29

Alex había recogido el diario de la mañana en la entrada. Al regresar a la sala de estar levantó la cortina para ver la fecha, jueves 25 de marzo. Le sorprendió que Siân nunca se hubiera tomado la molestia de pedir que dejaran de enviarle el diario que leía Will. Era como si aquellos largos nueve meses no hubieran pasado para ella.

Depositó el periódico sobre la mesa y comenzó a inspeccionar el caos infernal en que se había convertido el apartamento. A simple vista parecía que habían registrado el piso hasta el último rincón y que esa revisión se había realizado con una asombrosa economía de tiempo. Pudo apreciar por qué Siân lo consideraba una profanación. El portero del edificio estaba terminando con el encargo de reparar el marco de la puerta, y a cambio de treinta libras se había comprometido a encontrar una persona que ordenara y limpiara el apartamento una vez que Alex y la policía hubieran concluido su tarea. El inspector McPherson —el contacto de Simon— había enviado en su representación a unos oficiales no uniformados que se reunieron con Alex a primera hora. En ese momento estaban ocupados registrando el dormitorio y el vestíbulo para encontrar huellas dactilares o algún elemento que permitiera analizar el ADN. Alex intuyó que la búsqueda había fracasado, a juzgar por las palabras que intercambiaban.

Al mirar la sala de estar a la luz del día comprobó que, si bien había mucho desorden, prácticamente apenas había daños. En pocas horas estaría habitable. Siân podría regresar después del almuerzo, si insistía. Alex habría preferido que permaneciera en su casa ese día, mientras él ponía las cosas en orden. Le esperaban en el hospital a las ocho, pero aún tenía que resolver varias cosas antes de pensar siquiera en la posibilidad de que Siân regresara. Miró su reloj, preguntándose qué habría demorado a james McPherson, cuando el portero le avisó de que alguien había aparecido en la escalera. Fue hacia la puerta para presentarse y se encontró con un panorama desconcertante.

El hombre alto y apuesto que estaba de pie en el arco de acceso a la sala de estar había dejado caer la mandíbula, tenía los ojos desorbitados y su piel habitualmente bronceada estaba pálida. Alex advirtió que Calvin estaba verdaderamente conmocionado. Lo que vio era inimaginable, y le afectó profundamente. Esa reacción abrupta y espontánea de su primo le reveló algo que necesitaba saber. Tuvo la certeza de que él no estaba directamente involucrado en los acontecimientos de la noche anterior.

—Por Dios, Alex. ¿Dónde está ella? —preguntó mientras dejaba la bolsa de fin de semana en el piso y se giraba un poco para mirar con incredulidad a los dos hombres que buscaban huellas dactilares en el otro extremo del pasillo.

—Ella está bien —respondió Alex. El rostro de Calvin recuperó parte de su color aunque sus ojos seguían preguntando qué había ocurrido.

Alex habló con calma y evitó los comentarios personales. Aún no sabía cuál había sido exactamente el rol de Calvin. No deseaba eximirle de toda culpa, y sí culparle de algún grado de complicidad indirecta.

—Alguien entró aquí anoche, atacó a Siân y la hirió. —Calvin intentó hablar pero Alex alzó su mano para impedírselo—. Pero me alegra decir que no es grave. Sin duda, es alguien que tú conoces. Como puedes ver, buscaba algo. Creemos que no lo encontró. Amenazó a Siân para que no llamara a la policía y luego le pegó en la cara, porque ella no supo decirle dónde estaba su novio.

—Oh, Dios santo —contestó Calvin con voz apenas audible. Luego se sentó en el brazo del sofá que estaba junto al vano de la puerta. Alex advirtió que no podía sostenerse en pie—. ¿Vinieron a buscarme?

Alex le observó detenidamente, asoció ideas. Su voz adquirió un matiz más benévolo, aunque no menos inquisitivo.

—Estoy plenamente seguro de que buscaban el segundo grupo de documentos, el que Will había encontrado en Francia. Él los envió por correo pero antes hizo copias. Ellos acordaron con Lucy que tú serías el intermediario, los recogerías y los entregarías, pero desapareciste sin explicación y sin decir cuándo regresarías.

—Sí. Tienes todo el derecho de estar enfadado conmigo. Causé un daño mayúsculo. Pero ¿Siân está bien? —Ante la posibilidad de que algo le hubiera sucedido, la conmoción de Calvin dio paso a una furia que parecía genuina.

—Sí, Calvin. Está bien.

Alex advirtió rápidamente la reacción de Calvin. Fue hacia él arrastrando una silla y se sentó a su lado. Le relató imparcialmente los hechos de las últimas cuarenta y ocho horas, incluyendo el episodio de Max. Eligió cuidadosamente las palabras, prefirió hablar tan claramente como le fuera posible. Su mesura, especialmente cuando refirió lo ocurrido con su hijo, horrorizó a Calvin, que meneaba la cabeza, incrédulo y mudo, mientras le escuchaba.

—Obviamente, teniendo en cuenta lo que le sucedió a Will, la llevé a mi casa —concluyó Alex—. Aún estaba durmiendo en el cuarto de Max cuando me marché.

Calvin miró a Alex y asintió, mientras decía, casi para sí mismo:

—Tengo que encontrar a Guy o a Fitzalan Walters, que es en realidad quien imparte las órdenes. Sí, Alex, lo admito. Estoy comprometido en lo que ha sucedido, pero no por mí. Hay otras personas involucradas… —La expresión de Alex le reconfortó, hizo que no se sintiera completamente solo—. Me gustaría poder decírtelo.

Alex le sonrió e inclinó ligeramente la cabeza.

—Pero no puedes. Sin embargo, creo que deberías hacerlo.

Calvin le miró con una expresión muy cercana al alivio.

—Estás atrapado —le espetó Alex sin rodeos—. ¿Por qué fuiste a Boston?

—La gente que pagó mis estudios en Europa debía mantenerse… informada sobre el avance de los descubrimientos.

—Eso significa que aún podemos controlarlos.

Calvin asintió, mientras miraba sus manos con nerviosismo. Luego volvió la cabeza hacia el pasillo, indicando que no podía o no estaba dispuesto a hablar mientras esos hombres estuvieran cerca.

—Honestamente, esto me supera, por eso acordé una cita con uno de ellos en Boston —susurró Calvin—. Es cuanto puedo decir, además de que quiero mucho a Siân y jamás consentiría que le hicieran daño a ella o a cualquiera de vosotros. Creo que la muerte de Will habría podido evitarse si yo hubiera comprendido antes mi error.

La situación era tensa. Alex había tomado una decisión y estaba a punto de darla a conocer cuando una voz con acento escocés pronunció su nombre.

—¿Doctor Stafford?

Un hombre joven apareció en el umbral donde quince minutos antes Alex había visto a Calvin.

—Soy el inspector McPherson, o James el antiterrorista, si así lo prefieres —se presentó sin formalidades. Su voz cálida y divertida aplacó las emociones de Alex y Calvin. Ambos sonrieron para dar la bienvenida al recién llegado. Alex le tendió su mano.

—Hablamos por teléfono anoche. Veo que he llegado al lugar indicado. Supongo que este caballero es Calvin Petersen, la persona que mencionó.

Los dos hombres se habían puesto de pie. James McPherson estaba frente a ellos.

—He de hablar brevemente con ustedes, pues me esperan en otro lugar. Doctor Stafford, como recordará, en realidad yo no estoy aquí, y tampoco el señor Petersen. Bien, ¿será posible encontrar una taza en medio de este desorden y preparar café?

Alex rió. Sus acompañantes le siguieron hacia la cocina.

Lucy y Simon se sentaron con cierta inquietud en el taxi que se alejaba de los árboles en flor y el sector de tiendas. La suspensión del vehículo dejaba mucho que desear, y Simon se arrepintió de haber desayunado alguna tortita de más mientras avanzaban a tumbos desde el coqueto hotel del centro hacia el final de Jane Street, a orillas del río Hudson. El trayecto terminó en la esquina de Jane Street y West Street, cerca de Greenwich Village.

Lucy se sorprendió al ver que el edificio que buscaban era una construcción de ladrillos enorme y poco atractiva, que alguna vez, cuando todavía se utilizaban los muelles del Hudson, había sido un depósito. Había una deslucida puerta de servicio junto a la entrada para camiones. La joven llamó al portero automático.

—¡Hola! —contestó alegremente una voz anónima. Y cuando ella dijo su nombre agregó, con el mismo tono cordial—: Me alegra que haya venido. Diríjase al ascensor de en medio nada más entrar en el edificio y suba hasta el último piso. Yo la esperaré aquí arriba.

Lucy miró desconcertada a Simon, que le guiñó el ojo a modo de respuesta y abrió la puerta en cuanto sonó el zumbido de la entrada. Simon y Lucy se encontraron de pronto en un espacio vacío del tamaño de un campo de fútbol, mal iluminado por una docena de bombillas que pendían de cables pelados. Imperaba un olor extraño a lugar abandonado, papel mohoso y humedad provocada por las mareas del Hudson. Tal como había prometido la voz desconocida, en la zona central del antiguo depósito vieron el hueco de un gran ascensor de carga, en medio de la altísima estructura de hierro oxidado, típica de la década de 1920. La cabina del ascensor comenzó a bajar ruidosamente mientras avanzaban tímidamente por el espacio vacío.

—¿Crees que esto es seguro? —preguntó Lucy cuando llegó a la altura del suelo y se abrió la puerta de hierro. Simon no respondió. Sonriente, ingresó en la amplia cabina metálica llevándola de la mano—. ¡Ya conoces el lugar! ¿Por qué no me lo dijiste? —exclamó ella entre risas.

—Aún no has visto la planta alta —contestó Simon, cerrando cuidadosamente la puerta—. Tiene vista panorámica y el paisaje del río es increíble. Will y yo participamos de algunos festejos que se organizaron aquí. Roland nos alojó en su casa algunas veces cuando veníamos a trabajar a Nueva York. Es una persona muy especial. —Simon respondió a la expresión interrogativa de Lucy con una sonrisa aniñada cuando el ascensor comenzó a subir y acabó por añadir algunos detalles—: Roland nació en el Lejano Oeste, en Montana según creo, y si el arquetipo del montañés fuera real, él responde perfectamente a ese modelo. No le importan las apariencias. Se ha casado infinidad de veces. Ahora lleva una vida más monacal, pero todavía le encantan las mujeres. No podría decirte cuál es su edad, desde hace diez años siempre se le ve igual.

Lucy pensó que ninguna persona podía reunir las cualidades del personaje que Simon había descrito, una especie de John Wayne con una sensibilidad algo femenina. Sonrió al imaginarlo y siguió escuchando a su amigo mientras hablaba sobre ese personaje novelesco que sin duda le inspiraba simpatía.

—Más allá de su historia personal, Roland conoce a todo el mundo y gracias a eso ha amasado una fortuna y le ha permitido hacer ganar dinero a las personas a las cuales representa. —La voz de Simon se mezclaba con el chirrido del ascensor, que se acercaba al último piso—. Compró este edificio y lo pagó en efectivo mucho antes de que comenzara la moda de los áticos.

El comentario de Simon terminó en el mismo momento en que el ascensor llegó a lo alto y dejó de hacer ruido. Un hombre de frente despejada, ojos grises y mirada inteligente abrió el portón; de inmediato tendió la mano hacia Lucy y la estrechó afectuosamente.

—Roland Brown —se presentó—. Disculpadme por el contratiempo de ayer. Un imprevisto me obligó a viajar a Boston. —Luego se dirigió a Simon—. Lamento lo de Will. Pasad, quiero que me contéis todo lo que sepáis.

A Lucy le impresionó la estampa de ese hombre. Medía casi un metro ochenta y cinco, y llevaba el brillante cabello recogido en una cola de caballo. Se movía con la gracia de una bailarina a pesar de su corpulencia.

Al atravesar una puerta blindada, Lucy comprendió qué era un ático neoyorquino: el cuarto de estar ocupaba la superficie de media manzana; los ventanales que se alineaban a lo largo de tres paredes permitían ver un amplio panorama: el río se extendía hacia el oeste; se divisaba el puente George Washington, en la zona residencial, y un espacio desolado en el centro de la ciudad, el que alguna vez ocuparon las Torres Gemelas. Lucy lo observó absorta. Luego, dirigió su atención al suelo de tablas de madera, los muebles italianos de color blanco y negro, la cocina, mucho más grande que la de Alex. En la cuarta pared se veía una biblioteca. Y había fotos, con o sin marco en todas partes, desparramadas sobre la mesa, en las paredes y en el piso.

—Perdón, no tuve tiempo para ordenarlo un poco. —A Lucy le agradaba esa voz franca y nasal, así como el acento—. Llegué tarde y la persona que se encarga de la limpieza no vendrá hasta el viernes. Simon, hay café en la cafetera y leche en la nevera. Puedes servirlo mientras busco el paquete. Está en la bóveda. —Roland se disponía a salir cuando advirtió que Lucy le miraba desconcertada—. Aquí funcionaban las oficinas del depósito situado en la planta baja. ¿Quieres venir a echar un vistazo?

Ambos atravesaron una puerta y llegaron a una pequeña sala. Frente a ellos se distinguía una bóveda de seguridad con grandes pomos de metal y el nombre del fabricante grabado en letras doradas en las dos puertas. Simon aferró los tiradores y abrió las puertas de acero, dejando a la vista una habitación con estantes en las paredes. Lucy sintió que estaba en otro mundo.

—Siempre está abierta —comentó Simon mirando atentamente a Lucy—. La llave ya no existía cuando compré el edificio, pero es maravillosa.

Lucy le observó un instante y sintió una emoción abrumadora. A pesar de que ese hombre era un desconocido, quiso abrazarle.

—Lo apreciabas mucho.

—¿A Will? —Roland no dijo más, sólo asintió con emoción.

—¿Cómo era él? —le preguntó, mirándole atentamente—. No puedo hacerle esta pregunta a Alex, no todavía.

Roland comprendió y sonrió.

—No resulta fácil describirle. Era diferente de la mayoría de las personas con las que trabajo. Si se le ocurría una idea, iba tras ella. No aceptaba encargos, sólo hacía lo que le gustaba. Luego armaba un escándalo porque nadie quería comprarlo —dijo Roland, riendo—, pero el tiempo pasaba y tal vez un año después alguien le preguntaba a Pearl si teníamos algo sobre este o aquel tema. Siempre lo encontrábamos entre los trabajos que Will ya nos había entregado: sus fotografías relataban por sí mismas una historia, a veces las acompañaba algún texto. De pronto, esos hechos y esas personas, despertaban interés. Él siempre se adelantaba a las demandas del mercado. Sí, le apreciaba.

Roland cogió de un estante un paquete grande y se lo entregó a Lucy.

—Creo que esto es para ti —comentó. Su mirada dijo mucho más que sus palabras. Además de Alex y las personas directamente relacionadas con su trasplante, nadie conocía su secreto. Tal como Simon le había anticipado, Roland era especial. Lucy estaba fascinada y a la vez aterrorizada. Estuvo a punto de decírselo, pero él sonrió y meneó extrañamente la cabeza—. Si conoces a Alex, también conoces a Will. Simon nos espera.

Ambos salieron de la pequeña cámara. Lucy estaba absorta en sus pensamientos.

Tres tazas de café esperaban sobre una mesa baja en torno a la cual Simon había acomodado unas sillas. El anfitrión buscó un cuchillo en la cocina y se lo entregó a Lucy, que comenzó a cortar las cintas adhesivas mientras los hombres charlaban. No pudo seguir el hilo de la conversación, pues estaba completamente inmersa en sus reflexiones y atenta a sus movimientos. Con manos temblorosas, comenzó a retirar el papel de estraza y la envoltura de plástico con burbujas.

El contenido olía a rosas.

Un sirviente entra para avivar el débil fuego del hogar. Kate Dee advierte que está amaneciendo. Ella sacude suavemente la cabeza para indicarle que se retire. Su padre parece bastante cómodo en el banco con almohadones, donde dormita serenamente después de haber pasado tres noches en vela. Ha rehusado ir a su alcoba, temiendo tal vez que ya no volvería a despertar si el sueño le vencía. Las paredes están revestidas con madera, la habitación es abrigada. Ella preferiría dejarle dormir.

Kate aleja el rostro de la luz de la vela para evitar que la sombra caiga sobre su labor. Tiene los dedos entumecidos después de largas horas dedicadas a la costura; la aguja, no obstante, sigue afilada. Ella trata de avanzar con la tarea tan rápido como puede, con la esperanza de que él pueda ver el bordado. Aunque Kate y su hermano Arthur se niegan a hablar sobre el tema, saben que en pocos días más su padre ya no estará junto a ellos, y ambos creen que será una bendición. Si bien ese hombre maravilloso, ingenuo, erudito, ha pasado largamente los ochenta años, precisamente ahora su mente comienza a dispersarse, a inquietarse por las cosas que, según cree, ha «perdido». Le preocupa su preciada sal de plata y oro, no encuentra sus cucharas decoradas con imágenes de los apóstoles. Kate no tiene el valor de decirle que Arthur se vio obligado a venderlas porque viven en la indigencia.

Rápidamente, vuelve a concentrarse en su labor. La aguja entra y sale velozmente del lienzo, bordando el diseño que ha dibujado con festón relleno, para crear sombras en las rosas. Desea terminar esa parte para enseñársela al anciano. Ha copiado el diseño de rosas rojas y blancas entrelazadas que decoran el techo de esa habitación, la favorita de su padre. De acuerdo con sus instrucciones, sólo bordará las rosas rojas. Aún no ha llegado el momento de hacerlo con las rosas blancas. Y debe bordar con hilo de seda gris la polilla de seda que simboliza a la vez la muerte que acecha y la trascendencia a la que aspiramos, «con el agradable estilo de bordado que os ha enseñado la señora Goodwin». Ella ha accedido a esa petición. Su mano experta está plasmando sobre la tela la polilla que simboliza la preciosa seda de nuestra alma y el ángel saturnino de rostro oscuro que protege a los alquimistas.

—Y la mujer oscura —susurra Kate.

Un libro cae al suelo cuando su padre se incorpora. Ella acude, como una abeja va hacia una flor.

—Descansad un poco más —le pide mientras acomoda un pequeño almohadón y vuelve a cubrirlo con la manta. Kate advierte que el amado rostro de su padre tiene el color del pergamino. Sus ojos la miran sin verla; ella se alegra cuando vuelve a cerrarlos. Dee logra esbozar una sonrisa que le da la tranquilidad suficiente para regresar a su sillón y tomar nuevamente el bastidor. Reanuda el bordado, y se pincha el dedo al oírle decir, con los ojos cerrados:

—Las palabras serán como los números. Al regresar, desandaréis vuestros pasos por el laberinto.

—Sí, padre —responde ella, sonriendo, sin apartar la vista de su labor. Sabe que su padre seguirá hablando hasta el último minuto de su vida—. Me lo habéis dicho. Debo contar en sentido inverso desde el fin de la Tabla de Júpiter y empezaré por el número trece, la fecha de vuestro cumpleaños.

—Así es, Kate. Y la palabra elegida en la frase será la número trece, sin contar «y». Tu hija, ruego a Dios que os dé una hija, deberá elegir la frase a la cual corresponderá la palabra que ocupa el octavo lugar, y su nieta hará lo mismo para la palabra que ocupa el duodécimo lugar.

—Y si no fuera yo, padre, porque como bien sabéis aún no me he casado, será mi sobrina, tu nieta Margarita, la encargada de llevar a cabo esa tarea. Ella elegirá la frase apropiada para incluir «Adonis» en el octavo lugar, como habéis pedido. —Kate aparta la vista del bordado para mirar a su padre. Es incapaz de culpar al destino que la ha elegido para cuidar de él en su vejez, tal como su madre habría deseado. Con veintiséis años cumplidos, sabe que sus esperanzas de casarse son escasas.

—Mi querida Katherine, ¿acaso no ves lo que está a vuestro lado? —dijo su padre, con sorprendente energía—. El maestro Saunders os ha amado en silencio durante los últimos tres años. Es un joven honesto y bondadoso. No deberíais negaros a aquello que es bueno para vos. —Dicho lo cual, volvió a dormirse.

Roland y Simon interrumpieron de pronto su animada conversación. Lucy había abierto el papel y el cartón arrugado. Luego quitó el grueso envoltorio de plástico, desplegó un papel de seda y tomó un objeto exquisitamente bordado a mano. Era un bolso con forma de sobre, similar a un portafolios, de lienzo grueso, con borlas en los extremos, espléndidamente bordado con hilos de seda rojos, dorados y ocres. En el centro, una gran perla en forma de lágrima le servía de botón. Lucy lo levantó para mirar los detalles a la luz.

En la parte de atrás vio la morera que ya le resultaba familiar, bordada con hilos de algodón de distintos colores. Se entrecruzaba con una luna y un sol formados por hebras de seda de colores suaves, bordados aparentemente con punto nudo y punto atrás. Pero en el frente, bordadas en relieve, se veían dos sencillas rosas rojas en uno de los extremos y una guarda roja y dorada —le recordó los ornamentos de los folios antiguos y el diseño del laberinto de Chartres—, que iba desde la base del bolso hacia el espacio luminoso. Al mirarlo más detenidamente, descubrió inscripciones con tinta dorada, dispersas, en algunos casos descoloridas. Aparentemente, las habían impreso con una técnica similar a la serigrafía o el dorado a la hoja. Algunas palabras se distinguían en relieve: «busca», «duerme», «Señora», y tal vez «Venus» y «reunión». Habría que descifrar el texto. No obstante, lo más sorprendente era el encantamiento que producía el conjunto. Alguien había hecho ese trabajo por amor. Y nadie habría mantenido un objeto enterrado durante tanto tiempo, porque habría sido imposible evitar que se degradara. Tal vez había sido uno de los últimos actos de Diana.

Los dos hombres estaban fascinados por igual. Durante algunos instantes el tiempo pareció detenerse.

—La polilla o la mariposa de la parte superior —dijo Roland al fin— simboliza un alma que se ha reencarnado o ha vuelto a la vida. Y ¿qué ves aquí?

La joven no lo había visto antes, pero asintió cuando él lo señaló. Daba la impresión de que unas manos anónimas habían remendado y bordado la funda más de una vez a lo largo de los siglos. Sin embargo, aún se distinguía la pericia del artesano original. Pensó que ese objeto estaba destinado a ella. La había esperado todo ese tiempo. Ese descubrimiento tenía un enorme significado para Lucy. Se sentía profunda, fervientemente unida a Alex y al mismo tiempo esa sensación le causaba desasosiego. Ella siempre había estado sola, no había sido verdaderamente importante para nadie, ahora pertenecía a alguien.

Ella apoyó el bolso en la mesa al borde del llanto y abrió diestramente el botón. Dentro, como había previsto, estaban los pergaminos, las primeras páginas, las que Will había copiado. Encontró una rosa blanca en el fondo del bolso. Estaba perfectamente disecada, como su gemela de L’Aigle, y desprendía un aroma suave y antiguo que impregnó la moderna sala.

Simon no dijo una sola palabra. Roland se inclinó hacia la mesa para palpar el bordado con gesto reverente.

—Es uno de los objetos más raros que he visto. Diría que es obra de Dios si fuera creyente, pero dado que no es así, os ruego que me digáis de dónde demonios ha salido esto, y qué es.

—Tenemos la esperanza de que sea la respuesta a muchas preguntas difíciles —dijo por fin Simon.

—Tal vez —respondió Lucy mirando a Roland con los ojos húmedos— ha llegado desde el propio Jardín del Edén.