—Puedes venir conmigo o quedarte, pero yo voy a ir sin importar cuál sea tu decisión.
Lucy nunca había discutido con Alex a pesar de las frustraciones y las confusiones y en ese momento estaba a punto de hacerlo. Le costaba tomar esa decisión. Le había llevado semanas conseguir el permiso y todo estaba en orden. Ya trabajaba media jornada y debía organizar por sí misma su agenda. Había reservado una habitación para alojarse desde el viernes hasta el domingo y estaba mentalmente preparada para la experiencia. Más aún, sentía que era inevitable. Debía ir en ese momento.
Alex estaba alterado. Había trabajado sin descanso todo el mes, en las horas que le dejaban libres sus alumnos y el hospital, para completar la tesis, lo cual había sido un gran desafío, estimulado por el deseo de disponer después de un poco de tiempo para disfrutar. Ella había dicho que tenía dos semanas libres antes de ir a Chartres para el equinoccio de primavera. Le interesaba particularmente viajar en esa fecha y había hecho los arreglos necesarios para que los responsables de la catedral le permitieran recorrer el laberinto antes del comienzo de la temporada, durante las horas en las que estaba cerrada. No había sido fácil y había apelado a sus credenciales como productora de televisión para conseguirlo. Las postales de Will la habían intrigado. Quería ver con sus propios ojos lo mismo que había visto el hermano de Alex. Deseaba celebrar el antiguo rito de la primavera en el momento apropiado.
Si bien le sorprendía que fuera tan importante para ella, en realidad Alex estaba inquieto y preocupado ante la perspectiva de que viajara sola. De modo que unos días antes de que partiera, mientras almorzaban, le dijo, sencillamente:
—Me gustaría ir contigo.
Lucy se sintió inundada de placer y alivio. No había esperado esa declaración.
Habían mantenido una relación cada vez más estrecha desde el día de su cumpleaños, dentro de los límites impuestos por la escasez de tiempo.
—No es aconsejable comenzar una relación con un hombre divorciado que tiene un hijo al que aún no he conocido, un trabajo a jornada completa y una tesis por completar —había dicho Lucy a Grace.
Sin embargo, en secreto albergaba una preocupación mayor. Durante semanas se preguntó si el hecho de que no hubieran tenido relaciones íntimas se debía a su incierto estado de salud. Ella sabía que había perdido a su madre y a un hermano en menos de un año. Él jamás mencionaba el tema, nunca se permitía quitarse la máscara, pero ella entendía sin necesidad de explicaciones que su dolor aún no se había mitigado. Si no se atrevía a comenzar una relación plena por temor a que terminara súbitamente, no podía culparle. Transcurrido el primer año posterior a un trasplante cardiaco la probabilidad de supervivencia era cada vez mayor, pero obviamente, no había garantías. En aquella ocasión tuvo la esperanza de poder dejar de lado sus dudas. Durante semanas no había pensado prácticamente en otra cosa. Por fin había descubierto qué sucedía entre ellos y cuál era el motivo de su incertidumbre.
Alex, por su parte, había logrado tener el viernes y todo el fin de semana libres. Planeaba recorrer el laberinto con ella al atardecer y luego, por fin, pasar un tiempo a solas con Lucy, cuando de pronto sus planes se desbarataron de una manera totalmente imprevisible. Para ella, fue imposible tolerarlo. Si le hubiera escuchado, la pena que había en su voz le habría dicho la mitad de lo que necesitaba saber, pero se sintió absurdamente frustrada. Sintió que el destino conspiraba contra ellos y se convenció de que esa relación no sería posible. Supo que no debía entregar su corazón. Absorta en sus propios sentimientos —una alegría inesperada seguida por una profunda desilusión— hizo oídos sordos a las emociones que le transmitió Alex. Todo lo que registró fue la mala noticia de que su exesposa le había pedido que se hiciera cargo de Max durante el fin de semana porque su familia atravesaba una situación crítica, su madre estaba en el hospital o algo semejante.
—Está bien, Alex —contestó de un modo que dejó claro que no era así.
Dijo que entendía que él tuviera sus obligaciones, que de todos modos haría el viaje sola. Nunca le había pedido que la acompañara. Se obligó a ser cortés y decir «buenas noches». Colgó el teléfono y se echó a llorar, por primera vez en mucho tiempo. Ya no recordaba qué era llorar.
Alex dejó el teléfono y partió el lápiz que tenía en la mano. Jamás abandonaría a Anna en una emergencia. Y nunca decepcionaría a Max. Ya no estaba Will para ayudarle. No había otra solución, se veía obligado a decepcionar a Lucy. Ella no podía cambiar la fecha y él no podía cambiar la situación. Estaban en un callejón sin salida.
Grace y Simon la llevaron a Waterloo el viernes por la mañana. Simon bajó su maleta del Land Rover.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañemos? Siempre estamos dispuestos a escoltarte.
Lucy le abrazó.
—Eres maravilloso, pero creo que quiero hacer esto sola. A decir verdad, necesito pasar un tiempo a solas. Tengo mucho en que pensar.
—¿Sabes qué vas a buscar?
—No tengo ni idea. Os enviaré una postal si lo descubro —prometió entre risas.
—¡Que sea una postal de un ángel! —comentó Simon con una sonrisa irónica.
Lucy y Simon habían pasado los dos domingos anteriores sentados en el suelo en el apartamento de Alex, con las manos enguantadas, rodeados por los textos de los asombrosos documentos que Lucy había encontrado en el cofre, en Longparish. Un extraño regalo de cumpleaños, así lo había denominado Alex: dieciocho pliegos de pergamino antiguo, que les habían distraído de su cena esa noche de nevada. Los acertijos, y las pistas de cada uno de esos pliegos se entrecruzaban con otros igualmente difíciles de resolver. Will había conseguido una especie de copia del primero, que había legado junto con la llave. Tal como Lucy había pensado, constituían una serie de pergaminos escritos en ambas caras. Habían sido sepultados en la casa de la familia de Alex, debajo de la morera gigante del jardín, exactamente como ella había dicho, acompañados por un solo «ángel» isabelino de oro, una moneda de considerable valor.
Henry había sugerido que era la manera en que Dee había pagado al barquero: un ángel había garantizado la supervivencia del cofre a lo largo de los siglos. Evidentemente, había estado allí durante cuatrocientos años; según indicaba la marca de «0», la moneda había sido acuñada alrededor del año 1600. Ninguno de los documentos estaba dañado y todos eran aún legibles, sólo tenían algunas manchas de moho. Mientras sus amigos seguían embelesados por los versos y los diseños entrecruzados, Alex les contó nuevamente que ni siquiera habían sido enterrados a mucha profundidad. Aparentemente, nadie supo que estaban allí. Con una saludable dosis de escepticismo, les dijo que se suponía que el árbol era un retoño de la gran morera de Shakespeare, la misma que le había obsequiado el rey Jaime, obsesionado por desarrollar la industria de la seda. El rey había importado un género de morera —la Morus nigra— que no resistía al gusano de seda. No obstante, el antiguo árbol era espléndido. Alex recordaba que durante toda su infancia, en cuanto aparecían los frutos tentadores, él y su hermano se hartaban de comerlos y luego entraban en la casa con las manos y la boca manchadas de color morado. Aún podía sentir el sabor de las moras. Por qué los habían sepultado debajo de la morera —y por qué Lucy lo había descubierto— era un enigma en sí mismo. Desde aquel día, por toda explicación ella había afirmado que el retrato se lo había dicho.
Lucy apartó de sus pensamientos a Alex y su apartamento, y besó a su amigo.
—Cuídate, niña.
Simon dejó a Lucy al otro lado de la barrera y rodeó la cintura de Grace. Ella abordó el Eurostar y ocupó su asiento sumida en una profunda tristeza. Aquel no era el viaje que había soñado durante los últimos días, habría deseado que el teléfono no sonara la noche anterior, pero estaba decidida a hacer ese recorrido y se aferró a la intensa sensación de que así lograría satisfacer un deseo imposible de definir. Luego afrontaría el problema con el doctor Stafford. Las Parcas se habían aliado otra vez, evidentemente ella no debía ilusionarse con él. Un destino muy diferente la esperaba allí fuera, y Lucy lo descubriría.
Alex recogió a Max en Crabtree Lane para permitir que la angustiada Anna se ocupara de su familia. Ella le explicó que su madre debía someterse a una cirugía exploratoria. Él se mostró optimista, le dio algunos consejos y un poco de tranquilidad. Decidió que invitaría a Max a desayunar; luego le llevó a la escuela. Compró algunos comestibles y mientras conducía el coche hacia su casa el cansancio se apoderó de él. Era su primer día libre después de varias semanas y no sabía qué hacer. Corregiría algunos de los trabajos de sus alumnos. Iría a pasear por el río. Leería. Lo único que deseaba hacer era llamar a Lucy. ¿Para decirle qué? Ella no era feliz con él: racionalmente comprendía el dilema que afrontaba, pero emocionalmente estaba debilitada. Resolvió dejar que las cosas se enfriaran un poco; luego, cogió el teléfono y marcó el número del móvil de Lucy.
—Sí —respondió una voz inexpresiva. Seguramente había visto su número telefónico.
—Lucy.
—¿Alex?
Ella se esforzaba por atemperar la desilusión, pero su voz era gélida y él no lograba hablar. Quería recordarle que tomara su medicación teniendo en cuenta la hora de Francia, que observara los horarios de las comidas, que se abrigara, lo cual no era más que una excusa para decirle cuánto deseaba estar allí, junto a ella, pero a Lucy le molestarían sus mimos, no compensarían su ausencia.
—Buena suerte esta noche. —Ella no respondió, y él agregó con un hilo de voz—: Pisa suavemente…
Alex no sabía si ella había leído el poema de Yeats, pero no fue capaz de decir nada más. Colgó el auricular y se guardó la postal del laberinto de Chartres que Will le había enviado a Max, a la cual él tenía tanto apego.
—En fin —murmuró—, nunca te habías metido en un problema de esta envergadura, ¿verdad?
A continuación dejó la postal sobre la mesa del comedor y tomó el desconcertante manojo de documentos que habían salido a la luz después de la chocante revelación de Lucy. Disponía un día libre. Quizá fuera la ocasión para revisarlos con detenimiento.
Eran las 6.30 p.m. El sacristán y Lucy se encontraron bajo el arco del transepto. Ella nunca había estado en Chartres, jamás un templo la había emocionado tanto. Durante la hora anterior había dejado que la luz que atravesaba los vitrales le cosquilleara en la cara. Se había sentado y había fijado su mirada en los rosetones. Era impresionante. No lograba comprenderlo acabadamente. Pensaba en el modo en que se comportaba la luz. El edificio era muy alto y la luz inducía a mirar hacia arriba. En Inglaterra las catedrales eran más largas y más bajas. Alex le había dicho que ese diseño era perfecto para la luz persistente del crepúsculo inglés. En Francia el sol era más brillante y la luz penetraba en la oscuridad con un vigor excepcional, obligando a mirar hacia arriba constantemente.
La australiana había encendido una vela por su madre, dondequiera que estuviera, una por su padre y otras dos, por dos personas a las cuales nunca conocería. Había tratado de alejar de sus pensamientos a Alex y su familia, pero descubrió que no era posible. Aunque las palabras que había pronunciado durante su llamada habían sido por demás escasas, la habían conmovido. Deseaba que él estuviera allí. Un hombre había estado observándola. Era uno de los aspectos desagradables de ser una mujer joven que viaja sola. Había olvidado cuan irritante podía ser, cuan perturbador, y deseaba poder agarrar a Alex del brazo. Al menos ya estaba en compañía del sacristán y otras tres personas que realizarían ese recorrido en privado. El sacristán le dijo que cada uno de ellos haría el recorrido sagrado. Se habían retirado los asientos y se habían encendido velas a lo largo de los grandes senderos serpenteantes. El marco era imponente.
Un guía que acompañaba al sacristán comenzó a dar explicaciones en inglés.
—En el siglo XII algunas catedrales fueron declaradas lugares de peregrinación a fin de disminuir la cantidad de peregrinos que viajaban hacia Tierra Santa, un lugar convulsionado en la época de las Cruzadas. Muchas de estas catedrales tenían laberintos, que comenzaron a ser conocidos como el Camino a Jerusalén. Así como los laberintos de la antigüedad habían simbolizado la danza de la primavera para celebrar el regreso del verdor, originariamente los laberintos de las catedrales eran recorridos en la Pascua. La caminata era reflexiva, serena, concentrada. Muchas personas descubren que les acerca a lo celestial, que les permite comprender la voluntad divina. En el lapso que dura el recorrido, pierden la noción del tiempo, dejan de lado los asuntos temporales y materiales y se interesan por lo intangible, lo espiritual.
La información continuó fluyendo, pero los pensamientos de Lucy comenzaron a girar descontroladamente. Las velas formaban un halo de luz que se combaba hacia delante y hacia atrás y proyectaba sombras en la larga nave. Pidió que los otros hicieran el recorrido antes que ella, debía caminar sin que nadie la observara. Su mente bullía y se entregó al extraordinario juego de luces y sombras. Quería perder la noción del tiempo.
Había pasado más de media hora cuando le llegó el turno. Sus pies se dirigieron al laberinto, animados por su propia voluntad.
Eran las seis de la tarde. Max se disponía a ver la televisión después de haber cenado más temprano que de costumbre. Alex se tendió en el sofá junto a él, con una copa de vino de Burdeos. Había clasificado cuidadosamente los documentos y tomó nuevamente el primer pliego. Pensó que Lucy estaba en Chartres con la copia del mismo texto que había pertenecido a Will. «Entonces, nuestras dos almas…». Sintió que Donne había comprendido algo especialmente importante. Él y Lucy estaban separados por el espacio pero unidos por el pensamiento. En ese momento habría dicho que sus almas eran una. Estaban más allá del tiempo. Calculó que en Francia debían de ser las siete. Sacó la postal de Will donde se veía el laberinto, la miró, luego siguió leyendo el texto del antiguo documento.
Soy lo que soy y lo que soy es lo que soy… Tengo la voluntad de ser lo que soy[10]
Alex jugó con las palabras, todas monosílabas, una y otra vez. Al cabo de unos instantes se incorporó y escribió en un cuaderno: Will, I am. William.
Observó nuevamente la postal, leyó el mensaje que había escrito para Max y comenzó a trabajar sobre el diseño geométrico que Will había dibujado. Max le hizo una pregunta, a la que respondió «sí» sin haberle escuchado. Volvió a incorporarse y a mirar la postal y luego, el texto. La de abajo a la izquierda es un cuadrado. Siguió las indicaciones de Will. Era prácticamente lo que había imaginado: los cinco cuadrados que se entrecruzaban eran una representación visual de las palabras. Recordó los cuadrados matemáticos que había estudiado en Cambridge. Números mágicos. Habitualmente, la suma de la secuencia completa daba por resultado un número y las sumas de las secciones interiores del cuadrado también tenían un resultado en común.
Estoy a mitad del camino a través de la órbita. Alex bebió un poco de vino. En uno de los pliegos de pergamino había un cuadrado mágico. ¿Cuál es la mitad del resultado total?, se preguntó.
Le indicaron que caminara con cuidado entre las velas encendidas. Lucy asintió y, de puntillas, ingresó en el primer tramo del serpenteante sendero. «Pisa suavemente…». En sus oídos volvió a sonar la voz de Alex, pensó en las palabras de Yeats acerca de pisar los sueños. También los míos, se dijo. Esos versos siguieron presentes en su mente. Luego, sus pensamientos volvieron a ser dispersos y oyó la voz de Alex, que leía para ella el documento de Will. «Entonces, nuestras dos almas…». Lucy continuó con los versos del poema de Donne: «… que son una, aunque deba partir, no sufrirán una ruptura, sino una expansión…». Y luego, Alex le dijo: «I am what I am, and what I am is what I am… I have a Will to be what I am». Retrocedió, avanzó y luego dio media vuelta mientras esas palabras resonaban en su mente. Mareada por la luz trémula de las velas, Lucy recordó que no había almorzado. Sentía una presencia celestial y su alma era deliciosamente libre mientras caminaba con sumo cuidado.
De pronto, abrió los ojos para romper el hechizo de la voz que sonaba en su interior. Aunque creía estar sola, le pareció que un hombre se alejaba del centro del laberinto. Se estremeció. Alguien había pisado su tumba. Dio media vuelta para verle otra vez, pero sólo percibió el temblor de las llamas, las luces. Luego, la voz suave y profunda de Alex regresó para darle consuelo y serenidad. «Esta es la verdad, y esta es la grieta recta y siniestra, a través de la cual susurrarán los temerosos amantes». La joven sonrió. Era extraordinario el modo en que fluía su espiritualidad. Cada una de las palabras del documento de Will le recordaba a Alex. Ellos eran amantes temerosos, ella podía oír sus susurros, y según parecía, sólo habían sufrido una separación temporal, semejante a una grieta, una ruptura, para luego volver a unirse. Un paso equivocado podía ser irremediable.
En ese momento, se volvió hacia el gran rosetón y pudo oler su propio perfume; el aroma llegó flotando hasta su rostro. Una corriente de aire hizo flamear la luz de las velas. Sintió una vez más que alguien se movía por el laberinto, pero era una ilusión óptica. Tembló ligeramente. Oyó la voz de Alex que la serenaba y la ayudaba a controlar la respiración. De algún modo, él estaba allí. Tal vez en ese momento estaba pensando en ella. «El centro también es un cuadrado», se dijo y llegó al centro del laberinto, donde, de acuerdo con las palabras del guía, alguna vez se había colocado una imagen de Teseo. Algo pasó en dirección contraria y la rozó. Lucy se recogió la falda para evitar que pudiera prenderse con las velas y volvió a relajarse cuando una brisa le trajo el aroma del perfume que Alex le había regalado para Navidad. Sintió el calor de un cuerpo junto al suyo, oyó una voz que le hablaba al oído. «Estoy a mitad de camino a través de la órbita». Era la voz de Alex, no cabía duda.
Abrió de nuevo los ojos que hasta entonces había mantenido entrecerrados y contuvo el aliento: la cara de Alex ondulaba en el resplandor de la luz y el aroma a rosa que emanaba de las cien velas encendidas. No estaba afeitado, por el contrario lucía una barba de algunos días. Su cabello no le recordó al Alex del día de su cumpleaños. Se veía más largo e incluso un poco más ondulado que aquella noche en el barco. Comprendió que era fruto de su imaginación, pero le sentía muy tangible. «No mires más allá de hoy. Mi alfa y mi omega», le instó su voz amable, tranquilizadora, profunda, musical. «Haz de estas dos mitades un todo».
Alex hizo las sumas y comprendió de inmediato que la tabla de Júpiter, dibujada en un pequeño pliego de pergamino, daba por resultado los cuadrados que coincidían exactamente con el dibujo de Will. A mitad de camino a través. Ese pliego era el punto medio. Había partido de la hipótesis de que era la pieza central del rompecabezas. Ahora podía asegurarlo. Mi alfa y mi omega. El principio y el fin coincidían. ¿Se refería al mismo día, al mismo lugar? Una ráfaga de inspiración indujo a Alex a coger un libro del estante. Verificó una fecha. Luego alcanzó la Biblia que formaba parte de los objetos de Will que el encargado de la investigación judicial había devuelto recientemente. Era una versión moderna de la Biblia del rey Jaime. ¿El viejo libro del rey? Una canción del mismo número. Alex echó un vistazo al Cantar de los cantares, del cual, según recordó, Will tenía una copia en francés, que había traído precisamente de Francia, pero no estaba numerado correlativamente. ¿Will se habría saltado los mismos números? ¿Había cometido el mismo error? Alex se propuso numerar los salmos.
Lucy flotaba en su ensoñación sobre un campo de flores y llamas. Oyó una voz y supo de inmediato que era la que más amaba. Su corazón latió con una fuerza y alegría desconocidas hasta entonces. Sabía que el ruido sordo y el ritmo se parecían peligrosamente a los de un ataque cardíaco, porque se dejaba ir, pero sentía miedo y no estaba sola. «El mismo número de pasos hacia adelante desde el principio», recordó que eso decía el texto de Will. Descubrió que había transcurrido prácticamente medio año —el periodo comprendido entre el equinoccio de otoño al de primavera— a partir de la fecha en que se realizó la operación que le salvó la vida. Estaba a mitad de camino de ese primer año crucial. Y estaba saliendo del centro del laberinto, preparada para caminar un número igual de pasos hacia el final del recorrido. «Nuestras dos almas son una». La voz de Alex estaba junto a ella, dentro de ella, otra vez. «Soy lo que soy, y lo que soy es lo que verás[11]».
Lucy comprendió el significado de las palabras escritas en la copia del pergamino: nuestros dos corazones son uno. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. ¡Oh, Dios! Mi alfa y mi omega. Mi principio y mi fin.
Alex comenzó por el salmo 23, «El señor es mi pastor». No le reveló claves misteriosas ni mensajes, no había nada fuera de lo común. Entonces consideró que 23 era la mitad y duplicó el número para obtener el total, lo cual le condujo hasta el salmo 46, y contó el mismo número de pasos —o palabras— desde el principio. Escribió la palabra que había llegado en el dorso de la postal de Chartres que Will había enviado. Luego contó el mismo número de palabras hacia atrás y escribió la palabra correspondiente junto a la primera. Alex contuvo el aliento, sintió a su alrededor un profundo silencio. Había creado una misteriosa palabra compuesta de significado icónico, que produjo un resultado extraordinario cuando la relacionó con el nombre que había escrito al principio: William.
Arrojó el lápiz sobre la mesa y pronunció todas las palabras. Luego rió. Max le miró desconcertado. Debía enseñárselo a Lucy: ella estaba con él. En el laberinto.
Lucy dio el último paso en el sendero serpenteante y salió hacia la intensa luz de las velas. Apenas advertía la presencia de otras personas. Había comprendido la importancia vital de las palabras escritas en el documento adjunto a la llave. La omega de alguien había sido su alfa. Lo que soy es lo que verás. Ella lo había visto. Sabía su nombre. Debía decírselo a Alex.
Se despidió del sacristán con un beso, dejó un poco de dinero en la mano del guía y salió presurosa, casi bailando, de la gran catedral, rumbo al atrio del norte. Sin hacer una pausa para recuperar el aliento, encendió su teléfono móvil y marcó el número.
—Hola —dijo Alex. En su voz se percibía cierta emoción. La sincronía no le había sorprendido.
Ella quería decirle en ese mismo instante cómo se sentía, que lamentaba haber sido tan inflexible cuando él la llamó, pero alguien caminaba junto a ella y le daba desconfianza, de modo que empezó de una manera diferente.
—He de decirte algo. En realidad, debo preguntarte algo. Probablemente esté de regreso mañana.
Su mente era un torbellino. Tenía muchas cosas que decir, no sabía cómo expresar las ideas que la abrasaban, como el calor de mil velas.
—Yo también quiero verte —repuso Alex con voz firme y receptiva al mismo tiempo—. No es mi intención arruinarte el fin de semana, pero he realizado un descubrimiento y tengo que mostrarte algo absolutamente extraordinario. He resuelto el enigma del texto que tú tienes.
Ella pronunció de nuevo su nombre y él esperó pacientemente que siguiera hablando. No era sencillo, trataba de encontrar palabras para hacer una pregunta extraña y compleja, para confiarle sus emociones, pero había gente a su alrededor. Aunque la devoraba la ansiedad, debía hablar con él a solas.
—Tal vez prefieras quedarte otro día y regresar el domingo. Llevaré a Max a casa de Anna alrededor de las tres, o un poco más temprano. El domingo por la tarde sería ideal. Puedo cocinar para ti. —Alex se sintió estupido. Si hubiera sido Will le habría dicho sencillamente que la quería, que regresara ya mismo. Habría dejado de lado cualquier otra cosa. Y no le habría preocupado que Max estuviera allí. Así es la vida.
Ella calló. De pronto advirtió que un hombre había escuchado sus palabras y la miraba fijamente mientras se acercaba a ella, de una manera inquietante. Era el mismo hombre impecablemente vestido que la había mirado con lujuria ese mismo día en la iglesia.
—¡Alex! —gritó Lucy, aterrorizada. Él oyó el ruido del teléfono al caer, voces ahogadas, los gritos infantiles de Lucy. Los sonidos se alejaron. Un reloj dio la media hora. Después, nada.