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El nerviosismo de Lucy iba en aumento. Noera bueno para su corazón, pero ¿acaso había remedio? Tenía que estar en Cadogan Pier a las cinco, eran casi las cuatro y media y aún estaba en casa sin haber resuelto el asunto del peinado ni haber elegido los zapatos.

Decídete, se dijo con firmeza. Esta vez se trata de una verdadera cita con Alex Staffbrd. ¿Por qué deberías preocuparte?

Alex la había telefoneado once días antes, un lunes a primera hora de la mañana, a raíz de su última consulta con el doctor Denham. La había invitado a almorzar de un modo informal con la intención aparente de conversar sobre los problemas relacionados con la medicación, pero la charla continuó después de algunos minutos dedicados a los esteroides y las alteraciones en el estado de ánimo. Ese almuerzo había sido su primera aventura, su regreso al mundo real en más de un sentido. Fue la ocasión para el «por favor, llámame Alex». Ella sintió que había cruzado el límite entre el trabajo y la diversión. Lo consideró un éxito. Él había sonreído y la había escuchado con atención. No había hablado sobre sí mismo, pero era un agradable punto de partida.

Lucy pensó que él tenía cierto interés en ella, tal vez había sido así desde el principio. Era difícil saberlo. Alex era la clase de médico que lograba la excelencia en su actitud hacia el paciente, pero era imposible descubrir qué clase de persona era. Ella advertía que, en cierto modo, él era menos elocuente con ella que con otras personas, parecía un poco más tímido, o más vacilante, y ella lo interpretaba como un indicio de que se sentía atraído, pero luego pensaba que podía deberse a que ella no tenía un novio que fuera a visitarla, ni familia, sólo Grace y una fila de colegas bromistas, la mitad de ellos homosexuales. Tal vez él procuraba demostrar que no tenía segundas intenciones, advertirle que no debía malinterpretar el trato excelente que brindaba a una paciente y definir los límites de su relación profesional. En realidad, eso le parecía más razonable. Hasta que consideró el asunto de las flores que él le había llevado después de la operación. El barómetro osciló hacia el otro extremo y nuevamente Lucy comenzó a preguntarse si atribuía a sus miradas un significado que en realidad no tenían.

La invitación del lunes 20 de octubre a las nueve y media interrumpió el punto muerto al que habían llegado: «Courtney Denham me pidió que hablara contigo sobre la medicación, Lucy, lo cual me brinda una excusa perfecta para preguntarte si querrías almorzar conmigo. No dispongo de mucho tiempo, pero tal vez podamos encontrar un lugar fuera del hospital donde las condiciones de higiene en la cocina sean fiables. Conozco un lugar cercano y es perfecto».

La nota estaba escrita con suma naturalidad. Le sorprendía haber aceptado tan deprisa, así como haberse alegrado tanto por la invitación. Ella no se arriesgaba a involucrarse demasiado con nadie. Tenía infinidad de amigos en lugares del mundo muy diferentes y algunos admiradores masculinos, pero no era amante de ninguno. Concebía las aventuras amorosas como entretenimiento y siempre reprimía las emociones. Huía en cuanto una relación parecía seria, pero él era su médico, y se tranquilizó rápidamente diciéndose que era imposible otro tipo de relación y la cita para comer no suponía riesgo alguno.

El almuerzo informal tuvo lugar en el encantador jardín del restaurante Dan’s, en Sydney Street, a cinco minutos del hospital Brompton, un hermoso y soleado día de octubre. Consistió en dos platos sencillos y agua mineral y, según recordaba, el sonido de su propia voz burbujeante mientras satirizaba algunas escenas de su vida y sus experiencias en Sudamérica, que parecían entretenerle. Era muy raro que ella hablara sobre sí misma, pero sabía que había dado muestras de su ingenio.

Él la había acompañado con suma cortesía hasta la puerta de su casa sin dejar de conversar serenamente durante el trayecto. En conclusión, nada de nada. Ella esperó que sonara el teléfono, pero los días pasaron sin que este abandonara su irritante silencio. Admitió que él debía mantener una distancia profesional con respecto a ella, aún era uno de sus médicos. Ya no tenía mucho que hacer en su caso, salvo controlar sus antibióticos y el posible rechazo de los tejidos, pero seguía uniéndoles una relación profesional, con sus parámetros. No debía apartarse de la realidad. Era razonable olvidarlo.

Pero no podía. Consultó a Grace. Al recordar, reconsideró el desdeñoso calificativo de «almuerzo de trabajo» y le dijo a su amiga que habían mantenido una animada conversación durante una hora y se habían reído mucho. No obstante, admitió que Alex no había hablado sobre su vida personal. Grace la alertó: eso no era buen indicio. En general las mujeres escuchaban mientras los hombres se pavoneaban. Sí, en este caso era diferente, Lucy estaba de acuerdo, pero sospechaba que era eso, precisamente, lo que le otorgaba encanto a ese hombre. Ella estaba fascinada, él era físicamente atractivo, tentador aunque inalcanzable, divorciado, con un hijo pequeño. Demasiado complicado. Se contentó diciéndose que lo olvidaría con facilidad en cuanto estuviera en condiciones de volver a trabajar.

Y de pronto, después de nueve días de silencio, allí estaba Alex, invitándola abiertamente a una velada de la que participarían sus colegas, la fiesta de Halloween del hospital. El objetivo, además de reunir al personal de los dos hospitales hermanos, era recolectar fondos. Él le advirtió que no esperara nada parecido al baile del Chelsea Arts. Sólo iban a comprar entradas trabajadores, estudiantes y amigos, pero así se recaudaría dinero para ambos centros. Aparentemente, era un requisito indispensable que ella luciera su mejor sentido del humor, él no podía faltar y lo disfrutaría mucho más si ella lo acompañaba.

—Prometo cuidarte debidamente —había dicho—. Esta clase de celebraciones pueden ser un poco exuberantes cuando la multitud se desinhibe, Amel me lo recordó cuando le mencioné que me gustaría invitarte.

Alex no quería poner en riesgo su recuperación. Le aseguró que la fiesta duraría sólo un par de horas pues tendría lugar a bordo de un barco que navegaría por el Támesis, de modo que la marea y el tiempo contratado limitaban la duración de la misma. Se disculpó porque tendrían que encontrarse allí: él saldría a toda velocidad de su trabajo en Harefield, pero luego podían cenar tranquilamente, si ella no estaba demasiado cansada y después la llevaría a casa.

—Oh, es una fiesta temática, ¿no te lo había dicho? «Los espíritus de la muerte llegan desde el pasado». Deberías llevar algún disfraz, si puedes conseguirlo.

Lucy había colgado el teléfono casi sin haber hablado. No se le había ocurrido nada. Faltaban dos días, él no le había dicho cuál sería su disfraz, y ella estaba ansiosa por no desentonar involuntariamente. Con ayuda de Grace, se había decantado por Ariadna, con sus hilos y su preocupación por el diestro príncipe. Grace pensó, con picardía, que era apropiado. Sugirió que un traje clásico, con pliegues, cubriría sus cicatrices sin ocultar los mejores atributos físicos de su amiga: el hermoso cabello oscuro, las facciones grecorromanas, el cuello de cisne y la figura menuda y femenina.

—¿No es esa la idea? —había dicho escuetamente Grace.

Fue presa de un ataque de pánico al ver la hora en el reloj y acomodó los pasadores y los broches de perlas. Dos bucles de cabello negro le enmarcaban el rostro y recogía el resto de su melena en una trenza enrollada sobre su cabeza, de un modo que realzaba la hermosura del cuello y los hombros. Era una modista consumada y había cosido en muy poco tiempo un traje de seda color crema que destacaba discretamente sus pechos. La seda flotaba sobre su silueta, otorgándole una elegancia etérea, que Grace calificó de mágica. Lucy le había dado algunos toques personales al vestido a pesar de la premura y lo había adornado con perlas. No se vestía sólo para Alex, sino para un destinatario que no podía definir. Ahora que la «verdadera cita» había llegado, se sentía extrañamente aletargada mientras contemplaba su rostro en el espejo.

—Ponte los zapatos de Jimmy Choo, Lucy. —La voz de Grace la despertó de su encantamiento—. Tu doctor mide un poco más de un metro ochenta, te darán la estatura que necesitas. Pareces una estrella de cine, y aún sabes caminar con ellos. —Su amiga conservaba la calma y ante la expresión ansiosa de Lucy le aseguró que estaba preciosa—. Pero cálzate ya, de lo contrario no habrá en la Tierra zapato que pueda evitar que Cenicienta pierda esta ocasión.

Lucy miró el reloj horrorizada, tomó el chal y el bolso antes de bajar las escaleras a toda prisa para dirigirse a Prince of Wales Drive. Aminoró un poco el paso cuando notó que se le aceleraba el corazón para evitar que los médicos tuvieran que trabajar en lugar de pasar una noche divertida. Cruzó los dedos para que apareciera un taxi por arte de magia o de lo contrario iba a llegar tarde, como de costumbre.

Sus deseos se hicieron realidad. Un taxi blanco como su propio traje cambió de sentido en el Chelsea Embankment para recogerla y la dejó tras un breve trayecto por el embarcadero. Lucy avanzó con paso vacilante sobre el empedrado. La Parca estaba a la entrada luciendo un traje muy vivido. Parecía que su dueño también había llegado directamente desde su trabajo, llevar a los muertos a otro mundo. Ella sintió un extraño pavor.

Lucy dio un respingo cuando oyó una voz dulce detrás de ella.

—¿Quién es esta diosa?

Se encontró con un personaje clásico del carnaval veneciano cuando se dio la vuelta. Lucía una exquisita máscara dorada rematada en una corona de papel maché, sujeta a un palo. Se sorprendió verdaderamente cuando la máscara bajó, dejando a la vista el rostro sonriente de Alex, que ofrecía un aspecto imponente, casi byroniano, lo cual le pareció por completo ajeno a su personalidad. Su cabello estaba algo más largo y muy levemente ondulado, y lucía un atisbo de barba. Le gustó; realmente le favorecía, era una persona distinta, una nueva faceta de su carácter que debía conocer. ¿Así era el inmaculado Alex fuera del trabajo? ¿O estaba fingiendo, interpretando un papel para la velada?

Mientras Lucy se acostumbraba a los cambios de su fisonomía, él se había concentrado en observarla, sin prisa. Luego, sin más comentario que una amplia sonrisa de admiración, la tomó de la mano y la condujo hacia La Parca.

—Billetes para el paseo por el río rumbo al Hades, rápido, por favor, doctor Stafford y… diosa. Estamos listos para zarpar y la mitad de las personas a bordo ya están ebrias —dijo la silueta encapuchada, mirando los tiques—. A la derecha del salón está la banda de música y a la izquierda, en el bar, las bebidas. También debajo de la toldilla, en la cubierta de proa, pueden subir por la escalera que está pasando el bar. Que se diviertan.

A Lucy le causó gracia la actitud alegre y servicial de La Muerte.

Cuando terminaban de recorrer la pasarela para entrar en el barco, dos figuras enmascaradas, disfrazadas de espíritus, aparecieron frente a ellos, cerrándoles el paso.

—Mil perdones, almas bondadosas, pero deben pagar al conductor de la nave por este viaje al reino de la muerte —dijo una de ellas, tendiendo su mano.

Alex sacó de su bolsillo un billete de diez libras y se lo entregó al espíritu. Su compañera lo cogió y lo sostuvo entre sus largos y blancos dedos. Pasó los dedos de la otra mano sobre el billete y mágicamente desapareció. Ella hizo una espléndida reverencia.

—¿Tal vez un Troilo para esta Crésida, buen doctor? —suplicó.

Alex buscó nuevamente en su bolsillo. Esta vez sacó un billete de cinco libras.

—Mejor una Elizabeth Fry para tu Charles Darwin —repuso con una sonrisa mientras seguía su camino junto a Lucy.

—Es verdad, señor, pero nosotros, los mendicantes, hemos de adecuarnos a la época, algo se ha perdido en la traducción, ¿está de acuerdo? —Alex rió—. Es por una buena causa, como usted sabe. De modo que, gracias, bondadoso señor.

—A la izquierda, las bebidas; a la derecha, el baile. —Alex dejó que Lucy eligiera mientras avanzaban vacilantes por un pasillo entre ambos salones.

—Echemos un vistazo.

Lucy abrió la puerta principal. Un ruido seco escapó del salón por un instante. El lugar parecía una escena del Inferno de Dante. Figuras disfrazadas de toda edad y condición giraban en medio de una nube de humo artificial, agitando brazos y piernas de tal modo que formaban una especie de friso. La puerta estaba flanqueada por dos esqueletos. Los participantes aparentemente blandían partes de cuerpos por encima de sus cabezas, todos palpitaban al son de un ritmo primordial. Lucy tuvo la sensación de que no se trataba de puro atrezo, pero no pudo confirmarlo con Alex, ni siquiera podía oír su propia voz. Sabía que los estudiantes solían gastar esa clase de bromas y había oído hablar sobre el macabro humor que los médicos internos ostentaban en esas ocasiones. Prefería no preguntar.

Fingiendo estar horrorizado, Alex cerró decididamente la puerta del salón de baile, aislándose así del ruido.

—A la izquierda —propuso. Lucy asintió. Ambos se dirigieron a la otra puerta y entraron en el bar.

El salón estaba atestado de personas con disfraces de personajes famosos. En uno de los extremos se había instalado la barra. La atendía un desmelenado doctor Frankenstein y varios de sus colaboradores. La escenografía de fondo imitaba un laboratorio de anatomía. Había hileras de campanas de vidrio mezcladas con retortas, frascos de colores y otros aparatos donde se exhibían cerebros, hígados, riñones, manos y pies, todos conservados en formol.

—Damien Hirst[9] se sentiría aquí como en su casa —comentó Lucy mientras se abrían paso.

—Excesiva crudeza, tal vez —dijo Alex. Confiaba en que el irónico sentido del humor de Lucy le permitiría tomar distancia. Pero sin duda aquello no era apto para pusilánimes.

—Hola, doctor Stafford —saludó Frankenstein—. Usted y su invitada probablemente se sientan más a gusto arriba. Hace diez minutos he visto al honorable Azziz, cuando subía conversando con un administrador. Se llega por esa escalera —añadió, y señaló la dirección con el codo derecho mientras abría dos botellas de cerveza con una mano y luego vertía las cuatro que tenía en total en ambas manos en sendos vasos—. Seis libras, por favor —informó a una reina Isabel de flameante cabello rojo mientras ella hurgaba en su bolso.

—Este corsé es terriblemente incómodo —se quejó la soberana con un marcado acento del sur de Londres sin dejar de mirar a Alex mientras pagaba. Luego, tomó con ambas manos los vasos que descansaban en la barra y volvió a mezclarse entre la multitud con dificultad.

—No lo había notado —comentó el doctor Frankenstein, sin dirigirse a nadie en particular, aunque miró a Alex, haciéndole reír. Frankenstein sirvió casi media botella de champán con zumo de naranja para él y Lucy, y los despidió. Como Alex tenía las manos ocupadas con las copas, ella se aferró a su brazo y cruzaron el bar en busca de aire fresco.

La embarcación ya surcaba las aguas del río bajo la luz crepuscular cuando llegaron arriba. A primera vista, aquello parecía una reunión de los aristocráticos médicos de Londres y sus amigos, alrededor de 1750. A Lucy le pareció una escena irreal. Al cabo de unos instantes reconoció a algunos de los personajes. Los había visto en alguna de sus incontables visitas a uno u otro hospital. Se habían congregado allí unas cincuenta personas, algunas de pie, otras sentadas. Tres enfermeras de cutis fresco con largos y vaporosos vestidos le dedicaron risitas tontas al doctor Stafford. Lucy comprendió que eran las Parcas. Dieron media vuelta, resignadas, en cuanto ella apareció detrás de Alex y se mezclaron con un grupo de jóvenes médicos internos.

Los médicos más prestigiosos se acercaban a los directivos y los miembros del directorio. La escena tenía una especie de afectada naturalidad, parecían a punto de bailar una quadrille.

Le extrañó que Jane Cook no estuviera allí. Lucy se lo preguntó a Alex en voz baja.

—Está atendiendo el negocio. De lo contrario, la verías aquí. Es leal al hospital hasta las últimas consecuencias, pero no podría confraternizar con Amel si para ello tuviera que descuidar su trabajo. Él es su héroe.

—Y el mío. Todos le necesitamos, lo sabes.

La zona de mesas y sillas estaba cubierta con un toldo y rodeada por mamparas de plástico transparente a fin de permitir la vista panorámica del río y al mismo tiempo conservar el calor proporcionado por las estufas exteriores. La zona estaba tranquila, pues los integrantes de esa escenografía macabra y obscena del nivel inferior no habían logrado subir las escaleras. Amel, absurdamente disfrazado como «Scott de la Antártida», permanecía de pie, en el borde de la cubierta, enfrascado en una conversación con dos mujeres, una de ellas morena y delgada; la otra rubia, voluptuosa, y no menos atractiva. Alex y Lucy se acercaron hacia el cirujano, que los saludó con afecto.

—¿Cómo no te has disfrazado de macedonio, Alejandro Magno? Cuánto me alegra que estés aquí, con tu radiante compañera. Lucy, estás hermosa, y yo, en absoluto sorprendido, sino encantado. —Azziz le tomó la delicada mano entre las suyas y la miró detenidamente. La australiana sintió que su cumplido era sincero—. Te presento a estas hermosas damas, que son también médicas eminentes: Zarina Anwar y Angélica LeRoy, ambas jefas de cirugía a quienes no dejamos salir a menudo de Harefield. Ellas nos asistieron al señor Denham y a mí en tu trasplante. Señoras, seis semanas después, y mucho mejor que cuando la vieron por primera vez, permítanme presentarles a Lucy King, documentalista de televisión.

Lucy abrió desmesuradamente los ojos, sorprendida, ante esas dos mujeres: la morena, discreta y refinada, con uñas inmaculadas, y la rubia, sonriente y simpática.

—¿Te sorprende, Lucy? Aunque sea bueno, jamás podría mantener la concentración durante tanto tiempo sin ayuda, pasamos casi ocho horas contigo, de modo que debo permitir que mis compañeras tomen el control en ciertos momentos y se encarguen de algunas cosas específicas que hacen mejor que yo. Nadie practica suturas más pulcras que las de Angélica.

La aludida le tendió la mano; parecía una versión rubia y con algunos años más de Escarlata O’Hara. Advirtió que Lucy admiraba su lujoso traje.

—¿Te gusta este vestido? Debo decir que yo adoro la época, y esta clase de traje me recuerda mi hogar.

—¿Su hogar?

—Sí, Mardi Gras. Nací en Nueva Orleans. —Lucy se encontró bajo el hechizo de la melosa voz que pronunciaba el nombre del lugar donde había nacido como si fuera una sola y larga sílaba—. Vine aquí sólo para un año y así tener la oportunidad de trabajar con el señor Azziz, uno de los grandes artistas en este campo. Aparentemente, él le confiere «un plus» al trabajo, eso me motivó a venir. ¿Qué opina, señor Stafford? ¡Oh, lo siento! ¿Doctor Stafford?

El director administrativo del hospital formaba parte de un grupo a pocos pasos de ellos. Había escuchado la conversación y venía a rescatarla. Evidentemente, a Angélica «se le había escapado».

—No te preocupes, Angélica. Únicamente el Colegio Real de Cirujanos puede comprender la misteriosa razón por la cual «señor» y «doctor» son cosas opuestas. Yo todavía me equivoco.

Alex rió y asintió. No lograba explicárselo a sus amigos, quienes creían que era correcto decirle «señor» tanto a él como a un desconcertado colega estadounidense.

—Por favor, Angélica, llámame Alex a secas. Y respondiendo a tu pregunta, sí, en verdad creo que es así. Alá se alegra cuando Amel se enfunda la bata de cirujano y va a luchar en el quirófano.

Lucy no captó el significado de las palabras de Alex, pero Amel le sonrió abiertamente.

—No te burles de mí, jovencito. Yo procuro no olvidar que perteneces a uno de los «pueblos del libro», aunque hoy en día son muchos quienes olvidan tan respetuoso precepto. Por supuesto, sigo resistiéndome a creer que no eres creyente de verdad, por lo que me aferraré a esa creencia para ofrecerte con gusto mis respetos. Te los has ganado, en todo sentido.

Luego, Azziz volvió a centrar toda su atención en Lucy.

—Mi querida Lucy, es estupendo que esta noche estés aquí, entre nosotros, con un aspecto tan saludable. Dame tu chal, no lo necesitarás todavía. Esas estufas dan tanto calor que parece que fuera una cálida noche de verano, al menos por ahora.

—Gracias.

Lucy comprendió intuitivamente que Amel trataba de ayudarla a borrar la línea divisoria entre paciente y médicos, pero respondió con un tono algo sumiso. Se quitó el chal y se lo entregó a su cirujano, que lo dejó en una silla.

La espigada Zarina había atraído rápidamente la atención de Alex. Ambos conversaban, aparentemente en un tono más serio. Él tomó suavemente del brazo a Lucy, invitándola a sumarse. Ella apreció el gesto, escuchó y sonrió, respondió a las preguntas que le hicieron. Sin embargo, lo hizo con asombrosa timidez, no se sentía parte de ese grupo. Observó el juego sutil de relaciones que había entre todos ellos, que mostraba un amplio espectro de conductas humanas. Si bien los personajes eran distintos, tal vez no fuera muy diferente de su medio, la televisión. Eso le llevó a preguntarse si volvería a trabajar alguna vez. Mientras navegaba, rodeada de un medio social desconocido, esa idea acaparó su mente. Al menos, gracias a las personas que la acompañaban, aún estaba en este mundo.

De pronto, oyó que alguien pronunciaba su nombre.

—Lucy, ¿conoces el río? —Era la voz de Courtney Denham, con su melódico acento. Estaba junto a su esposa, escuchando las conversaciones, observando su actitud insegura. Estaba muy atractivo con su disfraz de Otelo.

Lucy se alegró de verle. Se escabulló del grupo de Alex por un momento.

—¡Hola! En realidad, no lo conozco bien —respondió, sin saber cómo dirigirse a él. Aún seguía viéndole una vez por semana en calidad de paciente—, pero debería. He vivido bastante tiempo en Londres. ¿Es aquí donde se realizan las regatas de Oxford y Cambridge?

—No está mal para tratarse de una… oriunda de las colonias. Sí, la competición discurre desde el puente que dejamos atrás hace un instante, en Hammersmith, hasta Chiswick Eyot. —Denham interrumpió la explicación para presentar a Desdémona, una mujer atractiva, con una figura espléndida—. Esta es mi esposa Catherine…

—Courtney me ha hablado de ti, Lucy —saludó la aludida, dedicándole una sonrisa entusiasta.

—Nuestra casa está precisamente detrás de estos árboles, en las afueras de Castelnau, en Barnes —prosiguió el doctor—, pronto llegaremos a Mortlake.

Los tres mantuvieron una conversación distendida en cuanto la australiana descubrió que no debía tener miedo alguno a cruzar la línea de la relación entre médico y paciente. Prestó atención a los lugares que Courtney señalaba conforme iban navegando hasta que una imprevista sacudida del barco interrumpió sus comentarios. Todos permanecieron inmóviles, un recipiente con hielo para el champán y unas copas cayeron al piso. El barco viró abruptamente hacia la orilla, la proa se hundía mientras accionaban rápidamente los motores para desviarlo. La sirena sonó tres veces en señal de alerta. Lucy dio un respingo y todos los presentes, mientras recuperaban la compostura, trataban de comprender la causa del inconveniente. Al ver la cubierta inferior hicieron un profundo silencio. Debajo de la proa aparecía una bruñida chalana de color rojo y oro, una de las más hermosas que Lucy había visto, perfecta en cada uno de sus detalles. Provocó suspiros y exclamaciones de asombro entre las Parcas.

Aun bajo la luz con destellos ambarinos Lucy fue capaz de distinguir a los ocupantes con asombrosa claridad. Dos filas de heraldos con trompetas se alineaban en el borde del bote. Los remeros se esforzaban por apartar la embarcación de la turbulencia que producía el buque de paseo mientras trataba de eludirla. Un pequeño grupo de personas disfrazadas de nobles se protegía debajo de una toldilla con bordes dorados. Uno de sus miembros, que destacaba entre los demás, se puso de pie. Junto a él estaba un hombre con traje oscuro y un collar que indicaba su alta investidura.

La joven identificó la imagen como parte de una escenificación gracias a su experiencia profesional como cineasta. Los detalles se habían reproducido con maestría. Probablemente, aquella recreación había requerido más dinero que una costosa producción de Hollywood. ¿Por qué navegaba por el Támesis en Halloween? Tal vez el embajador de Italia estuviera celebrando su propia versión del carnaval veneciano, pero entre los ocupantes de la embarcación no figuraba ninguna de las celebridades del momento. La chalana seguía en el medio del río observada por unas doscientas personas, felizmente inconscientes del alboroto que habían causado al cruzarse en el curso de otra embarcación. Entretanto, la mayor parte del personal del hospital estaba tan ebria que era incapaz de recordar en qué día de la semana estaban.

—Toda esa resaca es por una buena causa —bromeó Alex.

De pronto, Lucy se estremeció. ¿Qué estaba mirando?

Las puertas del salón de baile se abrieron y varios bailarines acudieron presurosos a la cubierta para ver qué estaba sucediendo. El nivel de ruido se multiplicó por cien. Al menos eso le pareció a Lucy. Por encima de todo se destacaba el nítido sonido de las trompetas. Una fanfarria que la pequeña distancia entre ambas embarcaciones permitía oír claramente.

—¡Qué festejo de Halloween! —comentó a su derecha una afectada voz sudafricana.

—No es eso, resulta demasiado artificial, parece cosa de cine —respondió su compañera.

—Una ópera, querida, Cecil B no forma parte del grupo. Me gustaría estar allí, con uno de esos preciosos trajes, y observar esa figura magnífica con la capa sobre el hombro, provocativa, al estilo de Lord Byron. Apuesto a que tendrá mucho éxito.

—En fin, nos han entretenido.

—Comamos unos canapés. Oh, tu vestido es espléndido, querida —dijo tontamente la primera voz dirigiéndose a Lucy, y a continuación, ambas salieron con grandes aspavientos.

Lucy no había comprendido los comentarios ni tampoco se había percatado de que Alex estaba junto a ella, ya que tenía los cinco sentidos puestos en el grupo de la chalana. Tenía la impresión de que su atención era correspondida. Parecían mirarla a ella, cautivados por su imagen y la del barco. Un individuo de tez morena engalanado con un traje de terciopelo atrajo irresistiblemente la mirada de Lucy. Ambos parecían amantes que se habían separado y habían vuelto a unirse durante unos segundos que parecían durar una eternidad.

Ella percibió un aroma exótico y bizarro cuando las proas de ambas embarcaciones se pusieron a la misma altura. La nave olía a rosas y a limas, a hombres exhaustos y a comida. Entonces escuchó su voz, con un timbre vibrante, similar al tañido de una campana.

Sator Arepo Tenet Opera Rotas.

Las palabras resonaron con la misma claridad que si ese hombre estuviera junto a ella. Las dos embarcaciones se tambalearon al pasar velozmente una junto a la otra, surcando las aguas, tan revueltas que por un momento pareció que Escila había llegado hasta el Támesis. Se levantó un succionador remolino entre ambos barcos durante unos segundos, pero luego los separó el oleaje. La barca se enderezó y en medio de la creciente oscuridad Lucy la vio dirigirse hacia la costa, donde creyó entrever unos peldaños, un jardín y, apenas visible entre unas casas, un sendero que conducía a una iglesia situada más lejos.

El corazón de la joven palpitaba con un ruido sordo y todo cuanto la circundaba le pareció hueco. Tenía la sensación de que su cabeza estaba sumergida en el agua y un eco sonoro llenaba el espacio. Los pasajeros del barco parecían estar en el limbo. Sin embargo, podía sentir el calor procedente del cuerpo de Alex, percibía que estaba cerca de ella. Podía ver claramente la orilla. Un hombre con barba, vestido con toga, como un académico, corría por el jardín seguido por otras personas. Los ocupantes de la barca comenzaron a salir hacia los escalones. Volvió a escuchar el toque a rebato, que en esta ocasión resonaba con un ruido metálico cascado, como una campana de iglesia, en lugar de emitir un sonido melodioso. ¡Qué festejo tan sorprendente! Los cuidados atavíos del cortejo resultaban desconcertantes. Los heraldos con su brillante traje rojo aún hacían sonar fanfarrias. El hombre con apariencia de profesor hizo una reverencia al personaje principesco de la barca, un sujeto de aspecto extranjero cuyo atuendo sugería que se trataba de un monje. Este desembarcó, seguido por varios nobles con lujosos trajes y otras personas, aparentemente de menor rango. Miraron hacia el río por un instante y se despidieron con discreción. Luego avanzaron por la hierba, en medio de la agonizante luz del crepúsculo.

Los viajeros del barco de Lucy recuperaron la calma poco a poco y enseguida empezaron a charlotear.

—Una fiesta de disfraces fastuosa de verdad —comentó una voz.

—Increíble —comentó otra—. Es difícil decir de qué se trataba en realidad.

—Algo siniestro, en mi opinión —agregó un tercero, turbado por el comentario—. Parecían espías, daba la impresión de que estudiaban nuestros movimientos.

El runrún de conversaciones volvió a disminuir cuando los bailarines regresaron a la pista, cerrando las puertas tras de sí.

El barco había llegado al final del recorrido. Giró y comenzó el regreso, río abajo. Lucy estaba muda. Catherine Denham tenía la cabeza inclinada, se la veía pensativa. Ambas intercambiaron miradas de simpatía, pero no despegaron los labios.

—Parecían salidos del palacio de Hampton Court —le comentó Angélica a Zarina, que tenía un aspecto preocupado. Ella, por el contrario, hablaba con la alegría de un niño que había tenido el privilegio de presenciar una escena extraordinaria—. Era como si hubieran atravesado el velo que separa el mundo de los vivos y los muertos.

—Es cosa de los Estudios Twickenham, sin duda —insistió Zarina.

En realidad, eran de Oxford, les corrigió Lucy para sus adentros.

Alex y Amel se habían alejado de su grupo y flanqueaban a la joven australiana, que permanecía pegada a la barandilla, mirando por encima de las aguas oscuras la costa del río en su intento de distinguir algún indicio de la barca roja y dorada y de los peldaños donde habían puesto pie sus pasajeros.

Alex miraba en todas direcciones, repitiendo las extrañas palabras que había visto con Simon dos noches atrás: «Sator Arepo…». Apoyó suavemente su mano cálida en la espalda de Lucy. Al comprobar que temblaba, tomó su chal y lo colocó sobre sus hombros.

—El dedo que se mueve, escríbelo —sugirió en voz baja. Amel asintió, pensativo.

No intercambiaron ni una palabra más mientras el bote pasaba frente a Mortlake Reach; cada uno de ellos estaba sumido en sus pensamientos. La aguja de St. Mary, en Mortlake, surgía detrás de una hilera de casitas, que habían visto en el camino de ida. Ahora la oscuridad les impedía distinguirlas. Ante sus ojos desfilaron almacenes, un pub y un hermoso edificio de estilo georgiano, pero la noche se había tragado definitivamente los peldaños, la gran barca y sus ocupantes.

La chalana de la reina se mece en el oleaje del Támesis mientras se dirige hacia los peldaños de Mortlake Reach. Los gritos y lamentos de los pasajeros resuenan cada vez que la barca sufre una sacudida a resultas de las ondulaciones producidas por la otra embarcación, una de apariencia extraña. Da la impresión de que un viento llegado del otoño ha turbado el paseo veraniego. El río es un hervidero de barcas, como de costumbre, pero la gente del común ha de ceder el paso a la embarcación real.

El Signor Bruno los hace callar.

—Ella no es mortal aunque haya estado en el reino de los muertos. Es una diosa, un ángel de luz. Lucina, la iluminadora —asegura con marcado acento italiano, pronunciando las palabras con notable claridad, y señala a una persona que se apresura a saludarlos.

Un hombre alto, delgado y apuesto aparece en la orilla. Tiene la tez clara y lleva la barba puntiaguda. Viste una blusa de artista, de tela clara y mangas amplias. Detrás están su esposa y sus sirvientes, y un enjambre de niños que corretean por el jardín, entre las casas y los pabellones, hacia los peldaños del galpón. El hombre ha estado esperando que la barca real se detenga allí en su viaje de regreso de Oxford a Londres. Las fanfarrias de los heraldos reales anuncian el arribo de su Alteza Real, lord Albert Laski, señor de Sieradz, con su carismático amigo y discípulo, el cortesano sir Phillip Sidney, y otros compañeros. Sus sueños se han hecho realidad.

John Dee ha permanecido atento a los grandes debates acontecidos en Oxford durante los días anteriores. La corriente del río llevó los rumores. Ahora el doctor Dee está ansioso por reunirse con Giordano Bruno, el afamado monje italiano que ha alborotado a la universidad proponiendo una serie de teorías científicas y filosóficas que, en opinión del doctor Dee, están más allá de la comprensión —y por lo tanto de la aceptación— de las conservadoras autoridades de la universidad, a quienes Bruno ha calificado de «pedantes». Ellos, a su vez, han dicho que él es «un malabarista», pero contra él también se elevan cargos más graves: herejía y blasfemia. Él tiene ideas acerca de la inmortalidad del alma y la reencarnación, habla sobre la existencia de otros sistemas solares y muchos soles que emiten una luz propia, que los planetas se limitan a reflejar. La teoría de Copérnico es heliocéntrica, el centro del universo es el Sol. Bruno sostiene que el universo es teocéntrico: el centro de todo es Dios. Dee se adhiere a esas ideas y coincide en que se debe buscar a Dios en la naturaleza, en la luz del sol, en la belleza de todo lo que nace de la tierra. Hace poco ha dicho a sus amigos:

—Nosotros mismos y las cosas a las que denominamos nuestras posesiones, vienen y van.

Una idea poderosa y convincente, tal vez un poco rara. Sin embargo, de acuerdo con lo que Dee puede inferir, el trabajo de Bruno también está íntimamente relacionado con su propio campo de estudio, y él desea seguir investigando.

—Gran Príncipe, mucha honra me hacéis al venir aquí, Dios sea loado —le saluda Dee y hace una reverencia grandiosa y elegante ante el hombre con traje de terciopelo—. Altezas, caballeros, sean bienvenidos a mi casa y a mi biblioteca —invita, aunque se dirige en particular al joven cortesano de aspecto deslumbrante, quien le responde con una reverencia, y luego, con menos formalidad, estrecha afectuosamente la mano de su anfitrión, que ha sido durante largo tiempo su tutor. Los dos hombres miran brevemente hacia el Támesis. A continuación el doctor Dee observa al pequeño hombre moreno, oriundo de Nápoles. Poco después, el italiano se muestra poco preocupado por las cortesías y muy interesado en el río.

—¿Habéis visto su misteriosa belleza? —se limita a preguntar a Dee.

El anciano asiente lentamente, reflexiona sobre esa idea, observa el curso del río, donde el barco iluminado con antorchas que anticipó el arribo de sus amigos ya se pierde de vista. Un barco fantasmal. Vuelve a prestar atención a su huésped y le estrecha la mano.

—Signor Bruno, esta visión es extraña. Los demonios pueden tentarnos por medio de espíritus aparentemente luminosos.

El italiano permanece inmutable.

—Aunque es oscura, es la más clara. El árbol de la Cabala nos dice por medio del primer sefirot, kether, que la fuente de luz guía nuestras intenciones y nuestras actividades. ¿La habéis oído? Es el hálito que anima el laúd de Apolo. Cuando el amor habla, lo hacen todos los dioses. Y hacen que el cielo acompañe su armonía. Sator Arepo Tenet Opera Rotas.

—Dios tiene en sus manos la rueda de la creación. Y cuan excepcional, complejo, maravilloso es este mundo —agrega Dee en inglés.

Ambos dan media vuelta y caminan con su séquito por los parques, en dirección a la casa.

—Y ella es celestial —susurra Bruno, volviéndose una vez para buscar la fugaz aparición.