bienvenida y aprobar:
—¡Pues claro que sí! El medio no tiene importancia.
Y con la misma fuerza que si tuviese miedo de que yo le interrumpiera o de que no le comprendiese:
—¡La verdadera influencia es la del medio intelectual! ¡Cada cual es el hombre de su idea!
Detúvose un instante, con la sonrisa del que ha digerido bien, dejó caer su monóculo, y clavando en mí su mirada como una barrena:
—Todos los hombres de la misma idea son semejantes —me dijo, con expresión de desafío.
Sin duda no conservaba ningún recuerdo de que yo le había dicho días antes lo que él, en desquite, había recordado tan bien. No llegaba yo todos los días a la fonda de Saint-Loup en la misma disposición de ánimo. Si un recuerdo, una pena que tenemos, son capaces de abandonarnos hasta el punto de que ya no los distingamos, también vuelven y, durante mucho tiempo, a veces, no nos dejan. Había tardes en que, al atravesar la ciudad para ir hacia la fonda, hasta tal punto echaba de menos a la señora de Guermantes que me costaba trabajo respirar: hubiérase dicho que una parte de mi pecho había sido seccionada por un hábil anatómico, que me la hubiesen quitado y sustituido con una parte igual de sufrimiento inmaterial, un equivalente de nostalgia y de amor. Y de nada sirve que los puntos de sutura hayan sido bien dados; se vive con bastante trabajo cuando la añoranza de un ser viene a sustituir a las vísceras, parece como que ocupa más espacio que estas, la siente uno perpetuamente, y luego, qué ambigüedad la de verse obligado a pensar una parte de su propio cuerpo. Unicamente parece que valga uno más. A la menor brisa se suspira de opresión, pero también de languidez. Miraba yo al cielo. Si estaba claro, me decía: «Acaso esté en el campo y contemple las mismas estrellas»; y quién sabe si cuando llegue a la fonda no me dirá Roberto: «¡Una buena noticia! Acaba de escribirme mi tía, quisiera verte, va a venir aquí». No sólo en el firmamento ponía yo el pensamiento de la señora de Guermantes. Un soplo de aire un poco suave que pasaba parecía traerme un mensaje suyo, como en otro tiempo me lo traía de Gilberta, en los trigales de Méséglise: no cambiamos, hacemos entrar en el sentimiento que referimos a un ser muchos elementos adormecidos que ese ser despierta, pero que le son extraños. Y luego hay algo en nosotros que se esfuerza en reducir esos sentimientos particulares a una mayor verdad; es decir, a hacer que se adhieran a un sentimiento más general, común a toda la humanidad, con los que los individuos y los trabajos que nos dan son para nosotros no más que ocasión de comunicarnos. Lo que mezclaba algún placer a mi pena es que yo sabía que esta era una parcela del amor universal. Sin duda que, porque creyese reconocer tristezas que había sufrido por Gilberta, o cuando, a la noche, en Combray, mamá no se quedaba en mi alcoba, así como también el recuerdo de ciertas páginas de Bergotte en el sufrimiento que sentía y al cual la señora de Guermantes, su frialdad, su ausencia, no estaban unidas claramente como la causa y el efecto en el espíritu de un sabio, no deducía yo que la señora de Guermantes no fuese esa causa. ¿No hay dolores físicos difusos que se extienden por irradiación a regiones exteriores a la parte enferma, pero que abandonan esas regiones para disiparse por completo si un práctico toca en el punto preciso de dónde esos dolores vienen? Y, sin embargo, antes de eso, su extensión les daba para nosotros tal carácter de vaguedad, de fatalidad, que, impotentes para explicarlos, para localizarlos siquiera, creíamos imposible su curación. Mientras me dirigía a la fonda, me decía: «Hace catorce días que no he visto a la señora de Guermantes». Catorce días, cosa que sólo me parecía enorme a mí que, cuando se trataba de la señora de Guermantes, contaba por minutos. Para mí, no sólo ya las estrellas y la brisa, sino las divisiones aritméticas del tiempo cobraban un sentido doloroso y poético. Cada día era ahora como la movible cresta de una imprecisa colina: por una parte sentía yo que podía descender hasta el olvido; por la otra, me sentía arrebatado por la necesidad de volver a ver a la duquesa. Y tan pronto me hallaba más cerca de una vertiente como de la otra, falto de equilibrio estable. Un día me dije: «Quizá haya carta esta noche», y al llegar al almuerzo tuve valor para decir a Saint-Loup:
—¿Has tenido, por casualidad, noticias de París?
—Sí —me respondió con gesto avinagrado—; malas noticias.
Respiré al comprender que a quien afectaba la pena era exclusivamente a él, y que las noticias eran de su querida. Pero bien pronto vi que una de sus consecuencias iba a ser impedir a Roberto que me llevase en mucho tiempo a casa de su tía.
Me enteré de que había surgido una disputa entre él y su amante, ya fuese por correspondencia o porque ella hubiera venido a verle una mañana, entre dos trenes. Y las riñas, con ser menos graves, que hasta aquí habían tenido, parecía siempre que hubieran de ser insolubles. Porque ella se ponía de mal humor, pataleaba, lloraba por razones tan incomprensibles como los niños que se encierran en un cuarto a oscuras, no salen a comer, negándose a la menor explicación, y no hacen más que redoblar sus sollozos cuando, agotadas todas las razones, se les dan unos cachetes. Saint-Loup sufrió horriblemente con esa riña, pero esta es una manera de decir demasiado simple, y falsea, por consiguiente, la idea que importa formarse de ese dolor. Cuando volvió a encontrarse a solas, sin tener ya que pensar en su querida, que se había ido llena del respeto que hacia él había sentido al verle tan enérgico, las ansiedades que había experimentado en las primeras horas cesaron ante lo irreparable, y el final de una ansiedad es una cosa tan dulce, que la ruptura, un vez cierta, adquirió para él un poco del mismo género de encanto que hubiera tenido una reconciliación. Así, de lo que empezó a sufrir algo más tarde fue de un dolor, de un accidente secundario, cuyo flujo le llegaba incesantemente de sí mismo, ante la idea de que tal vez ella hubiera querido de buena gana volver a arreglarse, que no era imposible que esperase una palabra suya, que mientras tanto, por vengarse, acaso hiciese en tal sitio tal cosa, y que no tendría más que telegrafiarle que llegaba para que ya no tuviese lugar de hacerla, que otros aprovechaban quizá el tiempo que él dejaba perder y que dentro de algunos momentos sería demasiado tarde para recuperarla, porque ya no estaría libre. Nada sabía de todas estas posibilidades; su amante guardaba un silencio que acabó por enloquecer su dolor hasta moverle a preguntarse si no estaría escondida en Doncières o si se habría ido a las Indias.
Se ha dicho que el silencio es una fuerza; en otro sentido lo es, terrible, cuando está a disposición de aquellos que son amados. Acrece la ansiedad del que espera. Nada nos incita tanto a aproximarnos a un ser como lo que de él nos separa, y ¿qué muro más infranqueable que el silencio? Se ha dicho también que el silencio era un suplicio capaz de volver loco a quien estaba condenado a él en prisiones. Pero ¡qué suplicio, mayor aún que el de guardar silencio, el de soportarlo de parte de aquel a quien se quiere! Roberto se decía: «Pero ¿qué hace, que calla así? Sin duda me engaña con otros». Se decía asimismo: «¿Qué he hecho yo para que calle así? Tal vez me odie, y para siempre». Y se acusaba. Así, el silencio le volvía loco, en efecto, de celos y de remordimiento. Por otra parte, este silencio, más cruel que el de las cárceles, es a su vez una cárcel. Es un tabique inmaterial, sin duda, pero impenetrable, capa interpuesta de atmósfera vacía, pero que no pueden atravesar los rayos visuales del abandonado. ¿Hay luz más terrible que la del silencio, que no nos muestra una ausente, sino mil, y cada una de ellas entregándose a alguna otra traición? Roberto, a veces, en un brusco descanso, creía que este silencio iba a cesar al momento, que la carta esperada iba a llegar. La veía, llegaba, espiaba cada ruido, desaparecía ya su ansia, murmuraba: «¡La carta! ¡La carta!». Después de haber entrevisto así un imaginario oasis de ternura, volvía a encontrarse pataleando en el desierto real del silencio sin fin.
Sufría de antemano, sin olvidar uno, todos los dolores de una ruptura que en otros momentos creía poder evitar, como esas personas que arreglan sus asuntos con miras a una expatriación que no habrá de realizarse, y cuyo pensamiento, que ya no sabe dónde habrá de situarse al siguiente día, se agita momentáneamente, desgarrado de sus cuidados, semejante al corazón que se arranca a un enfermo y que sigue latiendo separado del resto del cuerpo. De todas formas, la esperanza de que su querida volvería le daba ánimos para perseverar en la ruptura, como la creencia de que se podrá volver con vida del combate ayuda a afrontar la muerte. Y como la costumbre es, de todas las plantas humanas, la que menos necesita de suelo nutricio para vivir y la primera que surge sobre la roca en apariencia más desolada, tal vez fingiendo primero la ruptura hubiera acabado por acostumbrarse sinceramente a ella. Pero la incertidumbre le tenía en un estado que, unido al recuerdo de aquella mujer, se parecía al amor. Se obligaba, mientras tanto, a no escribirla, pensando acaso que era menos cruel el tormento de vivir sin su querida que el de vivir con ella en ciertas condiciones, o que, dada la forma en que se habían separado, era necesario esperar sus excusas para que ella conservase lo que él creía que sentía hacia él: si no amor, por lo menos estimación y respeto. Contentábase con ir al teléfono que acababan de instalar en Doncières y pedir noticias o dar instrucciones a una doncella que había puesto al lado de su amiga. Estas comunicaciones eran, por otra parte, complicadas, ya que, siguiendo las opiniones de sus amigos literarios tocante a la fealdad de la capital, aunque, sobre todo, en consideración a sus bichos, a sus perros, a su mono, a sus canarios y a su loro, cuyos incesantes gritos había cesado de tolerar su casero de París, la querida de Roberto acababa de alquilar un hotelito en los alrededores de Versalles. Mientras tanto él, en Doncières, ya no dormía ni un instante por la noche. Una vez, en mi cuarto, vencido de la fatiga, se quedó medio traspuesto. Pero de repente empezó a hablar, quería correr, impedir algo; decía: «Lo oigo, usted no…, usted no…». Se despertó. Me dijo que acababa de soñar que estaba en el campo, en casa del sargento mayor de caballería. Este había tratado de alejarle de cierta parte de la casa. Saint-Loup había adivinado que el sargento tenía alojado un teniente muy rico y muy vicioso, del cual sabía que deseaba mucho a su amiga. Y de pronto había oído distintamente los quejidos intermitentes y regulares que tenía costumbre de lanzar ella en los instantes de goce. Había querido obligar al sargento a que le llevase a la habitación. Y este le sujetaba para impedir que fuese a la alcoba, mientras dejaba traslucir cierta expresión molesta ante tanta indiscreción, que Roberto decía que jamás podría olvidarlo.
—Mi sueño es idiota —añadió, sofocado.
Pero vi perfectamente que, durante la hora que siguió a su sueño, estuvo varias veces a punto de telefonear a su querida para pedirle que se reconciliasen. Mi padre hacía poco que tenía teléfono, pero no sé si esto le hubiera servido de mucho a Saint-Loup. Por otra parte, no me parecía muy conveniente asignar a mis padres, ni aun siquiera a un aparato instalado en su casa, semejante papel de mediadores entre Saint-Loup y su querida, por distinguida y noble de sentimientos que esta pudiera ser. La pesadilla que había tenido Saint-Loup se borró un tanto de su espíritu. Fija y distraída la mirada, fue a verme en todos aquellos días atroces que dibujaron para mí, al sucederse uno tras otro, como la curva magnífica de una escalera duramente forjada, desde la cual seguía preguntándose Roberto qué resolución iría a adoptar su amiga.
Esta, por fin, le preguntó si consentiría en perdonar. En cuanto él hubo comprendido que la ruptura estaba evitada, vio todos los inconvenientes de un arreglo. Por otra parte, sufría menos ya y casi había aceptado un dolor cuya mordedura habría de volver a encontrar acaso de allí a pocos meses si sus relaciones se reanudaban. No dudó mucho, y quizá no dudó sino porque al fin estaba seguro de poder tomar de nuevo a su querida; de poder: por consiguiente, de hacerlo. Lo único que le pidió ella para recobrar su tranquilidad, fue que no volviese a París el 1.o de enero. Ahora bien, él no tenía valor para ir a París sin verla. Ella, por otra parte, había consentido en viajar con él, mas para esto hacía falta una licencia en regla, que el capitán de Borodino no quería concederle.
—Me fastidia por nuestra visita a mi tía, que ahora queda aplazada. Seguramente volveré a París por Pascuas.
—Para entonces no podremos ir a casa de la señora de Guermantes, porque ya estaré en Balbec. Pero eso no tiene ninguna importancia.
—¿En Balbec? ¡Pero si todavía estuvo usted allí en agosto!
—Sí; pero este año, por causa de mi salud, tienen que mandarme a Balbec más pronto.
Todo su temor era que yo juzgase mal a su querida por lo que él me había contado. «Es violenta únicamente porque es demasiado franca, demasiado entera en sus sentimientos. Pero es un ser sublime. No puedes imaginarte las delicadezas de poesía que hay en ella. Todos los años se va a pasar el día de Difuntos a Brujas. Es un rasgo bien, ¿verdad? Si llegas a conocerla algún día, ya verás qué grandeza…». Y como estaba imbuido de cierto lenguaje que se hablaba en los medios literarios en torno a aquella mujer: «Tiene un no sé qué sideral, vatídico, inclusive; ya entiendes lo que quiero decir: el poeta que era casi un sacerdote».
Durante todo el almuerzo busqué un pretexto que permitiese a Saint-Loup pedir a su tía que me recibiera sin esperar a que fuese él a París. El pretexto me lo deparó mi deseo de volver a ver cuadros de Elstir, el gran pintor que Saint-Loup y yo habíamos conocido en Balbec. Pretexto en que, por otra parte, había cierto fondo de verdad, puesto que si en mis visitas a Elstir había pedido a su pintura que me llevase a la comprensión y al amor de cosas mejores que ella misma, a un verdadero deshielo, a una auténtica plaza de provincias, a unas mujeres vivas en la playa (a lo sumo le hubiese encargado el retrato de las realidades en que yo no había sabido profundizar, como un camino entre espinos blancos, por ejemplo; no para que me conservara su belleza, sino para que me la descubriese), ahora, en cambio, era la originalidad, la seducción de esas mismas pinturas lo que excitaba mi deseo, y lo que, sobre todo, quería ver era otros cuadros de Elstir.
Me parecía, por otra parte, que sus menores cuadros eran cosa distinta de las obras maestras de otros pintores más grandes, inclusive. Su obra era como un reino cerrado, de fronteras infranqueables, de materia sin par. Coleccionando ávidamente las raras revistas en que se habían publicado estudios acerca de él, me había enterado de que hasta hacía poco no había comenzado a pintar paisajes y naturalezas muertas, que había empezado por hacer cuadros mitológicos (de dos de ellos había visto yo fotografías en su estudio), y que después, por espacio de mucho tiempo, había sido impresionado por el arte japonés.
Algunas de las obras más características de sus diversas maneras se hallaban en provincias. Tal casa de Andelys, en que estaba uno de sus paisajes más hermosos, se me aparecía tan preciosa, me infundía tan vivo deseo del viaje como un villorrio chartrense en cuya piedra arenisca está embutida una gloriosa vidriera; y hacia el poseedor de aquellvatídicoa obra maestra, hacia el hombre que en el fondo de su tosca casa con vistas a la calle Mayor, encerrado como un astrólogo, interrogaba uno de esos espejos del mundo que es un cuadro de Elstir, que a lo mejor habría comprado por unos miles de francos, me sentía impulsado por esa simpatía que une hasta los corazones, los caracteres inclusive de aquellos que piensan de la misma manera que nosotros sobre un punto capital. El caso era que tres obras importantes de mi pintor preferido aparecían designadas en una de aquellas revistas como pertenecientes a la señora de Guermantes. Sinceramente, pues, en fin de cuentas, pude, la tarde en que Saint-Loup me había anunciado el viaje de su amiga a Brujas, lanzarle como de improviso, delante de sus amigos:
—Oye, perdona un momento… La última conversación que tuvimos respecto de la señora aquella de que hemos hablado… ¿Te acuerdas de Elstir, el pintor a quien conocí en Balbec?
—¡Claro que me acuerdo!
—Recordarás mi admiración hacia él.
—Perfectamente, como también la carta que hicimos que le entregasen.
—Bueno, pues una de las razones, no de las más importantes, sino una razón accesoria, por la que desearía conocer a esa señora; bien sabes cuál digo…
—¡Pues no he de saberlo! ¡Cuánto paréntesis!
—… Es que tiene en su casa por lo menos un cuadro de Elstir, hermosísimo.
—¡Hombre!, no lo sabía.
—Elstir estará seguramente en Balbec por Pascua; ya sabe usted que ahora pasa casi todo el año en esta costa. Me hubiera gustado mucho ver el cuadro ese antes de marcharme. No sé si usted estará en relación de suficiente intimidad con su tía: ¿no podría, haciéndome valer a sus ojos con bastante maña para que no se niegue, pedirle que me deje ir a ver sin usted el cuadro, ya que para entonces no estará usted allí?
—Delo usted por hecho, respondo de ella; eso es cosa mía.
—¡No sabe usted cómo le quiero, Roberto!
—Es usted muy amable en quererme; pero también lo sería si me tutease, como me había prometido y como habías empezado a hacerlo.
—Espero que no será su partida lo que está usted maquinando —me dijo uno de los amigos de Roberto—. Mire usted, si Saint-Loup se va con permiso, nada ha de cambiar por ello; aquí estamos nosotros. Acaso sea menos divertido para usted, pero nos tomaremos todo el trabajo que sea preciso para tratar de hacerle olvidar su ausencia.
En efecto, en el momento en que se creía que la amiga de Roberto tendría que irse sola a Brujas, acababa de saberse que el capitán de Borodino, que hasta entonces se mostraba de parecer opuesto, acababa de hacer que se concediese al alférez Saint-Loup una larga licencia para ir a Brujas. He aquí lo que había pasado. El príncipe, orgullosísimo de su opulenta cabellera, era cliente asiduo del principal peluquero de la ciudad, dependiente en otro tiempo del antiguo peluquero de Napoleón III. El capitán de Borodino se llevaba muy bien con el peluquero, porque era, a pesar de sus misteriosos modales, sencillo con los humildes. Mas el peluquero, en cuya casa tenía el príncipe una cuenta atrasada de cinco años, lo menos, cuenta que engrosaban los frascos de Portugal, de Agua de los Soberanos[11], las tenacillas, las navajas de afeitar, los suavizadores, no menos que los shampoings[12], los cortes de pelo, etcétera, ponía por encima de aquel a Saint-Loup, que pagaba a pedir de boca y tenía varios coches y caballos de silla. Enterado del apuro de Saint-Loup por no poder acompañar a su querida, habló calurosamente del caso al príncipe, agarrotado por una blanca sobrepelliz, en el momento en que el barbero le tenía con la cabeza derribada hacia atrás y amenazaba a su garganta. El relato de aquellas aventuras galantes de un joven arrancó al capitán-príncipe una sonrisa de indulgencia bonapartista. Es poco probable que pensase en su cuenta, por pagar aún, pero la recomendación del peluquero le inclinaba tanto al buen humor como al malo la recomendación de un duque. Aún tenía llena de jabón la barbilla cuando ya estaba prometida la licencia, que fue firmada aquella misma tarde. En cuanto al peluquero, que tenía la costumbre de alabarse de continuo y, para poder hacerlo, se atribuía, con una facultad de mentira extraordinaria, prestigios completamente inventados, para una vez que prestó un señalado servicio a Saint-Loup no sólo no echó a vuelo su mérito, sino que, como si la vanidad tuviese necesidad de mentir y cuando no había lugar a hacerlo cediese el puesto a la modestia, jamás volvió a hablar del caso a Roberto.
Todos me dijeron que mientras siguiese en Doncières, o en cualquier época que volviera, si Roberto no estaba allí, sus coches, sus caballos, sus casas, las horas que tuviesen libres estarían a mi disposición, y yo sentía que aquellos muchachos ponían de todo corazón su lujo, su juventud, su vigor al servicio de mi debilidad.
—Por lo demás —continuaron los amigos de Saint-Loup después que hubieron insistido para que me quedase—, ¿por qué no ha de volver usted todos los años? Ya ve usted que esta vida le gusta. E incluso se interesa por todo lo que ocurre en el regimiento, lo mismo que si fuese un veterano.
Porque yo seguía pidiéndoles ávidamente que clasificasen a aquellos oficiales cuyos nombres sabía, según la mayor o menor admiración que parecían merecerles, ni más ni menos que antaño, en el colegio, obligaba a hacer a mis compañeros con los actores del teatro francés. Si en lugar de los generales que oía citar siempre a la cabeza de todos, un Gollifet o un Négrier, algún amigo de Saint-Loup decía: «Pero Négrier es uno de los generales más mediocres», y lanzaba el nombre nuevo, intacto y sabroso de Pau o de Geslin de Bourgogne, sentía yo la misma sorpresa dichosa que antaño, cuando los nombres agotados de Thiron o de Febvre eran rechazados por la súbita eflorescencia del inusitado nombre de Amaury. «¿Superior incluso a Négrier? Pero ¿en qué? Póngame usted un ejemplo». Quería yo que existiesen diferencias profundas hasta entre los oficiales subalternos del regimiento, y esperaba captar en la razón de esas diferencias la esencia de lo que constituía la superioridad militar. De uno de los que más me hubiera interesado oír hablar, porque era a quien había visto más a menudo, era del príncipe de Borodino. Pero ni a Saint-Loup ni a sus amigos, si bien hacían justicia en él al oficial bizarro, que aseguraba a su escuadrón un orden incomparable, les hacía gracia el hombre. Sin hablar de él, desde luego, en el mismo tono con que se referían a ciertos oficiales procedentes de la clase de tropa y francmasones, que no trataban a los demás y conservaban respecto de ellos un aspecto huraño de ayudantes, no parecía que incluyesen al señor de Borodino en el número de los restantes oficiales nobles, de los cuales, a decir verdad, incluso en lo que se refería a Saint-Loup, difería mucho en la actitud. Ellos, aprovechándose de que Roberto no era más que un suboficial y de que así su poderosa familia podía darse por contenta con que fuese invitado por unos jefes a los que, de no ser por eso, hubiera desdeñado, no perdían ocasión de recibirle a su mesa cuando se encontraba en ella algún personaje de campanillas capaz de ser útil a un joven sargento de caballería. Sólo el capitán de Borodino no tenía otras relaciones que las del servicio, por lo demás excelentes, con Roberto. Es que el príncipe, cuyo abuelo había sido hecho mariscal y príncipe-duque por el emperador, con cuya familia había entroncado luego por su matrimonio, el príncipe, cuyo padre, después, se había casado con una prima de Napoleón III y había sido por dos veces ministro después del golpe de Estado, sentía que, a pesar de eso, no era ninguna gran cosa para Saint-Loup y la sociedad de los Guermantes, los cuales, a su vez, como el príncipe no se situaba en el mismo punto de vista que ellos, contaban apenas para él. Sospechaba que para Saint-Loup, emparentado con los Hohenzollern, era, no un auténtico noble, sino el nieto de un colono; pero él, en desquite, consideraba a Saint-Loup como al hijo de un hombre cuyo condado había sido confirmado por el emperador —que era lo que se llamaba en el barrio de Saint-Germain los condes rehechos— y que había solicitado de aquel un gobierno civil, y luego tal otro puesto situado muy bajo, a las órdenes de S. A. el príncipe de Borodino, ministro de Estado, a quien se daba tratamiento de monseñor por escrito y que era sobrino del soberano.
Más que sobrino, acaso. La primera princesa de Borodino pasaba por haber tenido ciertas complacencias para con Napoleón I, a quien siguió a la isla de Elba, y la segunda para con Napoleón III. Y si en la plácida faz del capitán se encontraba de Napoleón I, ya que no los rasgos naturales del rostro, por lo menos la majestad estudiada de la máscara, el oficial tenía, sobre todo en la mirada melancólica y bondadosa, en los bigotes caídos, algo que hacía pensar en Napoleón III, y de manera tan sorprendente, que, como hubiera solicitado después de Sedan que se le permitiese ir al lado del emperador, y como hubiese sido despedido por Bismarck, a cuya presencia lo habían llevado, este último, al alzar por casualidad los ojos hasta aquel joven que se disponía a alejarse, se sintió súbitamente impresionado por el parecido, y, cambiando de parecer, lo mandó llamar y le concedió la autorización que como a todo el mundo acababa de negarle.
Si el príncipe de Borodino no quería ser el que diese los primeros pasos hacia Saint-Loup y los demás miembros de la sociedad del barrio de Saint-Germain que estaban en el regimiento (mientras que invitaba con gran frecuencia a dos tenientes de clase baja, amables en su trato) era porque, como los consideraba a todos ellos desde lo alto de su imperial grandeza, establecía entre aquellos inferiores la diferencia de que unos sabían serlo, y él, por su parte, sentíase encantado de frisar con ellos, ya que, bajo sus majestuosas apariencias, era hombre de humor sencillo y jovial, al paso que los otros eran inferiores que se tenían por superiores, cosa porque el príncipe no pasaba. Así, mientras que todos los oficiales del regimiento mimaban a Saint-Loup, el príncipe de Borodino, a quien aquel había sido recomendado por el mariscal X…, se limitó a mostrarse atento con él en los actos del servicio, en el que, por lo demás, el comportamiento de Saint-Loup era ejemplar; pero no lo recibió nunca en su casa, fuera de una circunstancia particular en que se vio en cierto modo forzado a invitarle y, como fue durante mi estancia en Doncières, le pidió que me llevase consigo. Aquella noche, viendo a Saint-Loup a la mesa de su capitán, pude discernir fácilmente hasta en las maneras y en la elegancia de cada uno de ellos la diferencia que había entre ambas aristocracias: la antigua nobleza y la del Imperio. Nacido de una casta cuyos defectos, aun cuando los repudiase con toda su inteligencia, habían pasado a su sangre, y que, por haber dejado de ejercer una autoridad real desde hace un siglo por lo menos, ya no ve en la amabilidad protectora que forma parte de la educación que recibe otra cosa que un ejercicio, como la equitación o la esgrima, cultivado sin finalidad seria, por mera diversión, frente a los burgueses a quienes esa nobleza desprecia suficientemente para creer que su familiaridad les halaga y que su descortesía les honraría, Saint-Loup estrechaba amistosamente la mano de cualquier burgués que le presentasen y cuyo nombre acaso no había oído, y al hablar con él (sin cesar de cruzar y descruzar las piernas, se retrepaba en su asiento, en una actitud de abandono, cogiéndose el pie con la mano) le llamaba querido. En cambio, como procedente de una nobleza cuyos títulos conservaban todavía su significación, provistos como seguían estando de ricos mayorazgos que recompensaban gloriosos servicios y refrescaban el recuerdo de altas funciones en las que se ejerce mando sobre muchos hombres y en las que es preciso conocer a los hombres, el príncipe de Borodino —si no distintamente y en su conciencia personal y clara, cuando menos en su cuerpo, que lo revelaba en sus actitudes y en sus modales— consideraba su rango como una prerrogativa efectiva; a los mismos plebeyos a quienes Saint-Loup hubiera dado un golpecito en el hombro y cogido del brazo, el príncipe se dirigía con majestuosa afabilidad, en que una reserva llena de grandeza atemperaba la bonachonería sonriente y de una altanería deliberada. Debíase esto, sin duda, a que estaba menos alejado de las grandes embajadas y de la corte, donde su padre había ocupado los cargos más elevados, y donde los modales de Saint-Loup, con el codo puesto sobre la mesa y cogiéndose el pie con la mano, hubieran sido mal recibidos; pero, sobre todo, se debía a que despreciaba menos a la burguesía, porque era el gran depósito de donde había sacado el primer emperador sus mariscales, sus nobles, y en que había encontrado el segundo un Fould, un Rouher.
Sin duda por ser hijo o nieto de emperador y no tener que mandar sino un escuadrón, las preocupaciones de su padre y de su abuelo no podían, faltas de objeto a que aplicarse, sobrevivir realmente en el pensamiento del señor de Borodino. Pero de igual suerte que el espíritu de un artista sigue modelando, muchos años después de haberse extinguido, la estatua que esculpió, así esas preocupaciones habían tomado cuerpo en él, se habían materializado, encarnado, y eran ellas lo que su rostro reflejaba. Con la vivacidad, en la voz, del primer emperador, dirigía un reproche a un cabo, como con la melancolía ensoñadora del segundo exhalaba la bocanada de humo de un cigarrillo. Cuando pasaba vestido de paisano por las calles de Doncières, cierto fulgor, en sus ojos, escapándose por bajo el ala del sombrero hongo, hacía relucir en torno al capitán un incógnito soberano; le temblaban cuando entraba en la oficina del sargento mayor, seguido del ayudante y del furriel como de Berthier y de Masséna. Cuando escogía una tela de pantalón para su escuadrón, clavaba en el cabo sastre una mirada capaz de chasquear a Talleyrand y de engañar a Alejandro; a veces, mientras pasaba revista de policía, deteníase, dejando que soñasen sus admirables ojos azules, se retorcía el bigote, parecía como que estuviese edificando una Prusia y una Italia nuevas. Pero inmediatamente, trocándose nuevamente de Napoleón III en Napoleón I, hacía notar que los equipos no estaban limpios y quería probar el rancho de la tropa. Y en su casa, en su vida privada, era para las mujeres de los oficiales burgueses (a condición de que estos no fueran francmasones) para quienes hacía sacar no sólo una vajilla de Sèvres de un azul regio, digna de un embajador (regalada a su padre por Napoleón, y que parecía más preciosa aún en la casa provinciana en que vivía, encima del juego de mallo, como esas raras porcelanas que los turistas admiran con más gusto en el rústico armario de una vieja casa solariega dispuesta como una granja acreditada y próspera), sino también otros presentes del emperador: aquellos nobles y encantadores modales que hubieran encajado asimismo a maravilla en algún cargo de representación, si el ser bien nacido no hubiese equivalido para ciertos hombres a estar reducidos de por vida al más injusto de los ostracismos; ademanes familiares, bondad, gracia y, encerrando en un esmalte azul igualmente regio gloriosas imágenes, la reliquia misteriosa, clara y superviviente de la mirada. Y a propósito de las relaciones burguesas que tenía en Doncières el príncipe, hay algo que conviene decir. El teniente coronel tocaba admirablemente el piano; la mujer del médico jefe cantaba como si hubiese tenido un primer premio del Conservatorio. Esta última pareja, lo mismo que el teniente coronel y su mujer, cenaban una vez por semana en casa del señor de Borodino. Sentíanse lisonjeados, desde luego, ya que sabían que cuando el príncipe iba a París en uso de licencia, almorzaba en casa de la señora de Pourtalés, con los Murat, etc. Pero se decían: es un simple capitán, demasiada suerte tiene con que vengamos a su casa. Por lo demás, es un verdadero amigo para nosotros. Pero cuando el señor de Borodino, que desde hacía tiempo venía haciendo gestiones para acercarse a París, fue destinado a Beauvais y cambió de residencia, se olvidó completamente, también de los dos matrimonios músicos tanto como del teatro de Doncières y del pequeño restaurante de donde hacía traer a menudo su almuerzo, y, con gran indignación de ellos, ni el teniente coronel, ni el médico jefe, que con tanta frecuencia habían almorzado en su casa, volvieron a recibir en su vida noticias suyas.
Una mañana me confesó Saint-Loup que había escrito a mi abuela para darle noticias mías y sugerirle la idea de que, ya que funcionaba entre Doncières y París un servicio telefónico, hablase conmigo. En resumen, que aquel mismo día iba a hacerme llamar al aparato, y mi amigo me aconsejó que estuviese hacia las cuatro menos cuarto en Teléfonos. El teléfono todavía no era en aquella época de uso tan corriente como hoy. Y, sin embargo, la costumbre tarda tan poco en despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto, que, como no obtuviese comunicación inmediatamente, lo único que se me ocurrió fue que aquello era muy largo, muy incómodo, y casi tuve intenciones de presentar una reclamación. Como todos ahora, no encontraba suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable maravilla a que bastan unos instantes para que aparezca a nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar y que, sin moverse de su mesa, en el pueblo en que habita (París, en el caso de mi abuela), bajo un cielo diferente del nuestro, con un tiempo que por fuerza no es el mismo, en medio de circunstancias y de preocupaciones que ignoramos y que ese ser va a decirnos, se encuentra súbitamente transportado a centenares de leguas (él y todo el ambiente en que permanece sumergido), cerca de nuestro oído, en el momento en que nuestro capricho lo ha ordenado. Y somos como el personaje del cuento a quien una hechicera, atendiendo al deseo que aquel ha formulado, hace aparecerse en una claridad sobrenatural a su abuela o su novia hojeando un libro, derramando lágrimas, cogiendo flores, muy cerca del espectador y, sin embargo, muy lejos, en el mismo paraje en que realmente se encuentra. Para que este milagro se efectúe no tenemos más que acercar nuestros labios a la tablilla mágica y llamar —con insistencia, demasiado excesiva a veces, convengo en ello— a las Vírgenes Vigilantes, cuya voz oímos todos los días sin conocer nunca su rostro, y que son nuestros Angeles de la Guarda en las tinieblas vertiginosas, cuyas puertas vigilan celosamente; a las Todopoderosas por cuya intercesión surgen a nuestro lado los ausentes sin que nos esté permitido verlos; a las Danaides de lo invisible que incesantemente vacían, colman, se transmiten las urnas de los sonidos; a las irónicas Furias que, en el momento en que susurramos una confidencia a una amiga, con la esperanza de que nadie nos oiga, nos gritan cruelmente: «¡Escucho!»; a las siervas perennemente irritadas del Misterio, sacerdotisas recelosas de lo Invisible —a las señoritas del teléfono.
Y tan pronto como nuestra llamada ha resonado en la noche llena de apariciones, a la cual sólo nuestros oídos se abren, un ligero ruido —un ruido abstracto, el de la distancia suprimida—, y la voz del ser querido se dirige a nosotros.
Es él, es su voz que nos habla, que está ahí. Pero ¡qué lejos está! ¡Cuántas veces no he podido menos de escucharla con angustia, como si ante esta imposibilidad de ver antes de largas horas de viaje a aquella cuya voz estaba tan cerca de mi oído sintiese mejor lo que hay de falaz en la apariencia de la más dulce aproximación y a qué distancia podemos estar de las personas queridas en el momento en que parece que no tendríamos más que alargar la mano para retenerlas! ¡Presencia real esta voz tan próxima, en la separación efectiva! ¡Pero, también, anticipaciones de una separación eterna! A menudo, escuchando así, sin ver a la que me hablaba de tan lejos, me ha parecido que aquella voz clamaba desde las profundidades de que no se vuelve a subir, y he conocido la ansiedad que habría de estrangularme un día, cuando una voz volviese así (sola, sin depender ya de un cuerpo que jamás había de volver a ver yo) a murmurar a mi oído palabras que hubiera querido besar a su paso por unos labios para siempre reducidos a polvo.
Aquel día, por desgracia, en Doncières, el milagro no se efectuó. Cuando entré en la cabina, mi abuela había llamado ya; entré en la cabina, la línea estaba tomada, charlaba alguien que sin duda no sabía que no había nadie que le respondiese cuando yo acerqué a mí el receptor, y el trozo de madera se puso a hablar como Polichinela; le hice callar, lo mismo que en el guiñol, volviendo a ponerlo en su sitio, pero, como Polichinela, desde el punto en que lo acercaba de nuevo a mí reanudaba su cháchara. Acabé, en último extremo, colgando definitivamente el receptor, para ahogar las convulsiones de aquel tarugo sonoro que estuvo picoteando hasta el último segundo, y me fui en busca del empleado, que me dijo que esperase un instante; después hablé, y al cabo de unos instantes de silencio, súbitamente, oí aquella voz que sin razón creía conocer tan bien, porque hasta entonces, cada vez que mi abuela había hablado conmigo, yo había seguido siempre lo que ella me decía en la partitura abierta de su rostro en que los ojos entraban por mucho, mientras que su voz, propiamente, la escuchaba hoy por vez primera. Y como esa voz se me aparecía en sus proporciones desde el instante en que era un todo, y me llegaba de esta suerte sola, sin el acompañamiento de los rasgos del rostro, descubrí hasta qué punto era dulce; acaso, por lo demás, no lo había sido nunca en tal grado, porque mi abuela, al sentirme lejos y desgraciado, creía poder abandonarse a la efusión de una ternura que, por principios de educación, contenía y celaba de ordinario. Era dulce, pero también qué triste, en primer lugar por su dulzura misma, decantada casi, como muy pocas voces humanas han debido estarlo nunca, de toda dureza, de todo elemento de resistencia a los demás, de todo egoísmo; frágil a fuerza de delicadeza, parecía en todo momento pronta a quebrarse, a expirar en un puro raudal de lágrimas; además, al verla cerca de mí, sola, sin la máscara del rostro, noté en ella, por vez primera, las penas que la habían agrietado en el curso de la vida.
Por otra parte, ¿era únicamente la voz quien, por estar sola, me daba esta nueva impresión que me desgarraba? No, sino más bien que este aislamiento de la voz era como un símbolo, una evocación, un efecto directo de otro aislamiento, el de mi abuela, por primera vez separada de mí. Las órdenes o prohibiciones que me dirigía a cada paso en la vida ordinaria, el fastidio de la obediencia o la fiebre de la rebelión que neutralizaban la ternura que hacia ella sentía yo, eran suprimidas en este momento e inclusive podían serlo para lo porvenir (puesto que mi abuela ya no exigía el tenerme cerca de sí, bajo su ley, me estaba diciendo su esperanza de que me quedase definitivamente en Doncières, o que, en todo caso, prolongase mi estancia todo el tiempo posible, con lo que muy bien pudieran salir ganando mi salud y mi trabajo); así, lo que tenía bajo la campanilla aproximada a mi oreja era, descargada de las presiones opuestas que día a día la habían contrapesado, y desde ese punto irresistible, agitando todo mi ser, nuestra mutua ternura. Al decirme mi abuela que me quedase, me infundió una necesidad ansiosa y loca de regresar. La libertad que desde ese momento me dejaba y en la que jamás había atisbado yo que pudiese consentir, me pareció de pronto tan triste como pudiera serlo mi libertad después de la muerte de ella (cuando la querría aún y ella hubiese renunciado para siempre a mí). Grité: «¡Abuela, abuela!», y hubiera querido abrazarla; pero no tenía a mi lado sino aquella voz, fantasma tan impalpable como el que volvería acaso a visitarme cuando mi abuela estuviese muerta. «Háblame»; pero entonces ocurrió que, dejándome más solo aún, cesé súbitamente de percibir aquella voz. Mi abuela ya no me oía, ya no estaba en comunicación conmigo, habíamos cesado de estar el uno frente al otro, de ser audibles el uno para el otro, yo seguía interpelándola a tientas en la noche, sintiendo que también debían de extraviarse las llamadas de ella. Latía con la misma angustia que muy atrás, en el pasado, había sentido en otro tiempo, un día que, de chico, la había perdido entre la multitud, angustia no tanto de no volver a encontrarla como de sentir que me buscaba, de sentir que se decía que yo la buscaba; angustia bastante parecida a la que habría de sentir el día en que habla uno a los que ya no pueden responder con tanta ansia y a los que quisiéramos hacer oír por lo menos todo lo que no les hemos dicho, y la seguridad de que no sufrimos. Me parecía que era ya una sombra querida la que acababa de dejar perderse entre las sombras, y, solo ante el aparato, seguía repitiendo en vano: «Abuela, abuela», como Orfeo, al quedarse solo, repite el nombre de la muerta. Me decidí a abandonar la oficina del teléfono e ir en busca de Roberto a su fonda para decirle que, como quizá recibiese un aviso que me obligaría a volver a casa, quisiera saber por si acaso el horario de los trenes. Y, sin embargo, antes de tomar esta resolución, hubiera querido por última vez invocar a las Hijas de la Noche, a las Mensajeras de la palabra, a las divinidades sin rostro; pero las caprichosas Guardianas no habían querido abrir las puertas maravillosas, o sin duda no pudieron hacerlo; en vano invocaron infatigablemente, conforme a su costumbre, al venerable inventor de la imprenta y al joven príncipe aficionado a la pintura impresionista y al automóvil (que era sobrino del capitán de Borodino): Gutenberg y Wagram dejaron sin respuesta sus súplicas, y me marché, sintiendo que lo Invisible solicitado permanecería sordo.
Al llegar al lado de Roberto y de sus amigos, no les confesé que mi corazón ya no estaba con ellos, que mi partida estaba ya irrevocablemente decidida. Roberto pareció creerme; pero después he sabido que desde el primer momento había comprendido que mi incertidumbre era simulada, y que a la mañana siguiente no me encontraría ya. Mientras sus amigos, dejando enfriar a su lado los platos, buscaban con él en la guía el tren que podía tomar yo para volver a París y se oían en la noche estrellada y fría los silbidos de las locomotoras, yo no sentía ya, desde luego, la misma paz que tantas noches me habían dado aquí la amistad de los unos, el paso lejano de las otras. No faltaban, empero, esta tarde, en otra forma, al mismo oficio. Mi partida me abrumó menos cuando ya no me vi obligado a pensar en ella yo solo, cuando sentí que en lo que estaba efectuándose se empleaba la actividad más normal y más sana de mis enérgicos amigos, los camaradas de Saint-Loup, y de aquellos otros seres fuertes, los trenes, cuyo ir y venir, mañana y noche, de Doncières a París, desmoronaba retrospectivamente lo que de excesivamente compacto e insostenible había en mi largo aislamiento respecto de mi abuela, en posibilidades cotidianas de retorno.
—No dudo de la verdad de tus palabras y de que no pienses en marcharte aún —me dijo riendo Saint-Loup—, pero haz como si te fueses y ven a decirme adiós mañana por la mañana temprano, porque si no corro el riesgo de no volverte a ver; almuerzo precisamente en la ciudad, me ha dado autorización el capitán; tengo que estar de vuelta a las dos en el cuartel, porque salimos de marcha para todo el día. Seguramente el señor en cuya casa almuerzo, a tres kilómetros de aquí, me traerá a tiempo para estar en el cuartel a las dos.
Apenas dijo estas palabras cuando vinieron a buscarme de mi hotel; habían llamado de Teléfonos. Corrí a la oficina, porque iban a cerrar. La palabra interurbano reaparecía incesantemente en las respuestas que me daban los empleados. Yo estaba en el colmo de la ansiedad porque quien me llamaba era mi abuela. Iban a cerrar la oficina. Por fin obtuve comunicación: «¿Eres tú, abuela?». Una voz de mujer, con acento inglés muy marcado, me respondió: «Sí, pero no reconozco su voz». Tampoco yo reconocía la voz que me hablaba; además, mi abuela no me llamaba nunca de usted. Por fin se explicó todo. El joven a quien había llamado al teléfono su abuela llevaba un nombre casi idéntico al mío y vivía en un anejo del hotel. Al llamarme el mismo día en que había querido telefonear a mi abuela, yo no había dudado ni un instante que fuese ella quien preguntase por mí. Así que en la oficina de teléfonos y en el hotel acababan de cometer un doble error por una simple coincidencia.
Al día siguiente por la mañana me retrasé; no encontré a Saint-Loup, que había salido ya para ir a almorzar al castillo vecino de que me había hablado. A eso de la una y media me disponía a ir al acaso al cuartel para estar allí cuando Roberto llegase, cuando, al atravesar una de las venidas que llevaban a aquel, vi, en la misma dirección en que yo iba, un tílburi que, al pasar junto a mí, me obligó a hacerme a un lado: lo conducía un suboficial con el monóculo en el ojo; era Saint-Loup. A su lado iba el amigo en cuya casa había almorzado y con quien ya me había encontrado una vez en el hotel donde cenaba Roberto. No me atreví a llamar a este, como no iba solo; pero, queriendo que se detuviese para que me llevara consigo, atraje su atención con un gran saludo que bien se veía era motivado por la presencia de un desconocido. Sabía yo que Roberto era miope, y, sin embargo, creía que sólo con que me viese no dejaría de reconocerme; pero es el caso que vio el saludo perfectamente y lo devolvió, pero sin pararse; y al alejarse a toda prisa, sin una sonrisa, sin que un músculo de su fisonomía se moviese, se contentó con tener por espacio de dos minutos la mano alzada hasta el borde del quepis, como si hubiese respondido a un soldado a quien no hubiera conocido. Corrí hasta el cuartel, pero aún estaba lejos; cuando llegué, el regimiento formaba en el patio, donde no me dejaron quedarme. Desolado por no haber podido despedirme de Saint-Loup, subí a su habitación. Ya no estaba allí; pude informarme de él por un grupo de soldados enfermos, reclutas rebajados de marcha, un mozo bachiller, un veterano, que veían formar al regimiento.
—¿No han visto ustedes al sargento Saint-Loup? —pregunté.
—Ha bajado, señor —dijo el veterano.
—No le he visto —dijo el bachiller.
—¿No le has visto? —dijo el veterano, sin ocuparse ya de mí—. ¿No has visto a nuestro famoso Saint-Loup? Está que quita la cabeza con su uniforme nuevo. ¡Cuándo lo vea el capitán! Paño de oficial.
—¡Quita de ahí! ¡Paño de oficial! —dijo el mozo bachiller, que, rebajado de servicio por enfermo, no salía de marcha y se ensayaba, no sin cierta inquietud, en mostrarse audaz con los veteranos—. Ese paño de oficial tiene tanto de paño como de cualquier otra cosa.
—¿Cómo, señor? —preguntó con cólera el veterano que había hablado del uniforme.
Estaba indignado de que el mozo bachiller pusiera en duda que el uniforme aquel fuese de paño de oficial; pero, como bretón que era, nacido en un lugar que se llama Penguern-Stereden, había aprendido el francés con tanta dificultad como si hubiera sido inglés o alemán, y cuando se sentía poseído por alguna emoción decía dos o tres veces señor para darse tiempo a encontrar las palabras, y luego de esta preparación se entregaba a su elocuencia, contentándose con repetir algunos vocablos que conocía mejor que los otros, pero sin prisa, tomando precauciones contra su falta de costumbre de la pronunciación.
—¡Ah!, ¿conque tiene tanto de paño como de cualquier otra cosa? —prosiguió, con una cólera que aumentaba progresivamente la intensidad y la lentitud de su expansión—. ¡Ah!, ¿conque como de otra cosa cualquiera?… Cuando te digo yo que es paño de oficial, cuando te-lo-digo, puesto-que-te-lo-digo, será que lo sé de buena tinta, me parece a mí.
—¡Ah, entonces…! —dijo el mozo bachiller, vencido por esta argumentación—. Si es así, no voy a ser yo quien te lo discuta.
—¡Hombre!, ahí va precisamente el capitán. Pero repara en Saint-Loup, en el modo que tiene de echar la pierna. Cualquiera dice que es un suboficial… Y el monóculo, ¡ah!, lo que es ese va a cualquier parte.
Pedí a estos soldados, a quienes mi presencia no cohibía ni poco ni mucho, que me dejasen mirar también por la ventana. No me pusieron obstáculo a ello, ni cambiaron de lugar. Vi pasar majestuosamente al capitán de Borodino, que hacía trotar a su caballo y parecía hacerse la ilusión de que se encontraba en la batalla de Austerlitz. Algunos transeúntes se habían reunido ante la verja del cuartel para ver salir al regimiento. Tieso en su caballo, ligeramente carnoso el rostro, las mejillas de una plenitud imperial, lúcida la mirada, el príncipe debía de ser juguete de alguna alucinación, como yo mismo lo era cada vez que, después de haber pasado un tranvía, el silencio que seguía a su fragor me parecía recorrido y estriado por una vaga palpitación musical. Me sentía desolado por no haberle dicho adiós a Saint-Loup; pero así y todo me marché, porque mi única preocupación era la de volver al lado de mi abuela: hasta ese día, en aquella pequeña ciudad, cuando pensaba en lo que mi abuela, sola, hacía, me la representaba tal como estaba conmigo, pero suprimiéndome a mí mismo, sin tener en cuenta los efectos de esta supresión en ella; ahora tenía que librarme cuanto antes, en sus brazos, del fantasma, hasta entonces insospechado y súbitamente evocado por su voz, de una abuela realmente separada de mí, resignada, que tenía —cosa que nunca le había conocido aún— una edad determinada, y que acababa de recibir una carta mía en el piso vacío en que ya me había imaginado a mamá cuando mi viaje a Balbec.