La luz de las velas oscila cuando retiran las dos grandes bandejas de la mesa cubierta de rosas. Llenan las copas de vino y alguien propone un brindis.
—Nuestro proyecto ya tiene un conductor. En esta última hora de la fiesta de San Jorge, levantad vuestras copas, ¡por Berowne!
El hombre sentado en un extremo de la mesa, aparentemente inmune a la cantidad de alcohol trasegado, se pone de pie con brío y aparta la silla. El elegido cuenta con el apoyo entusiasta de todos los comensales. Se ven lugares vacíos alrededor de la mesa. En la habitación llena de humo resuenan las risotadas.
Un hombre alto deja de dar chupadas a su pipa para dirigirse al maestro de ceremonias.
—Will, esperáis que él lleve a cabo los trabajos de un verdadero iniciado. ¿Cómo logrará hacer sonreír a los enfermos graves?
Un anciano se adelanta en el extremo opuesto de la mesa. Es, claramente, el jefe del grupo. La preocupación dibuja surcos en su rostro, pero no oscurece el interés que le despierta la conversación.
—Y además, ¿tiene alguna posibilidad de persuadir a los fanáticos despiadados? Quienes empuñan la espada celestial deben ser bondadosos y a la vez estrictos. La pobreza de espíritu de esos hombres es profunda, no es sencillo comprender qué albergan en su interior, aunque por fuera sean ángeles —agrega, apartando una pequeña bola de cristal.
El hombre más joven vuelve a tomar asiento.
—Como vos sabéis muy bien, mi buen doctor lord Francis, el amor aprendido en los ojos de una mujer infunde un poder invencible, capaz de acometer las tareas de Hércules. El poeta no debería tomar la pluma hasta que su tinta esté impregnada de suspiros de amor. Él triunfará, ¿no es acaso lo que deseamos? La rosa roja del rey deberá retroceder ante la rosa blanca de su reina. La frente de su dama está adornada de negro, lo cual destaca su piel clara. Un verdadero ángel de melancolía. Su oscura belleza es celestial y es sabia su tolerancia, es estímulo para el genio y acicate para el ingenio.
Una mujer con el cabello negro como un ala de cuervo, sentada a la izquierda del anciano, en uno de los extremos de la mesa, levanta la cabeza y alza la copa hacia el orador.
—Por Rosa Mundi, Will. Dos rosas fundidas en una. El secreto del amor.
Cada uno se halla en una esquina de la mesa en medio de la cual se encuentran sus miradas. El sonido de unos pasos en el pasadizo es lo único que perturba la carga erótica de esas miradas. Las pisadas avanzan por un pasadizo que conduce desde el cuerpo principal de la posada hacia la escalera situada detrás del hogar. Poco después se abre una puerta disimulada entre los paneles y todos los rostros se giran para observar a los recién llegados; todos los ojos les miran sin pestañear hasta que el hombre que había propuesto el brindis se pone de pie, serenamente, una vez más, para decir:
Tú, ciego y tonto amor, ¿qué le haces a mis ojos,
que contemplan, y no ven lo que ven?
Una joven beldad de cabello y ojos oscuros vacila en la entrada antes de adentrarse en la habitación en penumbra mientras su compañero, boquiabierto, permanece inmóvil en su lugar. La muchacha advierte que todos los rostros que pueblan esa sala se han vuelto hacia ella. El silencio gélido se quiebra sólo cuando comienza a juguetear con las llaves que sostiene en la mano. Un extraño olor, no del todo agradable, se esparce por la habitación. Ella está tensa, los latidos de su corazón retumban en sus oídos. Se siente como una niña que ha interrumpido la cena de los adultos. Respira con deliberada lentitud. Luego, se dirige hacia la puerta que está en la pared opuesta, oculta tras una cortina. El fuego está crepitando. Ella sabe que es el momento.
—Aquí no hay raptos o ángeles, a menos que yo lo sea —susurra. Luego observa al hombre que le ha hablado. Su cara la resulta extrañamente familiar. Él habla nuevamente, dirigiéndose a sus amigos y a ella.
—Caballeros y damas. No hay remedio, esta «Señora de la Luz» ha demostrado una vez más que la belleza es morena. —Su mirada se posa primero en la mujer con el cabello como ala de cuervo y se desplaza hacia Lucy. Ella reúne el coraje necesario para responder sin intimidarse.
—«Y a través de la grieta del muro, pobrecillos, debemos contentarnos con susurrar».
Todo el grupo se echa a reír, salvo el anciano de ojos inquietos que está sentado en el otro extremo de la mesa.
—¿La Señora de la Luz, Will?
—Nadie más que ella, su señoría: una visión que gracias a vuestras artes y las mías, hemos convocado para encarnar lo que imaginamos.
—Sabréis entonces, bella dama, que la rosa nos otorga aquello que es eterno —contesta el doctor John Dee, dando la bienvenida a la hermosa intrusa—. Y el hijo del filósofo llegará y cuanto está torcido sanará, sin duda, cuando logréis comprender su significado, aprehender su verdadera esencia. Cada uno de nosotros desea poseer la Rosa del desierto, que florece en el centro del laberinto.
Cautivada por esas palabras que aún no lograba entender claramente, Lucy desvía la mirada de quien evidentemente era el mentor del grupo para observar nuevamente al enigmático hombre al cual llamaban Will, y que ella decide bautizar William Shakespeare. Él se dirige a la verdadera Lucy mientras esta intenta articular alguna palabra para formular la pregunta apropiada.
—Debéis continuar y decidir el final de nuestra obra, y deberéis improvisar, vuestros personajes crearán sus propios parlamentos. De modo que, por ahora, vos saldréis hacia allí y nosotros nos iremos por aquí.
Las palabras resuenan con estrépito en los oídos de Lucy y resuenan de forma caótica en su mente, pero los latidos de su corazón suenan con tal fuerza que apagan cualquier otro sonido y no consigue oírlas. Vislumbra la pintura en la pared situada detrás de ellos. Se detiene abruptamente e intenta discernir los detalles en la penumbra. Se siente cómoda al ver esas imágenes, aunque la inquietan los extraños espíritus que pueblan la habitación. Sus ojos se detienen en el caballo recién pintado con una rosa en la boca. Ve también un caballero caído junto a los cascos del noble bruto. Hay un árbol con un agujero en la base del tronco. Se siente aturdida otra vez. Cree estar soñando, pero sabe con certeza que no es así. Su mente se desplaza desde la suave tonalidad de la Leica de Will a las advertencias de Alex acerca del efecto de los fármacos cuando se consume alcohol, como aquella noche en el Támesis. Se pregunta cuántas posibles formas de ver puede haber, pues duda de que él tenga razón.
Ahora las risas son estridentes; los sonidos son casi molestos; el momento, fugaz. Ella abre la puerta enseguida y ve la calle opuesta al pasaje desde el cual había entrado junto a Guy Temple. Mira hacia atrás. Todos se han ido. Aquel episodio nunca ha sucedido. Había visto la habitación tal como fue alguna vez, cuando ellos pronunciaron su nombre, cientos de años antes, por haber elegido una antigua entrada, ya en desuso, para evitar miradas indiscretas. El tiempo es un palíndromo.
Todas las luces se han apagado. Sólo distingue el haz que emite la linterna mientras avanza por el antiguo pasadizo, prácticamente fuera de uso, que conduce a la tienda de cerámica. Durante cientos de años ese espacio había formado parte de las habitaciones de la posada.
En ese momento Lucy advierte que Guy Temple, nervioso e inquieto por lo que acaba de contemplar, cae junto al marco de la puerta. Está pálido y mareado.
Lucy abrió la puerta de entrada de la tienda y la figura compacta de Fitzalan Walters traspasó el umbral, seguida por su corpulento Lucifer, como de costumbre, pues así solía llamar a Angelo. Walters sintió una extraña emoción cuando vio la expresión de Lucy. La atmósfera era densa; el aire, frío y húmedo, olía a hollín. El profesor miró a Temple.
—¿Has visto un fantasma? —le espetó con frialdad.
El interpelado no se hallaba en condiciones de discutir o dar explicaciones. Se apoyó contra la pared e iluminó con la linterna el mural que Lucy estaba observando. Ella se molestó: los detalles le parecieron menos vividos, menos acabados. Y en efecto, comprobó que la obra estaba protegida por un vidrio y que era más pequeña de lo que creía, pero evitó que Walters adivinara sus impresiones.
—La última señal debería estar por aquí —dijo enérgicamente—. El texto central dice: «Quiero cambiar el Muro y realizar mi Deseo». Esta pintura muestra a Adonis, que ha muerto a causa del ataque del jabalí. Puede haber una señal: tanto en el cuello típicamente isabelino del traje como en la rosa de la brida del caballo o la que la montura lleva en la boca.
Walters forcejeó inútilmente con los interruptores eléctricos. La luz era insuficiente para analizar la obra que tenía delante. Lucy le explicó que había sido necesario cortar la luz debido a una pérdida de agua en el baño de arriba. La filtración había dejado huellas en el ángulo superior derecho. Una injuria, tratándose de una obra de arte única y valiosa.
—Bien, señorita King. ¿Esta es la obra cuyo tema es el Venus y Adonis de Shakespeare, pintada en la misma época en la cual el poema fue publicado?
Ella asintió.
—Este debía de ser un lugar donde se reunían inicialmente los miembros de la Rosacruz, la hermandad mística fundada a instancias de Dee. Probablemente, Shakespeare participara de esos cónclaves. Bacon también era un miembro destacado de la fraternidad, al igual que Spenser y John Donne, y sir Philip Sidney, antes de su temprana muerte. Todos eran hombres de letras del periodo isabelino. —Y quizá también hubiera entre ellos una brillante escritora, pensó Lucy. Luego iluminó con su linterna la imagen central del caballo y el jinete con la cruz roja de los caballeros de san Jorge—. Edmund Spenser escribe sobre él en La reina de las hadas. Aquí, en la pintura, el caballo se apoya sobre Adonis. Para los pueblos de Oriente, su nombre significa «Señor del Sol» —explicó Lucy antes de alejarse a fin de admirar el mural. A la derecha vio el jabalí, símbolo del invierno, cuyos poderes destructivos quedaron anulados cuando Adonis fue devuelto a la vida por las flores rojas que brotaron donde había caído su sangre—. El amor y el sufrimiento de Venus hicieron posible su resurrección —dijo, con tono desafiante—. Existe un manifiesto paralelismo con la historia de Cristo. De hecho, las obras en las que Venus sostiene la cabeza de Adonis muerto inspiraron el tema de la Pietà.
Lucy intentaba dejar en evidencia la relación entre el mito pagano y la iconografía cristiana. Walters ignoró el paralelismo. Prefirió acercarse a la pintura. El profesor y Angelo estaban concentrados en la observación. Temple, en cambio, parecía ausente e inquieto.
—Adonis era un personaje importante para Dee —continuó Lucy, enfocando su figura con la linterna—. Esta rosa representa su corazón y su alma. Los Rosacruces tenían un punto de vista diferente acerca de la resurrección, su propósito era convertir la oscuridad en luz y el invierno en verano. —Lucy reflexionó sobre sus propias palabras y descubrió que en todas ellas había una alusión a Will.
—Sí, muy diferente. ¿Cuál era entonces el objetivo de los Rosacruces?
—El éxtasis. Esperaban alcanzarlo en parte gracias a la magia, el instrumento que les ofrecía un enfoque matemático para comprender el mundo tangible. Las matemáticas permitían un acercamiento al segundo mundo, el mundo celestial. Por encima de él está el mundo supracelestial, un nivel superior al Paraíso, al que sólo se puede llegar con la ayuda de los conjuros de los ángeles. Los Rosacruces suponían que cuando alcanzaran ese nivel serían uno con la jerarquía angélica, para la cual todas las religiones eran una. Dee así lo creía y pensaba que había hablado con ángeles bondadosos. Lamentablemente para él, era sólo Edward Kelley quien le hablaba y le daba mensajes, y era una persona poco fiable, pero el movimiento que Dee propulsaba incluía a todas las confesiones religiosas, protestantes y católicos, musulmanes y judíos. Todos eran uno en el cielo de los ángeles.
Si Lucy había esperado conmover a esos hombres con una propuesta ecuménica y espiritual, el resultado fue decepcionante. Al observarlos, comprobó que uno de ellos cruzaba los brazos sobre el vientre como si padeciera un terrible dolor de estómago mientras el otro, sin poner en duda la validez de sus propias ideas y los mensajes de sus propios «ángeles», le dedicó una mirada impasible. Ella esbozó una sonrisa. Estaba decidida a arriesgarse.
—Los tres mundos son fascinantes, ¿verdad? Usamos nuestro cuerpo terrenal en el mundo físico y ejercitamos el espíritu y los sentimientos desinteresados en el mundo celestial, pero aplicamos el intelecto únicamente en el nivel superior. Adán y Eva vivieron en el Edén, una especie de Paraíso; Eva pretendía acceder al Paraíso supremo cuando tomó la fruta del árbol del conocimiento. Fue una mujer quien quiso liberarnos de la ignorancia, proporcionarnos la posibilidad de alcanzar el verdadero conocimiento. Sin duda, el hombre que siga creyendo que ese conocimiento es una prerrogativa masculina es un ignorante.
Walters la fulminó con la mirada. Ya había oído esa cháchara feminista antes, esa herejía humanista según la cual el hombre, iluminado por el conocimiento, tenía la capacidad de ser Dios porque su esencia era divina. Las mujeres, de acuerdo con esa teoría, debían recibir felicitaciones por aspirar a una mejor educación, pero las damas académicas se habían infiltrado en la sociedad y la habían desequilibrado. Eran la causa de la decadencia moral y el caos en el hogar, habían modificado las pautas de las relaciones maritales, y habían perdido el debido respeto a los hombres. No obstante, el profesor quería obtener su premio cuanto antes, por lo que decidió mostrarse indulgente.
—Es usted una mujer muy instruida, señorita King. Entiendo que Dee y sus allegados eran aficionados a la alquimia, lo cual es una sencilla interpretación de la vida religiosa: la transmutación de la esencia material de las personas en oro.
Lucy sabía que él quería agregar: «No obstante, era una interpretación errónea». Prefirió concentrarse otra vez en Venus y Adonis. Era una pena no disponer de mejor iluminación para examinar las imágenes, plenas de símbolos relacionados con la filosofía hermética de Dee y Shakespeare. Recordó la frase «Quiero cambiar el Muro», tal como la había visto, escrita con letras ígneas en la página que la había acompañado mientras recorría el laberinto de Chartres.
Temple se removía inquieto junto a ella. Aún no se había recuperado de la impresión causada por aquella escena tan sorpresiva. Si bien era un ferviente devoto, no lograba explicarse lo sucedido. Lucy pensó que quizá temía haber sido víctima de una influencia demoníaca. Estuvo a punto de echarse a reír, pero fue piadosa. Los espíritus que poblaban aquella habitación la habían sorprendido, pero a Guy Temple le habían provocado verdadero terror. En ese momento, él comenzó a recitar el texto que Lucy había recordado. Tal vez de ese modo intentaba aplacar el efecto de esas apariciones o evitar su regreso.
—Quiero cambiar el Muro y realizar mi Deseo —dijo en voz alta—, descubrir lo que soy o lo que siempre fui. ¿Dónde está nuestro objetivo, FW? Señorita King, estamos buscando un objeto o una puerta que se abre con esta llave, ¿verdad? ¿Hay alguna abertura oculta en el mural?
La joven recorrió la pintura con la mirada en un intento de localizar la respuesta. Se concentró en los detalles que había comentado con Alex para identificar las pistas que él había encontrado, aunque, para evitar el riesgo de que Lucy recitara un parlamento ensayado, y sus enemigos lo notaran, él sólo se había referido vagamente a los paneles. ¿Se trataba del vidrio que protegía la pintura?
—Sin duda, ellos no desearían que profanásemos esta obra. Tal vez debamos cambiar el Muro, para saber cuál es el legado —aventuró Lucy con genuina incertidumbre—. Quizá haya otra pista relacionada con la rosa o con Adonis, dado que es el personaje que resucita.
Temple se dirigió a las otras paredes de la habitación, recitando como un enajenado.
Súbitamente, la intuición de Lucy se activó.
—Todo lo que arde… Todas las piezas unidas… —musitó con entusiasmo—. Esta pared albergaba el hogar. Aquí, detrás de los paneles de madera, deberíamos encontrar la grieta a través de la cual los temerosos amantes pueden descubrir el pasado.
Walters comprendió que las palabras de Lucy hacían referencia al antiguo texto, aunque se preguntó por qué creía que allí había una chimenea oculta. No obstante, era verosímil.
—Entonces, ¿quitamos esto? Los custodios del patrimonio cultural no lo aprobarían, pero tal vez estemos en lo cierto.
Los cuatro tantearon los paneles, y al cabo de diez minutos encontraron la grieta.
—Guy, necesito el cortaplumas de tu llavero —pidió Walters.
Temple dejó de recitar el extraño rosario inspirado en los documentos.
—Sí, FW —respondió lánguidamente.
Temple sentía frío en el pecho y las extremidades. Recordó a los arqueólogos que al abrir un antiguo sepulcro habían contraído un virus. La atmósfera de la habitación cerrada le producía claustrofobia. Su jefe, por el contrario, estaba incomprensiblemente eufórico. Él no tenía fuerzas para compartir su exaltación y le inquietaba el posible regreso de los espíritus y aquel olor mezcla de humo, cerveza, orina y comida.
—Bien, intenta aflojar este panel —indicó Walters, señalando un sector de la madera.
El interpelado lo intentó sin demasiado éxito. El profesor le entregó la linterna y le arrebató con desdén el cortaplumas, con el cual comenzó a hurgar frenéticamente en la pared. Los dos hombres estaban tensos. De repente, el panel cedió produciendo gran estruendo y una nube de polvo. Lucy dejó escapar un grito, el ruido la había cogido por sorpresa. Temple, aturdido, arrojó la linterna, que se estrelló contra el piso.
—Señorita King, haga el favor de alumbrarnos. Guy nos ha dejado a oscuras —dijo sarcásticamente el profesor mientras avanzaba a tientas en la habitación sumida en la penumbra. Walters silbó cuando Lucy dirigió el haz de luz hacia el nicho que contenía el cofre con las inscripciones.
—Eso es. Un antiguo horno tapiado durante años, además del hogar. Angelo, trae ese cofre. Estamos a punto de vivir un momento trascendente. Thomas Brightman nos dijo que el primero de los siete grandes cálices de los que habla la Biblia, es decir, las siete formas que asumiría la ira divina, fue la llegada de Isabel al trono de Inglaterra, en 1588. La Séptima Trompeta de la Revelación sonó en 1588 con ocasión de la derrota de la Armada Invencible.
»Es razonable que el momento de mayor dicha, desde entonces hasta el fin del mundo, provenga del redescubrimiento de los conocimientos de uno de los hombres más destacados de su reino. Es probable que los cofres contengan concretamente el séptimo cáliz. Este es un instante verdaderamente apocalíptico.
Lucy había retrocedido imperceptiblemente para observar el aspecto enfermizo que había adquirido el rostro de su captor. Su colega también parecía presa de la exaltación. Sin duda, eran terroríficos. Lucy rogó que aquella pesadilla finalizara cuanto antes. En ese estado, ningún razonamiento era posible. Ella había leído sobre los «siete cálices» mientras buscaba datos sobre Dee y Bruno. Sabía que Thomas Brightman había contabilizado las trompetas y los cálices de la Revelación desde la época de la antigua Roma y había calculado la fecha en la cual los judíos «se convertirían en un pueblo cristiano», hecho que, de acuerdo con esos cálculos, sucedería en 1630. Comenzaron a proponerse interpretaciones y fechas alternativas cuando la realidad no corroboró esa hipótesis, con lo cual los cálices y las trompetas se multiplicaron de forma descontrolada. No obstante, Lucy consideró que no era el momento más oportuno para ponerse a hacer cálculos matemáticos con Walters.
Angelo se adentró lentamente en el enorme hogar de estilo Tudor, tomó el cofre y lo depositó sobre una mesa. Temple avanzó unos pasos para ser testigo de aquel momento y se hincó de rodillas frente al cofre. Había vuelto a murmurar. Lucy estaba azorada. Walters pronunció las palabras que rodeaban la Tabla de Júpiter. Según se decía, le protegerían y convocarían a los ángeles:
—Elohim, Elohi, Adonai, Zebaoth.
Lucy le observó y comprobó con horror la extremada palidez del fanático. El color ceniciento de ese rostro le recordó sus días en el hospital. Estaba a punto de hablarle cuando comprendió que estaba absorto en su trofeo y no veía nada más que el cofre. Por fin se giró hacia Lucy, presa de una exaltación que no lograba ocultar.
—Ábralo. —Walters no había formulado una amable petición.
Tal y como Lucy había previsto, finalmente se había despojado del disfraz de caballero respetuoso. El único ornamento de la tapa era una rosa y los bordes dorados. Era un macizo y hermoso cofre de tamaño medio cubierto de polvo.
Lucy se estremeció al leer las palabras grabadas en él.
«Sólo podréis atreveros a abrir este cofre si sois la Dama Oscura de la Luz, hermana y amada, y su caballero, un Rosacruz leal y veraz. Una plaga asolará vuestro hogar si no lo fuerais. Las palabras de Mercurio son severas después de las dulces canciones de Apolo».
Ella notó la energía procedente de esas palabras escritas en una época tan lejana, si bien no había referencia alguna a los ángeles o las trompetas. El profesor la miró con verdadera ansiedad.
—No me atrevo a abrirlo, doctor Walters. Tal vez yo sea la Señora de la Luz, pero usted no es el caballero Rosacruz. Alexander debería estar aquí para cortar, simbólicamente, el nudo gordiano, porque, según creo, son necesarias dos llaves.
Walters no estaba dispuesto a permitir que las formalidades le desviaran de su objetivo. Sin parpadear, apuntó el cortaplumas hacia Lucy.
—En primer lugar, aquí no hay tal nudo. Segundo, el legendario nudo no fue desatado sino cortado por Alejandro Magno. Nosotros haremos lo mismo. No permita que esas palabras la sugestionen, pues la maldición no existe y ambos lo sabemos. Da igual lo que crean mis subordinados. Estamos en el siglo XXI. Además, la Señora de la Luz y el Leal Caballero del Nudo ya se han unido —afirmó de forma despectiva.
Sus palabras causaron un profundo impacto. Lucy se preguntaba cuánto había de cierto en ellas. No había interpretado la inscripción de esa manera. Era plausible, pero ese significado le asustaba. ¿Cómo sabía ese hombre algo que era un secreto entre ella y Alex? Por otra parte, en su razonamiento había una contradicción inadmisible: el mismo hombre que se había enfervorizado hablando de cálices y trompetas le aconsejaba no creer en «supercherías». ¿Era un fanático, un demente o sencillamente un charlatán que se aprovechaba de los crédulos?
Entretanto, Guy Temple estaba cada vez más pálido. Ella advirtió que su piel estaba sudorosa y que tenía frío. No pudo evitar apiadarse. Se agachó junto a él y le imploró a Fitzalan Walters:
—Por favor, envíe a Angelo a buscar al doctor Stafford. Tal vez no esté lejos. Tengo la esperanza de que nos haya seguido… —La voz de Lucy se apagó cuando un reloj dio la primera campanada. Tal vez señalara las doce y media.
Walters no se conmovió. Estaba concentrado en su Santo Grial. Levantó a Lucy por la fuerza y nuevamente la amenazó con el cortaplumas. Instintivamente, ella apagó la linterna y se alejó. Ya no era la Señora de la Luz. La habitación había quedado completamente a oscuras. Angelo trató de apresarla, pero ella se escurrió como si fuera un espíritu. También Walters fue tras ella y aferró un mechón de su cabello. De pronto, los dos hombres se detuvieron.
Un potente aroma a rosas, más sofocante que agradable, les obnubiló los sentidos. Nadie se movió. Desde el centro de la habitación se difundió una luz amarillo-verdosa. Un ser pequeño y etéreo, un ángel, con un aspecto muy parecido al de Lucy, estaba suspendido en el aire, sobre el antiguo cofre. Su luminosidad destacaba el caballo con la rosa en la brida, el caballero caído, el árbol. Guy Temple, con una mano sobre el pecho, se agachó aún más, y suspiró con aflicción: esa aparición deslumbrante y maravillosa era una grave admonición.
Lucy permaneció inmóvil mientras los latidos del corazón le martilleaban los oídos. Observó al ángel con los ojos y con el alma y luego a Fitzalan Walters que se precipitaba hacia el cofre riendo y con los brazos en alto para abrazar al ángel. Los suspiros y las risas cesaron en ese instante y resonó una explosión ensordecedora, acompañada por un arco de luz azul y una columna de humo y la nítida sensación de que algo se alejaba volando en la oscuridad.
—¡Oh, Dios! ¡Alex!
La exclamación de Lucy fue, más que un grito, un susurro.