El piar matinal de los pájaros le parecía insípido a Francisca. Cada palabra de las chicas la hacía sobresaltarse; molesta por todos sus pasos, interrogábase a cuenta de ellos; es que nos habíamos mudado de casa. Verdad es que las criadas no bullían menos en el sexto de nuestra antigua morada; pero Francisca las conocía; había hecho de sus idas y venidas cosas amigas. Ahora prestaba hasta al silencio una atención dolorosa. Y como nuestro nuevo barrio parecía tan tranquilo como ruidoso era el bulevar a que hasta entonces había dado nuestra casa, la canción (distinta de lejos, cuando es débil, como un motivo de orquesta) de un hombre que pasaba hacía acudir las lágrimas a los ojos de la desterrada Francisca. Así, si me había burlado de ella, que, afligida por haber tenido que dejar un inmueble donde era uno tan bien mirado por todo el mundo y en el que ella había hecho sus maletas llorando, según los ritos de Combray, y declarando superior a todas las casas posibles la que había sido la nuestra, en desquite, yo, que asimilaba tan fácilmente las cosas nuevas como abandonaba fácilmente las antiguas, me reconcilié con nuestra vieja criada cuando vi que la instalación en una casa en que no había recibido del portero, que aún no nos conocía, las muestras de consideración necesarias para su buena nutrición moral, la había sumido en un estado próximo a la extenuación. Sólo ella podía comprenderme; no hubiera sido, evidentemente, su joven lacayo quien me comprendiese; para él, que tenía de Combray lo menos posible, mudarse de casa, irse a vivir a otro barrio, venía a ser como tomarse unas vacaciones en que la novedad de las cosas daba el mismo reposo que si se hubiera viajado; creía estar en el campo, y un catarro de cabeza le trajo, como un aire pillado en un vagón en que cierra mal el cristal de la ventanilla, la impresión deliciosa de que había visto el campo; a cada estornudo se congratulaba de haber encontrado una colocación tan distinguida, habiendo como había deseado siempre tener unos señores que viajasen mucho. Así, sin pensar en él, yo me iba derecho a Francisca; como me había reído de sus lágrimas en una partida que a mí me había dejado indiferente, se mostró glacial respecto de mi tristeza, precisamente porque la compartía. Con la supuesta sensibilidad de los nerviosos aumenta su egoísmo; no pueden soportar por parte de los demás la exhibición del malestar a que en sí mismos prestan mayor atención cada vez. Francisca, que no dejaba pasar el más ligero de los que sentía ella, si yo sufría volvía a otro lado la cabeza porque yo no tuviese el placer de ver mi sufrimiento compadecido, ni siquiera notado. Lo mismo hizo en cuanto quise hablarle de nuestra nueva casa. Por lo demás, como al cabo de dos días hubiese tenido que ir a buscar alguna ropa que había quedado olvidada en la casa que acabábamos de dejar, mientras yo tenía aún, a consecuencia de la mudanza, temperatura, y, como una boa que acaba de tragarse un buey, me sentía penosamente abollado por un largo baúl que mi vista tenía que digerir, Francisca, con la infidelidad de las mujeres, volvió diciendo que había creído ahogarse en nuestro antiguo bulevar, que para llegar hasta él se había encontrado completamente despistada, que no había visto nunca escaleras más incómodas, que jamás volvería a vivir allí ni por un imperio, ni aunque le diesen millones —hipótesis gratuita—, que todo (es decir, lo que concernía a la cocina y a los corredores) estaba mucho mejor apañado en nuestra nueva casa. Ahora bien, es tiempo de decir que esta —y habíamos venido a vivir a ella porque como mi abuela no se encontraba muy bien, razón que nos habíamos guardado de darle, necesitaba aire más puro— era un piso que pertenecía al hotel de Guermantes.

A la edad en que los Nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que en ellos hemos depositado, en el momento mismo en que designan también para nosotros un lugar real, nos obligan con ello a identificar lo uno con lo otro, hasta el punto de que nos echamos a buscar en una ciudad un alma que no puede contener, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, no es sólo que den a los pueblos y a los ríos una individualidad, como hacen las pinturas alegóricas; no es sólo el universo físico lo que matizan de diferencias, lo que pueblan de elementos maravillosos, sino también el universo social: entonces, cada castillo, cada hotel o palacio famosos tiene su dama, o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas. A veces, escondida en el fondo de su nombre, el hada se transforma al capricho de la vida de nuestra imaginación que la nutre; así es como la atmósfera en que la señora de Guermantes existía en mí, después de no haber sido durante años enteros más que el reflejo de un cristal de linterna mágica y de un vitral de iglesia, empezaba a apagar sus colores cuando sueños por completo diferentes la impregnaron de la espumosa humedad de los torrentes.

El hada, sin embargo, se esfuma si nos acercamos a la persona real a que corresponde su nombre, porque entonces él nombre empieza a reflejar a esa persona, y esta no contiene nada del hada; el hada puede renacer si nos alejamos de la persona, mas si permanecemos cerca de esta, el hada se muere definitivamente y con ella el nombre, como aquella familia de Lusignan que había de extinguirse el día en que desapareciese el hada Melusina. Entonces el Nombre bajo cuyos sucesivos revocos podríamos acabar por encontrar de nuevo en su origen el hermoso retrato de una extraña a quien jamás hayamos conocido ya no es sino la simple tarjeta fotográfica de identidad a la que nos referimos para saber si conocemos, si debemos saludar o no a una persona que pasa. Pero que una sensación de un año pretérito —como esos instrumentos musicales registradores que conservan el son y el estilo de los diferentes artistas que los han tañido— permita a nuestra memoria que nos haga oír el nombre con el timbre particular que entonces tenía para nuestro oído ese nombre que en apariencia no ha cambiado, y sentimos la distancia que separa entre sí a los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus sílabas idénticas. Por un instante, del gorjear nuevamente oído que tenía en tal antigua primavera, podemos extraer, como de los tubitos de que se sirve uno para pintar, el matiz exacto, olvidado, misterioso y fresco de los días que habíamos creído recordar cuando, como los malos pintores, dábamos a todo nuestro pasado extendido sobre un mismo lienzo los tonos convencionales y de unánime semejanza de la memoria voluntaria. Ahora bien, por el contrario, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba, para una creación original, en una armonía única, los colores de entonces que ya no conocemos y que, por ejemplo, me arrebatan todavía súbitamente si, gracias a una casualidad, el nombre de Guermantes, al haber recuperado por un instante después de tantos años el son, tan diferente al de hoy, que tenía para mí el día de la boda de la señorita de Percepied, me devuelve aquel malva tan suave, demasiado brillante, demasiado nuevo, con que se aterciopelaba la abultada corbata de la duquesita y, como una pervinca inaprehensible y reflorecida, sus ojos soleados por una sonrisa azul. Y el nombre de Guermantes de entonces es también como uno de esos globitos en que se ha encerrado oxígeno o algún otro gas: cuando llego a agujerearlo, a hacer salir de él lo que contiene, respiro el aire de Combray de aquel año, de aquel día, mezclado a un olor de espinos blancos agitados por el viento del ángulo de la plaza, precursor de la lluvia, que alternativamente hacía desvanecerse al sol, le dejaba extenderse sobre el tapiz de lana roja de la sacristía y revestirlo de una carnación brillante, rosa casi, de geranio, y de esa dulzura wagneriana, por así decirlo, en la alegría, que conserva tanta nobleza a la festividad. Pero aun fuera de los raros minutos, como esos en que bruscamente sentimos que la entidad original se estremece y recobra su forma y su cinceladura en el seno de las sílabas hoy muertas, si, en el torbellino vertiginoso de la vida corriente en que ya no tienen más que un uso enteramente práctico, los nombres han perdido todo color como una peonza prismática que gira demasiado aprisa y que parece gris, en desquite, cuando, ensoñando, reflexionamos, tratamos, para volver sobre el pasado, de moderar, de suspender el movimiento perpetuo en que somos arrastrados, poco a poco volvemos a ver que aparecen de nuevo, yuxtapuestos, pero enteramente distintos unos de otros, los matices que en el curso de nuestra existencia nos presentó sucesivamente un mismo nombre.

No sé, desde luego, qué forma se recortaba ante mis ojos en este nombre de Guermantes cuando mi nodriza —que sin duda ignoraba, tanto como yo lo ignoro hoy, en honor de quién había sido compuesta— me berzaba con la antigua canción: Gloria a la Marquesa de Guermantes, o cuando, años más tarde, el viejo mariscal de Guermantes, llenando de orgullo a mi niñera, se detenía en los Campos Elíseos diciendo: «¡Qué chico más guapo!», y sacaba de una bombonera de bolsillo una pastilla de chocolate. Esos años de mi primera infancia ya no están en mí, me son exteriores, nada puedo aprender de ellos si no es, como pasa con lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento, por lo que los demás cuentan. Pero más tarde encuentro sucesivamente, en la perduración de ese mismo nombre en mí, siete u ocho figuras diferentes; las primeras eran las más hermosas: poco a poco, mi ensueño, forzado por la realidad a abandonar una posición insostenible, se atrincheraba de nuevo un poco más acá, hasta que se viese obligado a retroceder todavía más. Y al mismo tiempo que la señora de Guermantes cambiaba de morada, surgida igualmente de ese nombre que fecundaba de año en año tal o cual frase oída que modificaba mis ensueños, esa morada los reflejaba en sus mismas piedras que se habían tornado reverberantes como la superficie de una nube o de un lago. Un torreón sin espesor, que no era más que una faja de luz anaranjada, desde lo alto del cual el señor y su dama decidían de la vida y de la muerte de sus vasallos, había cedido su puesto —al final de aquel «lado de Guermantes» en que tantas hermosas tardes seguía yo con mis padres el curso del Vivona— a esta tierra torrentosa en que la duquesa me enseñaba a pescar truchas y a conocer el nombre de las flores que en racimos violetas y rojizos decoraban los muros bajos de los cercados de en torno; después había sido la tierra hereditaria, el poético dominio en que aquella altiva raza de Guermantes, como una torre amarillenta y cubierta de florones que atraviesa las edades, se alzaba ya sobre Francia cuando el cielo estaba todavía vacío, allí donde habían de surgir más tarde Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres, mientras que en la cima de la colina de Laon no se había posado aún la nave de la catedral como el Arca del Diluvio en la cima del monte Ararat, llena de Patriarcas y de Justos ansiosamente asomados a las ventanas para ver si la cólera de Dios se ha aplacado, llevando consigo los tipos de los vegetales que habrán de multiplicarse sobre la tierra, desbordante de animales que se escapan hasta por las torres sobre cuyo techo se pasean tranquilamente los bueyes contemplando desde lo alto las llanuras de la Champaña; cuando el viajero que dejaba Beauvais a la caída del día aún no veía que le siguiesen dando vueltas, desplegadas sobre la pantalla de oro del poniente, las alas negras y ramificadas de la catedral. Era aquel Guermantes como el marco de una novela, un paisaje imaginario que me costaba trabajo representarme y que, por lo mismo, sentía más deseos de descubrir, enclavado en medio de tierras y de caminos reales que de pronto se impregnarían de particularidades heráldicas, a dos leguas de una estación; recordaba yo el nombre de las localidades próximas como si hubiesen estado situadas al pie del Parnaso o del Helicón, y me parecían preciosas como las condiciones materiales —en ciencia topográfica— de la producción de un fenómeno misterioso. Volvía a ver los escudos de armas pintados en los basamentos de los vitrales de Combray, cuyos cuarteles se habían llenado, siglo tras siglo, con todos los señoríos que, por matrimonios o por adquisiciones, había hecho volar hacia sí aquella ilustre casa desde todos los rincones de Alemania, de Italia y de Francia: tierras inmensas del Norte, poderosas ciudades del Mediodía, que habían venido a unirse y a trabarse en Guermantes y, perdiendo su materialidad, a inscribir alegóricamente su torre de sinople o su castillo de plata en su campo de azur. Había oído yo hablar de las célebres tapicerías de Guermantes y las veía, medievales y azules, un poco gruesas, destacarse como una nube sobre el nombre amaranto y legendario, al pie de la antigua selva en que Childeberto cazó con tanta frecuencia, y ante aquel fino fondo misterioso de las tierras, aquellas lejanías de siglos, me parecía que había de penetrar en sus secretos tan bien como pudiera en un viaje, no más que con acercar a París por un momento a la señora de Guermantes, soberana del lugar y señora del lago, como si su rostro y sus palabras hubieran debido poseer el encanto local de las arboledas y de las riberas y las mismas particularidades seculares del viejo protocolo de sus archivos. Pero por entonces había conocido a Saint-Loup; este me hizo saber que el castillo no se llamaba de Guermantes sino desde el siglo XVI, en que lo había adquirido su familia. Esta había residido hasta entonces en las cercanías, y su título no venía de aquella región. El pueblo de Guermantes había tomado su nombre del castillo cerca del cual había sido construido, y, para que no destruyese sus perspectivas, una servidumbre que seguía en vigor regulaba el trazado de las calles y limitaba la altura de las casas. En cuanto a las tapicerías, eran de Boucher, compradas en el siglo XIX por un Guermantes amateur, y estaban colgadas al lado de unos mediocres cuadros de caza que aquel había pintado, en un salón de mala muerte tapizado de andrinópolis y de peluche. Con sus revelaciones, Saint-Loup había introducido en el castillo elementos extraños al nombre de Guermantes que no me permitieron seguir extrayendo únicamente de la sonoridad de las sílabas la fábrica de las construcciones. Entonces, en el fondo de aquel nombre, se había borrado el castillo reflejado en su lago, y lo que se me había aparecido en torno a la señora de Guermantes como su morada había sido su hotel de París, el hotel de Guermantes, límpido como su nombre, ya que ningún elemento material y opaco venía a interrumpir y cegar su transparencia. Como la iglesia no significa solamente el templo, sino también la reunión de los fieles, aquel hotel de Guermantes comprendía todas las personas que compartían la vida de la duquesa; pero esas personas, a quienes nunca había visto, no eran para mí más que nombres célebres y poéticos, y, al conocer únicamente personas que tampoco eran más que nombres, no hacían sino acrecentar y proteger el misterio de la duquesa extendiendo en torno a ella un vasto halo que iba a lo sumo degradándose.

En las fiestas que daba ella, como yo no imaginaba ningún cuerpo a los invitados, ningún bigote, ningún borceguí, ninguna frase pronunciada que fuese trivial, ni siquiera original de una manera humana y racional, aquel torbellino de nombres que introducían menos materia de la que hubiera deparado un banquete de fantasmas o un baile de espectros, en torno a aquella estatuilla de porcelana de Sajonia que era la señora de Guermantes, conservaba una transparencia de vitrina en su hotel de vidrio. Después, cuando Saint-Loup me hubo contado anécdotas referentes al capellán, a los jardineros de su prima, el hotel de Guermantes se había trocado —del mismo modo que había podido ser en otro tiempo un Louvre— en una especie de castillo rodeado, en medio del propio París, de sus tierras, poseídas hereditariamente, en virtud de un antiguo derecho extrañamente superviviente, y sobre las que aún ejercía ella privilegios feudales. Pero esta última mansión se había desvanecido, a su vez, cuando habíamos venido nosotros a vivir muy cerca de la señora de Villeparisis, a uno de los pisos vecinos al de la señora de Guermantes, en un ala de su hotel. Era una de esas viejas mansiones como acaso existen todavía algunas, en las que el patio de honor —bien fuesen aluviones traídos por la ola ascendente de la democracia, o bien legado de tiempos más antiguos en que los diversos oficios estaban agrupados en torno al señor— solía tener a los lados trastiendas, obradores, incluso chiscones de zapatero o de sastre como los que se ven apoyados en los muros de las catedrales que la estética de los ingenieros no ha redimido, un portero remendón de calzado que criaba gallinas y cultivaba flores, y al fondo, en la casa «que hace de hotel», una «condesa» que, cuando salía en su vetusta carretela de dos caballos, ostentando en su sombrero algunas capuchinas que parecían escapadas del jardinillo de la portería (llevando al lado del cochero un lacayo que bajaba a dejar tarjetas de visita con un pico doblado en cada hotel aristocrático del barrio), enviaba indistintamente sonrisas y breves saludos con la mano a los chicos del portero y a los inquilinos burgueses del inmueble que pasaban en aquel momento, y a los que confundía en su desdeñosa afabilidad y en su ceño igualitario.

En la casa a que habíamos venido a vivir nosotros, la señorona del fondo del patio era una duquesa, elegante y todavía joven. Era la señora de Guermantes, y, gracias a Francisca, no tardé en tener informes acerca del hotel. Porque los Guermantes (a quienes solía designar Francisca con las palabras «abajo», «el bajo») eran su preocupación constante desde por la mañana, en que, echando, mientras peinaba a mamá, una ojeada prohibida, irresistible y furtiva al patio, decía: «¡Vaya, dos hermanitas! De seguro que van abajo», o bien: «¡Qué faisanes más hermosos hay en la ventana de la cocina! No hay que preguntar de dónde vienen; habrá ido de caza el duque», hasta el atardecer, en que si oía, mientras me entregaba mis avíos de noche, el ruido de un piano, el eco de alguna cancioncilla, apuntaba: «Abajo tienen gente; se divierten», y en su rostro regular, bajo sus cabellos ahora blancos, una sonrisa de su juventud, animada y digna, ponía entonces por un momento cada uno de sus rasgos en su sitio, los acordaba en un orden afectado y fino, como antes de una contradanza.

Pero el momento de la vida de los Guermantes que más vivamente excitaba la curiosidad de Francisca, el que le producía más satisfacción y le hacía también más daño, era precisamente aquel en que, al abrirse los dos batientes de la puerta cochera, subía a su carretela la duquesa. Ordinariamente era poco después de que nuestros criados habían acabado de celebrar esa especie de pascua solemne, que nadie debe interrumpir, llamada su almuerzo, y durante la cual eran hasta tal punto tabúes que ni mi mismo padre se hubiera permitido llamarles, sabiendo, por lo demás, que ninguno de ellos se hubiera movido al quinto campanillazo ni al primero, y que, por tanto, hubiera incurrido en tal inconveniencia inútilmente, mas no sin perjuicio para él. Porque Francisca (que desde que se había hecho vieja ponía a cada dos por tres lo que suele llamarse cara de circunstancias) no hubiera dejado de presentarle todo el día un semblante cubierto de manchitas cuneiformes y rojas que desplegaban al exterior, pero de manera poco descifrable, el dilatado memorial de sus quejas y las profundas razones de su descontento. Las desarrollaba, por lo demás, al paño, pero sin que nosotros pudiésemos distinguir bien las palabras. Llamaba a esto —que creía desesperante para nosotros, «mortificante», «vejatorio»— decir todo el santo día «misas por lo bajo».

Acabados los últimos ritos, Francisca, que era a la vez, como en la iglesia primitiva, el celebrante y uno de los fieles, se servía el último vaso de vino, se desprendía del cuello la servilleta, la plegaba limpiándose los labios de un resto de agua enrojecida y de café, la ponía en un servilletero, daba las gracias con una mirada triste a «su» joven lacayo que, para dárselas de atento, le decía: «Vamos, señora, unas pocas más de uvas; están exquisitas», e iba inmediatamente a abrir la ventana, con pretexto de que hacía demasiado calor «en aquella miserable cocina». Echando hábilmente, al mismo tiempo que hacía girar la falleba de la ventana y tomaba el aire, una ojeada desinteresada al fondo del patio, escamoteaba furtivamente la seguridad de que la duquesa no estaba arreglada todavía, contemplaba un instante con sus miradas desdeñosas y apasionadas el coche enganchado, y, una vez concedido por sus ojos aquel instante de atención a las cosas de la tierra, los alzaba al cielo, cuya pureza había adivinado de antemano al sentir la suavidad del aire y el calor del sol, y miraba en el ángulo del techo el sitio en que cada primavera venían a hacer su nido, precisamente encima de la chimenea de mi habitación, unos pichones parecidos a los que zureaban en su cocina, en Combray.

—¡Ah, Combray, Combray! —exclamaba. (Y el tono, cantado casi, en que declamaba esta invocación hubiera podido en Francisca, tanto como la arlesiana pureza de su rostro, hacer sospechar un origen meridional y que la patria perdida que lloraba era algo más que una patria de adopción. Mas acaso se hubiera engañado quien tal pensase, porque parece que no hay provincia que no tenga su mediodía, y cuántos saboyanos y bretones no se encuentran en quienes halla uno todas las dulces transposiciones de largas y breves que caracterizan al meridional)—. ¡Ah, Combray, cuándo te volveré a ver, pobre tierra! Cuándo podré pasarme todo el santo día al pie de tus espinos blancos y de nuestros pobres lilos, oyendo a los pinzones y al Vivona que hace como el murmullo de alguien que cuchichease, en lugar de oír esa condenada campanilla de nuestro señorito, que jamás se está media hora sin que me haga correr por ese maldito pasillo. Y aún le parece que no ando bastante a prisa; tendría una que haber oído antes de que él llame, y si se retrasa un minuto «le dan» unas cóleras espantosas. ¡Ay, pobre Combray! Acaso no vuelva a verte como no sea de muerta, cuando me echen como a una piedra en el agujero de la sepultura. Entonces ya no me llegará el olor de tus hermosos espinos, completamente blancos. Pero en el sueño de la muerte creo que oiré los tres campanillazos que me habrán condenado ya en vida.

Mas la interrumpían las llamadas del chalequero del patio, el mismo que tanto había agradado en otro tiempo a mi abuela el día en que esta había ido a ver a la señora de Villeparisis, y que ocupaba un rango no menos elevado en la simpatía de Francisca. Como había alzado la cabeza al oír que se abría nuestra ventana, hacía ya un rato que trataba de atraer la atención de su vecina para darle las buenas tardes. La coquetería de la muchacha que había sido Francisca afinaba entonces en honor del señor Jupien el rugoso rostro de nuestra vieja cocinera entorpecida por la edad, por el mal humor y por el calor del fogón, y, con una encantadora mezcla de reserva, de familiaridad y de pudor, dirigía al chalequero un gracioso saludo, mas sin responderle con la voz, porque si bien infringía las advertencias de mamá con mirar al patio, no se hubiera atrevido a desafiarlas hasta hablar por la ventana, lo cual tenía el don, según Francisca, de valerle, por parte de la señora, «todo un capítulo». Le indicaba la carretela enganchada, con trazas de decirle: «¡Hermosos caballos!, ¿eh?», pero murmurando al mismo tiempo: «¡Qué trasto viejo!», sobre todo porque sabía que el otro iba a responderle, poniéndose la mano delante de la boca para ser oído, aun cuando hablaba a media voz:

—También ustedes podrían tenerlo si quisieran, e incluso mejor que ellos tal vez, pero a ustedes no les gusta nada de eso.

Y Francisca, después de una seña modesta, evasiva y encantada, cuya significación venía a ser: «Cada cual tiene su modo de ser; aquí estamos por la sencillez», volvía a cerrar la ventana, por temor de que mamá llegase. Los ustedes que hubieran podido tener más caballos que los Guermantes éramos nosotros; pero Jupien tenía razón al decir ustedes, porque, salvo para ciertos placeres de amor propio puramente personales —como, cuando tosía sin parar y toda la casa tenía miedo de contagiarse de su catarro, pretender con irritante fisga que no estaba acatarrada—, semejante a esas plantas a que un animal a quien están enteramente unidas nutre con los alimentos que atrapa, come, digiere para ellas y les ofrece en su último y completamente asimilable residuo, Francisca vivía con nosotros en simbiosis; éramos nosotros los que, con nuestras virtudes, con nuestra hacienda, con nuestro pie de vida, con nuestra situación, teníamos que encargarnos de elaborar las pequeñas satisfacciones de amor propio de que estaba formada, —añadiendo a ellas el derecho reconocido de ejercer libremente el culto del almuerzo con arreglo a la añeja costumbre que llevaba aparejado el sorbito de aire en la ventana cuando aquel había acabado, algún paseo por las calles al ir a hacer sus compras, y una salida, el domingo, para ir a ver a su sobrina—: La porción de contento indispensable para su vida. Así se comprende que Francisca hubiera podido agoniarse, los primeros días, presa, en una casa en que todavía no eran conocidos todos los títulos honoríficos de mi padre, de una enfermedad que ella misma llamaba aburrimiento, aburrimiento en el enérgico sentido que tiene en Corneille o en la pluma de los soldados que acaban de suicidarse porque se «aburren» demasiado cerca de su novia, en su pueblo. «Esos Jupien son muy buena gente, gente de bien; lo llevan en la cara». Jupien supo, en efecto, comprender y hacer saber a todos que si no teníamos coche era porque no queríamos. Este amigo de Francisca paraba poco en su casa, porque había conseguido una colocación de empleado en un ministerio. Chalequero primeramente con la «pitusa» a quien mi abuela había tomado por hija suya, había perdido toda utilidad en ejercer su oficio desde que la pequeña, que, siendo casi una niña aún, sabía ya arreglar muy bien una falda, cuando mi abuela había ido en otro tiempo a hacer una visita a la señora de Villeparisis había tomado el camino de la costura para señoras y había llegado a ser maestra. Aprendiza, primero, con una modista que la utilizaba para dar una puntada, coser un volante, prender un botón o un «automático», ajustar un talle con corchetes, pronto había pasado a oficiala segunda, y después a primera, y, habiéndose hecho una clientela de señoras de la mejor sociedad, trabajaba en su casa, es decir, en nuestro patio, las más de las veces con una o dos de sus compañeras de taller, a las que empleaba como aprendizas. Desde entonces la presencia de Jupien había sido menos útil. Claro que la pequeña, que ahora era ya mayorcita, aún tenía que hacer a menudo chalecos. Pero, ayudada por sus amigas, no necesitaba de nadie. Así, Jupien, su tío, había solicitado un empleo. Al principio quedaba libre para volver a casa a mediodía; después, como sustituyese definitivamente al empleado a quien servía solamente de auxiliar, ya no pudo volver a casa antes de la hora del almuerzo. Su «titularización» no se produjo, afortunadamente, hasta algunas semanas después de habernos instalado nosotros en la casa, de manera que la amabilidad de Jupien pudo ejercitarse el tiempo suficiente para ayudar a Francisca a pasar sin demasiadas molestias los primeros tiempos difíciles. Por otra parte, sin dejar de reconocer la utilidad que tuvo así para Francisca a título de «medicamento de transición», debo reconocer que Jupien no me había hecho mucha gracia en el primer momento. A unos cuantos pasos de distancia, destruyendo por completo el efecto que, sin eso, hubieran producido sus rollizas mejillas y sus lozanos colores, sus ojos, que desbordaban de una mirada compasiva, desolada y ensoñadora, hacían pensar que estaba muy enfermo o que acababa de ser herido por algún gran dolor. No sólo no había nada de eso, sino que desde el momento en que hablaba —perfectamente, por otra parte— era más bien frío y burlón. Resultaba de este desacuerdo entre su mirada y sus palabras un no sé qué de falso que no era simpático y por lo que él mismo parecía sentirse tan a disgusto como un invitado en traje de calle en una reunión en que todos visten de etiqueta, o como uno que, teniendo que responder a una Alteza, no sabe a ciencia cierta cómo ha de hablarle y soslaya la dificultad reduciendo sus frases a casi nada. Las de Jupien —porque esto es pura comparación— eran, por el contrario, encantadoras. Correspondiendo acaso a aquella inundación del rostro por los ojos (en la que dejaba de ponerse atención cuando se le conocía), eché de ver bien pronto en él, en efecto, una inteligencia rara y una de las más naturalmente literarias que me haya sido dado conocer, en el sentido de que, probablemente sin cultura, poseía o se había asimilado, no más que con la ayuda de algunos libros presurosamente recorridos, los más ingeniosos giros de la lengua. Las gentes mejor dotadas que había conocido yo habían muerto muy jóvenes. Así, estaba convencido de que la vida de Jupien acabaría pronto. Tenía aquel hombre bondad, piedad, los sentimientos más delicados, más generosos. Su papel en la vida de Francisca había dejado bien pronto de ser indispensable. Francisca había aprendido a imitarle.

Hasta cuando un proveedor o un criado venía a traernos algún encargo, a pesar de que parecía no ocuparse de él, y al indicarle solamente, con expresión de indiferencia, una silla, mientras ella seguía en su trabajo, Francisca sacaba tan hábilmente partido de los pocos instantes que aquel pasaba en la cocina, esperando la respuesta de mamá, que era muy raro que el hombre se fuese sin llevar indestructiblemente grabada la certeza de que «si no lo teníamos, era porque no queríamos». Si ponía tanto empeño, por lo demás, en que se supiera que teníamos «dinero» (porque ignoraba el uso de lo que Saint-Loup llamaba artículos partitivos, y decía: «tener dinero», «traer agua»)[1], en que la gente supiese que éramos ricos, no es que la riqueza sin más, la riqueza sin ir acompañada de la virtud, fuera a los ojos de Francisca el bien supremo; pero la virtud sin riqueza tampoco era su ideal. La riqueza era para ella como una condición necesaria de la virtud, sin la cual la virtud carecería de mérito y de encanto. Tan poco las separaba, que había acabado por atribuir a cada una de ellas las cualidades de la otra, por exigir que hubiese algo confortable en la virtud, por reconocer algo edificante en la riqueza.

Una vez vuelta a cerrar la ventana, con bastante rapidez —si no, mamá, según parece, le hubiera «soltado todos los insultos imaginables»—, Francisca empezaba, suspirando, a poner en orden la mesa de la cocina.

—Hay unos Guermantes que siguen en la calle de la Chaise —decía el ayuda de cámara; yo tuve un amigo que había trabajado en esa casa; era segundo cochero con ellos. Y conozco a uno, entonces no era de mi pandilla, pero sí un cuñado suyo, que había hecho el servicio militar con un picador del barón de Guermantes—. «Y después de todo, ¡qué diablo!, no es mi padre» —añadía el ayuda de cámara, que tenía la costumbre, lo mismo que canturreaba las canciones en boga, de sembrar sus frases de ocurrencias nuevas.

Francisca, con la fatiga de sus ojos de mujer ya de edad y que, por otra parte, veían todo lo de Combray en una vaga lejanía, percibió no la gracia que había en estas palabras, sino que debían de contener alguna, puesto que no guardaban relación con el resto de la frase, y habían sido lanzadas con fuerza por quien sabía ella que era un bromista. Así, sonrió con expresión benévola y de pasmo, y como si dijera: «¡Este Víctor, siempre el mismo!». Por otra parte, se sentía dichosa, porque sabía que el oír ocurrencias de ese género se emparenta de lejos con esas honestas distracciones de sociedad por las que, en todas las esferas, la gente se da prisa a arreglarse, se arriesga a pillar frío. Finalmente, creía que el ayuda de cámara era un amigo para ella, porque no se hartaba de denunciarle con indignación las terribles medidas que la República iba a tomar contra el clero. Aún no había comprendido Francisca que nuestros más crueles adversarios no son aquellos que nos contradicen y tratan de persuadirnos, sino los que abultan o inventan las noticias que pueden desolarnos, guardándose bien de darles una apariencia de justificación que disminuiría nuestra pena y acaso nos infundiese una ligera estimación respecto de un partido que se empeñan en presentarnos, para hacer completo nuestro suplicio, como atroz y triunfante a la vez.

—La duquesa debe de estar emparentada con todo eso —dijo Francisca, prosiguiendo la conversación de los Guermantes de la calle de la Chaise como quien recomienza un trozo de música en el andante—. No sé quién me ha dicho que uno de ellos se había casado con una prima del duque. De todas maneras, es del mismo «paréntesis». ¡Los Guermantes son una gran familia! —añadía con respeto, basando la grandeza de aquella familia en el número de sus miembros a la vez que en el brillo de su ilustración, como Pascal fundaba la verdad de la Religión en la Razón y en la autoridad de las Escrituras. Porque como no tenía más que la palabra «grande» para ambas cosas, le parecía que estas no formaban más que una sola, presentando así por una parte su vocabulario, como ciertas piedras, un defecto que proyectaba oscuridad hasta en el pensamiento de Francisca.

—Digo yo si serían esos los que tienen su castillo en Guermantes, a diez leguas de Combray; entonces deben de ser también parientes de su prima la de Argel.

Durante mucho tiempo nos preguntamos mi madre y yo quién podría ser esa prima de Argel, pero, al fin, acabamos por darnos cuenta de que lo que Francisca quería decir con el nombre de Argel era la ciudad de Angers. Lo que está lejos puede sernos más conocido que lo que está próximo. Francisca, que sabía el nombre de Argel por unos espantosos dátiles que recibíamos el día de Año Nuevo, ignoraba el de Angers. Su lenguaje, como la misma lengua francesa, y sobre todo la toponimia, estaba sembrado de errores. Quería hablar de ellos con su jefe de comedor.

—¿Cómo le llaman? —se interrumpió Francisca, como planteándose una cuestión de protocolo—. ¡Ah, sí! Le llaman Antonio —como si Antonio hubiera sido un título—. Él hubiera sido quien podría decírmelo, pero es todo un señor, un pedantón, cualquiera diría que le han cortado la lengua o que se ha olvidado de aprender a hablar. Ni siquiera hace respuesta cuando se le habla —añadía Francisca, que decía «hacer respuesta», como madame de Sévigné—. Pero —añadió sin sinceridad— yo, desde el momento en que sé lo que se cuece en mi olla, no me ocupo de la de los demás. En todo caso, eso no es cristiano. Y, además, no es un hombre valiente —esta apreciación hubiera podido hacer creer que Francisca había cambiado de parecer sobre la valentía, que, según ella, en Combray, rebajaba a los hombres, poniéndolos al nivel de los animales feroces; pero no había nada de eso. Valiente significaba ni más ni menos que trabajador—. También dicen que es tan ladrón como una urraca, pero no siempre hay que hacer caso de chismes. Aquí todos los empleados se van del seguro; por lo que se refiere al patio, los porteros tienen envidia y encizañan a la duquesa. Pero bien puede decirse que el Antonio ese es un verdadero holgazán, y su «Antonia» no vale mucho más que él —añadía Francisca, que, para encontrar al nombre de Antonio un femenino que designase a la mujer de él, tenía sin duda en su creación gramatical un inconsciente recuerdo de canónigo y canonesa[2].

No decía mal. Aún existe cerca de Notre-Dame una calle llamada rué Chanoinesse, nombre que le habían dado (¿porque estuviese habitada exclusivamente por canonesas?), los franceses de antaño, de quienes Francisca era, en realidad, contemporánea. Teníamos, por lo demás, inmediatamente después, un nuevo ejemplo de esta manera de formar los femeninos, ya que Francisca añadía:

—De lo que no cabe duda es de que pertenece a la duquesa el castillo de Guermantes. Y allí es ella la alcaldesa. Eso es algo.

—Ya comprendo que es algo —decía con convicción el lacayo, que no se había percatado de la ironía.

—¿Crees que eso es algo, hijo mío? Para gentes como «esos», ser alcalde y alcaldesa es tres veces nada. ¡Ah, si fuera mío el castillo de Guermantes, no me verían muy a menudo en París! De todas maneras, ya hace falta que unos señores, unas personas que tienen de qué, como el señor y la señora, tengan ocurrencias para quedarse en esta dichosa ciudad mejor que irse a Combray, siendo como son libres de hacer lo que les dé la gana, y que nadie les detiene. ¿A qué esperan para retirarse, no faltándoles como no les falta nada? ¿A estar muertos? ¡Ay, si yo tuviera aunque no fuese más que pan seco que comer y leña con que calentarme por el invierno, ya hace tiempo que estaría en mi casa, en la pobre casa de mi hermano, en Combray! Allí, a lo menos, se siente una vivir, no tiene todas estas casas delante de una; hay tan poco ruido que por las noches se oye a las ranas cantar a más de dos leguas.

—¡Debe de ser lo que se dice hermoso, señora! —exclamaba el lacayo, entusiasmado, como si este último rasgo hubiera sido tan peculiar de Combray como la vida en góndola lo es de Venecia.

Por lo demás, como era más reciente en la casa que el ayuda de cámara, hablaba a Francisca de los temas que podían interesarle, no a él, sino a ella. Y Francisca, que torcía el gesto cuando la trataban de cocinera, tenía para con el lacayo, que decía, cuando hablaba de ella, «el ama de llaves», la especial benevolencia que sienten ciertos príncipes de segundo orden respecto de los jóvenes bien intencionados que les tratan de Alteza.

—Por lo menos sabe una lo que hace y en qué estación vive. No como aquí, que no habrá un mal bouton d’or[3] por Pascuas ni por Navidad, y ni siquiera oigo un Angelus cuando levanto mis huesos. Allá los oye una a todas horas; no es más que una campana de nada, pero te dices: «ya vuelve mi hermano del campo»; ves que cae la tarde, tocan por los bienes de la tierra, tienes tiempo de volver a casa antes de encender la lámpara. Aquí es de día, es de noche, se va una a acostar sin que pueda decir siquiera, ni más ni menos que los animales, lo que ha hecho.

—Parece que también Méséglise es bonito, señora, —interrumpía el lacayo, para cuyo gusto la conversación tomaba un giro un tanto abstracto y que se acordaba por casualidad de habernos oído hablar de Méséglise en la mesa.

—¡Oh, Méséglise! —decía Francisca con la amplia sonrisa que se hacía acudir a sus labios cuando se pronunciaban los nombres de Méséglise, Combray, Tansonville. Hasta tal punto formaban parte de su propia existencia, que al encontrarlos fuera de sí, al oírlos en una conversación, sentía una alegría bastante próxima a la que un profesor excita en su clase al hacer alusión a tal personaje contemporáneo cuyo nombre jamás hubieran creído sus alumnos que pudiese caer desde lo alto de la cátedra. Su placer venía también de sentir que aquellas tierras eran para ella algo que no eran para los demás, antiguos camaradas con quienes se han pasado no pocos ratos; y les sonreía como si se encontrase con que tuvieran espíritu, porque volvía a encontrar en ellos mucho de sí misma.

—Sí que puedes decirlo, hijo. ¡Méséglise es bastante bonito! —proseguía, riendo finamente—; pero ¿cómo has oído tú hablar de Méséglise?

—¿Que cómo he oído hablar yo de Méséglise? Ya se sabe, me han hablado de él, e incluso más de una vez —respondía él, con esa criminal inexactitud de los informadores que, cada vez que tratamos de darnos cuenta objetivamente de la importancia que puede tener para los demás una cosa que nos concierne, nos ponen en la imposibilidad de conseguirlo.

—¡Ah! Os aseguro que se está mejor allí, al pie de los cerezos, que no cerca del fogón.

Incluso les hablaba de Eulalia como de una buena persona. Porque desde que Eulalia había muerto, Francisca había olvidado por completo que la había querido poco durante su vida, como quería poco a todo el que no tenía en su casa qué comer, que reventaba de hambre, y venía luego, como el que no sirve para nada, gracias a la bondad de los ricos, a hacer cumplidos. Ya no le dolía que Eulalia hubiera sabido arreglárselas tan bien que le diese su moneda mi tía todas las semanas. En cuanto a mi tía, no se hartaba de cantar sus alabanzas.

—¿Pero estaba usted entonces en el mismo Combray con una prima de la señora? —preguntaba el lacayo.

—Sí, en casa de madame Octavia. ¡Ah! Una verdadera santa, hijos míos. Y que allí había siempre de qué, y cosas buenas y hermosas; una buena mujer, puede decirse, que no se dolía por los pollos de perdiz, ni por los faisanes, ni nada; ya podíais llegar a comer cinco, seis que fueseis, que no había cuidado que faltase carne, y de primera calidad, encima, y vino blanco, y vino tinto: todo lo preciso —Francisca empleaba el verbo dolerse lo mismo que La Bruyère—. Todo se hacía siempre a su costa, incluso si la familia se quedaba meses y años. —Esta reflexión nada tenía de molesto para nosotros ya que Francisca era de un tiempo en que costas no estaba reservado al estilo judicial y significaba simplemente gasto—. ¡Ah! Os aseguro que nadie se iba de allí con hambre. Como el señor cura ha hecho resaltar muchas veces, si hay una mujer que pueda contar con que irá al lado de Dios, no cabe la menor duda que es ella. ¡Pobre señora!, todavía la estoy oyendo cuando me decía con su vocecita: «Francisca, ya sabe usted que yo no como; pero quiero que todo sea tan bueno para todo el mundo como si comiera yo». ¡Ya lo creo que no era para ella! Si la hubierais visto, no pesaba más que un cucurucho de cerezas; no tenía más peso. No quería hacerme caso; nunca consentía en ir al médico. Lo que es allí no se hubiera comido a prisa y corriendo. Quería que sus criados estuviesen bien alimentados. Aquí, esta misma mañana, sin ir más lejos, ni siquiera hemos tenido tiempo de hincar el diente a un mendrugo. Todo se hace de prisa y corriendo.

Lo que sobre todo la exasperaba eran las rebanadas de pan tostado que comía mi padre. Estaba convencida de que si este las pedía era por darse tono y hacerla danzar.

—Lo que yo puedo decir —aprobaba el lacayo— es que en mi vida he visto semejante cosa.

Lo decía como si lo hubiera visto todo y las enseñanzas de una experiencia milenaria se extendiesen en él a todos los países y a sus costumbres, entre las cuales no figuraba en ninguna parte la del pan tostado.

—Sí, sí —rezongaba el jefe de comedor—; pero todo eso puede muy bien cambiar. Los obreros van a hacer una huelga en el Canadá y el ministro le ha dicho el otro día al señor que ha cobrado por eso doscientos mil francos.

El jefe de comedor estaba lejos de censurarle por ello; no porque él no fuese perfectamente honrado, sino porque como creía a todos los políticos sospechosos, el crimen de concusión le parecía menos grave que el más leve delito de robo. Ni siquiera se preguntaba si habría entendido bien aquella frase histórica, ni le chocaba lo inverosímil de que el propio culpable se la hubiera dicho a mi padre sin que este lo hubiera puesto en la puerta. Pero la filosofía de Combray impedía que Francisca pudiese esperar que las huelgas del Canadá tuviesen repercusión alguna en el uso de las tostadas.

—Mientras el mundo sea mundo, ¿sabéis?, ha de haber amos que nos hagan trotar y criados que satisfagan sus caprichos.

A pesar de la teoría de ese trote perpetuo, desde hacía ya un cuarto de hora, mi madre, que probablemente no se servía de las mismas medidas que Francisca para apreciar lo que duraba el almuerzo de esta, decía:

—Pero ¿qué pueden estar haciendo? Hace ya más de dos horas que están a la mesa.

Y llamaba tímidamente tres o cuatro veces. Francisca, su lacayo y el maître d’hôtel oían los campanillazos como un toque de llamada y sin pensar en acudir; pero, así y todo, como los primeros sonidos de los instrumentos que se templan cuando un concierto va a reanudarse muy pronto y se siente que ya no habrá más que unos minutos de entreacto. Así, cuando los campanillazos comenzaban a reiterarse y hacerse más insistentes, nuestros criados empezaban a prestarles atención y, juzgando que ya no tenían mucho tiempo por delante y que se acercaba el momento de volver al trabajo, a un tintineo de la campanilla más sonoro que los demás lanzaban un suspiro y, decidiéndose, el lacayo bajaba a fumarse un cigarrillo ante la puerta, Francisca, tras algunas reflexiones a cuenta nuestra, tales como «debe de haberles picado la tarántula», subía a arreglar sus cosas a su sexto piso, y el jefe de comedor, que había ido a buscar papel de cartas a mi alcoba, despachaba rápidamente su correspondencia privada.

No obstante el engreimiento del jefe de comedor de los Guermantes, Francisca había podido, desde los primeros días, hacerme saber que aquellos no habitaban su hotel en virtud de un derecho inmemorial, sino de un arrendamiento bastante reciente, y que el jardín a que daba el hotel por la parte que yo no conocía era bastante pequeño y semejante a todos los jardines contiguos; y supe, en fin, que allí no se veía caza señorial, ni molino fortificado, ni salvitas[4], ni palomar sobre columnas, ni horno del señorío, ni castillete, ni puentes fijos o levadizos, ni siquiera volantes, como tampoco obeliscos, cartelas, murales o mugas. Pero lo mismo que Elstir, cuando al perder su misterio la bahía de Balbec se había convertido para mí en una parcela cualquiera intercambiable con cualquier otra de las cantidades de agua salada que hay en el globo, le había devuelto de pronto una individualidad al decirme que era el golfo de ópalo de Whistler en sus armonías azul plata, así el nombre de Guermantes había visto morir bajo los golpes de Francisca la última mansión salida de él, cuando un viejo amigo de mi padre nos dijo un día, hablando de la duquesa: «Ocupa la posición más importante en el barrio de Saint-Germain; su casa es la primera del barrio de Saint-Germain». Desde luego que el primer salón, la primera casa del barrio de Saint-Germain era bien poca cosa al lado de las otras mansiones que yo había soñado sucesivamente. Pero, en fin, esta —y había de ser la última— aún tenía algo, por humilde que fuese, que estaba más allá de su propia materia, una diferenciación secreta.

Y era para mí tanto más necesario poder buscar en el salón de la señora de Guermantes, en sus amigos, el misterio de su nombre, cuanto que no lo encontraba en su persona cuando la veía salir por la mañana a pie o a la tarde en coche. Verdad es que ya en la iglesia de Combray se me había aparecido en el relámpago de una metamorfosis con unas mejillas irreductibles, impenetrables al color del nombre del Guermantes y de las siestas a orillas del Vivona, en lugar de mi sueño fulminado, como un cisne o un sauce en que ha sido cambiado un dios o una ninfa que, sometidos desde ese punto a las leyes de la Naturaleza, resbalará sobre el agua o será agitado por el viento. Sin embargo, apenas había dejado yo estos reflejos desvanecidos, cuando tornaban a formarse como los reflejos rosa y verde del sol poniente detrás de la rama que los ha quebrado, y en la soledad de mi pensamiento el nombre se había apropiado rápidamente el recuerdo del rostro. Pero ahora la veía con frecuencia en su ventana, en el patio, en la calle; y, por lo menos, si no llegaba a integrar en ella el nombre de Guermantes, a pensar que era la señora de Guermantes, acusaba de ello a la impotencia de mi espíritu para llegar hasta el final del acto que yo le exigía; pero nuestra vecina parecía cometer el mismo error, aún más, cometerlo sin turbarse, sin ninguno de mis escrúpulos, sin la sospecha siquiera de que fuese un error. Así la señora de Guermantes mostraba en sus vestidos el mismo cuidado de seguir la moda que si, creyéndose convertida en una mujer como las demás, hubiese aspirado a esa elegancia en el vestir en que cualquier mujer podía igualarla, superarla acaso; yo la había visto en la calle mirar con admiración a una actriz bien vestida; y por la mañana, en el momento en que iba a salir a pie, como si la opinión de los transeúntes cuya vulgaridad hacía resaltar paseando familiarmente por entre ellos su vida inaccesible pudiera ser para ella un tribunal, podía yo distinguirla ante su espejo desempeñando con una convicción exenta de desdoblamiento y de ironía, con pasión, con malhumor, con amor propio, como una reina que ha aceptado hacer de criada en una comedia de corte, el papel, tan inferior a ella, de mujer elegante; y en el olvido mitológico de su grandeza nativa miraba si su velillo estaba bien estirado, se aplastaba las mangas, se ajustaba la capa, como el cisne divino hace todos los movimientos de su especie animal, conserva su ojos pintados a ambos lados del pico y se lanza de pronto sobre un botón o un paraguas, como cisne, sin acordarse de que es un Dios. Pero de igual modo que el viajero, defraudado por la primera impresión de una ciudad, se dice que acaso penetre en el espíritu de la misma visitando sus museos, trabando conocimiento con el pueblo, trabajando en las bibliotecas, me decía yo que si hubiera sido recibido en casa de la señora de Guermantes, si fuese uno de sus amigos, si penetrase en su existencia, conocería lo que su nombre encerraba realmente, objetivamente, bajo su envoltura anaranjada y brillante, para los demás, ya que, en fin, el amigo de mi padre había dicho que el círculo de los Guermantes era algo aparte en el barrio de Saint-Germain.

La vida que yo suponía se llevaba allí derivábase de una fuente tan diferente de la experiencia, y me parecía que había de ser tan particular, que no hubiera podido imaginar en las reuniones de la duquesa la presencia de personas que yo hubiese tratado en otro tiempo, de personas reales. Porque como no podían cambiar súbitamente de naturaleza, hubieran tenido allí conversaciones análogas a las que yo conocía; sus interlocutores quizá se hubiesen rebajado hasta responderles en el mismo lenguaje humano, y durante una recepción en el primer salón del barrio de Saint-Germain hubiera habido instantes idénticos a otros que yo había vivido ya, lo cual era imposible. Verdad es que mi espíritu se hallaba perplejo ante ciertas dificultades, y la presencia del cuerpo de Jesucristo en la hostia no me parecía un misterio más oscuro que aquel primer salón del barrio situado en la orilla derecha cuyos muebles podía oír yo sacudir por las mañanas desde mi cuarto. Pero la línea de demarcación que me separaba del barrio de Saint-Germain, por ser solamente ideal, no me parecía sino más real; me daba perfecta cuenta de que el barrio era ya la estera de los Guermantes extendida al otro lado de ese Ecuador, y de la cual se había atrevido a decir mi madre, después de haberla visto como yo, un día que la puerta de aquellos se hallaba abierta, que estaba en muy mal estado. Por lo demás, ¿cómo no había de haberme parecido que su comedor, su galería oscura con muebles de peluche rojo, que podía entrever algunas veces por la ventana de nuestra cocina, poseían el encanto misterioso del barrio de Saint-Germain, que formaban parte de él de una manera esencial, que se hallaban geográficamente situados en él, si el ser recibido en aquel comedor era haber ido al barrio de Saint-Germain, haber respirado su atmósfera, puesto que todos aquellos que, antes de ir a la mesa, se sentaban al lado de la señora de Guermantes en el canapé de cuero de la galería, eran del barrio de Saint-Germain? Sin duda en otro sitio que no fuese el barrio, en ciertas recepciones, podía verse a veces, majestuosamente entronizado en medio del vulgo de los elegantes, uno de esos hombres que no son más que nombres y que cobran alternativamente, cuando uno trata de representárselos, el aspecto de un torneo o de una selva patrimonial. Pero aquí, en el primer salón del barrio de Saint-Germain, en la galería oscura, no había más que hombres de esos. Eran las columnas de una materia preciosa que sostenían el templo. Incluso para las reuniones familiares, sólo entre ellos podía escoger la señora de Guermantes sus invitados, y en las comidas de doce personas reunidas en torno a la mesa servida, eran como las estatuas de oro de los apóstoles de la Sagrada Capilla, pilares simbólicos y consagrantes ante la Sagrada Mesa. En cuanto al trocito de jardín que se extendía entre altas tapias, a espaldas del hotel, y donde, en verano, después de comer, hacía servir la señora de Guermantes licores y naranjada, ¿cómo no había yo de pensar que sentarse entre nueve y once de la noche en sus sillas de hierro —dotadas de tan gran poder como el canapé de cuero— sin respirar las brisas privativas del barrio de Saint-Germain, era tan imposible como dormir la siesta en el oasis de Figuig sin estar justamente por eso en África? Y sólo la imaginación y la creencia pueden diferenciar de los demás ciertos objetos, ciertos seres, y crear una atmósfera. ¡Ay!, jamás, sin duda, me sería dado asentar mis pasos por entre esos parajes pintorescos, esos accidentes naturales, esas curiosidades locales, esas obras de arte del barrio de Saint-Germain. Y me contentaba con estremecerme al distinguir desde alta mar (y sin esperanza de llegar nunca allí), como un minarete avanzado, como una primera palmera, como el comienzo de la industria o de la vegetación exóticas, la gastada estera de la costa.

Pero si el hotel de Guermantes empezaba para mí en la puerta de su vestíbulo, sus dependencias debían extenderse mucho más lejos, a juicio del duque, el cual, tomando a todos los inquilinos por granjeros, rústicos, compradores de bienes nacionales, cuya opinión no cuenta, se afeitaba por las mañanas, en camisón de dormir, en su ventana; bajaba al patio, según tuviese más o menos calor, en mangas de camisa, en pijama, con un chaquetón escocés de un color raro, de pelo largo, con paletos claros más cortos que su chaquetón, y hacía que uno de sus picadores pusiera al trote ante él, teniéndolo de la brida, algún caballo nuevo que había comprado. Incluso más de una vez el caballo hizo añicos la cristalera de Jupien, el cual sacó de quicio al duque al exigirle una indemnización. «Aun cuando no fuese más que en consideración a todo el bien que la duquesa hace en la casa y en la parroquia —decía el señor de Guermantes—, es una desvergüenza por parte de ese quídam reclamarnos nada». Pero Jupien se había mantenido firme, sin saber a ciencia cierta, al parecer, qué bien había hecho nunca la duquesa. Sin embargo, esta lo hacía; pero como no es posible extenderlo a todo el mundo, el recuerdo de haber colmado de beneficios a uno es una razón para abstenerse respecto de otro en quien es tanto mayor el descontento que se excita. Desde otros puntos de vista, por lo demás, que el de la beneficencia, el barrio no le parecía al duque —y esto hasta grandes distancias— más que una prolongación de su patio, un picadero más extenso para sus caballos. Después de haber visto cómo trotaba solo un caballo nuevo, lo hacía enganchar, atravesar todas las calles cercanas, con el picador corriendo a par del coche, empuñando las riendas, haciéndolo pasar y volver a pasar por delante del duque, parado en la acera, en pie, gigantesco, enorme, vestido de claro, con el cigarro en la boca, la cabeza al aire, el monóculo curioso, hasta el momento en que saltaba al pescante, guiaba él mismo al caballo para probarlo y se iba con el nuevo tiro a recoger a su querida a los Campos Elíseos. El señor de Guermantes daba los buenos días en el patio a dos parejas que pertenecían, sobre poco más o menos, a su mundo: un matrimonio de primos suyos que, como los matrimonios de obreros, nunca estaba en casa para cuidar a los niños, ya que desde por la mañana la mujer se iba a la Schola[5] a aprender contrapunto y fuga, y el marido a su estudio a hacer esculturas en madera y cueros repujados; además, el barón y la baronesa de Norpois, vestidos siempre de negro, la mujer de alquiladora de sillas y el marido de entierramuertos, que salían varias veces al día para ir a la iglesia. Eran sobrinos del viejo embajador que conocíamos nosotros y a quien justamente había encontrado mi padre en el descansillo de la escalera, pero sin comprender de dónde venía; porque mi padre pensaba que un personaje tan considerable que había estado en relación con los hombres más eminentes de Europa y que probablemente era harto indiferente a vanas distinciones aristocráticas, debía tratar apenas a estos nobles oscuros, clericales y limitados. Hacía poco que vivían en la casa; como Jupien fuese a decir dos palabras en el patio al marido, que estaba saludando al señor de Guermantes, le llamó Señor Norpois por no saber exactamente su nombre.

—¡Ah! ¡Señor Norpois! ¡Ah! ¡La verdad que es un hallazgo! ¡Paciencia! Ese Juan Particular no tardará en llamarle a usted ciudadano Norpois —exclamó, volviéndose hacia el barón, el señor de Guermantes. Al fin podía exhalar su mal humor contra Jupien, que le llamaba señor y no señor duque.

Un día que el señor de Guermantes necesitaba unos informes relacionados con la profesión de mi padre, se había presentado a sí mismo con muy buena gracia. Desde entonces tenía que pedirle a menudo algún favor como vecino, y en cuanto le veía que bajaba la escalera pensando en algún trabajo, y deseoso de evitar todo encuentro, el duque dejaba a sus mozos de cuadra, salía al paso de mi padre en el patio, le ponía bien el cuello del gabán, con la servicialidad heredada de los antiguos ayudas de cámara del rey, le cogía la mano y, reteniéndola en la suya, acariciándosela incluso para probarle, con un impudor de cortesana, que no le regateaba el contacto de su preciosa carne, lo llevaba así, fastidiadísimo y sin pensar más que en escaparse, hasta más allá de la puerta cochera. Nos había hecho grandes saludos un día que se había cruzado con nosotros en el momento en que salía en coche con su mujer, a la que debía de haber dicho mi nombre; pero ¿qué probabilidad había de que ella lo hubiera recordado, como tampoco mi cara? Y, además, ¡vaya una recomendación la de ser designado meramente como uno de sus inquilinos! Más importante hubiera sido encontrar a la duquesa en casa de la señora de Villeparisis, que precisamente me había pedido por medio de mi abuela que fuese a verla, y al saber que yo había tenido intención de dedicarme a la literatura, había añadido que en su casa me encontraría con algunos escritores. Pero mi padre estimaba que yo era demasiado joven aún para hacer vida de sociedad, y como el estado de mi salud no dejaba de preocuparle, no tenía ganas de procurarme ocasiones inútiles de nuevas salidas.

Como uno de los lacayos de la señora de Guermantes hablaba mucho con Francisca, oí que nombraba algunos de los salones a que aquella iba; pero por mi parte no acertaba a representármelos: desde el momento en que eran una parte de su vida, de su vida que yo no veía más que a través de su nombre, ¿no eran inconcebibles?

—Esta noche hay una gran fiesta de sombras chinescas en casa de la princesa de Parma —decía el lacayo—; ahora que no iremos, porque a las cinco toma la señora el tren de Chantilly para ir a pasar dos días en casa del duque de Aumale; pero quienes van son la doncella y el ayuda de cámara. Yo me quedo aquí. No le va a hacer ninguna gracia a la princesa de Parma; más de cuatro veces le ha escrito a la señora duquesa.

—¿Entonces ya no están ustedes por ir al castillo de Guermantes este año?

—Es la primera vez que no lo pasaremos allí; por causa de los catarros del señor duque, ha prohibido el doctor que se vuelva allí hasta que pongan un calorífero; pero antes de eso, todos los años se estaba allí hasta enero. Si el calorífero no está instalado, puede que la señora vaya algunos días a Cannes, a casa de la duquesa de Guisa; pero todavía no es seguro.

—¿Y allí van ustedes al teatro?

—Vamos unas veces a la Opera, otras a las suarés de abono de la princesa de Parma, que son cada ocho días; parece que es muy distinguido lo que ponen: hay comedias, ópera, de todo. La señora duquesa no ha querido tomar un abono; pero de todas maneras vamos una vez a un palco de una amiga de la señora, otras a otro, a menudo a la platea de la princesa de Guermantes, la mujer del primo del señor duque. Es hermana del duque de Baviera. ¿Así que ya se vuelve usted a casa? —decía el lacayo, que, bien que identificado con los Guermantes, tenía, sin embargo, de los amos en general una noción política que le permitía tratar a Francisca con tanto respeto como si hubiera estado colocada en casa de una duquesa. Tiene usted una salud excelente, señora.

—¡Ah, si no fuera por estas malditas piernas! En llano, aún menos mal —en llano quería decir en el patio, en las calles por donde no le disgustaba pasearse a Francisca; en una palabra, en terreno llano—; pero estas condenadas escaleras… Hasta luego; puede que volvamos a vernos esta tarde.

Deseaba tanto más volver a hablar con el lacayo cuanto que había sabido por este que los hijos de los duques suelen llevar un título de príncipe, que conservan hasta la muerte de su padre. Sin duda el culto a la nobleza, mezclándose y acomodándose con cierto espíritu de rebeldía contra la misma, debe de ser, hereditariamente extraído de los terruños de Francia, muy fuerte en su pueblo. Porque Francisca, a quien podía hablársele del genio de Napoleón o de la telegrafía sin hilos sin conseguir atraer su atención y sin que ni por un instante moderase los movimientos con que retiraba la ceniza de la chimenea o ponía el cubierto, sólo con que le contasen esas particularidades y que el hijo menor del duque de Guermantes se llamaba generalmente príncipe de Oleron, exclamaba: «¡Qué hermoso es eso!». Y se quedaba deslumbrada como ante un vitral.

Francisca supo también por el lacayo del príncipe de Agrigento, que había hecho amistad con ella en las frecuentes ocasiones en que venía a traer cartas a la duquesa, que había oído, en efecto, hablar mucho en el gran mundo del matrimonio del marqués de Saint-Loup con la señorita de Ambresac, y que estaba ya casi decidido.

Aquella villa, aquella platea en que la duquesa de Guermantes trasegaba su vida me parecían lugares menos mágicos que sus habitaciones. Los nombres de Guisa, de Parma, de Guermantes-Baviera, diferenciaban de todos los demás los lugares de veraneo a que se trasladaba la duquesa, las fiestas cotidianas que el surco de su coche ligaba a su hotel. Si me decían que en esos veraneos, en esas fiestas, consistía sucesivamente la vida de la señora de Guermantes, no me daban ninguna luz sobre esa vida. Cada uno de ellos daba a la vida de la duquesa una determinación diferente, pero no hacía más que cambiarla de misterio, sin que ella dejase evaporarse nada del suyo, que mudaba solamente de lugar, protegido por un tabique, encerrado en un vaso, en medio de las ondas de la vida de todos. La duquesa podía desayunar frente al Mediterráneo en la temporada de Carnaval, pero en la villa de la señora de Guisa, donde la reina de la sociedad parisiense ya no era, con su traje de piqué blanco, en medio de numerosas princesas, más que una invitada igual a las demás, y precisamente por eso más conmovedora aun para mí, más ella misma al renovarse como una estrella de la danza que en la fantasía de un paso llega a ocupar sucesivamente el puesto de cada una de las bailarinas, sus hermanas; podía contemplar las sombras chinescas, pero en una suaré de la princesa de Parma; oír la tragedia o la ópera, pero en la platea de la princesa de Guermantes.

Así como localizamos en el cuerpo de una persona todas las posibilidades de su vida, el recuerdo de los seres que conoce y a quienes acaba de dejar, o a los que va a unirse, así yo, si al enterarme por Francisca de que la señora de Guermantes iría a pie a almorzar a casa de la princesa de Parma, la veía, a eso de mediodía, bajar de su casa con su traje de raso claro, sobre el cual su rostro era del mismo matiz, como una nube a la puesta del sol, lo que ante mí veía eran todos los placeres del barrio de Saint-Germain contenidos en aquel pequeño volumen como en una concha, entre aquellas bruñidas valvas de sonrosado nácar.

Mi padre tenía en el Ministerio un amigo, un tal A. J. Moreau, el cual, para distinguirse de los demás Moreau, tenía cuidado de hacer preceder siempre su apellido de estas dos iniciales, de suerte que se le llamaba, para abreviar, A. J. Pues este A. J. se encontró no sé cómo en posesión de una butaca para una suaré de gala de la Opera; se la mandó a mi padre, y como la Berma, a quien yo no había vuelto a ver trabajar desde mi primera decepción, había de representar un acto de Fedra, mi abuela consiguió que mi padre me diera esa entrada.

A decir verdad, yo no concedía ningún valor a esta posibilidad de oír a la Berma que, algunos años antes, me había causado tanta agitación. Y no sin melancolía comprobé mi indiferencia respecto de lo que en otro tiempo había preferido a la salud, al reposo. No es que fuese menos apasionado que entonces mi deseo de poder contemplar de cerca las preciosas parcelas de realidad que entreveía mi imaginación. Pero esta ya no las situaba ahora en la dicción de una gran actriz; desde mis visitas a Elstir había trasladado a ciertas tapicerías, a ciertos cuadros modernos, la fe íntima que en otro tiempo había tenido en el juego, en el arte trágico de la Berma; como mi fe, mi deseo no acudían ya a rendir a la dicción y a las actitudes de la Berma un culto incesante, el doble que de ellos poseía en mi corazón había languidecido poco a poco cual esos otros dobles de los muertos del antiguo Egipto a quienes había que alimentar constantemente para mantener su vida. Aquel arte se había tornado débil y mísero. Ningún alma profunda lo habitaba ya.

En el momento en que, aprovechando el billete recibido por mi padre, subía la gran escalera de la Opera, reparé en un hombre que iba delante de mí y al cual tomé en el primer momento por el señor de Charlus, cuyo porte tenía; cuando volvió la cabeza para preguntar algo a un empleado vi que me había engañado; pero no dudé, sin embargo, en situar al desconocido en la misma clase social, por la forma, no sólo en que iba vestido, sino en que hablaba al encargado de recibir los billetes y a las acomodadoras que le hacían esperar. Porque, a pesar de las particularidades individuales, aun había en aquella época entre cada hombre gomoso y rico de esta parte de la aristocracia y cualquier hombre gomoso y rico del mundo de la Bolsa o de la alta industria, una diferencia marcadísima. Allí donde uno de estos últimos hubiera creído afirmar su distinción empleando un tono cortante, altanero, para con un inferior, el gran señor amable, sonriente, parecía considerar, ejercer la afectación de la humildad y de la paciencia, la ficción de ser un espectador cualquiera, como un privilegio de su buena educación. Es probable que al verle así, disimulando bajo una sonrisa llena de bondad el umbral infranqueable del pequeño universo que llevaba en sí, más de un hijo de algún rico banquero, al entrar en ese momento en el teatro, hubiese tomado a aquel gran señor por un hombre vulgar, si es que no le había encontrado un asombroso parecido con el retrato, reproducido recientemente por los periódicos ilustrados, de un sobrino del emperador de Austria, el príncipe de Sajonia, que se encontraba precisamente en París en aquel momento. Yo sabía que era muy amigo de los Guermantes. Al llegar cerca del encargado de recoger los billetes, oí al príncipe de Sajonia, o supuesto príncipe, que decía, sonriendo: «No sé el número del palco; es mi prima quien me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco».

Quizá fuera el príncipe de Sajonia; acaso fuese la duquesa de Guermantes (a quien en ese caso podría yo ver viviendo uno de los momentos de su vida inimaginable, en la platea de su prima) a quien sus ojos veían en pensamiento cuando decía: «Mi prima que me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco», de manera que aquella mirada sonriente y particular y aquellas palabras tan sencillas me acariciaban el corazón (mucho más de lo que hubiera podido un ensueño abstracto) con las antenas alternativas de una felicidad posible y de un prestigio incierto. A lo menos, al decir aquella frase al encargado de recoger los billetes empalmaba con una vulgar suaré de mi vida cotidiana un paso eventual hacia un mundo nuevo; el corredor que le indicaron después de haber pronunciado la palabra platea, y por el que se adelantó, era húmedo y agrietado y parecía conducir a unas grutas marinas, al reino mitológico de las ninfas de las aguas. Ante mí tenía tan sólo a un caballero puesto de etiqueta que se alejaba; pero yo, por mi parte, hacía jugar en torno a él, como con un reflector torpe, y sin conseguir aplicarla exactamente a él, la idea de que aquel era el príncipe de Sajonia y que iba a ver a la duquesa de Guermantes. Y aun cuando estuviera solo, esta idea exterior a él, impalpable, inmensa y cortada como una proyección, parecía precederle y guiarle cual esa divinidad, invisible para el resto de los hombres, que se yergue al lado del guerrero griego.

Llegué a mi asiento mientras trataba de dar con un verso de Fedra que no recordaba exactamente. Tal como yo me lo recitaba, no tenía el número de sílabas requerido; pero como yo no intentaba contarlas, entre su desequilibrio y un verso clásico me parecía que no existía ninguna medida común. No me hubiera extrañado que hubiese sido preciso quitar más de seis sílabas a aquella frase monstruosa para hacer de ella un verso de doce. Pero de pronto lo recordé, las irreductibles asperezas de un mundo inhumano se aniquilaron mágicamente; las sílabas del verso llenaron luego la medida de un alejandrino; lo que el verso tenía de sobra se desprendió con tanta facilidad y tan ágilmente como una pompa de aire que sale a estallar a la superficie del agua. Y, en efecto, aquella enormidad con que yo había luchado no era más que una sola sílaba.

Cierto número de butacas de orquesta habían sido puestas a la venta en contaduría y adquiridas por snobs o curiosos que querían contemplar gentes a quienes no hubieran tenido otra ocasión de ver de cerca. Y era, verdaderamente, un poco de su verdadera vida mundana, habitualmente oculta, lo que podría examinarse públicamente, pues como la princesa de Parma había distribuido por sí misma entre sus amigos los palcos, las delanteras y las plateas, la sala era como un salón donde cada cual cambiaba de sitio, iba a sentarse aquí o allá, cerca de una amiga.

A mi lado estaban gentes vulgares que, sin conocer a los abonados, querían hacer vez que eran capaces de reconocerlos y los nombraban en voz alta. Añadían que esos abonados venían aquí como a su salón, queriendo decir con esto que no ponían atención a las obras que se representaban. Pero lo que ocurría era precisamente lo contrario. Un estudiante genial que ha tomado una butaca para oír a la Berma no piensa en otra cosa que en no ensuciar sus guantes, en no molestar, en propiciarse al vecino que la casualidad le ha deparado, en perseguir con una sonrisa interminable la mirada fugaz, en esquivar con expresión descortés el encuentro con la mirada de una persona conocida que ha descubierto en la sala y a la que después de mil perplejidades se decide a ir a saludar en el momento en que los tres golpes, sonando antes de que haya llegado a ella, le obligan a huir, como los hebreos del mar Rojo, entre las olas encrespadas de los espectadores y de las espectadoras a quienes ha hecho levantarse y a los cuales desgarra los trajes o aplasta las botas. Las gentes del gran mundo, en cambio, precisamente porque estaban en sus palcos (detrás del balconcillo en forma de terraza) como en unos saloncillos colgantes a los que hubiesen quitado uno de sus tabiques, o en cafés pequeños adonde se va a tomar un bavaroise[6] sin intimidarse por los espejos con marco de oro y las sillas rojas del establecimiento de carácter napolitano; porque posaban una mano indiferente en los dorados troncos de las columnas que sostenían aquel templo del arte lírico, porque no se sentían afectadas por los excesivos honores que parecían rendirles dos figuras esculpidas que tendían hacia los palcos palmas y laureles, sólo ellos habrían tenido el espíritu libre para escuchar la obra solamente con que hubiesen tenido espíritu.

Al principio no hubo más que unas vagas tinieblas, en las que se encontraba súbitamente, como el rayo de una piedra preciosa que no se ve, la fosforescencia de unos ojos célebres, o, como un medallón de Enrique IV recortado sobre un fondo negro, el perfil inclinado del duque de Aumale, a quien una dama invisible gritaba: «Permítame, monseñor, que le quite el gabán», a pesar de que el príncipe respondía: «¡Pero, cómo, por Dios, señora de Ambresac!». Ella lo hacía, no obstante esta vaga defensa, y era envidiada por todas a causa de semejante honor.

Pero en las demás plateas, casi en todas, las blancas deidades que habitaban aquellas moradas sombrías se habían refugiado contra las oscuras paredes y permanecían invisibles. Sin embargo, a medida que el espectáculo avanzaba, sus formas, vagamente humanas, se destacaban blandamente, una tras otra, de las profundidades de la noche que tapizaban y, alzándose hacia la claridad, dejaban que emergiesen sus cuerpos semidesnudos y venían a detenerse en el límite vertical y en la superficie claroscura en que sus brillantes rostros aparecían tras el risueño, espumoso y ligero romper de olas de sus abanicos de plumas, bajo sus cabelleras de púrpura enmarañadas de perlas que parecía haber encorvado la ondulación de la pleamar; después comenzaban las butacas de orquesta, el retiro de los mortales por siempre separado del sombrío y transparente reino a que servían acá y allá de frontera, en su superficie líquida y compacta, los ojos límpidos y reverberantes de las diosas de las aguas. Porque los taburetillos de la ribera, las formas de los monstruos de la orquesta, se pintaban en aquellos ojos siguiendo tan sólo las leyes de la óptica y según su ángulo de incidencia, como ocurre con esas dos partes de la realidad exterior a las que, sabiendo que no poseen, por rudimentaria que sea, un alma análoga a la nuestra, juzgaríamos insensato dirigir una mirada o una sonrisa: los minerales y las personas con quienes no estamos en relación. Del lado acá, al revés que en el límite de su dominio, las radiantes hijas del mar se volvían a cada instante, sonriendo, a los barbudos tritones colgados de las sinuosidades del abismo, o hacia algún semidiós acuático que tenía por cráneo un canto pulimentado sobre el cual había depositado la ola un alga lisa y por mirada un disco de cristal de roca. Inclinábanse hacia ellos, les ofrecían bombones; a veces, la ola se entreabría ante una nueva nereida que, tardía, sonriente y confusa, acababa de florecer desde el fondo de la sombra; después, acabado el acto, sin esperar ya oír los melodiosos rumores de la tierra que las habían atraído a la superficie, sumergiéndose todas a la vez, las diversas hermanas desaparecían en la noche. Pero de todos aquellos retiros a cuyo umbral traía a las diosas curiosas, que no dejan que nadie se les acerque, el ligero cuidado de distinguir las obras de los hombres, el más afamado era el bloque de semioscuridad conocido por el nombre de platea de la princesa de Guermantes.

Como una gran diosa que preside de lejos los juegos de las divinidades inferiores, la princesa se había quedado voluntariamente un poco al fondo, en un canapé lateral, rojo como una roca de coral, al lado de una ancha reverberación vidriosa que era probablemente una luna y que hacía pensar en una sección que un rayo de luz hubiera practicado, perpendicular, oscura y líquida, en el cristal deslumbrado de la aguas. Pluma y corola a un tiempo, como ciertas floraciones marinas, una gran flor blanca, aterciopelada como un ala, descendía desde la frente de la princesa a lo largo de una de sus mejillas cuya inflexión seguía con flexibilidad coqueta, amorosa y viva, y parecía encerrarla a medias como un huevo rosa en la blandura de un nido de martinete. Sobre la cabellera de la princesa y bajando hasta sus cejas, recogida luego más abajo, a la altura de su pecho, se extendía una redecilla hecha de esas conchas blancas que se pescan en ciertos mares australes y que estaban entretejidas con perlas, mosaico marino surgido apenas de las olas que por momentos se encontraba sumido en la sombra, en cuyo fondo, aun entonces, se revelaba una presencia humana por la brillante movilidad de los ojos de la princesa. La belleza, que ponía a esta muy por encima de las demás hijas fabulosas de la penumbra, no estaba por entero material e inclusivamente inscrita en su nuca, en sus hombros, en sus brazos, en su talle. Pero la línea deliciosa e inacabada de este era el exacto punto de partida, el cebo inevitable de las líneas invisibles en que el ojo no podía menos de prolongarlas, maravillosas, engendradas en torno a la mujer como el espectro de una figura ideal proyectada sobre las tinieblas.

—Es la princesa de Guermantes —dijo mi vecina al caballero que estaba con ella, teniendo cuidado de poner delante de la palabra «princesa» muchas pp, indicando que tal denominación era ridícula—. No ha escatimado sus perlas. Lo que es yo, me parece que si tuviera tantas no haría tanta ostentación de ellas; no me parece que eso sea elegante.

Y, sin embargo, al reconocer a la princesa, todos los que trataban de saber quién estaba en la sala sentían que se alzaba en su corazón el trono legítimo de la belleza. En efecto, con la duquesa de Luxemburgo, con la señora de Morienval, con la de Saint-Euverte, con tantas otras, lo que permitía identificar su rostro era la conexión de sus gruesas narices rojas con un hocico de liebre, o de dos mejillas arrugadas con un fino bigote. Estos rasgos eran, por lo demás, suficientes para encantar, ya que, como sólo tenían el valor convencional de una escritura, permitían leer un nombre célebre y que imponía; pero también acababan por dar la idea de que la fealdad tiene algo de aristocrático, y que es indiferente que el rostro de una gran dama, con tal de ser distinguido, sea bello. Pero de igual modo que algunos artistas que en lugar de las letras de su nombre ponen al pie de sus lienzos una forma bella por sí misma, una mariposa, un lagarto, una flor, así era la forma de un cuerpo y de un rostro deliciosos lo que la princesa ponía en un ángulo de su palco, demostrando con ello que la belleza puede ser la más noble de las firmas; porque la presencia de la señora de Guermantes, que sólo traía al teatro personas que el resto del tiempo formaban parte de su intimidad, era, a los ojos de los aficionados a la aristocracia, el mejor certificado de autenticidad del cuadro que presentaba su platea, a modo de ovación de una escena de la vida familiar y especial de la princesa en sus palacios de Munich y de París.

Como quiera que nuestra imaginación es como un órgano de Berbería descompuesto, que toca siempre otra cosa que el aire adecuado, cada vez que yo había oído hablar de la princesa de Guermantes-Baviera, el recuerdo de ciertas obras del siglo XVI había empezado a cantar en mí. Necesitaba despojarla de ese recuerdo ahora que la veía ofreciendo bombones helados a un señor grueso puesto de frac. Claro es que yo estaba muy lejos de sacar de esto la consecuencia de que ella y sus invitados fuesen seres como los demás. Comprendía perfectamente que lo que allí hacían no era sino un juego, y que para preludiar los actos de su vida verdadera (de la que, sin duda, no era aquí donde vivían la parte más importante) se ponían de acuerdo en virtud de ritos para mí ignorados, fingían ofrecer y rehusar bombones, gesto despojado de su significación y regulado de antemano como el paso de una bailarina que poco a poco se alza sobre la punta del pie y voltea en torno un velo. Quién sabe: acaso en el momento en que ofrecía sus bombones, decía la diosa en tono de ironía (la estaba viendo sonreír): «¿Quiere usted bombones?». ¿Qué me importaba? Me hubiera parecido de un delicioso refinamiento la deliberada sequedad, a lo Merimée o a lo Meilhac, de esas palabras dirigidas por una diosa a un semidiós que sabía cuáles eran los pensamientos sublimes que entrambos resumían, sin duda para el momento en que se pusiesen de nuevo a vivir su verdadera vida, y que, prestándose a aquel juego, respondía con la misma malicia misteriosa: «Sí, quiero una cereza». Y yo habría escuchado ese diálogo con la misma avidez con que hubiese oído tal escena de El marido de la debutante, en que la ausencia de poesía, de grandes pensamientos, cosas para mí tan familiares y que supongo que Meilhac hubiera sido capaz mil veces de poner en su obra, me parecía por sí sola una elegancia, una elegancia convencional, y por lo mismo tanto más misteriosa y más instructiva.

—Aquel gordo es el marqués de Ganançay —dijo con expresión resignada mi vecino, que había oído mal el nombre murmurado detrás de él.

El marqués de Palancy, con el cuello tendido, la cara oblicua, pegado su abultado ojo redondo al cristal del monóculo, se movía lentamente en la sombra transparente, y parecía no ver al público de la orquesta, ni más ni menos que un pez que pasa, ignorante de los visitantes curiosos, allende el encristalado tabique de un acuarium. A veces se detenía, venerable, resoplante, musgoso, y los espectadores no hubieran podido decir si sufría, dormía, nadaba, estaba aovando o respiraba solamente. Nadie excitaba en mí tanta envidia como él, por lo habituado que parecía estar a aquella platea y por la indiferencia con que dejaba que la princesa le tendiese bombones; ella echaba entonces sobre él una mirada de sus hermosos ojos tallados en un diamante que parecían fluidificar en aquellos momentos la inteligencia y la amistad, pero que, cuando estaban en reposo, reducidos a su pura belleza material, a su solo brillo mineralógico, si el menor reflejo los cambiaba de lugar ligeramente incendiaban la profundidad del patio de butacas de fuegos inhumanos, horizontales, espléndidos. Mientras tanto, como el acto de Fedra que representaba la Berma iba a empezar, la princesa vino a la delantera de la platea: entonces, como si también ella fuese una aparición de teatro, en la zona diferente de luz que atravesó, vi cambiar no sólo el color, sino la materia de aquellas galas. Y en la platea en seco, emergida, que ya no pertenecía al mundo de las aguas, la princesa, dejando de ser una nereida, apareció enturbantada de blanco y de azul como una maravillosa trágica vestida de Zaira o quizá de Orosmana; después, cuando se hubo sentado en primera fila, vi que el suave nido de martinete que protegía muellemente el nácar rosa de sus mejillas era blanco, brillante y aterciopelado, una inmensa ave del paraíso.

Mis miradas, sin embargo, fueron distraídas de la platea de la princesa de Guermantes por una mujercita mal vestida, fea, de ojos de fuego, que vino, seguida de dos jóvenes, a sentarse algunas butacas más allá de la mía. Después se alzó el telón. No pude percatarme sin melancolía de que nada me quedaba de mis disposiciones de antaño, cuando, para no perder ni un ápice del extraordinario fenómeno que hubiera ido a contemplar al fin del mundo, tenía mi espíritu preparado como esas placas sensibles que los astrónomos van a instalar al África, a las Antillas, con miras a la escrupulosa observación de un cometa o de un eclipse; cuando temblaba de que alguna nube (mala disposición del artista, incidente en el público) impidiese que el espectáculo se produjera en su máximum de intensidad; cuando hubiera creído no asistir a él en las mejores condiciones si no hubiera ido precisamente al teatro que le estaba consagrado como un altar, donde me parecía entonces, también, que formaban parte, aunque accesoria, de su aparición bajo el teloncillo rojo los acomodadores de clavel blanco nombrados por ella, el arranque de la nave por encima de un patio de butacas lleno de gente mal vestida, las acomodadoras que vendían un programa con sus fotografías, los castaños del square, todos los camaradas, los confidentes de mis impresiones de entonces y que me parecían inseparables de ellas, Fedra, la «Escena de la Declaración», la Berma, tenían entonces para mí una especie de existencia absoluta. Situadas fuera del mundo de la existencia corriente, existían por sí mismas, tenía yo que ir hacia ellas, penetraría de ellas lo que pudiera, y al abrir de par en par mis ojos y mi alma absorbería bien aún alguna de ellas. Pero ¡qué agradable me parecía la vida!: la insignificancia de la que yo vivía no tenía ninguna importancia, como no la tienen los momentos en que uno se viste, en que se prepara para salir, ya que allende eso existían, de una manera absoluta, buenas y difíciles de abordar, imposibles de poseer por entero, esas realidades más sólidas, Fedra, la manera de recitar de la Berma. Saturado de estas imaginaciones sobre la perfección en el arte dramático de que hubiera podido extraerse entonces una importante dosis si en aquellos tiempos se hubiese analizado mi espíritu en cualquier minuto del día, y acaso de la noche, que fuese, era yo como una pila que desarrolla su actividad. Y había llegado un momento en que, enfermo, incluso aun cuando hubiese creído morir por ello, hubiera sido necesario que fuese a oír a la Berma. Pero ahora, como una colina que, vista de lejos, parece hecha de azul, mientras que de cerca entra en nuestra visión vulgar de las cosas, todo eso había dejado el mundo de lo absoluto y ya no era sino una cosa parecida a las demás, de que yo adquiría conocimiento porque estaba allí; los artistas eran gentes de la misma esencia que las que yo conocía, que trataban de decir lo mejor posible aquellos versos de Fedra que ya no formaban una esencia sublime e individual, separada de todo, sino unos versos más o menos logrados, prontos a reintegrarse a la inmensa materia de los versos franceses con que estaban mezclados. Sentía yo un desaliento tanto más profundo cuanto que si el objeto de mi deseo terco y operante no existía ya, en desquite, las mismas disposiciones para un ensoñar fijo, que cambiaba de año en año, pero que me llevaba a un impulso brusco, indiferente al peligro, seguían existiendo siempre. Tal día en que, enfermo, salía para ir a ver en un castillo un cuadro de Elstir, una tapicería gótica, se parecía hasta tal punto al día en que había tenido que salir para Venecia, a aquel otro en que había ido a oír a la Berma o salido para Balbec, que de antemano sentía que el objeto presente de mi sacrificio me dejaría indiferente al cabo de poco tiempo, que entonces podría pasar muy cerca de él sin ir a ver aquel cuadro, aquellas tapicerías por las que en aquel momento hubiera afrontado tantas noches sin sueño, tantas crisis dolorosas. Sentía, por la inestabilidad de su objeto, la vanidad de mi esfuerzo y al mismo tiempo su enormidad, en la que no había creído, como esos neurasténicos cuya fatiga se duplica al hacerles notar que están fatigados. Mientras tanto, mi ensoñar comunicaba prestigio a cuanto podía referirse a él. Y aun en mis deseos más carnales, orientados siempre en un determinado sentido, concentrados en torno a un mismo sueño, hubiera podido reconocer como primer motor una idea, una idea a la que hubiera sacrificado mi vida, y en el punto más central de ella, como en mis ensueños durante las tardes de lectura en el jardín de Combray, estaba la idea de perfección.

Ya no tuve la misma indulgencia que en otro tiempo para las justas intenciones de ternura o de cólera que había observado entonces en el papel y en el juego de Aricia, de Ismene y de Hipólito. No es que los artistas —eran los mismos— no tratasen con la misma inteligencia de dar aquí a su voz una inflexión acariciante o una ambigüedad calculada, o más allá, a sus gestos, una amplitud trágica o una dulzura suplicante. Sus entonaciones mandaban a la voz: «Sé suave, canta como un ruiseñor, acaricia», o, por el contrario: «Tórnate furiosa», y entonces se precipitaban sobre ella para tratar de arrastrarla en su frenesí. Pero ella, rebelde, permanecía exterior a su dicción, seguía siendo irreductiblemente su voz natural, con sus defectos o con sus encantos materiales, su vulgaridad o su afectación cotidiana, y desplegaba así un conjunto de fenómenos acústicos o sociales que no había alterado el sentimiento de los versos recitados.

Asimismo el ademán de los artistas decía a sus brazos, a su peplo: «Sed majestuosos». Pero los miembros, insumisos, dejaban que se pavonease entre el hombro y el codo un bíceps que no sabía nada del papel; continuaban expresando la insignificancia de la vida de todos los días y sacando a luz, en lugar de los matices racinianos, conexiones musculares; y los paños que alzaban volvían a caer conforme a una vertical en que sólo se los disputaba a las leyes de la caída de los cuerpos una flexibilidad insípida y textil. En este momento una damisela que estaba cerca de mí exclamó:

—¡Ni un aplauso! ¡Y qué arreglada está! Pero es demasiado vieja, no puede más; en estos casos se renuncia.

Ante los siseos de los vecinos, los dos jóvenes que estaban con ella trataron de obligarla a que estuviese tranquila, y su furor sólo se desencadenaba ya en sus ojos. Este furor no podía, por otra parte, dirigirse más que contra el éxito, contra la gloria, puesto que la Berma, que tanto dinero había ganado, no tenía más que deudas. Aceptando siempre citas de negocios o de amistad a las que no podía acudir, tenía en todas las calles cazadores que corrían a desacreditarla; en los hoteles, habitaciones reservadas de antemano y que nunca iba a ocupar; océanos de perfumes para lavar a sus perros, rescisiones de contratos que pagar a todos los directores. A falta de gastos más considerables, y menos voluptuosa que Cleopatra, habría encontrado manera de comerse en continentales y en coches de la Urbana provincias y reinos. Pero la damisela era una actriz que no había tenido suerte y había consagrado un odio mortal a la Berma. Esta acababa de entrar en escena. Entonces, ¡oh milagro!, como esas lecciones que nos hemos agotado realmente en aprender por la noche y que encontramos en nosotros, sabidas de memoria, después que hemos dormido, como esos rostros de muerto que los esfuerzos apasionados de nuestra memoria persiguen sin volver a encontrarlos y que, cuando ya no pensamos en ellos, están ahí, ante nuestros ojos, con la semejanza de la vida, el talento de la Berma, que había huido de mí cuando yo trataba tan ávidamente de aprehender su esencia, ahora, al cabo de estos años de olvido, en esta hora de indiferencia, se imponía con la fuerza de la evidencia a mi admiración. En otro tiempo, para tratar de aislar ese talento, deducía yo, en cierto modo, de lo que oía, el papel mismo, el papel, parte común a todas las actrices que representaban Fedra y que yo había estudiado de antemano para ser capaz de substraerlo, de no recoger como residuo sino el talento de la Berma. Pero ese talento que yo trataba de percibir fuera del papel formaba no más que una sola cosa con él. Así, en un gran músico (parece que tal era el caso de Vinteuil cuando tocaba el piano) su juego es de un pianista tan grande que ya ni siquiera se sabe si es artista, si es pianista o no, porque (como no interpone todo ese aparato de esfuerzos musculares, coronados acá y allá por brillantes efectos, toda esa salpicadura de notas en que por lo menos el oyente que no sabe por dónde se anda cree hallar el talento en su realidad material, tangible) ese juego se ha hecho tan transparente, tan henchido de aquello que interpreta, que no se le ve ya a él mismo y ya no es más que una ventana que da a una obra maestra. Yo había podido distinguir las intenciones que rodeaban como una orla majestuosa o delicada la voz y la mímica de Aricia, de Ismene, de Hipólito; pero Fedra se las había interiorizado, y mi espíritu no había conseguido arrancar a la dicción y a las actitudes, aprehender en la avara simplicidad de sus superficies unidas, esos hallazgos, esos efectos que no sobresalían de ellas, de tan profundamente como en ellas se habían reabsorbido. La voz de la Berma, en que no subsistía ni un solo residuo de materia inerte y refractaria al espíritu, no dejaba distinguir en torno a sí el sobrante de lágrimas que se veía correr por sobre la voz de mármol de Aricia o de Ismene, sino que había sido delicadamente flexibilizada en sus menores células como el instrumento de un gran violinista en el cual se quiere, cuando se dice que tiene un hermoso sonido, alabar no una particularidad física, sino una superioridad de alma; como en el paisaje antiguo donde en el lugar antes ocupado por una ninfa desaparecida hay una fuente inanimada, una intención discernible y concreta habíase trocado en ella en alguna calidad del timbre, de una limpidez extraña, adecuada y fría. Los brazos de la Berma, que los mismos versos, con la misma emisión con que hacían salir su voz de sus labios, parecían alzar sobre su pecho como esos follajes que el agua cambia de lugar al huir; su actitud en escena, que había constituido lentamente, que modificaría aún y que estaba hecha de razonamientos de otra profundidad que aquellos cuya huella se percibía en los ademanes de sus camaradas, pero de razonamientos que habían perdido su origen voluntario, fundidos en una especie de irradiación en que hacían palpitar en torno al personaje de Fedra elementos ricos y complejos, pero que el espectador fascinado tomaba no por un acierto de la artista, sino por un dato tomado de la vida; aquellos mismos velos blancos, que, extenuados y fieles, parecían materia viva y como que hubiesen sido hilados por el sufrimiento semipagano, semijansenista, en torno al cual se contraían como un capullo de gusano de seda frágil y friolento; todo ello, voz, actitudes, ademanes, no eran, en torno al cuerpo de una idea que es un verso (cuerpo que, al revés que los cuerpos humanos, no está ante el alma como un obstáculo opaco que impida percibirla, sino como una vestidura purificada, vivificada, en que aquella se difunde y en que vuelve a encontrársela), otra cosa que envolturas suplementarias que en lugar de ocultarla destacaban más espléndidamente el alma que se las había asimilado y se había esparcido por ellas, no eran sino oleadas de sustancias diversas que se han tornado translúcidas, cuya superposición no hace sino refractar más ricamente el rayo central y prisionero que las atraviesa, y hacer más extensa, más preciosa y más bella la materia embebida de llama en que está infundido. Así la interpretación de la Berma era, en torno a la obra, una segunda obra vivificada también por el genio: ¿por el genio de Racine?

Mi impresión, a decir verdad, más agradable que la de otro tiempo, no era diferente de la de entonces. Sólo que ya no la cotejaba con una idea previa, abstracta y falsa del genio dramático y comprendía que el genio dramático era justamente eso. Pensé, de repente, que si no había sentido placer la primera vez que había oído a la Berma, es que, como en otro tiempo, cuando encontraba a Gilberta en los Campos Elíseos, llegaba a ella con un deseo demasiado grande. Entre las dos decepciones quizá no había sólo esta semejanza, sino también otra, más profunda. La impresión que nos causa una persona, una obra (o una interpretación) fuertemente caracterizadas es particular. Hemos aportado con nosotros las ideas de «belleza», «amplitud de estilo», «patético», que en rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro correcto, pero nuestro espíritu atento tiene ante sí la insistencia de una forma que no posee equivalente intelectual, cuya incógnita necesita despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente interrogativa. Se pregunta: «¿Es hermoso lo que siento? ¿Es admiración? ¿Es esto la riqueza de colorido, la nobleza, el poderío?». Y lo que de nuevo le responde es una voz aguda, es un tono curiosamente interrogador, es la impresión despótica producida por un ser a quien no se conoce, completamente material, y en la que no queda ningún espacio vacío para la «amplitud de la interpretación», y a eso obedece que sean las obras verdaderamente bellas, si las oímos sinceramente, las que más deben decepcionarnos, porque en la colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión individual.

Esto era precisamente lo que me demostraba el juego de la Berma. Aquello era realmente la nobleza, la inteligencia de la dicción. Ahora me daba yo cuenta de los méritos de una interpretación amplia, poética, vigorosa, o más bien era aquello a lo que se ha convenido en otorgar esos títulos, pero del mismo modo que se da el nombre de Marte, de Venus, de Saturno a estrellas que no tienen nada de mitológico. Sentimos en un mundo; pensamos, denominamos en otro; podemos establecer entre ambos una concordancia, pero no colmar el intervalo que los separa. Es muy poco ese intervalo, esa falla, que tenía yo que cruzar cuando, el primer día que había ido a ver trabajar a la Berma, habiéndola escuchado con todos mis oídos, me había costado algún trabajo volver a reunir mis ideas de «nobleza de interpretación», de «originalidad», y no había estallado en aplausos hasta después de un momento de vacío y como si naciesen no de mi misma impresión, sino como si los refiriese a mis ideas previas, al deleite que sentía al decirme: «Por fin oigo a la Berma». Y la diferencia que hay entre una persona, una obra fuertemente individual y la idea de belleza, existe también, igualmente grande, entre lo que esa persona o esa otra nos hacen sentir y las ideas de amor, de admiración. Así no se las reconoce. Yo no había sentido placer al oír a la Berma (como tampoco lo sentía al ver a Gilberta). Me había dicho: «Luego es que no la admiro». Mas, con todo, sólo pensaba entonces en profundizar en el juego de la Berma; nada más que de eso estaba preocupado, trataba de abrir mi pensamiento lo más ampliamente posible para recibir todo lo que contenía. Ahora comprendía que era justamente eso: admirar.

Ese genio de que la interpretación de la Berma era solamente la revelación, ¿era realmente tan sólo el genio de Racine?

Lo creí al pronto. Había de salir de mi engaño una vez acabado el acto de Fedra, después de las llamadas del público, durante las cuales la antigua actriz, rabiosa, irguiendo su talla minúscula, sesgando el cuerpo, inmovilizó los músculos de su rostro y puso los brazos en cruz sobre el pecho para demostrar que ella no se mezclaba a los aplausos de los demás y hacer más evidente una protesta que juzgaba sensacional, pero que pasó inadvertida. La obra siguiente era una de las novedades que en otro tiempo se me antojaba, por su falta de celebridad, que tenían que parecer por fuerza endebles, extrañas, desprovistas como estaban de existencia fuera de la representación que de ellas se daba Pero no tenía, como con una obra clásica, la decepción de ver que la eternidad de una obra maestra no poseía más extensión que la del escenario ni más duración que la de una representación que la desempeñaba tan bien como una oración de circunstancias. Además, a cada tirada que sentía yo que gustaba al público y que un día habría de ser famosa, a falta de la celebridad que no había podido tener en el pasado le añadía la que habría de tener en el porvenir, por un esfuerzo de espíritu inverso del que consiste en representarse las obras maestras en el tiempo de su inconsistente aparición, cuando su título, que hasta ese punto no se había oído aún, no parecía que hubiera de ser incluido un día, confundido en una misma luz, emparejado con los títulos de las demás obras del autor. Y este papel sería puesto un día en la lista de los más hermosos suyos, al lado del de Fedra. No porque en sí mismo no estuviese desnudo de todo valor literario, pero es que la Berma estaba en él tan sublime como en Fedra. Entonces comprendí que la obra del escritor no era para la trágica más que una materia, punto menos que indiferente en sí misma, para la creación de su obra maestra de interpretación, como el gran pintor que yo había conocido en Balbec, Elstir, había encontrado el motivo de dos cuadros de parejo mérito en un edificio escolar sin carácter y en una catedral que es por sí misma una obra maestra. Y así como el pintor disuelve casa, carreta, personajes, en algún gran efecto de luz que los hace homogéneos, la Berma extendía vastos paños de terror, de ternura, sobre las palabras fundidas por igual, allanadas todas o todas realzadas, a una, y que una artista mediocre hubiera recortado una tras otra. Sin duda, cada una de ellas tenía su inflexión propia, y la dicción de la Berma no impedía que se distinguiese el verso. ¿No es ya un primer elemento de complejidad ordenada, es decir, de belleza, cuando, al oír una rima, es decir, algo que es a la vez semejante y distinto respecto de la rima precedente, que es producido por esta, pero que introduce en ella la variación de una idea nueva, se sienten dos sistemas que se superponen: uno de pensamiento, otro de métrica? Pero la Berma, sin embargo, hacía entrar las palabras, hasta los versos, inclusive las «tiradas», en conjuntos más vastos, en cuya frontera era un hechizo verlos obligados a detenerse, a interrumpirse; así un poeta se deleita en hacer vacilar por un instante, en la rima, la palabra que va a lanzarse, y un músico en confundir las palabras diversas del libreto en un mismo ritmo que las contraría y las arrastra. Tanto en las frases del dramaturgo moderno como en los versos de Racine, la Berma sabía introducir esas vastas imágenes de dolor, de nobleza, de pasión, que eran obras maestras suyas, y en las que se la reconocía como en retratos que ha pintado con modelos diferentes se reconoce a un pintor.