21

—¿Trajiste tú esta rosa para mí ayer? —Lucy salió del baño sujetando la toalla que la envolvía. Observó más detenidamente el capullo delicado y mustio. Era perfumado y colorido, pero al mirarlo atentamente vio que la lluvia lo había dañado un poco—. Tendrías que haberlo hecho ayer, el veintiuno, por el equinoccio de primavera.

Alex fue hacia ella desde la habitación contigua. El baño estaba situado en medio de los dormitorios de los dos hermanos.

—No, creí que tú la habías traído. Me sorprendió que hubieras encontrado una rosa tan temprana. —Alex meneó la cabeza—. Ahora que lo dices, me habría gustado hacerlo, pero dudo que todavía haya flores. ¿Quién ha estado aquí? Quizá alguien pidió prestada la casa —comentó, y luego se acercó a la flor para observarla—. En realidad, está marchita, pero se ha conservado maravillosamente. Tiene marcas de escarcha.

—Sin embargo, tiene una exquisita fragancia a mirra. ¿Crees que la cortaron hace mucho?

Lucy regresó al dormitorio sin esperar la respuesta. Las persianas estaban entornadas y la ventana abierta. Alex había llevado una bandeja de desayuno con una tetera y brioches.

—¿Ahora bebes mi brebaje? —preguntó Lucy entre risas—. Me estás consintiendo. Debo regresar al mundo real mañana y me espera una larga jornada.

Alex se preguntó en qué consistía ese «mundo real», pero respondió con deliberada liviandad:

—Como a todos. Debemos coger un avión alrededor de las cuatro. Antes tengo que devolver el coche y pagar la diferencia. Sería conveniente que almorzáramos temprano.

Lucy adivinó fácilmente lo que Alex estaba pensando.

—Desearía no tener que marcharme de aquí jamás. Me siento segura, protegida, y las sábanas huelen a lavanda…

Ese lugar, la casa de la madre de Alex, la había conmovido profundamente.

Sentía que había encontrado algo cuya pérdida no había advertido hasta entonces. A pesar de los momentos de tensión que habían vivido, esa casa fue una mágica poción de amor. Allí, junto a Alex, se había sentido relajada, completa, sana. Lucy dejó caer la toalla y fue hacia la ventana. Por primera vez en varios meses no se preocupó por ocultar sus cicatrices. La lluvia había dado paso al sol y se veía un doble arco iris.

—Alex, mira. —Él se acercó, la abrazó desde atrás y se inclinó hacia el alféizar.

—Poesía y ciencia —aconsejó con una sonrisa—. Debes ver el jardín antes del almuerzo.

—Déjame cocinar para ti —propuso. Él aceptó.

La hierba estaba empapada y había algunas ramas en el suelo, pero la tormenta no había causado grandes daños en el huerto. Lucy vio un centenar de rosales. Aunque todavía no tenía flores propiamente dichas, ya se distinguían diminutos capullos. Luego señaló la espiral de la fuente situada en el centro de los arriates. Alex le explicó que su madre había realizado esa artesanía. El agua helada la desbordaba. Sin embargo, pudo distinguir la figura de Venus en el centro. Detrás de las flores, en un muro de piedra que servía de barrera contra el viento, descubrió un reloj solar: un antiguo brazo de hierro apuntaba su dedo hacia Venus. Había sol suficiente, y como una niña intrigada, Lucy miró su reloj para verificar la hora, pero frunció la nariz cuando comprobó que no era correcta. Alex rió.

—Fue calibrado como un reloj lunar. Mi madre se llamaba Diana, como la diosa de la Luna, y le encantaba la luz de la luna. En algún momento utilizó el reloj solar que está en el otro sector del jardín, y teníamos que hacer los ajustes necesarios. Según recuerdo, cuarenta y ocho minutos de corrección por cada día de luna llena, cuando el mediodía coincide con la medianoche. Pero después era necesario hacer muchos cálculos, de modo que este tiene las correcciones indicadas en la placa.

—Es mágico. Tu madre era admirable.

Alex asintió. La tristeza que Lucy percibió en su gesto no se debía al hecho de haberla perdido sino a la pena de haber estado lejos de ella mientras vivía. Él prefirió hablar de ese tema en otra ocasión.

—¿Damos un paseo por el huerto?

Lucy pisó una baldosa floja decorada con una gran estrella mientras se alejaban de la zona del reloj lunar. Alex oyó el ruido.

—Hay que reparar todo esto. Intentaré poner un poco de orden si puedo venir aquí otro fin de semana largo con buen tiempo. Traeré a Max. ¿Estarías dispuesta a ponerte los guantes de jardinería?

—Ya conoces la respuesta.

Lucy se alegró de que la incluyera en la visita con su hijo. Tomó la mano de Alex y caminó con él hacia el pequeño bosque. Cuando llegaron a un sector donde la hierba estaba alta, húmeda y enmarañada, él la cargó sobre su espalda. Ella se preguntó si estaría alucinando a causa de la medicación, pero Alex estaba realmente allí, olía a vetiver —el aroma predominante del Acqua di Parma— y a madera húmeda. Ella le besó el cuello.

Alex telefoneó a Max; este estaba aprovechando la ocasión para arrastrar a Siân a todos sus lugares favoritos. Entretanto, Lucy cortó ajos de ascalonia y limones y puso en una fuente el pez de San Pedro que habían conseguido en el mercado el día anterior. La cocina era espaciosa e iluminada, estaba bien equipada y había una enorme variedad de hierbas. Era un placer cocinar allí. Introdujo el pescado en el horno y echó un poco de arroz en una cacerola de agua hirviendo. Luego, bebió un vaso de agua, regresó a la sala de estar y se dirigió directamente hacia el piano. Alex le había dicho que, en efecto, era el piano de Will. Hacía años que había dejado de tocar, aunque alguna vez había sido una pianista bastante buena. Quiso saber si podía hacerlo de nuevo. Tragó saliva cuando leyó la partitura que estaba sobre el piano.

—¿Lo intentarás? —preguntó Alex, acercándose a ella.

—Esto supera un poco mi nivel. La sonata Waldstein, el Impromptu de Schubert, todas estas piezas increíblemente difíciles de Chopin. Ni un solo nocturno a la vista. ¿Era tan buen pianista?

Alex asintió decididamente. Ella, por el contrario, meneó la cabeza.

—Entonces, tendré que practicar —concluyó. Lucy movió el violonchelo y miró a Alex—. Era tuyo. La lira del dios Apolo —dijo sin dudar.

—Lo he abandonado, no tengo tiempo. Solíamos tocar tríos, Will y yo éramos los menos diestros, mi madre era una violinista de primer nivel. Cuando ya no pudo tocar debido a su enfermedad, yo también dejé de hacerlo. Will siempre tocaba para ella, cuando llovía se pasaba días enteros frente al piano. Yo no podía imaginar que estaba enferma. En los últimos tiempos todos nos reuníamos aquí para tocar. —La voz de Alex se fue apagando a medida que hablaba—. Por favor, toca un poco de música. Es triste que un instrumento tan bello esté silencioso.

—No te hagas demasiadas ilusiones —repuso Lucy con suficiencia, aunque ansiaba acariciar las teclas. Miró a Alex un rato, hasta que se decidió. Sus manos, bastante seguras, encontraron su camino sin dificultad. Alex la escuchaba mientras ella tocaba una pieza de Debussy. No era una obra particularmente difícil, pero la interpretaba con gran sentimiento. Le conmovió especialmente su elección. La pieza era breve y a modo de aprobación, él asintió cuando terminó.

—La niña de los cabellos de lino —dijo, con voz tenue—. Will solía llamarla «La niña de los muslos de caballo». —Lucy rió al oír la ocurrencia—. Había olvidado que era tan bella. ¿Puedes tocarla otra vez?

La joven accedió de buen grado y el tiempo retrocedió para Alex mientras las notas se desgranaban hasta llegar al día de su boda, cuando se casó con Anna. Will había dicho que el cabello de Anna era como «el viento entre los maizales» y había interpretado esa pieza para ellos en la iglesia del pueblo donde ella había nacido, en Yorkshire. Y le había dicho a Alex que si realmente la amaba se mantuviera firmemente unido a ella. Se preguntó qué le diría Will ahora, acerca de Lucy. Tal vez, que no repitiera el error. El cabello de Lucy era como una seda negra, no se parecía en nada a Anna. Sin embargo, percibió la delgadez de un velo. Se sorprendió, no habría sido capaz de imaginarlo, ni siquiera el día anterior. Fue hacia ella y le besó el cabello.

—Gracias.

Lucy fregaba los platos y Alex arrojaba unas espinas de pescado a la basura cuando sonó su teléfono. Lamentaba haberlo encendido, pero habría debido presentarse en el hospital ese día, de modo que miró con optimismo a Lucy y respondió.

—Alex Stafford —dijo.

—Nos ha entregado la mitad. Hemos revisado los documentos y faltan la mitad de las páginas. —Era la voz del hombre con quien se había batido en un duelo verbal el viernes por la noche, con su leve cadencia de Kentucky.

—No sé de qué habla. Les he entregado cuanto tengo. Tal vez sea conveniente que revise los libros que indudablemente usted mismo nos ha robado.

—Entonces no han encontrado todo. El último pergamino es claro: «a mitad de camino a través de la órbita». Esta es la mitad de la documentación. Supongo que el resto es el texto que en realidad estamos buscando. Ahora, piense usted por mí, doctor Stafford, muchas cosas dependen de esto. ¿Dónde puede estar?

—¿Qué espera encontrar? ¿El dobladillo del vestido de un ángel?

—No hable tan a la ligera, doctor Stafford. No olvide cuál es su posición. Ya sabe que soy un hombre que consigue lo que desea. Le llamaré mañana a esta misma hora para que me dé la respuesta —le amenazó, y cortó.

Lucy observó a Alex. Había oído algunos fragmentos del diálogo y de inmediato había comprendido de qué se trataba.

—¿Les entregaste todo?

Alex asintió.

—Todos los originales. Aún tengo las fotocopias que hice para que tú pudieras trabajar sin que se dañaran. Hasta donde sé, no me quedé con nada.

—¿Cuánto debemos temer a esta gente?

—Me gustaría saberlo —dijo Alex, dubitativo—. Hasta ahora, tú has demostrado una intuición excelente con respecto a este asunto. ¿Tienes la sensación de que hay algo más?

Lucy se quitó los guantes de goma y se apoyó en el fregadero.

—Todavía no me has dicho qué descubriste en la primera hoja de Will. Tú también la habías descifrado. Supongo que llegaste a una conclusión ligeramente distinta de la mía.

Alex la tomó de la mano y la condujo a la biblioteca de la sala.

—¿Ves alguna Biblia? —Ambos revisaron los estantes. Ella descubrió un libro con la cubierta algo gastada. Tenía una inscripción: «Domingo de Ramos, 1970». Era un regalo que Alex había recibido de sus padrinos el día de su bautismo—. Bien. Es una Biblia del rey Jacobo —Lucy le siguió hasta el sofá, donde Alex continuó con la explicación.

—Al igual que tú, llegué a la conclusión de que la primera parte significa: «Will I am». Supuse que se refería a Will. Luego comencé a pensar en alguien cuyo alfa y omega coincidieran en la misma fecha. Y de inmediato lo relacioné con Shakespeare, pues coincidían la época y el nombre. Yo recordaba que había nacido el 23 de abril y que había muerto en esa misma fecha y corroboré que era correcto. Parecía una posibilidad. Pensé en la «canción del mismo número en el viejo libro del rey» y después de fracasar con el Cantar de los Cantares supuse que debían de ser los Salmos. Entonces lo intenté con el famoso salmo 23, lo leí, e hice los cálculos. Nada. Pero ¿cuál es el resultado de multiplicar por dos el número veintitrés, es decir, de unir las dos mitades, la fecha de nacimiento y la fecha de su muerte, en un solo número?

—Cuarenta y seis. —Lucy pasó las páginas hasta encontrar el salmo 46. Alex y ella se miraron: un trozo de hoja de palma, plegada en forma de cruz, cayó del libro—. Se suele hacer el Domingo de Ramos. ¿Ha estado ahí desde tu bautismo?

Alex meneó la cabeza con incredulidad.

—Es extraño, señala esa página. Cuenta el mismo número de pasos desde el principio y dime qué obtienes.

Lucy recorrió con el dedo cuarenta y seis palabras desde el principio. Luego miró a Alex y le dedicó una leve sonrisa.

—No me digas que si cuento el mismo número desde el final…

—Debes omitir la última palabra, ¿recuerdas? Es «Selah» en este ejemplar, pero es «Amén» en el que tengo en mi apartamento, el que Will llevaba en su mochila.

Lucy siguió las instrucciones. Tembló al posar el dedo en la palabra cuarenta y seis: «lanza»[12].

—Alex, eres un genio. ¿Esto es real?

—¿Estamos de acuerdo en que el mensaje completo dice «William Shakespeare», quien casualmente tenía cuarenta y seis años cuando se imprimió la Biblia del rey Jacobo?

—No es raro, y a la vez es terriblemente extraño. ¿Es un código?

—Tengo la impresión de que Shakespeare está implicado en los documentos. De qué manera, no puedo imaginarlo. Pero seguramente esto no satisface el pedido de «más».

Lucy permaneció callada un instante, con los ojos vidriosos.

—¿Will lo había descubierto?

—Tal vez tú lo sepas —se burló Alex, aunque sin malicia—. Me encantaría averiguar qué hizo después de visitar la catedral y recorrer el laberinto. Los mensajes que me envió sugieren que tenía algo que decirme. Cuando revisé sus pertenencias encontré la postal de Chartres y la nota que mi madre le dejó sobre la carne, junto con la factura del almuerzo en un restaurante. Se había cortado el cabello. Y había dibujado un ciervo o un venado en una pequeña hoja de papel. Y como sabes, había encargado flores para Siân un poco antes de las tres, pero el transbordador no zarpaba hasta tarde. ¿Qué pasó por su cabeza durante las horas restantes hasta la salida?

—Desearía saberlo y decírtelo, Alex, pero no soy Will. Sólo tengo una parte significativa de él conmigo, pero si mi intuición funciona, diría que hay algunas cosas peculiares. ¿Dijiste que las flores que le envió a Sian eran rosas?

—Rosas blancas. Para su cumpleaños, que sería un mes más tarde.

Lucy asintió.

—El laberinto olía a rosas. Quizá el perfume que me regalaste flotaba en el aire cálido, pero también puede ser un fenómeno del dédalo mismo. ¿Es posible que la rosa que está arriba tenga seis meses de antigüedad? ¿En ese caso, estaría tan bien conservada? ¿Es posible que ya estuviera cuando Will pasó por aquí?

Alex se encogió de hombros.

—¿Quieres decir que es probable que él la hubiera cortado?

—Era el equinoccio de otoño. Entonces, tenemos una rosa de otoño, un venado y el ciervo. Interesante, ¿verdad? El ciervo es uno de los atributos de Diana, la diosa de la Luna, ¿verdad? —preguntó Lucy, aunque no necesitaba oír la respuesta—. Y había un ciervo en el corpiño de la mujer de tu miniatura. Diría que Will regresó a esta casa. ¿Está en la ruta hacia el transbordador?

—Más o menos. ¿En qué estás pensando?

—¿Tu madre le dio alguna clave? —preguntó Lucy mirándole con gravedad. De pronto se le había ocurrido una idea—. ¿Qué decía el papel que le dejó junto con la llave?

—Algo como: «Para Will, cuando seas alguien que no eres ahora…». —Alex comprendió qué pensaba Lucy—. Supongo que ahora eres tú si piensas como un poeta más que como un científico. Tal vez la llave en realidad iba dirigida a ti.

—Ellos se llevaron la copia de oro que hiciste para mi cumpleaños.

—No importa. Tendrás otra vez la original de plata cuando lleguemos a casa.

—Nosotros somos parte de este enigma, Alex. Tú y yo somos los elegidos para resolverlo. ¿No fue acaso Alejandro quien cortó el nudo gordiano?

Alex rió.

—Casualmente, la insignia de la familia Stafford es un nudo. Supongo que mis padres me gastaron una broma cuando me llamaron Alexander. Ha sido parte de la heráldica de los Stafford al menos desde el siglo XV, pero esa no es mi familia materna.

—Sin embargo, los Stafford están incluidos de algún modo en el misterio. Un Stafford fue embajador de Francia durante el reinado de la reina Isabel. Era el contacto con Giordano Bruno, quien fue quemado en la hoguera nada menos que en Campo dei Fiori, el campo de las flores. A eso seguramente se refiere el primer documento que recibió Will, y creo que él lo descubrió. Leí sobre el tema cuando investigaba sobre Dee y creo que Simon también lo mencionó. La conexión con el apellido Stafford me impresiona. Revisaré mis notas. Me pregunto si tendrá algún parentesco.

Lucy experimentó una súbita revelación.

—El jardín de estilo Tudor. Las rosas. La luna. El territorio de Diana. Vayamos a echar un vistazo.

Lucy recorrió con el dedo la espiral que Diana había creado en su fuente. Era un mosaico que describía su brillante trayectoria a través de un sendero azul y rojo rubí formado con trozos de platos de porcelana rotos. Los colores coincidían con tal exactitud que ella comprendió que habían sido rotos adrede. La fuente era poco profunda y estaba bordeada por conchas marinas. Lucy recordó a la dama de Shalott, que trabajaba con los reflejos para entretejer sus hilos gracias a que las escamas de plata reflejaban el cielo y el paisaje que las rodeaba. Mientras trazó la ruta hacia Venus, que estaba en el centro, la joven recordó los suaves dedos de Alex mientras seguían la curva de la cicatriz que rodeaba su pecho y encerraba su corazón. El movimiento era en sí mismo sensual, cautivante, misterioso.

Lucy giró hacia él para decirle algo, pero él estaba sumido en sus pensamientos mientras observaba el impreciso reloj solar y vaciló. Alex lo percibió y la invitó a compartir sus ideas.

—El sol no gobierna este lugar. Su vitalidad es esencial para las rosas, pero incluso en pleno verano, cuando el aroma es embriagador, mi madre solía traerme aquí mucho después de que hubiera oscurecido, para demostrarme que el perfume era más intenso, más atractivo, durante la noche. Todas las flores huelen más por la noche y las rosas blancas son luminosas a la luz de la luna. Para el reloj lunar el mediodía es la medianoche. La fontana refleja las estrellas: un fragmento del cielo en la tierra. El espíritu de este jardín es femenino. Mi madre creó este espacio para expresar otra visión del mundo y oponerse a la regla general. Aquí el Sol es consorte, un compañero vital, pero no es el soberano. No era suficiente que lo entendiéramos con el intelecto, ella necesitaba que lo aprehendiéramos con los sentidos —concluyó Alex, y miró a Lucy—. Quizá porque la suya era una casa habitada por hombres.

—Aparentemente, ella tenía su propia casa.

—Sí, pero era algo por lo que se preocupaba. Las mujeres eran las poseedoras de los secretos de la vida y la muerte, desde la prehistoria, antes de que se comprendiera cuál era el rol masculino en la procreación, porque ellas podían producir vida. Se las consideraba poseedoras de un conocimiento innato de los misterios de los dioses y así eran iniciadas en la sabiduría divina. Luego hubo un viraje hacia una visión masculina, racional, del mundo, relacionada con Apolo, que minimizó la importancia de la Luna, lo femenino, lo onírico, en la religión. El dios Sol, Apolo, aportó claridad y promovió la valoración de lo que era cognoscible en lugar de lo inexplicable. El dios de las visiones extáticas y del rito de la luna era Dionisio.

—Tú y Will —sugirió Lucy.

Alex rió.

—En cierto modo, sí. Sin embargo, mi madre tenía la esperanza de que la claridad y el misterio no fueran incompatibles y que de la unión de ambos surgiría una mejor comprensión del mundo. Tal vez pensaba que ella y mi padre, en algunos aspectos encarnaban esa unión.

Alex no dijo más. Lucy había comprendido y caminó hacia él para tomar su mano.

—Si pudiera elegir una madre, sería la tuya —dijo con una convicción que conmovió a Alex. Ella miró la cuña del reloj, que apuntaba hacia el acuoso reino de Venus. Vio que indicaba una hora entre las tres y las cuatro, cuando debería ser al menos una hora más temprano.

Alex siguió su mirada.

—Mucho más que cuarenta y ocho minutos.

Lucy imaginó a la madre de Alex a la luz del jardín.

—¿Sabes que Botticelli pintó La Primavera y el panel de Venus y Marte para reflejar la magia de un aspecto específico de los planetas, para inspirar en el espectador la comprensión de la armonía celestial? Seguramente tu madre sabía que cada persona es sólo una partícula microcósmica del universo aunque expresa la creación y la divinidad en su totalidad.

Mientras Alex la oía, la atención de Lucy se desplazó a la sombra del reloj. Faltaba un día para el equinoccio de primavera, el momento en que estaban en equilibrio lo femenino y lo masculino, la Luna y el Sol, el día y la noche. Un matrimonio celestial. Ella pensaba que era un momento perfecto para que ellos estuvieran en esa casa, «una consumación devotamente deseada». Se produciría alrededor de esa hora inexacta —las cuatro—, justo antes del amanecer, cuando se apaga la luz de la luna, antes de que el primer rayo de sol aparezca en los equinoccios.

—Alex, mira dónde cae la sombra.

En realidad eran poco más de las dos, pero la sombra se proyectaba hacia la baldosa con la estrella que debía ser reparada. Alex se agachó para volver a mirarla. Esta vez le intrigó que estuviera floja. Lucy se soltó el cabello y le dio su hebilla para que pudiera levantar el borde. La baldosa salió fácilmente de su lugar. Debajo había un hoyo profundo, sin contenido alguno.

—Indudablemente aquí había algo.

Alex miró a Lucy, frustrado. No tenía cómo guiarse en ese territorio. El hoyo sugería que su madre había creado ese lugar secreto con un objetivo importante que él desconocía por completo. Debajo de la estrella, aproximadamente a un pie de profundidad, se había albergado un objeto. Era suficiente para ocultar una caja o una botella.

—Alguien llegó hasta aquí antes que nosotros —afirmó.

Lucy aferró entre sus dedos la mano derecha de Alex, que aún sostenía la baldosa y la hizo girar, dejando la palma hacia arriba. Ambos se miraron y sonrieron.

—Will.

En el reverso de la baldosa había una segunda estrella, constituida por dos cuadrados que formaban algo semejante a los pétalos de una flor, cuidadosamente pintada, marcada con números y algunas palabras. La cerámica se había horneado para preservar el dibujo.

Debajo de la estrella se leía, en italiano: E quindi uscimmo a riveder le stelle («Y luego salimos a ver otra vez las estrellas»), y en el centro había una llave: la llave de repuesto de la Ducati.