Las lluvias de finales de septiembre habían dado paso a quince días soleados durante el mes de octubre, un tiempo que estaba en plena armonía con la nueva luminosidad del mundo de Lucy. Le habían advertido que existían muchas posibilidades de que sufriera una depresión después de la intervención y también que tal vez sintiera, además de dolores generalizados, una especie de letargo que le drenaría las fuerzas, pero ninguna de las predicciones se había cumplido. Tampoco había surgido el problema del crecimiento generalizado de vello, un posible efecto secundario de los fármacos prescritos. Tres días después de haber sido operada ya caminaba un poco y transcurridos diez días estaba de vuelta en su apartamento de la mansión eduardiana de Battersea que compartía con su mejor amiga, la alta y grácil Grace.
Ambas eran productoras de televisión y trabajaban muchas horas en lugares perdidos de la mano de Dios. Grace se dedicaba a los programas de entretenimiento, los más apropiados para su carácter siempre alegre. Sin embargo, tenía más talento de lo que esto sugería. Se había graduado con honores en Historia en la Universidad de Durham, pero no le sacaba partido a su título. Era una parte vital de la vida de Lucy, la había conocido prácticamente cuando llegó a Londres, a los veintiún años. Había decidido abandonar la playa de las afueras de Sidney, donde había llevado una existencia recogida, para conocer mundo en cuanto terminó la carrera de sociología, aunque su trabajo como productora y directora de documentales la habían conducido al ámbito de la antropología e incluso de las ciencias naturales. Había viajado a las regiones desoladas de Perú y luego a Colombia para llevar a cabo un proyecto a cuyo regreso trajo consigo una extraña enfermedad. Fue la sagaz Grace quien lo advirtió y convenció a su amiga de que debía acudir a una consulta.
En un primer momento se sentía cansada, lo cual no resulta extraño si se tenía en cuenta que el rodaje había requerido un gran esfuerzo físico y lo mucho que la habían afectado la altura y las largas semanas de grandes madrugones y noches sin apenas conciliar el sueño durante los largos desplazamientos en avión. Además, había comenzado a trabajar en unas condiciones desfavorables, ya que todavía se hallaba convaleciente tras una larga bronquitis, una debilidad heredada de su madre que solía trastornar su vida durante los inviernos húmedos. Cuando partió, en enero, todavía estaba un poco débil, aunque no tanto como para declinar una oferta de tanto interés. En marzo, unos días después de su regreso, Lucy notó que tenía el ojo hinchado, y luego llegó la fiebre. Grace no se alarmaba con facilidad, pero, en cuanto la vio, la había obligado a tomar un taxi y la había llevado de inmediato al Hospital de Enfermedades Tropicales. Sabía que los síntomas podían tener relación con el lugar donde Lucy había trabajado e insistió en que debía ver con urgencia a un médico. Una rápida batería de análisis de sangre confirmó enseguida lo que habían insinuado la diarrea, los vómitos, la absoluta falta de apetito y la acusada pérdida de peso: había contraído el Mal de Chagas. El parásito transmitido por un pequeño insecto era fácilmente detectable.
Aunque en su fuero interno no lo creía en absoluto, Lucy dijo en público que se consideraba sumamente afortunada, pues una cantidad muy pequeña de casos resultaban lo bastante agudos para provocar esa reacción. A veces, la escasez de síntomas dificultaba el diagnóstico, lo cual hacía imposible la curación del enfermo y el mal se agravaba con el transcurso del tiempo mientras que ella iba a tener la fortuna de tomar la medicación de inmediato, lo cual generalmente suponía una alta probabilidad de que el tratamiento fuera eficaz.
Sin embargo, la suerte de Lucy se torció y aunque su cuerpo respondió a los fármacos en un plazo razonable y superó el Mal de Chagas, la siniestra enfermedad ya había hecho estragos en su corazón. Su belleza se había esfumado y resultaba evidente para cuantos la conocían que era la sombra de lo que había sido.
La transfirieron al hospital Brompton, especializado en cardiología, a principios de mayo. Perdió la conciencia del tiempo cuando escuchó el dictamen médico. Iba a necesitar un corazón nuevo casi sin lugar a dudas.
Tuvo claro el riesgo de que quizá no hallaran uno. No era una persona especialmente pesimista, pero había terminado por convertirse en una persona realista, y así era como se definía, a fuerza de poner freno a sus esperanzas durante toda su vida. Era una mujer pragmática e inasequible al desaliento, una superviviente desde su nacimiento. La había criado un padre bienintencionado, pero marcado por el estricto código de conducta dictado por su madre siciliana, una mujer que jamás perdonaba pasadas ofensas. Se sintió profundamente herido cuando la madre de Lucy partió sin dar explicación alguna. Había otro hombre, ella lo sabía. Su madre había volado a Europa en busca de la felicidad, dejando a un esposo y a una hija como víctimas de ese drama. El hombre humillado fue incapaz de expresar sus emociones o de permitirse amar o confiar en otro ser. El claro parecido de su hija con su hermosa madre hacía intolerable el dolor. Se convirtió en un padre responsable, pero jamás afectuoso. Todos juzgaron con dureza a la antigua señora King, en especial la temperamental abuela de Lucy, pero esta conservó un reducto en su corazón para comprender algún día la decisión materna.
El traslado a Londres había sido un intento por estar más cerca de ella, aunque no sabía dónde buscarla. «Europa» no era una localización demasiado específica, y si bien suponía que podía estar en Italia, no conocía su paradero, ni siquiera tenía una pista. Su padre se negaba a responder a sus preguntas, tal vez tampoco tuviera información. De modo que dejó el problema de lado y vivió como una huérfana. Encontró agradable no tener que dar explicaciones ni gustar a nadie, pero sabía que estaba viviendo en un mundo a medias, donde aplicaba las facultades intelectuales pero suprimía las emociones.
Sin embargo, en esa última hora de luz de un helado viernes de octubre, con un corazón nuevo y un renovado sentido de la vida, recorrió a pie más de dos kilómetros hasta Chelsea para efectuar el control cardiológico semanal, llena de esperanza y felicidad, sin fatiga.
No encontraba palabras para explicar a los demás cómo se sentía. Nunca había visto el mundo circundante como en ese momento. Las percepciones y su reacción ante las mismas eran entusiastas y apasionadas, y eso también era aplicable a sus sueños, intensos y vividos. Los árboles progresivamente desnudos se le antojaban más hermosos que durante su lánguida primavera, cuando estaban en flor. Antaño, la irritaban los cuidadores de perros por la premeditación con que la ignoraban, simulando centrar todo el interés en los canes a su cargo, mientras que hogaño la miraban y le sonreían al pasar. Los niños eran risueños y desbordaban actividad mientras aguardaban la llegada del autobús escolar, cuando antes sólo notaba sus comentarios agudos y sus cigarrillos clandestinos. Ella compartía su entusiasmo y se sentía asombrosamente bien.
La recepcionista del hospital le sonrió con aprecio en cuanto ella entró.
—Hola, Lucy, cuánto me alegro de verte.
Ella le devolvió la sonrisa con sinceridad.
—A mí me encanta estar de visita y no pasar días enteros aquí o en Harefield.
Subió la escalera con paso lento, pero no llegó asfixiada al despacho del señor Denham, con quien intercambió frases de cortesía mientras él la auscultaba y medía la presión arterial. Luego, el médico le indicó que tomara asiento con una sonrisa de satisfacción.
—El resultado de la última biopsia es exactamente el deseado. No hay ningún indicio de rechazo. Los medicamentos están haciendo su trabajo, resulta evidente, y todo lo demás está muy bien. Han pasado pocos días, pero las incisiones comienzan a cicatrizar, seguramente estás comiendo alimentos ricos en vitamina B, pescado y cosas por el estilo. Aparentemente los inmunólogos han encontrado el equilibrio adecuado para tu medicación. Tienes buen aspecto, pero ¿cómo te sientes?
El ejercicio le había dado un poco de color. Su respuesta fue casi coqueta.
—Tan bien como me ve. Más que bien. Ya no dependo de Grace, no tengo problemas con los medicamentos, no necesito electrólisis, nada. Es otoño y ni siquiera he tenido un dolor de garganta.
Courtney rió de buena gana.
—Muy bien. Desearía que aleccionases a otros pacientes acerca de su actitud. ¿Duermes bien? —Ella asintió—. ¿No te sientes deprimida, no sientes que te falta adrenalina? —preguntó Courtney algo sorprendido.
Lucy sacudió la cabeza con decisión.
—No, me alimento bien; de hecho, he vuelto a cocinar e incluso tengo mi propia tabla para cortar el pan. A Grace le hace gracia, pero respeta mis motivos. He limpiado hasta el último rincón de la cocina con productos antibacterianos y la nutricionista dice que está contenta conmigo. Hago unos minutos extra de ejercicio en la bicicleta todos los días. Ahora puedo caminar un poco. Hoy llegué aquí dando un paseo desde el otro lado del río, es mucho más interesante que pasar horas en la cinta de correr. De todos modos, me alegra no haber tenido necesidad de caminar hasta Harefield.
Ella le miró. No esperaba que le dedicara una mirada reprobatoria. El doctor Denham pasaba de pie demasiadas horas, como muchos cirujanos, pero se mantenía en forma. Gozaba de la reputación de ser el mejor corredor entre los representantes del hospital en la maratón de Londres y Lucy sabía que jugaba al tenis con otros médicos de forma asidua. Obviamente, aprobaba su interés por fortalecerse. Entonces, agregó:
—No tengo problemas para dormir. Puedo oír que mi corazón late con rapidez incluso cuando descanso.
—Mmm… ¿Recuerdas nuestra conversación a ese respecto? A tu nuevo corazón le faltan las conexiones nerviosas que habitualmente le permitirían reflejar un cambio de actividad, razón por la cual late con mucha más velocidad que el antiguo órgano. Sencillamente no responde inmediatamente a un aumento o una disminución en la exigencia física. Esas conexiones tardarán bastante en restablecerse.
—Recuerdo que usted y el señor Azziz me lo explicaron, aunque no me preocupa. En realidad creo que puede disimular cómo me siento frente a otras personas, lo cual puede ser útil.
—Sí, vas a ser una buena jugadora de póquer por un tiempo. Sólo recuerda que no sería normal que sintieras dolor en el pecho, es lo que todos debemos vigilar atentamente. Por lo demás, tu estado es realmente excelente. Y bien, ¿hay algo que te preocupe?
—No… —respondió Lucy con cierto reparo. Courtney Denham esperó que continuara—. Físicamente me siento casi sobrenaturalmente bien, mucho mejor que antes del trasplante.
—¿Y emocionalmente? —Denham la alentó a hablar sobre el tema. No sabía demasiado acerca de su vida personal, pero le parecía que no tenía un novio formal. Tal vez en su casa hubiera otro problema. O, si tenía relación con alguien, la presión de los cuidados posteriores a la cirugía podía ser una carga para una persona que no estuviera preparada o favorablemente dispuesta. Se necesita una higiene minuciosa cuando el sistema inmunológico ha sido eliminado de forma tan radical, y lo mismo vale para quien comparte la vida amorosa de una persona recién operada, todo lo cual hacía de la intimidad algo frustrante incluso para parejas consolidadas desde hacía tiempo y casi imposible si el compañero no tenía una actitud desprovista de egoísmo. De pronto el médico tuvo una idea—. ¿Has pensado en viajar a Australia para ver a tu familia, Lucy? —Denham la miró un instante. La joven no dejaba traslucir sus emociones, pero era muy probable que quisiera ver a los suyos tras haber pasado por una experiencia tan extrema. Todos los médicos comentaban que su familia no había viajado a Gran Bretaña para verla—. En general, no recomendamos hacer viajes al exterior durante los primeros meses posteriores al trasplante. Haremos un seguimiento muy detallado, por supuesto. Si la mejoría continúa como hasta ahora y deseas ver a tus padres, seguramente te daremos la aprobación poco después de fin de año.
Durante unos instantes ella lo miró fijamente, preguntándose cómo interpretaría su réplica.
—No, no deseo viajar, señor Denham. Lo que me ocurre es que el mundo en el que me encuentro, de pronto, es totalmente distinto. —Lucy efectuó una pausa, sabedora de que él le dedicaba toda su atención—. Mis sueños son intensos, realmente vividos. Mis gustos culinarios han cambiado un poco, y… mi orientación es diferente.
—Sueños, sabores, sí, lo comprendo. Has pasado por una experiencia difícil. Los cambios en el gusto tal vez se deban a que tu cerebro decide lo que debes comer. Las drogas habitualmente producen más hambre, especialmente la prednisolona. Deberías hablar sobre esto con el doctor Stafford. —A Lucy no le convencía la explicación, pero le dejó hablar—. No estoy seguro de comprender a qué te refieres cuando hablas de orientación.
—Siempre he sido diestra, señor Denham, pero ahora automáticamente cojo la pluma con la mano izquierda, y también la cuchara de sopa. Y siento que mi lado izquierdo es más fuerte.
—No he oído nada parecido antes, pero, en realidad, no me preocupa. Tu corazón es una bomba, no hemos interferido con el cerebro, que es el órgano que determina la motricidad. Tal vez sea una respuesta al suero, una reacción pasajera de tu mano derecha, incluso una sensación dolorosa a causa de la operación, aunque normalmente ocurriría en el lado izquierdo. Es bastante curioso. ¿Te han sacado más sangre del brazo derecho? En cualquier caso, veamos si dura. No tiene importancia —repuso y anotó algo en el formulario—. ¿Alguna otra cosa?
—La comida. He sido vegetariana alrededor de diez años. Ahora me apetece comer carne otra vez.
—Bien, estoy de acuerdo. Es tu instinto, que te empuja a obtener energía, Lucy y posiblemente, también la medicación, pero limita la ingesta de carne roja por el bien de tu nuevo corazón. Tu nutricionista se va a decantar a favor del pescado y el pollo. También controlaremos eso más adelante —afirmó e hizo una segunda anotación.
—Y luego están los sueños, los he tenido verdaderamente intensos, llenos de imágenes extrañas y sonidos turbadores —persistió ella, a sabiendas de que no podía explicarlo con más claridad.
—Lucy, has estado al borde de la muerte. Primero, el Mal de Chagas, luego los tratamientos farmacológicos agresivos, y por último, un trasplante, una operación larga y difícil, sin mencionar ahora el posoperatorio. No me sorprendería que tu mente recorriera caminos sinuosos durante un tiempo. —Denham la miró y comprobó que sus palabras no la habían tranquilizado—. Ahora bien, quizá debamos considerar la posibilidad de que consultes a un psicólogo para que puedas hablar sobre esto en profundidad. Estas medicinas tienen a veces efectos secundarios muy desagradables. Estoy seguro de que te hemos mencionado los efectos favorables y desfavorables de algunos medicamentos. Pediré una consulta y alguien del hospital te llamará en un par de días. También hablaré sobre esto con el doctor Stafford. Es el experto en esta área. Quizá desee proponer una nueva combinación de medicamentos —aventuró, y le dedicó una mirada amable…
… aunque ella sintió que le parecía irracional cuanto le estaba contando, por lo que dejó de intentar buscar explicaciones y le agradeció su interés con una sonrisa, dando por terminada la consulta. El médico había apuntado algunas cosas, pero a Lucy le parecían insuficientes.
No veas la cantidad de cosas raras que le voy a contar al psicólogo, pensó.
Padre e hijo se detuvieron frente al apartamento que Alex había adquirido en Royal Avenue hacía dos años, después del divorcio. Era un refugio tranquilo situado estratégicamente cerca de uno de sus puestos de trabajo, en el lado este de una pequeña plaza cubierta de grava, acordonada para aislarla del tránsito, al final de King’s Road. Abarcaba los dos pisos más bajos de una antigua casa victoriana, uno de los cuales había comprado con dinero que le había dejado su madre, e incluía un jardín ornamental al que se accedía desde el sótano y la planta baja.
Max tomó a su padre de la mano y cruzaron la calle juntos. Alguien los esperaba en los peldaños, bajo la luz rosada del ocaso londinense.
—Dijiste que nos veríamos esta noche, ¿no? —preguntó Simon con aire de disculpa ante la intrusión. Saludó a Max, a quien conocía bien. Ambos habían compartido momentos con Will.
—Lo siento, Simon. Sí, por supuesto. Te esperaba. Algo raro me demoró. Entra —invitó Alex. Abrió la puerta principal y luego su entrada individual y se dirigió a su hijo—. Ya puedes poner tus cosas en su sitio ahora que todo vuelve a estar en orden. —No había permitido que Max ocupara su habitación hasta que estuviera libre de las pertenencias de su hermano, sabedor de que el niño se angustiaría, por lo que durante las últimas visitas le había cedido buena parte de su propia cama a su hijo. Esa noche tenía previsto pedir ayuda a Simon para terminar de retirar del pasillo las cajas restantes. Su primo había sido el mejor amigo de su hermano, sabía que le alegraba poder colaborar con él, y llevarse discretamente algunas de las cosas del difunto—. Después prepararé algo para la cena.
—Nunca aprendiste a cocinar tan bien como el tío Will, papá —observó Max, mirando a su padre con tristeza. Alex no se ofendió.
—Eso significa que no suelo prepararte salchichas y patatas fritas tan a menudo como lo hacía tu tío —repuso, sonriendo con expresión de remordimiento.
Max asintió y se echó la mochila al hombro para llevarla a la habitación. Vio el portátil casi nuevo de su tío en un rincón, situado junto a la mesa baja.
—El ordenador del tío Will aún está aquí. ¿Puedo usarlo para jugar a los Sims? Las imágenes se ven mucho mejor en Mac que en PC.
—Creo que sí, aunque no estoy seguro de que el juego funcione en el sistema operativo del Mac. De todos modos, puedes intentarlo —respondió, e inclinándose hacia su hijo y tratando de adoptar una actitud firme le indicó—: Ahora, guarda tus cosas.
Mientras el muchacho bajaba su carga por la escalera a la habitación del sótano que daba a la calle, Alex se aflojó la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa antes de ponerse a cortar unos trozos de pollo e informar a Simon de la absurda llamada de la exnovia de su hermano. Había requerido un gran despliegue de persuasión, pero el florista finalmente le había revelado el número de orden, y él la había rastreado. Así supo que Will había encargado las flores en Chartres, el 19 de septiembre a las 13.15, hora de Greenwich, es decir, algo antes de las 15.00 en Francia. Era difícil saber qué le había impulsado a hacer el encargo con un mes de anticipación. Will nunca fue tan organizado.
Simon trató de persuadirle de que no se trataba de algo extraordinario.
—Eso tampoco significa que tu hermano no fuera romántico, Alex. Es absolutamente coherente con su personalidad espontánea —contestó con una voz deliberadamente atenuada.
—Dime qué tiene de espontáneo encargar flores un mes antes de la fecha del envío, máxime cuando ellos habían cortado definitivamente. Will me confesó que no había marcha atrás. La atracción física que le provocaba Siân era como una droga a la que se había hecho adicto. Había dejado de amarla y en el plano intelectual nunca habían tenido demasiado en común. Creo que Siân es una chica inteligente, pero con una formación distinta y sus intereses eran, sencillamente, diferentes.
Simon estaba raro e iba asintiendo en silencio a las afirmaciones de su interlocutor, pero muchas cervezas después, tal vez demasiadas, admitió que eso también coincidía con lo que el fallecido le había dicho a él.
—Él me dijo que los gastos de Siân triplicaban los suyos, que nunca leía libros, y ni siquiera quería salir a pasear con él, pero tal vez había empezado a echarla de menos y a pensar en una reconciliación.
—Eso es lo que ella cree, sin duda, y se ha quedado a cuadros, pero estoy seguro de que no hay nada de nada. Will siempre decía que Siân era como una niña bonita y consentida, acostumbrada a hacer su voluntad, a utilizar la atracción magnética que ejercía en los hombres y completamente incapaz de pensar profundamente en algo no concerniente a su persona. Tal vez fuera un poco duro, pero a veces le desesperaba su indiferencia hacia los demás y ambos tenían valores aparentemente muy distintos. A ella le gustaban las cosas bonitas, quería tener un guardarropa de Chanel y Prada, sí, sí, no podemos culparla por ello, forma parte de su trabajo, mientras que él siempre decía que le habría gustado trabajar para una organización internacional de ayuda solidaria o algo similar.
Una cebolla siseó cuando Alex la echó en la sartén.
—Will comprendió que había dejado que las cosas llegaran demasiado lejos después de la muerte de mamá, cuando ella comenzó a presionarlo para que se casaran. En realidad, no podía casarse con Siân, ya que él nunca podría ser lo que ella necesitaba, y honestamente, era injusto. Debía luchar contra su atracción física. Supongo que no era fácil, porque ella sabía cuál era su poder y cómo utilizarlo. —Alex no podía evitar la imparcialidad al respecto—. Y creo que era un arma de doble filo. Pobre Siân, no es fácil lidiar con la parte que le toca. ¿Es culpable de haber amado durante tres años a alguien que ni siquiera sabía cuáles eran sus objetivos en la vida? Y seamos justos, también a él le gustaban mucho los lujos.
Alex echó un vistazo a una botella casi vacía de un coñac caro que Will había abierto y bebido. Comprendía que si bien su hermano sabía que la separación era sin duda lo correcto, ambos habían resultado heridos, no sólo Siân.
Sin dejar de escucharle, Simon se puso a hurgar en la enorme pila de libros que Alex le había reservado en una caja. La cerró y la aseguró con cinta adhesiva para luego llevarla a la entrada, donde había amontonado algunas otras cosas. Regresó para ayudar a Max, que acababa de conectar el rutilante Apple blanco a una toma de alimentación. Sonrió para sus adentros al pensar en lo que había dicho Alex. Su hermano estaba en lo cierto. También a Will le gustaban los juguetitos caros. No tenía una moto cualquiera, no, sino una Ducati. No se conformaba con cualquier portátil antiguo, él debía usar el más sofisticado iBook. El piano del apartamento que compartía con Siân era un Bechstein. Únicamente usaba objetos de calidad. Prefería carecer de ellos antes que aceptar algo más ordinario. Había sido un hombre inteligente y de buen fondo, pero también a él le chiflaban las cosas bonitas.
—¿Qué decía la tarjeta? —inquirió—. La que acompañaba a las rosas.
Alex alcanzó a Max y Simon sendas bebidas, de diferentes colores. Luego cogió un papel del bolsillo de su chaqueta.
«De pies ligeros, lacerada por las espinas, roja de sangre, manchada por el amor, el corazón destrozado: ahora, blanca pureza. Bonne anniversaire. Toujours, William».
—Siân estaba inconsolable —dijo Alex. Luego, se dispuso a ayudar a su hijo y al amigo de su hermano en la tarea de iniciar el ordenador—. Eran rosas blancas, ¿te lo había dicho?
Simon negó con la cabeza.
—Will y sus malditos anagramas, pero tienes razón. Las rosas blancas simbolizan el amor puro, no la pasión. Es una gran diferencia. Y las envió para su cumpleaños, tal vez intentaba decirle que no la odiaba y siempre la amaría a su manera.
Max apartó la vista de la pantalla.
—Él seguía amando a Siân —aseguró con absoluta naturalidad.
—Eso creo —repuso su padre con una sonrisa—, aunque de un modo diferente. —Luego, dirigiéndose tanto al niño como a su invitado, añadió—: Queda un misterio por resolver. ¿Qué sucedió en las horas que transcurrieron desde que Will salió de la catedral hasta que tomó el transbordador? Tenía algo entre ceja y ceja. Me dejó varios mensajes en el móvil, y en el penúltimo decía que tenía que contarme algo extraordinario. Me pregunto qué sería.
Max había tratado de que el ordenador le hablara, pero él y Simon no lograban conectarlo. Apareció la contraseña: La única mujer que puedo manejar…
—Papá, ¿cuál era la contraseña del tío Will? ¿Cuál era la única mujer que podía manejar? No era Siân, tampoco la abuela. Hemos intentado con las dos.
Alex se encogió de hombros despreocupadamente.
—¿Qué nombre le puso a la moto? —sugirió.
—Claudia —respondieron al unísono Max y Simon, e hicieron la prueba.
—Touché, Alex. —Simon no podía creer que fuera tan fácil. De pronto se encontró observando el fondo de pantalla que había elegido Will, con una pintura de Joshua Reynolds que mostraba a Cleopatra disolviendo una perla en una copa de vino. La imagen hizo que se sintiera extrañamente cerca de él otra vez y miró a Alex, repentinamente inspirado—. No sabemos qué le rondaba por la cabeza, pero, fuera lo que fuera, quizá envió alguna pista a su propia dirección de correo. Se envió a sí mismo ideas y documentación desde Roma, lo sé porque él me lo dijo.
—Lo que dices es tan elemental como inteligente, Simon. ¿Puedes conectarte al servidor?
Max los miró, desilusionado por la demora.
—Revisaremos rápidamente el correo, cenaremos e inmediatamente después podrás volver a tu juego, Max. La comida estará lista en diez minutos.
—Creo que tu papá tiene razón, el juego para PC no funcionará en este ordenador, es un sistema operativo completamente diferente.
Max se encaminó en silencio y malhumorado hacia el ordenador paterno, ubicado al otro lado del espacioso recibidor de la planta baja, que tenía una cocina sin tabiques en el centro. Cargó el programa y se puso a jugar allí. Alex sonrió con resignación. Sabía que su hijo deseaba usar el ordenador Apple para sentirse cerca de Will. Se acercó a él y le besó en la cabeza antes de tomar la copa y reunirse con Simon frente al iBook. Tenía la impresión de que su primo estaba en lo cierto al suponer que todas las fotografías e ideas de Will iban a encontrarse allí. Ese ordenador formaba parte de su vida laboral, allí retocaba y editaba sus fotografías antes de enviarlas, allí guardaba todo. Se preguntaba por qué no se le había ocurrido antes.
—¡M… Maldición! —exclamó Simon. Había cambiado la palabra a tiempo, recordando que estaba Max—. «Claudia» no abre la conexión a Internet. Y antes de que lo preguntes, ya lo intenté con otras palabras obvias. El nombre de tu casa en el campo, su primera novia… —Se le veía abatido. Como no sea agotar el Oxford Dictionary, no sé qué hacer. De todos modos, Will era un poco disléxico, ¿verdad? Su escritura era creativa, pero errática.
Alex asintió. Sin una pista, jamás sabrían qué palabra utilizaba. Regresó a la encimera, coló la pasta y la mezcló con el pollo.
—Max, ven a comer.
—Espera, papá. Tengo que darles más dinero, luego puedo hacer una pausa.
—¿Más dinero?
—Es una trampa —explicó Max, riendo abiertamente—. Puedes hacer que los personajes obtengan más dinero para jugar.
Alex se acercó para verlo y para sacar de allí a su hijo antes de que la comida se enfriara.
—Basta con ir a «Rosebud[8]» y teclear algunos símbolos. Cuanto más lo haces, más dinero obtienen. Son trucos de jugadores. Me lo enseñó el tío Will.
Alex volvió junto a Simon, que también lo había oído.
—El nombre del trineo es la palabra clave en el final de Ciudadano Kane, ¿verdad? Era la película preferida de Will.
Simon estuvo de acuerdo y escribió la palabra. La conexión se estableció de inmediato.
La pasta se enfriaba, pero los ojos de Alex estaban atrapados por un mensaje guardado como borrador, a la espera de ser editado, y no había sido enviado, lo cual explicaba por qué no lo había recibido. Simon le miró pidiendo aprobación con los ojos para abrirlo. Alex asintió. Simon leyó en voz alta las primeras palabras: «Keter representa el Origen en el Árbol de la Vida. Es el Sol más allá del Sol, la Luz Última, el depósito de conciencia de todos los que se han iniciado en la alquimia. Es posible acceder al origen durante los Encuentros de Luz, que están más allá del tiempo y el espacio. Pueden tener lugar en la imaginación del verdadero “Experto”, con la protección de la Rosa. En esos Encuentros de Luz, todos los Expertos pueden conectarse, no sólo con el Origen, sino con los demás miembros de su cofradía en todo el mundo, incluyendo los antiguos sabios y alquimistas. Todos los reyes con una rosa roja deben unirse con su reina con rosa blanca, para producir cambios en sí mismos y en aquellos que los rodean. Así es como el río subterráneo de la sabiduría fluye ininterrumpidamente desde las épocas remotas».
Allí terminaba el texto de una carga poética tan grande que causó una viva impresión en los dos hombres, hasta el punto de que ambos se olvidaron de la pasta e intercambiaron una mirada en busca de información a fin de comprenderlo, pero Alex no sabía más que Simon y movió la cabeza para indicar que no tenía la menor idea sobre el posible significado de esas palabras. Luego, de pronto, Simon vio destellar un icono al pie de la pantalla.
—Alex, alguien está intentando acceder a nuestro ordenador. Parece que estaban esperando que nos conectáramos… —La voz de Simon se apagó y volvió a observar la señal de alerta junto con Alex. La pantalla se diluyó en varios colores y el programa que protegía contra las intrusiones había generado un mapa donde se veía que los hackers atacaban desde algún lugar de Gran Bretaña. Un disco verde comenzó a girar, ampliándose desde el centro de la pantalla, y luego formó un cuadrado: