Habían concertado una cita para almorzar a las doce y media, pero estaba a punto de cumplirse la hora y todavía seguían recorriendo la calle 34, en el centro de Manhattan, entre una columna de taxis amarillos. Simon y Lucy atravesaron la entrada del edificio donde Roland tenía su oficina, mirando fugazmente los paneles de la recepción para confirmar el piso al que iban. Luego se introdujeron a toda prisa en el ascensor y subieron vertiginosamente. Lucy estaba inquieta y extrañamente emotiva desde la noche anterior. Al llegar a su habitación, la diferencia horaria la había disuadido de la intención de llamar a Alex. No obstante, le dedicó una cálida sonrisa a Simon, convencido de que todo habría terminado en poco más de una hora. Para entonces, habrían cumplido su misión. Hasta el momento, habían observado furtivamente a la gente que pasaba por los corredores del hotel y por las calles que recorrían sin descubrir señales preocupantes.
El ascensor llegó al piso diecisiete, allí estaba la oficina de Roland. Sus sonrisas se desvanecieron en cuanto la puerta se abrió con suavidad y vieron ante ellos a un encargado de seguridad y detrás de él cintas negras y amarillas que rodeaban el «escenario del crimen», oculto detrás de las gruesas puertas de vidrio. A juzgar por el caos, los delincuentes se habían visto obligados a desaparecer antes de terminar su tarea. Se veían archivos, libros y otros elementos desparramados.
Cerca de la puerta del ascensor, una mujer atildada, de unos cuarenta años, conversaba con un policía uniformado y otro de paisano. En la parte posterior de la oficina hombres con monos blancos se movían como fantasmas. El trío se acercó a Simon y Lucy.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó con cierta brusquedad la mujer, dirigiéndose a Lucy.
—Buenos días, soy Lucy King, y él es Simon Whelan. Hemos venido de propio desde Londres para entrevistarnos con el señor Brown —contestó ella de forma escueta. Era obvio que el señor Brown no estaba «en casa».
—Ah, sí. Él lo mencionó. Soy Pearl Garret, una de sus socias. —Después de un breve apretón de manos, la mujer continuó—. Roland tuvo que viajar urgentemente a Boston, yo tenía previsto dejarles un mensaje en su hotel, pero como puede ver… —La señorita Garret se detuvo abruptamente y les invitó a observar el caótico escenario que tenían delante—. No he podido desocuparme desde las siete de la mañana, cuando recibí el aviso de la policía. Roland se pondrá en contacto con usted hoy, alrededor de las seis, Lucy. Eso es lo que me pidió que le dijera. Ya tiene su número y sugiere que la reunión se realice en su apartamento mañana, a primera hora —concluyó, incapaz de ocultar cierta molestia.
—Perdón, señorita Garret, necesitaríamos que regresara a la oficina —dijo su acompañante, desviando su atención hacia uno de los hombres con mono blanco, que les hacía señas.
—Les pido disculpas, como pueden ver, tenemos un pequeño problema. Aquí conservamos material muy especial, no todas las fotografías están grabadas en disco. Las más antiguas suelen despertar un interés paranoico en personajes de la política o el espectáculo. Podríamos decir que nuestros archivos están llenos de trapos sucios. Aún no sabemos qué se han llevado. —La señorita Garrett llamó al ascensor. La puerta se abrió casi de inmediato—. Que tengan un buen día, pueden divertirse jugando a ser turistas. Esta ciudad es una especie de Disneylandia para adultos —se justificó, sonriente, y dio media vuelta sin esperar respuesta.
—¿Es una coincidencia o deberíamos preocuparnos? —inquirió Simon, con un tono inusualmente serio, en cuanto llegaron a la planta baja.
Lucy no supo qué responder. Una infinidad de rostros se dirigían hacia ella, pero incluso entre la marea humana que poblaba las calles de esa gran ciudad a la hora del almuerzo, y a pesar de los acontecimientos de los últimos veinte minutos, no podía pensar más que en llamar a Alex. Durante la hora previa a la excursión al edificio de Roland había tenido la sensación opresiva de que Alex estaba en peligro. Recordaba la herida de Max. Sin duda se sentía frustrada por la situación que afrontaba, y estaba exhausta por haber pasado una noche sin dormir, pero algo más, que no lograba identificar, la irritaba.
Simon se abrió paso entre la muchedumbre y la tomó del brazo.
—Propongo que encontremos un lugar donde almorzar a pesar de todo.
Ella asintió agradecida ante la posibilidad de hacer una pausa. Las abrumadoras frustraciones de esa mañana le impedían enmascarar el cansancio. Lo ocurrido era absurdo: un robo cometido la noche anterior había movilizado a la policía hacia ese edificio, el agente de Will había cancelado la entrevista. Su socia sólo había dicho que debía viajar a Boston. ¿No era extraño? Se sentía desanimada y débil después de tantos sobresaltos: la salida apresurada de la oficina, la escala en el hospital, el viaje de Battersea a Heathrow, el disgusto de Alex, la noche en vela, y finalmente la cita cancelada.
Llegaron al Tick Tock Diner, y mientras Lucy iba hacia el baño, Simon pidió un sandwich y un café cargado. Ella había decidido romper su norma de no consumir cafeína con la esperanza de que la reanimara. Estudió el relleno del sandwich cuando volvió del servicio y sintió una arcada que le indicó que no iba a ser capaz de probar bocado. Simon advirtió su malestar, dejó el tenedor con el que había trinchado una patata frita, y se inclinó para aferrar su brazo.
—No acerté con la elección, ¿verdad? Tal vez habría sido mejor la hamburguesa vegetariana. —Simon había tratado de respetar las indicaciones de Alex: alimentos sin sal, nada que pudiera ser recalentado—. A juzgar por la expresión de tu cara, el cordero no es tu comida favorita.
Ella trató de reír.
—Lo siento, no es la comida. No entiendo qué me sucede. Por un lado, deseo estar contigo para entrevistarme con Roland y me alegra tener la posibilidad de reafirmar mi independencia alejándome de Alex, pero por otro me siento desgarrada, como si hubiera perdido una parte de mí, y no me siento del todo cómoda con esa sensación.
—Tranquilízate, cariño. Estás hecha polvo, al igual que yo. Y no precisamente porque pasamos una noche de juerga. Mientras dormitaba, no paraba de estrujarme la sesera a ver si resolvía los acertijos. Parecía un encuentro entre Bilbo Bolsón y Edipo Rey. Incluso seguía tratando de descifrar la numerología de algunas palabras. A veces, tengo la sensación de haber perdido más de un tornillo. —Simon miró a Lucy, vio su rostro completamente pálido, y recordó de inmediato la orden de Alex: debía cerciorarse de que Lucy comiera a intervalos regulares y tomara su medicación según el horario—. Y para ser honestos, Roland está tan comprometido como nosotros. Las circunstancias parecen extrañas, pero creo que deberíamos conservar la calma y esperar hasta mañana. Ahora, por el amor de Dios, ten piedad de mí y come algo o, de lo contrario, tu novio me dedicará una mirada desdeñosa cuando regresemos. Preferiría un arrebato de ira de Will al mesurado disgusto de Alex.
Ella picoteó un poco de ensalada y tomó los inmunosupresores.
—He estado pensando que Alex tiene 34 años, el número mágico de la Tabla de Júpiter. Las pistas que hablan de ser «leal» y «veraz» apuntan al nudo, que es el símbolo de los Stafford. Estoy empezando a creer que los documentos cuentan nuestra historia.
—Y esta conversación tiene lugar en la calle 34. Es espeluznante.
—¿Cuál es tu conclusión, Lucy?
—Tú me contaste que una noche, en casa de Alex, apareció ese cuadrado con la palabra Sator, el mismo que vimos ayer en el avión. —Él asintió—. Aparentemente en una de las páginas hay un bosquejo de la historia de Venus y Adonis. La diosa persigue al joven apuesto.
—Continúa.
—¿No te recuerda la historia de Will y Siân? Ella intenta retenerle a la desesperada y él se lanza a una frenética cacería, y lo más extraño de todo es que Will resulta literalmente corneado en el puente, sufre una herida en el muslo, exactamente igual que Adonis. Alex me contó que la lesión era considerable, pero no fue la causa de su muerte. De todos modos, coincidirás conmigo en que es extraño. Mientras Venus iba en busca de su amante herido, las rosas blancas que pisaba le lastimaban los pies: la sangre de la diosa las tiñó de rojo. Como recordarás, Will le envió a Siân rosas blancas, aunque nunca pudimos descubrir el motivo.
Simon estaba cautivado por las asociaciones de Lucy.
—Philip Sidney también murió a causa de una herida en el muslo: le había cedido la armadura a un soldado que la necesitaba. De todos modos, ni siquiera su armadura habría podido detener la bala de mosquete que le hirió la pierna, provocándole una gangrena. Murió al cabo de varios días.
—Con ese ejemplo pretendes demostrar la escasa relación entre esos hechos, pero él era discípulo de John Dee. —Lucy omitió decir que el hombre que viajaba en la barca por el Támesis se parecía notablemente a Sidney, un noble dedicado a la poesía y la crítica literaria, tan cautivador como Byron. De hecho, fue el Byron de su época. Ella había visto sus retratos en el museo y el parecido era indudable, pero era imposible explicar aquella inquietante experiencia de Halloween a alguien que no hubiera estado allí. Ninguna persona en su sano juicio le habría creído. Alex y Amel, en cambio, lo habían visto—. Uno de los textos es una cita de Sidney. Y hay otro elemento extraño: mi nombre significa «luz». ¿Recuerdas las líneas donde se menciona a «Nuestra Señora de la Luz», que comienza su recorrido en el mes de las candelarias? «Lucy» es una Señora de la Luz. Yo nací en febrero, el mes de las candelarias. Exactamente, el tres de febrero. Mi padre solía decir: «Ese día murió la música, Lucy». Es la frase que te señalé en uno de los textos, cuando viajábamos en el avión.
A Simon le pareció una referencia terriblemente triste. Se preguntó cómo habría sido la niñez de Lucy.
—Sí, lo recuerdo, el día que se estrelló el avión donde viajaban Buddy Holly, Big Bopper y otros músicos. Creo que fue en la década de 1950.
Lucy asintió. Advirtió la congoja de Simon pero no quiso hablar sobre su vida y continuó rápidamente con su argumentación.
—Llegó el turno de Alex. Algunas pistas mencionan a Alejandro Magno, el nudo de los Stafford y las rosas. Y uno de los primeros textos del primer grupo habla sobre el Estigio, el río que lleva al territorio de los muertos. Mi primera cita con Alex fue el día de Halloween. El festejo había sido bautizado «Los espíritus de la muerte regresan del pasado». Y yo me disfracé de Ariadna.
—Por eso te interesan los sobrenombres. Deberíamos analizar cada texto hasta descubrir cuál es tu papel en la historia. De ese modo sabríamos cómo termina. Mientras tanto, como estamos en la calle 34, podríamos «jugar a los turistas» y echar un vistazo al Empire State. Debe de ser impresionante.
Habían pasado unos minutos de las siete de la tarde cuando el coche de Alex dobló la esquina de Redcliffe Square y miró hacia la ventana del apartamento de Siân. Se tranquilizó un poco al ver las luces encendidas y comenzó a buscar un sitio donde aparcar. La había telefoneado poco antes sin obtener respuesta alguna. Tal vez Siân había salido un momento. Alex temía que hubiera decidido declinar su invitación. Salió del coche, accionó la alarma y las luces titilaron.
Mientras rodeaba la plaza, miró detenidamente la iglesia de St. Luke cuya alta aguja se destacaba entre el verdor. La conversación que había mantenido con Grace la noche anterior había despertado su interés por esa iglesia neogótica, cuya silueta parecía terriblemente adusta bajo la luz todavía invernal de marzo. La semana siguiente llegaría otra estación y traería consigo un estado de ánimo más favorable.
Alex vio el Fiat Uno de Siân aparcado frente a la entrada, en un espacio reservado a los habitantes del edificio. Eso significaba que no había ido lejos, lo cual resultaba tranquilizador, teniendo en cuenta el estado emocional en que la había encontrado el día anterior. Llamó por el portero automático. No obtuvo respuesta. Retrocedió y volvió a mirar hacia arriba. Sin duda, las luces encendidas eran las del apartamento de Siân. Volvió a tocar el timbre. Nada. Miró el reloj, se había demorado apenas unos minutos. ¿Estaría bañándose? Volvió a llamarla desde el teléfono móvil, pero la línea estaba ocupada. Alex reflexionó unos instantes. Si ella estuviera hablando por teléfono, se habría acercado al portero automático para abrirle, salvo que estuviera conversando con Calvin y no deseara ser interrumpida. Súbitamente le preocupó la posibilidad de que hubiera hecho alguna tontería y de inmediato pulsó otro timbre. En el intercomunicador se oyó una voz que le pidió que se identificara.
—Hola, soy el doctor Alex Stafford. He venido a ver a Siân, la vecina del quinto piso. Las luces están encendidas, pero ella no responde cuando llamo a su puerta. ¿Podría dejarme pasar? Ella me está esperando, me temo que no se encuentre bien.
—¿Qué piso me dijo?
—El quinto, Siân Powel. Soy el hermano de Will Stafford.
—Ah, sí, el médico. El último piso, ¿verdad?
Alex se impacientó. Al fin oyó el zumbido que le permitió abrir la puerta. Avanzó por el corredor largo y mal iluminado que conducía a la escalera empinada y aún más oscura. Subió con cuidado. En el descansillo del tercer piso hizo una pausa para recobrar el aliento. En ese momento advirtió que estaba cansado. Se había marchado bastante tarde de la casa de Grace y desde entonces no había dormido una hora entera, esperando inútilmente que Lucy le llamara. A las seis le había despertado una emergencia, de modo que había trabajado durante doce horas. Al fin vio la puerta del apartamento de Siân. Le pareció que estaba entreabierta. Se extrañó, pero efectivamente, así era. Quizá había salido a la terraza y la había dejado abierta para él. Subió los dos últimos tramos y pulsó la luz del corredor, pero no se encendió. No era sorprendente que Will hubiera elegido un apartamento en el piso más alto de un edificio sin ascensor.
En la penumbra del vestíbulo algo le llamó la atención. Alex se acercó a la puerta y pudo ver una línea blanca que contrastaba con la pintura satinada de color crema: el marco estaba rajado. La cadena de seguridad pendía de los tornillos casi sueltos. ¿Qué significaba todo aquello? Aguzó el oído en un intento de escuchar algún sonido. Nada. Pudo apreciar el desorden imperante en el interior en cuanto abrió la puerta con cautela. Las estanterías del vestíbulo se hallaban desprovistas de libros y objetos, ahora desparramados por el suelo. Atisbo el mismo desorden por el vano de la puerta que conducía al cuarto de estar. Los cajones estaban vacíos, los libros abiertos, algunos con las páginas hacia abajo, y la tapa del piano estaba levantada. El apartamento había sido revisado con metódica profesionalidad.
El recién llegado advirtió que algo se movía en la oscuridad, cerca de la sala de estar. Siân permanecía acurrucada contra una pared, con las rodillas flexionadas y los brazos cruzados, en posición fetal. Aferraba algo contra el pecho. El auricular del teléfono pendía del cable que salía del aparato colgado en la pared y se balanceaba suavemente cerca de ella. Alex se abrió paso entre los despojos y se arrodilló junto a Siân. Cuando ella le miró, pudo ver el hilo de sangre que le caía desde la nariz. Y aun en la penumbra advirtió que alrededor del corte que tenía en el pómulo se estaba formando un hematoma. Los ojos azules de Siân lo reconocieron.
—Eres tú —dijo, con una voz apenas audible—. Creí que él había regresado.
Siân rodeó el cuello de Alex con los brazos y le abrazó. Su ligero temblor se acentuó.
—Tranquila —repuso Alex con voz suave. Luego se apartó un poco para mirarla mejor. No parecía tener golpes en la cabeza. En unos segundos comprobó que las pupilas parecían normales y el pulso estaba un poco acelerado—. ¿Qué ha ocurrido?
Alex descartó una posible violación a tenor del estado en que se hallaba el apartamento. Hizo ademán de tomar el auricular para telefonear, pero Siân le detuvo. Meneó la cabeza e intentó ponerse de pie.
—Quise llamar a la policía, pero él me arrojó contra la pared y me dijo que regresaría si intentaba llamar a alguien. Pensé que iba a matarme pero sólo me golpeó con el dorso de la mano. —Siân tocó su nariz y vio que sus dedos se manchaban de sangre. Hizo una mueca de dolor cuando palpó el pómulo lastimado—. Prometió no hacerme daño si me quedaba quieta.
Intentó incorporarse de nuevo, esta vez con éxito.
Alex quería formularle muchas preguntas, comenzando por la identidad del agresor, pero su trabajo le había enseñado que debía tomarse las cosas con calma y trató de serenar a Siân. De pronto comprendió que el objeto que ella aferraba contra su pecho era la chaqueta que Will llevaba puesta el día en que murió. El personal de emergencia del hospital le había cortado las costuras para quitársela cómodamente. En el piso, frente a Siân, estaban las demás prendas que él vestía ese día: una camiseta, unos vaqueros gastados e incluso la ropa interior. Había empaquetado sus prendas de cuero, para el último tramo del viaje a casa había elegido la ropa más liviana y la chaqueta Ducati, su preferida. Si bien era menos abrigada, obviamente era más cómoda. Al mirar hacia el dormitorio, Alex vio la bolsa de plástico del hospital con los efectos personales de su hermano: la habían vaciado.
Siân adivinó los pensamientos de Alex y le miró con aire de culpabilidad.
—Henry me entregó la bolsa del hospital cuando se la devolvió el policía encargado de la investigación. Yo sólo quería la chaqueta: fue mi regalo para su último cumpleaños, un año antes del accidente. A él le encantaba, era una prenda poco común, tuve que encargarla especialmente en los Estados Unidos, ¿lo recuerdas? —Alex asintió—. Creo que Henry prefirió no tener estas cosas cerca. Para mí también era difícil, de modo que las guardé en el ropero y me olvidé de ellas hasta que él las encontró.
Alex escuchó su explicación; luego, la rodeó con el brazo y soportó el peso de su cuerpo mientras la conducía a la sala de estar. La apoyó en el brazo de un sillón mullido mientras quitaba los libros apilados en el asiento y después la ayudó a acomodarse.
—Recuéstate un segundo; en un momento compruebo si tienes alguna herida grave.
Alex buscó en su chaqueta una pequeña linterna médica e iluminó sus ojos hasta que logró que parpadearan. Satisfecho, encendió la lámpara de lectura y giró el rostro de Siân hacia la luz para examinar el cartílago de la nariz y el corte de la mejilla.
—Esto necesitará sutura, pero no deberían quedar marcas. Él tenía una sortija. —Ella asintió—. ¿Qué parte de tu cuerpo golpeó contra la pared?
Sian señaló el hombro derecho e hizo una mueca de dolor cuando él le tocó suavemente el antebrazo.
—¿Te duele mucho?
—Así es, pero no creo que esté fracturado.
Alex le pidió que ejerciera presión sobre su mano. Ella logró hacerlo.
—Tampoco yo lo creo. Ahora cuéntame cómo sucedió.
—Salí a comprar vino y vi tu llamada a mi regreso. Abrí sin preguntar cuando oí el portero automático, convencida de que habías llegado más temprano. Cuando él llamó a la puerta no pude verle por la mirilla, la luz del pasillo estaba apagada. No quité la cadena de seguridad, pero él lanzó todo su peso contra la puerta en cuanto accioné el picaporte y la cadena se cortó, así de simple. Él me empujó, me golpeó, me ordenó que no me moviera. Luego hizo este… —Siân miró el desastre circundante y rompió a llorar por primera vez—. Pensé que si llamaba a la policía él regresaría y me lastimaría de verdad.
Alex hizo girar lentamente el cuello de Siân hacia ambos lados. Pareció satisfecho. La columna no estaba dañada. Ella siguió sin soltar la chaqueta.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí? ¿Qué aspecto tenía? ¿Era un hombre corpulento?
—No lo sé, Alex. Tal vez fueron veinte minutos. No, seguramente más. Él era robusto, no demasiado alto, llevaba un traje caro, diría que de Max-Mara, y guantes de cuero marrón. Se quitó deliberadamente uno de ellos para golpearme y luego volvió a ponérselo… Calzaba zapatos caros del mismo color que los guantes. —Alex sonrió al oír la descripción de la vestimenta. Sin duda, Siân lo había estudiado con una mirada profesional—. Me preguntó dónde estaba mi novio y me amenazó con golpearme otra vez porque no le respondí. Creo que no encontró lo que buscaba. ¿Se refería a Will?
—Diría que hablaba de Calvin —opinó Alex. Su mente era un torbellino. Echó un vistazo al apartamento y cogió el abrigo de Siân—. Se suponía que yo tenía que entregarle algo hoy, pero no he logrado encontrarlo en ninguna parte. ¿Aún no has tenido noticias de él? —Siân meneó la cabeza—. Ven. Un médico amigo mío atiende a víctimas de accidentes automovilísticos en una unidad de emergencia en Chelsea. Voy a pedirle que te haga un chequeo y luego vendrás conmigo a casa. Ya ordenaremos el apartamento mañana, después de que lo inspeccione la policía. Esto ha llegado demasiado lejos.
La altura no asustó a Lucy cuando miró hacia abajo. La brisa le agitaba la melena larga y sedosa y el aire fresco hacía relucir su piel aceitunada. Su aspecto había mejorado notablemente. Sonrió a su compañero.
—Lo sabías, ¿verdad? A esto se refería la pista que mencionaba la «extraña energía simiesca», las películas y el vestíbulo art déco.
—No estuve seguro hasta que llegamos aquí. El acertijo de King Kong era fácil y la aguja que apunta hacia la copa del manzano, por supuesto era la Gran Manzana, pero tenía dudas acerca de los diez mil pies cuadrados de mármol. Todo se relaciona con la calle 34. ¿Por qué ese número es tan importante?
El teléfono móvil de Lucy estaba sonando. El viento atenuaba el sonido, apenas audible. No podía ser Alex, en Gran Bretaña eran apenas las nueve de la noche, a esa hora estaría cenando con Siân.
—Habla, Sandy. ¿Dónde te encuentras? —Su voz sonaba más clara que nunca al compararla con el acento norteamericano. Lucy profirió un grito de alegría. ¿Qué significaba ese sobrenombre para ella?
—En lo alto del Empire State Building, en la calle 34. Como siempre nos aventajas, ya sabrás que es uno de nuestros misterios. —Luego, con un tono más serio, preguntó—: Alex, ¿todo está en orden? Estaba preocupada por ti…, pero estás cenando, no quiero ser una molestia. ¿No se trata de Max, verdad?
Alex meneó la cabeza aunque ella no podía verlo. Ya no se sorprendía por sus propias reacciones instintivas.
—No, no es Max, se trata de Siân. Recibió una visita inoportuna en su apartamento. No pude entregarle el paquete a nuestro intermediario, porque no aparece por ningún lado. Llamé incluso a su madre, y me dijo que pasó un día con ella en Nantucket, pero ya no está allí. Esta noche regresa en un avión desde Boston.
—¿Boston? —le interrumpió Lucy.
—No sé a qué está jugando. No puedo hablar mucho ahora, Siân se quedará conmigo esta noche. Está alterada y magullada, y su apartamento no es seguro. Ahora se está dando un baño. Necesito hablar con Simon sobre su contacto en Scotland Yard.
Lucy estaba horrorizada y no quería agregarle motivos de preocupación. Inmediatamente le dio el teléfono a Simon. La sucesión de improperios que salieron de su boca hizo que todas las personas que estaban en el mirador dirigieran su atención hacia él.
—El único motivo por el cual acatamos su orden de mantener alejada a la policía fue su promesa de que nadie resultaría lastimado. Es evidente que no la han cumplido —dijo Alex. A Simon le pareció que en su voz había más cansancio que ira, aunque siempre era difícil detectar qué expresaba esa voz—. Ellos han violado sus propias normas, es hora de que impongamos nuestras propias condiciones.
—Son capaces de cualquier cosa para lograr sus fines, Alex. Cuando encuentres a Calvin, prométeme que le mantendrás esposado hasta que yo llegue.
Simon sacó la PDA del bolsillo de la chaqueta e intercambió su información con Alex mientras meneaba la cabeza con enfado. Lucy escuchaba, con la mano helada en la boca del estómago, mientras él mencionaba números telefónicos y daba opiniones. A partir de sus respuestas, podía inferir que Alex estaba poco dispuesto a abundar en comentarios. Finalmente, Simon le devolvió el teléfono.
Lucy apoyó la oreja en el aparato para que el viento no le impidiera oír.
—Yo también te amo. —Sin duda, era lo que Alex había dicho, aunque ella aún no había hablado. Las palabras que siguieron, pronunciadas con una voz sorprendentemente reconfortante, más firme que la de Simon, la dejaron sin habla—: El nombre de John Dee suma 34 si aplicas la numerología, y otra cosa más, ¿sabías que tu cumpleaños es el día número 34 del año?