18

La mano le apretaba la boca con tanta fuerza que a Lucy le costaba respirar; además, no estaba acostumbrada a moverse con tanta rapidez, siempre trataba de regular su actividad física por el bien de su corazón. El brazo libre del hombre sujetó con firmeza los de Lucy. Ella consiguió apoyar la mano derecha sobre el pecho e intentó serenarse. Pensó que si tenía un hada madrina o un ángel guardián, era un buen momento para conocerlo.

Sintió olor a limas. Le resultó extraño que ese aroma no le desagradara a pesar de lo aborrecible de la circunstancia con que estaba asociado. Se obligó a no desmoronarse y se esforzó más aún por olvidar el dolor que sentía en el cuerpo. Piernas, brazos y hombros trataron de liberarse del hombre que la atenazaba. Sintió que volvían a abrirse las heridas, producto de la operación. Era inútil dar puntapiés, estaba en inferioridad de condiciones físicas. Cualquier contorsión le provocaba más dolor. Trató de pensar, pero se lo impedía el dolor.

Llegaron a la entrada de un aparcamiento subterráneo. Prácticamente la arrastraron fuera del coche. El hombre comenzó a correr con ella por la empinada espiral que dibujaba una escalera que bajaba hacia los distintos niveles del aparcamiento. La cautiva se sentía más mareada conforme iban descendiendo. La insensibilidad de las piernas y la náusea de un estómago revuelto le recordaron los síntomas del Mal de Chagas. Literalmente, he regresado al inframundo, se dijo. Otro hombre estaba apoyado contra un coche, en la penumbra. La joven pensó que podía gritar para pedir ayuda, hasta que comprendió que les estaba esperando. La introdujeron de cualquier modo en un lujoso automóvil y la lanzaron sobre el hermoso tapizado de cuero del asiento trasero. El captor se deslizó dentro del vehículo y le empujó la cabeza hacia abajo de forma brusca. El otro hombre arrancó el coche a toda velocidad. Lucy se sentía enferma, débil y asustada. Su mente evaluó la sórdida perspectiva que se le presentaba. Comprendió que había sido muy afortunada por no haber vivido antes situaciones similares, teniendo en cuenta que había viajado con frecuencia a lugares remotos. Para superar cualquier tipo de ataque sexual, es necesario permanecer sereno, con la mente tan fría como sea posible. Usa tu cerebro, Lucy, siempre te han dicho que eres inteligente. De tu conducta puede depender que vivas o mueras. De pronto la asaltó la escalofriante idea de que, si las cosas salían mal, el laberinto podría ser su omega. Por lo tanto, se relajó y comenzó a respirar lentamente, mientras repetía como una plegaria las palabras de Alex. Se refugió en el éxtasis que había experimentado en el laberinto, en la unidad con él, en aquello que sentía su corazón.

—Tengo un problema, Siân. ¿Puedes ayudarme? —En su voz había una urgencia que no era propia del hombre que ella conocía.

—Sólo dime cómo, Alex.

La puso al tanto del viaje de Lucy a Chartres con sucinta rapidez. Ya había telefoneado a las autoridades francesas a fin de facilitarles la información sobre los últimos movimientos de la joven y les había advertido que estaba convaleciente de un trasplante de corazón.

Estas reaccionaron con presteza y le llamaron en cuanto localizaron cerca de la catedral el teléfono móvil de Lucy. Le informaron además de que alguien había revuelto el equipaje que esta tenía en el hotel. Él estaba desesperado. Ignoraba su paradero, y le preocupaba sobremanera que no tomara su medicación, dado su estado de salud. Era imprescindible que ingiriera los inmunosupresores. Debía tomar un avión sin demora.

—¿Puedes quedarte con Max?

—Con gusto, Alex.

—¿Es una ocasión especialmente poco propicia para hacerte esta petición?

—De ninguna manera, íbamos a salir a cenar. Algo sin importancia después de lo que me has contado. En veinte minutos estaré allí.

—Es un atrevimiento lo que voy a pedirte después de que estás deshaciendo tus planes para ayudarme, Siân —empezó Alex con voz entrecortada—, pero ¿podrías acudir tú sola, sin Calvin? Es que Max…

Se interrumpió para mirar a su hijo, que se había sentado junto a él para ofrecerle tácitamente su apoyo aun cuando no podía comprender la situación desde la perspectiva de un adulto. Alex fue totalmente sincero, no quería que su hijo conociera todavía a quien había reemplazado a Will. En realidad, a él le causaba rechazo la idea de que ese extraño primo al que había conocido unos meses antes estuviera en su apartamento y tuviera acceso a su vida privada.

—No hay problema, Alex. Te comprendo. Dame un poco de tiempo para poner algunas cosas en un bolso. Si necesitara algo más, vendré a buscarlas mañana, con Max.

Siân llegó a casa de Alex antes de que él terminara de hablar con Anna para contarle lo sucedido. Él le aseguró que todo lo concerniente a Max estaba bajo control. Anna conocía a su exesposo, sabía que era un hombre aplomado, que no se permitía crear situaciones de alarma. Comprendió que le sucedía algo verdaderamente importante y que estaba evidentemente preocupado. Max tenía confianza con Siân, de modo que Anna dio su aprobación, y prometió regresar tan pronto como fuera posible.

Alex estaba guardando su pasaporte y algunas cosas más cuando abrió la puerta. Finalmente, Calvin la había acompañado. La miró inquisitivamente mientras ella saludaba a Max con un cariñoso abrazo.

—Calvin no se quedará, Alex. Sólo me trajo hasta aquí, pero tiene que decirte algo importante, creo que debes saberlo —dijo, y dando media vuelta miró insistentemente a su novio, invitándole a hablar.

Alex le observó con recelo.

—No tengo mucho tiempo, Calvin. ¿Es importante?

—Mucho. Déjame llevarte al aeropuerto. Hablaremos por el camino. —Esa noche no se percibía en su voz la acostumbrada combinación de zalamería y seguridad. Por el contrario, su tono era vacilante y culposo—. Debes llevar esos papeles relacionados con Dee. Sé que los has encontrado.

Alex quiso reír pero la situación era verdaderamente grave. No daba crédito a sus oídos. Creía que esa búsqueda del tesoro tenía interés sólo para su familia, era un misterio o, a lo sumo, un fascinante conjunto de acertijos para poner a prueba el ingenio de las futuras generaciones, pero las palabras de Calvin implicaban que algo mucho más importante estaba en juego, que ese misterio podía tener incluso una faceta siniestra.

A continuación, Alex habló con una serenidad demoledora, con un tono de voz desconocido para Siân.

—¿Qué relación guarda todo esto contigo? —preguntó, pronunciando cada sílaba con tanto énfasis que incluso su hijo le miró con preocupación.

—Tal vez hablé con demasiada espontaneidad en el lugar equivocado. Quizá estoy asociado a ciertas personas cuyas prioridades son discutibles, pero sin duda, están muy interesados en apoderarse de algo que habéis heredado.

—Calvin, quiero que me digas todo lo que sabes. Debes decírmelo. Nunca, en toda mi vida, quise lastimar a un hombre, pero eso cambiará si algo le sucede a Lucy. —Alex miró a Calvin con un enfado tan justificado que le obligó a desviar la vista.

Luego miró al suelo. Max había estado sentado allí poco antes. Por primera vez vio que su hijo había dibujado una especie de rompecabezas copiado del dorso de algunos de los pliegos que él no había utilizado. Nunca le había prestado demasiada atención a ese diseño. Sonrió y le guiñó el ojo a su hijo, que pareció aliviado al ver que su padre había recuperado su personalidad habitual. Alex recogió los pergaminos, los guardó en el sobre y los introdujo en un portafolios. Recogió el maletín con su instrumental médico y se puso el abrigo con una sola mano.

—Pórtate muy bien con Siân. Te quiero —dijo Alex. Luego besó a su hijo y le abrazó con fuerza—. Eres muy inteligente. —A continuación miró a Siân casi con la misma emoción y la abrazó. Sus labios dibujaron en silencio la palabra «gracias».

Los dos hombres se marcharon.

El vehículo se detuvo entre las siluetas de los árboles de las montañas, que eran de una belleza casi fuera de lugar; desde las mismas se dominaba la llanura de Chartres. El conductor sacó bruscamente del coche a Lucy. Tenía náuseas, pero no estaba lastimada y estaba decidida a ver el lado positivo de las cosas. Pero el frío la había entumecido. Al salir de la catedral se había echado encima su abrigo liviano, pero no bastaba para protegerse de la gélida atmósfera crepuscular. La temperatura descendía a medida que el sol de marzo se ocultaba. Los últimos resplandores le permitieron distinguir el hermoso edificio de una granja algo ruinosa. En aquel momento no le interesaban los detalles arquitectónicos. Era extraño sentir tanto terror en medio de tanta belleza. Dos hombres la empujaron a través de la puerta y se encontró en una habitación húmeda, con un fuego escaso, donde un tercer hombre leía, sentado frente a una mesa, a cierta distancia del hogar. Parecía indiferente a su llegada.

Lucy se alarmó. No entendía de qué se trataba todo aquello. Se sintió completamente abatida. Aquello no parecía un ataque a una mujer sola. El temor se apoderó de ella. No se le ocurría cómo afrontar esa situación. En realidad, no sabía a qué debía enfrentarse.

—Confío en que no la hayan lastimado, señorita King. —El único custodio de la antigua granja apartó la vista de su libro—. Una intervención cardiaca es algo serio, produce una transformación.

El comentario la confundió. ¿Cómo lo sabía? Lucy miró a ese hombre casi atractivo: tenía unos cuarenta años, un poco de sobrepeso, en el cabello rizado asomaban algunas canas y parecía ser de mediana estatura. Estaba sentado frente a una sencilla mesa de granja, con un tablero de ajedrez: la partida había quedado inconclusa. Ella decidió no hablar —no se sentía capaz de hacerlo— y se obligó a aparentar serenidad. No respondió a las preguntas sobre su llegada a ese desolado paraje. Sus ojos recorrieron la habitación y volvieron a mirar ese rostro. El hombre parecía entretenido o tal vez impresionado por su silencio. Súbitamente, puso fin a la inercia.

—Gracias, caballeros. Mefistófeles, ¿tendrías la bondad de salir y llamar a nuestro superior? Creo que le agradaría tener noticias sobre nosotros. Y ahora —agregó, sin dirigirse abiertamente a Lucy—, nosotros esperaremos.

Su interlocutor retomó la lectura de su libro con absoluta indiferencia mientras que la figura del secuestrador desaparecía por la puerta principal. Al oír su desagradable nombre Lucy pensó que, en efecto, aquel lugar tenía algo de infernal, y sonrió con tristeza.

Lucy aún no había despegado los labios al cabo de una hora, aunque comenzaba a creer que no corría peligro por el momento. Miró a su alrededor en un intento por descubrir el motivo de la escasa iluminación de la habitación. El fuego era a todas luces insuficiente y había corriente de aire, por lo que se sentía cada vez más helada, pero no dijo nada. El conductor, un hombre alto de ojos grises, hablaba fluidamente en francés con el hombre sentado. Se dirigió a la destartalada cocina, donde Lucy no podía verle, y regresó con un vaso de agua. Ella evitó una necia demostración de desprecio y aceptó el vaso sin decir una palabra, pero no bebió.

Sonó un teléfono móvil. El hombre sentado a la mesa contestó sin prisa. Escuchó largo rato antes de hablar.

—Ponlo al teléfono.

Lucy advirtió en ese momento que era un estadounidense con un leve acento sureño, pero no carecía por completo de la calidez de la doctora Angélica.

—Tenemos a la chica —anunció con tono alegre y divertido. A Lucy le recordó un gato que juega con un pájaro herido al que en realidad no desea comer—. Creo que podemos conseguir la llave —afirmó mientras hacía un gesto al hombre que había secuestrado a Lucy en el atrio de la catedral, que abandonó una silla situada en la parte más oscura de la habitación y se acercó a ella para arrancarle la cadena que llevaba en el cuello, la fina cadena de oro que Alex le había regalado para su cumpleaños unas semanas antes. La pequeña llave se soltó. La piel le quedó magullada. Ella se sintió mancillada y miró los ojos amarillos del hombre que bien merecía su nombre diabólico.

—Sí, ya la tenemos —dijo la encantadora voz del gato sureño—, y ahora, buen doctor, creo que yo tengo algo que usted quiere. Y usted tiene algo que yo quiero. No hay necesidad de involucrar a otras personas, y eso no sucederá si usted sigue las instrucciones de la carta. Pero, por favor, créame que si encuentro a la gendarmerie rondando mi puerta o percibo la más mínima ambigüedad por su parte, puedo ser un hombre colérico. El intercambio más que conveniente que le estoy ofreciendo no sería posible. Espero haber sido suficientemente claro. —Lucy advirtió que sus palabras eran concisas y que había pronunciado la palabra «gendarmerie» en un francés excelente.

El hombre se puso en pie y caminó lentamente en dirección al hogar. Lucy pudo oír la voz de Alex en el auricular y recuperó la confianza: era tan serena como siempre.

—… comprendo que esos documentos que parecen despertar su interés tienen escaso atractivo para mí. Me maravilla que hombres adultos estén tan fascinados con ellos. ¿En realidad cree…?

Su captor volvió a alejarse a fin de negarle la posibilidad de saber qué sucedía. Le miró a la cara. Los intentos de medirse con Alex en un enfrentamiento dialéctico eran lamentables. Levantó del suelo una pieza de ajedrez y jugueteó con ella. Por fin regresó y se sentó junto a ella para que volviera a oír con claridad la voz de Alex. La joven comprendió que esperaba una reacción emocional de su parte.

—… se está recuperando de una cirugía y necesita ser tratada con suma consideración. Removeré cielo y tierra para asegurarme de que usted sufra lo indecible y le prometo ser implacable por mucho que me asegure el señor Petersen que no es usted de los que se arredra ante nada. De modo que dejemos de lado el ajedrez verbal, fijemos nuestras condiciones y atengámonos a ellas. Mi vuelo sale hacia el aeropuerto Charles De Gaulle en quince minutos y llega a las 11 p.m. ¿Cómo sugiere que…?

La secuestrada apartó la cabeza del teléfono. Comprendía que sus captores querían que Alex les llevara los documentos que había desenterrado pero no entendía cómo se habían enterado, por qué eran tan importantes ni qué demonios tenía que ver el «señor Petersen» con todo aquello. Se negó a mirar al hombre que la mantenía prisionera y trató de no oír las últimas palabras que pronunció:

—Es un gran placer negociar con una persona inteligente. Ahorra mucho tiempo y sufrimiento. No pude asistir a una función de ópera a causa de este asunto, aunque algunos personajes muy importantes le asegurarán que yo estoy allí ahora mismo, tomando una copa de champán en el intervalo. ¿Le gusta la ópera, doctor Stafford? ¿Conoce Lucia di Lammermoor?

Alex se resistió al oír la última indicación con respecto a la manera en que se reuniría con Lucy, pero sabía que ya había jugado casi todas sus cartas y tendría que aceptar esa condición. Apagó el móvil y siguió al último pasajero que abordaba su avión, reflexionando acerca de la tácita amenaza que acababa de oír con claridad.

La adrenalina le había mantenido concentrado a lo largo de la última hora extenuante, pero se permitió un momento de intimidad en cuanto se abrochó el cinturón de seguridad a fin de evaluar lo que le habían comunicado tan precipitadamente. Después de ofrecerse infructuosamente a acompañarle a Francia, Calvin había intentado durante el trayecto en coche explicarle a Alex quiénes eran aquellos tres hombres obsesionados por la posesión de los documentos del doctor John Dee. A la vista del secuestro de Lucy, lo más alarmante de todo eran las sugerencias de Calvin acerca de la clase de personas que les rodeaban y las conexiones que tenían en las altas esferas de los gobiernos de tres continentes. El hombre con quien Alex había hablado era aquel a quien Calvin llamaba Guy, «el americano en París». Prefería vivir la mayor parte del tiempo en Francia porque tenía el orgullo de ser descendiente de un templario y tenía a todo tipo de hombres a su disposición. La manera en que Calvin pronunció su nombre le recordó a Alex la mantequilla clarificada, lo cual, de alguna manera, le fue de utilidad: escurridizo, pero no sólido.

En alguna de las tandas de información que conmocionaron a Alex, Calvin había mencionado a otros hombres relacionados con su colega, que parecían excesivamente fascinados por su antepasado y su hipotético rol de confidente de los ángeles. Alex advirtió que todos utilizaban apodos en lugar de nombres verdaderos y su ámbito de influencia se extendía, de acuerdo con las palabras de Calvin, a políticos situados en cargos importantes.

El primo americano le había informado con un tono de verdadera angustia que ellos jamás se manchaban las manos haciendo el trabajo sucio y había terminado con una conclusión tajante: era imposible engañarlos y no les interesaba el dinero. Le había asegurado que lo que buscaban era propaganda y que la utilizarían con un importante objetivo político. Además, contaban con la protección de muchos hombres prominentes, interesados en sus descubrimientos, pero, según creía Calvin, no llegarían al extremo de causar daños graves en tanto consiguieran sus propósitos. Por el momento, sería mejor hacer las cosas a su manera.

Los sentimientos de Alex hacia su primo eran turbulentos, oscilaban entre la furia, la incredulidad e incluso la piedad. Mientras escuchaba su extenso discurso, se había preguntado más de una vez si era honesto con él, si tenía algún propósito oculto. No obstante, había escuchado con atención qué decía o no decía, y cómo lo decía, había formulado pocas preguntas y había ocultado sus ideas.

Quería tener libertad para reflexionar sobre todo aquello y para analizarlo con su propio criterio. Sólo tenía la certeza de que, en treinta y cinco minutos, Calvin le había dicho más que suficiente para trastornarlo. Alex tenía presente una verdad sobre la que había cavilado muchas veces, aunque nunca de una manera tan personal: en el mundo había personas lo suficientemente religiosas para odiar, pero no para amar. Muy próximo a la desesperación, comprendió que debía recuperar a Lucy sana y salva, a cualquier precio, y marcharse.