16

El timbre volvió a sonar. El portero no estaba en su mesa, o tal vez había permitido que ese hombre llegara hasta su puerta.

—Taxi, querida. Está reservado a nombre de King.

Lucy le miró desconcertada.

—Debo entregarle esta nota y esperar diez minutos —dijo, y le guiñó el ojo mientras le entregaba un sobre sellado—. Estaré aquí fuera.

Grace llegaría tarde al trabajo a causa de los imprevistos de esa mañana.

—¿Qué ocurre ahora? Si esto sigue así, nunca atravesaré esa puerta —proclamó riendo y espió por encima del hombro de su amiga la tarjeta escrita a mano:

3 de febrero. Mademoiselle, coja un abrigo grueso, zapatos cómodos y su pasaporte.

Dépêche toi!, Alexandre

—Yo las pondré en agua —intervino Grace, y recogió la espléndida caja que había traído el portero poco antes—. Prepárate, Lucy. Obviamente, irás a un lugar asquerosamente romántico, como París —sugirió y comenzó a cantar una canción de Edith Piaf mientras se lanzaba hacia un jarrón.

—No lo comprendo, Grace. Me manda una tarjeta y un costoso frasco de mi perfume favorito de rosa búlgara para Navidad, antes de que me vaya a Shropshire. Luego, no está disponible durante todo el mes de enero, y la llamada telefónica más larga, un paupérrimo sustituto, ha durado diez minutos. Daría cualquier cosa por saber sus sentimientos. Está interesado y luego no lo está. ¡Es irritante!

Grace desestimó su razonamiento.

—Lucy, ese hombre está interesado. Se tomó la molestia de identificar cuál era tu perfume y resolvió el mayor de los problemas, dónde adquirirlo, y ahora… ¡Mira esto! —exclamó, y rodeó con el brazo las dos docenas de rosas rojas de largos tallos que estaba arreglando—. ¡Y el taxi! Lo siento, pero no puedes culpar a un hombre por tener mucho trabajo. Estaba impartiendo clases, ¿no? Simon dice que no ha tenido un día libre en todo el mes de enero. Sin duda ha hecho algo especial para poder salir hoy. ¡Qué romántico! Evidentemente, te llevará a un lugar muy especial.

El nuevo corazón de Lucy sufrió otro ataque de ansiedad. No resultaba sencillo admitir lo que sentía por Alex Stafford. La posible falta a la ética profesional y la incertidumbre acerca de su vida privada le imponían una actitud de alerta. Observó a la sonriente Grace y de pronto cayó en la cuenta.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, agitando la nota en dirección a su compañera.

—No tengo tiempo de explicártelo. Llegarías tarde.

—¿Lo organizó con tu complicidad? —Grace sonrió y no respondió. Lucy la siguió hasta la cocina—. Ha de haber una explicación para que hoy ni tú ni nadie pueda almorzar conmigo. ¿Cómo podías estar tan segura de que tendría una propuesta mejor?

—Bueno —comenzó Grace mientras arreglaba las rosas, que para su tranquilidad, no tenían espinas—, sé que pidió toda clase de favores para tener un día libre esta semana, porque era tu cumpleaños, pero no le dije cuál era el perfume que usabas y no sé qué planea hacer hoy. —Tras mirar a Lucy, agregó—: Sólo una tonta podría dudar de su interés. Trabaja sin descanso y además está terminando el doctorado. No suele tener tiempo libre y además es extremadamente cauteloso con respecto a tu salud, lo cual es comprensible después del último fiasco. Quiere que te recuperes, no desea que su cortejo sea la causa de tu muerte, y a pesar de todo logra encontrar tiempo para llamarte todos los días. ¿No es realmente adorable? En un mundo donde todos corren y los romances terminan antes de haber empezado, es deliciosamente anticuado y tranquilizador. Él no es como otros hombres. Por supuesto, si tú tienes otra opinión, me quedo con las rosas.

Lucy la miró angustiada.

—Dos o tres llamadas por semana no es lo mismo que «todos los días», sobre todo si no dice nada cuando telefonea.

—¡De eso se trata! —exclamó Grace, y rió abiertamente—. Ahora, muévete. Ponte algo bonito pero abrigado. El taxi espera.

Alex abrió la puerta del taxi que la llevó hasta chiswick y pagó el viaje. En el Key Bridge la luz estaba moteada de nieve.

—¡Feliz cumpleaños! —la felicitó mientras le ajustaba el abrigo.

—¿No iremos a París? —se burló Lucy—. Esperaba encontrarme contigo en la estación de Waterloo.

—Ah, tenías previsto almorzar en Boffinger, ¿verdad? —repuso Alex entre risas, y la tomó de la mano, apretándola más que de costumbre para llevarla hacia el lugar donde había aparcado su automóvil—. Me disculpo por haberte pedido que nos encontráramos aquí. Tenía que conducir desde North Circular Road. No pude salir del otro hospital hasta esta mañana y debía hacer algunos trámites. —Lucy esperó hasta que Alex abrió la puerta. El aroma la dejó sin aliento. La capota negra del Audi había ocultado su contenido: el espacioso asiento trasero estaba lleno de fragantes ramos de narcisos, jacintos, violetas y otras flores primaverales. No podía hablar, se sentía feliz.

—Por el regreso de la doncella —dijo Alex. Ella le miró inquisitivamente—. Tu cumpleaños es una fecha especial. En realidad, el día siguiente. Para los paganos era el primer soplo de primavera, el día en que Perséfone regresa del inframundo.

—Al igual que yo —afirmó Lucy, y le abrazó—. ¿Adonde vas a llevarme? Creí que necesitaría el pasaporte.

—Y así es —respondió Alex, imitando su entonación. Después de controlar los espejos retrovisores, puso en marcha el coche. Entonces, le explicó—: Pensé en llevarte a almorzar al campo, al pueblo en el que me crié, donde está la casa de mi familia. ¡Es un lugar digno de una postal! Según dice L. P. Hartley, el pasado es un país extranjero. Allí está mi pasado.

Lucy rió con alegría.

—No se me ocurriría un lugar mejor, Alex. Es perfecto. Gracias.

Instalada en el generoso asiento del acompañante, tapizado de cuero color arena, disfrutó del delicioso aroma de las flores y de la proximidad del cuerpo de Alex.

No había esperado que ese día transcurriera así. Se había armado de valor para aceptar que no habría festejos en su cumpleaños. Y entonces, en esa cápsula cálida que la ocultaba de la temperatura exterior —el termómetro marcaba sólo un grado—, dejó que el conductor se concentrara en el tráfico, que iba hacia las afueras de la ciudad y abrió la conversación.

—Tu ilustre antepasado me ha fascinado, Alex, aunque he leído sólo la mitad de los libros que me dio Simon. Están llenos de sorpresas.

—Imaginaba que serían huesos duros de roer, sobre todo considerando que Calvin está tan embelesado con todo eso.

—¡En absoluto! Sé que eres un defensor de la Ilustración, pero deberíamos tratar de comprender a tu antepasado desde la óptica de su propia época, para apreciar la influencia que tuvo en la Inglaterra isabelina. Era un verdadero hombre del Renacimiento, con un profundo conocimiento de la astronomía y la historia, una autoridad en temas navales y, de acuerdo con todas las referencias, un profesor brillante.

—Drake y Gilbert llegaron al Nuevo Mundo gracias a la ayuda de Dee. En realidad, no creo que pueda hacerle justicia.

—Bueno, yo no sé absolutamente nada sobre él y, con este clima, tenemos una hora por delante hasta llegar a Hampshire. Hazme una semblanza de ese hombre.

Alex estaba particularmente animado ese día y ella, se relajó para disfrutarlo plenamente.

—Lo primero que debería explicar sobre John Dee es que buena parte de lo que sabemos de él, o de la imagen que tenemos de él, si prefieres decirlo de otro modo, se lo debemos a Meric Casaubon, un erudito del siglo XVII decidido a destruir cualquier aspecto positivo de su reputación. Casaubon nos ha impedido ver a Dee sin prejuicios. Él creía que Dee se engañaba y que sus prácticas eran «oscuras», así las denominaba. Publicó los detalles más morbosos de la vida de Dee. Aunque no abundaban, él se las ingenió para descubrir algunas rarezas.

Alex sonrió.

—Entonces, no fue un biógrafo imparcial.

Lucy negó con la cabeza.

—Estaba muy lejos de serlo, pero lo que más podría interesarnos es que Casaubon pudo acceder a una extraordinaria cantidad de documentos personales de Dee de la manera más extraña.

—Adelante —pidió Alex, intrigado.

—Fue sir Robert Cotton quien, a principios del siglo XVII, por alguna razón inexplicable, sugirió efectuar excavaciones en los terrenos de la casa de Dee en Mortlake. Ten en cuenta que la biblioteca Cottoniana se encuentra en la British Library. Las excavaciones fueron un éxito.

Alex miró a Lucy.

—De modo que nuestra llave y otros hallazgos son producto de esa inspiración. —Lucy le respondió afirmativamente con una mirada—. ¿Por qué lo enterró todo? ¿De verdad eran tan peligrosas sus ideas?

—Cotton descubrió un escondite con documentos dañados por la humedad, pero aún legibles, y entre ellos estaban las transcripciones de los diálogos de Dee y Kelley con ángeles, que más tarde Cotton le entregó a Casaubon.

—Con ángeles. —La voz de Alex adquirió su conocido tono irónico.

La joven fue incapaz de contener la risa. Se reacomodó en su asiento para poder mirarle a la cara.

—Prometiste que lo juzgarías desde la perspectiva de su época. Muchos de sus contemporáneos tenían creencias e ideas similares.

En la voz de Lucy había humor y súplica. Alex la oía, encantado por la pasión que le provocaba el tema. Escuchó admirado mientras ella narraba con destreza su visión del ambiente de la época.

—El mundo isabelino estaba poblado por una ecléctica combinación de personajes: políticos, teólogos, poetas y dramaturgos, exploradores y fascinantes piratas como Raleigh y Drake, pero el censo incluía también una extraordinaria variedad de espíritus —hadas, demonios, brujas, fantasmas, ánimas— buenos y malos, y hechiceros que hablaban con ellos. Era totalmente coherente con la urdimbre de ese mundo que Spenser escribiera el gran poema épico La reina de las hadas y que un fantasma desencadenara los conflictos de Hamlet. Esa fascinante mezcla de mundo terrenal y etéreo se debía tanto al interés por el ocultismo, en el más alto nivel intelectual como a una tradición de supersticiones e influencias folclóricas. Se fundaba en el legado de la magia y la cabala, heredados de los grandes neoplatónicos del Renacimiento italiano. Tenía por objetivo abarcar las esferas más profundas del conocimiento oculto, desdibujando los límites entre la ciencia y la espiritualidad. En Gran Bretaña la cara visible de ese movimiento era John Dee.

Alex había admirado, absorto, su control profesional de un flujo de información tan abundante y complejo, pero cuando habló de Dee, el hombre a quien él conocía por haber difundido las teorías de Euclides, se quedó perplejo.

—Es difícil de asimilar que un hombre sea famoso como matemático de cierto talento, y también como mago. Me pregunto cómo podía reconciliar en su persona el interés por la ciencia y el ocultismo.

—Debes tener en cuenta que en esa época incluso la matemática era considerada una materia muy próxima a la «magia negra». El cálculo era un pariente desagradablemente cercano al conjuro y la elaboración de cartas astrales.

Alex rió. Recordó que a Will no le gustaban las matemáticas, a las que siempre se refería como «la asignatura diabólica» cuando su hermano le entregaba resueltos los ejercicios de la escuela.

—No obstante, según nos dijo Calvin, Dee siempre se declaró un cristiano devoto, e incluso partidario de la Reforma religiosa de los Tudor.

—Sí, estoy de acuerdo en que, desde la perspectiva de nuestra época, es extraño, pero Dee estaba influido por una maraña de ideas extraordinarias originadas en la Europa del siglo XV. Fue en aquella época cuando llegaron a Italia libros de Constantinopla y de España, después de que los Reyes Católicos expulsaran a los judíos. Una de sus ideas más importantes fue tomada de las enseñanzas de la cabala. La otra fue consecuencia del descubrimiento de un grupo de documentos sobre Hermes Trismegisto, que se conocieron con el nombre de Corpus Hermeticum.

Lucy miró a Alex. Ese era el núcleo de su información y quería asegurarse de que él le prestara atención mientras lidiaba con el camino resbaladizo y las ráfagas de nieve, cada vez más intensas, que ponían a prueba la eficacia de los limpiaparabrisas. Hizo una pausa, para considerar que la doncella había elegido resurgir en medio de un clima terrible.

—No te detengas —pidió Alex, mirándola fascinado—. Me gusta oír tu voz.

Ella sonrió, disfrutaba de ocupar el lugar de quien tiene autoridad.

—Los filósofos renacentistas Pico della Mirándola y Marsilio Ficino trabajaron para los Medici, y el abuelo de Lorenzo, Cosimo Medici, les encargó que dejaran de lado cualquier otra cosa y se concentraran en los textos de Hermes que acababa de obtener. Tradujeron los escritos de Hermes, los cuales provocaron una oleada de misticismo que se expandió por toda Europa. Este Hermes no era el mensajero de los dioses griegos, sino un legendario sabio egipcio, una especie de híbrido greco-egipcio que encarnaba tanto las cualidades del Hermes griego como las del escriba y dios egipcio Toth. Los eruditos renacentistas lo apodaban el «Moisés egipcio».

Fuera, la temperatura estaba disminuyendo. Alex aumentó la intensidad de la calefacción.

—¿Eso significa que podría ser un personaje imaginario?

—En realidad, era semejante a un dios con los atributos de un hombre heroico. Los libros y documentos difundidos bajo el título de Corpus Hermeticum —textos que en teoría fueron escritos por el propio Hermes y otros, en griego y latín, referidos a él— surgieron a partir de ese personaje mítico, pero los florentinos, después de leerlos, creyeron que se trataba de un sacerdote y sabio que en realidad había existido.

»Para ellos era una fuente de sabiduría antigua y sagrada contemporánea a Moisés y suponían que había influido en Platón, aunque es más probable que los textos herméticos se fundaran en algunas de las enseñanzas platónicas, entre otras. Lo destacable es que los textos eran realistas y fascinantes, y eso les motivó a creer que la sabiduría de Hermes era muy antigua. No obstante, muchos estudiosos de nuestra época opinan que, en realidad, los textos datan del siglo I de la era cristiana, aunque conservan tradiciones orales mucho más antiguas, referidas a las ideas religiosas de los egipcios antes del cristianismo, y para los pensadores liberales de aquel entonces, que buscaban verdades religiosas capaces de trascender la creciente división entre grupos religiosos, fue una nueva perspectiva. Esos textos les permitían escapar de los dilemas fundamentales de la fe: permanecer fieles a la Iglesia de Roma o unirse a Lutero y Calvino; vilipendiar o no a judíos y musulmanes. Las ideas expresadas en los textos herméticos les condujeron a la propia esencia divina. Y estaban bastante acertados al profesarles su respeto porque, como ahora sabemos, la cosmovisión de los egipcios influyó en Moisés.

Alex apoyó su mano sobre el regazo de Lucy para pedirle que hiciera una pausa. El aroma embriagador de las flores en el ámbito cerrado del automóvil, combinado con las poderosas ideas que estaba expresando, le marearon.

—Espera, Lucy. Veamos si he comprendido bien. Cuando hablamos de hermetismo, ¿nos referimos a los textos que surgieron en torno a ese ser humano, supuestamente real, investido con los atributos divinos del dios griego con ese mismo nombre? —Ella asintió. Él formuló otra pregunta—: Y la importancia de Hermes consistía en…

—En que aparentemente les hablaba de una verdad religiosa absoluta, sin rótulos. Ficino denominó a los documentos herméticos «un rayo de luz divina». Al estudiar sus enseñanzas sintió que podía superar los engaños de la mente y comprender la mente de Dios. Algo sumamente atractivo en un momento en el cual las distintas posiciones con respecto a la doctrina dispersaban a la gente en varias direcciones. El conocimiento de la hermética permitiría aprehender la mente de Dios sin intermediaciones. Hermes habría anticipado incluso la llegada de Cristo desde la posición aventajada de la sabiduría egipcia. En sus enseñanzas había un matiz de magia y ocultismo y un gran respeto hacia las mujeres, fundado en el culto a Isis. Hermes llegó a ser una figura tan respetada que su imagen fue colocada en el altar de la catedral de Siena.

Mientras escuchaba a Lucy, Alex pensaba cuánto habría interesado esa corriente de pensamiento a su madre, considerando su enfoque ecuménico sobre la espiritualidad y su moderado feminismo.

—De acuerdo —dijo, pensativo—, se aceptaba ampliamente que los textos herméticos rivalizaran con el Génesis, dada la relación entre su origen y su autoridad espiritual.

Lucy asintió enfáticamente.

—Correcto. En particular, así lo creían figuras como Giordano Bruno y Ficino.

El tráfico era escaso y el silencio, fantasmagórico a causa de la nevada que restringía notoriamente la visibilidad, incluso en una autopista. Súbitamente apareció no muy lejos del coche de Alex, un ciervo solitario que cruzó el camino en dirección a un matorral. Ambos sonrieron, cautivados. Alex se contuvo, y no hizo comentarios.

—¿Y qué relación tiene con la cabala?

—Ese era el tema que le interesaba a Pico. Las enseñanzas de la cabala, tanto las que se transmitían oralmente como los textos escritos, se conocieron en Italia después de la expulsión de los judíos de España. Para Pico, se trataba de una antigua tradición de sabiduría mística relacionada con la lengua hebrea, que provenía de Moisés. Como sabemos, para los judíos el hebreo era la lengua de Dios. La cabala asignaba un valor numérico a cada una de las letras del antiguo alfabeto, lo cual se denomina Numerología, y preservaba así el secreto de la magia, que se consideraba inherente a la lengua hebrea. Cada letra equivale a un número. Se creía incluso que en el idioma hebreo contemporáneo a Pico las palabras tenían poder divino.

Lucy hizo una breve pausa y miró a Alex para comprobar que seguía el hilo de su explicación. Las miradas de ambos se encontraron apenas un instante, ya que él estaba concentrado en el camino.

—Es decir, se creía que el lenguaje en sí mismo transmitía información más profunda que la que aparentemente comunicaba, que contenía un lenguaje oculto. Una especie de mensaje para los iniciados. Te sigo.

—Bien. YHVH es el tetragrama del nombre de Dios, en hebreo antiguo se escribía con cuatro consonantes. Hay quienes opinan que no puede pronunciarse, porque no tiene vocales, Jehová y Yahvé son algunas de las pronunciaciones posibles.

—Amel dice que la palabra Yahvé se origina en una palabra egipcia que significa «surge el poder de la Luna» —la interrumpió Alex—. Deriva de Yah, el nombre de una deidad lunar de los egipcios y de una diosa babilonia.

Lucy puso los ojos en blanco.

—Alex, lo que dices es muy interesante, pero, por favor, no me distraigas —pidió graciosamente—. Estamos llegando a lo más emocionante, a la esencia de los postulados de la cabala. —Él asintió y le sonrió—. Ahora bien —prosiguió ella—, para los cristianos, un aspecto atractivo de la cabala consistía en que aparentemente confirmaba que Jesús era hijo de Dios: cuando se utiliza el nombre Iesu para denominar a Jesús o mejor aún Jeshua o la variante Joshua, se añade una «ese» a las consonantes YHVH. Y es esa «ese» la que permite que el nombre se pronuncie. Para los cabalistas cristianos, hacer audible el nombre de Dios equivalía a que el Verbo se hiciera carne.

Alex lanzó una carcajada y miró a Lucy casi al mismo tiempo que salían de la autopista para ir hacia la pequeña aldea de Longparish.

—En fin, aunque esa fuera la etimología de Yahvé, es un argumento extravagante. Mi hermano lo habría dicho de una manera mucho más irreverente: ¿«compraron» esa explicación?

Lucy rió.

—Era posible convencer a los expertos de aquella época en función de la destreza para manipular el alfabeto hebreo y estirar las consonantes para suplantar las vocales faltantes, pero parte del objetivo era convertir a musulmanes y judíos a la cristiandad, lograr que aceptaran la idea de la Trinidad.

Alex asintió, pensativo.

Plus ça change! Pero nos hemos alejado bastante de John Dee.

—Eso parece. Pero es necesario que entiendas esta red de ideas, algo compleja, para comprender qué cosas estimulaban la imaginación de Dee. La cabala cristiana dio su bendición a la comunión con los ángeles, a través de sus nombres sagrados en hebreo, los cuales tenían el mágico poder de conducir al mago, es decir, a quien los pronunciaba, directamente hacia Dios, sin restricciones doctrinarias.

—En la antigüedad, los nombres entrañaban poder. Quien conocía el verdadero nombre de un ente y lo pronunciaba, tenía poder sobre él.

—Y esto, efectivamente era aquello a lo que Moisés había tenido acceso. Creían que había sido un mago, un iniciado. También Hermes Trismegisto. El iniciado emprendía un recorrido desde el mundo terrenal, pasaba por el Éter, un paraíso a medias, y llegaba al mundo celestial, el paraíso verdadero, o el nirvana, si prefieres llamarlo así, pero los ángeles protegían la magia y el viaje de los malos espíritus, de modo que Dee podía ser tanto un fervoroso científico como un conjurador de ángeles. Para él, los conceptos neoplatónicos que habían inspirado el Renacimiento y que habían despertado la ira del implacable enemigo de Lorenzo de Medici, el viejo Savonarola, eran ideas elevadas. Era seguidor de un fraile llamado Giorgi, que escribió un libro sobre las enseñanzas de Hermes y la cabala, llamado De Harmonía Mundi, que postulaba una filosofía de armonía universal.

—Pero seguramente cualquier esperanza de lograr algún grado de unidad en la práctica de la fe sencillamente no se materializó en la época de Dee —sugirió Alex, apoyando una mano en el brazo de Lucy.

Ella rió suavemente.

—Seguramente así fue. El hombre que mencionó Simon, Giordano Bruno, lo expresó maravillosamente. Dijo que los métodos utilizados por la Iglesia para intimidar a las personas y recuperar fieles no eran propios de los apóstoles, que habían predicado el amor. En los siglos XVI y XVII quienes no deseaban ser católicos se enfrentaban a la tortura a manos de los inquisidores y a su vez, en algunos países del norte de Europa, quienes deseaban seguir practicando el catolicismo eran quemados en la hoguera. La Reforma y la reacción católica produjeron divisiones. Las perspectivas eran más que pesimistas para los intelectuales liberales de aquella época. La esperanza parecía estar en eludir a cualquiera de las facciones de la Iglesia y hablar directamente con los ángeles de Dios, pero la magia y la comunión con los ángeles fueron consideradas una terrible herejía.

Alex conducía el automóvil a lo largo de sinuosos senderos cubiertos de nieve. Pasaron unos instantes antes de que hablara.

—Entonces, Dee era un hombre del Renacimiento tardío, que exploraba la filosofía oculta de un modo científico, por medio de la alquimia y la astrología, la matemática y la geometría, porque todo aquello le aproximaría a la comprensión de Dios. Amel aún cree que no se equivocaba demasiado.

—Y sobre todo, la Hermética justificaba su estudio de la astrología, porque demostraba que los egipcios habían erigido sus monumentos para reflejar las constelaciones. Muchos estudiosos reconocen ahora que ese objetivo les permitió comprender que el centro de nuestro sistema planetario no era la Tierra sino el Sol; les diferenció del pensamiento medieval.

Alex meditó sobre ese punto y se demoró unos minutos antes de hablar.

—Pero ¿de verdad crees que Dee estaba interesado en los aspectos innovadores de esta filosofía?

—Sin duda. Él colaboró para transformar a la reina Isabel en una heroína neoplatónica. Dee influyó en las obras de personas como Spenser y Philip Sidney. También desafió al poder colonial de España al postular que los británicos tenían derecho a realizar sus propias expediciones. La expresión «Imperio Británico» fue acuñada por Dee, era parte de su manera de ver el mundo.

—Calvin habló sobre eso, pero sin duda es algo que pesa en su contra.

—Ahora, pero no sucede lo mismo si colocas al personaje en su época y en su contexto. Su concepto de Britania era un reto a la hegemonía mundial de España y la Iglesia Católica. Que los estadounidenses hablen inglés en lugar de español se debe en parte a Dee. —Alex estaba concentrado en sus pensamientos. Lucy le observó, riendo con suficiencia—. Te he agotado.

—Me has hechizado —aseguró Alex. Y era verdad.

Alex disminuyó la velocidad del vehículo cuando entraron en el pueblo.

—Mira la nieve sobre el techo de paja.

Lucy no lo había notado, observó el lugar donde se encontraban y suspiró profundamente. Era un pueblo que conservaba sus rasgos auténticos, al que el clima había pintado de blanco. Las casas se inclinaban por el peso de los años: los techos se hundían bajo las centenarias tejas cocidas al sol; las ventanas se apoyaban en vigas combadas. El río corría delante de los jardines y debajo de los antiguos puentes. Estaba fascinada.

Eran aproximadamente las once y media cuando Alex aparcó en The Plough, el pub preferido de su madre. La abrigó con su propia bufanda y sus guantes y le abotonó el abrigo hasta arriba. Pasearon por el camino, muy juntos, para compartir el calor de sus cuerpos. Un sol desvaído se esforzaba por alumbrar débilmente los tejados y los senderos, pero Lucy tenía una infinidad de sensaciones, además del frío. Dejó que la quietud, los retazos de color de las puertas y las flores que asomaban en los arriates, la simple supervivencia del pueblo —con su tienda, su iglesia, su correo, sus campos de juego— penetraran en su alma. El clima apagaba la mayoría de los indicios de vida, pero una o dos personas que salían de casa o del coche saludaron a Alex. Era su lugar, el de su infancia.

Pasaron por un campo de criquet y él le señaló el edificio del club, con su techo de paja, que parecía cansado del frío.

—Era mi segundo hogar durante los meses de verano. Este fue el escenario de mis primeros besos, bajo estos árboles, y de las largas resacas después de partidos perdidos, más largas aún si ganábamos. Mi madre solía venir a traernos la merienda.

Ella intuyó que esos comentarios ligeros ocultaban otros recuerdos, pero no le forzó a hablar de ellos. Por el contrario, estaba atenta a esos detalles de su vida como la hierba seca al olor de la lluvia. Le provocaba una sensación que nunca había experimentado, el placer de ver el mundo a través de los ojos de otra persona, de alguien que se estaba convirtiendo en un ser amado. Comprendió que la falta de recuerdos similares en su propia infancia hacía que ella fuera una persona más difícil de conocer. Alex —seguro de su identidad— era capaz de conmover íntimamente a los demás, con suavidad y firmeza, no temía a las sombras. Sin importar qué ocurriera a su alrededor, siempre era él mismo. La fortaleza de la joven residía en su capacidad de reprimir su afecto. Un torrente de emociones profundas podría destruirla, arrasar con su único credo. De pronto no era sorprendente que su corazón hubiera sido su talón de Aquiles.

Después de una pausa breve para que Alex recogiera algunos narcisos blancos del maletero del coche, cambiaron de dirección y se encaminaron hacia la iglesia. Él abrió el portal. Ella jugaba a ser turista. Él le enseñó detalles de ese edificio del siglo XIII como las antiquísimas vidrieras y el techo de madera. Salieron del ámbito oscuro de la iglesia hacia el jardín, donde una débil luz solar iluminaba la ligera nevada, y caminaron en silencio hacia el nuevo sector del cementerio. Lucy sabía cuál sería la siguiente escala y dudaba de que su presencia fuera de ayuda. Alex avanzaba erguido y meditabundo, sin hablar ni pedir consuelo. Se agachó frente a las dos tumbas, una demasiado nueva para arriesgarse a hablar de ese dolor, la otra, no mucho más antigua. Depositó las flores en silencio y si ofrendó alguna frase lo hizo en silencio. Súbitamente, se puso en pie otra vez, tomó a Lucy del brazo y se alejaron de allí. Todas las palabras que ella pudo haber pronunciado no salieron de sus labios. Era incapaz de articular palabra en el sentido más literal de la expresión. Pensó que tal vez lo había decepcionado, o había pasado por alto una oportunidad, pero la tranquilizó la serena fortaleza de su cuerpo mientras desandaban el sendero, recorrían el camino de regreso y cruzaban en dirección al pub.

El humor de Alex cambió cuando pidieron el almuerzo nada más regresar de aquel ensueño. Todos los parroquianos que entraban en el pub para comer o beber se dirigían a Alex, y él, mientras comía sin prisa, preguntaba sobre las vacaciones, los familiares, el trabajo, a quienes ocupaban o bien dejaban libres los asientos de la barra y las mesas. Él conocía sus historias, formaba parte de esa comunidad. A ella eso le gustaba, la rescataba de su falta de fe en los demás, la liberaba de la idea de que todos los seres humanos estaban aislados, atrapados en el callejón sin salida de sus intereses individuales. Estaba animada y alegre.

—El hombre aún puede ser un animal social.

—Oh, eso espero. Renunciaría a todo si pensara que no somos capaces de valorar la diversidad de los seres humanos —afirmó Alex, y la miró con una seriedad que parecía exceder el tono de su comentario. Después de beber un descafeinado y compartir un postre, le propuso—: Ahora, si tienes fuerzas, me gustaría mostrarte mi casa. Creo que es digna de que tú la veas.

Alex pronunció esas palabras con sorprendente vacilación. Tal vez le preocupaba que no fuera bien recibida. ¿Quería estar allí a solas con ella? ¿Temía que esa situación pudiera crear ciertas expectativas? Lucy percibió que ese era un momento fundamental en su relación y se sintió atormentada por la duda.

Luego, él explicó:

—No he sentido deseos de ir desde hace meses. Es una casa familiar, y mi familia ya no la habita, salvo mi padre. —Alex miró a Lucy con su cara afeitada y su cabello cuidadosamente cortado. A ella nunca le había parecido tan joven. La serena autoridad que era habitual en él estaba ausente en ese momento—. Me haría feliz que vinieras conmigo. Papá está trabajando en Winchester, pero le dejaré una nota.

Lucy se calmó y dijo espontáneamente:

—Sí, por favor, Alex, debes llevarme.

El momento embarazoso había pasado.

Grandes cúmulos de nieve orlaban los bordes del sendero y el jazmín de invierno del porche luchaba contra los rigores meteorológicos. En primer lugar, a Lucy le impresionó el jardín. Alguien le había dedicado mucho esfuerzo. La casa era grande, pero no suntuosa, tal vez de la época Tudor, y el techo de paja tenía un diseño espigado por el cual los conocedores habrían identificado al artesano que lo había realizado.

Al entrar, la joven percibió que el interior estaba templado. El lugar la cautivó de inmediato. El hogar era desmesuradamente grande. Frente a las ventanas francesas que miraban al jardín había un pequeño piano de cola. Imperaba un ambiente sereno.

—Mi madre solía tener flores en todas partes, aun en invierno —comentó Alex, disculpándose por no ofrecerle un ámbito más acogedor. No obstante, el cómodo banco de madera con respaldo alto, con una funda de cretona y mantas de color carne, y otros muebles mullidos, le daban calidez. Más allá de algunos elementos masculinos, un par de pantuflas de cuero, periódicos plegados, la presencia de un ferviente espíritu femenino era tangible en aquella habitación.

Alex se acodó en una mesa.

—¿Quieres un té? Supongo que te gustará más que tomar café.

—Sí, por favor. ¿Te molesta si echo un vistazo? —preguntó Lucy mirando a su alrededor.

—Para eso hemos venido —respondió Alex. A continuación fue a la cocina y puso un calentador de agua sobre la cocina de hierro del Rayburn. Entonces advirtió que había un paquete sobre la mesa de roble. Mientras Lucy curioseaba por el gabinete con su correspondiente biblioteca y el comedor, Alex trataba de abrir el envoltorio de cartón y quitar los protectores plásticos con burbujas de aire. Al ver cuál era el contenido cogió el teléfono colgado en la pared y marcó un número.

—Papá, no estás en los juzgados, ¿verdad? Estoy en casa. Vine a almorzar con una amiga en el pub por su cumpleaños. ¿Estás bien? Acabo de ver el paquete de la policía. ¿Qué han dicho?

Lucy percibió inquietud en la voz de Alex. Mientras él hablaba, se sentó en el brazo de un cómodo sillón.

—¿Eso es todo? ¿No saben nada más? ¿Nos han devuelto otras cosas?

Luego Lucy oyó que Alex hablaba con su padre sobre el tiempo y le explicaba que partiría en breve pero volvería a visitarle el fin de semana, con Max. Cuando colgó el teléfono, la miró.

—Ven a ver esto.

Alex le puso en las manos una pequeña pintura con gran cuidado y un gesto ceremonioso. A ella le sorprendió que fuera mucho más pesada de lo que había previsto. Observó el rostro de una mujer de cabello oscuro, hermosos ojos castaños, almendrados, y un corpiño con bordados que formaban ciervos y árboles. El retrato medía sólo unos centímetros. Lucy no podía apartar la vista de él. El reloj de péndulo dio la media hora. Tal vez pasó otro minuto hasta que, con una voz apenas audible, preguntó:

—¿Quién es?

—Una lejana antepasada de mi madre. Eso creemos, no estamos completamente seguros. El retrato fue robado de la casa unos meses atrás. La Interpol acaba de recuperarlo. Mi padre no sabe exactamente cómo lo encontraron. Prácticamente lo habíamos dado por perdido —explicó Alex, mirándola con una expresión grave y divertida a la vez—. ¿Te recuerda a alguien?

Lucy lo miró fijamente.

—Por supuesto —respondió.

Luego volvió a sentarse, sin soltar el retrato. Alex preparó el té. Ninguno de los dos podía pasar por alto la semejanza: aquel era su propio rostro.

Lucy comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza y se sintió mareada, pero no dijo nada, pues ya se había sentido así en otras ocasiones después de su operación. Solía decirle a Grace que por haber estado al borde de la muerte era sumamente sensible al sufrimiento de los demás. Grace bromeaba, comentando que era típico de las personas que han estado a punto de morir, pero ella no era Juana de Arco o Santa Teresa, y no hablaría sobre ese tema con Alex. Él le sirvió el té. Ella sintió náuseas. Habría deseado dejar la taza, pero se negaba a permitir que su frágil salud malograra otra salida con Alex. Él le hablaba, pero ella no podía concentrarse en sus palabras.

Observó otra vez el rostro de aquella mujer, los detalles del retrato. Abandonó el banco donde estaba sentada, cerca de Alex, llevando consigo, distraídamente, la miniatura. Dio unos pasos por la habitación y se sentó frente al piano sin pedir autorización. Absorta, tocó suavemente algunas teclas con una mano. Se oyeron unos densos acordes. Alex le preguntó si sabía tocar el piano. Ella respondió con un hilo de voz que sólo le faltaba aprobar el examen para ser concertista. Miró inexpresivamente a Alex. Estaba a punto de vomitar. Él acudió a su lado de inmediato.

—Es sólo el viaje, Alex. Estoy cansada. No te asustes. Creo que es la primera vez que me relajo en varias semanas —dijo, no estaba dispuesta a desperdiciar ese día y luchó contra la náusea—. Me he sentido feliz todo el día y me alegra enormemente que me hayas traído aquí —agregó, mirando los ojos preocupados de Alex, que hurgaban en los suyos de un modo no enteramente profesional.

Se sintió incómoda por no ser capaz de ocultarle nada, de modo que apartó la vista y la fijó nuevamente en su mano izquierda, deteniéndose en los detalles del vestido de la mujer del retrato. Trató de concentrarse para descubrir cuál era el árbol que dibujaba el bordado, el árbol de la sabiduría.

—Es una morera, ¿verdad? —preguntó mientras tocaba la llave que llevaba colgada al cuello—. Alex, lo que esta llave abre, está aquí, debajo de una morera, en tu jardín…

El cuerpo de la muchacha se dobló hacia delante a causa del esfuerzo que le había costado pronunciar esa frase. Él la acogió suavemente en sus brazos. El cuerpo de Lucy parecía ligero como una pluma. Subió a grandes zancadas los peldaños de la escalera, la dejó sobre una cama, le quitó los zapatos y la cubrió con una manta abrigada. Ella notó el tacto de una mano en la frente mientras con la otra mano él le sujetaba la muñeca y le tomaba el pulso sin inquietarse. Luego, se quedó dormida.

Las luces estaban encendidas y ya había oscurecido cuando se despertó. Bajó las escaleras. Un hombre mayor, elegantemente vestido, estaba leyendo un documento junto a una lámpara. El fuego estaba encendido. La miró amablemente.

—Soy una huésped terrible, lo lamento. Me llamo Lucy.

Él se puso rápidamente en pie.

—Oh, pobrecita, no tienes por qué disculparte. ¿Te sientes mejor? Llamaré a Alex —dijo solícito, y después de guiarla hacia un sillón, abrió la puerta trasera para pedirle a su hijo que entrara. Alex reapareció, le tomó las manos para controlar su temperatura y le examinó con atención las pupilas.

—Me has dado un buen susto —dijo con una nota de alivio en la voz—. Culparemos del susto a la comida demasiado elaborada, ¿estás de acuerdo?

Ella asintió agradecida. Quería simular que nunca había experimentado aquella extraña reacción. Si su padre no hubiera estado presente, le habría besado. Alex comprendió y eludió el tema, pero le dedicó una sonrisa traviesa.

—¿Has visto lo que dejé junto a la cama? —preguntó.

Lucy meneó la cabeza. Él fue a la habitación de arriba y al regresar depositó, sobre una mesa lateral que estaba junto a ella, un pequeño cofre de madera sencillamente labrado.

—Creo que tú tienes la llave.

Lucy permaneció sentada con la vista fija en el cofre durante quince minutos. Era una sencilla cajita de roble algo sucia y salpicada con manchas de moho. Los renegridos cerrojos metálicos eran de plata, sin duda. Nada indicaba que fuera un objeto valioso y se sintió un poco abatida al ver algo tan poco excitante. Era evidente que no contenía joyas. ¿De verdad le correspondía a ella abrirlo?

Alex le trajo té y tostadas, y se sentó para observarla, tan divertido como intrigado. Por su parte, Henry corrió las cortinas y se ocupó del fuego mientras se las arreglaba para ocultar una cierta curiosidad bajo un velo de amable indiferencia, pero seguía los movimientos de la dubitativa Lucy por el rabillo del ojo. Ninguno de los dos la apremió. El reloj de péndulo resonó en medio del silencio.

Ella cogió la llave y la orientó hacia la pequeña cerradura de plata. Miró con ansiedad a Alex y a su padre, y preguntó:

—¿Debo hacerlo yo?

Él se puso en pie con una sonrisa en los labios, se acercó, se arrodilló junto a ella y le aferró la mano temblorosa entre las suyas para serenarla.

—Adelante.

La voz de Alex le dio coraje, introdujo la llave en la cerradura y la giró. Esperaba que estuviera oxidada y opusiera resistencia e incluso que no funcionara, pero se abrió fácilmente. Lucy se puso unos guantes que Alex le entregó y los dos hombres la observaron mientras levantaba la tapa y dejaba salir un olor a moho que hablaba del paso de los siglos. Henry se acercó.

Lucy miró con atención el contenido, dudó y reverentemente sacó un sobre de cuero amarillento flojamente atado con un cordón. Lo desató suavemente y se encontró con varios pergaminos plegados, sellados con un símbolo mágico. Estaban cubiertos de un polvo blanco que podía ser sal, alumbre o tal vez cal. Alex los observaba expectante. Evidentemente, estaban en perfectas condiciones. Sin pronunciar una palabra, Henry salió de la habitación y regresó con una navaja pequeña y afilada. Lucy deslizó el filo por la cera.

—Lirio azul —afirmó.

Conocía bien el delicado aroma de los lirios secos, que se agregaban al popurrí de pétalos para acentuar el perfume y favorecer la conservación.

En un instante pudieron apreciar un conjunto de acertijos escritos con una hermosa caligrafía y una pequeña moneda de oro que había caído al desplegarlos.