Yo no hubiera deseado ya, como en otro tiempo, poder inmovilizar las actitudes de la Berma, el hermoso efecto de color que daba sólo por un instante en una iluminación inmediatamente desvanecida y que no se reproducía, ni hacerle repetir cien veces un verso. Comprendía que mi deseo de antaño era más exigente que la voluntad del poeta, de la trágica, del gran artista decorador que era su director de escena, y que aquel hechizo esparcido a vuelo sobre un verso, aquellos inestables ademanes perpetuamente transformados, aquellos cuadros sucesivos, eran el resultado fugitivo, el fin momentáneo, la móvil obra maestra que el arte teatral se proponía, y que destruiría, al querer fijarla, la atención de un oyente demasiado apasionado. Ni siquiera me interesaba ir otro día a oír de nuevo a la Berma; estaba satisfecho de ella; cuando admiraba demasiado para que no me defraudase el objeto de mi admiración, fuese ese objeto Gilberta o la Berma, era cuando pedía de antemano a la impresión del día siguiente el placer que me había negado la impresión de la víspera. Sin tratar de profundizar en el goce que acababa de sentir y del que acaso hubiera podido hacer un uso más fecundo, me decía como antaño cierto compañero mío de colegio: «Verdaderamente es la Berma a quien pongo la primera», aun sintiendo confusamente que el genio de la Berma no era acaso traducido muy exactamente por esta afirmación de mi preferencia y por ese puesto de «primera» otorgado, cualquiera que fuese, por lo demás, la tranquilidad que me trajeran.

En el momento en que la segunda obra empezó volví la mirada hacia la platea de la señora de Guermantes. La princesa, con un movimiento engendrador de una deliciosa línea que mi espíritu perseguía en el vacío, acababa de volver la cabeza hacia el fondo de la platea; los invitados estaban de pie, vueltos también hacia el fondo, y entre la doble hilera que formaban, con su aplomo y su grandeza de diosa, pero con una dulzura desconocida que por llegar tan tarde y hacer levantarse a todo el mundo a mitad de la representación barajaba las muselinas blancas en que estaba envuelta y la expresión hábilmente ingenua, tímida y confusa, con su sonrisa victoriosa, la duquesa de Guermantes, que acababa de entrar, fue hacia su prima, hizo una profunda reverencia a un joven rubio que estaba sentado en primer término, y, volviéndose hacia los monstruos marinos y sagrados que flotaban en el fondo del antro, dirigió a aquellos semidioses del Jockey-Club —que en aquel momento, y particularmente el señor de Palancy, fueron los hombres que más me hubiera gustado ser— un saludo familiar de antigua amiga, alusiones a lo cotidiano de sus relaciones con ellos desde hacía quince años. Yo sentía el misterio, pero no podía descifrar el enigma de aquella mirada sonriente que dirigía a sus amigos en el fulgor aterciopelado con que esa mirada brillaba mientras abandonaba su mano a unos y a otros, y que, si yo hubiera podido descomponer su prisma, analizar sus cristalizaciones, acaso me hubiera revelado la esencia de la vida desconocida que en ella aparecía en aquel momento. El duque de Guermantes seguía a su mujer, con los reflejos de su monóculo, la risa de su dentadura, la blancura de su clavel o de su pechera plisada, que dejaban aparte, para hacer lugar a su luz, sus cejas, sus labios, su frac; con un ademán de su mano extendida, que bajó hasta los hombros de ellos, erguido, sin volver la cabeza, ordenó que se sentaran de nuevo a los monstruos inferiores que le hacían sitio, y se inclinó profundamente ante el joven rubio. Se hubiera dicho que la princesa había adivinado que su prima, de quien se burlaba, a lo que se decía, por lo que llamaba ella sus exageraciones (nombre que, desde su punto de vista ingeniosamente francés y esencialmente moderado, tomaban pronto la poesía y el entusiasmo germánicos), había de llevar aquella noche uno de esos tocados con que a la duquesa le parecía disfrazada, y hubiese querido darle una lección de gusto. En lugar de los maravillosos y suaves plumajes que de la cabeza de la princesa descendían hasta su cuello; en lugar de su redecilla de conchas y de perlas, la duquesa no llevaba en el pelo más que una sencilla aigrette[7] que, dominando su nariz arqueada y sus ojos saltones, parecía la cresta de un pájaro. Su cuello y sus hombros emergían de una nívea ola de muselina sobre la que iba a batir un abanico de plumas de cisne; pero luego el traje —cuyo corpiño tenía, como único adorno, innumerables lentejuelas, bien de metal, en varillas y en cuentas, bien de brillantes— moldeaba su cuerpo con precisión enteramente británica. Pero por diferentes que fuesen entre sí uno y otro tocado, después que la princesa hubo dado a su prima la silla que hasta entonces ocupaba ella, se las vio que, volviéndose la una hacia la otra, se admiraban recíprocamente.

Quizá la señora de Guermantes sonriese a la mañana siguiente cuando hablara del peinado, un tanto complicado de más, de la princesa, pero seguramente declararía que no por eso estaba aquella menos encantadora y maravillosamente arreglada; y la princesa, que, por principios de gusto, encontraba algo un poco frío, un poco seco, un poco modisteril en la manera de vestirse de su prima, descubriría en esta estricta sobriedad un refinamiento exquisito. Por otra parte, entre ellas, la gravitación universal preestablecida de su educación neutralizaba los contrastes, no sólo de tocado, sino de actitud. En las líneas invisibles e imantadas que entre ellas tendía la elegancia de maneras venía a expirar el natural expansivo de la princesa, mientras que la tiesura de la duquesa se dejaba atraer, doblar, tornábase blandura y hechizo. Del mismo modo que en la obra que estaban representando, para comprender lo que de poesía personal desprendía la Berma no había más que confiar el papel que desempeñaba, y que sólo ella podía desempeñar, a cualquier otra actriz, el espectador que hubiese alzado los ojos hacia la barandilla de la platea hubiera visto, en dos palcos, cómo un arreglo, que ellas creían recordaba los de la princesa de Guermantes, daba sencillamente a la baronesa de Morienval una traza excéntrica, pretenciosa e ineducada, y cómo un esfuerzo, a la vez terco y costoso, por imitar el vestir y la distinción de la duquesa de Guermantes hacía solamente que la señora de Cambremer se asemejase a una pensionista provinciana, montada en alambre, tiesa, seca y puntiaguda, con un penacho de coche fúnebre erguido verticalmente en el pelo. Acaso el puesto de esta última no estuviese en una sala en que los palcos (incluso los de los pisos más altos, que desde abajo parecían grandes banastas pespunteadas de flores humanas y unidas a la bóveda de la sala por las rojas bridas de sus separaciones de terciopelo) componían, solamente con las mujeres más brillantes del año, un efímero panorama que las muertes, los escándalos, las enfermedades, las rencillas modificarían bien pronto, pero que en aquel momento estaba inmovilizado por la atención, por el calor, por el vértigo, por la elegancia y el fastidio, en esa especie de instante eterno y trágico de inconsciente espera y de tranquilo embotamiento que, retrospectivamente, parece haber precedido a la explosión de una bomba o a la primera llamarada de un incendio.

La razón de que la señora de Cambremer se encontrase allí era que la princesa de Parma, desprovista de esnobismo, como la mayor parte de las altezas auténticas, y, en desquite, devorada por el orgullo, por el apetito de la caridad que en ella igualaba al gusto por lo que creía las Artes, había cedido acá y allá algunos palcos a mujeres como la señora de Cambremer, que no formaban parte de la alta sociedad aristocrática, pero con quienes estaba en relación por sus obras de beneficencia. La señora de Cambremer no quitaba ojo a la duquesa y a la princesa de Guermantes, lo cual era tanto más fácil cuanto que, como no se hallaba realmente en relación con ellas, no podía parecer que mendigaba un saludo. Sin embargo, ser recibida en casa de aquellas dos grandes damas era el fin que perseguía desde hacía diez años con infatigable paciencia. Había calculado que sin duda llegaría a ello para dentro de cinco años. Pero atacada por una enfermedad que no perdona y cuyo carácter inexorable, presumiendo de conocimientos médicos, creía conocer, temía no poder vivir hasta entonces. Por lo menos aquella noche era feliz al pensar que todas estas mujeres a quienes apenas conocía verían al lado de ella a uno de sus amigos, el joven marqués de Beausergent, hermano de la señora de Argencourt, que frecuentaba por igual las dos sociedades, y con cuya presencia les gustaba mucho a las mujeres de la segunda ornarse ante los ojos de las de la primera. Se había sentado detrás de la señora de Cambremer, en una silla puesta de través para poder mirar de soslayo a los demás palcos. Conocía a todo el mundo y, para saludar, con la encantadora elegancia de sus graciosas inclinaciones, de su fina cabeza de rubios cabellos, erguía a medias su airoso cuerpo, con una sonrisa en sus ojos azules, con una mezcla de respeto y de desenvoltura, grabando de esta suerte con precisión en el rectángulo del plano oblicuo en que estaba situado algo así como una de esas estampas viejas que representan un gran señor altanero y cortesano. Aceptaba a menudo ir de esta manera al teatro con la señora de Cambremer; en la sala, y a la salida, en el vestíbulo, permanecía valerosamente al lado de ella en medio de la multitud de amigas más brillantes que allí tenía y a quienes evitaba hablar, porque no quería molestarlas, como si hubiera ido en mala compañía. Si pasaba entonces la princesa de Guermantes, hermosa y ligera como Diana, dejando arrastrar en pos de sí una capa incomparable, haciendo que se volviesen todas las cabezas y seguida por todos los ojos (por los de la señora de Cambremer más que por todos los demás), el señor de Beausergent se enfrascaba en una conversación con su vecina, y no respondía a la sonrisa amistosa y deslumbradora de la princesa sino por compromiso, forzado, y con la reserva bien educada y la caritativa frialdad de una persona cuya amabilidad puede haber llegado a ser momentáneamente molesta.

Si la señora de Cambremer no hubiera sabido que la platea pertenecía a la princesa, hubiera reconocido de todas maneras que la señora de Guermantes era la invitada, por la mayor expresión de interés que concedía al espectáculo de la escena y de la sala para mostrarse amable con su huéspeda. Mas al mismo tiempo que esta fuerza centrífuga, una fuerza inversa, desarrollada por el mismo deseo de amabilidad, volvía la atención de la duquesa hacia su propio tocado, sobre su aigrette, sobre su corpiño, y también hacia el de la princesa, de quien su prima parecía proclamarse súbdita, esclava, como si hubiese venido únicamente por verla, dispuesta a seguirla a otra parte si la titular del palco hubiera tenido antojo de irse, y sin mirar de otra manera que como a un conjunto de extranjeros que resultaba curioso examinar al resto de la sala, en que, sin embargo, contaba con gran número de amigos en cuyo palco se encontraba otras semanas y respecto de los cuales no dejaba de dar entonces pruebas de la misma lealtad exclusiva, relativista y hebdomadaria. La señora de Cambremer estaba pasmada de ver aquella noche a la duquesa. Sabía que se quedaba en Guermantes hasta muy entrada la temporada, y suponía que aún estuviese allí. Pero le habían contado que a veces, cuando había en París un espectáculo que consideraba interesante, la señora de Guermantes hacía enganchar uno de sus coches tan pronto como había tomado el té con los cazadores, y al ponerse el sol salía al trote largo, cruzando la selva crepuscular, siguiendo después por la carretera a tomar el tren en Combray para estar en París a la noche. «Acaso venga expresamente de Guermantes para oír a la Berma» —pensaba con admiración la señora de Cambremer—. Y recordaba haber oído a Swann, en aquella jerga ambigua que le era común con el señor de Charlus: «La duquesa es uno de los seres más nobles de París, de la sociedad más refinada y escogida». Por mi parte, yo, que hacía derivarse del nombre de Guermantes, del nombre de Baviera y del nombre de Condé la vida, el pensamiento de las dos primas (ya no podía hacer lo mismo con sus rostros, puesto que los había visto), hubiera preferido conocer su juicio sobre Fedra, de preferencia al del crítico más grande del mundo. Porque en el de este sólo hubiera encontrado inteligencia, inteligencia superior a la mía, pero de la misma naturaleza. Pero lo que pensaban la princesa y la duquesa de Guermantes y que me hubiera proporcionado un documento inestimable sobre la naturaleza de estas dos poéticas criaturas, me lo imaginaba yo con ayuda de sus nombres, suponía en estos un encanto irracional, y, con la sed y la nostalgia de un enfermo con fiebre, lo que a su opinión sobre Fedra pedía que me diesen era el encanto de las tardes de verano en que me había paseado por el camino de Guermantes.

La señora de Cambremer trataba de distinguir qué traje llevaban las dos primas. En cuanto a mí, no dudaba que aquellos trajes eran privativos de ellas, no sólo en el sentido en que la librea de cuello rojo o de solapas azules pertenecía antaño exclusivamente a los Guermantes y a los Condé, sino más bien como el plumaje es para un pájaro no sólo un ornato de su belleza, sino una prolongación de su cuerpo. El vestir de aquellas dos mujeres me parecía como una materialización nívea o matizada de su actividad interior, y, al igual que los ademanes que había visto hacer a la princesa de Guermantes, y que no había dudado de que correspondiesen a una idea oculta, las plumas que bajaban de la frente de la princesa y el corpiño deslumbrador y recamado de su prima parecían tener una significación, ser para cada una de las dos mujeres un atributo que sólo a ellas pertenecía y cuyo significado hubiera querido conocer yo: el ave del paraíso me parecía inseparable de la una como el pavo real de Juno, y no pensaba que ninguna mujer pudiese usurpar el corpiño recamado de la otra, como no podría usurpar la égida centelleante y franjeada de Minerva. Y cuando volvía los ojos a aquella platea más aún que al techo del teatro pintado de frías alegorías, era como si hubiese entrevisto, gracias al desgarramiento milagroso de las nubes ordinarias, la asamblea de los dioses en trance de contemplar el espectáculo de los hombres, bajo un toldo rojo, en un luminoso claro entre dos pilares del cielo. Contemplaba aquella apoteosis momentánea con una turbación que mezclaba de paz el saberme ignorado de los inmortales; verdad era que la duquesa me había visto una vez con su marido, pero seguramente no debía de acordarse de ello, y no me dolía que se encontrase, por el lugar que ocupaba en la platea, mirando a las madréporas anónimas y colectivas del público de la orquesta, porque sentía mi ser dichosamente disuelto en medio de ellas, cuando, en el momento en que, en virtud de las leyes de la refracción, fue sin duda a pintarse en la corriente impasible de los dos ojos azules la forma confusa del protozoario desprovisto de existencia individual que yo era, vi que una claridad los iluminaba: la duquesa, trocada de diosa en mujer y pareciéndome de pronto mil veces más hermosa, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en la barandilla del palco, la agitó en señal de amistad; mis miradas se sintieron transidas por la incandescencia involuntaria y por los fuegos de los ojos de la princesa, que sin querer los había hecho entrar en conflagración con sólo moverlos para tratar de ver a quién acababa de saludar su prima, y esta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el aguacero deslumbrante y celestial de su sonrisa.

Ahora, todas las mañanas, mucho antes de la hora en que ella salía, yo, dando un gran rodeo, iba a apostarme en la esquina de la calle por donde ella solía bajar, y cuando me parecía cercano el momento de su paso, volvía a subir la calle con expresión distraída, mirando en dirección opuesta y alzando hacia ella los ojos en cuanto llegaba a su lado, pero como si en modo alguno hubiera esperado verla. Incluso los primeros días, para estar más seguro de encontrarla, esperaba delante de la casa. Y cada vez que la puerta cochera se abría (dejando pasar sucesivamente tantas personas que no eran la que yo esperaba), su batir se prolongaba inmediatamente en mi corazón en oscilaciones que tardaban mucho tiempo en calmarse. Porque jamás un fanático de una gran comedianta a quien no conoce, al ir a esperar, en un pie como una grulla, la salida de las artistas; jamás una multitud exasperada o idólatra, reunida para insultar o llevar en triunfo al condenado o al gran hombre que creen a punto de pasar cada vez que se oye llegar algún rumor del interior de la prisión o del palacio, se sintieron tan conmovidos como yo lo estaba esperando la salida de aquella gran dama que, ataviada sencillamente, sabía, con la gracia de su porte (por completo diferente del empaque que tenía cuando entraba en un salón o en un palco) hacer de su paseo matinal —para mí, sólo ella en el mundo se paseaba— todo un poema de elegancia y el más fino ornato, la más curiosa flor del buen tiempo. Pero al cabo de tres días, para que el portero no pudiera darse cuenta de mis manejos, me fui mucho más allá, hasta un punto cualquiera del recorrido habitual de la duquesa. A menudo, antes de aquella noche del teatro, hacía yo breves salidas antes del almuerzo, cuando hacía buen tiempo; si había llovido, a la primera clara bajaba a dar una vuelta, y de pronto, por la acera, húmeda todavía, que la luz cambiaba en laca de oro, en la apoteosis de una encrucijada, espolvoreada de una neblina que rehoga y dora el sol, veía llegar una colegiala seguida de su institutriz o una lechera con sus manguitos blancos; me quedaba sin movimiento, con una mano contra el corazón, que se lanzaba ya hacia una vida extraña; trataba de recordar la calle, la hora, la puerta en que la muchachita (a quien algunas veces seguía) había desaparecido sin volver a salir. Felizmente, la fugacidad de estas imágenes acariciadas y que me proponía hacer por ver de nuevo impedía que se fijasen fuertemente en mi corazón. Así y todo, me sentía menos triste por estar enfermo, por no haber tenido nunca aún valor para ponerme a trabajar, a empezar un libro; me parecía más agradable habitar la tierra, más interesante recorrer la vida desde que veía que las calles de París, como los senderos de Balbec, estaban floridas de esas bellezas desconocidas que tan a menudo había tratado yo de hacer surgir de los bosques de Méséglise y cada una de las cuales excitaba un deseo voluptuoso que sólo ella parecía capaz de saciar.

Al volver de la Opera Cómica, había añadido para el día siguiente a las que desde hacía algunos días deseaba volver a encontrar la imagen de la señora de Guermantes con su alto peinado de cabellos rubios y ligeros, con la ternura prometida en la sonrisa que me había dirigido desde la platea de su prima. Seguiría el camino que Francisca me había dicho que tomaba la duquesa, y trataría, sin embargo, para volver a encontrar a dos muchachitas a quienes había visto la antevíspera, de no perder la salida de un curso y de una catequesis. Pero mientras tanto, de tiempo en tiempo, volvían a mí la centelleante sonrisa de la señora de Guermantes, la sensación de dulzura que esa sonrisa me había dado. Y sin saber a ciencia cierta lo que hacía, intentaba ponerlas (como una mujer mira el efecto que haría en un traje un determinado género de botones de pedrería que acaban de darle) a par de las ideas novelescas que poseía desde hacía tiempo y que la frialdad de Albertina, la partida prematura de Gisela, y, antes de esto, la separación deseada y demasiado prolongada de Gilberta, habían libertado (la idea, por ejemplo, de ser querido por una mujer, de tener una vida en común con ella); después era la imagen de una u otra de las dos muchachitas lo que acercaba a esas ideas, a las cuales, inmediatamente después, trataba de adaptar el recuerdo de la duquesa. Al lado de esas ideas, el recuerdo de la señora de Guermantes en la Opera Cómica era muy poca cosa, una estrellita junto a la larga cauda de su cometa flamante; además, conocía muy bien esas ideas mucho antes de conocer a la señora de Guermantes; el recuerdo, en cambio, lo poseía imperfectamente, se me escapaba a ratos; fue durante las horas en que, de ser flotante en mí con el mismo título que las imágenes de otras mujeres bonitas, pasó poco a poco a ser una asociación única y definitiva —exclusiva de cualquier otra imagen femenina— con mis ideas novelescas tan anteriores a él; fue durante esas horas en que mejor lo recordaba cuando hubiera debido tratar de saber exactamente qué recuerdo era ese; pero entonces no sabía la importancia que iba a tomar para mí; era dulce, solamente, como una primera cita de la señora de Guermantes, en sí mismo; era el primer esbozo, el único verdadero, el único trazado conforme a la vida, el único que fuese realmente la señora de Guermantes; durante las escasas horas en que tuve la dicha de guardarlo sin saber concederle atención, debía ser muy encantador, sin embargo, este recuerdo, ya que a él, libremente aún en aquel momento, sin prisa, sin fatiga, sin asomo de necesidad ni de ansia, tornaban siempre mis ideas de amor; luego, a medida que esas ideas lo fijaron más definitivamente, tomó de ellas mayor fuerza, pero se tornó más vago en sí mismo; bien pronto no supe ya volver a encontrarlo, y sin duda lo deformaba por completo en mis ensueños, puesto que cada vez que veía a la señora de Guermantes comprobaba una divergencia, diferente siempre, por lo demás, entre lo que había imaginado y lo que veía. Todos los días, ahora, por cierto en el momento en que la señora de Guermantes desembocaba por lo alto de la calle, distinguía aún su elevada estatura, aquel rostro de clara mirada bajo una cabellera ligera, cosas todas por las que estaba yo allí; pero en desquite, algunos segundos más tarde, cuando, habiendo apartado los ojos en otra dirección porque pareciese que no esperaba este encuentro que había venido a buscar, los alzaba hacia la duquesa en el momento en que llegaba al mismo nivel de la calle que ella, lo que entonces veía eran unas huellas rojas, que no sabía si se debían a la acción del aire o a la caparrosa, en un semblante desagradable que, con un gesto muy seco y distante de la amabilidad de la noche de Fedra, respondía al saludo que yo le dirigía cotidianamente con expresión de sorpresa y que no parecía agradarle. Así y todo, al cabo de unos días en que el recuerdo de las dos muchachitas luchó con varia suerte por el dominio de mis ideas amorosas con el de la señora de Guermantes, fue este, como por sí mismo, el que acabó por renacer más a menudo, mientras que sus competidores se eliminaban por sí solos; sobre él fue sobre quien acabé por haber transferido, voluntariamente aún, en suma, y como por elección y por gusto, todos mis pensamientos de amor. Ya no pensé más en las muchachitas del catecismo ni en una determinada lechera, y, sin embargo, no esperé ya volver a encontrar en la calle lo que había ido a buscar a ella, ni la ternura prometida en el teatro en una sonrisa, ni la silueta y el claro semblante bajo la cabellera rubia, que no eran tales sino de lejos. Ahora no hubiera podido decir siquiera cómo era la señora de Guermantes, en qué la reconocía, pues todos los días, en el conjunto de su persona, el semblante era diferente, como el traje y el sombrero.

¿Por qué un día, al ver llegar de frente, bajo una capota malva, un dulce y terso semblante de encantos repartidos con simetría en torno a dos ojos azules y en el cual la línea de la nariz parecía reabsorbida, sabía yo, con una conmoción de júbilo, que no volvería a casa sin que la señora de Guermantes se fijase en mí; por qué sentía la misma turbación, afectaba la misma indiferencia, apartaba los ojos de la misma manera distraída que la víspera, al ver la aparición de perfil, en una bocacalle y bajo una toca azul marino, de una nariz en forma de pico de pájaro, el escorzo de una mejilla roja, interrumpido por un ojo penetrante, como una divinidad egipcia? Una vez, no fue sólo una mujer con pico de pájaro lo que vi, sino algo como un verdadero pájaro: el traje y hasta el gorrito de la señora de Guermantes eran de pieles, y como no dejaban así ver el menor asomo de tela, parecía naturalmente envuelta en piel como ciertos buitres cuyo plumaje espeso, unido, leonado y suave tiene la apariencia de una especie de pelo. En medio de este plumaje natural, la cabecita encorvaba su pico de pájaro y los ojos saltones eran penetrantes y azules.

Tal día volvía de pasear la calle arriba y abajo durante varias horas sin descubrir a la señora de Guermantes, cuando, de pronto, en el fondo de una lechería escondida entre dos hoteles en aquel barrio aristocrático y popular, se destacaba el rostro confuso y nuevo de una mujer elegante que estaba haciendo que le enseñasen unos suizos, y, antes de que yo hubiese tenido tiempo de entreverla, como un relámpago que hubiera tardado menos tiempo en llegar hasta mí que el resto de la imagen, venía a herirme la mirada de la duquesa; otra vez, al no encontrarla y oír que daban las doce, comprendía que no valía la pena de seguir esperándola, y emprendía de nuevo, tristemente, el camino de casa, y, ensimismado en mi decepción, al contemplar, sin verlo, un coche que se alejaba, comprendía de repente que la inclinación de cabeza que una dama había hecho desde la portezuela era para mí, y que aquella dama, cuyos rasgos deshechos y pálidos o, por el contrario, tensos y vivos, componían bajo un sombrero redondo, al pie de una alta aigrette, el rostro de una extranjera que yo había creído no reconocer, era la señora de Guermantes, a la que había dejado que me saludase sin responderle siquiera. Y algunas veces la encontraba, al volver, en el rincón de la portería, donde el detestable portero, cuyas investigadoras ojeadas aborrecía yo, estaba haciéndole grandes saludos y también, sin duda, informándola. Porque todo el personal de los Guermantes, disimulado tras los visillos de las ventanas, espiaba, temblando, el diálogo que no oía, y a consecuencia del cual no dejaba la duquesa de privar de sus salidas a tal o cual criado a quien el chismoso del portero había vendido. Por todas las apariciones sucesivas de los diferentes semblantes que ofrecía la señora de Guermantes, semblantes que ocupaban una extensión relativa y variada, tan pronto estrecha como vasta, en el conjunto de su tocado, mi amor no se había adherido a tal o cual de aquellas parcelas cambiantes de carne y de tela que ocupaban, según los días, el lugar de las demás, y que ella podía modificar y renovar casi por entero sin alterar mi turbación, porque al través de ellas, a través del cuello nuevo, de la mejilla desconocida, sentía yo que era siempre la señora de Guermantes. Lo que yo quería era la persona invisible que ponía en movimiento todo aquello, era ella, cuya hostilidad me afligía, cuya proximidad me trastornaba, cuya vida hubiese querido captar, expulsando de ella a sus amigos. Podía enarbolar una pluma azul u ostentar un color arrebolado sin que sus acciones perdiesen para mí en importancia.

Si por mí mismo no me hubiese dado cuenta de que la señora de Guermantes estaba harta de encontrarse conmigo todos los días, lo hubiera echado de ver por la cara llena de frialdad, de reprobación y de lástima que ponía Francisca cuando me ayudaba a arreglarme para estas salidas matinales. Desde el momento en que le pedía mis avíos sentía alzarse un viento contrario en los rasgos contraídos y cansados de su rostro. Ni siquiera intentaba ganar su confianza, dándome clara cuenta de que no lo conseguiría. Tenía Francisca, para saber inmediatamente cuanto de desagradable podía ocurrimos a mis padres y a mí, un poder cuya naturaleza ha permanecido siempre para mí oscura. Quizá no fuese sobrenatural y hubiera podido explicarse por medios de información que eran privativos de ella; así se enteran algunos pueblos salvajes de ciertas noticias muchos días antes de que el correo las haya llevado a la colonia europea, y que les han sido transmitidas no por telepatía, sino de colina en colina, con ayuda de hogueras. Así, en el caso particular de mis paseos, es posible que la servidumbre de la señora de Guermantes hubiese oído a la señora expresar su fastidio al encontrarme inevitablemente en su camino y habrían repetido estas frases a Francisca. La verdad es que, aunque mis padres hubieran podido poner a mi servicio otra persona en lugar de Francisca, yo no hubiera ganado nada con ello. Francisca, en cierto sentido, era menos sirvienta que las demás. Por su manera de sentir, de ser buena y compasiva, de ser dura y orgullosa, de ser aguda y limitada, de tener la piel blanca y las manos coloradas, era la señorita de pueblo cuyos padres «estaban bien por su casa», pero que, al arruinarse, se habían visto obligados a hacerla cambiar de condición. Su presencia en nuestra casa equivalía al aire del campo y a la vida social en una granja de hace cincuenta años, transportados a nuestro ambiente merced a un a modo de viaje inverso en que es el veraneo lo que va hacia el viajero. Como la vitrina de un museo regional, con esas curiosas obras que los campesinos ejecutan aún y guarnecen de pasamanería en ciertas provincias, nuestro piso parisiense estaba decorado por las palabras de Francisca, inspiradas por un sentimiento tradicional y local y obedientes a reglas antiquísimas. Y sabía trazar de nuevo en ellas, como con hilos de color, los cerezos y los pájaros de su infancia, la cama en que había muerto su madre y que ella veía aún. Mas a pesar de esto, desde el punto en que había entrado en París a nuestro servicio, había compartido —y con más razón lo hubiera hecho cualquier otra en su lugar— las ideas, las jurisprudencias de interpretación de los criados de los demás pisos, recobrándose del respeto que estaba obligada a testimoniarnos, repitiéndonos las groserías que la cocinera del piso cuarto decía a su señora, con tal satisfacción de criada, que, por primera vez en nuestra vida, sintiendo una especie de solidaridad con la detestable inquilina del piso cuarto, nos decíamos que acaso, en efecto, fuésemos amos. Esta alteración del carácter de Francisca era quizá inevitable. Ciertas existencias son tan anormales que fatalmente tienen que engendrar determinados defectos: tal la que llevaba el rey en Versalles entre sus cortesanos, tan extraña como la de un faraón o la de un dogo y, todavía más que la del rey, la vida de los mismos cortesanos. La de los criados es, sin duda, más extrañamente monstruosa aún, monstruosidad que solamente la fuerza de la costumbre nos cela. Pero hasta en detalles más particulares todavía, me hubiera visto condenado, aun cuando hubiese despedido a Francisca, a conservar la misma criada. Porque otros varios pudieron entrar más tarde a mi servicio; provistos ya de los defectos generales de los sirvientes, no por eso dejaban de sufrir a mi lado una rápida transformación. Como las leyes del ataque rigen las de la parada, todos, para no ser heridos por las asperezas de mi carácter, practicaban en el suyo un entrante idéntico y en el mismo lugar, y, en desquite, se aprovechaban de mis lagunas para instalar en ellas sus avanzadas. Yo no conocía esas lagunas, como tampoco los salientes a que su hueco daba lugar, precisamente porque eran tales lagunas. Pero mis criados, al echarse a perder poco a poco, me las revelaron. Por sus defectos, invariablemente adquiridos, conocí mis defectos naturales y adquiridos; su carácter me presentó a modo de una prueba negativa el mío. Mi madre y yo nos habíamos burlado mucho, en otro tiempo, de la señora Sazerat, que decía, al hablar de sus criados: «Esa casta, esa especie». Pero debo decir que la razón porque no había tenido yo lugar de desear la sustitución de Francisca por otra criada era que esa otra hubiera pertenecido tanto como ella, e inevitablemente, a la casta general de los criados y a la especie particular de los míos.

Volviendo a Francisca, en mi vida he sentido una humillación sin haber encontrado previamente a punto en el rostro de Francisca muestras de conmiseración; y si cuando, en mi cólera de ser compadecido por ella, trataba de pretender que, por el contrario, había alcanzado un triunfo, mis mentiras iban inútilmente a estrellarse contra su incredulidad respetuosa pero visible, y contra la conciencia que de su infalibilidad poseía. Porque Francisca sabía la verdad; se la callaba y hacía solamente una ligera mueca con los labios como si todavía tuviese la boca llena y diese fin de un buen bocado. Se la callaba; por lo menos eso he creído durante mucho tiempo, porque en aquella época me figuraba aún que era por medio de palabras como se enseña a los demás la verdad. Hasta las palabras que me decían depositaban tan bien su significación inalterable en mi sensible espíritu, que ya no creía posible que una persona que me hubiese dicho que me quería no me quisiese, ni más ni menos que la propia Francisca no hubiera podido dudar, después de haberlo leído en un periódico, de que un sacerdote o un señor cualquiera fuese capaz de enviarnos gratuitamente, en respuesta a una petición dirigida por correo, un remedio infalible contra todas las enfermedades o un medio de centuplicar nuestras rentas. (En cambio, si nuestro médico le daba la más sencilla pomada contra el catarro de cabeza, ella, tan dura para los sufrimientos más fuertes, gemía por lo que había tenido que sorber, asegurando que aquello le «pelaba las narices» y que ya no sabía una dónde vivir). Pero Francisca fue la primera que me dio el ejemplo (que no había de comprender yo hasta más tarde, cuando hubo vuelto a dármelo de nuevo y más dolorosamente, como se verá en los últimos volúmenes de esta obra, una persona que me era más querida) de que la verdad no necesita ser dicha para que se manifieste, y que acaso sea posible recogerla con más seguridad, sin esperar las palabras y aun sin hacer el menor caso de ellas, en mil signos exteriores, incluso en ciertos fenómenos invisibles, análogos en el mundo de los caracteres a lo que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos. Acaso hubiera podido sospecharlo, ya que a mí mismo me ocurría entonces con frecuencia decir cosas en que no había ni asomos de verdad, en tanto que la manifestaba en tantas involuntarias confidencias de mi cuerpo y de mis actos (confidencias que eran perfectamente interpretadas por Francisca); hubiera podido sospecharlo acaso, mas para ello habría sido preciso que hubiese sabido que a veces era mentiroso y trapacero. Ahora bien; la mentira y la trapacería eran, en mí como en todo el mundo, impuestas de una manera tan inmediata y contingente, y para su defensiva, por un interés particular, que mi espíritu, fijo en un hermoso ideal, dejaba que mi carácter llevase a cabo en la sombra esas necesidades urgentes y mezquinas, y no se desviaba para percibirlas. Cuando Francisca, a la noche, se mostraba amable conmigo, me pedía permiso para sentarse en mi habitación, me parecía que su rostro se tornaba transparente y que veía en toda ella la bondad y la franqueza. Pero Jupien, que tenía partes de indiscreción que no conocí hasta más tarde, reveló después que Francisca decía de mí que no valía lo que la cuerda con que me ahorcasen, y que había tratado de hacerle todo el daño posible. Estas palabras de Jupien tiraron inmediatamente ante mí, en una tinta desconocida, una prueba de mis relaciones con Francisca tan diferente de aquella en que a menudo me complacía en descansar mis miradas y en que, sin la más ligera indecisión, Francisca me adoraba y no perdía ocasión de elogiarme, que comprendí que no es sólo el mundo físico el que difiere del aspecto en que lo vemos; que toda realidad es acaso tan desemejante de la que creemos percibir directamente, como los árboles, el sol y el cielo serían por completo diferentes de lo que son si fuesen conocidos por seres dotados de ojos constituidos diferentemente que los nuestros o que poseyesen para ese menester otros órganos que no fuesen los ojos y que diesen otros equivalentes no visuales de los árboles, del cielo y del sol. Tal cual fue, esta brusca escapada que me abrió una vez Jupien hacia el mundo real me espantó. Y eso que sólo se trataba de Francisca, de quien apenas me cuidaba. ¿Ocurría lo mismo en todas las relaciones humanas? ¿A qué desesperación podría llevarme esto un día si ocurría lo mismo en el amor? Ese era el secreto del porvenir. Entonces todavía no se trataba más que de Francisca. ¿Pensaba esta sinceramente lo que había dicho a Jupien? ¿Lo había dicho solamente por encismar a Jupien conmigo, acaso porque no tomásemos a la chica de Jupien para sustituirla a ella? Lo cierto es que comprendí la imposibilidad de saber de una manera directa y segura si Francisca me quería o me detestaba. Y así fue ella la primera que me dio la idea de que una persona no está, como yo había creído, clara e inmóvil ante nosotros, con sus cualidades, con sus defectos, sus proyectos, sus intenciones respecto a nosotros (como un jardín que está uno mirando, con todos sus arriates, a través de una verja), sino que es una sombra en que jamás podremos penetrar, para la cual no existe conocimiento directo, tocante a la cual nos forjamos numerosas creencias con ayuda de palabras e incluso de acciones que, tanto unas como otras, sólo nos dan informes insuficientes y, por lo demás, contradictorios, una sombra en la que podemos alternativamente imaginarnos con tanta verosimilitud que brillan el odio como el amor.

Tenía yo verdadero amor a la señora de Guermantes. La mayor dicha que hubiese podido pedir a Dios habría sido que hiciera abatirse sobre ella todas las calamidades, y que, arruinada, desacreditada, despojada de todos los privilegios que me separaban de ella, sin tener ya casa en que habitar ni gente que consintiera en saludarla, viniese a pedirme asilo. Me la imaginaba haciéndolo. E inclusive las noches en que algún cambio de atmósfera o de mi propia salud traían a mi conciencia algún rollo olvidado en que yacían inscritas impresiones de otro tiempo, en lugar de aprovechar las fuerzas de renovación que acababan de nacer en mí, en lugar de emplearlas en descifrar en mí mismo pensamientos que ordinariamente se me escapaban, en lugar de ponerme por fin al trabajo, prefería hablar en voz alta, pensar de una manera animada, exterior, que no era sino un razonar y una gesticulación inútiles, toda una novela puramente de aventuras, estéril y falta de verdad, en que la duquesa, reducida a la miseria, venía a implorarme a mí que, a consecuencia de circunstancias inversas, había llegado a ser rico y poderoso. Y cuando había pasado así varias horas imaginándome circunstancias, pronunciando las frases que diría a la duquesa al acogerla bajo mi techo, la situación seguía siendo la misma; yo había, ¡ay!, escogido en la realidad, precisamente para quererla, a la mujer que reunía acaso más ventajas diferentes y ante cuyos ojos, por lo mismo, no podía esperar llegar a tener ningún prestigio, ya que ella era tan rica como el más rico que no hubiera sido noble, sin contar con aquel encanto personal que la ponía de moda, que hacía de ella, entre todas, una especie de reina.

Sentía yo que le desagradaba con ir todas las mañanas a su encuentro; mas aun cuando hubiese tenido valor para pasarme dos o tres días sin hacerlo, es posible que la señora de Guermantes no hubiese reparado en esta abstención que hubiera representado para mí un sacrificio tan grande, o que la hubiera atribuido a algún impedimento independiente de mi voluntad. Y, en efecto, no hubiera podido conseguir dejar de ir por su camino como no fuera arreglándomelas de suerte que me encontrase en la imposibilidad de hacerlo, ya que la necesidad, sin cesar renaciente, de encontrarme con ella, de ser por un instante objeto de su atención, la persona a quien dirigía su saludo, esa necesidad era más fuerte que el fastidio de enojarla. Hubiera sido preciso que me alejase por algún tiempo; me faltaba el valor. Pensé en ello un instante. A veces decía a Francisca que hiciese mis maletas, e inmediatamente después que las deshiciese. Y como el demonio del remedo y de no parecer anticuado altera la forma más natural y más segura de uno mismo, Francisca, tomando la expresión del vocabulario de su hija, decía de mí que estaba chalado. No le hacía ninguna gracia; decía que yo «me columpiaba» siempre, porque usaba, cuando no quería rivalizar con los modernos, el lenguaje de Saint-Simon. Verdad es que aun le hacía menos gracia cuando yo le hablaba como amo. Sabía que eso no era natural en mí y que no me cuadraba, cosa que traducía diciendo que «lo afectado no me caía bien». Sólo hubiera tenido valor para marcharme en una dirección que me acercase a la señora de Guermantes. La cosa no era imposible. ¿No sería, en efecto, hallarme más cerca de ella de lo que lo estaba por las mañanas en la calle, solitario, humillado, sintiendo que ni uno solo de los pensamientos que hubiera querido dirigirle llegaba nunca hasta ella, en aquel azacaneo estéril de mis paseos que podían durar indefinidamente sin hacerme adelantar nada, si me fuese a muchas leguas de la señora de Guermantes, pero a casa de alguien a quien ella conociese, a quien supiera exigente en la elección de sus relaciones, y que me apreciase, que pudiera hablarle de mí y, si no conseguir de ella lo que yo quería, por lo menos hacérselo saber; alguien gracias a quien, en todo caso, simplemente porque con él examinaría si podía encargarse o no de tal o cual mensaje para ella, daría a mis ensueños solitarios y mudos una forma nueva, hablada, activa, que me parecería un avance, una realización casi? Intervenir en lo que hacía ella durante la vida misteriosa de la «Guermantes» que era, intervenir en esto —que constituía el objeto de mi ensoñar constante—, aunque fuese de una manera indirecta, como con una palanca, haciendo entrar en acción a alguien para quien no estuviesen vedados el hotel de la duquesa, sus recepciones, la conversación prolongada con ella, ¿no sería un contacto más distante pero más efectivo que mi contemplación de todas las mañanas en la calle?

La amistad, la admiración que Saint-Loup sentía hacia mí me parecían inmerecidas y habían permanecido para mí indiferentes. De pronto les concedí valor; hubiese querido que se las revelase él a la señora de Guermantes, hubiera sido capaz de pedirle que lo hiciese. Porque desde el momento en que uno está enamorado, todos los pequeños privilegios desconocidos que posee quisiera poder divulgarlos ante la mujer a quien ama, como hacen en la vida los desheredados y los importunos. Sufre uno de que ella los ignore, trata de consolarse diciéndose que, precisamente porque nunca son visibles, acaso añada ella a la idea que de uno tiene esa posibilidad de ignoradas excelencias.

Saint-Loup hacía mucho tiempo que no podía venir a París, fuese, como decía él, por exigencias de su profesión, o más bien por los disgustos que le daba su querida, con la cual había estado ya por dos veces a punto de romper. Reiteradamente me había dicho cuánto bien le haría con ir a verle a aquella guarnición cuyo nombre, a los dos días de haber salido él de Balbec, me había causado tanta alegría al leerlo en el sobre de la primera carta que recibía de mi amigo. Era —no tan lejos de Balbec como el paisaje, francamente de tierra adentro, hubiera hecho creer— una de esas pequeñas ciudades aristocráticas y militares rodeadas de una extensa campiña en que, en el buen tiempo, flota con tanta frecuencia a lo lejos, como un vaho sonoro intermitente que —del mismo modo que un telón de álamos dibuja con sus sinuosidades el curso de un río que no se ve— revela los cambios de lugar de un regimiento en maniobras, que hasta la atmósfera de las calles, de las avenidas y de las plazas ha acabado por contraer una a modo de perpetua vibratilidad musical y guerrera, y que el más grosero ruido de un carro o de un tranvía se prolonga en ellas en vagas llamadas de clarín, indefinidamente tamizadas, en los oídos alucinados por el silencio. No estaba situada tan lejos de París que no me fuese posible, al apearme del rápido, volver a casa, encontrar aún en pie a mi madre y a mi abuela y acostarme en mi cama. Tan pronto como lo hube comprendido, turbado por un doloroso deseo, tuve demasiado poca voluntad para decidir que no volvería a París y quedarme en la ciudad; pero demasiado poca también para impedir que un empleado llevase mi maleta hasta un coche de punto y para no incorporarme, mientras le seguía, el alma desierta de un viajero que vigila sus bártulos y a quien ninguna abuela espera, para no subir a un coche con la desenvoltura del que, por haber dejado de pensar en lo que quiere, tiene la apariencia de saber lo que quiere, y para no dar al cochero la dirección del cuartel de caballería. Pensaba que Saint-Loup iría a dormir aquella noche al hotel en que yo iba a alojarme para hacer que me fuese menos angustioso el primer contacto con aquella ciudad desconocida. Un soldado de guardia fue a buscarle y yo le esperé a la puerta del cuartel, ante aquella gran nave resonante con el viento de noviembre, y de donde, a cada instante, porque eran las seis de la tarde, salían hombres, de dos en dos, a la calle, titubeando como si bajasen a tierra en algún puerto exótico donde se hubiesen detenido momentáneamente. Llegó Saint-Loup, agitándose en todos sentidos, dejando volar delante de sí su monóculo; yo no había dado mi nombre y estaba impaciente por gozar de su sorpresa y de su alegría.

—¡Ah, qué fastidio! —exclamó al verme de improviso, poniéndose colorado hasta las orejas—: Acabo de entrar de semana y no podré salir hasta dentro de ocho días.

Y, preocupado por la idea de verme pasar a solas esta primera noche, porque conocía mejor que nadie mis terrores nocturnos que con tanta frecuencia había observado y endulzado en Balbec, interrumpía sus lamentaciones para volverse hacia mí, para dirigirme breves sonrisas, tiernas miradas desiguales, unas que venían directamente de su ojo, otras a través de su monóculo, y en todas ellas una alusión a la emoción que sentía al volver a verme, una alusión también a una cosa importante que no siempre comprendía yo, pero que ahora me importaba, y era nuestra amistad.

—¡Dios mío! ¿Y dónde va a dormir usted? Si he de serle franco, no le aconsejo el hotel en que nos hospedamos nosotros; está al lado de la Exposición, donde van a empezar las fiestas, y tendría usted una de gente loca. No; mejor estaría en el hotel de Flandes, es un antiguo palacete del siglo XVIII, con tapicerías viejas. Hace bastante casa solariega histórica.

Saint-Loup empleaba a todo pasto la palabra hacer en lugar de parecer, porque la lengua hablada, como la lengua escrita, siente de tiempo en tiempo la necesidad de esas alteraciones del sentido de las palabras, de esos refinamientos de expresión. Y así como ocurre con frecuencia que los periodistas ignoren de qué escuela literaria provienen las elegancias que utilizan, así el vocabulario, la dicción inclusive de Saint-Loup, estaban hechos de la imitación de tres estetas diferentes, a ninguno de los cuales conocía, pero de quienes le habían sido indirectamente inculcados esos modos de lenguaje.

—Por otra parte —concluyó—, ese hotel es bastante adecuado a su hiperestesia auditiva. No tendrá usted vecinos. Reconozco que es una triste ventaja, y como, al fin y al cabo, mañana puede llegar otro viajero, no valdría la pena de escoger para ese hotel resultados precarios. No; si se lo recomiendo es por el aspecto. Las habitaciones son bastante simpáticas; los muebles, antiguos y confortables, lo cual ya es algo tranquilizador.

Pero para mí, menos artista que Saint-Loup, el placer que puede proporcionar una casa bonita era superficial, nulo casi, y no podía calmar mi angustia incipiente, tan penosa como la que sentía en otro tiempo en Combray cuando mi madre no iba a darme las buenas noches, o como la que había sentido el día de mi llegada a Balbec en la habitación demasiado alta que olía a espicanardo. Saint-Loup lo comprendió por mi mirada fija.

—Pero a usted le trae muy sin cuidado, ¡pobrecillo!, ese lindo palacio; está usted muy pálido. Yo, como un tonto, le estoy hablando de unas tapicerías que ni siquiera tendrá usted ánimos para mirar. Conozco la habitación en que le pondrían; para mi gusto la encuentro muy alegre, pero me doy perfecta cuenta de que para usted, con su sensibilidad, no es lo mismo. No crea que no lo comprendo; no siento lo que usted, pero de sobra me pongo en su lugar.

Un suboficial que probaba un caballo en el patio, muy ocupado en hacerle saltar, sin responder a los saludos de los soldados, pero lanzando chaparrones de injurias a los que se ponían en su camino, dirigió en aquel momento una sonrisa a Saint-Loup, y al darse cuenta entonces de que este tenía consigo a un amigo, saludó. Pero el caballo se le fue a la empinada, espumarajeando. Saint-Loup se le abalanzó a la cabeza, lo tomó de la brida, consiguió calmarlo y volvió a mi lado.

—Sí —me dijo—, le aseguro que me doy cuenta, que sufro con lo que usted siente; me apena —añadió, poniéndome afectuosamente la mano en el hombro— pensar que si me hubiera sido posible quedarme cerca de usted acaso hubiese podido, quedándome a su lado, hablando con usted hasta la mañana, quitarle un poco de su tristeza. Le prestaría bastantes libros, pero no va usted a poder leer si se encuentra de esa manera. Y no habrá modo de conseguir que me sustituya aquí nadie; ya va de dos veces seguidas que lo he hecho porque había venido mi chica.

Y fruncía el ceño, por su disgusto y también por el ahínco que ponía en buscar, como un médico, qué remedio podría aplicar a mi mal.

—Anda, ve a encender lumbre en mi cuarto —dijo a un soldado que pasaba—. ¡Vamos, más aprisa, listo!

Después se volvía hacia mí de nuevo, y el monóculo y la mirada miope hacían alusión a nuestra gran amistad.

—¡Usted aquí, en este cuartel en que tanto he pensado en usted! No puedo dar crédito a mis ojos, me parece que sueño. En fin, ¿y esa salud, va mejor? Ahora mismo va usted a hablarme de todo ello. Vamos a subir a mi cuarto, no estemos demasiado en el patio, hace un viento del diablo; yo ni siquiera lo siento ya, pero tengo miedo de que usted, que no está acostumbrado, tenga frío. ¿Qué, y ese trabajo, se ha puesto usted ya a él? ¿No? Pero ¡qué hombre este! Si yo tuviera las disposiciones que usted, creo que escribiría de la mañana a la noche. Le divierte a usted más no hacer nada. ¡Qué lástima que sean los mediocres como yo los que siempre están dispuestos a trabajar, y que los que podrían hacerlo no quieran! Y ni siquiera le he preguntado por su señora abuela. Su Proudhon[8] no se separa de mí.

Un oficial, alto, guapo, majestuoso, desembocó, con pasos lentos y solemnes, de una escalera. Saint-Loup le saludó e inmovilizó la perpetua inestabilidad de su cuerpo el tiempo preciso para tener la mano a la altura del quepis. Pero la había precipitado con tanta fuerza, irguiéndose con un movimiento tan seco, y, una vez acabado el saludo, la hizo caer de nuevo con un ademán tan brusco, cambiando todas las posiciones del hombro, de la pierna y del monóculo, que aquel momento fue no tanto de inmovilidad como de una vibrante tensión en que se neutralizaban los movimientos excesivos que acababan de producirse y los que iban a empezar. Mientras tanto, el oficial, sin acercarse, tranquilo, benévolo, digno, imperial, representando, en suma, el polo opuesto de Saint-Loup, alzó, a su vez, pero sin apresurarse, la mano hacia su quepis.

—Tengo que decirle dos palabras al capitán —me susurró Saint-Loup—. Tenga usted la bondad de ir a esperarme a mi cuarto: el segundo a la derecha, en el tercer piso; soy con usted dentro de un momento.

Y echando a andar a paso de carga, precedido de su monóculo, que volaba en todos los sentidos, se fue derecho hacia el digno y lento capitán, a quien traían en aquel momento el caballo y que, antes de disponerse a montar en él, daba algunas órdenes con una nobleza de ademanes estudiada, como en algún cuadro histórico y como si fuese a partir para una batalla del Primer Imperio, cuando lo cierto era que volvía sencillamente a su casa, al alojamiento que había alquilado para el tiempo que hubiera de estar en Doncières y que estaba enclavado en una plaza denominada, como por una ironía anticipada para con este napoleonida, ¡Plaza de la República! Me lancé escalones arriba, a punto de resbalar a cada paso en aquellos peldaños claveteados, entreviendo crujías de desnudos muros, con la doble alineación de los petates y de los equipos. Me indicaron la habitación de Saint-Loup. Un instante me quedé parado ante su puerta cerrada, porque oía moverse a alguien; removían una cosa, dejaban caer otra; sentía yo que la habitación no estaba vacía, que había alguien en ella. Pero no era sino el fuego encendido, que ardía. No podía estar tranquilo, cambiaba de lugar los leños, y con harta torpeza. Entré; dejó rodar un leño, hizo humear otro. E incluso cuando no se movía como la gente vulgar, dejaba de continuo oír ruidos que, desde el momento en que veía subir la llama, se me aparecían como ruidos del fuego, pero que, de haber estado al otro lado de la pared, hubiera creído que venían de alguien que se sonaba y paseaba. Por último me senté en la habitación. Colgaduras de liberty y viejas telas alemanas del siglo XVIII la preservaban del olor que exhalaba el resto del edificio, grosero, insulso y corruptible como el del pan moreno. Allí, en aquella habitación encantadora, era donde yo hubiera cenado y dormido feliz y con sosiego. Saint-Loup parecía presente casi, gracias a los libros de trabajo que estaban sobre su mesa al lado de unas fotografías, entre las que reconocí la mía y la de la señora de Guermantes, gracias al fuego que había acabado por hacerse a la chimenea y, como un animal echado en ardiente espera, silencioso y fiel, dejaba caer únicamente de cuando en cuando una brasa que se desmoronaba o lamía la pared con una llama de la chimenea. Oía yo el tictac del reloj de Saint-Loup, que no debía de estar muy lejos de mí. Este tictac cambiaba de lugar a cada momento, porque yo no veía el reloj; me parecía que venía de detrás de mí, de delante, por la derecha, por la izquierda, que se apagaba a veces como si estuviese muy lejos. De pronto descubrí el reloj sobre la mesa. Entonces oí el tictac en un lugar fijo, de donde ya no se movió. Cuando menos, creía oírlo en aquel punto; no lo oía en él, lo veía allí, los sonidos no tienen lugar. Por lo menos los referimos a movimientos y merced a ello poseen la utilidad de avisarnos de esos movimientos, de parecer como que los hacen necesarios y naturales. Ocurre a veces, desde luego, que un enfermo al cual han tapado herméticamente los oídos no oiga ya el crepitar de un fuego como el que en aquel momento machaconeaba en la chimenea de Saint-Loup, mientras trabajaba en hacer tizones y cenizas que hacía caer luego en su rejilla, como tampoco oye el paso de los tranvías, cuya música alzaba el vuelo, en intervalos regulares, en la plaza mayor de Doncières. Entonces, si el enfermo lee, las páginas pasarán silenciosamente, como si fuesen recorridas por la mano de un dios. El pesado rumor de un baño que alguien está preparando se atenúa, se aligera y se aleja como un gorjeo celestial. El retroceso del ruido, su adelgazamiento, le quitan todo poder agresivo respecto de nosotros; enloquecidos hace unos momentos por unos martillazos que parecían sacudir el techo sobre nuestra cabeza, nos complacemos ahora en recogerlos, ligeros, acariciadores, lejanos, como un murmullo de follajes que jugasen sobre la carretera con el céfiro. Hace uno solitarios con cartas que no entiende, hasta el punto de que cree no haberlas barajado, que se mueven por sí solas, y que, adelantándose a nuestro deseo de jugar con ellas, se han puesto a jugar con nosotros. Y a este respecto cabe preguntarse si en lo que atañe al Amor (añadamos inclusive, al Amor, el amor a la vida, el amor a la gloria, ya que, según parece, hay gentes que conocen estos dos últimos sentimientos) no debería hacerse como los que, para defenderse contra el ruido, en lugar de implorar que cese, se tapan los oídos, y, a imitación de ellos, retraer nuestra atención, nuestra defensiva, a nosotros mismos, darles como objeto que reducir, no el ser exterior a quien amamos, sino nuestra capacidad de sufrir por él.

Volviendo al sonido, si se hace mayor una de las bolas que cierran el conducto auditivo, estas obligan al pianissimo[9] a la joven que tocaba, encima de nuestra cabeza, un aire turbulento; si se unta una de esas bolas de una materia grasa, su despotismo es obedecido inmediatamente por la casa toda, sus leyes se extienden inclusive al exterior. El pianissimo no basta ya, la bola hace que se cierre instantáneamente el teclado y la lección de música acaba bruscamente; el señor que paseaba sobre nuestra cabeza cesa de repente en su ronda; la circulación de los coches y de los tranvías queda interrumpida, como si se esperase a un jefe de Estado. Y esta atenuación de los sonidos turba incluso a veces el sueño en lugar de protegerlo. Todavía ayer, los ruidos incesantes, al describirnos de una manera continua los movimientos de la calle y de la casa, acababan por adormecernos como un libro aburrido; hoy, en la superficie de silencio extendida sobre nuestro sueño, un choque, más fuerte que los demás, llega a hacerse oír, leve como un suspiro, sin ligazón con ningún otro sonido, misterioso, y el requerimiento de explicación que exhala basta para despertarnos. Si se retiran por un instante los algodones superpuestos al tímpano del enfermo y, de pronto, la luz, el pleno sol del sonido se muestra de nuevo, cegador, renace en el universo, el pueblo vuelve a toda velocidad en rumores aislados, se asiste, como si fueran salmodiadas por ángeles músicos, a la resurrección de las voces. Las calles vacías se llenan por un instante de las alas rápidas y sucesivas de los tranvías cantores. Y en la misma habitación, el enfermo acaba de crear, no, como Prometeo, el fuego, sino el ruido del fuego. Y al aumentar, al adelgazar los tapones de guata, es como si se hiciera funcionar, alternativamente, uno u otro de los dos pedales que se han añadido a la sonoridad del mundo exterior.

Sólo que hay también supresiones de ruidos que no son momentáneas. El que se ha quedado completamente sordo ni siquiera puede hacer calentar a su lado un cacillo con leche sin que tenga que espiar con los ojos, sobre la tapadera ladeada, el reflejo blanco, hiperbóreo, semejante al de una tempestad de nieve, y que es el signo premonitorio al cual es prudente obedecer retirando, como el Señor al detener las aguas, los enchufes eléctricos; porque ya el huevo ascendente y espasmódico de la leche que hierve lleva a cabo su crecida en algunas ebulliciones oblicuas, infla, redondea algunas velas medio zozobradas que había plegado la crema, arroja a la tempestad una de ellas, de nácar, y la interrupción de las corrientes, si se conjura a tiempo la tormenta eléctrica, hará girar todas esas velas sobre sí mismas y las lanzará a la deriva, trocadas en pétalos de magnolia. Pero si el enfermo no ha tomado suficientemente aprisa las precauciones necesarias, bien pronto, al emerger apenas de un mar blanco sus libros y su reloj, pasada esta barra láctea, se vería obligado a pedir auxilio a su vieja criada, que, aun cuando el enfermo fuese un político ilustre o un gran escritor, le diría que tiene menos sentido que un niño de cinco años. En otros momentos, en la cámara mágica, ante la puerta cerrada, una persona, que hace un instante no estaba allí, ha hecho su aparición; es un visitante a quien no se ha oído entrar y que no hace más que ademanes, como en uno de esos teatrillos de fantoches, de tanto descanso para aquellos que han cobrado aborrecimiento al lenguaje hablado. Y en cuanto al sordo total, como la pérdida de un sentido añade al mundo tanta belleza como no da su adquisición, se pasea ahora en colmo de delicias por una Tierra casi edénica en que todavía no ha sido creado el sonido. Las más altas cascadas despliegan para sus ojos solos su sábana de cristal, más tranquilas que el mar inmóvil, como cataratas del Paraíso. Como el ruido era para él, antes de su sordera, la forma perceptible bajo la que yacía la causa de un movimiento, los objetos movidos sin ruido parece que lo sean sin causa; despojados de toda cualidad sonora, muestran una actividad espontánea, parecen vivir; agítanse, se inmovilizan, toman fuego de sí mismos. Alzan por sí mismos el vuelo, como los monstruos alados de la prehistoria. En la casa solitaria y sin vecinos del sordo, el servicio que, antes de que el achaque fuese completo, mostraba ya más reserva, se hacía silenciosamente, está asegurado ahora, con algo de subrepticio, por mudos, como le ocurre a un rey de comedia de magia. Como en el escenario, asimismo, el edificio que el sordo ve desde su ventana —cuartel, iglesia, alcaldía— no es más que una decoración. Si algún día llega a hundirse, podrá emitir una nube de polvo y escombros visibles; pero, menos material aún que un palacio de teatro, de cuya delgadez carece, empero, caerá en el universo mágico sin que la caída de sus pesados sillares de cantería empañe con la vulgaridad de ningún ruido la castidad del silencio.

El mucho más relativo que reinaba en la camareta militar en que yo me encontraba desde hacía un momento, se quebró. Se abrió la puerta y Saint-Loup, dejando caer su monóculo, entró presuroso.

—¡Qué a gusto se encuentra uno en este cuarto, Roberto! —le dije—; ¡qué bien si estuviese permitido cenar y dormir aquí!

Y, en efecto, de no haber estado prohibido, qué reposo sin tristeza hubiera saboreado allí, protegido por aquella atmósfera de tranquilidad, de vigilancia y de alegría que sostenían mil voluntades reguladas y sin inquietud, mil espíritus libres de cuidados, en la gran comunidad de un cuartel, donde, como el tiempo ha tomado la forma de la acción, la triste campana de las horas era sustituida por la misma gozosa charanga de las llamadas, cuyo recuerdo sonoro, desmigajado y pulverulento, se mantenía perpetuamente en suspenso sobre el enlosado de la ciudad, voz segura de ser escuchada, y musical, porque no era sólo la orden de la autoridad a la obediencia, sino también de la cordura a la felicidad.

—¿Conque preferiría usted acostarse aquí, a mi lado, mejor que irse solo al hotel? —me dijo Saint-Loup, riendo.

—Es usted cruel, Roberto, en tomarlo con ironía —le dije—, sabiendo como sabe que eso es imposible, y que allí voy a sufrir tanto.

—Me adula usted —me dijo—, porque precisamente se me ha ocurrido la idea de que usted preferiría quedarse aquí esta noche. Y eso es precisamente lo que había ido a pedirle al capitán.

—¿Y lo ha permitido? —exclamé.

—Sin la menor dificultad.

—¡Oh! ¡Lo adoro!

—No; eso es demasiado. Ahora déjeme usted que llame a mi ordenanza para que se ocupe de nuestra cena —añadió, mientras yo me volvía para ocultar mis lágrimas.

Varias veces entraron uno u otro de los camaradas de Saint-Loup. Este los ponía a la puerta.

—Vamos, largaos de aquí.

Yo le pedía que les dejara quedarse.

—Nada de eso; le abrumarían a usted: son seres completamente incultos que no pueden hablar más que de carreras, como no sea de almohazar caballos. Y, además, por lo que a mí se refiere, me echarían a perder estos instantes tan preciosos que tanto he deseado. Tenga usted en cuenta que si hablo de la mediocridad de mis camaradas no quiero decir que todo el que es militar carezca de intelectualidad, ni mucho menos. Tenemos un comandante que es un hombre admirable. Ha dado un curso en que trató la historia militar como una demostración, como una especie de álgebra. Estéticamente, incluso, el procedimiento es de una belleza sucesivamente inductiva y deductiva que no habría de dejarle a usted insensible.

—¿No es el capitán que me ha autorizado a quedarme aquí?

—No, a Dios gracias, porque el hombre a quien usted adora por tan poca cosa es el imbécil más grande que haya habido jamás en la tierra. Es perfecto para ocuparse del rancho y del uniforme de sus hombres; se pasa las horas muertas con el sargento mayor y con el maestro sastre. Esa es toda su mentalidad. Por lo demás, desdeña extraordinariamente, como todo el mundo, al admirable comandante de quien hablaba a usted. Nadie trata a este porque es francmasón y no va a confesarse. El príncipe de Borodino no recibiría nunca en su casa a este pequeño burgués; lo cual, con todo, no deja de ser el colmo de la frescura en un hombre cuyo bisabuelo era un labriego, y que, de no ser por las guerras de Napoleón, sería probablemente también labrador. Por lo demás, se da cuenta de su situación —ni carne ni pescado— en sociedad. Ese supuesto príncipe va apenas al Jockey, de tan violento como se encuentra allí —añadió Roberto, que, inducido por un espíritu de imitación a adoptar las teorías sociales de sus señores y los prejuicios mundanos de sus padres, unía, sin darse cuenta de ello, al amor a la democracia el desdén hacia la nobleza del Imperio.

Yo miraba a la fotografía de su tía, y el pensamiento de que Saint-Loup, como poseedor de aquella fotografía, pudiera acaso dármela, me hizo quererle más aún y sentirme deseoso de prestarle mil servicios, que me parecían poca cosa a cambio de aquella. Porque esta fotografía era como un encuentro más añadido a los que ya había tenido yo con la señora de Guermantes, o, mejor aún, un encuentro prolongado, como si ella, merced a un brusco progreso de nuestras relaciones, se hubiese detenido a mi lado, tocada con una pamela y me hubiese dejado por vez primera contemplar a mis anchas aquella morbidez de la mejilla, aquella línea de la nuca, aquel ángulo de las cejas (hasta aquí veladas para mí por la rapidez de su paso, por el aturdimiento de mis impresiones, por la inconsistencia del recuerdo) y su contemplación, ni más ni menos que la del pecho y los brazos de una mujer a quien hasta entonces no hubiera visto sino con traje subido, era para mí un voluptuoso descubrimiento, un regalo. Estas líneas que me parecía casi prohibido mirar podría estudiarlas en el retrato como en un tratado de la única geometría que tuviese valor para mí. Más tarde, al mirar a Roberto, me di cuenta de que también él era un poco como una fotografía de su tía, y en virtud de un misterio casi tan conmovedor para mí, ya que si el rostro de él no había sido directamente producido por el de ella, ambos tenían, sin embargo, un origen común. Los rasgos de la duquesa de Guermantes, que estaban prendidos en mi visión de Combray, la nariz en forma de pico de halcón, los ojos penetrantes, parecían haber servido asimismo para recortar, en otro ejemplar análogo y menos consistente, de piel demasiado fina, el semblante de Roberto, que podía casi superponerse al de su tía. Contemplaba en él con envidia aquellos rasgos característicos de los Guermantes, de esa raza que se ha conservado tan inconfundible en mitad del mundo, en que no se pierde y en el que permanece aislada en su gloria divinamente ornitológica, porque parece que haya nacido, en los tiempos de la mitología, de la unión de una diosa y de un pájaro.

Roberto, sin conocer sus causas, estaba conmovido ante mi ternura. Esta, por lo demás, aumentaba con el bienestar producido por el calor del fuego y con el vino de Champagne, que perlaba al mismo tiempo de gotas de sudor mi frente y de lágrimas mis ojos. Roberto rociaba unos pollos de perdiz; yo los comía con el estupor de un profano de cualquier clase cuando en cierta vida que no conocía encuentra precisamente aquello que había creído que esa vida excluyese (el pasmo, por ejemplo, de un librepensador al almorzar exquisitamente en una rectoral). Y a la mañana siguiente, al despertar, lo primero que hice fue lanzar desde la ventana de Saint-Loup, que como estaba muy alta, dominaba toda la comarca, una mirada de curiosidad para trabar conocimiento con mi vecina, la campiña, que no había podido ver la víspera por haber llegado demasiado tarde, a la hora en que el campo dormía ya envuelto por la noche. Pero aun cuando se hubiese despertado muy temprano, sólo la vi, sin embargo, al abrir los postigos, como se la ve desde la ventana de un castillo, a la parte del estanque, arropada todavía en su suave y blanca vestidura matinal de niebla que casi no me dejaba distinguir nada. Pero yo sabía que antes de que los soldados que se ocupaban de los caballos en el patio hubiesen acabado de almohazarlos, la campiña se habría despojado de esa vestidura. Mientras tanto, sólo me era dado ver una descarnada colina que erguía frente por frente del cuartel su lomo despojado ya de sombra, agudo y rugoso. A través de los visillos calados de escarcha, mis ojos no se apartaban de aquella extraña que por primera vez me miraba. Mas cuando hube adquirido las costumbre de ir al cuartel, la conciencia de que la colina estaba allí, más real, por consiguiente, incluso cuando no la veía, que el hotel de Balbec, que nuestra casa de París, en los que pensaba como en unos ausentes, como en unos muertos, es decir, sin apenas creer ya en su existencia, hizo que, aun sin darme yo cuenta de ello, su forma reverberada se perfilase siempre sobre las menores impresiones que sentí en Doncières, y, para empezar por aquella mañana, sobre la buena impresión de calor que me dio el chocolate preparado por el ordenanza de Saint-Loup en aquella habitación confortable que tenía la apariencia de un centro óptico para mirar a la colina, ya que la misma niebla que había en esta tornaba imposible la idea de hacer otra cosa que contemplarla y pasearse por ella. Empapando la forma de la colina, asociada al sabor del chocolate y a toda la trama de mis pensamientos de entonces, esa niebla, sin que yo pensase ni poco ni mucho en ella, vino a humedecer todos mis pensamientos de aquel entonces, del mismo modo que tal oro inalterable y macizo había permanecido ligado a mis impresiones de Balbec, o como la vecina presencia de los escalones de piedra negruzca comunicaba cierto tono gris a mis impresiones de Combray. No persistió, por lo demás, hasta muy entrada la mañana; el sol empezó por gastar inútilmente contra ella algunas flechas que la recamaron de brillantes, acabando por dominarla. La colina pudo ofrecer su grupa gris a los rayos que, una hora más tarde, cuando bajé a la ciudad, daban a los rojos de las hojas de los árboles, a los rojos y a los azules de los carteles electorales pegados en los muros, una exaltación que hasta a mí mismo me entonaba y me hacía golpear, cantando, el empedrado, conteniéndome para no brincar de alegría sobre él.

Pero desde el segundo día tuve que ir a dormir al hotel. Y de antemano sabía que había de encontrar fatalmente en él la tristeza. Era como un aroma irrespirable que desde mi nacimiento exhalaban para mí todas las habitaciones nuevas; es decir, todas las habitaciones: en la que de ordinario habitaba no me hallaba presente yo, mi pensamiento permanecía en otra parte y en su lugar enviaba solamente a la costumbre. Pero yo no podía encargar a esta sirvienta menos sensible que se ocupase de mis cosas en un país nuevo, donde la precedía, adonde llegaba solo, donde tenía que hacer entrar en contacto con las cosas al yo que no volvía a encontrar sino con intervalos de varios años, pero siempre el mismo, sin haber crecido desde Combray, desde mi primera llegada a Balbec, llorando, sin que pudiera consolársele, en el rincón de una maleta deshecha.

Ahora bien; me había engañado. No tuve tiempo de estar triste, porque ni un instante estuve solo. Es que del antiguo palacio quedaba un sobrante de lujo, inutilizable en un hotel moderno, y que, despojado de toda afectación práctica, había cobrado en su ociosidad una especie de vida: pasillos que volvían sobre sus pasos y cuyas idas y venidas sin finalidad cruzaba uno a cada momento; vestíbulos largos como corredores y decorados como salones, que más bien parecían habitar allí que formar parte de la habitación, que no había sido posible hacer entrar en ningún cuarto, pero que rondaban en torno al mío y vinieron en seguida a ofrecerme su compañía —a modo de vecinos ociosos, pero callados—, fantasmas subalternos del pasado a quienes se había permitido que permaneciesen sin hacer ruido a la puerta de las habitaciones alquiladas y que cada vez que me los encontraba en mi camino daban muestras de una silenciosa deferencia para conmigo. En resumen: la idea de una vivienda, simple continente de nuestra existencia actual y que nos resguarda tan sólo del frío, de la vista de los demás, era absolutamente inaplicable a aquella morada, conjunto de habitaciones, tan reales como una colonia de personas asistidas de una vida silenciosa, desde luego, pero que estaba uno obligado a encontrar de nuevo, a evitar, a acoger, cuando volvía a casa. Trataba uno de no molestar y no podía contemplar sin respeto el gran salón que había adquirido, desde el siglo XVIII, la costumbre de extenderse entre sus soportes de oro viejo, bajo las nubes de su techo pintado. Y se sentía una curiosidad más familiar respecto de las reducidas habitaciones que, sin el menor cuidado de la simetría, corrían en torno a aquel, innumerables, asombradas, huyendo en desorden hasta el jardín a que bajaban tan fácilmente por tres escalones mellados.

Si quería salir o volver a mi cuarto sin tomar el ascensor ni que me viesen en la escalera principal, otra más pequeña, privada, que ya no prestaba servicio, me tendía sus peldaños tan hábilmente dispuestos uno a seguida de otro, que en su gradación parecía existir una proporción perfecta del género de las que en los colores, en los perfumes y en los sabores vienen frecuentemente a conmover en nosotros una sensualidad particular. Mas la que hay en subir y bajar por esta escalera había tenido que venir aquí para conocerla, como en otro tiempo a una estación alpestre para saber que el acto, habitualmente inadvertido, de respirar, puede ser un constante deleite. Recibí la exención de esfuerzo que sólo nos conceden aquellas cosas de que hemos hecho un largo uso, cuando puse por vez primera los pies en aquellos peldaños, familiares antes de ser conocidos, como si poseyesen, depositada acaso, incorporada a ellos por los dueños de antaño a quienes daban cada día acogida, la anticipada blandura de costumbres que aún no había contraído yo y que, además, no podría menos de debilitarse en cuanto me hubiese avezado a ellos. Abrí una habitación, la doble puerta volvió a cerrarse tras de mí, los cortinones hicieron entrar un silencio sobre el cual sentí como una embriagadora realeza; una chimenea de mármol decorada con cobres cincelados, que hubiera sido un error creer que sólo sabía representar el arte del Directorio, me daba fuego, y una butaquita baja de patas me ayudó a calentarme tan confortablemente como si me hubiese sentado en la alfombra. Los muros ceñían la habitación, aislándola del resto del mundo, y, para dejar entrar en ella, para encerrar en ella lo que la hacía completa, separábanse ante la biblioteca, reservaban el hueco del lecho a cuyos lados unas columnas sostenían ligeramente el techo realzado de la alcoba. Y la habitación se prolongaba en profundidad en dos gabinetes tan anchos como ella, el último de los cuales colgaba de su muro, para perfumar el recogimiento que en él iba a buscarse, un voluptuoso rosario de iris; las puertas, si las dejaba abiertas mientras me acogía a este último retiro, no se contentaban con triplicarlo, sin que dejase de ser armonioso, ni hacían solamente gustar a mi mirada el placer de la extensión a par del de la contemplación, sino que, además, añadían al placer de mi soledad, que permanecía inviolable y dejaba de estar encerrada, el sentimiento de la libertad. Este escondrijo daba a un patio, hermoso, solitario, que me encantó tener por vecino cuando, a la mañana siguiente, lo descubrí, cautivo entre sus altos muros en que no se abría ninguna ventana, y sin más que dos árboles amarillentos que bastaban para dar una dulzura malva al cielo puro.

Antes de acostarme quise salir de mi habitación para explorar todo mi maravilloso dominio. Eché a andar siguiendo una larga galería que me rindió sucesivamente el homenaje de cuanto podía ofrecerme si yo no hubiera tenido sueño: una butaca en un rincón, una espineta, sobre una consola un cacharro de porcelana azul lleno de cinerarias, y en un cuadro antiguo el fantasma de una dama de antaño, de cabellos empolvados, trenzados de flores azules y con un ramo de claveles en la mano. Al llegar al final, su pared enteriza, en que ninguna puerta se abría, me dijo ingenuamente: «Ahora hay que volver atrás, pero ¿sabes?, estás en tu casa», mientras que el muelle tapiz añadía, por no ser menos, que si esta noche no dormía yo, podría perfectamente ir descalzo a él, y las ventanas sin postigos que daban al campo me aseguraban que pasarían la noche en vela, y que podría venir a la hora que mejor me pareciese sin temor a despertar a nadie. Y únicamente detrás de una colgadura sorprendí un gabinetito que, detenido por el muro y sin poder escaparse, se había escondido allí, avergonzado, y me miraba, medroso, con su ojo de buey que el claro de luna tornaba azul. Me acosté, pero la presencia del edredón, de las columnillas, de la pequeña chimenea, poniendo mi atención a un nivel a que no estaba en París, impidió que me entregase al ordinario tejemaneje de mis quimeras. Y como es este estado particular de la atención el que envuelve al sueño y actúa sobre él, lo modifica, lo pone en un mismo plano con tal o cual serie de nuestros recuerdos, las imágenes que en esta primera noche llenaron mis sueños fueron tomadas de una memoria por completo distinta de la que mi sueño ponía ordinariamente a contribución. Si hubiera sido tentado, mientras dormía, de dejarme arrastrar de nuevo hacia mi memoria ordinaria, el lecho a que no estaba habituado, la mimosa atención que me veía obligado a prestar a mis posturas cada vez que me movía, hubiesen sido suficientes para rectificar o conservar el nuevo hilo de mis sueños. Ocurre con el sueño como con la percepción del mundo exterior. Basta una modificación introducida en nuestras costumbres para tornarlo poético; basta con que al desnudarnos nos hayamos quedado sin querer dormidos sobre nuestro lecho, para que las dimensiones del sueño cambien y su belleza sea percibida. Despierta uno, ve que su reloj marca las cuatro; no son más que las cuatro de la mañana, pero creemos que ha transcurrido todo el día, hasta tal punto ese sueño de unos minutos, que no habíamos buscado, nos ha parecido llovido del cielo, en virtud de algún derecho divino, enorme y grávido como el globo de oro de un emperador. A la mañana, fastidiado al pensar que mi abuelo estaba arreglado y que me esperaban para salir a dar una vuelta hacia Méséglise, me despertó la charanga de un regimiento que todos los días pasó por debajo de mis ventanas. Pero dos o tres veces —y lo digo porque no cabe describir bien la vida de los hombres sin hacerla bañarse en el sueño en que se sumerge y que noche tras noche la rodea como una península está cercada por el mar—, el sueño interpuesto fue bastante resistente en mí para resistir al choque de la música, y no oí nada. Los demás días cedió un instante; pero, aterciopelada todavía de haber dormido, mi conciencia, como esos órganos previamente anestesiados para los cuales una cauterización, que en el primer momento permanece insensible, no es percibida completamente hasta el final y como una ligera quemadura, sólo era suavemente afectada por las agudas punzadas de los pífanos que la acariciaban como un vago y fresco gorjeo matinal, y tras esta breve interrupción en que el silencio se había hecho música, tornaba a empezar con mi sueño aún antes de que los dragones hubieran acabado de pasar, hurtándome las últimas ramillas floridas del ramo saltante y sonoro. Y la zona de mi conciencia que sus tallos habían rozado al brotar era tan estrecha, tan enmarañada de sueño, que más tarde, cuando Saint-Loup me preguntaba si había oído la música, ya no estaba seguro de que el sonido de la banda no hubiera sido tan imaginario como el que oía durante el día alzarse con el menor rumor sobre las losas de la ciudad. Quizá lo había oído solamente entre sueños por temor a que me despertase o, por el contrario, de no despertar y no ver el desfile. Porque a menudo me ocurría, cuando me quedaba traspuesto en el momento en que había pensado, lejos de eso, que el ruido me habría despertado, que por espacio de una hora creía estar despierto aún, entre sueños, y me representaba a mí mismo, en tenues sombras sobre la pantalla de mi sueño, los diversos espectáculos que ese sueño me vedaba, pero a los que me hacía la ilusión de asistir.

Lo que se hubiera hecho por el día ocurre, en efecto, al llegar el sueño, que sólo en sueños se realiza; es decir, conforme a la curva del adormecimiento, siguiendo otro camino que el que se ha recorrido despierto. La misma historia cambia y tiene otro final. A pesar de todo, el mundo en que se vive durante el sueño es hasta tal punto diferente, que aquellos a quienes les cuesta trabajo dormirse tratan ante todo de salir del nuestro. Después de haber removido desesperadamente durante horas enteras, con los ojos cerrados, pensamientos análogos a los que hubieran tenido con los ojos abiertos, cobran nuevos ánimos si se dan cuenta de que el minuto precedente ha estado por entero preñado de un razonamiento en contradicción formal con las leyes de la lógica, y la evidencia del presente, esta corta ausencia, significa que está abierta la puerta por donde podrán acaso evadirse inmediatamente de la percepción de lo real, ir a hacer alto más o menos lejos de él, lo cual les deparará un sueño más o menos bueno. Pero ya se ha dado un gran paso cuando se vuelve la espalda a lo real, cuando se llega a los primeros antros donde las autosugestiones preparan como brujas el infernal brebaje de las enfermedades imaginarias o del recrudecimiento de las enfermedades nerviosas, y acechan la hora en que las crisis que han vuelto a surgir durante el sueño inconsciente habrán de desencadenarse con la fuerza suficiente para hacerlo cesar.

No lejos de ese punto está el jardín reservado en que crecen como flores desconocidas los sopores, tan diferentes entre sí —sopor del estramonio, del cáñamo índico, de los múltiples extractos del éter, sopor de la belladona, del opio, de la valeriana, flores que permanecen cerradas hasta el día en que el desconocido predestinado venga a tocarlas, a hacerlas abrirse y exhalar durante largas horas el aroma de sus sueños particulares, en un ser maravillado y sorprendido—. Al fondo del jardín está el convento de abiertas ventanas en que se oye repetir las lecciones aprendidas antes de dormirse y que sólo se sabrán al despertar, mientras que, presagio de este, hace resonar su tictac el despertador interior que nuestra preocupación ha regulado tan bien que cuando nuestra sirvienta venga a decirnos: «son las siete», nos encontrará ya despabilados. De las oscuras paredes de esta cámara que se abre sobre los sueños y en que trabaja sin cesar el olvido de las penas amorosas cuya labor prontamente recomenzada es interrumpida a veces y deshecha por una pesadilla llena de reminiscencias, cuelgan, aún después del despertar, los recuerdos de los sueños, pero tan entenebrecidos que a menudo no los percibimos por vez primera hasta que, en plena siesta, el rayo de una idea similar viene fortuitamente a chocar con ellos; algunos, armoniosamente claros ya mientras dormíamos, pero que se han tornado tan inidentificables que, como no los hemos reconocido, no podemos hacer más que apresurarnos a devolverlos a la tierra, como a muertos que se han descompuesto demasiado a prisa, o como a objetos tan gravemente deteriorados y próximos al polvo que ni el restaurador más hábil podría devolverles la forma ni sacar nada de ellos. Cerca de la reja está la cantera adonde van los sueños profundos a buscar sustancias que impregnen la cabeza de unturas tan fuertes que para que el durmiente despierte se ve obligada su propia voluntad, incluso en una mañana de oro, a descargar tremendos hachazos como un joven Sigfredo. Más allá todavía, están las pesadillas que, según pretenden estúpidamente los médicos, fatigan más que el insomnio, cuando, por el contrario, permiten al hombre pensante evadirse de la atención; las pesadillas con sus álbumes fantasistas en que nuestros parientes muertos acaban de sufrir un grave accidente que no excluye una próxima curación. Mientras tanto, los guardamos en una ratonera, en la que son más pequeños que ratones blancos y, cubiertos de grandes botones rojos, adornados cada cual con una pluma, nos dirigen parrafadas ciceronianas. Al lado de este álbum está el disco giratorio del despertar, gracias al cual sufrimos por un instante el fastidio de volver en seguida a una casa destruida desde hace cincuenta años, y cuya imagen, a medida que el sueño se aleja, es borrada por otras muchas antes de que lleguemos a la que sólo se presenta una vez parado el disco y que coincide con la que vamos a ver con los ojos abiertos.

Yo, a veces no había oído nada, yacente en uno de esos sopores en que se cae como en un agujero de que nos sentimos felices de ser extraídos un poco más tarde, grávidos, sobrealimentados, digiriendo todo lo que nos han traído, como las ninfas que alimentaban a Hércules, esas ágiles potencias vegetativas cuya actividad redobla mientras dormimos.

Se llama a esto un sueño de plomo, parece que uno mismo se haya convertido, por espacio de algunos instantes después de haber cesado un sueño así, en un simple monigote de plomo. Ya no somos personas. Entonces, ¿cómo es que al buscar uno su pensamiento, su personalidad, como quién busca un objeto perdido, acaba por recobrar su propio yo antes que otro alguno? ¿Por qué cuando empezamos a pensar de nuevo no es entonces la que encarna en nosotros otra personalidad que la anterior? No se ve qué es lo que dicta la elección y por qué, entre los millones de seres humanos que uno podría ser, va a poner precisamente la mano en aquel que era la víspera. ¿Qué es lo que nos guía cuando verdaderamente ha habido interrupción (ya haya sido completo el sueño o los sueños enteramente diferentes de nosotros)? Ha habido verdaderamente muerte, como cuando el corazón ha cesado de latir y unas tracciones rítmicas de la lengua nos reaniman. La habitación, desde luego, aunque solamente la hayamos visto una vez, despierta recuerdos de que penden otros más antiguos. ¿Dónde dormían en nosotros algunos de que adquirimos conciencia? La resurrección en el despertar —después de ese benéfico acceso de enajenación mental que es el sueño— debe de asemejarse, en el fondo, a lo que ocurre cuando se vuelve a encontrar un nombre, un verso, un estribillo olvidados. Y acaso quepa concebir la resurrección del alma allende la muerte como un fenómeno de memoria.

Cuando había acabado de dormir, atraído por el cielo soleado, pero detenido por la frialdad de esas postreras mañanas tan luminosas y tan glaciales en que comienza el invierno, para contemplar los árboles en que las hojas ya no estaban indicadas más que por uno o dos toques de oro o de rosa que parecían haber quedado en el aire, en una trama invisible, alzaba la cabeza y alargaba el cuello mientras mi cuerpo seguía semiescondido entre los cobertores; como una crisálida en vías de metamorfosis, era una criatura doble a cuyas diversas partes no convenía el mismo medio; a mi mirada le bastaba con el color, sin calor; mi pecho, en cambio, se cuidaba del calor y no del color. No me levantaba hasta que el fuego estaba encendido, y contemplaba el cuadro tan transparente y dulce de la mañana malva y dorada a la que acababa de añadir artificialmente las partes de calor que le faltaban, atizando mi fuego que ardía y humeaba como una buena pipa y, como hubiera podido hacer esta, me deparaba un goce a la vez grosero, ya que reposaba en un bienestar material, y delicado, porque tras él se esfumaba una pura visión. Mi tocador estaba tapizado de un rojo violento sembrado de flores negras y blancas, a que parece que me hubiera debido costar cierto trabajo acostumbrarme. Pero no hicieron más que parecerme nuevas, obligarme a entrar, no en conflicto, sino en contacto con ellas, modificar la alegría y los cantos de mi despertar; no hicieron más que ponerme a la fuerza en el corazón de una especie de amapola para mirar al mundo que veía por completo diferente que en París, del alegre biombo que era esta casa nueva, distintamente orientada que la de mis padres y a la que afluía un aire puro. Ciertos días me sentía agitado por el deseo de volver a ver a mi abuela o por el temor de que estuviese enferma, o bien era el recuerdo de algún asunto que había dejado en tramitación en París y que no adelantaba; a veces, también, alguna dificultad en que, aun aquí, había encontrado modo de meterme. Uno u otro de estos cuidados no me habían dejado dormir, y me encontraba sin fuerzas contra mi tristeza, que en un momento colmaba para mí toda la existencia. Entonces, desde el hotel, mandaba al cuartel a alguien con dos palabras para Saint-Loup: le decía que si le era materialmente posible —sabía que le era muy difícil— fuese tan bueno que se pasase un instante por mi cuarto. Al cabo de una hora llegaba, y al oír su campanillazo me sentía libre de mis preocupaciones. Sabía que si estas eran más fuertes que yo, él era más fuerte que ellas, y mi atención se desprendía de ellas y se volvía hacia él, que había de decidir. Acababa de entrar y ya había extendido en torno a mí el aire libre en que desplegaba tanta actividad desde por la mañana, medio vital muy diferente de mi habitación y al cual me adaptaba inmediatamente con reacciones adecuadas.

—Espero que no me guardará usted rencor porque le haya molestado; siento no sé qué que me atormenta, ya lo habrá usted adivinado.

—Nada de eso; he pensado sencillamente que tenía usted ganas de verme y me ha parecido muy amable. Encantado de que me haya hecho usted llamar. Pero ¿qué, es que no se encuentra usted bien? ¿Qué puedo hacer en su servicio?

Escuchaba mis explicaciones, me respondía con precisión; pero aun antes de que hubiese hablado me había hecho semejante a sí; al lado de las ocupaciones importantes que hacían de él un ser tan atrafagado, tan alerta, tan contento, las molestias que momentos antes me impedían estar ni un instante sin sufrir me parecían, como a él, desdeñables; era como un hombre que, después de llevar varios días sin poder abrir los ojos, hace llamar a un médico, el cual con habilidad y con dulzura le separa los párpados, le quita y enseña un grano de arena; el enfermo queda curado y tranquilo. Todos mis trastornos se resolvían en un telegrama que Saint-Loup se encargaba de poner. La vida me parecía tan diferente, tan hermosa, me sentía inundado de tal exceso de fuerza, que quería hacer algo.

—¿Qué va usted a hacer ahora? —le decía a Saint-Loup.

—Voy a dejarle a usted, porque dentro de tres cuartos de hora salimos de marcha y hago falta.

—Entonces, ¿le ha molestado a usted mucho venir a verme?

—No, no me ha molestado; el capitán ha estado muy amable, ha dicho que desde el momento en que era cosa de usted, debía venir; pero, en fin, no quiero que parezca que abuso.

—Pero si ahora yo me levantase pronto y me fuese yo solo al sitio donde van ustedes a hacer maniobras, me interesaría mucho verlas y de paso tal vez pudiese hablar con usted en los descansos.

—No se lo aconsejo; se ha desvelado usted, se ha inquietado por una cosa que, se lo aseguro, carece por completo de trascendencia, pero ahora que ya le ha dejado en paz, dese media vuelta en al almohada y duerma, que será un remedio excelente contra la desmineralización de sus células nerviosas; no se duerma demasiado pronto, porque nuestra condenada música va a pasar por debajo de sus ventanas; pero inmediatamente después me figuro que tendrá usted sosiego, y volveremos a vernos esta noche a la hora de cenar.

Pero un poco más tarde di en ir con frecuencia a ver cómo hacía la instrucción de campaña el regimiento, cuando empecé a interesarme por las teorías militares que desarrollaban de sobremesa los amigos de Saint-Loup y cuando pasó a ser el deseo de mis jornadas ver más de cerca a sus diferentes jefes, como quien hace de la música su principal estudio y vive en los conciertos tiene gusto en frecuentar los cafés en que se mezcla a la vida de los músicos de la orquesta. Para llegar al terreno donde hacían las maniobras tenía que darme grandes caminatas. A la noche, después de la cena, las ganas de dormir hacían que a ratos se me fuese la cabeza como en un vértigo. A la mañana siguiente me daba cuenta de que tampoco había oído la charanga, ni más ni menos que como en Balbec, a la mañana siguiente de las noches en que Saint-Loup me había llevado a cenar a Rivebelle, no había oído el concierto de la playa. Y en el momento en que quería levantarme sentía deliciosamente la incapacidad de hacerlo, me sentía atado a un suelo invisible y profundo por las articulaciones que la fatiga me tornaba sensibles de raicillas musculosas y nutricias. Me sentía lleno de fuerza, la vida se extendía más larga ante mí; es que había retrocedido a las dulces fatigas de mi infancia en Combray, a la mañana siguiente de los días en que nos habíamos paseado por la parte de Guermantes. Los poetas pretenden que volvemos a encontrar por un momento lo que en otro tiempo hemos sido, al entrar de nuevo en tal casa, en tal jardín en que hemos vivido de jóvenes. Son peregrinaciones esas harto arriesgadas y al final de las cuales se cosechan tantas decepciones como éxitos. Donde más vale encontrar los lugares fijos contemporáneos de diferentes años es en nosotros mismos. Para eso es para lo que hasta cierto punto puede servirnos una gran fatiga que sigue a una buena noche. Pero estas, por lo menos, para hacernos bajar a las galerías más subterráneas del sueño, en que ningún reflejo de la vigilia, en que ningún fulgor de memoria alumbra ya el monólogo interior, si es que este no cesa en ese punto, remueven también el suelo y el subsuelo de nuestro cuerpo que nos hacen volver a encontrar allí donde nuestros músculos se hunden y retuercen sus ramificaciones y aspiran la vida nueva, el jardín en que hemos sido niños. No hace falta viajar para volverlo a ver; lo que hay que hacer es descender para encontrarlo de nuevo. Lo que la tierra ha cubierto ya no está sobre ella, sino debajo; no basta con la excursión para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero ya se verá cómo ciertas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen mucho mejor aun hacia el pasado, con una precisión más aguda, con un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, más infalible, más inmortal, que esas dislocaciones orgánicas.

A veces mi fatiga era mayor aún: sin poderme acostar, había seguido por espacio de varios días las maniobras. ¡Cómo bendecía entonces la vuelta al hotel! Al meterme en la cama me parecía haber escapado por fin de unos hechiceros, de unos brujos como los que pueblan las novelas dilectas de nuestro siglo XVII. Mi sueño y mi opulenta mañana del día siguiente ya no eran más que un encantador cuento de hadas. Encantador, bienhechor acaso también. Me decía a mí mismo que hay un lugar de asilo contra los peores sufrimientos, que, a falta de otra cosa mejor, puede encontrarse el reposo. Estos pensamientos me llevaban muy lejos.

Los días en que había descanso y en que Saint-Loup, sin embargo, no podía salir, solía ir yo a verle al cuartel. Estaba lejos; había que salir de la ciudad, dejar atrás el viaducto, a uno y otro lado del cual se me ofrecía una vista inmensa. Una fuerte brisa soplaba casi siempre sobre aquellos elevados parajes y henchía todos los edificios del cuartel, que zumbaban incesantemente como entre vientos. Mientras que, en tanto se hallaba ocupado en algún servicio, esperaba yo a Roberto ante la puerta de su habitación o en el comedor, charlando con alguno de sus amigos a quienes me había presentado (y a los que fui luego a ver algunas veces, incluso cuando sabía que no había de encontrarlo a él), viendo por la ventana, a cien metros por debajo de mí, el campo desnudo, pero en el que, acá y allá, nuevas sementeras, a menudo empapadas aún de lluvia e iluminadas por el sol, ponían fajas de un brillo y de una translúcida limpidez de esmalte, me ocurría oír hablar de él, y pronto pude darme cuenta de cómo le querían todos y hasta qué punto era popular. Para muchos voluntarios, pertenecientes a otros escuadrones, jóvenes burgueses acomodados que sólo veían la alta sociedad aristocrática desde fuera, y sin penetrar en la misma, la simpatía que en ellos excitaba lo que sabían del carácter de Saint-Loup se redoblaba con el prestigio que ante sus ojos tenía el joven a quien frecuentemente, los sábados por la noche, cuando iban a París con licencia, habían visto cenar en el café de la Paz con el duque de Uzés y el príncipe de Orleáns. Y por eso, en su rostro agraciado, en su desgarbado modo de andar, de saludar, en el perpetuo brincar de su monóculo, en la fantasía de sus quepis demasiado altos, de sus pantalones de paño demasiado fino y de un rojo demasiado claro, habían introducido la idea de un chic de que aseguraban se hallaban desprovistos los oficiales más elegantes del regimiento, incluso el majestuoso capitán a quien había debido yo el dormir en el cuartel, y que parecía, en comparación, demasiado solemne y casi vulgar.

Decía uno que el capitán había comprado un caballo nuevo. Ya puede comprarse todos los caballos que quiera. He encontrado a Saint-Loup el domingo por la mañana en el paseo de las acacias, ¡monta con otro señorío!, respondía otro, y con conocimiento de causa, ya que aquellos jóvenes pertenecían a una clase que, si no trata asiduamente al mismo personal mundano, con todo, gracias al dinero y al ocio, no difiere de la aristocracia en la experiencia de todas aquellas elegancias que pueden comprarse. La suya, a lo sumo, tenía, en lo concerniente al atuendo, por ejemplo, un viso algo más esmerado, más impecable que la libre y negligente indolencia de Saint-Loup, que tanto agradaba a mi abuela. Para aquellos hijos de grandes banqueros o de agentes de cambio era una pequeña emoción, cuando se sentaban a comer ostras, a la salida del teatro, ver en una mesa vecina de la suya al alférez Saint-Loup. Y qué de relatos hacían el lunes en el cuartel, acabado el permiso, uno que era del escuadrón de Saint-Loup, y a quien este había saludado amabilísimo, otro que no era del mismo escuadrón, pero que estaba seguro de que, a pesar de esto, Saint-Loup le había reconocido, porque había apuntado en dirección suya dos o tres veces su monóculo.

—Sí, mi hermano le ha visto en la Paz —decía otro que se había pasado el día en casa de su querida—. Es más, parece que llevaba un frac demasiado holgado y que no le sentaba bien.

—¿Cómo era el chaleco que llevaba?

—No llevaba chaleco blanco, sino malva, con algo así como unas palmas, ¡estupendo!

En cuanto a los veteranos (hombres del pueblo que nada sabían del Jockey y que incluían sencillamente a Saint-Loup en la categoría de los alféreces muy ricos, en la que hacían entrar a todos aquellos que, arruinados o no, llevaban cierto género de vida, tenían un capítulo bastante crecido de rentas o de deudas y eran generosos con los soldados), si en el porte, en el monóculo, en los pantalones, en los quepis de Saint-Loup no veían nada aristocrático, no les ofrecían, con todo, menos interés y significación. Reconocían en esas particularidades el carácter, el género que de una vez para siempre habían asignado al más popular de los graduados del regimiento, modales que no se parecían a los de nadie, desdén de lo que pudieran pensar los jefes y que les parecía consecuencia natural de su bondad para con el soldado. El café de la mañana en el dormitorio común o el reposo en los petates a la hora de la siesta parecían mejores cuando algún veterano servía al pelotón, regalón y perezoso, algún sabroso detalle sobre un quepis que tenía Saint-Loup.

—Es tan alto como mi mochila.

—Bueno, tú lo que estás es queriendo darnos la castaña. ¿Cómo va a ser tan alto como tu mochila? —interrumpía un joven licenciado en letras, que trataba, al emplear este lenguaje, de no parecer un pipiolo, y al atreverse a esta contradicción trataba de hacerse confirmar un hecho que le encantaba.

—¡Ah! ¿Conque no es tan alto como mi mochila? ¡Habrás ido tú a medirlo! Te digo que el teniente coronel le clavaba unos ojos como si quisiera largarle un arresto. Y no vayáis a figuraros que Saint-Loup se aturullase: iba y venía, bajaba la cabeza, volvía a levantarla y a cada paso se plantaba el monóculo. Habrá que ver lo que diga el capitán. Bueno, puede que no diga nada, pero de seguro que no le hará gracia. Y el quepis ese aun no tiene nada de particular. ¡Parece que en su casa de la ciudad tiene más de treinta por el estilo!

—¿Cómo lo sabes tú, compadre? ¿Por el mangante de nuestro cabo? —preguntó el joven licenciado con pedantería, haciendo alarde de las nuevas formas gramaticales que hasta hacía poco no había aprendido y con las que se sentía orgulloso de adornar su conversación.

—¿Que cómo lo sé? ¡Por su ordenanza, hombre!

—¡Ese sí que es un tío que no debe de irle mal!

—¡Ya lo creo! Más potra tiene que yo. ¡Ya puede decirlo! Y encima le da toda su ropa, y de todo. No tenía bastante con lo que le daban en la cantina. Bueno, pues mi Saint-Loup que se presenta, y el furriel que ha tenido que oír lo que venía al caso: «Quiero que esté bien alimentado, cueste lo que cueste».

Y el veterano compensaba la insignificancia de las palabras con la energía del tono en una imitación mediocre que alcanzaba el éxito más feliz.

Yo, al salir del cuartel, daba una vuelta; luego, esperando el momento en que iba cotidianamente a almorzar con Saint-Loup al hotel en que habían tomado pensión él y sus amigos, me dirigía hacia el mío, en cuanto el sol se ponía, con objeto de tener dos horas para descansar y leer. En la plaza, la atardecida ponía en los tejados de polvorín del castillo nubecillas sonrosadas que hacían juego con el color de los ladrillos, y acababa el enlace suavizando esos ladrillos con un reflejo. A mis nervios afluía tal corriente de vida que ninguno de mis movimientos podía agotarla; cada uno de mis pasos, después de haber tocado una losa de la plaza, rebotaba, me parecía como si tuviera en los talones las alas de Mercurio. Una de las fuentes estaba llena de un fulgor rojo, y en la otra el claro de luna ponía ya el agua del color de un ópalo. Entre las dos jugaban unos chiquillos, daban gritos, describían círculos, obedeciendo a alguna necesidad de la hora, a la manera de los vencejos o de los murciélagos. Al lado del hotel, los antiguos palacios nacionales y la estufa de naranjos de Luis XVI, en que se encontraban ahora la Caja de Ahorros y el cuerpo de tropa, estaban iluminados desde dentro por las pálidas y doradas ampollas del gas, encendido ya, que a la luz del día, claro aún, cuadraba bien a aquellas altas y vastas ventanas del siglo XVIII, en las que todavía no se había borrado el último reflejo del poniente, como le hubiera sentado bien a una cabeza avivada con toques de rojo un prendido de concha rubia, y me persuadía a ir en busca de mi fuego y de mi lámpara, que, sola en la fachada del hotel donde yo vivía, luchaba contra el crepúsculo, y por la cual volvía yo a casa, antes que fuese completamente de noche, por gusto, como quien vuelve para la merienda. En mi aposento conservaba la misma plenitud de sensación que había tenido fuera. Abombaba de tal forma la apariencia de superficies que con tanta frecuencia nos parecen triviales y vacuas, la llama amarilla del fuego, el papel vasto y azul del cielo sobre el cual había esbozado el poniente, como un colegial, los garabatos de un apunte color de rosa, el tapete de extraño dibujo de la mesa redonda sobre la que me esperaban, con una novela de Bergotte, una resma de papel corriente y un tintero, que estas cosas han seguido después pareciéndome grávidas de todo un modo particular de existencia que me parece que sabría extraer de ellas si me fuera dado volverlas a encontrar. Pensaba con alegría en el cuartel que acababa de dejar y cuya veleta giraba a todos los vientos. Como un buzo al respirar por un tubo que sube hasta salir fuera de la superficie del agua, era para mí como estar ligado de nuevo a la vida salubre, al aire libre, sentirme como punto de enlace aquel cuartel, aquel alto observatorio que dominaba la campiña surcada por canales de esmalte verde y bajo cuyos cobertizos y a cuyos edificios contaba yo, gracias a un precioso privilegio que deseaba fuese duradero, con poder ir cuando quisiera, seguro siempre de ser bien recibido.

A las siete me vestía y volvía a salir para ir a almorzar con Saint-Loup en el hotel en que este se alojaba. Me gustaba ir a pie. La oscuridad era profunda, y desde el tercer día empezó a soplar, en cuanto llegaba la noche, un viento glacial que parecía anunciar nieve. Según iba andando, parece que no hubiera debido dejar ni un instante de pensar en la señora de Guermantes; si había venido a la guarnición de Roberto, había sido exclusivamente para tratar de aproximarme más a ella. Pero un recuerdo, una pena, son móviles. Hay días en que se van tan lejos que los distinguimos apenas, creemos que han desaparecido. Entonces ponemos atención en otras cosas. Y las calles de la ciudad todavía no eran para mí, como allí donde tenemos costumbre de vivir, simples medios de ir de un sitio a otro. La vida que hacían los habitantes de aquel mundo desconocido me parecía que había de ser maravillosa, y a menudo me detenían, inmóvil, largo rato, en lo oscuro, las vidrieras iluminadas de alguna casa al poner ante mis ojos las escenas verídicas y misteriosas de existencias en que yo no penetraba. Aquí el genio del fuego me mostraba en un cuadro empurpurado la tienda de un vendedor de castañas en que dos suboficiales, con los cintos en unas sillas, jugaban a las cartas sin sospechar que un mago les hacía surgir de la noche, como en una aparición de teatro, y los evocaba tales como efectivamente eran en aquel mismo minuto ante los ojos de un transeúnte que se había detenido y a quien mal podían ver ellos. En un baratillo, una vela medio consumida, al proyectar su rojo fulgor sobre un grabado, lo transformaba en una sanguina, mientras que, al luchar contra la sombra, la claridad de la lámpara grande atezaba un trozo de cuero, nielaba un puñado de lentejuelas chispeantes, depositaba sobre unos cuadros que no pasaban de ser malas copias un dorado precioso como la pátina del pasado o el barniz del maestro, y hacía, en fin, de aquel chiribitil en que no había más que cosas falsas y mamarrachos, un inestimable Rembrandt. A veces alzaba yo los ojos hasta algún vasto piso antiguo cuyas contraventanas no estaban cerradas y en que unos hombres y mujeres anfibios, readaptándose todas las tardes a vivir en otro elemento que por el día, nadaban lentamente en el craso licor que, a la caída de la noche, surge incesantemente del depósito de las lámparas para llenar las habitaciones hasta el borde de sus tabiques de piedra y de vidrio, y en cuyo seno esos hombres y mujeres propagaban, al cambiar de lugar sus cuerpos, remolinos untuosos y dorados. Seguía mi camino, y a menudo, en la negra calleja que pasa por delante de la catedral, como en otro tiempo en el camino de Méséglise, la fuerza de mi deseo me detenía; me parecía que iba a surgir una mujer para satisfacerlo; si en la oscuridad sentía de repente pasar unas faldas, la violencia misma del goce que experimentaba me impedía creer que aquel roce fuese fortuito, y trataba de aprisionar entre mis brazos a una transeúnte aterrorizada. Aquella calleja gótica tenía para mí algo tan real, que si en ella hubiese podido coger y poseer a una mujer me hubiera sido imposible dejar de creer que era el antiguo goce lo que iba a unirnos, aunque esa mujer hubiera sido una simple buscona, a la cual, empero, hubiesen prestado su misterio el invierno, la añoranza, la oscuridad y la Edad Media. Pensaba yo en el porvenir: tratar de olvidar a la señora de Guermantes me parecía espantoso, pero sensato, y, por primera vez, posible, fácil acaso. En la calma absoluta de aquel barrio oía delante de mí palabras y risas que sin duda procedían de paseantes medio avinados que volvían hacia sus casas. Me detuve para verlos, miré hacia la parte en que había oído el barullo. Pero me veía obligado a esperar largo rato, ya que el silencio circundante era tan profundo que había dejado pasar con una nitidez y una fuerza extrema rumores todavía lejanos. Por fin, los paseantes llegaban, no por delante de mí, como me había figurado, sino muy lejos, a mi espalda. Fuese que los cruces de calles, la interposición de las casas hubiera causado por refracción este error de acústica, o que sea muy difícil situar un sonido cuyo lugar no nos es conocido, me había equivocado, así en la distancia como en la dirección.