12

Alex rodeó a Lucy con el brazo en ademán protector en cuanto regresaron al muelle. Luego, condujo rápidamente hasta el coche a la joven, que se había puesto el chal con ribetes dorados. El médico estaba disgustado consigo mismo por haber olvidado el escaso tiempo transcurrido desde la operación y haberla puesto en peligro, a pesar de ser una paciente modelo que no había mostrado el menor indicio de posible enfermedad desde el momento en que abandonó el hospital. Su recuperación había sido ejemplar, pero esa noche había estado desconcertantemente silenciosa, algo la había agotado. Le inquietaba la posibilidad de que se hubiera enfriado, pues estaba helada cuando la tocó, hecho que podía resultar catastrófico si no se actuaba de inmediato. El doctor se impuso al hombre mientras conducía rumbo al hospital Brompton. Apartó una mano del volante para apretarle la mano y la acarició en un gesto que expresaba preocupación, cuidado y afecto. Ella pensó que habría sido romántico si Alex no hubiera estado tan alarmado.

Cuando llegaron a una de las entradas laterales de la clínica, se sintió reconfortada de que se dirigieran al ascensor sin que él sopesara la posibilidad de utilizar una silla de ruedas. La instaló sin contratiempo alguno en una habitación privada y la conectó al cardiógrafo. Alex recuperó la calma mientras daba instrucciones a quienes le rodeaban. Un par de médicos se sorprendieron al verle ejercer como médico experto en lugar de adoptar su rol habitual de inmunólogo. Él no iba a delegar en nadie la atención de Lucy.

—¿De veras estoy al borde la muerte, doctor? —preguntó ella, un poco espantada ante el alboroto que se estaba produciendo por su causa, e intentó atemperarlo con una frivolidad—. ¿De qué se extraña? Creo que esta noche, en el muelle, me dejó bajo su custodia. —Era evidente que no estaba tan preocupada como él, pero la intuición le indicaba que cualquier posibilidad de intimidad entre ellos se desvanecía, como había sucedido con el buen humor de Alex cuando la vio tan pálida y advirtió que tenía mucho frío.

—Por supuesto, estoy acentuando los rasgos trágicos de esta comedia —dijo él, tratando de reír, para aliviar su aflicción—, pero por esta única vez tendrás que consentir que sea precavido.

—Lo consideraré un halago —repuso Lucy, intentando provocarle, pero él estaba concentrado sólo en la tarea que debía realizar, indiferente a sus dichos irónicos, que un observador habría podido interpretar como un coqueteo.

A pesar de que Alex le había rogado que se despreocupara por esa noche, apareció Amel, seguido por las carcajadas de los esqueletos que formaban su equipo.

—¿Te traeremos de regreso de tu amada inmunología? —preguntó Amel, divertido al ver que Alex estaba midiendo la presión arterial de Lucy y que asumía toda la responsabilidad con respecto a ella—. Creo que estás exagerando, pero he venido para determinar si lo que dice mi intuición, difiere de una evaluación experta. Mi reserva para la cena puede esperar media hora. —Lucy se sentía culpable: era precisamente eso lo que habría deseado evitar, pero Amel lanzó exclamaciones de alegría cuando el monitor mostró un resultado favorable. Al mirar a su paciente estuvo de acuerdo con Alex en que tenía un aspecto algo fantasmal y estaba absurdamente helada—. Pero estoy seguro que no hay motivo de preocupación alguno. No es necesario hacer un angiograma. El corazón es muy fuerte y late perfectamente. Los nervios aún no han comenzado a conectarse, por supuesto, pero el corazón es sólido. Sin embargo, tu cara está pálida, Lucy, y en tus ojos puedo ver que esta noche algo te ha asustado, de modo que opino que mi colega está haciendo lo correcto —afirmó al tiempo que lanzaba de soslayo una sonrisa burlona a Alex—. Tal vez te mantengamos en observación sólo por esta noche. Una cortesía de mi parte, doctor Stafford —agregó, con una sonrisa dirigida a su paciente.

Alex agradeció a Amel el gesto de asumir personalmente la responsabilidad de esa decisión antes de abandonar la habitación para telefonear a Grace y explicarle que su compañera de apartamento no iba a volver a casa esa noche. Entretanto, la paciente habló con el cirujano de su decepción, como un niño que ve frustradas las expectativas que había alimentado con respecto a su cumpleaños.

—Es su manera de decirte cuánto le importas —explico él en un intento de brindarle algún consuelo. Tal vez percibía con más claridad que ella misma la profundidad de sus sentimientos—. Me da la sensación de que se pasa de precavido y sólo cogiste frío en el barco. Un baño caliente y un buen descanso habrían bastado, pero no pasa nada por hacer las cosas como es debido. Al fin y al cabo, sólo han pasado seis o siete semanas desde la operación.

Lucy asintió con resignación.

—Estoy acostumbrada a tener el arranque de la yegua y la llegada de la burra. Podría decirse que es una constante en mi vida —comentó, desanimada.

Amel se inclinó hacia ella y la miró por encima de sus gafas.

—¿Por qué tienes tanta prisa? Acostúmbrate a la idea de que ahora el tiempo está de tu lado. De hecho, tu pulso y tu presión están bien, y creo que es muy bueno que estés aquí. Estoy muy contento con tu progreso, en breve haremos un ecocardiograma y una biopsia, y una mini-MOT para Navidad, lo cual es una buena señal. En mi opinión, este pequeño episodio no indica que haya rechazo, sobre eso nadie sabe más que Alex. Tiene un olfato de primera para esta clase de cosas.

Entonces regresó el dueño del olfato de primera y Amel consideró apropiado recordarles a ambos que tenía una reserva para cenar con dos encantadoras compañeras.

—Estoy conforme con el electrocardiograma, Alex. No es necesario un ecocardiograma. Tal vez un antibiótico y podemos dejarla ir por la mañana. Para entonces necesitará alimentarse bien —dictaminó, y les dirigió a ambos una sonrisa extraña—. Una velada interesante, ¿verdad? —Y cuando se disponía a marcharse, se dirigió a Alex—: Y escribir es provechoso.

Alex no necesitaba recordatorio alguno y había decidido no efectuar ningún comentario sobre el extraño incidente en el agua, aunque las palabras que había oído seguían sonando en su interior, ya que de inmediato le habían remitido al extraordinario dispositivo de seguridad que Will había cargado en su portátil, la misteriosa Sator Square. Ahora le parecía percibir ecos y reverberaciones en todo aquello que lo rodeaba. A la luz del recorrido que él mismo había realizado esa noche por el Támesis, cavilaba sobre el correo electrónico de Will, sobre la mención de un interminable río de sabiduría. Era consciente de que Amel y Lucy tampoco encontraban una explicación completamente racional para semejante escena.

Observó pensativo a Amel cuando se marchaba y acto seguido miró a Lucy. Una frágil criatura vestida con una bata de hospital había usurpado el lugar de la diosa celestial y él asumió el rol de encargado del guardarropa: había traído unas perchas acolchadas para colgar el maravilloso modelo de seda. La joven estaba agotada, pero aun así había en su rostro una radiante claridad. Él pensó que emanaba una sabiduría similar a la de Palas Atenea, pero también era tan vulnerable como cualquier Florence Dombey o Catherine Morland. Se había lanzado al ancho mundo sin protección familiar. Sin duda, no era el momento de abandonarla.

—Tengo que terminar de redactar mis notas sobre algunos pacientes. ¿Te importa si me siento aquí y las acabo? —preguntó, señalando la silla que estaba junto a la cama—. Estaré más tranquilo si yo mismo te vigilo. —Lucy le dirigió una mirada inquisitiva—. No significa que desconfíe de los médicos internos, algunos de ellos estarán despiertos durante treinta horas o más, pero así aliviaré mi propia sensación de negligencia.

El rostro de la australiana se distendió por primera vez a lo largo de una hora. La joven se limitó a asentir, pues no confiaba en su voz. Alex, creyendo entender lo que esa expresión le decía, le sonrió.

—Procura dormir, Lucy. No permitas que yo te lo impida.

Ella cerró sus ojos, como un niño obediente, y se durmió de inmediato. Se dejó arrastrar rápidamente hacia un sueño en el que vio a unos individuos de lujosos atavíos, primero a bordo de una chalana y luego en un gélido escenario…

… donde un hombre andrajoso se arrodillaba ante otro sentado que vestía un espléndido y grueso traje de color rojo con orlas de brocado. El hombre arrodillado no era nada agraciado. Tenía la tez morena y era de corta estatura. Usaba un sayo de lana ordinaria, tal vez fuera el hábito de un monje. Lucy tuvo la impresión de que estaba a punto de recibir una especie de reprimenda de su adversario, a pesar de lo cual mantenía una perversa distracción, no prestaba suficiente atención a su juez de forma premeditada. Las estrechas ventanas de la cámara donde se hallaban daban a un puente y por ellas se filtraba una tenue luz invernal que hacía parpadear al enjuiciador.

—Es el Ponte Sant’Angelo, Lucina —informó a Lucy. Él la miró fijamente a los ojos, como ya lo había hecho, más temprano, esa misma noche. Ella trató de sonreírle para brindarle consuelo. Le hablaba el hombre que había visto vestido de monje a bordo de la chalana—. Este es el puente donde Beatríce Cenci, que había vivido sólo veinticinco años en este mundo, fue decapitada por matar a su padre —le dijo a Lucy con voz serena— después de que él la hubiera violado en repetidas ocasiones. Su hermano mayor fue traído hasta aquí para ser encarcelado, hace sólo un año. Su Santidad quiso que fuera un castigo ejemplarizante para otras familias indisciplinadas.

Ella no sabía cómo reaccionar ante él. A continuación apartó la vista de ella y de la ventana para dirigirla al hombre vestido de rojo, a quien interpeló con la misma claridad con la que se había dirigido a ella.

—La Iglesia es culpable, señoría. Se ha apartado de las enseñanzas de los apóstoles que convirtieron a la gente por medio de la predicación y el ejemplo de una vida santa. Ahora, quienes no desean ser católicos deben soportar sufrimientos y castigos. Se utiliza la fuerza, en lugar del amor, para que aquellos que dudan acepten la «verdad».

Luego, el monje se alejó silenciosamente del hombre de cuyo poder dependía su destino terrenal y miró otra vez el brillante espíritu de Lucy como si estuviera poseído y le hablara —como él habría dicho— a los ángeles.

—No hay otro dios que el alma del hombre. Podéis estar segura de ello, Lucina. Y ¿cómo lo honramos?

El hombre de rojo, que debía de ser un cardenal a juicio de la durmiente, dijo algo al hombre arrodillado que ella no consiguió escuchar, aunque se refería a que él mismo se encerraba en su propia prisión y arrojaba la llave. La joven pudo oírle con claridad cuando alzó la voz para dirigirse a los carceleros.

—Entregadle a las autoridades de la ciudad para que hagan lo que deben, pero aseguraos de que muera de la manera más piadosa posible y sin derramamiento de sangre.

Lucy advirtió que el monje, que había sido obligado a arrodillarse, se había erguido en su modesta estatura.

—Es mucho más grande vuestro temor al pronunciar esta sentencia que el mío al recibirla —comentó con voz extraordinariamente serena, carente de miedo o ira. Sus palabras enmudecieron a todos los presentes.

Lucy era incapaz de controlar su cuerpo, presa de una extrema flojera, mientras observaba el desarrollo de esos acontecimientos. El sonido de las botas sobre los adoquines la paralizaba y los gélidos personajes de aquella misteriosa escena le daban frío. Las extremidades le pesaban y las sentía lejos. Se removió en la cama, todavía dormida, y sintió el tirón de los cables que tenía sujetos al pecho. Al entreabrir los ojos vio la sombra de un ángel sentado junto a ella, con la cabeza hacia abajo. Le pesaban los párpados, de modo que los cerró y se durmió.

La mañana estaba soleada cuando se despertó. Se notaba liviana como una pluma y el corazón latía rítmicamente, al compás de sus sensaciones. La silla estaba vacía, salvo por el bolso con sus efectos personales que había enviado Grace, pero en la mesilla contigua halló un pequeño ramo de rosas diminutas acompañado de una nota escrita con una pluma estilográfica, con una llamativa letra cursiva.

Para la dormida Ariadna, cuando despierte. Hoy paso el día con mi hijo, pero mañana estoy libre. ¿Eres lo suficientemente valiente para acompañarme a almorzar con unos amigos en Mortlake?

La nota estaba firmada por Alessandro, el personaje cuya identidad había elegido para la noche anterior. El médico había vuelto a retirarse. Tal vez reapareciera el hombre. Sí, tenía mucho interés en ver de nuevo Mortlake a la luz del día.

—¿Las pongo en agua? —preguntó una enfermera con voz alegre.

Lucy sonrió serenamente.

—No, gracias. No voy a quedarme y deseo llevármelas a casa.