Ella había dormido hasta bien entrada la mañana. Oyó el abrir y cerrar de la puerta así como el traqueteo de las persianas mientras intentaba despertar de un sueño vivido e inquietante. Se incorporó enseguida, aterrorizada y con un ligero mareo, pero esbozó una sonrisa al ver el jarrón habitual, junto a la cama menos habitual. Alex había escrito sólo diez palabras con la pluma estilográfica, el medio más eficaz para expresar sus sentimientos: «Rosa Mundi: cortada para mi amor, en el solsticio de verano».
Lucy se asomó por la ventana del cuarto de Will cuando un golpe en la puerta precedió a Max. Ella le tendió la mano y ambos permanecieron unos instantes mirando hacia abajo, sin hablar. Un hombre y dos mujeres entraban por la puerta trasera de la cocina llevando cajas y vajilla. Max ya estaba elegantemente vestido con chaqueta y pantalón; la luz brillaba en su cabello. Era igual a su padre. Lucy le abrazó.
—Papá me ha pedido que te ayude a llevar las cosas a su cuarto en cuanto estés lista. Siân llegará enseguida y debemos partir hacia Chartres a las once. Ah, se me olvidaba. Abajo hay una caja para ti.
Lucy le entregó una bolsa y le colgó una prenda en el brazo.
—Gracias, Max. ¿Puedes llevar esto por mí? Dejaré el vestido y los zapatos en la habitación del tío Will, pero tu papá no debe verlos, trae mala suerte. Me cambiaré aquí. A Siân no le molestará ayudarme.
—¿También trae mala suerte que yo los vea? —preguntó Max, con una mirada increíblemente seductora para un niño que acababa de cumplir ocho años. Lucy sonrió y con una seña le indicó que sus labios deberían permanecer sellados. Él le hizo la muda promesa de no divulgar un solo detalle y, encantado con la posibilidad de conocer el secreto, espió con gesto cómplice la seda plateada guardada en el ropero. Dibujando un círculo con el pulgar y el índice, Max dio su aprobación; luego, Lucy le recordó que debía cumplir su parte del trato.
Eran las diez en punto, hora de Francia, cuando a través de las ventanas que miraban al jardín llegaron hasta ella las voces de Simon y de otros invitados que estaban en la casa. Estaban terminando su desayuno. Ella se sintió súbitamente tranquila y se alegró de encontrar a Henry en la cocina.
—No hay prisa, Lucy, todavía nos queda casi una hora. Hace un rato llegó esto para ti —dijo, señalando una caja con flores.
Lucy tomó la tarjeta que la acompañaba. Las había enviado su padre. Sus palabras intentaban compensar el hecho de que no estuviera allí para darle la consabida bendición y desearle suerte y felicidad. Ella le enseñó la nota a Henry y le abrazó.
—Estoy triste por él —dijo—, pero feliz porque sé que ese espacio de mi vida ya no estará vacío.
Un niño estaba de pie en la sombría nave lateral del transepto sur de la catedral de Chartres. Arriba se veía el vitral de St. Apollinaire, y junto a él, una piedra diferente de las demás, su blancura destacaba entre el gris que la rodeaba. En el cénit la luz era un alfiler dorado. Se acercaba el mediodía de la víspera del solsticio, el día más largo del año.
Su padre se dirigió al selecto grupo que le rodeaba.
—Queridos amigos, vamos a presentarles una obra breve del siglo XVII, un verdadero milagro. Mi hijo les ofrecerá «Non angli, sed angelí».
Un puñado de turistas se detuvo al ver que Max subía al escenario.
—En unos minutos, un rayo de sol brillará a través del pequeño vitral de ahí arriba —anunció Max, señalando hacia la ventana— e incidirá en este lugar del suelo, como ocurre todos los años en el solsticio de verano. —Después de indicar la cuña de metal, el niño continuó—: Como pueden apreciar, este espejo cóncavo ha sido colocado de manera tal que pueda dirigir la luz a través del cristal que hemos fijado allí. —Dicho lo cual, se agachó para mostrar los objetos con el espíritu de un futuro presentador televisivo. Grace y Lucy se miraron, divertidas. Max estaba entusiasmado con su papel—. La pequeña esfera de cristal del doctor Dee dividirá el rayo —anunció, señalando el haz de luz—; luego, una sección rebotará en el espejo e iluminará la tarjeta blanca, que está aquí, y la otra rebotará en el otro espejo, el de allí, y chocará con esta placa, que ha sido grabada a mano, hace cientos de años, por Durero. Se llama «tres». Necesitaremos un poco de suerte —comentó Max, riendo—, pero si las mediciones son correctas, lograremos crear la imagen de un ángel suspendido en el aire, frente a la tarjeta.
Lucy reía, fascinada al comprobar que los conocimientos científicos de Max superaban los suyos. Se preguntó si Alex le estaba negando a su hijo la posibilidad de ser niño, y se propuso cocinar y salir a pasear en bicicleta con él tan a menudo como fuera posible.
—El equipo que ven aquí formaba parte de una colección de objetos de los siglos XVI o XVII. En nuestra época, podríamos utilizar un rayo láser y la imagen resultante sería un holograma, pero queremos comprobar qué resultado podría obtenerse con el rayo de sol. ¡Observen! Puede suceder de un momento a otro.
El punto de luz solar se movió por el suelo en la penumbra de la nave lateral hasta alcanzar el espejo y, para deleite del grupo, reapareció la difusa imagen del ángel durante un instante fugaz, literalmente unos segundos, tal y como le habían visto por primera vez dos meses antes, la noche de San Jorge en la que fuera alguna vez la sala de banquetes de la posada El Ciervo Blanco. El efecto era igualmente seductor, si bien carecía de la nitidez que se había logrado en aquella ocasión, cuando Alex había utilizado rayos láser y prismas en un lugar totalmente a oscuras. «El ángel de Lucy» aparecía y desaparecía en el transepto sur de la catedral de Chartres mientras el sol cruzaba el meridiano y seguía su curso, repitiendo una trayectoria que se había observado en ese lugar —aunque sin ángel— durante cientos de años. Un discreto aplauso, acorde con un lugar dedicado al culto religioso, acompañó la visión.
No son anglos, sino ángeles, repitió Alex para sí.
Los espectadores casuales siguieron su camino. Amel Azziz, que había viajado en el Eurostar con Zarina Anwar y había llegado a tiempo para observar el espectáculo, le guiñó el ojo a Max. Aunque era obvio que el niño había ensayado bajo la guía paterna, de todos modos estaba impresionado. Amel se sumó a las bromas cuando Grace le ofreció a Max un trabajo en la televisión y le propuso aprender junto a él en el quirófano, en «el ámbito verdaderamente científico» de la cirugía de miocardio. Alex rió al oír las propuestas.
Un hombre alto que estaba junto a Henry se acercó a Max para estrechar su mano.
—¡Max, Alex! Como dijo Ferdinand a Próspero, ¡una visión majestuosa!
Richard Proctor, el padrino de Alex, había obtenido de monseñor Jeróme, un antiguo amigo, el consentimiento para hacer la demostración.
—Pese a que el lugar está levemente iluminado, y el solsticio es mañana, creo que literalmente convocamos algunos espíritus. Próspero lo habría aprobado: «Espíritus, que por mi arte he convocado para encarnar mis fantasías».
—¿Era realmente posible hacer un holograma en el siglo XVII?
Alex, con las manos en los bolsillos, meneó la cabeza.
—¿Cómo saberlo? Encontramos esos objetos en uno de los cofres. Dee era un matemático astuto, no habría tenido dificultad para dibujar el ángel y experimentar con los espejos que le había regalado Mercator. Bruno se interesó en el Sol, de una manera muy penosa, supongo, mientras estaba en la oscuridad de la celda donde le había confinado la Inquisición, sin papel ni pluma. Descubrió muchos secretos del sistema solar, aunque desde una perspectiva más filosófica que científica. Ambos redescubrieron la manera en que los antiguos griegos y egipcios utilizaban el sol para hacer que las estatuas hablaran. Por supuesto, son conjeturas, pero Dee creó trucos similares para el teatro. Con una mirada retrospectiva, diría que el diagrama que acompañaba a los objetos tenía ese propósito. Si fue posible por obra de su voluntad, por accidente o por la intervención de los ángeles, es otra cuestión —concluyó Alex entre risas.
—¿No habrían podido lograrlo por sí mismos?
—Es poco probable. Tendrían que haber elegido un lugar como este para poder controlar la fuente de luz, pero el grabado en vidrio es asombroso. El tema de la Melancolía I de Durero es el estudio saturnino de la magia y la Melancolía II podría ser su grabado de St. Jerome, el santo patrono de los alquimistas. Siempre se rumoreó que existía un tercer grabado, que se había perdido. En nuestra placa de vidrio sólo se ve un III en números romanos, pero es posible que sea la obra de Durero, la pieza perdida del rompecabezas. En los tres niveles de iniciación, la capacidad para convocar a un ángel, por cualquier medio, indica el grado máximo. Durero era, indudablemente, un estudioso de la filosofía hermética. Si este grabado es un Durero o un fraude, no lo sé.
Lucy parecía una niña desilusionada. Alex no le había adelantado lo que ocurriría en la habitación de El Ciervo Blanco para evitar que sus reacciones perdieran espontaneidad. La explicación posterior había sido muy escueta. Estaba segura de que había algo más.
—Alex, ¿crees que aquella aparición en el río se produjo de la misma manera? —Él asintió—. Entonces, piensas que Dee nunca convocó a un ángel y que deliberadamente hacía ese truco.
—Yo lo entiendo de una manera diferente. Cuando un pagano ingresaba en el Paraíso, accedía a la Epopteia, es decir, la visión de los dioses durante el rito de iniciación. Los Misterios dicen que los aspirantes lograban esa visión por medio de alguna invocación mágica del operador, y tal era la denominación que recibía Dee. Próspero hace lo mismo para bendecir la unión de Miranda y Ferdinand. Dee lo habría calificado de «boda alquímica».
—En otras palabras, es una estafa.
—No lo creo. Dee consideraba la ciencia como parte de la magia, y un medio para plasmarla. Las maravillas artificiales logradas a través de las matemáticas demostraban que un hombre podía obrar milagros comparables a los de Dios y confirmaban que, como decía Pico, cualquier persona tenía la posibilidad de elevarse por encima de los ángeles. La filosofía de Amel es muy parecida. Los prodigios del ilusionista intentaban reflejar la vida celestial. Incluso Shakespeare decía que sus actores eran «sombras» de las personas que encarnaban en sus interpretaciones. No era un truco.
—Creo que algunas personas pueden ver ángeles, así como otras pueden ver fantasmas, o sentir la presencia de Dios sin intervención de la razón. Tienen fe, algo que se encuentra en lo más profundo de su ser, que está más allá del conocimiento. Es semejante a la emoción que produce la música. Lo mismo ocurre en Chartres. La oscuridad es mística, al igual que la luz o el infinito de Bruno. Algo se cristaliza dentro de nosotros si estamos abiertos a la sutileza.
—Tienes razón, Lucy —intervino Amel, que les había escuchado—, al menos yo opino lo mismo. T. S. Eliot dijo que deberíamos quedarnos quietos y dejar que la infinita oscuridad de Dios se apodere de nosotros. El vitral nos baña de una luz exquisita, una vibración sutil semejante a la música. Nos acercamos a nuestra esencia divina si podemos verla u oírla, sentirla, y responder a ella.
—Es verdad —convino Alex—. Podemos ver a los ángeles, a los fantasmas y a los dioses si tenemos conciencia de ellos y no es posible si no son parte de la misma. Algunas personas aparentemente pueden proyectar aquello que habita en su conciencia hasta tornarlo tangible, y otras son sensibles a lo que mi madre denominaba «corrientes telúricas», que se generan debajo de la corteza terrestre. Tú eres como ella, Lucy. Las percibes de una manera enérgica, visible, luminosa. En última instancia, ¿quién puede decidir qué visiones son verdaderas y cuáles son sólo una ilusión?
Lucy le besó. Ella y Alex tenían maneras levemente distintas de comprender el mundo, y cada uno de ellos aceptaba la perspectiva del otro. Ella estaba segura de lo que veía, su enfermedad le había otorgado una profunda sensibilidad para percibir el mundo que la rodeaba, pero no tenía la necesidad de utilizarla para intimidar a los demás, tampoco necesitaba convencer a Alex. El 23 de abril, día de San Jorge y fecha de nacimiento de Shakespeare, los 34° del zodiaco le habían permitido atravesar los mundos, le habían ofrecido una visión que Temple había compartido con ella y había puesto en peligro su salud. No podía explicarlo claramente, no lograba describir completamente el aroma a rosas que rondaba siempre a su alrededor, la luz que veía a menudo, a la cual algunas personas podían otorgarle la forma de un ángel. Alex respetaba su inteligencia y la correspondía con un espíritu generoso. Siempre estaba dispuesto a escucharla, nunca descalificaba su punto de vista: era el único hombre verdaderamente fuerte que había conocido.
Alex acompañó a Lucy hacia el laberinto mientras Max y Henry recogían el instrumental y el resto de los amigos recorría la catedral. Habían caminado juntos por allí el día anterior. El padrino de Alex y el obispo de Chartres les habían ofrecido sus respectivos puntos de vista en respuesta a algunos de los misteriosos interrogantes del laberinto una vez que terminaron el recorrido. En Lucca existe un laberinto similar tallado en una columna con una inscripción en latín cuya traducción es: «Este es el laberinto construido por Dédalo, el cretense. Nadie encontró jamás la salida, excepto Teseo, gracias al hilo de Ariadna».
El obispo había dicho que tal vez la importancia del laberinto de Chartres se debía a que simbolizaba la lucha espiritual del ser humano que a lo largo de la vida trata de vencer a sus propios demonios. Una lucha que había comenzado con Adán y Eva, el tema del vitral que veían en ese momento. Las victorias de Teseo y san Jorge, y de Cristo en el desierto, representaban la posibilidad de recuperar el Paraíso y Ariadna, con su hilo, era la Gracia Divina, el sendero hacia la redención de la humanidad. Una entidad de género femenino, había reflexionado Lucy.
Para Alex, las ideas del obispo se vinculaban con la imagen de Lucy saliendo de su laberinto, renovada, apta para encontrar su propio paraíso, y también aludían al hilo que ella le había ofrecido para salir de su largo invierno. El día anterior, Lucy le había convencido de que el laberinto tenía el poder de generar alquimia. Si lo recorría con una actitud abierta, podía curar el alma, estimular cambios en la manera de percibir y sentir. A ella le había sucedido, y según creía, también a Will. Le había dicho que las rosas blancas de Siân eran un homenaje a una energía femenina que ella aún no había descubierto, y al mismo tiempo una declaración de su amor, ya no apasionado, pero incondicional. Siân descubriría algún día esa parte oculta de su ser, ya había comenzado a hacerlo.
El laberinto encarnaba una idea común a todas las religiones. En ese momento las personas que ocupaban los asientos proyectaban sombras en el hermoso sendero serpenteante, pero el día anterior Alex había podido contemplar con alegría la rosa que delineaba. Tratando de encontrar la solución a un acertijo matemático en algún lugar de esa gran catedral, había recorrido esos recovecos con la mujer que amaba, contando cada giro hacia el centro. Sabía exactamente cuántos serían: 34 giros les llevaron hasta el corazón del laberinto y otros tantos los llevaron hasta la salida. Por la misteriosa iglesia pasaban los ejes del Sol, la Luna y la Tierra. Era el lugar donde podían atravesar el tiempo y el espacio y adquirir un conocimiento de otra índole.
Alex rodeó con su brazo la cintura de Lucy mientras su mirada se posaba en los coloridos ángeles que les observaban desde el hermoso rosetón del Juicio Final. El característico perfume de Lucy le hizo sonreír. De pronto, una conversación atrajo su atención. Oyeron una voz con acento americano que ya les resultaba familiar. Calvin pronunciaba palabras emotivas, dirigidas a Henry, a Max y a Siân, a quien tenía tomada de la mano. También ellos contemplaban el vitral.
—Sus ideas son completamente egoístas. La teoría del Rapto implica una lectura negativa, chovinista y apocalíptica de la profecía del Antiguo Testamento. Walters y la gente de su calaña dejan de lado el mensaje cristiano de misericordia y justicia para toda la humanidad, pero, como ha dicho Simon, encuentran oídos crédulos en personas que desempeñan cargos importantes en mi país, y en un presidente que admite abiertamente creer en ellas. Debemos encontrar una manera de detenerlos y limitar su influencia. De lo contrario, las consecuencias serán devastadoras para el futuro de la cristiandad y frustrarán todos los intentos para lograr la armonía entre las distintas religiones del mundo.
Simon estaba un poco rezagado, junto a Grace. Al oír las palabras de Calvin había tomado conciencia de sus propios prejuicios. Se acercó a él y le miró a los ojos. Le recordaron a los de Alex y los de Will. Sin sentimentalismo, le estrechó con fuerza la mano y volvió a mirar el vitral.
—Deberíamos tener presente —agregó Henry, al advertir que un desconocido les observaba— que en cuanto tu profesor abandone el hospital regresará a Washington con un cúmulo de promesas no cumplidas, por lo que, aunque ahora están ocultos, ellos siguen aquí. Los fanáticos del Rapto están decididos a descubrir el «séptimo cáliz» en algún lugar. Quieren una guerra.
Lucy se estremeció. Y aunque sentía la presencia protectora de Alex se preguntó si ya habían salido del laberinto o seguían atrapados en una última curva, que hasta entonces había permanecido oculta.
Faltaban segundos para las dos cuando Alex y Lucy encabezaron una procesión formada por sus amigos y familiares y se dirigieron al ayuntamiento, situado en el centro de la ciudad. A las cuatro estaban en L’Aigle. En el jardín, a pleno sol, Simon vio a una desconocida que rondaba como un fantasma y buscó a los anfitriones. Sólo Alex permaneció impasible. Hizo la presentación entre Lucy y la joven cuyo rostro inolvidable aparecía en las fotos de Will en Sicilia.
—Mi displace, Laura. Non parlo bene l’italiano, ma le presento sua sorella, Lucia. Lucy.
Lucy les miró a ambos totalmente desconcertada. La recién llegada rió y le aseguró a Alex que hablaba el italiano mejor que su hermano. Luego siguió hablando en un correcto inglés. La explicación que dieron después superaba la imaginación de cualquier persona y sobre todo, la de Lucy. Alex se había comunicado telefónicamente con el padre de Lucy —entre los datos registrados en el hospital estaba su número— un par de semanas antes para hablarle sobre sus planes para el día del solsticio y pedirle que estuviera presente. Alex le aseguró que se había negado categóricamente, pero el persuasivo doctor Stafford había logrado convencerlo de que, por el bien de su hija, debía revelar algunos secretos. Así había obtenido una dirección. Luego, se había obcecado en realizar una tarea silenciosa de búsqueda para no alentar vanas expectativas y había rastreado a la exseñora King, que vivía en San Giuliano Terme, un pueblo de la Toscana con su nombre de soltera, Sofía Bassano. Su respuesta había sido conmovedora, le había enviado una fotografía suya y otra de su hija Laura, de quien decía que se parecía mucho a su hermosa Lucy. Sofía no había podido casarse con el padre de Laura porque su primer esposo se había negado obstinadamente a concederle el divorcio. Tampoco le había permitido ver a su primera hija.
Alex se había sorprendido profundamente al ver la fotografía de Laura. Reconoció a la joven con el cabello rizado que le rozaba la cadera y el rostro semejante al de Lucy. Will la había conocido en una excursión por la costa de Siracusa. No había más que decir, más misterios que desvelar, salvo el que encerraba en sí mismo aquel encuentro, pero en la nueva vida de Alex ya no tenía cabida el asombro.
—Cuanto más se esforzaba por acercarse a ti, más iracunda era la obstinación de tu padre, y le aterrorizaba pensar en las consecuencias que eso podría tener para ti. Puedo jurarlo —explicó Laura. Más allá de su acento, hablaba con claridad y fluidez.
Lucy pensó que la decisión de su hermana hablaba de su coraje y la abrazó en silencio.
Luego las hermanas trataron torpemente de conversar, pero la emoción les impidió completar una frase coherente. Alex sabía que Sofía planeaba visitar a Lucy en Londres en enero. Se había preparado para ese momento durante años, pero no quería arruinar el día más importante en la vida de su hermana reviviendo los dramas del pasado.
Finalmente, Alex miró a Lucy y le señaló el reloj. Eran las cinco. Ella pasó junto a él y le besó sin decir una palabra. Alex nunca dejaba de sorprenderla, era un hombre profundo y misterioso a pesar de la camisa de batista y el traje de lino color crema y de la luminosidad que siempre parecía emanar de él. A menudo había notado ese contraste. Sonrió para sus adentros y fue hacia la escalera seguida por Grace y Siân. Vestida con un sencillo vestido entallado de seda color ostra —Alex lo denominaba «color luz de luna»— que le llegaba a la rodilla, una hora más tarde se reunió con él en el jardín cuando el sol empezó a declinar. En el vestido de Lucy se distinguía una morera bordada, similar a la que adornaba el corpiño de la dama del retrato. Llevaba el cabello recogido en una trenza, adornada por la excepcional joya isabelina y llevaba un ramo de gardenias que Laura le había traído del jardín de su madre. El matrimonio civil de Lucy King y Alexander Stafford, celebrado en el ayuntamiento de Chartres, fue bendecido por el deán de Winchester. Venus y un centenar de rosas perfumadas fueron testigos.
Henry abrazó a su hijo y besó a la novia.
Algo más de treinta invitados se reunieron en el jardín después de la breve ceremonia para brindar con champán a la luz del crepúsculo.
Simon, en su condición de mejor amigo del novio, logró controlar su habitual elocuencia. Eligió pronunciar unas pocas palabras, cuidadosamente elegidas, y propuso sencillamente brindar por el hombre que se había convertido en un amigo tan querido y por la extraordinaria mujer que estaba a su lado.
—Todos bendecimos el día en que un ángel llegó a tu vida. No era un holograma, sino un ángel de verdad —dijo Simon, haciendo una reverencia a Lucy. Ella la retribuyó con una sonrisa burlona, no por eso menos hermosa. Él alzó su copa y dijo—: Por Alex y Lucy.
Los demás corearon el brindis.
Calvin avanzó con paso seguro, mirando a Simon para pedir su aprobación. Al ver que asentía con gesto amigable, se dirigió a Alex y Lucy.
—Los he conocido hace poco y espero conocerlos mejor con el tiempo —comenzó Calvin. Siân parecía contenta. También Alex y Lucy—. El matrimonio requiere valentía y compromiso, y creo que apreciarán estas palabras del Evangelio Gnóstico de Tomás. Sé que no eres creyente, Alex, pero me atrevo a decir que estas palabras serán importantes para ti. —Calvin se aclaró la garganta y recitó—: «Cuando los dos sean uno, cuando el interior sea igual al exterior…».
Alex y Lucy se cogieron de la mano mientras escuchaban la frase que habían descubierto en el envoltorio de la joya guardada en el cofre de John Dee. Nadie más las había visto, además de ellos. El cofre había sido reservado para ese día. Parecía imposible que Calvin lo supiera y que hubiera elegido exactamente esas palabras. Aunque tal vez no lo fuera, pensó Alex.
Cuando Calvin finalizó con su breve cita propuso un brindis por los «dos que son uno». Cuando el murmullo cesó, Amel Azziz, estimulado por la emotividad reinante y por el aroma del jardín, también quiso decir unas palabras.
—¿Puedo agregar un brindis? —preguntó, y guiñó el ojo, como era su costumbre. Se le veía tan dichoso como a Henry por el desenlace de los acontecimientos. Alex era una persona especial para él. Le consideraba merecedor de una mujer como Lucy. Ella había provocado en Alex un cambio sutil que Amel advertía con satisfacción. Alzando su copa, pronunció claramente estas palabras—: «En el tramo más árido y enceguecedor de un desierto de infinito dolor, perdí la cordura y encontré esta rosa». Es una frase de Rumi, el poeta sufí. Creo que es oportuna —explicó Amel, dirigiéndose a Alex. Luego hizo su brindis—: Por Alex y su rosa.
—Gracias, Amel —repuso Lucy y le abrazó emocionada.
Grace recordó de pronto la rosa del cofre y secó una lágrima que le rodaba por la mejilla. Miró implorante a su mejor amiga y mientras los invitados comenzaban a conversar, preguntó:
—Lucy, ¿qué hay dentro del cofre además de la joya que adorna tu cabello? Nos has pedido que esperemos hasta esta noche. Prometiste que lo abriríamos hoy.
—Yo tampoco sé todavía cuál es el contenido del cofre, sospecho que más preguntas que respuestas, cosas importantes acerca de las cuales deberemos pensar. Ese es el verdadero tesoro —contestó, mirando a Alex—. En cuanto al contenido material, creo que es hora de que cumplamos con lo prometido.
Una mujer había salido de la casa para hablar con Henry, que a continuación pidió a los invitados que pasaran al jardín de invierno donde, entre el perfume de los azahares, los esperaba la mesa servida. Simon y Grace los guiaron hacia allí. Lucy y Alex debían ser los últimos, de acuerdo con la tradición. A medida que pasaban, Simon y Grace entregaban a cada invitado una vela encendida, que debían colocar frente a ellos en la mesa. Una fila de luces se desplazó por el jardín y duplicó su brillo en los cristales del invernadero. Henry cerró el desfile junto a Laura. Entonces los antiguos cofres que le habían legado a Alex ese «ángel», se delinearon en los cristales.
Alex y Lucy se demoraron en el jardín de Diana para beber una copa de champán.
—Este es nuestro propio sueño de una noche de verano. La hora del solsticio se acerca. Se producirá a medianoche en este jardín donde el bien impera sobre el mal, donde todo es misterioso y único —dijo la flamante señora Stafford. Luego se apoyó en él e hizo girar el dedo siguiendo el sendero de la fuente de Venus. Esa noche, más que nunca, de Alex emanaba esa «luminosidad» que Lucy reconocía en él, y una sonrisa se dibujaba en sus labios.
—¿Vas a emborracharte esta noche? Nunca te he visto ebria.
Lucy rió y movió enfáticamente la cabeza.
—¿Crees que sería capaz? Quiero tener presente cada minuto de esta noche.
Alex quería decirle una cosa desde esa tarde, pero temía ensombrecer su alegría. Decidió hacerlo de todos modos.
—Lucy, lamento de verdad que tu madre no haya venido con Laura. Habría deseado que esa búsqueda también hubiera terminado, que por fin la hubieras encontrado.
Lucy no comprendió inmediatamente a qué Laura se refería. Luego le sonrió con picardía, pero no era el momento de hacer preguntas. Dejó la copa en el borde de la fuente. Con una mano apoyada en cada mejilla, movió suavemente la cabeza y dijo:
—¿Aún no lo sabes, Alex Stafford? La he encontrado. Aquí.
Él la miró aliviado y en silencio articuló un «sí». Diana había ocupado ese lugar en su vida, nadie habría podido hacerlo mejor.
—Brindemos por Diana, por la pluralidad de ideas, por que no existan dogmas acerca de aquello que no es posible conocer —propuso, y al ver que su copa estaba casi vacía, tomó la de Alex y bebió todo su contenido—. ¿Alguna vez la gente podrá entenderlo? —preguntó, riendo.
—¿Los gobiernos autoritarios se lo permitirán?
Lucy dejó que el peso de su cuerpo descansara sobre Alex.
—Creo que es parte del legado del cofre. Simon, Grace, y Calvin, y tú y yo, y todas las personas que son como nosotros, deberíamos alertar acerca de la terrible influencia que esa gente tiene en la política, en la justicia, en la libertad de decisión. En la Revelación, Jesús es el héroe «con una espada en la boca». Podemos combatirlos con la palabra.
Lucy tocó la hermosa joya con la mónada que llevaba en el cabello. La consideraba un regalo de bodas de John Dee y Próspero. Tal vez no fuera mágica, pero todo su ser había captado su valor. La había usado todos los días desde aquella mañana en Longparish. La enseñaba a reconciliar sus propias contradicciones, a incluir lo «extraño», lo «diferente». Había hecho suya la idea de que lo interior igualara a lo exterior, lo femenino a lo masculino, y quería que esa idea se plasmara en su cuerpo.
Después de discusiones largas y obstinadas, había llegado a un acuerdo con Alex y había conversado con James Lovell acerca de un ajuste en la medicación. Confiaba en que la dosis de inmunosupresores se podía reducir al mínimo, porque en el plano psicológico se sentía completamente unida a Will. Era poco convencional, pero había excelentes razones para alentar esa modificación, sería beneficioso para su salud, especialmente si alguna vez intentaba tener un hijo. Con esos argumentos había persuadido a su médico. Gradualmente había dejado de tomar los inhibidores de calcineurina y los había reemplazado por el novedoso sirolimús; era menos agresivo para sus riñones y reducía la posibilidad de una posterior enfermedad coronaria. Aún estaba en etapa de experimentación, lo cual inquietaba a Alex, pero dos meses después del cambio de medicación Lucy estaba radiante. Ella estaba convencida de que podía prescindir por completo de los fármacos, pero Alex no estaba dispuesto a aceptarlo. Consideraba que, si bien la etapa inicial había sido exitosa, la evolución requería un seguimiento permanente. Ella creía que en su caso jamás habría rechazo. Will era una parte de su ser.
—Fue un recorrido verdaderamente laberíntico. Espero que la fe que Dee depositó en nosotros sea justificada, que después de cuatro siglos estemos preparados para comprender sus crípticos mensajes. ¿No hemos comprobado que en nuestra época la situación es más inquietante que en la suya? ¿No existen acaso personas como Walters que quieren servirse de dioses vengativos y mezquinos para afianzar su propio poder?
—Pero cuando habla el Amor, Lucy, «la armonía de su voz embriaga a los dioses del cielo». Si los trabajos de amor perdidos realmente se han ganado, tal vez sepamos la respuesta. —Alex rió con entusiasmo y tomó su mano—. Al menos, nos condujiste a la salida, Ariadna, y te aseguro que para mí no eres un ángel sino una diosa. ¿Habrá más pistas esperándonos?
—Laberinto: estructura compleja compuesta artificiosamente por calles y encrucijadas, en la cual es difícil encontrar la salida. Cosa confusa y enredada —recitó ella, de memoria, y le besó sensualmente. Luego dijo, burlona—: Alex, ¿tu firmeza completa mi círculo?
Cuando recuperó el aliento, Alex replicó:
—¿Y nos hace terminar donde comenzamos?
Lucy le tomó de la mano y le condujo hacia las luces refulgentes.