Alex se pasó todo el vuelo sumido en sus pensamientos acerca de las implicaciones de la obsesión que aquella gente tenía por Dee y los comúnmente conocidos libros sobre los ángeles. ¿Podría existir una relación con el accidente fatal de su hermano? El veredicto del encargado de la investigación había corroborado, un mes antes, que la muerte fue accidental, pero él tenía nuevos motivos para sospechar. Sin embargo, debería dejar esas reflexiones para otro momento; abrían demasiadas heridas, y su preocupación inmediata era encontrar a Lucy. Los modales de aquel hombre, Guy, el descendiente del templario, le desarmaban de puro encanto cuando conversaba por teléfono, pero sus métodos no lo serían tanto cuando se le pusiera a prueba. Alex era escéptico con respecto al argumento tranquilizador de Calvin, quien le había asegurado que evitarían causar daño. Sentía que la vida de Lucy estaba en la cuerda floja. Debía reunirse con ella cuanto antes porque se enfrentaría a una segunda catástrofe, potencialmente mayor, si no tomaba su medicación. La policía había hallado en el escenario del secuestro el bolso además del teléfono; por lo tanto, Lucy no tenía consigo sus medicamentos. Él debería proporcionárselos.
A pesar de que el avión aterrizó con diez minutos de demora, Alex tenía la mente activa y despejada mientras iba a retirar el vehículo que ya habían alquilado y pagado en efectivo para él, lo cual era un indicio de que disponían de una red de contactos. Le invadía la desagradable sensación de estar desprotegido en un vehículo tan fácil de rastrear por ellos, pero no tenía demasiadas opciones. Veinte minutos después le hicieron entrega de un pequeño Citroën a bordo del cual abandonó el recinto aeroportuario por una carretera, resbaladiza a causa de la lluvia, en dirección a una casa situada en Arbonne-la-Forét. Debía ignorar las condiciones climáticas si deseaba llegar en menos de una hora. La hora acordada era las doce y media. No podía demorarse, por ellos y por Lucy. Ella debía haber tomado sus medicamentos a las nueve y esas horas de retraso podían poner en peligro su vida.
El viaje hacia Fontainebleau y luego hacia Arbonne fue sorprendentemente veloz teniendo en cuenta la adversidad del clima. No había tráfico en el camino, y Alex, que conocía bien el primer tramo de la ruta, no tuvo problemas para seguir las señales después de Fontainebleau. Entró en el pueblo, recorrió un sendero y comenzó a mirar los nombres de las casas. Encontró fácilmente la que buscaba: destacaba de las demás porque estaba iluminada. Golpeó la puerta. Un ama de llaves abrió.
—Je suis désolé…
—Oui, Monsieur. Il attend. Entrez, s’il vous plaît.
La mujer estaba nerviosa. Alex comprendió que le habían endilgado el asunto contra su voluntad. Ella le invitó a sentarse en una amplia habitación con paredes de piedra. Tal vez había sido parte de una sencilla granja, remodelada para darle un aspecto más señorial. En la pared había fotografías de una hermosa joven rubia de pómulos salientes. Alex las observó confundido.
—No encontrará pistas aquí, doctor Stafford. Esta casa pertenece a una actriz alemana que fue mi amante hace tiempo, pero desde hace años no estamos en buenos términos.
Un hombre de cabello oscuro y piel bronceada, con un jersey de cuello vuelto color crema y pantalón oscuro de pana, bajó por una ostentosa escalera desde lo que antiguamente habría sido un ático o un granero. No era la voz del hombre con quien había conversado por teléfono.
—Ella no sabe que estoy aquí y su hija embarazada está en Londres… No creo que a ninguna de ellas le alegre verme, de modo que sería prudente que controle sus modales.
Alex distinguió un leve acento de origen desconocido enmascarado por un inglés aprendido en una escuela de los Estados Unidos. El aspecto de ese hombre, aunque no sus maneras, le recordaron a un brillante médico israelí especialista en asma y alergia.
—No me interesa. Tengo algunos documentos para usted. Desearía entregárselos y terminar con nuestro asunto —contestó, midiendo sus palabras, con un tono de voz que expresaba un dominio de sí mismo que, si bien no era real, resultó convincente. Luego extrajo el dossier del maletín. Con las manos enguantadas, el hombre analizó minuciosamente cada uno de los pergaminos. El tiempo pasaba peligrosamente y Alex se inquietaba: Lucy debía tomar sus medicamentos. Comentó que se trataba de documentos antiguos y frágiles, que no debían manipularse innecesariamente.
Su interlocutor se sorprendió ante la falta de interés o conocimientos por parte de Alex y se preguntó qué pensaba él sobre el contenido de esos documentos. El médico declaró con voz firme que no sabía nada y que consideraba exagerado el interés que despertaban. Nunca reveló la palabra que había escrito en la postal de Will unas horas antes y se mantuvo sereno hasta que le autorizaron a retirarse.
Alex conducía el Citroën en dirección al oeste poco después de la 1 a.m. El regreso a Chartres le llevaría casi una hora a causa de la lluvia a pesar de que recorrería la mayor parte del trayecto por una autopista. Su teléfono móvil sonó.
—La suya ha sido una interpretación impecable, doctor Stafford —dijo una voz lisonjera, que volvía a ser la del caballero templario—, y nosotros somos caballeros. Por lo tanto: la porte d’hiver. A las dos en punto. Je vous souhaite une bonne nuit. Au revoir.
El reloj de la catedral acababa de dar las dos cuando Alex vio a Lucy, sola, acurrucada y temblorosa en el portal del atrio del norte. Eso le disgustó. Se quitó el pesado abrigo y se lo echó encima de los hombros. De pronto, volvió la vista atrás a tiempo de ver cómo un automóvil oscuro con los focos apagados se alejaba a toda velocidad. Escrutó otra vez el rostro de Lucy, evaluó rápidamente su estado físico y emocional. Ella le sonrió con esfuerzo.
—No volverán a apoderarse de mí. No probé nada de lo que me ofrecieron. Ni siquiera bebí un sorbo de agua.
Después de unos instantes, Alex comprendió que Lucy hablaba como Perséfone al regresar del inframundo. Sonrió aliviado e incrédulo. Permaneció un rato aferrado a ella, para darle calor. Sin embargo, Lucy percibió que él temblaba un poco. Difícilmente podía imaginar la angustia con que había vivido las horas anteriores. Por primera vez se sentía más fuerte que él. No hubo fragilidad en la manera en que retribuyó su abrazo y levantó el rostro para mirarlo.
—Estoy bien, Alex. Sabía que me rescatarías —afirmó—, pero ¿qué hay en esos documentos?
Él no pudo responder.
—El hotel está muy cerca.
—No iremos allí.
Alex tomó un botellín de agua de un bolsillo del abrigo y unas cápsulas del otro y se las ofreció a la muchacha. La introdujo en el coche después de que se las tomara. Efectuó una breve parada frente al Grand Monarque Hotel, negándose a soltar su mano mientras pagaba la factura al conserje y recogía el pasaporte y las pertenencias de Lucy. Hizo una brevísima escala para dar las gracias a la policía así como para recuperar el bolso y el teléfono. Les informó de que ella estaba ilesa pero conmocionada. La preocupación primordial era su salud, por lo cual responderían a sus preguntas más tarde, después de haber descansado. Alex hablaba un francés fluido y sus palabras no admitían réplica, de modo que rápidamente siguieron su camino. Durante los treinta minutos de viaje aferró la mano de Lucy, soltándola sólo para cambiar las marchas. Eran casi las tres cuando llegaron al camino que conducía a la casa cercana a L’Aigle. Alex guardó el coche en el garaje y cerró cuidadosamente la puerta a pesar de lo avanzado de la hora.
Corrieron bajo una lluvia helada. Él cogió una llave oculta debajo de un tiesto de geranio sin flores. Encendió algunas luces, dejó las ventanas cerradas y le indicó dónde estaba el baño antes de subir a toda velocidad la escalera y juguetear con algunos interruptores. Regresó antes de que Lucy hubiera encontrado una silla.
—Este lugar… —dijo Lucy con el rostro resplandeciente a pesar de la fatiga.
Contempló la amplia sala de estar con vistas a un pequeño invernáculo, los muebles blancos de mimbre, recientemente tapizados, las acuarelas en las paredes, un piano, un violonchelo apoyado en un taburete, fotos por todas partes. Se sentía como una niña que ha regresado a casa. Se instaló en un antiguo sillón de madera, frente a una mesa ubicada junto a un aparador donde brillaba la vajilla de porcelana.
Alex encendió la cocina de gas y puso a calentar una tetera; luego, fue hacia un minúsculo corredor, hurgó en el congelador y regresó con una rebanada de pan de centeno. Aún no estaba listo para relajarse y oír los comentarios de Lucy.
—No sé desde cuándo está aquí, pero revivirá si lo tostamos. No deberíamos arriesgarnos con la mantequilla, pero debes comer algo —explicó Alex antes de proseguir con sus quehaceres y por fin le entregó una taza de té y una tostada untada con miel de procedencia intachable.
Luego fue otra vez a la planta alta. Lucy recuperó el color gracias al calor del té y de la casa aunque sentía que la fatiga se apoderaba de ella. Alex reapareció y se apoyó en una esquina de la mesa de la cocina. Miró sus enormes ojos, cansados y ojerosos, y sonrió.
—Todo está en orden. He encendido el fuego arriba, y el agua ya está caliente, puedes darte una ducha rápida.
Lucy se puso en pie y apoyó con suavidad los dedos en los labios de Alex para hacerle callar.
—No es una ducha lo que necesito, Alex…, ni tampoco un médico.
Ella le perfiló la sonrisa con el pulgar y él lo tomó y lo besó. Saboreó la dulzura deliciosa de la miel. Sus ojos verdes miraron los ojos castaños de Lucy para comprender qué le decían. Al instante colocó una mano detrás de su cabeza y sus labios se unieron suavemente.
No tenía sentido apresurarse ahora después de lo mucho que habían esperado aquel momento. Alex se dejó llevar por su aliento a miel y la besó lánguidamente antes de inclinarse para levantar el cuerpo menudo y apoyarlo contra el suyo. Sin dejar de mirarle a los ojos, Lucy le rodeó espontáneamente con sus piernas. Él la llevó suavemente escaleras arriba. La madera de pino que ardía en el hogar ya había perfumado ligeramente la habitación. Alex la sentó dulcemente sobre la gruesa manta de lana que cubría la cama. Se desvistieron el uno al otro sin prisa, deleitándose morosamente. Él le besó las mejillas y las pestañas, se tendió con ella en la suavidad de la manta y le acarició el contorno de la cintura y el vientre. Sus manos subieron reverentemente para recorrer con dedos sensibles la cruel cicatriz que dibujaba una curva alrededor de su pecho izquierdo, desde la costilla hasta la clavícula. Lucy reprimió un grito, sintió deseos de llorar.
—Es tan fea…
—Al contrario, es hermosa —la contradijo Alex—. Te salvó.
Y con sus besos recorrió lentamente toda la herida. Luego los labios y el cálido aliento de Alex rozaron el cuello de Lucy y volvieron a encontrarse con su boca.
Esta vez el deseo fue incontenible; la pasión, urgente. Lucy anhelaba con todos sus sentidos el calor de su cuerpo, la demora era una agonía, el placer era casi doloroso.
—¡Alex! —Lucy había dejado escapar esa palabra con tal ardor que él llevó decididamente la mano hacia su cadera. Luego, al oír nuevamente su nombre, la levantó un poco y entró en ella. Los dos comenzaron a respirar agitadamente.
Las manos de Alex aferraron la cintura de Lucy, ella le rodeó con sus piernas y le sintió en la profundidad de su cuerpo, con tanta intensidad que se le deshilacharon los pensamientos. Él siguió besándola mientras sus dedos buscaban un camino entre sus cuerpos entrelazados y comenzaban a bajar desde el ombligo. Ella le detuvo.
—No, Alex, no sigas.
Él abrió los ojos sin comprender. La miró fijamente y ella no pudo resistirse, le entregó su alma. De improviso, su cuerpo se liberó. Cedió a las sensaciones casi dolorosas que recorrían todo su cuerpo. Nunca se había sentido tan expuesta y tan imperiosamente auténtica. Sus sentidos habían regresado del largo exilio que ella misma les había impuesto. Aunque no podía explicar cómo había sucedido, se había permitido confiar en él, había ansiado unirse a él, y eso se traducía en el magnetismo de sus cuerpos. Él percibió todo su placer, los primeros acordes, exquisitos e irrepetibles, de la intimidad entre ellos, y sólo entonces se dejó llevar por su cadencia.
Lucy perdió la noción del tiempo hasta que descubrió que los brazos de Alex la rodeaban. Ambos se habían saciado. Ella se durmió oyendo los latidos del corazón de Alex y el sonido del viento.